LIBRO III

1 Los barcos de alas blancas. Esperanza más allá de las Praderas de Arena.

Tanis, el semielfo, estaba presente en la reunión del Consejo de Supremos Buscadores y escuchaba con el ceño fruncido. Aunque oficialmente la falsa religión de los Buscadores ya había desaparecido, se seguía denominando de esta forma al grupo que ostentaba la jefatura política de los ochocientos refugiados de Pax Tharkas.

—No es que no agradezcamos a los enanos que nos permitan vivir en su reino.—declaró Hederick agitando su mano, chamuscada en la chimenea de «El Último Hogar»—. Todos les quedamos muy reconocidos, de eso estoy seguro. Así como también estamos agradecidos a aquellos cuyo heroísmo al recobrar el Mazo de Kharas hizo posible que viniésemos aquí —Hederick se inclinó ante Tanis, quien le devolvió el saludo asintiendo ligeramente con la cabeza—. ¡Pero nosotros no somos enanos!

Esta enfática declaración provocó murmullos de aprobación, lo que enardeció considerablemente a Hederick.

—¡Nosotros los humanos no hemos sido hechos para vivir bajo tierra!

Hubo más gritos de aprobación y algunos aplausos.

—Somos granjeros. —¡No podemos hacer crecer alimentos en el interior de una montaña! Queremos tierras como las que nos vimos obligados a dejar atrás. ¡Y yo digo que aquellos que nos obligaron a abandonar nuestro hogar deberían proveemos de uno nuevo!

—¿Se refiere a los Señores de los Dragones? —le susurró Sturm sarcásticamente a Tanis —. Estoy seguro de que estarían encantados...

—¡Esos locos deberían dar gracias por estar vivos! —murmuró Tanis —. ¡Míralos, volviéndose contra Elistan como si fuese culpa suya!

El clérigo de Paladine se puso en pie para responder a Hederick.

—Precisamente porque necesitamos nuevos hogares —dijo Elistan con una profunda voz, que resonó en toda la caverna—, propongo que enviemos una delegación al sur, a la ciudad de Tarsis, la Bella.

Tanis había oído el plan de Elistan con anterioridad por lo que su mente se dedicó a recordar el mes que había transcurrido desde que él y sus compañeros regresaran de la Tumba Derkin con el mazo sagrado.

Los diferentes territorios de enanos, reunidos ahora bajo el gobierno de Hornfel, se encontraban entonces preparándose para combatir el mal proveniente del norte. Su temor no era muy grande, ya que su reino en la montaña parecía inexpugnable. Habían mantenido la promesa que le habían hecho a Tanis a cambio del Mazo: los refugiados de Pax Tharkas podrían instalarse en la Puerta Sur de la montaña, el extremo más meridional del reino de Thorbardin.

Elistan guió a los refugiados a Thorbardin. Éstos intentaron reconstruir sus vidas, pero la situación no era totalmente satisfactoria.

Sin duda alguna estaban a salvo y seguros, pero los refugiados, granjeros en su mayoría, no eran felices viviendo bajo tierra en las inmensas cavernas de los enanos. En primavera podrían plantar sus cosechas en la ladera de la montaña, pero aquella tierra rocosa no produciría alimento alguno. Querían vivir bajo el sol, al aire libre. No querían depender de los enanos.

Fue Elistan el que rememoró las antiguas leyendas de Tarsis, la Bella, y sus barcos alados. Pero eso era todo lo que eran, leyendas, tal como había señalado Tanis la primera vez que Elistan mencionó la idea. Ningún ser de esta parte de Ansalon había oído nada sobre la ciudad de Tarsis desde el Cataclismo, más de trescientos años atrás. En esa época, los enanos habían cerrado el reino de la Montaña de Thorbardin, interrumpiendo toda comunicación entre el norte y el sur, ya que la única forma de cruzar las montañas Kharolis era atravesando Thorbardin.

Tanis escuchó sombrío el voto unánime del Consejo de Supremos Buscadores aprobando la sugerencia de Elistan. Propusieron enviar a un pequeño grupo a Tarsis con instrucciones de averiguar qué barcos llegaban a puerto, a dónde se dirigían, y cuánto costaría reservar pasaje o, incluso, adquirir una nave.

—¿Y quién va a guiar a ese grupo? —se preguntaba Tanis en silencio, a pesar de conocer perfectamente la respuesta.

Todas las miradas se volvieron hacia él. Pero antes de que Tanis pudiese hablar, Raistlin, que había estado escuchando todo lo que se decía sin hacer comentario alguno, avanzó hacia el Consejo, se detuvo ante ellos y se los quedó mirando con sus relucientes ojos dorados.

—Sois unos necios —dijo con un matiz de desprecio en su voz susurrante—, y estáis viviendo el sueño de un necio. ¿Cuántas veces debo repetirlo? ¿Cuán a menudo debo recordaros el portento de las estrellas? ¿Qué os decís a vosotros mismos cuando miráis al cielo nocturno y veis esos dos negros agujeros en el lugar donde deberían estar las constelaciones?

Los miembros del Consejo se agitaron en sus asientos y varios de ellos intercambiaron largas y expresivas miradas de aburrimiento. Raistlin lo advirtió y continuó en un tono cada vez más desdeñoso.

—Sí, he oído decir a alguno de vosotros que no es más que un fenómeno natural, algo que ocurre, parecido a la caída de hojas de los árboles.

Varios de los miembros del Consejo murmuraron entre ellos, asintiendo. Raistlin los observó en silencio durante un instante, con una mueca de escarnio en los labios. Después habló una vez más.

—Os repito que sois unos necios. La constelación conocida como la Reina de la Oscuridad ha desaparecido del cielo porque la reina está presente aquí, en Krynn. La constelación El Guerrero, que representa al viejo dios Paladine, como nos revelan los Discos de Mishakal, ha regresado también a Krynn para combatirla.

Raistlin hizo una pausa. Elistan, que estaba entre los Buscadores, era un clérigo de Paladine, y muchos se habían convertido a su nueva religión. Podía notar la creciente ira ante lo que algunos consideraban una blasfemia. ¡La idea de que los dioses pudieran involucrarse en los asuntos de los hombres! ¡Escandaloso! Pero a Raistlin nunca le había preocupado ser considerado un blasfemo. Elevó el tono de su voz.

—¡Recordad bien mis palabras! Con la Reina de la Oscuridad han venido sus «hululantes huestes», como se dice en el «Cántico del dragón». ¡Y sus hululantes huestes son dragones! —Raistlin pronunció la última palabra en un tono que, como dijo Flint, «helaba la sangre».

—Eso lo sabemos todos —respondió Hederick con impaciencia. Hacía ya rato que había transcurrido la hora del diario vaso de vino caliente del Teócrata, y la sed le daba, coraje para hablar. No obstante se arrepintió de ello inmediatamente, cuando los ojos en forma de relojes de arena de Raistlin, parecieron atravesarlo como saetas negras. ¿Adónde quieres llegar?

—Esa paz ya no existe en ningún lugar de Krynn. Buscad barcos, viajad donde queráis. Donde quiera que vayáis, cada vez que alcéis la mirada hacia el cielo nocturno, veréis esos dos grandes agujeros negros. ¡Dondequiera que vayáis habrá dragones!

Raistlin comenzó a toser. Su cuerpo se encogía con los espasmos y estuvo a punto de caer, pero su hermano gemelo, Caramon, corrió hacia él y lo sujetó con sus enormes brazos.

Después de que Caramon hubiese guiado al mago fuera de la reunión del Consejo, pareció como si hubiese desaparecido un oscuro nubarrón. Los miembros del Consejo volvieron a agitarse en sus asientos, rieron —un poco temblorosos— y comenzaron a hablar de temas superficiales. Imaginar que había guerra en todo Krynn era cómico porque, aquí en Ansalon, la guerra casi había terminado. El Señor del Dragón, Verminaard, había sido vencido y sus ejércitos de draconianos se habían retirado.

Los miembros del Consejo se pusieron en pie, se desperezaron y dejaron la sala para dirigirse a la taberna o a sus casas.

Olvidaron que nunca le habían preguntado a Tanis si accedería a guiar al grupo hacia Tarsis. Sencillamente supusieron que lo haría.

Tanis, intercambiando una mirada ceñuda con Sturm, salió de la caverna. Era su noche de guardia. A pesar de que los enanos podían considerarse a salvo en su montaña, Tanis y Sturm insistieron en que debía realizarse una guardia en la Puerta Sur. Habían llegado a temer demasiado a los Señores de los Dragones para poder dormir tranquilamente... incluso bajo tierra.

Tanis se apoyó en el muro exterior de la Puerta Sur con rostro serio y pensativo. Ante él se extendía una pradera cubierta de suave nieve en polvo. La noche era tranquila y callada. Tras él se erguía la inmensa mole de las montañas Kharolis. La Puerta Sur era; en realidad, un gigantesco tapón en la ladera de la montaña. Era una de las zonas de defensa de los enanos que había mantenido incomunicado al mundo durante trescientos años tras el Cataclismo y las guerras de los enanos.

Con una base de sesenta pies de anchura y casi el doble de altura, el portal se manipulaba a través de un inmenso mecanismo que lo impulsaba hacia adentro o hacia afuera de la montaña. El centro tenía más de cuarenta pies de grosor, por lo que la puerta era considerada la más indestructible de todas las conocidas en Krynn, a excepción de otra igual que había en el norte. Una vez cerradas no podían distinguirse de las laderas de la montaña, tal había sido el artesanal trabajo de los antiguos enanos constructores.

No obstante, desde la llegada de los humanos a la Puerta Sur, en la abertura se habían colocado antorchas que facilitaban a hombres, mujeres y niños el acceso al exterior, necesidad humana que para los Enanos de las Montañas suponía una inexplicable debilidad.

Mientras Tanis estaba ahí, contemplando los bosques que había tras la pradera y sin encontrar ninguna paz en su callada belleza, se le unieron Sturm, Elistan y Laurana. Evidentemente los tres habían estado hablando de él, lo cual creó un tenso silencio.

—¡Qué solemne estás! —le dijo Laurana a Tanis dulcemente, acercándose a él y posando una mano sobre su brazo —. Opinas que Raistlin tiene razón, ¿verdad, Thanthal...Tanis? —Laurana enrojeció. Todavía le resultaba difícil pronunciar su nombre humano, a pesar de que le conocía lo suficiente para comprender que su nombre de elfo únicamente le producía dolor.

Tanis bajó la mirada hacia la pequeña y esbelta mano posada sobre su brazo y la cubrió con la suya. Sólo unos pocos meses antes el roce de esa mano lo hubiera irritado, llenado de confusión y culpa, ya que su amor se debatía entre una mujer humana y, como él se decía a sí mismo, un enamoramiento de infancia hacia la doncella elfa. Pero ahora el contacto con la mano de Laurana lo llenaba de paz y calor, además de hacer bullir su sangre. Antes de responder a su pregunta, consideró brevemente esos nuevos y perturbadores sentimientos.

—Hace tiempo que creo que el consejo de Raistlin es sensato —dijo, a pesar de saber que eso los preocuparía. No se equivocaba, el rostro de Sturm se ensombreció y Elistan frunció el ceño—. Creo que esta vez tiene razón. Hemos ganado una batalla, pero estamos muy lejos de haber ganado la guerra. Sabemos que hay guerra en el norte, en Solamnia. Pienso que es fácil deducir que las fuerzas de la Oscuridad no están luchando tan sólo para conquistar Abanasinia.

—¡Pero eso son sólo especulaciones! —argumentó Elistan—. No dejes que el misterio que rodea al joven mago nuble tu pensamiento. Puede que tenga razón, ¡pero no es motivo para abandonar la esperanza, para seguir intentándolo! Tarsis es una gran ciudad portuaria, por lo menos eso es lo que nos han dicho. Allá encontraremos a aquellos que puedan decimos si la guerra se ha extendido por el mundo. Si así es, seguro que todavía quedan refugios donde podamos encontrar la paz.

—Escucha a Elistan, Tanis —dijo Laurana en voz baja—. Es sabio. Cuando los nuestros dejaron Qualinesti no huyeron ciegamente. Viajaron hasta un pacífico refugio. Mi padre tenía un plan, aunque no osó revelarlo...

Laurana dejó de hablar, alarmada al ver el efecto que causaban sus palabras. Tanis se apartó bruscamente de ella y volvió su mirada a Elistan, con los ojos llenos de rabia.

—Raistlin dice que la esperanza es una negación de la realidad —declaró Tanis fríamente. Pero al ver la expresión de preocupación de Elistan y su triste mirada, el semielfo sonrió con fatiga—. Discúlpame, Elistan. Estoy cansado, eso es todo. Perdóname. Tu sugerencia es buena. Viajaremos a Tarsis con esperanza, ya que no se nos ocurre mejor solución...

Elistan asintió y se volvió, disponiéndose a marcharse.

—¿Vienes, Laurana? Sé que estás cansada, querida, pero hay mucho trabajo que hacer antes de poder entregar el mando al Consejo en mi ausencia.

—Estaré contigo dentro de un instante, Elistan —dijo Laurana enrojeciendo—. Qui... quiero hablar un momento con Tanis.

Elistan, tras dirigirles a ambos una mirada de comprensión, desapareció en la oscuridad del portal con Sturm. Tanis comenzó a apagar las antorchas, preparándose para cerrar la inmensa puerta. Laurana se quedó cerca de la entrada, con la expresión cada vez más fría al hacerse obvio que Tanis la ignoraba.

—¿Qué te ocurre? —dijo finalmente la elfa—. ¡Es como si te pusieses de parte de ese mago de alma oscura en contra de Elistan, uno de los humanos más sabios y mejores que nunca haya conocido!

—No juzgues a Raistlin, Laurana. Las cosas no son tan blancas o tan negras como vosotros los elfos creéis. El mago ha salvado nuestras vidas en más de una ocasión. He llegado a confiar en su forma de pensar, la cual, admito, me parece más fácil de aceptar que esa fe ciega.

—¡Vosotros los elfos! —gritó Laurana—. ¡Cuán típicamente humano suena esto! ¡Hay más de elfo en ti de lo que eres capaz de admitir, Thantalas! Solías decir que no te habías dejado la barba para ocultar tus orígenes, y yo te creí. Pero ahora no estoy tan segura ¡he vivido lo suficiente entre humanos para saber lo que piensan de los elfos! Pero estoy orgullosa de mi herencia. ¡Tú no! Tú te avergüenzas de ella. ¿Por qué? ¡Es por esa mujer humana de la que estás enamorado! ¿Cuál es su nombre, Kitiara?

—¡Ya basta, Laurana! —exclamó Tanis. Dejando una antorcha sobre el suelo, se acercó a la doncella elfa—. Si quieres discutir relaciones, ¿qué me dices de ti y de Elistan? Puede que sea un clérigo de Paladine, pero es un hombre... ¡hecho que puedes, sin duda, testificar! Sólo te oigo decir —dijo imitando su voz—. «Elistan es tan sabio», «pregúntale a Elistan, él sabrá qué hacer», «escucha a Elistan, Tanis...»

—¿Cómo te atreves a acusarme de tus propios errores? Quiero a Elistan. Lo venero.Es el hombre más sabio que he conocido, y el más amable. Se está sacrificando... dedica toda su vida a servir a los demás. Pero sólo hay un hombre al que amo, el único hombre al que he amado nunca, a pesar de que estoy empezando a preguntarme si tal vez no haya cometido un error. Tú me dijiste en aquel terrorífico lugar, el Sla-Mori, que me estaba comportando como una chiquilla y que lo que tenía que hacer era crecer. Pues bien, he crecido, Tanis Semielfo. En estos amargos meses pasados he visto muerte y sufrimiento. ¡He pasado más miedo del que nunca creí que pudiera pasar! He aprendido a luchar y he llevado a mis enemigos a la muerte. Todo ello me ha herido profundamente, insensibilizándome hasta tal punto que ya no puedo sentir dolor. Pero lo realmente doloroso es verte con otros ojos...

—Nunca he dicho que sea perfecto, Laurana —dijo Tanis pausadamente.

Solinari y Lunitari habían aparecido, ninguna de las dos estaba llena aún, pero brillaban lo suficiente para que Tanis pudiese ver lágrimas en los luminosos ojos de Laurana. Alargó las manos para tomarla en sus brazos, pero ella dio un paso atrás.

—Nunca lo has dicho —dijo ella desdeñosamente— ¡Pero en verdad disfrutas sabiendo que así lo creemos!

Ignorando sus brazos tendidos, tomó una antorcha de la pared y caminó hacia la oscuridad de la gruta, hacia el interior de la montaña de Thorbardin. Tanis la contempló mientras se alejaba admirando el ligero brillo de sus cabellos color miel, y su airoso caminar, tan airoso como los esbeltos álamos de su hogar elfo en Qualinesti.

Mientras veía cómo desaparecía de su vista, estuvo mesándose la espesa barba pelirroja que ningún elfo de Krynn podía dejarse crecer. Reflexionó sobre la última frase de Laurana y, extrañamente, comenzó a pensar en Kitiara. Evocó imágenes de su rizada cabellera negra, de su sonrisa curva, de su ardiente e impetuoso carácter y de su cuerpo fuerte y sensual, el cuerpo de una experimentada espadachina. Pero ante su asombro descubrió que la imagen se disolvía, atravesada por la serena y clara mirada de un par de ojos elfos ligeramente sesgados.

Se oyó un estruendo en la montaña. El eje que hacía mover la inmensa puerta de piedra comenzó a girar, haciendo que ésta se fuese cerrando. Tanis decidió no entrar. «Sellados en una tumba». Al recordar las palabras de Sturm, sonrió, pero sintió una punzada en el alma. Durante unos segundos permaneció mirando hacia la puerta, notando cómo su peso iba interponiéndose entre él y Laurana. La puerta se cerró con un sordo estampido. La faz de la montaña aparecía vacía, desierta, inabordable.

Tanis suspiró, envolviéndose en su túnica comenzó a caminar en dirección al bosque. Era mejor dormir sobre la nieve que bajo tierra. Además debía comenzar a acostumbrarse, las Praderas de Arena que debían atravesar para llegar a Tarsis estarían probablemente cubiertas de nieve, a pesar de que el invierno acabase de comenzar.

Mientras pensaba en el viaje, elevó la mirada al cielo. Estaba bellísimo, plagado de relucientes estrellas. Pero dos negros agujeros desfiguraban aquella belleza. Las constelaciones desaparecidas de Raistlin.

Había brechas en el cielo y también en su interior.


Tras su discusión con Laurana, a Tanis casi le alegró iniciar el viaje. Cada uno de los compañeros había decidido ir. Tanis sabía que ninguno de ellos se sentía totalmente en casa entre los refugiados.

Los preparativos para el viaje le daban mucho en qué pensar. Podía decirse a sí mismo que no le importaba que Laurana lo evitase. Y, al principio, el mismo viaje resultó agradable. Parecía que estuviesen en los primeros días de otoño, en lugar de a principios de invierno. El sol brillaba caldeando el aire y Raistlin era el único que llevaba túnica deabrigo.

Mientras los compañeros caminaban por la parte norte de las praderas la conversación era alegre y ligera, cuajada de bromas, chanzas, y recuerdos de las risas compartidas en Solace en tiempos mejores. Nadie habló de los sucesos malignos y oscuros vividos recientemente. Era como si al vislumbrar un futuro más brillante, desearan que esos hechos no hubieran ocurrido jamás.

Por las noches, Elistan les explicaba lo que iba aprendiendo acerca de los antiguos dioses en los Discos de Mishakal, que llevaba con él. Aquellas historias inundaban sus almas de paz y reforzaban su fe. Pero Tanis, que había pasado toda su vida buscando algo en qué creer, ahora que lo había encontrado, lo contemplaba con escepticismo. Quería asumir el mensaje de Mishakal, pero algo se lo impedía y, cada vez que miraba a Laurana, sabía lo que era. Hasta que no consiguiera resolver su propia agitación interna, nunca conocería la paz.

El único que no compartía las conversaciones, la alegría, las chanzas y bromas y las charlas alrededor del fuego, era Raistlin. El mago pasaba los días estudiando su libro de encantamientos. Si alguien lo interrumpía, le contestaba con un grito. Después de las cenas, en las que comía poco, se sentaba solo, mirando al cielo, y contemplaba los dos negros agujeros que se reflejaban en sus pupilas con forma de relojes de arena.

Tras varios días de viaje los ánimos comenzaron a flaquear. Gruesas nubes oscurecieron el sol, y empezó a soplar el frío viento del norte. Caía tanta nieve que un día ya no pudieron avanzar más y se vieron obligados a buscar refugio en una gruta hasta que se acabara la tempestad. Por la noche montaron doble guardia, a pesar de que nadie sabía exactamente por qué. Lo único que tenían era la impresión de que el peligro y la amenaza aumentaban. Riverwind contempló inquieto las huellas que habían dejado tras ellos en la nieve. Como dijo Flint, hasta un enano gully ciego podría seguirlas. La sensación de peligro aumentó, una sensación de ser observados y escuchados.

¿Pero quién podía acechar aquí, en las Praderas de Arena, donde nada ni nadie había habitado desde hacía más de trescientos años?

2 El Señor del Dragón. Un viaje funesto.

El dragón suspiró, batió sus inmensas alas y alzó su pesado cuerpo de las cálidas y tranquilas aguas de los manantiales. Emergiendo de una ondulante nube de vapor, se impulsó para pisar el frío suelo. El penetrante viento invernal le escocía en sus delicados ollares y le picaba en la garganta. Tragando saliva con dificultad, resistió con firmeza la tentación de regresar a los estanques y comenzó a trepar hacia el alto saliente de roca que se alzaba ante él.

El dragón, irritado, plantaba sus garras sobre las resbaladizas rocas cubiertas de hielo, ya que en aquella atmósfera gélida, los vapores que emanaban de las aguas termales se enfriaban casi instantáneamente. La piedra se resquebrajaba y rompía bajo sus garrudas patas, rebotando y resonando en el valle que se extendía más abajo.

Resbaló una vez, perdiendo momentáneamente el equilibrio. Desplegando sus inmensas alas, consiguió recuperarlo con facilidad, pero el incidente sirvió para acrecentar su malhumor.

El sol naciente iluminaba los picos de las montañas, rozando al dragón y haciendo que sus escamas azules reluciesen doradas, pero contribuyendo poco a caldear su sangre. La bestia se estremeció de nuevo, plantando las patas sobre el pavimento. El invierno no estaba hecho para los dragones azules, ni tampoco el tener que viajar por ese insondable país. Con este pensamiento en la mente, y después de una amarga e interminable noche pensando lo mismo, Skie miró a su alrededor en busca de su Señor.

Lo encontró de pie sobre un saliente de roca. Era una imponente figura ataviada con un casco astado y una armadura de escamas azules. El Gran Señor, con la capa azotada por el aire helado, contemplaba con profundo interés la inmensa y llana pradera que yacía más abajo.

—Venid, Señor, volved a vuestra tienda, «y permitidme regresar a los cálidos manantiales», añadió Skie mentalmente—. Este viento penetra hasta los huesos. ¿De todas formas, que hacéis aquí afuera?

Skie podía haber supuesto que el Gran Señor estaba haciendo un reconocimiento, pensando en la disposición de las tropas, o en el ataque de los dragones voladores. Pero éste no era el caso. Hacía ya tiempo que la ocupación de Tarsis había sido planeada, planeada de hecho, por otro de los Señores de los Dragones, ya que estas tierras estaban bajo el dominio de los dragones rojos.

«Los dragones azules y sus Grandes Señores controlan el norte. En cambio yo estoy aquí, en estas áridas tierras del sur y tras de mí hay toda una escuadrilla de compañeros», pensaba Skie irritado. Bajó la cabeza ligeramente, mirando a los otros dragones azules que batían las alas en la temprana mañana, agradecidos por el calor de los manantiales que aliviaba sus entumecidos tendones.

«Necios», siguió pensando Skie desdeñosamente. «Lo único que esperan es una señal del Gran Señor para atacar, iluminar los cielos y arrasar las ciudades con sus mortales rayos de luz, eso es lo único que les preocupa. Tienen una fe ciega en su señor. Claro que no es extraño —admitió Skie— porque éste los condujo de victoria en victoria en el norte, sin que en su grupo se produjese baja alguna. Sin embargo, dejan las preguntas para mí, porque soy la cabalgadura del Gran Señor, porque estoy más cerca de él. Bien, que así sea. El Gran Señor y yo nos entendernos perfectamente.»

—No hay razón alguna para que estemos en Tarsis —Skie expresó sus pensamientos claramente a su señor, al que no temía. A diferencia de muchos de los dragones de Krynn, quienes servían a sus señores con repugnante aversión, sabiendo que éstos eran los verdaderos gobernantes, Skie servía al suyo con afecto y respeto—. Los dragones rojos no quieren que estemos aquí, eso seguro. Y no nos necesitan. Esa exquisita ciudad, que te atrae tan extrañamente, caerá con facilidad porque no tiene ejército. Este fue engañado y partió hacia la frontera.

—Estamos aquí porque mis espías me han comunicado que ellos se encuentran en Tarsis o llegarán dentro de poco tiempo —fue la respuesta del Gran Señor. Hablaba en voz baja pero podía oírsele pese al ululante viento.

—Ellos... ellos... refunfuñó el dragón, tiritando y paseando incesantemente de un lado a otro del amplio saliente—. Abandonamos la guerra del norte, malogramos un tiempo valioso, perdemos una fortuna en acero. ¿Y por qué...? Por un puñado de aventureros itinerantes.

—Ya sabes que la riqueza no significa nada para mí. Podría comprar Tarsis si quisiera —el Señor del Dragón acarició el cuello del dragón con un helado guante de cuero que crujía con cada uno de sus gestos—. La guerra marcha bien en el norte. A Ariakas no le importó que me fuese. Bakaris es un comandante joven y experto que conoce mis ejércitos casi mejor que yo. Y no olvides, Skie, que son algo más que vagabundos. Esos «aventureros itinerantes» mataron a Verminaard.

—¡Bah! Ése ya había cavado su propia tumba. Estaba obsesionado, perdió de vista el verdadero objetivo —el dragón lanzó una mirada a su señor—. Lo mismo puede decirse de otros.

—¿Obsesionado? Sí, realmente Verminaard lo estaba, pero sé de algunos que deberían tomarse más en serio esa obsesión. El sabía el daño que podía causarnos el que el conocimiento de los verdaderos dioses se difundiera. Ahora, de acuerdo con los informes que nos han llegado, la gente sigue a un humano llamado Elistan, que es clérigo de Paladine. Los adoradores de Mishakal han devuelto la curación a la tierra. No, Verminaard era previsor, todo esto es sumamente peligroso. Deberíamos reconocerlo e intentar detenerlo, no mofarnos de ello.

El dragón resopló burlón.

—Ese Elistan no es el líder de todo el mundo sino sólo de ochocientos miserables humanos, esclavos de Verminaard en Pax Tharkas, que ahora están refugiados en la Puerta Sur con los enanos de las montañas —el dragón se tendió sobre el suelo de roca, sintiendo finalmente como el sol de la mañana proporcionaba algo de calor a su escamosa piel—. Nuestros espías comunicaron, además, que en estos momentos están viajando hacia Tarsis. Para esta noche, ese Elistan será nuestro y así acabará todo. ¡No volveremos a oír hablar de ese clérigo de Paladine!

—Elistan no me sirve de nada. No es a él a quien busco.

—¿No? ¿A quién, entonces?

—Hay tres personajes en los que tengo especial interés. Te facilitaré la descripción de cada uno de ellos... —el Señor del Dragón se acercó más a Skie—, ya que nuestra participación en la destrucción de Tarsis, mañana, tiene la finalidad de capturarlos. Estos son los que busco...


Tanis avanzaba por las heladas praderas, pisando ruidosamente con sus botas la gruesa capa de nieve alisada por el viento. A sus espaldas el sol comenzaba a elevarse, iluminando el valle pero sin caldearlo. Envolviéndose todavía más en su capa, el semielfo miró a su alrededor para asegurarse de que nadie quedara atrás. Los compañeros caminaban en fila india; los más débiles iban los últimos, siguiendo las huellas dejadas por los que marchaban en cabeza abriendo camino.

Tanis los guiaba. Sturm caminaba tras él, tan constante y fiel como siempre, aunque continuaba apesadumbrado por la idea de tener que dejar atrás el Mazo de Kharas, el cual poseía una cualidad casi mística para el caballero. Parecía más preocupado y fatigado que de costumbre, pero no por ello dejaba de seguir a Tanis a buen paso. Esto no resultaba tan sencillo como pueda parecer, pues Sturm insistía en viajar ataviado con su antigua cota de mallas que, al no haber sido forjada por los enanos, pesaba considerablemente y hacía que sus pies se hundieran en la espesa capa de nieve.

Tras ellos se encontraba Caramon, que avanzaba como un gran oso, arrastrando su cuantioso arsenal de armas, sus provisiones y las de su hermano gemelo, Raistlin. El mero hecho de contemplar a Caramon, agotaba a Tanis, ya que el inmenso guerrero no sólo avanzaba por la nieve con gran facilidad, sino que, además, se las arreglaba para ensanchar el camino para los que le seguían.

El siguiente era Gilthanas, al cual de entre todos los compañeros, Tanis podía haberse sentido más cercano, ya que habían sido criados como hermanos. Pero aquél era el hijo más joven del Orador de los Soles, gobernador de los elfos de Qualinesti, mientras que Tanis era un bastardo y tan sólo un semielfo, producto de la brutal violación de una elfa por un guerrero humano. Para empeorar más las relaciones, Tanis había osado sentirse atraído —aunque fuese de modo infantil e inmaduro—, hacia la hermana de Gilthanas, Laurana. Por tanto, lejos de ser amigos, Tanis tenía siempre la incómoda sensación de que al elfo, posiblemente, le alegraría verle muerto.

Tras el elfo caminaban Riverwind y Goldmoon. Para los bárbaros, envueltos en sus gruesas capas de pieles, el frío significaba poco. Hacía poco más de un mes que estaban casados, y el profundo amor que sentían el uno por el otro, un amor de sacrificio personal que había traído al mundo el descubrimiento de los antiguos dioses se veía ahora acrecentado al hallar nuevas maneras de expresarlo.

Los seguían Elistan y Laurana. Tanis encontró extraño que, al pensar con envidia en la felicidad de Riverwind y Goldmoon, su mirada hubiese topado con Elistan y Laurana. Siempre juntos. Siempre enzarzados en serias conversaciones. Elistan, clérigo de Paladine, avanzaba resplandeciente en su blanca túnica que relucía incluso en contraste con la nieve. De barba blanca y cabello cada vez más escaso, era aún una figura imponente, el tipo de hombre que podría perfectamente atraer a una joven. Pocos hombres o mujeres podían mirar a los fríos ojos azules de Elistan sin sentirse conmovidos, intimidados por la presencia de alguien que ha recorrido los senderos de la muerte y ha encontrado una fe más firme y renovada.

Con él caminaba su fiel «ayudante», Laurana. La joven doncella elfa había huido de su hogar en Qualinesti para seguir a Tanis, impulsada por un enamoramiento adolescente. Se había visto obligaba a madurar rápidamente, se le habían abierto los ojos al dolor y al sufrimiento del mundo. Sabiendo que muchos del grupo —Tanis entre ellos—, la consideraban un estorbo, Laurana luchaba para probar su valía. Al lado de Elistan había encontrado su oportunidad. Hija del Orador de los Soles de Qualinesti, había nacido y se había educado en la política. Cuando Elistan luchaba por tratar de alimentar, vestir y controlar a ochocientos hombres, mujeres y niños, fue Laurana la que facilitó su tarea. Se había hecho indispensable para él. Esto era algo que a Tanis le resultaba difícil de asimilar. El semielfo apretó los dientes, dejando que su mirada se apartase de Laurana para caer sobre Tika.

La camarera, transformada en aventurera, avanzaba junto a Raistlin, pues Caramon le había pedido que acompañase al frágil mago ya que él debía permanecer en la vanguardia. Ni Tika ni Raistlin parecían satisfechos con ese arreglo. El mago envuelto en sus colorados ropajes caminaba malhumorado, con la cabeza agachada para defenderse del viento. Se veía obligado a detenerse a menudo debido a fortísimos ataques de tos que le hacían flaquear. En esos momentos Tika, dubitativa, lo rodeaba con el brazo, consciente de la preocupada mirada de Caramon. Pero Raistlin siempre se separaba de ella gritándole enojado.

A continuación iba el anciano enano, que parecía rodar por la nieve; la punta de su casco y la borla «de melena de grifo» eran lo único que sobresalían de la blanca capa que cubría la tierra. Tanis había intentado explicarle que los grifos no tenían melena, que la borla era de pelo de caballo. Pero Flint mantenía testarudamente que su odio a los caballos provenía del hecho de que le hacían estornudar violentamente, por lo que no creía al semielfo. Tanis sonrió, sacudiendo la cabeza. Flint había insistido en caminar al frente de la línea. Sólo después de que Caramon lo hubo rescatado en tres ocasiones en las que quedó sepultado por la nieve, Flint accedió, refunfuñando, a quedarse en la «retaguardia».

Deslizándose tras el enano iba Tasslehoff Burrfoot. Desde el frente de la línea, Tanis podía oír su aguda y estridente voz. Tas estaba deleitando al enano con un maravilloso relato sobre la ocasión en que encontró a un lanoso mamut al que dos trastornados hechiceros habían hecho prisionero. Tanis suspiró, Tass estaba consiguiendo ponerle los nervios de punta. Ya había reprendido al kender por golpear a Sturm en la cabeza con una bola de nieve. Pero sabía que era inútil. Los kenders viven buscando aventuras y nuevas experiencias. Tas estaba disfrutando cada minuto de ese funesto viaje.

Sí, estaban todos ahí. Todos lo seguían.

Tanis se volvió bruscamente, mirando hacia el sur.

«¿Por qué me siguen a mí?», se preguntó con resentimiento. «Cuando yo apenas sé hacia dónde camina mi vida.» Se supone que debo guiar a otros. Yo no comparto la meta de Sturm de liberar la tierra de los dragones como hizo su héroe, Huma. Tampoco comparto la búsqueda religiosa de Elistan, el difundir entre la gente el conocimiento de los verdaderos dioses. Ni siquiera tengo la ardiente ambición de poder de Raistlin.

Sturm le dio un codazo y señaló hacia delante. En el horizonte se divisaba una hilera de pequeñas colinas. Si el mapa del kender era exacto, la ciudad de Tarsis quedaba tras ellas. Tarsis, sus barcos de alas blancas, sus cúspides de reluciente blanco. Tarsis, la Bella.

3 Tarsis la Bella.

Tanis extendió el mapa del kender. Habían llegado al pie de una hilera de desnudas y áridas colinas desde las cuales, de acuerdo con el mapa, debía verse la ciudad de Tarsis.

—No podemos subir a esas montañas a la luz del día —dijo Sturm retirándose la bufanda de la boca—. Nos convertiríamos en una diana perfecta a cien metros a la redonda.

—No —coincidió Tanis —. Acamparemos aquí, al pie. No obstante subiré a echarle un vistazo a la ciudad.

—¡Esto no me gusta nada! —murmuró Sturm apesadumbrado—. Algo marcha mal. ¿Quieres que te acompañe?

Al ver la expresión de cansancio del caballero, Tanis negó con la cabeza y le dijo:

—Será mejor que te encargues de organizar a los demás.

Ataviado con una capa de invierno blanca, el semielfo se preparó para trepar a las rocosas colinas cubiertas de nieve. Cuando se disponía a partir, notó la presión de una mano sobre su brazo.

—Iré contigo —le susurró Raistlin.

Tanis lo contempló asombrado y luego elevó la vista a las colinas. No sería fácil trepar por ellas, y sabía lo costosos que le resultaban al mago los grandes esfuerzos físicos. Raistlin notó su mirada y comprendió.

—Mi hermano me ayudará —dijo haciéndole una seña a Caramon, quien pareció extrañarse pero se puso inmediatamente en pie para acudir a su lado—. Quisiera ver la ciudad de Tarsis, la Bella.

Tanis lo miró con inquietud, pero el rostro de Raistlin aparecía tan impasible y frío como el metal al que se asemejaba.

—Muy bien, pero en la cima de esa montaña, vas a resultar más visible que una mancha de sangre. Será mejor que te cubras con una capa blanca —la sonrisa sardónica del semielfo fue una perfecta imitación de la de Raistlin—. Pídele la suya a Elistan.


Una vez en la cima de la montaña, desde la que se veía la legendaria ciudad portuaria de Tarsis, la Bella, Tanis comenzó a maldecir en voz baja. Con cada ardiente palabra salían de su boca pequeñas nubes de vapor. Bajándose la capucha de la pesada capa, contempló la ciudad con amarga desilusión.

Caramon le dio un codazo a su gemelo. —¿Qué ocurre, Raistlin? No comprendo...

—Tienes el cerebro en el brazo con el que manejas la espada —susurró Raistlin entre toses —. Mira. ¿Qué ves?

—Bueno... Es una de las ciudades más grandes que he visto en mi vida, y, tal como nos dijeron, veo barcos...

—Los barcos de alas blancas de Tarsis, la Bella —apuntó amargamente el mago—. Observa los barcos, hermano mío. ¿No notas nada extraño?

—No están en muy buenas condiciones. Las velas están rasgadas y... —Caramon parpadeó y dio un respingo—. ¡No hay agua!

—Una observación muy perspicaz. —Pero, en el mapa del kender ...

—Era anterior al Cataclismo —interrumpió Tanis —. ¡Maldita sea, debería haber tenido en cuenta esa posibilidad! ¡Tarsis, la Bella, completamente cercada de tierra!

—E indudablemente lleva así trescientos años —susurró Raistlin—. Cuando la montaña ígnea se desprendió del cielo, creó mares como vimos en Xak-Tsaroth pero también los destruyó. ¿Qué hacemos ahora con los refugiados, semielfo?

—No lo sé —le respondió Tanis irritado. Contempló una vez más la ciudad y luego se volvió—. De cualquier forma, es inútil permanecer aquí. El mar no va a regresar para hacemos un favor a nosotros —dijo comenzando a descender lentamente por la ladera de la montaña.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Caramon a su hermano—. No podemos regresar a la Puerta Sur. Sé que alguien o algo nos ha estado siguiendo —miró a su alrededor con expresión preocupada— y siento que, incluso ahora, nos están observando...

Raistlin agarró a su hermano del brazo. Durante un extraño instante, ambos se parecieron terriblemente. Habitualmente se asemejaban tanto como la luz a la oscuridad.

—Haces bien en confiar en tus sentimientos, hermano mío —dijo Raistlin en voz baja—. El peligro y el mal nos acechan. Desde que los refugiados llegaron a la Puerta Sur, lo he sentido cada vez más intensamente. Intenté advertirles... —sus palabras se vieron interrumpidas por un súbito ataque de tos.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Caramon.

Raistlin sacudió la cabeza, incapaz de responder durante unos segundos. Después, una vez el espasmo hubo pasado, respiró profundamente e, irritado, contempló a su hermano.

—¿Aún no te has enterado? ¡Lo sé! Pagué por mi conocimiento en las torres de la Alta Hechicería. Pagué por ello con mi cuerpo y casi con mi mente. Pagué por ello con... —Raistlin se detuvo, observando a su gemelo.

Caramon estaba pálido y silencioso como cada vez que se mencionaba la Prueba. Comenzó a decir algo, se atragantó y carraspeó. Raistlin suspiró y sacudió la cabeza, retirando la mano del brazo de su hermano. Después, apoyándose en su bastón, comenzó a descender por la colina.

—Nunca lo entenderás.

Trescientos años atrás, Tarsis, la Bella había sido la gran ciudad señorial de las tierras de Abanasinia. De allí partían las naves de alas blancas, en dirección a todas las tierras conocidas de Krynn. Y allí volvían, cargadas con todo tipo de objetos valiosos y extraños, horrendos y delicados. El mercado de Tarsis era algo asombroso. Gran número de marinos poblaban sus calles y los dorados pendientes que llevaban relucían tanto como sus cuchillos. Los barcos traían a exóticas gentes de tierras lejanas que llegaban con la intención de vender sus mercancías; algunos de ellos vestían vaporosas sedas de alegre colorido adornadas con joyas. Vendían te y especias, frutas y perlas, y jaulas para pájaros de brillantes colores. Otros, ataviados con cuero, vendían lujosas pieles de animales tan extraños y chocantes como los que les habían dado caza.

Desde luego en el mercado de Tarsis también había compradores. Eran casi tan raros, exóticos y peligrosos como los vendedores. Hechiceros ataviados con túnicas blancas, rojas o negras, recorrían los bazares en busca de los extraños componentes que requerían sus mágicos encantamientos. Como incluso entonces se desconfiaba de ellos, caminaban entre la gente aislados y solitarios. Casi nadie hablaba con ellos, ni siquiera con los que vestían la túnica blanca, y nadie osaba estafarlos.

También los clérigos buscaban ingredientes para sus pócimas sanadoras, ya que antes del Cataclismo había habido clérigos en Krynn. Algunos adoraban a los dioses del bien, otros a la neutralidad y otros finalmente a las divinidades del mal. Todos ellos tenían gran poder y sus rezos eran escuchados.

Y entre toda la gente chocante y peregrina reunida en los bazares de Tarsis, la Bella, se hallaban los Caballeros de Solamnia: manteniendo el orden, guardando la tierra, viviendo sus disciplinadas vidas con estricta obediencia al Código y a la Medida. Eran seguidores de Paladine, y destacaban por su estricta obediencia a los dioses.

La amurallada ciudad de Tarsis disponía de su propio ejército y —tal como se decía—nunca había caído ante una fuerza enemiga. La ciudad era gobernada bajo la atenta mirada de los caballeros por una familia noble, y había tenido la buena fortuna de estar bajo el mando de uno de estos linajes con sensibilidad y sentido de la justicia. Tarsis se convirtió en un centro de enseñanza; los sabios de tierras cercanas llegaban a ella para compartir sus conocimientos. Se fundaron escuelas y una gran biblioteca, así como templos dedicados a los dioses. Hombres y mujeres jóvenes sedientos de conocimientos viajaban a Tarsis para aprender.

Las primeras guerras con los dragones no habían afectado a Tarsis. La inmensa ciudad, su formidable ejército, su flota de barcos de alas blancas y sus vigilantes Caballeros de Solamnia intimidaban incluso a la Reina de la Oscuridad. Antes de que ésta pudiera consolidar su poder y arrasar la ciudad, Huma aniquiló a sus dragones de los cielos. Por tanto Tarsis prosperó y se convirtió, durante la Era del Poder, en una de las ciudades más opulentas y orgullosas de Krynn.

Y como ocurrió en muchas otras ciudades, con su esplendor aumentó su presunción. Tarsis comenzó a pedir más y más de los dioses: gloria, poder y riquezas. La gente adoraba al Sumo Sacerdote de Istar quien, viendo la ambición reinante, pedía a los dioses con arrogancia lo que éstos le habían concedido a Huma en su humildad. Incluso los Caballeros de Solamnia sujetos a las estrictas leyes de la Medida, cerrados a una religión que se había convertido en puro ritual con poca profundidad cayeron bajo el dominio del poderoso Sumo Sacerdote.

Entonces sobrevino el Cataclismo —una terrorífica noche en la que llovió fuego—. La tierra se rajó y resquebrajó cuando los dioses, furiosos con razón, lanzaron una montaña de roca sobre Krynn, castigando al Sumo Sacerdote de Istar y a los habitantes por su orgullo.

La gente se dirigió entonces a los Caballeros de Solamnia.

–¡Vosotros que sois justos, ayudadnos! —gritaban—. ¡Aplacad a los dioses!

Pero los caballeros no podían hacer nada. De los cielos cayó fuego, la tierra se partió en dos. Las aguas del mar desaparecieron, las naves se tambalearon y zozobraron, la muralla de la ciudad se desmoronó.

Cuando acabó aquella noche de horror, Tarsis estaba completamente rodeada de tierra. Sus barcos de alas blancas yacían sobre la arena cual aves heridas. Los sobrevivientes, ensangrentados y aturdidos, intentaron reconstruir la ciudad con la confianza de ver llegar, en cualquier momento, a los Caballeros de Solamnia, quienes dejarían sus inmensas fortalezas del norte y viajarían desde Palanthas, Solanthus, Vingaard Keep y Thelgaard hacia Tarsis, para ayudarles y protegerles una vez más.

Pero no llegaron. Tenían sus propios problemas y no podían abandonar Solamnia y aunque les hubiera sido posible hacerlo, un nuevo mar dividía las tierras de Abanasinia. Los enanos del reino de la montaña de Thorbardin cerraron sus puertas negando la entrada, por lo que los pasos entre las montañas quedaron bloqueados. Los elfos se retiraron a Qualinesti para curar sus heridas, maldiciendo a los humanos por la catástrofe. Tarsis pronto perdió todo contacto con el mundo del norte.

Por tanto, tras del Cataclismo, cuando se hizo evidente que los caballeros no iban a proteger la ciudad, llegó el día de la Proscripción. La situación llegó a ser muy delicada para el señor de la ciudad, quien en realidad no creía en la corrupción de aquellos, pero comprendía que la gente necesitaba culpar a alguien. Si respaldaba a los caballeros, perdería el control de la ciudad, por lo que se vio obligado a cerrar los ojos cuando el enojado populacho atacó a los pocos que quedaban en Tarsis, expulsando a unos y asesinando a otros.

Tiempo después volvió a restablecerse el orden. El señor y su familia consiguieron organizar un nuevo ejército. No obstante, muchas cosas habían cambiado. Ahora, todos creían que los antiguos dioses, a quienes habían adorado durante tanto tiempo, los habían abandonado. Encontraron nuevos dioses a los que reverenciar, a pesar de que éstos raramente respondían a sus oraciones. El poder clerical presente en aquellas tierras antes del Cataclismo se pervirtió y comenzaron a proliferar clérigos que pregonaban falsas promesas y esperanzas. La tierra se pobló de charlatanes sanadores que vendían sus falsos cura-lo-todo.

Tiempo después, muchos de los sobrevivientes abandonaron Tarsis. Ya no había marinos vagando por el mercado; ya no llegaban elfos, enanos ni seres de otras razas. Los que continuaban viviendo en Tarsis, lo preferían así porque comenzaron a temer y a desconfiar del mundo exterior, y los extranjeros no eran bien recibidos.

Pero Tarsis había sido durante tanto tiempo un centro de comercio, que aquellos de los alrededores que aún podían llegar a ella, continuaron haciéndolo. Las afueras de la ciudad se reconstruyeron, y el centro, los templos, escuelas y la gran biblioteca se dejó en ruinas. Volvió a abrirse el mercado, sólo que ahora era un mercado para granjeros y un lugar al que acudían los falsos clérigos para predicar las nuevas religiones. La paz envolvió la ciudad como una manta. Las gloriosas épocas pasadas eran como un sueño del que se hubiese podido dudar a no ser por las evidentes ruinas del centro.

Por supuesto, en Tarsis circulaban ahora rumores de guerra que, en general, eran desestimados, a pesar de que el señor de la ciudad hubiera enviado al ejército a vigilar las llanuras del sur. Cuando alguien le preguntaba por qué lo había hecho, respondía que sólo se trataba de una serie de prácticas militares. Después de todo, los rumores provenían del norte, y todos sabían que los Caballeros de Solamnia intentaban desesperadamente recuperar su antiguo poder. Era impresionante lo lejos que podían llegar esos traidores, ¡osando incluso inventar historias sobre el regreso de los dragones!

Aquella era Tarsis, la Bella, la ciudad a la que los compañeros llegaron esa mañana poco después del amanecer.

4 ¡Arrestados! Separan a los héroes. Una despedida llena de presagios.

Los pocos soldados, medio dormidos, que vigilaban las murallas aquella mañana, despertaron de golpe al ver a un grupo bien armado, pero de aspecto agotado, pidiendo entrada. No se la negaron. Ni siquiera les hicieron demasiadas preguntas. Un semielfo pelirrojo y de hablar calmo —hacía muchas décadas que en Tarsis no veían a un ser parecido— dijo que llevaban mucho tiempo viajando y que buscaban cobijo. Sus compañeros aguardaron silenciosamente tras él, sin hacer ningún gesto amenazador. Bostezando, los guardias les indicaron una posada llamada «El Dragón Rojo».

La cuestión podía haber acabado ahí. Después de todo, a medida que los rumores de guerra se extendían, comenzaban a llegar a Tarsis personajes más y más extraños. Pero al atravesar la verja, el viento levantó la capa de uno de los humanos, y un guardia vislumbró el brillo de una reluciente cota de mallas iluminada por el sol de la mañana. El guardia vio el odiado y denigrado símbolo de los Caballeros de Solamnia sobre la antigua cota. Frunciendo el ceño, desapareció entre las sombras, deslizándose tras el grupo que avanzaba por las calles de la ciudad.

El guardia los vio entrar en «El Dragón Rojo». Aguardó fuera hasta estar seguro de que ya debían encontrarse en las habitaciones. Entonces, entrando sigilosamente, intercambió unas palabras con el posadero. Le echó un vistazo a la sala, y al ver al grupo sentado, cómodamente instalado, corrió a informar a sus superiores.


—¡Esto es lo que ocurre por confiar en el mapa de un kender! —exclamó irritado el enano, apartando a un lado el plato vacío y restregándose la boca con la mano—. ¡Que te lleva a una ciudad portuaria sin mar!

—No es culpa mía —protestó Tas —. Tanis me preguntó si tenía algún mapa en el que figurara Tarsis. Le dije que sí y le entregué éste en el que estaban dibujados Thorbardin, el reino subterráneo de los Enanos de la Montaña, la Puerta Sur y Tarsis... pero ya le advertí que era anterior a la época del Cataclismo. Todo está donde el mapa decía que estaba. Insisto ¡no es culpa mía que el océano haya desaparecido! Yo...

—Ya está bien, Tas —suspiró Tanis —. Nadie te echa las culpas. No es culpa de nadie. Sencillamente teníamos demasiadas esperanzas.

El kender, algo más calmado, retiró el mapa, lo enrolló y lo deslizó en una caja con el resto de sus valiosos mapas de Krynn. Luego apoyó la barbilla entre las manos y permaneció sentado, contemplando a sus abatidos compañeros de mesa. Estos comenzaron a discutir qué podían hacer ahora, hablando sin demasiado entusiasmo.

Tas se aburría cada vez más. Quería explorar la ciudad. Estaba llena de todo tipo de extraños sonidos e imágenes —desde que llegaron a Tarsis, Flint, prácticamente se había visto obligado a arrastrarlo—. Había un fabuloso mercado completamente abarrotado de cosas maravillosas que aguardaban ser contempladas. Además, había visto a más de un kender, y quería hablar con ellos. Su hogar le preocupaba. De pronto Flint le dio una patada por debajo de la mesa, y Tas, suspirando, volvió a prestar atención a Tanis.

—Pasaremos la noche aquí para descansar, averiguaremos lo que podamos y enviaremos un mensaje a la Puerta Sur —estaba diciendo Tanis . Tal vez exista otra ciudad portuaria más al sur. Algunos de nosotros podríamos investigarlo. ¿Qué te parece, Elistan?

El clérigo retiró a un lado un plato lleno de comida.

—Supongo que es nuestra única elección, pero yo regresaré a la Puerta Sur. No puedo estar mucho tiempo lejos de la gente. Tú deberías venir conmigo, querida —dijo posando su mano sobre la de Laurana—.No puedo prescindir de tu ayuda.

Laurana sonrió a Elistan. Un segundo después, al posar la mirada en Tanis y ver su ceño fruncido, su sonrisa se evaporó.

—Riverwind y yo hemos estado comentando la situación, vamos a regresar con Elistan —dijo Goldmoon. Sus cabellos de oro y plata destellaban con la luz de los rayos de sol que se filtraban por la ventana—. La gente necesita de mis artes curativas.

—Además de eso, la pareja de recién casados echa de menos la intimidad de su tienda—dijo Caramon en voz baja pero audible, haciendo enrojecer a Goldmoon a la vez que su marido esbozaba una sonrisa.

Tras contemplar a Caramon con repugnancia, Sturm se volvió hacia Tanis y afirmó:

—Amigo mío, yo iré contigo.

—Nosotros, por supuesto, también —dijo Caramon rápidamente. Sturm frunció el ceño y miró a Raistlin, quien estaba sentado cerca del fuego envuelto en su túnica roja, bebiendo la extraña poción de hierbas que aliviaba su tos.

—No creo que a tu hermano le convenga mucho viajar... —comenzó a decir Sturm.

—Te noto repentinamente preocupado por mi estado de salud, Caballero —susurró Raistlin con sarcasmo —. Pero, no es mi salud lo que te inquieta, ¿verdad, Sturm Brightblade? Es mi creciente poder. Me tienes miedo...

—¡Ya es suficiente! —exclamó Tanis al ver ensombrecerse el rostro de Sturm.

—O vuelve el mago, o vuelvo yo —declaró fríamente el Caballero.

—Sturm... —comenzó a decir Tanis.

Tasslehoff aprovechó esa oportunidad para escabullirse rápidamente de la mesa. Todos estaban absortos en la discusión entre el Caballero, el semielfo y el mago. Tas se deslizó por la puerta principal de «El Dragón Rojo», nombre que le parecía especialmente divertido, pero a Tanis no le hubiera hecho gracia.

Mientras cavilaba sobre esto empezó a caminar, a la vez que contemplaba entusiasmado la ciudad desconocida, Tanis ya nunca se reía de nada. En verdad parecía que el semielfo cargara sobre sus hombros con todo el peso del mundo. Tasslehoff creía saber qué era lo que le sucedía a Tanis. Sacando un anillo de uno de sus bolsillos, lo examinó con atención. Era de oro, hecho por un elfo, tallado en forma de hojas de enredadera. Lo había recogido en Qualinesti. Esta vez el anillo no era algo que el kender hubiese «adquirido» sino que había sido arrojado a sus pies por Laurana en una ocasión en la que se hallaba furiosa y humillada porque Tanis le había devuelto la joya.

El kender sopesó todo esto y decidió que a todos les iría bien separarse y partir en busca de nuevas aventuras. Él, desde luego, iría con Tanis y Flint —porque creía firmemente que ninguno de los dos podía salir adelante sin él—, pero antes echaría un vistazo a esa interesante ciudad.

Tasslehoff llegó al final de la calle. Si miraba atrás, aún podía ver la posada. Todavía no había salido nadie a buscarlo. Se hallaba a punto de preguntarle a un buhonero, que pasaba por la calle, cómo llegar al mercado, cuando vio algo que prometía convertir aquella apasionante ciudad en un lugar todavía más interesante...


Tanis consiguió aplacar la discusión iniciada por Sturm y Raistlin, al menos por el momento. El mago había decidido quedarse en Tarsis para explorar los restos de la antigua biblioteca. Caramon y Tika se ofrecieron a quedarse con él mientras Tanis, Sturm, Flint y Tasslehoff, marchaban hacia el sur con el propósito de recoger a los hermanos y a Tika a la vuelta. El resto del grupo viajaría a la Puerta Sur para comunicar las decepcionantes nuevas.

Decidido esto, Tanis se dirigió al posadero para pagarle las habitaciones. Se hallaba ante el mostrador contando las monedas de plata, cuando notó una leve presión en el brazo.

—Quiero que pidas que me cambien a una habitación que esté más cerca de la de Elistan —le dijo Laurana.

—¿Cómo? —le preguntó Tanis intentando disimular la aspereza de su voz.

Laurana suspiró.

—¿No vamos a volver a discutir este asunto de nuevo, no?

—No sé lo que quieres decir —dijo Tanis fríamente, alejándose del sonriente posadero.

—Por primera vez en mi vida, estoy haciendo algo útil y pleno de sentido —dijo Laurana asiéndolo firmemente del brazo y tú quieres que lo abandone debido a los extraños celos que sientes...

—No estoy celoso —interrumpió Tanis enrojeciendo—. Ya te dije en Qualinesti que lo que pasó entre nosotros cuando éramos jóvenes, acabó ya. Yo... —hizo una pausa, preguntándose si aquello sería cierto.

Mientras le hablaba, su alma se estremecía ante la belleza de la elfa. Sí, ese enamoramiento adolescente había terminado, pero, ¿acaso estaría siendo reemplazado por algo más fuerte y duradero? ¿Y estaría él echándolo a perder? ¿Lo habría perdido ya a causa de su indecisión y testarudez?

«Estaba actuando de una forma típicamente humana, rechazando lo que estaba a su alcance, sólo para lamentarse de ello una vez perdido», pensó el semielfo. Confundido, sacudió la cabeza.

—Si no estás celoso, ¿por qué no me dejas en paz y me permites proseguir mi trabajo con Elistan? —le preguntó Laurana con frialdad—. Eres...

—¡Silencio! —Tanis alzó una mano. Laurana, enojada, se disponía a continuar hablando, pero al ver la severa mirada de semielfo, decidió callarse.

Tanis aguzó el oído. Sí, tenía razón. Podía oír claramente el quejido agudo y penetrante de la honda de cuero que encabezaba la vara jupak de Tasslehoff. Era un sonido muy peculiar, y se producía cada vez que el kender blandía la vara en círculo sobre su cabeza; ponía los pelos de punta. Significaba una señal de peligro para los kenders.

—Problemas —dijo Tanis en voz baja—. Avisa a los demás.

Laurana obedeció sin hacer preguntas. Tanis se volvió rápidamente para enfrentarse con el posadero quien, en ese preciso momento, intentaba escapar furtivamente de detrás del mostrador.

—¿Adónde vas? —le preguntó el semielfo secamente.

—Me disponía a disponer vuestras habitaciones, señor —dijo suavemente el posadero, tras lo cual desapareció en la cocina. En ese instante Tasslehoff irrumpió en la puerta de la posada.

—¡Soldados, Tanis! ¡Y vienen hacia aquí!

—No puede ser que nos busquen a nosotros —respondió Tanis. Pero luego se quedó callado, mirando fijamente al kender de ágiles dedos, sin poder evitar sospechar de él—.Tas...

—¡No he sido yo, de verdad! —protestó Tas —. ¡Ni siquiera llegué a ir al mercado! Acababa de alcanzar el final de la calle cuando vi a toda una tropa de soldados avanzando en dirección a mí.

—¿Qué decís de unos soldados? —preguntó Sturm recién llegado de la sala—. ¿Es otra de las historias del kender?

—No. Escuchad —dijo Tanis. Al guardar silencio todos escucharon el sonido de pisadas avanzando en dirección a la posada y se miraron los unos a los otros preocupados—. El posadero ha desaparecido. Ya me extrañó que entráramos en la ciudad con tanta facilidad, debía haber imaginado que iba a ocurrir algo —Tanis se mesó la barba, consciente de que todos le miraban aguardando sus instrucciones.

—Laurana, Elistan y tú id arriba. Sturm y Gilthanas, quedaos conmigo. El resto id a vuestras habitaciones. Riverwind, te nombro responsable. Caramon, tú y Raistlin protegedlos. Si llega a ser necesario, Raistlin, utiliza tu magia. Flint...

—Yo me quedo contigo —declaró firmemente el enano.

Tanis le sonrió y posó una mano sobre el hombro de Flint. —Por supuesto, viejo amigo. No creí ni que fuese necesario decirlo.

Frunciendo el ceño, Flint alargó el brazo para asir su hacha de guerra.

—Toma esto —le dijo a Caramon—. Mejor que la tengas tú que no uno de esos miserables y piojosos soldados.

—Es una buena idea —dijo Tanis. Desabrochándose el talabarte, le tendió a Caramon la espada mágica Wyrmslayer, que le había entregado el esqueleto de Kith-Kanan, el rey Elfo.

Gilthanas le tendió silenciosamente su espada y su arco elfo.

—Las tuyas también, caballero —dijo Caramon extendiendo la mano.

Sturm frunció el ceño. Su antigua espada de doble puño y la vaina eran la única herencia que había recibido de su padre, un honorable Caballero de Solamnia, que había desaparecido tras enviar a su esposa y a su hijo pequeño al exilio. Lentamente Sturm también se desabrochó el talabarte y se lo tendió a Caramon.

El jocoso guerrero, al ver la evidente preocupación del caballero, se puso serio.

—Sturm, ya sabes que tendré mucho cuidado con ella.

—Ya lo sé. Y además, si no siempre está la gran oruga, Catyrpelius, para protegerla, ¿no es así, mago?

A Raistlin le sorprendió escuchar esa inesperada alusión a una vez en la arrasada ciudad de Solace en que había hecho creer a unos goblins que la espada de Sturm estaba hechizada. Aquello era lo más próximo a una expresión de gratitud que el Caballero hubiera pronunciado jamás ante el mago. Raistlin esbozó una sonrisa.

—Sí. Siempre está la oruga. No temas, caballero, tu arma está a salvo, así como las vidas de aquellos que dejáis a nuestro cuidado... si alguien está a salvo... Adiós, amigos míos —siseó mientras sus ojos en forma de relojes de arena centelleaban—. y va a ser una larga despedida. ¡Algunos de nosotros estamos destinados a no volver a encontrarnos en este mundo!

Tras decir esto, saludó con la cabeza y comenzó a subir las escaleras.

—¡Vamos!—ordenó Tanis irritado—. Si lo que dice es cierto, ahora no podemos hacer nada.

Tras mirarlo dubitativamente, los demás hicieron lo que Tanis había ordenado, subiendo rápidamente las escaleras. Sólo Laurana, en el momento en que Elistan la asía del brazo, le lanzó una mirada temerosa al semielfo. Caramon, con la espada desenvainada, aguardó hasta que todos hubieron subido.

—No te preocupes —dijo el guerrero con inquietud—. No pasará nada. Si no estáis aquí cuando caiga la noche...

—¡No se te ocurra venir a buscarnos! —dijo Tanis, adivinando las intenciones de Caramon. Al semielfo, la agorera despedida de Raistlin le había preocupado más de lo que quisiera admitir. Hacía ya muchos años que conocía al mago y había ido presenciando cómo aumentaba su poder—. Si no regresamos, llevad a Elistan, Goldmoon y a los otros a la Puerta Sur.

Caramon asintió a regañadientes y luego caminó pesadamente escaleras arriba acompañado de un repiqueteo de armas.

—Probablemente no sea más que una investigación de rutina —murmuró apresuradamente Sturm al ver, a través de la ventana, llegar a los soldados—. Nos harán algunas preguntas y luego nos dejarán marchar.

—Tengo el presentimiento de que no es algo rutinario. Es muy rara la forma en que todos se han evaporado —dijo Tanis en voz baja cuando los soldados ya entraban por la puerta, encabezados por el condestable y acompañados del vigía de la muralla.

—¡Son ellos! —gritó el guardia señalándolos—. Ahí está el caballero, como os dije y el elfo barbudo, el enano, el kender y el elfo noble.

—Bien, ¿dónde están los demás?—preguntó secamente el condestable. A un gesto suyo, los soldados apuntaron con sus armas a los compañeros.

—No entiendo qué es todo esto —dijo Tanis suavemente. Estamos en Tarsis de paso, vamos camino del sur. ¿Es así como les dais la bienvenida a los extranjeros en vuestra ciudad?

—En nuestra ciudad, los extranjeros no son bienvenidos—respondió el condestable. Volviendo la mirada hacia Sturm, sonrió con desprecio. Especialmente un Caballero de Solamnia. Si como decís, sois inocentes, no os importará responder a unas preguntas del señor y del Consejo. ¿Dónde está el resto de vuestro grupo?

—Nuestros amigos estaban fatigados y se han retirado a sus habitaciones a descansar. Nuestro viaje ha sido largo y difícil, y no tenemos intención de causar problemas. Iremos nosotros cuatro y responderemos a vuestras preguntas. No hay necesidad de que molestemos a nuestros compañeros.

—Somos cinco —dijo Tasslehoff indignado, pero nadie le prestó atención.

—Id a buscar a los otros —ordenó el condestable a sus hombres.

Cuando dos de los soldados se dirigían hacia la escalera, esta comenzó a arder repentinamente, produciendo una humareda que les hizo retroceder. Todo el mundo corrió hacia la puerta. Tanis agarró a Tasslehoff —que observaba la escena con los ojos abiertos de par en par y lo arrastró fuera e allí.

El condestable hizo sonar frenéticamente su silbato, mientras varios de sus hombres se dispusieron a dar la alarma. Pero las llamas murieron tan rápidamente como habían surgido.

—¡Alto...! —el condestable dejó de pitar. Con la cara pálida y gran cautela, entró de nuevo en la posada. Tanis sacudió la cabeza asombrado. No quedaba ni rastro del humo, ni se había desconchado un milímetro de barniz. Desde donde se hallaba podía oír los susurros de Raistlin en el piso de arriba. Cuando el condestable elevó aprensivamente hacia allí sus ojos, el murmullo cesó.

Tanis tragó saliva y respiró profundamente. Sabía que debía estar tan pálido como el condestable. Observó las explicaciones de Sturm y de Flint. El poder de Raistlin había aumentado...

—El mago debe estar ahí arriba —masculló el condestable.

—Muy bien, Don Silbidos, eres muy agudo... —comenzó a decir Tas en un tono de voz que Tanis sabía que podía causarles problemas. El semielfo le propinó un pisotón al kender y éste guardó silencio aunque le lanzó una mirada de reproche.

Afortunadamente el condestable no pareció haberle oído, pues miró fijamente a Sturm y le preguntó:

—¿Nos acompañarás pacíficamente?

—Sí. Contáis con mi palabra de honor y ya sabéis que, penséis lo que penséis de los caballeros, para nosotros el honor es la vida.

El condestable contempló la oscura escalera.

—Muy bien, que dos de mis hombres se queden aquí. El resto cubrid las otras salidas. Registrad a cualquiera que pretenda entrar o salir. ¿Todos vosotros disponéis de la descripción de los extranjeros?

Los soldados asintieron, intercambiando miradas de inquietud. Los dos destinados a vigilar el interior de la posada lanzaron una temerosa mirada a la escalera y montaron guardia lo más lejos posible de ella. Tanis sonrió para si.

Los cinco compañeros siguieron al condestable fuera del edificio. Al salir a la calle, Tanis vio moverse a alguien tras una de las ventanas del piso superior. Era Laurana, quien con expresión de terror en el rostro, levantó la mano y debió pronunciar algunas palabras porque el semielfo alcanzó a verla mover los labios. Tanis recordó la despedida de Raistlin y se sintió desalentado. Le dolía el corazón. La mera posibilidad de no volver a encontrarse con ella de nuevo le hacía ver el mundo repentinamente triste, vacío y desolado. Comprendió lo que Laurana había llegado a significar para él en aquellos últimos meses, en los que —al contemplar las tierras arrasadas por los malignos ejércitos de los Señores de los Dragones —, hasta la esperanza había muerto. En cambio, ¡qué fe tan firme tenia la elfa, qué inagotable y perenne confianza! ¡Qué diferente de Kitiara!

Uno de los guardias le dio a Tanis un empujón en la espalda.

—¡Mira hacia delante! ¡Deja de hacer señales a tus amigos! —le gritó.

El semielfo volvió a pensar en Kitiara. No, la mujer guerrera nunca hubiese actuado tan desinteresadamente. No hubiese podido ayudar a la gente como Laurana. Kit se hubiera impacientado y enojado, y les hubiera dejado elegir entre la vida y la muerte. Despreciaba y detestaba a aquellos más débiles que ella misma.

Tanis se sorprendió al darse cuenta de que al evocar a Kitiara ya no sentía la vieja punzada de dolor. No, ahora era Laurana —aquella tonta muchacha que pocos meses antes no era más que una niña mimada la que le hacía hervir la sangre. Y ahora, tal vez fuera demasiado tarde.

Al llegar al final de la calle, volvió a mirar atrás, esperando poder hacerle algún tipo de señal. Hacerle saber que comprendía. Hacerle saber que había sido un tonto. Hacerle saber que...

Pero la cortina estaba echada.

5 El tumulto. La desaparición de Tas. Alhana Starbreeze.

—Caballero inmundo...

Un pedrusco golpeó a Sturm en el hombro. El caballero vaciló, a pesar de que la piedra no le había hecho mucho daño debido a la protección de la cota de mallas. Tanis, al ver su pálida expresión y su tembloroso bigote, comprendió que el dolor era mucho mayor que el que pueda infligir un arma.

A medida que los compañeros avanzaban por las calles escoltados por los soldados, el gentío era cada vez mayor, pues ya se había corrido la voz de su llegada. Sturm caminaba dignamente, con la cabeza bien alta, haciendo caso omiso de burlas e insultos. A pesar de que, de tanto en tanto, los soldados intentaran apartar a la muchedumbre, lo hacían con tan poca convicción, que la gente lo notaba. Siguieron arrojando piedras y cosas aún más humillantes. Al poco rato todos ellos tenían heridas, sangraban, y estaban cubiertos de despojos.

Tanis sabía qué Sturm no arremetería vengativo, no contra esa gentuza, pero el semielfo se vio obligado a sujetar firmemente a Flint. Incluso manteniéndolo agarrado, no podía dejar de temer que el irritado enano se abalanzara sobre el populacho y comenzara a partir cabezas. Su preocupación por Flint era tal, que se olvidó de Tasslehoff.

Los kenders, además de ser bastante «despreocupados» en relación a las propiedades ajenas, poseen otra curiosa característica conocida con el nombre de «provocación». Todos los kenders poseen ese talento en mayor o menor medida. Así es como esa diminuta raza se las arregla para sobrevivir y prosperar en un mundo lleno de guerreros y caballeros, trolls y goblins. La provocación es la habilidad para insultar al enemigo y llevarle a un estado de rabia tal que pierda la cabeza y comience a luchar salvaje y equivocadamente. Tas era un maestro en este arte, a pesar de que, viajando con sus amigos guerreros, raras veces necesitara utilizarlo. Pero en esta ocasión, el kender decidió sacarle partido.

Comenzó a insultar a la gente.

Cuando Tanis se dio cuenta de lo que pasaba, ya era demasiado tarde. Intentó acallarlo en vano. Tas caminaba entre los primeros, en cambio el semielfo era uno de los últimos, y no había forma de silenciar al kender.

Tas pensaba que a insultos tales como «caballero inmundo», o «escoria elfa» les faltaba imaginación, y decidió enseñar a esa gentuza toda la extensa gama de variedades que ofrecía el idioma común. Los insultos de Tasslehoff eran una obra maestra de ingenuidad y creatividad. Lamentablemente, tendían a ser extremadamente personales y a menudo bastante crudos, además de ser pronunciados siempre con un aire de encantadora inocencia.

—¿Es ésa tu nariz o un virus? ¿Tienes domesticadas a todas esas pulgas que recorren tu cuerpo? ¿Tu madre era una enana gully? —fueron sólo el principio. Después, la cosa empeoró.

Los soldados, al ver que la muchedumbre se enojaba cada vez más, comenzaron a alarmarse, y el condestable dio la orden de que todos aligeraran la marcha. Lo que él había previsto como una victoriosa procesión, como una exhibición de trofeos, parecía estar trocándose en un tumulto a gran escala.

—¡Que alguien haga callar a ese kender! —gritó furioso el condestable.

Tanis intentó desesperadamente llegar donde estaba Tasslehoff, pero los forcejeantes soldados y la agitada multitud lo hacían del todo imposible. Gilthanas fue derribado; Sturm se inclinó sobre él intentando protegerlo. Cuando Tanis se hallaba ya cerca de Tasslehoff, alguien le lanzó un tomate a la cara, cegándolo momentáneamente.

—Eh, condestable, ¿sabes lo qué podrías hacer con ese silbato? Podrías...

Tasslehoff nunca pudo decirle al condestable lo que podía hacer con el silbato, porque en ese instante una inmensa mano tiró de él, sacándolo de en medio de la reyerta. Otra mano le tapó la boca, mientras dos manos más le sujetaban los pies para que no patalease. Le echaron un saco sobre la cabeza y todo lo que Tas vio u olió a partir de entonces, fue harpillera.

Mientras Tanis seguía limpiándose el tomate de los ojos, oyó un sonido de pisadas, gritos y chillidos. La muchedumbre pitaba y se mofaba de ellos, pero un momento después comenzaron a correr, dispersándose. Cuando pudo ver de nuevo, el semielfo miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que todos estaban bien. Sturm estaba ayudando a Gilthanas a levantarse del suelo, enjugándole la sangre que brotaba de una herida que el elfo tenía en la frente. Flint, maldiciendo fluidamente, se limpiaba la barba impregnada de deshechos.

—¿Dónde está ese maldito kender? —gruñó el enano—. ¡Le voy a... —interrumpió la frase mirando a su alrededor.

—¡Silencio! —ordenó Tanis al pensar que Tas había logrado escapar.

El rostro del enano estaba cada vez más encendido.

—¡Ese pequeño bastardo! ¡Fue él el que nos metió en esto, y ahora desaparece...!

—¡Shhhh! —dijo Tanis mirando fijamente al enano.

Flint carraspeó y guardó silencio.

El condestable siguió empujando a sus prisioneros hacia la Sala de Justicia. Cuando ya se hallaban a salvo en el interior del feo edificio de ladrillos, reparó en que uno de ellos había desaparecido.

—¿Señor, queréis que lo busquemos? —le preguntó uno de los soldados.

El condestable reflexionó unos segundos y luego sacudió la cabeza irritado.

—No perdamos el tiempo. ¿Sabes lo que es intentar encontrar a un kender que no quiere ser hallado? No, dejadlo ir, tenemos a los más importantes. Vigiladlos mientras yo Informo al Consejo.

El condestable desapareció tras una puerta de madera, dejando a los compañeros y a los soldados en un oscuro y maloliente corredor. Tendido en una esquina yacía un calderero que roncaba ruidosamente; obviamente había tomado mucho vino. Los soldados, ceñudos, se sacaban pedazos de calabaza de los uniformes, despojándose, además, de los trozos de zanahoria y otras hortalizas que tenían adheridos. Gilthanas se quitaba la sangre que descendía por su rostro, mientras Sturm intentaba limpiar lo mejor posible su capa.

El condestable regresó, haciéndoles una señal desde la puerta.

—Traedlos.

Mientras los soldados empujaban a sus prisioneros, Tanis se las arregló para acercarse a Sturm.

—¿Quién está al mando de la ciudad? —le susurró.

—Tendremos mucha suerte si el Señor de Tarsis está aún al mando de ella. Los Señores de Tarsis siempre han tenido fama de ser nobles y generosos. Además, ¿de qué pueden culparnos? No hemos hecho nada. Lo peor que puede sucedernos es que nos hagan abandonar la ciudad acompañados de una escolta armada.

Tanis sacudió la cabeza pensativo mientras entraban en la sala del Consejo. Le llevó unos segundos acostumbrarse a la penumbra de la sórdida sala que olía aún peor que el corredor. Los seis miembros del Consejo, tres a cada lado de su señor, estaban sentados en unos bancos colocados sobre una elevada tarima. El señor se había aposentado sobre una alta silla que se hallaba en el centro. Cuando entraron, aquél elevó la mirada. Sus cejas se arquearon ligeramente al ver a Sturm, y a Tanis le pareció que los rasgos de su rostro se suavizaban. El señor incluso hizo un leve gesto de amable bienvenida al caballero. Tanis se sintió más animado. Los compañeros caminaron hasta detenerse frente a los bancos. No había sillas. Los que tenían que suplicar algo al Consejo o los prisioneros debían soportar sus juicios de pie.

—¿De qué se acusa a estos hombres? —preguntó el señor.

El condestable lanzó a los compañeros una perniciosa tirada.

—De incitar un tumulto, mi señor.

—¡Un tumulto! —explotó Flint—. ¡Nosotros no hemos hecho nada para provocar un tumulto! Fue ese charlatán del...

Un personaje ataviado con una larga túnica surgió de entre las sombras y se acercó al señor para susurrarle algo al oído. Ninguno de los compañeros lo había visto entrar, pero ahora sí le veían.

Flint tosió y guardó silencio, lanzándole a Tanis una significativa y preocupada mirada tras sus blancas y espesas cejas. Tanis suspiró abrumado. Gilthanas, con expresión marcada por el odio, se limpió la sangre de la herida con mano temblorosa. Sturm fue el único que se mantuvo aparentemente calmo e impasible al ver el rostro medio humano, medio de reptil del draconiano...

Los compañeros que habían permanecido en la posada estuvieron reunidos en la habitación de Elistan durante casi una hora desde de que los otros fueran arrestados por los soldados. Caramon seguía de guardia junto a la puerta con la espada desenvainada. Riverwind vigilaba la ventana. Todos oyeron los gritos proferidos por la alborotada muchedumbre, y se miraron los unos a los otros con expresiones de tensión y fatiga. Un rato después el estruendo se calmó. Nadie les dijo nada. En la posada reinaba un silencio mortecino.

La mañana transcurrió sin incidente alguno. El pálido y frío sol fue ascendiendo en el cielo, aunque sin conseguir caldear aquel día invernal. Caramon envainó su espada y bostezó. Tika arrastró una silla hacia donde él estaba para sentarse a su lado. Riverwind se situó al lado de Goldmoon, quien charlaba en voz baja con Elistan, haciendo planes para los refugiados.

La única que permaneció junto a la ventana fue Laurana. Aunque no había gran cosa que mirar, ya que los soldados, aparentemente, se habían cansado de desfilar arriba y abajo de la calle y se habían resguardado en los portales de los edificios para protegerse del frío. Tras ella escuchó las risas de Tika y Caramon, y se volvió para observarlos. Caramon, aunque hablaba demasiado bajo para ser oído, parecía estar describiendo una batalla. Tika lo escuchaba atentamente, con los ojos relucientes de admiración.

En el viaje que habían hecho al sur en busca del Mazo de Kharas, la joven camarera había recibido muchas lecciones de lucha y, aunque nunca conseguiría ser verdaderamente diestra con la espada, había desarrollado inmensamente el arte de derrotar a su enemigo a golpes. Ahora, precisamente, vestía su cota de mallas. El sol iluminaba el metal y centelleaba en su roja cabellera. La expresión de Caramon al charlar con ella era relajada y animada. No se acariciaban —no ante la dorada mirada del gemelo de Caramon—, pero estaban muy juntos.

Laurana suspiró y se volvió, sintiéndose muy sola y —al pensar en las palabras de Raistlin—, muy asustada.

Un segundo después oyó tras ella el eco de su suspiro. Pero aquél no era un suspiro de pena, era un suspiro de enojo. Al volverse ligeramente vio a Raistlin, que había cerrado el libro de encantamientos que leía, y se había acercado a la ventana para aprovechar la poca luz que por ella entraba. Debía estudiarlo a diario. El sino de los magos es tal que para memorizar los encantamientos deben repetirlos una y otra vez, pues las palabras mágicas titilan y mueren como chispas de fuego. Cada sortilegio formulado mina la fuerza del mago, debilitándolo físicamente hasta tal punto, que finalmente queda exhausto y no puede utilizar su magia hasta haber reposado.

La fuerza y el poder de Raistlin habían aumentado desde que los compañeros se encontraran en Solace. Había realizado varios encantamientos nuevos que le enseñó Fizban, el excéntrico viejo mago que había muerto en Pax Tharkas. A medida que su poder aumentaba, también crecían los recelos de sus compañeros. Nadie tenía un motivo justificado para desconfiar de él, antes bien, su magia les había salvado varias veces la vida—, pero había en él algo inquietante, secreto, silencioso, rígido, y solitario que asustaba.

Acariciando ausentemente la funda azul marino del extraño libro de encantamientos que había conseguido en Pax Tharkas, Raistlin observó la calle. Sus ojos dorados en forma de relojes de arena, centelleaban fríamente.

A pesar de que a Laurana le disgustaba hablar con el mago, ¡tenía que saber! ¿Qué significaba... una larga despedida?

—¿Qué ves cuando miras a lo lejos, como ahora? —le preguntó suavemente, sentándose a su lado, sintiéndose invadida por una súbita debilidad fruto del temor.

—¿Qué veo? —repitió él en voz baja. Había mucha tristeza y dolor en su voz, no la amargura que la caracterizaba—. Veo como el tiempo afecta a las cosas. La carne humana se marchita y muere ante mis ojos. Las flores se abren sólo para morir. Los árboles se desprenden de hojas que nunca volverán a recuperar. En lo que yo veo siempre es invierno, siempre es de noche.

—¿ Y... esto es lo que te enseñaron en las Torres de la Alta Hechicería? ¿Por qué? ¿Con qué fin?

Raistlin sonrió con su extraña sonrisa torva.

—Para recordarme mi propia mortalidad. Para enseñarme compasión —su voz bajó de tono—. Cuando era joven era orgulloso y arrogante. Era el más joven en pasar la Prueba, ¡iba a demostrárselo a todos! y sí, se lo demostré. Destrozaron mi cuerpo y devoraron mi mente hasta que al final fui capaz de... —se detuvo bruscamente, dirigiendo la mirada a Caramon.

—¿De qué? —preguntó Laurana, temiendo saberlo, pero fascinada.

—De nada —susurró Raistlin, bajando la mirada—. Tengo prohibido hablar de ello.

Laurana vio que al mago le temblaban las manos y resbalaban por su frente gotas de sudor, la respiración se le hacía más pesada y comenzaba a toser. Sintiéndose culpable por haberle causado tal angustia, la elfa enrojeció y movió la cabeza, mordiéndose el labio.

—Siento haberte causado dolor. No pretendía hacerlo —confundida, bajó la mirada cubriéndose el rostro con las manos, un antiguo hábito de su niñez.

Raistlin se inclinó hacia adelante casi inconscientemente, alargando una mano temblorosa para tocar el maravilloso cabello de la elfa, que parecía poseer vida propia por lo vibrátil y exuberante que era. Pero al ver ante sus ojos su propia carne agonizante, retiró rápidamente la mano y volvió a hundirse en la silla con una amarga sonrisa en los labios. Pues lo que Laurana no sabía, no podía saberlo, era que al mirarla a ella, Raistlin veía la única belleza que podría ver en su vida. Joven, incluso para los elfos, la muchacha no había sido rozada aún por la muerte o la decadencia, ni siquiera para la maldita visión del mago.

Laurana no se percató de lo que había sucedido. Sólo notó que el mago se movía ligeramente. Estuvo a punto de levantarse a irse, pero se sentía próxima a él y, además, aún no había respondido a su pregunta.

—Lo que quería decir es si puedes ver el futuro. Tanis me dijo que tu madre era...¿cómo lo llaman... adivina? Sé que Tanis acude a ti en busca de consejo...

Raistlin contempló a Laurana cavilosamente.

—Tanis viene a mí en busca de consejo, no porque pueda predecir el futuro. No puedo hacerlo, no soy un visionario. Viene a mí porque soy capaz de razonar, algo que la mayoría de esos necios parece incapaz de hacer.

—Pero... lo que dijiste. Puede que algunos de nosotros no volvamos a vernos nunca. ¡Debes haber presentido algo! ¿Qué? ¡Debo saberlo! ¿De qué se trata... acaso de Tanis?

Raistlin reflexionó y, al responder, lo hizo más para sí mismo que para Laurana.

—No lo sé. Ni siquiera sé por qué lo dije. Fue solamente que... durante un instante...supe... —hizo un esfuerzo por recordar, pero finalmente se encogió de hombros.

—¿Supiste, qué?

—Nada. Mi retorcida imaginación, como diría el Caballero si estuviese aquí. O sea que Tanis te habló de mi madre —dijo cambiando bruscamente de tema.

Laurana, decepcionada, pero esperando averiguar algo más si continuaba hablando con él, asintió con la cabeza.

—Me dijo que tenía el don de predecir. Que era capaz de mirar al futuro y ver lo que iba a suceder.

—Es verdad. Pero no le sirvió de mucho. El primer hombre con el que se casó era un apuesto guerrero de las tierras del norte. La pasión duró pocos meses y, cuando acabó, se hicieron la vida imposible el uno al otro. Mi madre tenía una salud muy frágil y era dada a caer en extraños trances de los que podía no despertar en horas. Eran pobres, pues vivían de lo que su esposo pudiera ganar con la espada. Él jamás hablaba de su familia, a pesar de que era patente que provenía de sangre noble. No creo que nunca llegara a decirle su verdadero nombre.

Los ojos de Raistlin se estrecharon.

—No obstante se lo dijo a Kitiara. Estoy seguro de ello. Ese es el motivo por el que ella se fue al norte, para encontrar a su familia.

—Kitiara... —pronunció Laurana con dificultad, deseosa de saber más de esa mujer a la que Tanis amaba—. Entonces, ese hombre —el noble guerrero ¿era el padre de Kitiara?

—Sí. Es mi hermanastra mayor. Unos ocho años mayor que Caramon y yo. Supongo que es muy parecida a su padre, tan bella como apuesto era él, decidida e impetuosa, belicosa, fuerte e intrépida. Su padre le enseñó lo único que sabía, el arte de combatir, para después marchar a viajes cada vez más largos, hasta que un día desapareció por completo. Mi madre convenció a los Buscadores para que lo declararan legalmente muerto. Entonces se casó con el que sería nuestro padre, un hombre sencillo, un leñador. Una vez más, su posibilidad de prever no le sirvió de nada.

—¿Por qué? —le preguntó Laurana amablemente, sorprendida al ver tan hablador al taciturno mago, sin comprender que, por el simple hecho de contemplar el expresivo rostro de la elfa, él estaba ganando más en humanidad de lo que estaba dando a cambio.

—El nacimiento de mi hermano y mío —dijo Raistlin. Comenzó a toser ruidosamente y, dejando de hablar, le hizo una señal a su hermano—. ¡Caramon! Es la hora de mi pócima. ¿O te has olvidado de mí al disfrutar del placer de otra compañía?

—No, Raistlin —respondió Caramon sintiéndose culpable y apresurándose a colgar una olla de agua sobre el fuego de la chimenea de la habitación. Tika, avergonzada, bajó la cabeza, intentando evitar la mirada del mago.

Tras contemplarla durante un instante, Raistlin se volvió de nuevo hacia Laurana, quien había escuchado las palabras entre los hermanos con una sensación de frío en la boca del estómago. El mago comenzó a hablar de nuevo como si no hubiese habido interrupción alguna.

—Mi madre nunca llegó a recuperarse del todo del parto. La comadrona me dio por muerto, y, de hecho, no hubiese vivido de no ser por Kitiara, quien acostumbraba a decirque fui su trofeo en su primera batalla contra la muerte. Ella fue la que nos crió. Mi madre era incapaz de ocuparse de nosotros, y mi padre tenía que trabajar día y noche para alimentamos. Murió en un accidente cuando éramos adolescentes. Ese mismo día mi madre cayó en uno de sus trances... y nunca salió de él. Murió de inanición.

—¡Qué horror! —exclamó Laurana temblorosa.

Raistlin guardó silencio durante unos largos segundos, mirando fijamente hacia el frío y gris cielo invernal. Luego su boca se torció en una extraña mueca.

—Me enseñó una valiosa lección: hay que aprender a controlar el poder. ¡No dejar nunca que éste te controle a ti!

Laurana no pareció haberlo oído. Se retorcía las manos nerviosa. Aquélla era la oportunidad idónea para hacer las preguntas que ansiaba hacer, aunque eso significara revelar una parte de su intimidad a ese mago al que temía y en el cual no confiaba. No se dio cuenta de que estaba cayendo en una trampa hábilmente preparada, ya que a Raistlin le entusiasmaba conocer los recodos de las almas ajenas, pues sabía que en cualquier momento podrían serle útiles.

—¿ Qué hicisteis entonces? —preguntó la elfa—. ¿Fue Kit...Kitiara...? —quiso pronunciar aquel nombre con naturalidad pero, al embarullarse, enrojeció avergonzada.

Raistlin se dio cuenta de la agitación interna de Laurana.

—Kitiara ya se había ido—respondió —. Se fue de casa a los quince años, se ganaba la vida con la espada. Según Caramon es una verdadera experta, por lo que no tuvo muchas dificultades en encontrar trabajo de mercenario. De tanto en tanto volvía para comprobar que estuviéramos bien. Cuando crecimos nos llevó con ella. Así es como Caramon y yo aprendimos a luchar juntos —yo utilizando la magia, mi hermano la espada—. Más adelante Kitiara conoció a Tanis —los ojos de Raistlin relampaguearon al observar el desconcierto de Laurana—, y ella a veces viajaba con nosotros.

—¿Nosotros... con quién? ¿Adónde ibais?

—Nuestro grupo estaba formado por Sturm Brightblade, quien ya entonces soñaba con la caballería, el kender, Tanis, Caramon y yo. Viajábamos con Flint, antes de que dejara de ser herrero, para ver mundo y para conocernos a nosotros mismos, pero las rutas se tomaron tan peligrosas que Flint dejó de viajar y, para entonces, ya habíamos aprendido todo lo que podíamos los unos de los otros. Nos hallábamos inquietos y Tanis dijo que había llegado el momento de separarnos.

—¿E hicisteis lo que él dijo? ¿También entonces era vuestro líder? —Laurana comenzó a recordarle tal y como lo había conocido antes de abandonar Qualinesti, imberbe y sin las líneas de desasosiego y preocupación que ahora marcaban su rostro. A pesar de que ya en esas fechas era introvertido y caviloso, atormentado por el sentimiento de pertenecer a dos razas y a ninguna. En aquellos tiempos ella no había sabido comprenderlo. Sólo ahora, tras vivir en un mundo de humanos, comenzaba a hacerlo.

—Posee las características que se cree que son esenciales para dirigir un grupo. Es rápido de pensamiento, inteligente, creativo. Pero la mayoría de nosotros posee estas cualidades en mayor o menor grado. ¿Por qué siguen a Tanis los demás? Sturm es de sangrenoble, miembro de una orden cuyas raíces se remontan a tiempos inmemorables, ¿por qué obedece a un bastardo semielfo? ¿Y Riverwind? Desconfía de cualquiera que no sea humano y de la mayoría de éstos. Aún y así, él y Goldmoon seguirían a Tanis hasta los Abismos. ¿Por qué?

—Me lo había preguntado —comenzó a decir Laurana—, y creo...

Pero Raistlin, ignorándola, pasó a responder a su propia pregunta.

—Tanis escucha sus sentimientos. No los contiene, como hace el caballero, ni los oculta, como hace el bárbaro. Tanis sabe que un jefe de grupo, a veces, debe pensar con el corazón y no con la cabeza. —Raistlin la miró fijamente—. Recuerda esto.

Laurana parpadeó, confundida durante un instante, pero al percibir aquel tono de superioridad en las palabras del mago, habló altivamente, irritada.

—Noto que no te has incluido a ti mismo. Si eres tan inteligente y poderoso como dices, ¿por qué sigues a Tanis?

Raistlin guardó silencio, pues Caramon se acercó y le tendió una copa, y luego la llenó de agua de la olla. El guerrero le lanzó una mirada a Laurana, avergonzado e incómodo como siempre que su hermano lo trataba de esa forma.

Raistlin pareció no notarlo. Sacando una bolsa de su fardo, esparció en el agua caliente unas hojas verdes. La habitación se llenó de un olor acre y picante.

—Yo no le sigo —dijo el joven mago mirando a Laurana—. Por el momento, Tanis y yo simplemente viajamos en la misma dirección.


—Los Caballeros de Solamnia no son bienvenidos a nuestra ciudad —dijo el señor secamente, con el semblante serio. Su oscura mirada recorrió el resto del grupo—. Ni lo son los elfos, los kenders, o los enanos, ni aquellos que viajan con ellos. Tengo entendido que también hay un hechicero entre vosotros, uno que viste la túnica roja. Lleváis cotas de malla, vuestras armas están manchadas de sangre, es evidente que sois diestros guerreros.

—Mercenarios sin duda, señor —dijo el condestable.

—No somos mercenarios —dijo Sturm acercándose al banco con porte noble y orgulloso—. Venimos de las llanuras del norte de Abanasinia. Liberamos a ochocientos hombres, mujeres y niños de Verminaard, el Señor del Dragón, en Pax Tharkas. Huimos de la cólera de los ejércitos de los dragones, dejando a los refugiados en un valle oculto entre las montañas. Después, viajamos hacia el sur, esperando encontrar barcos en la legendaria ciudad de Tarsis. No sabíamos que ahora ya no es una ciudad costera, o no hubiéramos venido.

El señor frunció el ceño.

—¿Dices que venís del norte? Eso es imposible. Nunca nadie consiguió atravesar el reino de los Enanos de la Montaña de Thorbardin.

—Si conoces a los Caballeros de Solamnia, sabes que moriríamos antes de decir una mentira, incluso a nuestros enemigos. Entramos en el reino de los enanos, y éstos nos dejaron atravesarlo al encontrar y devolverles el extraviado Mazo de Kharas.

El Señor se agitó inquieto, lanzándole una mirada al draconiano que estaba sentado tras él.

—Sí, conozco a los caballeros, y por tanto debo creer vuestra historia, aunque sea más parecida a un cuento de niños que...

De pronto se abrieron las puertas y entraron dos soldados que arrastraban con violencia a un prisionero. Empujando a los compañeros a un lado, arrojaron al prisionero al suelo. Se trataba de una mujer. Llevaba el rostro cubierto con velos y vestía una falda larga y una pesada capa. Durante unos segundos se quedó tendida en el suelo como si se hallase demasiado cansada o abatida para levantarse. Después, hizo un gran esfuerzo para conseguirlo, sin éxito. Obviamente nadie iba a ayudarla. El señor se la quedó mirando con expresión torva y ceñuda. El draconiano que estaba tras él se había puesto en pie y la contemplaba interesado. La mujer a duras penas podía moverse pues se tropezaba con sus largas vestiduras.

Un segundo después Sturm estaba a su lado. El caballero había contemplando horrorizado el insensible trato que estaba recibiendo. Le lanzó una mirada a Tanis y vio al cauto semielfo sacudir la cabeza, pero la imagen de aquella mujer haciendo un denodado esfuerzo por levantarse era demasiado para él. Al avanzar hacia la dama uno de los soldados se interpuso en su camino.

—Si quieres puedes matarme, pero voy a ayudar a la prisionera.

El guardia parpadeó y dio un paso atrás, mirando a su señor a la espera de órdenes. El señor negó levemente con la cabeza. Tanis, que lo observaba atentamente, contuvo la respiración. Le pareció ver que el señor sonreía, cubriéndose rápidamente la boca con la mano.

—Señora mía, permitidme que os ayude —dijo Sturm con suma cortesía sujetándola con sus fuertes manos y ayudándola a ponerse en pie.

—Sería mejor que no me hubieses ayudado, caballero —dijo la mujer. A pesar de que sus palabras apenas fueron audibles debido al velo que cubría su rostro, Tanis y Gilthanas dieron un respingo y se miraron el uno al otro—. No sabes lo que has hecho... has arriesgado tu vida...

—Es un privilegio haberlo hecho —dijo Sturm haciendo una reverencia y permaneciendo junto a ella sin apartar la mirada de los guardias.

—¡Es una elfa de Silvanesti! —le susurró Gilthanas a Tanis —. ¿Lo sabe Sturm?

—Por supuesto que no —respondió Tanis en voz baja ¿Cómo podría saberlo? Yo mismo apenas he reconocido su acento.

—¿Qué debe estar haciendo aquí? Silvanesti está muy lejos...

—Puede que... —comenzó a decir Tanis, pero uno de los soldados le dio un golpe en la espalda para que guardase silencio pues el señor se disponía a hablar.

—Princesa Alhana —dijo éste en un frío tono de voz—, se os comunicó que abandonaseis la ciudad. La última vez que os presentasteis ante mí fui misericordioso porque veníais en misión diplomática, y en Tarsis aún observamos el protocolo. No obstante, os dije entonces que no esperarais que os ayudásemos y os di veinticuatro horas para partir, pero veo que aún seguís aquí. —Dirigió una mirada a los guardias—. ¿De qué se la acusa?

—De intentar comprar mercenarios, señor —respondió el condestable —. La encontramos en una posada de la zona del Puente Viejo. Ha sido una suerte que no encontrara a este grupo —dijo lanzándole una mirada a Sturm—, ya que, por supuesto, en Tarsis nadie ayudaría a un elfo.

—Alhana —murmuró Tanis para sí. Luego se dirigió a Gilthanas—. ¿Por qué me resulta tan familiar ese nombre?

—¿Has estado alejado de nuestra gente tanto tiempo que ya no reconoces ese nombre? Sólo una de nuestras primas de Silvanesti se llamaba así. Alhana Starbreeze, hija del Orador de las Estrellas, princesa y única heredera de su padre, ya que no tiene hermanos.

—¡Alhana! —exclamó Tanis recordando. Los elfos se habían separado cientos de años atrás, cuando Kith-Kanan guió a muchos de ellos a la tierra de Qualinesti tras las guerras de Kinslayer. Pero sus dirigentes se habían mantenido en contacto a la misteriosa manera de los elfos quienes, se dice, pueden leer mensajes en el viento y hablar el idioma de Solinari. Ahora recordaba a Alhana —que tenía la reputación de ser la más bella de todas las mujeres elfas, y tan distante como la luna plateada que brilló la noche que nació.

El draconiano se agachó para conferenciar con el señor. Tanis vio que el rostro del hombre se ensombrecía, y tuvo la sensación de que estaba a punto de decir que no estaba de acuerdo, pero tras morderse el labio y suspirar, el señor asintió con la cabeza. El draconiano volvió a ocultarse entre las sombras una vez más.

—Quedáis arrestada, princesa Alhana —dijo el señor. Al ver que los soldados la rodeaban, Sturm se acercó más a la mujer y les lanzó una mirada amenazadora. Su apariencia era de tal nobleza y seguridad, incluso desarmado, que los guardias tuvieron un momento de duda. No obstante, su señor les había dado una orden.

—Será mejor que hagas algo —gruñó Flint—. Estoy de acuerdo con la caballerosidad, pero hay un momento y un lugar para cada cosa, y ¡éste no es ni el momento ni el lugar!

—¿Tienes alguna sugerencia? —le preguntó Tanis.

Flint no le respondió. Ambos sabían que no podían hacer nada. Sturm estaría dispuesto a morir antes de que esos soldados volvieran siquiera a rozar a la mujer, a pesar de no tener ni idea de quién era la dama. Eso no tenía importancia. Sintiendo frustración y admiración hacia su amigo, Tanis midió la distancia entre él y el guardia más próximo, comprobando que, al menos, podía dejar a uno fuera de combate. Vio que Gilthanas cerraba los ojos y murmuraba unas palabras. El elfo tenía nociones de magia, a pesar de que nunca se lo había tomado muy en serio. Al ver la expresión de Tanis, Flint lanzó un suspiro y se volvió hacia otro de los guardias, bajando la cabeza.

Pero, de pronto, el señor habló en tono irritado.

—¡Aguarda, caballero! —dijo con la autoridad que le habían inculcado durante generaciones. Sturm, acatando la orden, se distendió y Tanis lanzó un suspiro de alivio—. No voy a permitir que corra la sangre en la Sala del Consejo. La dama ha desobedecido una ley de nuestras tierras, leyes que, en su tiempo, vosotros los caballeros jurasteis respetar. Pero estoy de acuerdo en que no hay razón alguna para tratarla irrespetuosamente. Guardias, escoltareis a la dama hasta la prisión, pero con la misma cortesía que me demostráis a mí. Y tú, caballero, la acompañarás, ya que muestras tanto interés por su bienestar.

Tanis le dio un codazo a Gilthanas, quien se sobresaltó y salió del trance.

—Realmente, como dijo Sturm, el señor proviene de un linaje noble y honorable —le susurró Tanis.

—No sé de qué te alegras, semielfo —gruñó Flint al oírle—. Primero el kender consigue que nos apresen acusados de iniciar un tumulto y él desaparece. Ahora Sturm hace que nos encarcelen. La próxima vez recuérdame que me quede junto al mago. ¡Por lo menos que está loco!

Cuando los soldados se disponían a empujar a los prisioneros para sacarlos de la sala, Alhana comenzó a buscar algo entre los pliegues de su larga falda.

—Te ruego me hagas un favor, caballero —le dijo a Sturm—. Creo que se me ha caído algo. Es una fruslería pero para mí tiene mucho valor. ¿Podrías mirar a ver si lo encuentras...?

Sturm se arrodilló con presteza e, inmediatamente, vio un objeto que relucía bajo los pliegues del vestido de la dama. Era una aguja con forma de estrella cuyos diamantes centelleaban. Contuvo la respiración. ¡Una menudencia! Su valor debía ser incalculable. No era extraño que no quisiera que fuese hallada por esos despreciables soldados. La recogió rápidamente y fingió mirar a su alrededor. Finalmente, aún arrodillado, elevó la mirada hacia la mujer.

Sturm contuvo la respiración cuando la dama se sacó la capucha de la capa y apartó los velos que cubrían su rostro. Por primera vez unos ojos humanos vieron el rostro de Alhana Starbreeze.

Muralasa la llamaban los elfos, princesa de la Noche. Su cabello, negro y suave como el viento nocturno, estaba sujeto por una red tan fina como una tela de araña, y cuajado de pequeñas joyas que titilaban como estrellas. Su piel era del tono pálido de Solinari; sus ojos del profundo púrpura del cielo nocturno, y sus labios del mismo color que las sombras de Lunitari.

El primer pensamiento de Sturm fue dar gracias a Paladine por hallarse ya arrodillado. El segundo fue que la muerte sería un precio muy bajo a pagar para poder servirla, y su tercer pensamiento fue que debía decir algo, pero parecía haber olvidado las palabras de cualquier idioma conocido.

—Gracias por encontrarlo, noble caballero —dijo Alhana suavemente mirándole fijamente a los ojos—. Como te dije, es una fruslería. Por favor, levántate. Estoy fatigada y, ya que parece que nos llevan al mismo lugar, me harías un gran favor si me ayudaras a caminar.,

—Puedes ordenarme lo que gustes –dijo Sturm con devoción poniéndose en pie, ocultando rápidamente la joya en su cinturón. Alargó el brazo y Alhana puso su esbelta y blanca mano sobre su antebrazo. El caballero tembló.

Cuando ella volvió a cubrirse el rostro con el velo, Sturm le pareció como si una nube hubiese cubierto la luz de las estrellas. Vio a Tanis situarse tras ellos, pero estabatan extasiado ante la imagen del bello rostro que aún ardía en su memoria, que miró fijamente al semielfo sin reconocerlo.

Tanis había visto el rostro de Alhana y también se sintió perturbado ante su belleza. Pero había visto, asimismo, la expresión de Sturm al contemplarla. Había notado que la belleza de la elfa penetraba en el corazón del caballero, haciéndole más daño que una de las flechas envenenadas de los goblins. El suponía que ese amor iba a trocarse en veneno, pues los elfos de Silvanesti era una raza altiva y orgullosa. Temían mezclarse y perder sus costumbres, por lo que repudiaban el más mínimo contacto con los humanos. Ese era el motivo por el que habían comenzado las guerras de Kinslayer.

«No, la misma Solinari no era más inalcanzable para Sturm», pensó Tanis apesadumbrado. El semielfo suspiró. Sólo les faltaba esto.

6 Caballeros de Solamnia. Los anteojos de visión verdadera de Tasslehoff.

Cuando los soldados conducían a los prisioneros a las celdas, pasaron ante dos personajes ocultos entre las sombras. Ambos iban tan absolutamente cubiertos de ropajes, que resultaba difícil adivinar a qué raza pertenecían. Iban encapuchados, y llevaban el rostro envuelto en telas. Largas túnicas cubrían sus cuerpos. Incluso sus manos estaban envueltas en tiras de tela blanca, como si fuesen vendajes. Hablaban entre ellos en voz baja.

—¡Ves! —exclamó uno con gran excitación—. Ahí están. Coinciden con la descripción que tenemos de ellos.

—No todos ellos —dijo el otro, dudoso.

—¡Pero si son el semielfo, el enano, el caballero...! ¡Estoy seguro, son ellos! y sé dónde se oculta el resto del grupo —añadió el personaje con presunción—. Se lo he sonsacado a uno de los guardias.

El otro, mientras cavilaba, contempló desfilar al grupo por la calle.

—Tienes razón. Deberíamos informar inmediatamente al Señor del Dragón.—El amortajado personaje se dispuso a partir, pero al ver que el otro vacilaba, se detuvo—. ¿A qué esperas?

—¿No sería mejor que uno de nosotros los siguiera? Mira a esos endebles guardias.Seguro que los prisioneros intentaran escapar.

El otro rió malvadamente.

—Claro que escaparán. Y ya sabemos adónde se dirigirán... a reunirse con sus amigos. Además, unas horas no supondrán ninguna diferencia...


Cuando los compañeros abandonaron el Salón de Justicia nevaba. Esta vez el condestable decidió no conducir a los detenidos por las calles principales de la ciudad, sino que los guió por un oscuro y tétrico callejón.

En el preciso instante en que Tanis y Sturm comenzaban a intercambiar miradas y Gilthanas y Flint se disponían a atacar, el semielfo vio moverse unas sombras en el callejón. Tres figuras encapuchadas, ataviadas con túnicas y que empuñaban espadas de acero, saltaron frente a los guardias.

El condestable se llevó el silbato a los labios, pero no llegó a utilizarlo. Una de las figuras lo golpeó con la empuñadura de la espada dejándole inconsciente, mientras los otros dos se precipitaban sobre los guardias, que pusieron pies en polvorosa.

—¿Quiénes sois? —preguntó Tanis, desconcertado ante su repentina libertad. Los encapuchados personajes le recordaron a los draconianos contra los que habían luchado en las afueras de Solace. Sturm se situó ante Alhana para protegerla.

—¿Hemos escapado de un peligro para enfrentarnos a otro mayor? —preguntó Tanis —. ¡Mostrad vuestros rostros!

Entonces uno de ellos se dirigió hacia Sturm con los brazos alzados y le dijo: —Oth Tsarthon e Paran.

Sturm dio un respingo.

—Est Tsarthai en Paranaith —le respondió antes de volverse hacia Tanis —. Son Caballeros de Solamnia —dijo señalando a los tres hombres.

—¿Caballeros? —preguntó Tanis asombrado—. ¿Y por qué...?

—No disponemos de tiempo para daros explicaciones, Sturm Brightblade —dijo uno de ellos pronunciando con dureza el idioma común—. Los soldados regresarán pronto.Venid con nosotros.

—¡No tan rápido! —gruñó Flint sin moverse un milímetro de donde estaba—. ¡O encontráis tiempo para darnos explicaciones o yo no voy con vosotros! ¿Cómo sabíais el nombre del caballero y que íbamos a pasar por aquí...?

—¡Será mejor que lo atraveséis con la espada! —cantó una aguda vocecilla proveniente de las sombras—. Utilizad su cuerpo para alimentar a la muchedumbre. Aunque no creo que a muchos les apetezca, poca gente en este mundo es capaz de digerir a un enano...

—¿Satisfecho? —le dijo Tanis a Flint, cuyo rostro estaba teñido por la rabia.

—¡Algún día mataré a ese kender! —gritó furioso el enano—. ¿De dónde sale ahora, después de haber desaparecido?

Pero nadie supo qué responderle.

A cierta distancia comenzaron a sonar silbidos, por lo que, sin pensarlo un segundo más, los compañeros siguieron a los caballeros por sinuosas callejuelas repletas de ratas. Tras comentar que tenía asuntos que solucionar, Tas volvió a desaparecer antes de que Tanis pudiera sujetarlo. El semielfo advirtió que a los caballeros aquello no parecía sorprenderles demasiado y ni siquiera intentaban detenerlo. No obstante, seguían negándose a dar explicaciones o a responder preguntas, y continuaron dando prisa al grupo hasta que llegaron a las ruinas de la antigua ciudad de Tarsis, la Bella.

Al llegar allí los caballeros se detuvieron. Habían llevado a los compañeros a una parte de la ciudad que ahora nadie frecuentaba. El empedrado de las vías estaba destrozado y las calles vacías, lo cual hizo pensar a Tanis en la antigua ciudad de Xak Tsaroth. Los caballeros tomaron a Sturm del brazo, lo llevaron a cierta distancia de sus amigos y comenzaron a conferenciar en el idioma solámnico.

Tanis, apoyándose contra un muro, miró a su alrededor con curiosidad. Las ruinas de los edificios de aquella calle eran impresionantes, mucho más bellas que las construcciones de la actual ciudad. El semielfo comprendió que Tarsis, la Bella, mereciera tal nombre antes del Cataclismo. Ahora tan sólo quedaban inmensos bloques de granito esparcidos por doquier, y extensos patios repletos de crecida vegetación teñida de marrón por los helados vientos.

Tanis caminó hacia Gilthanas, quien se hallaba sentado en un banco charlando con Alhana. El elfo noble los presentó.

—Alhana Starbreeze, Tanis Semielfo —dijo Gilthanas—. Tanis vivió entre los elfos de Qualinesti durante muchos años. Es hijo de la mujer de mi tío.

Alhana apartó el velo que cubría su rostro y contempló a Tanis con frialdad. «Hijo de la mujer de mi tío» era una manera delicada de decir que Tanis era ilegítimo, ya que si no Gilthanas le hubiera presentado como el «hijo de mi tío». El semielfo enrojeció al sentir removerse la vieja herida, que ahora le causaba tanto dolor como cincuenta años atrás. Se preguntó si, algún día, conseguiría liberarse de ese estigma.

Tanis se mesó la barba y habló con dureza.

—Mi madre fue violada por un guerrero humano durante los oscuros años que siguieron al Cataclismo. Cuando ella murió, el Orador me adoptó y me crió como a un hijo.

Los ojos oscuros de Alhana, oscurecieron todavía más, hasta convertirse en negros estanques. Arqueó las cejas.

—¿Sientes la necesidad de pedir disculpas por tus orígenes? —le preguntó con voz aguda.

—N—no... —balbuceó Tanis a quien le ardía el rostro—. Yo...

—Entonces no lo hagas —dijo, e inmediatamente se volvió hacia Gilthanas—. ¿Me preguntabas por qué había venido a Tarsis? Vine a conseguir ayuda. Debo regresar a Silvanesti a buscar a mi padre.

—¿Regresar a Silvanesti? Nosotros... mi gente... no sabíamos que los elfos de Silvanesti hubieran abandonado su antigua región. Ahora entiendo que no consiguiéramos comunicarnos...

—Sí. Las fuerzas malignas que os obligaron a vosotros, nuestros primos, a dejar Qualinesti, también nos invadieron a nosotros. Luchamos contra ellas durante mucho tiempo, pero al final nos vimos obligados a huir para no perecer irremisiblemente. Mi padre envió a nuestro pueblo, bajo mi mando, a Ergoth del Sur. El se quedó en Silvanesti para enfrentarse a ese mal. Yo me opuse a su decisión, pero él dijo tener suficiente poder para conseguir evitar que asuelen nuestras tierras. Con el corazón destrozado guié a mi gente a un lugar seguro donde refugiarse, y yo regresé en busca de mi padre, ya que hace tiempo que no sabemos nada de él.

—Pero, señora ¿no disponíais de guerreros que pudieran acompañarte en misión tan peligrosa? —preguntó Tanis.

Alhana, volviéndose, miró a Tanis aparentemente extrañada de que hubiese osado entrometerse en la conversación. Al principio no parecía dispuesta a responderle, pero luego, tras contemplar su rostro durante unos segundos, cambió de opinión.

—Muchos guerreros se ofrecieron a escoltarme —dijo con orgullo—, pero cuando dije que guié a mi gente a un lugar seguro, tal vez hablé impropiamente. En este mundo ya no existe la seguridad. Mis guerreros se quedaron para proteger a la gente. Yo regresé a Tarsis esperando encontrar soldados que accediesen a viajar conmigo a Silvanesti. Tal como dicta el protocolo, me presenté ante el señor y el Consejo y...

Tanis sacudió la cabeza frunciendo el ceño.

—Eso fue una estupidez —dijo llanamente—Deberías saber lo que sienten hacia los elfos... ¡desde mucho antes que apareciesen los draconianos! Fuiste muy afortunada de que tan sólo te expulsaran de la ciudad.

El pálido rostro de Alhana, palideció aún más si cabe. Sus oscuros ojos centellearon.

—Hice lo que dicta el protocolo —respondió, demasiado bien educada para permitir que su enojo asomara en el suave tono de voz que utilizó al hablar—. No hacerlo hubiera implicado comportarme como una salvaje. Cuando el señor se negó a prestarme ayuda, le dije que mi intención era buscarla por mi cuenta. Silenciarlo no hubiera resultado honorable.

Flint, que había entendido alguna palabra de la conversación en idioma elfo, le dio un codazo a Tanis.

—Ella y el caballero se llevarán perfectamente. A menos que antes los maten por alguna cuestión de honor —a Tanis no le dio tiempo a responder, Sturm se unió al grupo.

—Tanis —dijo Sturm acalorado—. ¡Los caballeros han encontrado la antigua biblioteca! Por eso están aquí. Encontraron unos documentos en Palanthas que decían que, hace cientos de años, todo lo que se sabía sobre los dragones estaba contenido en los libros de la biblioteca de Tarsis. El Consejo de los Caballeros los envió a averiguar si la biblioteca aún existía.

Sturm les hizo una señal a los caballeros para que se acercaran.

—Éste es Brian Donner, Caballero de la Espada. Aran Tallbow, Caballero de la Corona, y Derek Crownguard, Caballero de la Rosa —los caballeros se inclinaron para saludar.

—Y éste es Tanis Semielfo, nuestro jefe —dijo Sturm. El semielfo vio que Alhana se sobresaltaba y le dirigía una mirada dubitativa, mirando después a Sturm para comprobar si había oído correctamente.

Sturm presentó a Gilthanas y a Flint y finalmente se dirigió a Alhana.

—Princesa Alhana... —comenzó a decir, pero guardó silencio, avergonzado, al darse cuenta de que lo único que sabía de ella era su nombre.

—Alhana Starbreeze —completó Gilthanas—. Hija del Orador de las Estrellas. Princesa de los elfos de Silvanesti.

Los caballeros se inclinaron de nuevo.

—Aceptad mi más sincera gratitud por vuestro rescate —dijo Alhana serenamente. Recorrió el grupo con la mirada, deteniéndose un segundo más en Sturm que en los demás. Después se dirigió a Derek, a quien suponía ostentando el mando por pertenecer a la Orden de la Rosa—. ¿Habéis encontrado los libros que os envió a buscar el Consejo?

Mientras hablaba la elfa, Tanis examinó con interés a los caballeros, que ya no llevaban puestas sus capuchas. También él sabía lo suficiente de sus costumbres para deducir que el Consejo de los Caballeros —cuerpo gobernante de los Caballeros Solámnicos—, habría enviado a los mejores hombres. Observó especialmente a Derek, el mayor en edad y en rango. Pocos caballeros pertenecían a la Orden de la Rosa. Las pruebas eran difíciles y peligrosas, y sólo podían pertenecer a ella los de más puro linaje.

—Hemos hallado un libro, señora —respondió Derek— escrito en una lengua antigua que no comprendemos. No obstante hay dibujos de dragones, por lo que planeábamos copiarlo y regresar a Sancrist, donde confiábamos que fuese traducido por los eruditos. Pero aquí hemos encontrado a alguien que puede leerlo. El kender ...

—¡Tasslehoff! —exclamó Flint.

Tanis se quedó boquiabierto. —¿Tasslehoff? —repitió incrédulo—. Pero si casi no sabe leer el común. No conoce ninguna de las lenguas antiguas. El único entre nosotros que tal vez podría traducirlo es Raistlin.

Derek se encogió de hombros.

—El kender tiene unos anteojos a los que llama « de visión verdadera». Se los puso y fue capaz de leer el libro. Dice...

—¡Puedo imaginar lo que dice! —interrumpió Tanis —. Cuenta historias sobre autómatas, anillos mágicos, y plantas que viven del aire. ¿Dónde está Tas? Me parece que voy a tener una pequeña charla con Tasslehoff Burrfoot.

—«Anteojos de visión verdadera»... —masculló Flint—. ¡Y yo soy un enano gully!

Todos juntos se encaminaron hacia el lugar donde los caballeros habían descubierto la antigua biblioteca de Tarsis.

Los compañeros entraron en un edificio derruido. Trepando sobre escombros y cascajos, siguieron a Derek por un bajo pasadizo abovedado. Olía intensamente a moho y a rancio. Estaba muy oscuro y, tras la luminosidad del sol de la tarde, al principio nadie podía ver nada. Derek prendió una antorcha y les fue posible distinguir unas estrechas y sinuosas escaleras que descendían perdiéndose en la oscuridad.

—Construyeron la biblioteca bajo tierra —les explicó Derek—. Probablemente ésta es la razón por la que ha debido conservarse en tan buen estado tras el Cataclismo.

Los compañeros descendieron rápidamente las escaleras y poco después llegaron a una inmensa habitación. Tanis contuvo la respiración y Alhana abrió los ojos de par en par. La gigantesca sala estaba repleta desde el suelo hasta el techo de altos estantes de madera que cubrían las paredes hasta el fondo. Estaban abarrotados de libros de todas clases: ribeteados en cuero, encuadernados en madera o con hojas de árboles exóticos. Muchos de ellos ni siquiera estaban encuadernados, sino que eran simples hojas de pergamino unidas con cintas. Varios estantes se habían caído, por lo que el suelo estaba cubierto de montones de libros esparcidos que les llegaban hasta los tobillos.

—¡Debe haber miles de ejemplares! —exclamó Tanis impresionado—. ¿Cómo conseguisteis encontrar el que buscabais?

Derek sacudió la cabeza.

—No fue fácil. La búsqueda nos llevó varios días. Cuando finalmente lo descubrimos nos sentimos más desesperados que victoriosos, pues era evidente que no podíamos llevárnoslo. Al tocar sus páginas el papel se deshacía. Temimos tener que emplear muchas horas para copiarlo, pero el kender...

—Precisamente, el kender, ¿dónde está? —preguntó Tanis.

—¡Aquí! —trinó una aguda voz.

Al recorrer la oscura y amplia sala con la mirada, el semielfo vio una vela prendida sobre una mesa. Tasslehoff, sentado en una alta silla de madera, se inclinaba sobre un grueso libro. Cuando los compañeros se acercaron a él, pudieron ver que llevaba sobre la nariz unos pequeños anteojos.

—Está bien, Tas —dijo Tanis —, ¿de dónde los has sacado?

—¿Sacar, el qué? —preguntó el kender con inocencia. Al ver que los ojos de Tanis se estrechaban, se llevó las manos a los pequeños anteojos de montura metálica—. ¿Ah, esto? Los llevaba en el bolsillo... y, bueno, si quieres saberlo, los encontré en el reino de los enanos...

Flint lanzó un gruñido y se llevó la mano a la frente.

—¡Estaban sobre una mesa!—protestó Tas al ver que Tanis fruncía el entrecejo —. ¡De verdad! No había nadie por ahí y pensé que alguien los habría extraviado. Sólo los cogí para vigilarlos. Hice bien, pues cualquier ladrón hubiera podido robarlos, ¡y son valiosos! Mi intención era devolverlos, pero nos hallábamos tan ocupados en pelear contra los goblins y los draconianos, y en encontrar el Mazo, y... bueno, olvidé que los tenía. Cuando lo recordé, estábamos a millas de distancia del reino de los enanos, camino de Tarsis, y pensé que no querrías que regresara sólo para devolverlos, o sea que...

—¿Y qué cualidad poseen? —interrumpió Tanis, sabiendo que si no lo hacía Tas podía seguir hablando hasta el día siguiente.

—Son maravillosos —dijo rápidamente Tas, aliviado al ver que Tanis no le gritaba—.Un día los dejé sobre un mapa, bajé la mirada y, ¿qué supones que vi? ¡A través de las lentes podía leer la escritura del mapa! Bueno, esto puede parecer bastante normal farfulló al ver que Tanis comenzaba a fruncir el ceño de nuevo—, pero es que ese mapa estaba escrito en una lengua que yo nunca había sido capaz de leer. ¡O sea que lo probé en todos mis mapas y pude leerlos, Tanis! ¡Todos ellos! ¡lncluso los realmente antiguos!

—¿Y nunca nos lo mencionaste? —Sturm miró fijamente a Tas.

—Bueno, no encontré el momento de hacerlo —murmuró Tas en tono de disculpa—.Desde luego, si me hubieses preguntado directamente: «Tasslehoff, ¿tienes unos anteojos mágicos de visión verdadera?», os hubiera dicho la verdad a la primera. Pero nunca lo hiciste, Sturm Brightblade, o sea que no me mires de esa forma. La cuestión es que puedo leer este libro. Dejadme que os cuente lo que...

—¿Cómo sabes que son mágicos y que no se trata de alguna artimaña de los enanos?—preguntó Tanis, seguro de que Tas estaba ocultando algo.

Tas tragó saliva. Había confiado en que Tanis no le hiciera esa pregunta.

—Eh... —balbuceó Tas —. Bueno, me parece que, lo que pasó es que, bueno... ocurrió que una noche en la que todos estabais ocupados, se lo mencioné casualmente a Raistlin. Me dijo que podían ser mágicos. Para averiguarlo recitó uno de esos extraños hechizos suyos, y los anteojos comenzaron a relucir. Aquello significaba que estaban encantados. Me preguntó para qué servían, se lo mostré y me dijo que eran «anteojos de visión verdadera». Los hechiceros enanos de la antigüedad los utilizaban para leer libros escritos en otras lenguas y... —Tas guardó silencio.

—¿Y?

—Y... leer...libros de encantamientos —prosiguió Tas con un hilo de voz.

—¿Y qué más dijo Raistlin?

—Que si tocaba sus libros de encantamientos u osaba siquiera mirarlos, me convertiría en un grillo y s...se me comería de un bocado. Y le creí.

Tanis movió la cabeza. Las amenazas que Raistlin profería eran tan terribles que conseguían, incluso, socavar la curiosidad del kender.

—¿Algo más? —le preguntó.

—No, Tanis —respondió Tas inocentemente. En realidad, Raistlin había mencionado algo más sobre los anteojos, pero Tas no lo había entendido muy bien. Vino a decir que a través de ellos podían verse las cosas demasiado reales lo cual no tenía ningún sentido, por lo que no creyó conveniente sacarlo a colación. Además, Tanis ya estaba suficientemente enojado.

—Bien, ¿y qué has descubierto? —preguntó Tanis de mala gana.

—Oh, Tanis, ¡es tan interesante! —respondió Tas, satisfecho de zanjar aquel penoso asunto. Pasó una de las hojas del libro cuidadosamente, pero aún así, ésta se deshizo entre sus pequeños dedos. Movió la cabeza con tristeza —. Esto sucede continuamente. Pero, mirad aquí... —los otros se inclinaron sobre el kender para poder ver—, imágenes de dragones. Dragones azules, dragones rojos, dragones negros, dragones verdes. No sabía que había de tantas clases. Ahora, ¿veis esto? —pasó otra de las páginas —. Oops. Bueno, ahora ya no lo podéis ver, pero había una inmensa bola de cristal. Y eso es lo que dice el libro...¡si tuviéramos una de esas bolas de cristal, podríamos influir sobre los dragones hasta conseguir que hicieran lo que les ordenáramos!

—¡Una bola de cristal! —exclamó despreciativamente el enano—. No le creas, Tanis. Creo que el único poder que tienen esos anteojos es el de fomentar su imaginación.

—¡Estoy diciendo la verdad! —dijo Tas indignado—. ¡Son los Orbes de los Dragones, y puedes preguntarle a Raistlin, por ellos! El debe saberlo, pues de acuerdo con el libro fueron creados por los grandes hechiceros de épocas lejanas.

—Te creo —dijo Tanis con seriedad al ver a Tasslehoff realmente preocupado—. Pero me temo que esa información no nos servirá de mucho. Seguramente todos quedaron destruidos por el Cataclismo, y, además, no sabríamos por dónde empezar a buscarlos...

—Sí, lo sabemos —interrumpió Tas excitado—. Aquí hay una lista de los lugares donde los guardaron. Ves... —de pronto guardó silencio, enderezando la cabeza—. Shhhh... —dijo aguzando los oídos. Los otros se callaron. Al principio no percibieron nada, pero un instante después captaron los sonidos que kender había ya detectado.

Tanis sintió que se le helaban las manos. Ahora podía escuchar en la distancia, el profundo sonido de cientos de cuernos —cuernos que todos ellos habían oído en otras desgraciadas situaciones. Los metálicos y bramantes cuernos que anunciaban la llegada de los ejércitos de draconianos... y la proximidad de los dragones.

El sonido de la muerte.

7 “... destinados a no volver a encontrarnos en este mundo”

Cuando los compañeros acababan de alcanzar el mercado, los primeros dragones sobrevolaban Tarsis.

Se habían separado de los caballeros a su pesar, pues éstos habían intentado convencerlos de que escaparan con ellos a las colinas. Ante la negativa del grupo, Derek les pidió que permitieran a Tasslehoff acompañarlos, ya que el kender conocía el lugar donde se hallaban los Orbes de los Dragones. Tanis sabía que Tas escaparía de los caballeros, por lo que se vio obligado a negarse de nuevo.

—Sturm, ven con el kender y con nosotros —ordenó Derek, haciendo caso omiso de Tanis.

—No puedo, señor —respondió Sturm posando su mano sobre el brazo de Tanis —. Él es mi jefe, y mi lealtad está con mis amigos.

Derek habló con frialdad.

—No puedo detenerte si ésa es tu decisión. Pero esto representará una marca negra en tu contra, Sturm Brightblade. Recuerda que aún no eres un caballero, todavía no. Ruega para que, cuando se debata la cuestión de tu investidura ante el Consejo, yo no me encuentre allí.

El rostro de Sturm se tornó pálido como el de un muerto. Desvió la mirada hacia Tanis, quien intentó ocultar su sorpresa ante las alarmantes nuevas. Pero no disponían de tiempo para discutir. El sonido de los cuernos, que resonaban disonantes en la helada atmósfera, era cada vez más cercano. Los caballeros y los compañeros se separaron; los primeros se dirigieron a su campamento en las colinas, los segundos decidieron permanecer en la ciudad.

Los habitantes de Tarsis habían salido de sus casas y elucubraban en las calles sobre aquel extraño sonido que nunca habían oído y que no conseguían identificar. Sólo uno de los tarsianos supo lo que era. En la Sala del Consejo, al oír aquel ruido, el señor se puso inmediatamente en pie. Girándose rápidamente se volvió hacia el sonriente draconiano oculto tras él entre las sombras.

—¡Dijiste que no nos ocurriría nada! —exclamó el señor con los dientes apretados—.Todavía estamos negociando...

—El Señor del Dragón se ha cansado de negociaciones —manifestó el draconiano esbozando un bostezo ——. Y a la ciudad no le ocurrirá nada... aunque por supuesto, recibiréis una lección.

El señor hundió la cabeza entre las manos. Los otros miembros del Consejo, sin comprender muy bien lo que estaba sucediendo, se miraron unos a otros, sobrecogidos al ver resbalar lágrimas entre los dedos de su señor.

El cielo ya estaba repleto de inmensos dragones rojos, cientos de ellos. Volaban en pequeñas escuadrillas de tres o de cinco, con las alas extendidas llameando rojizas bajo el sol poniente. La gente de Tarsis sólo comprendía una cosa que aquél era el vuelo de la muerte.

Cuando los dragones volaron más bajo, realizando los primeros vuelos rasos sobre la ciudad, difundieron un pánico mucho más mortífero que las llamas que lanzaban. Cuando la sombra de sus alas oscureció la agonizante luz del día, los habitantes de Tarsis tuvieron un único pensamiento: escapar.

Pero no había forma de hacerlo.

Los dragones atacaron sabiendo que no iban a encontrar resistencia. Volaban en círculo uno tras otro, lanzándose en picado desde el cielo cual disparos abrasivos, haciendo arder edificio tras edificio con su flamígero aliento. Los incendios iniciados originaron sus propias tormentas de viento y las calles se llenaron de un humo sofocante, convirtiendo el atardecer en noche cerrada. Comenzó a llover ceniza. Los gritos de terror se trocaron en gritos de agonía cuando la muerte hizo su aparición en aquel ardiente abismo en el que se había convertido Tarsis.

Con los primeros ataques de los dragones, una riada de aterrorizada humanidad inundó las incandescentes calles de Tarsis. Muy pocos tenían una idea clara de dónde se dirigían. Algunos gritaban que estarían a salvo en las colinas, otros corrían hacia la antigua costa, mientras otros intentaban alcanzar las murallas de la ciudad. Sobre ellos se cernían los dragones, quemándolo todo, arrasándolo todo.

La riada humana se precipitó sobre Tanis y los compañeros, casi aplastándolos, empujándolos contra los edificios. Sofocados por el humo, con escozor en los ojos y cegados por las lágrimas, lucharon por controlar el temor a los dragones que amenazaba con perturbar su razón.

El fuego era tan intenso, que edificios completos caían derruidos. Tanis se dispuso a ayudar a Gilthanas, que se había desplomado junto a una casa. Sosteniéndolo, el semielfo observó irremisiblemente cómo el resto de sus amigos era arrastrado por la masa de gente.

—¡De vuelta a la posada! —gritó Tanis —. ¡Nos encontraremos en la posada! —Pero le fue imposible saber si había sido oído. Únicamente podía confiar en que todos intentarían dirigirse hacia allí.

Sturm sujetó a Alhana con sus poderosos brazos, medio llevándola, medio arrastrándola por las destruidas calles. Intentó localizar a los demás a través de la lluvia de ceniza, pero fue inútil. Y entonces comenzó la batalla más desesperada que hubiera librado nunca: intentar mantenerse en pie y sostener a Alhana mientras las terribles oleadas de humanidad los arrollaban una y otra vez.

Momentos después Alhana fue arrancada de sus brazos por las aterrorizadas masas de gentes. Sturm se abalanzó hacia la muchedumbre, empujando y abriéndose camino a golpes y a puñetazos hasta que consiguió asir a Alhana por las muñecas. La elfa, temblando horrorizada, se agarró a sus brazos con todas sus fuerzas y el caballero finalmente consiguió tirar de ella. Una inmensa sombra pasó sobre sus cabezas. Un dragón, ululando cruelmente, sé lanzó sobre la calle atestada de hombres, mujeres y niños. Sturm se refugió bajo el marco de la puerta de uno de los edificios, arrastrando a Alhana tras él y protegiéndola con su cuerpo. Resplandeció una inmensa llamarada; los gritos de los agonizantes fueron desgarradores.

—¡No miréis! —le susurró Sturm a Alhana, estrechándola contra sí. El dragón pasó, y, de pronto, las calles estuvieron terriblemente, insoportablemente, quietas. Nada se movía.

—Será mejor que salgamos de aquí mientras podamos —dijo Sturm con voz temblorosa. Apoyándose el uno en el otro, se alejaron del marco de la puerta con los sentidos entumecidos, moviéndose únicamente por instinto. Al fin mareados y aturdidos por el humo y el olor a carne quemada, tuvieron que buscar cobijo bajo otra puerta.

Durante un momento no pudieron hacer otra cosa que sostenerse mutuamente agradecidos por el breve respiro, pero aterrorizados al pensar que unos segundos después deberían retornar a las mortíferas calles.

Alhana posó la cabeza sobre el pecho de Sturm. La antigua y caduca cota de mallas estaba fría en contraste con su piel. La sólida superficie de metal la tranquilizaba, y bajo la misma oía latir el corazón de Sturm, rápido, firme, reconfortante. Los brazos que la sostenían eran fuertes y musculosos. La mano del caballero le acarició los cabellos.

Alhana, casta doncella de una raza rígida y severa, hacía tiempo que sabía cuándo, dónde y con quién iba a casarse. Se trataba de un elfo noble, y un signo de su mutuo acuerdo era que, desde el momento en que se fijó el compromiso, nunca habían tenido contacto físico. El se había quedado con su gente, mientras Alhana volvía en busca de su padre. Las fuertes impresiones que estaba recibiendo la elfa al vivir entre los humanos, la estaban haciendo dudar de su buen juicio. Los odiaba y al mismo tiempo la fascinaban. Eran tan poderosos, tan indómitos y bravíos... Y, precisamente, cuando pensaba que iba a despreciarlos para siempre, uno de ellos comenzaba a atraerle con fuerza insospechada.

Alhana alzó la mirada hacia el afligido rostro de Sturm y vio rasgos que reflejaban orgullo, nobleza, disciplina inflexible y estricta, una constante lucha por la perfección,una perfección imposible de alcanzar—, y además aquella profunda pena en sus ojos. Alhana se sintió atraída hacia ese hombre, hacia ese humano. Rindiéndose ante su fuerza, reconfortada por su presencia, se sintió invadida por una ola de dulzura y calor, y, de pronto, se dio cuenta de que ese fuego era más peligroso que el de mil dragones.

—Será mejor que nos vayamos —susurró Sturm delicadamente, pero ante su asombro Alhana se separó de él con brusquedad.

—Nos separaremos aquí —dijo la elfa en un tono de voz tan frío como el viento nocturno—. Debo regresar a mi alojamiento. Gracias por escoltarme.

—¿Qué? ¿Iros sola? Eso es una locura —declaró el caballero asiéndola firmemente del brazo—. No puedo permitir... notó que la elfa se ponía tensa y se dio cuenta de que acababa de cometer una equivocación. Alhana no se movió, contemplando imperiosamente a Sturm hasta que éste la soltó.

—Yo también tengo amigos, como tú. Tú debes lealtad a los tuyos, y yo a los míos. Debemos tomar diferentes caminos —la voz le falló al ver una expresión de inmensa tristeza en los ojos del caballero. La elfa no pudo sostener esa mirada y por un instante se preguntó si tendría fuerzas para continuar. Pero entonces pensó en su gente; ellos la necesitaban—. Te doy las gracias por tu ayuda y tu amabilidad, pero ahora que las calles están desiertas debo irme.

Sturm, dolido y asombrado, se la quedó mirando. Un segundo después, los rasgos de su rostro se endurecieron.

—Me sentía feliz de poder ayudaros, Princesa Alhana. Aún estáis en peligro. Permitidme que os acompañe a vuestro alojamiento y después ya no os molestare más.

—Eso es imposible. El lugar no queda lejos y mis amigos me esperan. Sabemos una manera de salir de la ciudad. Disculpa que no te lleve conmigo, pero nunca he tenido plena confianza en los humanos.

Los ojos marrones de Sturm relampaguearon. Alhana, que se hallaba muy cerca de él, sintió su cuerpo temblar y, una vez más, tuvo miedo de perder su firmeza y decisión.

—Sé dónde os alojáis —le dijo tragando saliva—. En la posada «El Dragón Rojo». Tal vez... si encuentro a mis amigos... podríamos ofreceros ayuda...

—No os preocupéis, y no me deis las gracias. Sólo he hecho lo que mi Código exige. Adiós —dijo Sturm comenzando a alejarse.

Un instante después se volvió y sacando la reluciente aguja de diamante de su cinturón, la puso en la mano de Alhana.

—Tened —susurró mirando los oscuros ojos de la elfa y percibiendo, de pronto, la tristeza que ella trataba de ocultar. Su voz se suavizó, a pesar de que le resultaba difícil comprender—. Me complace que me confiarais esta joya, aunque fuese por tan poco tiempo.

La doncella elfa contempló la joya durante un instante y comenzó a temblar. Alzó la mirada hacia los ojos de Sturm y no vio en ellos desprecio, como esperaba, sino compasión. Se maravilló una vez más de los humanos. Alhana bajó la cabeza, incapaz de sostener aquella mirada, y tomó las manos del caballero, depositando en ellas la joya.

—Guarda esto —dijo en voz baja—. Cuando la mires piensa en Alhana Starbreeze y sabrás que, en algún lugar ella estará pensando en ti.

Sturm bajó la mirada, incapaz de pronunciar palabra. Después, besando la gema, volvió a ponerla delicadamente en su cinturón y extendió las manos. Pero Alhana retrocedió hacia el umbral de la puerta desviando la mirada.

—Vete, por favor —le dijo. Sturm permaneció inmóvil durante un segundo, dudoso, pero no podía por su honor negarse a obedecer la petición. El caballero se volvió y comenzó a caminar de nuevo por aquella ciudad de pesadilla.

Alhana lo contempló durante unos segundos desde la puerta, mientras sentía que una dura concha protectora la iba envolviendo.

—Perdóname, Sturm —susurró para sí. Luego, reflexionó un instante—. No, no me perdones. Dame las gracias.

Cerrando los ojos, conjuró una imagen en su mente y envió un mensaje a las afueras de la ciudad, donde sus amigos la esperaban para sacarla de este mundo de humanos. Tras recibir respuesta telepática, Alhana suspiró y comenzó ansiosamente a escudriñar con su mirada los cielos impregnados de humo, esperando...


—Ah... —dijo Raistlin serenamente cuando el primer sonido de cuernos interrumpió la quietud de la tarde—. Os lo dije.

Riverwind le lanzó al mago una irritada mirada e intentó pensar qué podían hacer. Tanis le había dicho que protegiera al grupo de los soldados de la ciudad, y eso era relativamente fácil. ¡Pero protegerlos de ejércitos de draconianos y de dragones! Los oscuros ojos de Riverwind recorrieron el grupo con la mirada. Tika se puso en pie, llevándose la mano a la espada. La muchacha era valiente y serena, pero tenía poca experiencia.

—¿Qué es eso? —preguntó Elistan desconcertado.

—El Señor del Dragón atacando la ciudad —respondió secamente Riverwind, haciendo un esfuerzo por reflexionar.

Oyó un repiqueteo de metal. Caramon se estaba poniendo en pie, el enorme guerrero parecía tranquilo e imperturbable. Daba gracias por ello. A pesar de que Riverwind detestaba a Raistlin, debía admitir que el mago y su hermano guerrero combinaban acero y magia con gran efectividad. También Laurana parecía calmada y firme, pero no dejaba de ser una elfa, y Riverwind aún no había aprendido a confiar realmente en los elfos.

«Salid de la ciudad si no regresamos», le había dicho Tanis, ¡pero Tanis no había podido prever esto! Si conseguían salir de la ciudad deberían enfrentarse al Señor del Dragón en las llanuras. Ahora Riverwind supo perfectamente quién había estado siguiéndolos cuando viajaban hacia ese condenado lugar. Maldijo para si en su propio idioma y —en el mismo momento en que los primeros dragones sobrevolaron la ciudad—, sintió que Goldmoon lo rodeaba con sus brazos. Al bajar la mirada la vio sonreír —la sonrisa de la hija de Chieftainy vio fe en sus ojos. Fe en los dioses y fe en él. Pasado aquel primer instante de pánico, se relajó.

Una ola de pavor sacudió el edificio. Se oyeron gritos en las calles, y los rugientes chasquidos del fuego.

—Debemos salir de este piso, volvamos abajo —dijo Riverwind—. Caramon, trae la espada del caballero y el resto de las armas. Si Tanis y los otros aún están... —se detuvo. Había estado apunto de decir «aún están vivos», pero vio la expresión de Laurana—. Si Tanis y los otros escapan, regresarán aquí. Los esperaremos.

—Excelente decisión! —siseó el mago en tono irónico—.¡Especialmente ahora que no tenemos ningún lugar adonde ir!

Riverwind no le hizo caso.

—Elistan, lleva a los otros abajo. Caramon y Raistlin quedaos un momento conmigo. —Cuando salieron, el bárbaro se dirigió a los gemelos—. Creo que lo mejor que podemos hacer es quedarnos dentro de la posada y protegerla con una barricada. Salir a la calle sería absurdo.

—¿Cuánto tiempo crees que podremos aguantar? —le preguntó Caramon.

—Horas, tal vez —dijo escuetamente.

Los gemelos lo miraron, recordando ambos aquellos torturados cuerpos que habían visto en el pueblo de Que-shu, o lo que habían oído acerca de la destrucción de Solace.

—No podremos sobrevivir —susurró Raistlin.

—Resistiremos todo lo que podamos —afirmó Riverwind con voz algo temblorosa—, pero cuando veamos que no podemos aguantarlo más... —se detuvo, incapaz de continuar, pasando la mano sobre el cuchillo, pensando en lo que debería hacer llegado el momento.

—Eso no nos hará falta —murmuró Raistlin—. Tengo unas hierbas. Una poca cantidad en un vaso de vino basta. Son muy rápidas y no causan dolor.

—¿Estás seguro? —preguntó Riverwind.

—Confía en mí. Soy un experto en ese arte. El arte de la aplicación de las hierbas—añadió suavemente viendo al bárbaro estremecerse.

—Si estoy vivo, se las daré a ella y ...luego... me las beberé yo. Si no...

—Comprendo. Puedes confiar en mí —repitió el mago.

—¿Y qué ocurrirá con Laurana? —dijo Caramon—. Ya conocéis a los elfos. Ella no...

—Dejádmelo a mí —volvió a decir el mago.

El bárbaro contempló al hechicero sintiendo que le invadía el terror. Raistlin estaba ante él con el semblante sereno, con los brazos cruzados bajo las mangas de su túnica, con la capucha puesta. Riverwind bajó la mirada a su daga, considerando la alternativa. No, no podía hacerlo. No de esa forma.

—Muy bien —dijo. Se dispuso a marchar, pero vaciló, temiendo bajar y enfrentarse con el resto. Abajo en la calle, los gritos y alaridos eran cada vez más fuertes. Riverwind se volvió bruscamente y dejó a los hermanos solos.

—Yo moriré luchando —le dijo Caramon a Raistlin, esforzándose en hablar en tono indiferente. No obstante, tras las primeras palabras la voz del guerrero flaqueó—. Raistlin, prométeme que te tomarás esa pócima si a mí... si me ocurriera algo...

—No habrá necesidad —le respondió Raistlin—. No tengo el suficiente poder para sobrevivir a una batalla de esta magnitud. Moriré con mi magia.


Tanis y Gilthanas luchaban por abrirse camino entre las masas. El semielfo, más fuerte, sostenía al elfo mientras empujaban y arañaban, serpenteando entre aquella muchedumbre aterrorizada. De tanto en tanto buscaban refugio para protegerse de los dragones. Gilthanas se golpeó la rodilla, cayendo junto al umbral de una puerta. Apoyándose en el hombro de Tanis, se vio obligado a proseguir dolorosamente, renqueando.

Cuando el semielfo vio la posada murmuró una oración de gracias, oración que se tomó en maldición al descubrir cerca del edificio las negras siluetas de unos draconianos. Rápidamente empujó a Gilthanas —quien seguía tambaleándose ciegamente, exhausto de dolor—, hacia una puerta cercana.

—¡Gilthanas! —gritó Tanis —. ¡La posada! ¡Están atacando la posada!

Gilthanas alzó una mirada vidriosa, mirando sin comprender. Un segundo después pareció entenderlo, suspiró y sacudió la cabeza.

—Laurana —musitó y se abalanzó hacia adelante, cojeando y tambaleándose—. Hemos de llegar a ellos... —dijo cayendo en los brazos de Tanis.

—Quédate aquí —le ordenó el semielfo ayudándolo a recostarse—. No puedes moverte.—Intentaré llegar hasta allá. Rodearé el edificio y entraré por la parte trasera.

Tanis salió corriendo, entrando y saliendo como una flecha de los portales a los que se acercaba para resguardarse. Se hallaba en un edificio cercano a la posada cuando oyó un sonido áspero. Al volverse a mirar, vio a Flint gesticulando agitadamente. Tanis cruzó la calle.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Por qué no estás con los demás...? ¡Oh, no...!

El enano, con el rostro tiznado de ceniza y gayado por las lágrimas, estaba arrodillado junto a Tasslehoff. El kender se hallaba inmovilizado por una viga que había caído a la calle. El rostro de Tas, que parecía el rostro de un niño sabio, estaba ceniciento, su piel viscosa.

—Maldito kender parlanchín —gimió Flint—. Tuvo que permitir que le cayera una casa encima. —Las manos del enano sangraban pues se había herido al intentar levantar la viga. Se hubiesen requerido tres hombres, o uno como Caramon, para conseguir sacar al kender. Tanis puso la mano en el cuello de Tas. Las pulsaciones era muy débiles.

—¡Quédate con él! —dijo Tanis innecesariamente—. Voy a la posada. ¡Traeré a Caramon!

Flint lo miró con el ceño fruncido y luego contempló la posada. Ambos oían claramente los alaridos de los draconianos y veían sus armas relampaguear entre los destellos de fuego. De vez en cuando se veía relucir una extraña luz en “El Dragón Rojo”; la magia de Raistlin. El enano sacudía su cabeza. Tanis era tan capaz de volver con Caramon como lo era de volar.

Pero Flint se las arregló para sonreír.

—Desde luego, amigo, me quedaré con él. Adiós, Tanis.

Tanis tragó saliva, intentó responder, desistió y salió corriendo calle abajo.

Raistlin, tosiendo hasta apenas poder sostenerse en pie se limpió la sangre de los labios y sacó una pequeña bolsa de cuero de uno de los bolsillos más recónditos de su túnica. Sólo le quedaba un único hechizo para formular, y casi no tenía energía para hacerlo. Intentó esparcir el contenido de la bolsita en una jarra de vino que había ordenado a Caramon que se la trajera antes de que se iniciara la batalla. Las manos le temblaban violentamente y los espasmos de tos acabaron por vencerlo.

Pero, entonces, sintió unas manos que se posaban sobre las suyas. Alzando la mirada, vio a Laurana, quien tomó de sus frágiles dedos la bolsa de cuero. Las manos de la elfa estaban manchadas con la sangre verde y oscura de los draconianos.

—¿Qué es esto? —preguntó la doncella.

—Los ingredientes para un hechizo. Échalos en el vino.

Laurana asintió y echó las hierbas tal como le decían. Instantáneamente se evaporaron.

—¿Qué son?

—Una poción para dormir —susurró Raistlin con ojos brillantes.

—¿Crees que nos resultará difícil dormir esta noche?

—No es de ese tipo —respondió Raistlin mirándola con intensidad—. Esta simula la muerte. Las pulsaciones disminuyen hasta casi detenerse, la respiración queda casi interrumpida, la piel se vuelve fría y pálida, los miembros quedan rígidos.

Los ojos de Laurana se abrieron de par en par.

—¿Por qué...?

—Para utilizarlo como último recurso. El enemigo piensa que estás muerto, si tienes suerte te abandona en el campo de batalla. Si no...

—¿Si no?

—Bueno, se sabe de algunos que despertaron en las piras de su propio funeral. No obstante, no creo que sea muy posible que eso nos ocurra a nosotros.

Respirando con mayor facilidad, el mago se sentó, agachándose casi instintivamente cuando una flecha voló sobre su cabeza y cayó tras él. Notó que a Laurana le temblaban las manos y se dio cuenta de que no estaba tan tranquila como intentaba aparentar.

—¿Pretendes que nos bebamos esto? —preguntó la elfa.

—Nos evitará ser torturados por los draconianos.

—¿Cómo lo sabes?

—Confía en mí —dijo el mago esbozando una leve sonrisa.

Laurana lo miró y se estremeció. Absorta, se frotó los dedos manchados de sangre en la túnica de cuero. La mancha no desapareció, pero ella no se dio cuenta. Una flecha se clavó cerca suyo. Ni siquiera se asustó, sencillamente la contempló.

De pronto, surgiendo de la humareda de la ignescente sala de la posada apareció Caramon. Tenía una herida de flecha en el hombro, y su propia sangre se mezclaba extrañamente con la sangre verde del enemigo.

—Están echando abajo la puerta principal —dijo respirando pesadamente—. Riverwind ordenó que regresáramos aquí.

—¡Escuchad! —advirtió Raistlin—. ¡No sólo están intentando entrar por ahí! —se oyó un estallido en la puerta trasera de la cocina que daba al callejón de la parte de atrás.

Dispuestos a defenderse, Caramon y Laurana se giraron en el preciso instante en que la puerta cedió. Entró un alto personaje.

—¡Tanis! —gritó Laurana. Enfundando el arma, corrió rápidamente hacia él.

—¡Laurana! —exclamó el semielfo jadeante. Acogiéndose en sus brazos, la abrazó con fuerza, casi sollozando de alivio. Un segundo después Caramon los rodeó a ambos con sus inmensos brazos.

—¿Cómo estáis todos? —preguntó Tanis cuando pudo hablar.

—Bien, por el momento —dijo Caramon mirando tras Tanis. Su expresión cambió al ver que venía solo —. ¿Dónde están...?

—Sturm se ha perdido. Flint y Tas están al otro lado de la calle. El kender está atrapado bajo una viga. Gilthanas está a dos edificios de distancia. Está herido, no es grave, pero no pudo seguir avanzando.

—Bienvenido, Tanis —susurró Raistlin entre toses—. Has llegado a tiempo para morir con nosotros.

Tanis miró la jarra, vio la bolsa negra junto a ella y observó a Raistlin con sorpresa.

—No —dijo con firmeza el mago—. No vamos a morir. Al menos no como el... —Raistlin se interrumpió bruscamente—. Reunámonos todos.

Caramon fue a buscar a los demás, llamándolos a gritos. Riverwind llegó de la sala principal donde había estado disparando al enemigo las mismas flechas que éste les lanzaba, ya que las suyas se habían acabado un rato antes. Los demás lo seguían, sonriendo esperanzados al ver a Tanis.

Al ver la fe que tenían en él, el semielfo se enfureció. Algún día, pensó, voy a decepcionarles. Tal vez lo haya hecho ya.

—¡Escuchad! —gritó intentando que lo oyeran a pesar del ruido que estaban haciendo los draconianos—. ¡Podemos intentar escapar por la puerta de atrás! Los que están atacando la posada son sólo unos pocos. La mayor parte de ejército aún no ha entrado en la ciudad.

—Alguien nos está acechando —murmuró Raistlin.

—Eso parece —asintió Tanis —. No tenemos mucho tiempo. Si consiguiéramos llegar a las colinas...

De pronto guardó silencio, alzando la cabeza. Todos callaron y escucharon, reconociendo el agudo chillido, el batir de gigantescas alas coriáceas que sonaba cada vez más cercano.

—¡Poneos a cubierto! —gritó Riverwind. Pero era demasiado tarde.

Se escuchó un gemido quejumbroso y un estallido. La posada, de tres pisos de altura construidos en madera y piedra, tembló como si estuviese hecha de palos y arena. Hubo una explosión de polvo y escombros. El exterior del edificio comenzó a arder. Podían escuchar sobre sus cabezas el sonido de la madera resquebrajándose y partiéndose, el golpeteo de leños cayendo. El edificio comenzó a derrumbarse sobre sí mismo.

Los compañeros lo contemplaron con atónita fascinación, paralizados ante la imagen del gigantesco techo temblando bajo la inmensa presión que soportaban los pisos superiores al venirse abajo el tejado.

—¡Salgamos de aquí! —gritó Tanis —. Todo el edificio se está...

La viga que estaba justamente sobre la cabeza del semielfo crujió intensamente, se rajó y se partió. Agarrando a Laurana por la cintura, Tanis la empujó lejos de él y pudo ver cómo Elistan, que se hallaba cerca de la parte delantera de la posada, la sujetaba en sus brazos.

Cuando la inmensa viga acabó de ceder con un potente estallido, el semielfo oyó al mago farfullar unas extrañas palabras. Un segundo después se hallaba cayendo, cayendo en la negrura... con la sensación de que el mundo se desplomaba sobre él.

Al dar la vuelta a una esquina Sturm vio como la posada caía derruida envuelta en una nube de fuego y humo, mientras un dragón remontaba el vuelo. El corazón del caballero comenzó a latir furiosamente.

Se escondió en el marco de una puerta, ocultándose entre las sombras al ver venir unos draconianos riendo y charlando en su frío idioma gutural. Aparentemente habían acabado su trabajo e iban en busca de otra diversión. De pronto advirtió a otros tres ataviados con uniformes azules en vez de rojos—, parecían extremadamente preocupados por la destrucción de la posada, y agitaban los puños en dirección al dragón rojo que volaba a poca altura.

Sturm se sintió invadido por una ola de desesperación. Se apoyó contra la puerta, contemplando a los draconianos con hastío, preguntándose qué hacer ahora. ¿Estarían todavía los demás en la posada? Tal vez habrían escapado. De pronto el corazón le latió con fuerza al divisar una mancha blanca.

—¡Elistan! —gritó al ver emerger al clérigo entre los escombros, arrastrando a alguien tras él. Los draconianos, con las espadas desenvainadas, corrieron hacia el clérigo, gritándole en común que se rindiera. Sturm vociferó el reto de los caballeros solámnicos al enemigo y salió corriendo hacia ellos. Las criaturas se volvieron rápidamente, desconcertados ante su aparición.

Sturm tuvo la ligera sensación de que alguien más corría junto a él. Mirando a su lado, vio un relampagueo de llamas reflejado sobre un casco metálico y escuchó los gruñidos del enano. Además, oyó recitar unas palabras mágicas a corta distancia.

Gilthanas, casi incapaz de mantenerse en pie sin ayuda, trepaba por los escombros y señalaba a los draconianos mientras formulaba un encantamiento. De sus manos salieron dardos en llamas. Una de las criaturas cayó, llevándose las manos al pecho. Flint se abalanzó sobre otra, golpeándola en la cabeza con una roca, mientras Sturm caía sobre el tercer draconiano y lo golpeaba repetidamente con los puños. El caballero sostuvo a Elistan cuando éste se tambaleó hacia adelante. El clérigo arrastraba tras él a una mujer.

—¡Laurana! —exclamó Gilthanas refugiado aún bajo el umbral.

Aturdida y mareada por el humo, la elfa elevó una mirada vidriosa. —¿Gilthanas?—murmuró. Pero enseguida vio que se trataba del caballero.

—Sturm —dijo confusa, señalando vagamente tras ella—. Tu espada, está ahí. La vi...

Sturm vislumbró entre los cascotes un destello de plata. Era su espada, y junto a ella estaba la espada de Tanis, el acero elfo de Kith-Kanan. Removiendo entre montones de piedra, Sturm levantó con reverencia las espadas, que parecían antiguas reliquias halladas en una horrenda y gigantesca tumba. El caballero aguzó el oído esperando percibir algún movimiento, un grito, un gemido. Pero reinaba un silencio terrorífico.

—Hemos de salir de aquí —dijo lentamente, sin moverse. Después miró a Elistan quien,con palidez mortecina, contemplaba la posada en ruinas —. ¿Y los demás?

—Estábamos todos allí —dijo Elistan con voz temblorosa.

—¿Y el semielfo?

—¿Tanis?

—Sí. Llegó por la puerta trasera un momento antes de que los dragones arrasaran la posada. Estábamos todos juntos en la sala. Yo me hallaba cerca de una puerta. Tanis vio que la viga se rompía. Empujó a Laurana y yo la sostuve. Luego el techo se derrumbó sobre ellos. Creo que es imposible que consiguiesen...

—¡No puedo creerlo! —exclamó Flint, trepando sobre los escombros. Sturm lo sujetó y lo hizo retroceder.

—¿Dónde está Tas? —le preguntó al enano.

La expresión de Flint cambió.

—Inmovilizado bajo una viga. He de volver junto a él. Pero no puedo dejarlos... Caramon... —el enano comenzó a llorar, salpicándose la barba con las lágrimas—. ¡Ese inmenso y patoso buey! Le necesito. ¡No puede hacerme esto! ¡Y Tanis también! ¡Maldita sea, les necesito!

Sturm posó su mano sobre el hombro del enano.

—Vuelve con Tas. Él sí que te necesita ahora. Sigue habiendo draconianos por las calles. Estaremos en...

Laurana, apenas recuperada de su aturdimiento, gritó, produciendo un sonido terrorífico y lastimero que atravesó a Sturm como el acero. Volviéndose instantáneamente, consiguió sujetarla antes de que la elfa se precipitase hacia los escombros.

—¡Laurana! ¡Mira esto! ¡Míralo! —angustiado, la sacudió con firmeza—. ¡Nadie puede salir vivo de ahí!

—¡Eso es imposible saberlo! ¡Tanis! —gritó la elfa furiosa, separándose de él. Cayendo de rodillas, intentó alzar una de las chamuscadas piedras, pero el pedrusco era tan pesado que sólo pudo moverlo unos pocos centímetros.

Sturm la contemplaba desconsolado, sin saber qué hacer. Sin embargo, un segundo después tuvo la respuesta. ¡El sonido de los cuernos! Cada vez más cerca. Cientos, miles de cuernos sonando. Habían llegado los ejércitos. Miró a Elistan, quien asintió apenado, comprendiendo la situación. Ambos hombres se precipitaron hacia Laurana.

—Querida mía —comenzó a decir Elistan dulcemente—, ya no puedes hacer nada por ellos. Los vivos te necesitan. Tu hermano está herido, y también el kender. Los draconianos están invadiendo la ciudad. Debemos escapar ahora para seguir luchando contra esos horribles monstruos, o echar a perder nuestras vidas sumidos en un infructuoso pesar. Tanis ha dado su vida por ti, Laurana. No hagas que su sacrificio resulte inútil.

Laurana alzó la mirada hacia él, el rostro de la elfa estaba negro de hollín y suciedad, salpicado de lágrimas y sangre. Oyó el sonido de los cuernos, oyó a Gilthanas llamarla, oyó a Flint gritando que Tasslehoff estaba agonizando, oyó las palabras de Elistan... y entonces comenzó a caer lluvia del cielo, pues el ardor de las llamaradas de los dragones había fundido la nieve, trocándola en agua. Ésta resbaló por su rostro, refrescando su piel incandescente.

—Ayúdame, Sturm —murmuró torpemente, pues sus labios estaban demasiado entumecidos para formular palabras. El la rodeó con el brazo y consiguió levantarla aturdida y mareada por la impresión.

—¡Laurana! —la llamó su hermano.

Elistan tenía razón. Los vivos la necesitaban. Debía acudir junto a él. A pesar de que prefería tenderse sobre esa montaña de rocas y morir, debía seguir adelante. Eso es lo que haría Tanis. La necesitaban. Debía seguir adelante.

—Adiós, Tanthalas —susurró.

La lluvia arreció, cayendo firmemente, como si los mismísimos dioses lloraran por Tarsis, la Bella.


El agua goteaba sobre su cabeza. Era irritante, estaba fría. Raistlin intentó rodar a un lado, para zafarse de ella, pero no consiguió moverse. Se hallaba tendido en el suelo bajo un inmenso peso que lo aprisionaba. Presa de pánico, intentó desesperadamente escapar. A medida que el miedo se diseminaba por su cuerpo, fue llegando a un estado de consciencia absoluto. Con el conocimiento, su miedo se evaporó. Una vez más, Raistlin controlaba la situación y, tal como le habían enseñado, se obligó a relajarse y a analizar los hechos.

No podía ver nada. Estaba muy oscuro, lo que le obligaba a tener que confiar en sus otros sentidos. Antes de nada debía intentar sacarse ese peso de encima. Estaba siendo machacado y aplastado. Movió cuidadosamente los brazos. No le dolían y no parecía tener ningún hueso roto. Alargó el brazo hacia arriba y tocó un cuerpo. Era Caramon, por la cota de mallas... y por el olor. Lanzó un suspiro. Podía haberlo imaginado. Utilizando todas sus fuerzas, Raistlin empujó un poco a su hermano hacia un lado y consiguió salir de debajo de él aunque con grandes dificultades.

El mago respiró con mayor facilidad. Palpó a tientas el cuerpo de su hermano, buscando el cuello para comprobar el pulso. Era firme, el cuerpo de Caramon estaba templado y su respiración era regular. Raistlin volvió a tenderse en el suelo aliviado. Por lo menos, donde quiera que estuviese, no estaba solo.

¿Dónde se encontraba? Raistlin reconstruyó los últimos y terroríficos momentos. Recordaba que la viga se había partido y que Tanis había conseguido apartar a Laurana, evitando que el inmenso madero le cayera encima. Recordaba haber formulado un encantamiento con las pocas fuerzas que le quedaban. La magia recorrió su cuerpo, creando alrededor suyo —y de aquellos que se hallaban cerca de él—, una fuerza capaz de protegerlos de los objetos físicos. Recordó que Caramon se había acurrucado sobre él, y que el edificio había comenzado a derrumbarse a su alrededor, y una sensación de caída...

Caer...

Raistlin comprendió. Debemos haber atravesado el suelo y caído en la bodega de la posada. El mago se dio cuenta de que estaba empapado. Poniéndose en pie, comenzó a caminar a tientas hasta que finalmente encontró lo que buscaba —su bastón de mago—. El cristal no se había roto; lo único que podía dañar al bastón, que le había entregado Par-Salían en las torres de la Alta Hechicería, eran las llamas lanzadas por los dragones.

—Shirak —susurró Raistlin y el bastón se iluminó. Incorporándose, miró a su alrededor. Sí, estaba en lo cierto. Estaban en la bodega de la posada. El suelo estaba cubierto de vino y de botellas rotas. Los barriles de cerveza estaban partidos en pedazos.

El mago iluminó el suelo con la luz. Ahí estaban Tanis, Riverwind, Goldmoon y Tika, todos ellos acurrucados cerca de Caramon.

«Parece que están bien» pensó, echándoles un rápido vistazo.

Estaban rodeados de piedras y escombros. La viga había caído oblicuamente y tan sólo uno de los extremos reposaba sobre el suelo. Raistlin sonrió. Un buen trabajo, ese encantamiento. Una vez más le debían la vida.

«Si no perecemos a causa del frío», se recordó a sí mismo amargamente.

El cuerpo le temblaba tanto que apenas podía sostener su Bastón de Mago. Comenzó a toser. Aquello sería su muerte. Tenían que salir de allí.

—Tanis —llamó, acercándose al semielfo para despertarlo.

Tanis estaba tendido en el mismísimo centro del círculo protector de la magia de Raistlin. Farfulló algo y se movió. Raistlin le tocó de nuevo. El semielfo profirió un grito, cubriéndose instintivamente la cabeza con los brazos.

—Tanis, estás a salvo —susurró Raistlin entre toses —. Despierta.

—¿Qué? —Tanis se incorporó de golpe, quedándose sentado y mirando a su alrededor—. ¿Dónde...? —entonces recordó—. ¿Laurana?

—Se ha ido —Raistlin se encogió de hombros—. La libraste a tiempo del peligro...

—Sí... —murmuró Tanis, tendiéndose en el suelo de nuevo y te oí pronunciar unas palabras mágicas...

—Por eso no hemos muerto aplastados —Raistlin se recogió los faldones de la empapada túnica temblando, y se acercó más a Tanis, que miraba a su alrededor como si se hallase en otro planeta.

—¿En nombre de los Abismos, dónde...?

—Estamos en la bodega de la posada. El suelo cedió y caímos aquí.

Tanis alzó la mirada.

—¡Por todos los dioses! —murmuró horrorizado.

—Sí —dijo Raistlin siguiendo la mirada de Tanis —. Estamos enterrados en vida.

Poco a poco todos los compañeros fueron volviendo en sí, dándose cuenta de su situación. Esta no parecía muy esperanzadora. Goldmoon curó sus heridas, que no eran graves gracias al hechizo de Raistlin. Pero no tenían ni idea de cuánto tiempo habían estado inconscientes o de lo que estaría sucediendo en el exterior. Peor aún, no sabían cómo conseguirían salir de allí.

Caramon intentó cautelosamente mover algunas de las rocas que taponaban el techo, pero la estructura comenzó a crujir y a chirriar. Raistlin le recordó secamente a su hermano que no disponía de más energía para formular hechizos, y Tanis le dijo cansinamente al guerrero que lo olvidara. Se quedaron sentados mientras el nivel de agua del suelo continuaba subiendo.

Tal como Riverwind dijo, parecía ser cuestión de ver qué acababa con ellos primero: la falta de aire, la congelación hasta la muerte, que las ruinas cayeran sobre ellos, aplastándolos, o que el agua llegara a ahogarlos.

—Podríamos gritar pidiendo ayuda —sugirió Tika intentando hablar con firmeza.

—¿Y que nos rescaten los draconianos? —respondió bruscamente Raistlin.

Tika enrojeció y se frotó rápidamente los ojos con la mano. Caramon le lanzó una mirada de reproche a su hermano y rodeó a la muchacha con el brazo atrayéndola hacia sí. Raistlin los miró a ambos con desprecio.

—No se oye ningún ruido ahí arriba —dijo Tanis asombrado—. Creéis que los dragones y los ejércitos... —se detuvo, encontrándose con la mirada de Caramon; ambos asintieron lentamente al comprender.

—¿Qué? —preguntó Goldmoon mirándolos.

—Estamos tras las líneas enemigas —explicó Caramon—. Los ejércitos de draconianos ocupan la ciudad. Y probablemente todas las tierras en millas y millas a la redonda. No hay forma de escapar, y ningún sitio al que dirigirnos si conseguimos salir de aquí.

Los compañeros comenzaron a escuchar unos sonidos que parecían querer enfatizar las palabras del guerrero. Al aguzar el oído escucharon la forma gutural de hablar de los draconianos que habían llegado a conocer tan bien.

—Os digo que esto es una pérdida de tiempo —se quejó otra voz, que parecía la de un goblin, en el idioma común—. No puede haber nadie vivo entre estas ruinas.

—Cuéntale eso al Señor del Dragón, miserable comedor de perros —le reprendió el draconiano—. Estoy convencido que su señoría estará interesado en tu opinión. O, más bien su dragón será el que esté encantado. Ya conocéis las órdenes. Ahora, cavad.

Se oyeron arañazos y ruidos, el sonido de las piedras al ser apartadas. A través de las grietas comenzaron a caer riachuelos de polvo y suciedad. La enorme viga tembló ligeramente pero se sostuvo.

Los compañeros se miraron unos a otros, casi conteniendo la respiración, recordando todos ellos los extraños draconianos que habían atacado la posada. «Alguien nos está acechando», había dicho Raistlin.

—¿Qué es lo que buscamos entre estos cascajos? —croó un goblin en su idioma—. ¿Plata, joyas?

Tanis y Caramon, que hablaban un poco el idioma goblin, se esforzaban por escuchar lo que decían.

—¡Qué va! —dijo el primer goblin, el que había protestado por las órdenes—. Unos espías o algo así a los que quiere interrogar personalmente el Señor del Dragón.

—¿Aquí debajo?

—¡Eso es lo que he dicho —le espetó su compañero. El hombre-reptil dijo que los tenían apresados en la posada cuando el dragón atacó. Dijo que ninguno de ellos escapó, por tanto el Señor del Dragón imagina que deben seguir aquí. Si me lo preguntas a mí, creo que los dracos se equivocaron y nosotros tenemos que pagar sus faltas.

Los ruidos de gente cavando y el movimiento de rocas aumentaron, así como el sonido de las voces de los goblins, silenciadas de vez en cuando por una dura orden en la voz gutural de los draconianos.

«¡Debe haber, como mínimo, cincuenta de ellos allá arriba!», pensó Tanis aturdido.

Riverwind sacó su espada del agua y comenzó a secarla cuidadosamente. Caramon, con expresión sombría, soltó a Tika y buscó la suya. Tanis no tenía armas, por lo que Riverwind le pasó su daga. Tika también desenvainó la suya, pero Tanis negó con la cabeza. Iban a luchar prácticamente cuerpo a cuerpo y Tika necesitaba mucho espacio para manejar el arma. El semielfo miró a Raistlin interrogativamente.

El mago comprendió.

—Lo intentaré, Tanis, pero estoy muy fatigado. Muy fatigado. Y no puedo pensar, no puedo concentrarme —bajó la cabeza, temblando violentamente y haciendo inmensos esfuerzos por no toser.

«Un solo encantamiento acabaría con él si consiguiera formularlo. No obstante puede que tenga más suerte que el resto de nosotros. Por lo menos no lo apresarán vivo», pensó Tanis.

Los ruidos provenientes del exterior sonaban cada vez más altos. Los goblins eran trabajadores fuertes e incansables. Querían acabar rápido con la tarea, para poder continuar saqueando Tarsis. Los compañeros aguardaban en siniestro silencio. Comenzaron a caer sobre ellos cascajos, pedazos de roca y agua de lluvia, que se filtraban entre las, cada vez, más numerosas grietas. Apretaron las empuñaduras de sus armas. Podían ser descubiertos en cuestión de minutos.

Pero, de pronto, percibieron nuevos sonidos. Oyeron a los goblins chillar aterrorizados y a los draconianos gritándoles, ordenándoles que volvieran al trabajo. Escucharon los ruidos de los picos y las palas cayendo sobre las rocas, y luego las maldiciones de los draconianos intentando detener lo que aparentemente parecía una auténtica revuelta goblin a gran escala.

Y sobre el alboroto de los atemorizados goblins, sonó una elevada, clara y aguda llamada, contestada por otra más distante. Era como el grito de un águila cerniéndose sobre las praderas al anochecer. Pero en esta ocasión sonaba justo sobre sus cabezas.

Se oyó un alarido; esta vez de un draconiano. Después el sonido de algo desgarrándose, como si el cuerpo de la criatura estuviese siendo partido en dos. Más gritos, el repiqueteo del acero, otra llamada y otra respuesta, ésta última mucho más cercana.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó Caramon con los ojos abiertos de par en par—. No es un dragón. Suena como... ¡como una gigantesca ave de presa!

—¡Sea lo que sea, está destrozando en pedazos a los draconianos! —exclamó Goldmoon horrorizada. Súbitamente dejaron de oírse toda clase de ruidos, originándose un silencio angustioso. ¿Qué nuevo mal venía a sustituir al antiguo?

Después se oyó como rocas y piedras, cascajos y maderas eran levantados y arrojados a la calle. ¡Quien quiera que estuviese arriba estaba intentando llegar a ellos!

—Ha devorado a todos los draconianos —susurró Caramon ásperamente ¡y ahora viene por nosotros!

Tika palideció como un muerto, agarrándose al brazo de Caramon. Goldmoon dio un leve respingo e incluso Riverwind pareció perder su habitual compostura estoica, mirando hacia arriba con inquietud.

—Caramon —murmuró Raistlin temblando—. ¡Cállate!

Tanis se sintió inclinado a coincidir con el mago.

—Nos estamos asustando unos a otros por na... —comenzó a decir.

De pronto se oyó un estrepitoso sonido. Comenzaron a caer piedras, escombros y maderas a su alrededor. Todos corrieron a protegerse mientras una inmensa pata con garras atravesó las ruinas, reluciendo a la luz del bastón de Raistlin.

Buscando inútilmente refugio bajo las vigas rotas o bajo los barriles de cerveza, los compañeros contemplaron sobrecogidos cómo la gigantesca garra se libraba de los cascajos y se retiraba, dejando tras ella un amplio agujero.

Todo estaba en silencio. Durante unos minutos ninguno de los compañeros osó moverse. Pero nada rompía aquel silencio.

—Ésta es nuestra oportunidad —susurró Tanis —. Caramon, echa un vistazo a ver que hay ahí arriba.

Pero el inmenso guerrero ya había comenzado a salir de su escondite, avanzando como podía por el suelo cubierto de cascotes y pedruscos. Riverwind lo siguió con la espada desenvainada.

—No hay nadie —dijo Caramon asombrado al mirar arriba.

Tanis, sintiéndose desnudo sin su espada, se acercó al boquete abierto en el techo y alzó la mirada. En ese preciso instante, ante su sorpresa, una oscura figura apareció ante ellos, perfilándose contra el ardiente cielo. Tras la figura se alzaba una inmensa bestia. Entrevieron la cabeza de una gigantesca águila cuyos ojos relucían a la luz de las llamas y cuyo pico curvo brillaba rojizo por el fuego.

Los compañeros retrocedieron, pero el personaje, obviamente, ya los había visto. Dio un paso adelante. Riverwind recordó, demasiado tarde, su arco. Caramon sujetó a Tika firmemente con una mano, mientras sostenía su espada con la otra.

El personaje, no obstante, se arrodilló lentamente cerca del borde del agujero, procurando no pisar las piedras flojas, y se sacó la capucha que cubría su cabeza.

—Nos encontramos de nuevo, Tanis Semielfo —dijo una voz tan pura, fría y distante como las estrellas.

8 Escapada de Tarsis. La historia de los Orbes de los Dragones.

Los dragones batían sus alas coriáceas sobre la consumida ciudad de Tarsis, mientras los ejércitos de draconianos invadían sus calles para tomar posesión de ella. El trabajo de los dragones había concluido. El Señor del Dragón pronto los llamaría de vuelta, manteniéndolos alerta para el próximo ataque. Pero de momento podían relajarse, elevarse sobre las calientes corrientes de aire que ascendían de la ardiente ciudad y disparar a los pocos humanos suficientemente locos para abandonar sus escondites. Los dragones rojos fluctuaban en el cielo, manteniendo el vuelo de formación, planeando y zambulléndose en una rotante danza de muerte.

En esos momentos no existía en Krynn poder alguno capaz de detenerlos. Ellos lo sabían, y se complacían en su victoria. Pero, de vez en cuando, sucedía algo que interrumpía su danza. Por ejemplo, uno de los jefes de vuelo, un joven dragón macho, recibió noticia de una lucha entablada cerca de las ruinas de una posada. Dirigió su vuelo hacia ese lugar, murmurando para sí sobre la ineficacia de los comandantes de tropa. No obstante, ¿qué se podía esperar cuando el Señor del Dragón era un goblin engreído sin suficiente coraje para contemplar la toma de una débil ciudad como Tarsis?

El macho rojo suspiró, recordando aquellos días de gloria en que Verminaard los había conducido personalmente, montado sobre el lomo de Pyros. ¡Él sí que había sido un Señor! El dragón sacudió la cabeza con melancolía, ahí estaba la revuelta. Podía divisar a los contendientes con claridad. Ordenando a su escuadrilla que mantuviese el vuelo, se lanzó hacia abajo para examinarlos mejor.

—¡Detente! ¡Te lo ordeno!

Atónito, el dragón rojo se detuvo y alzó la mirada. La voz era firme y clara, y venía de uno de los Señores del Dragón. ¡Pero, desde luego, no se trataba de Toede! Este Gran Señor, a pesar de llevar una pesada capa y de ir ataviado con la reluciente máscara y la armadura de escamas de dragón de los Grandes Señores, era humano —a juzgar por la voz era imposible que fuera un goblin—. ¿Pero de dónde había salido? ¿Y por qué? Además, para su sorpresa, el dragón rojo vio que el Señor del Dragón montaba un inmenso dragón azul y mandaba varios escuadrones de azules.

—¿ Qué se os ofrece, Señor? —preguntó el Rojo ceñudo—. ¿Y con qué derecho nos detenéis, vos que no tenéis nada que hacer en esta parte de Krynn?

—El destino de la humanidad me incumbe, ya sea en esta parte de Krynn o en otra —respondió el Señor del Dragón—. Y el poder que me otorga mi destreza con la espada me da todo el derecho a deteneros, valiente dragón rojo. Respecto a qué se me ofrece, quiero que capturéis a esos desgraciados humanos, no que los matéis. Se les busca para interrogarles. Traédmelos a mí. Seréis recompensado.

—¡Mirad! —gritó un joven dragón hembra rojo—. ¡Grifos!

El Señor del Dragón lanzó una exclamación de sorpresa y disgusto. Los dragones bajaron la mirada y divisaron tres grifos entre las nubes de humo. A pesar de ser la mitad de grandes que los dragones rojos, los grifos eran conocidos por su ferocidad. Las tropas de draconianos se dispersaron como cenizas al viento ante las criaturas, quienes, con sus afiladas garras y sus magníficos picos, desgarraban las cabezas de aquellos desafortunados hombres-reptil que se cruzaban en su camino.

El joven macho rojo gruñó de furia y se dispuso a descender con su escuadrilla, pero el Señor del Dragón se interpuso en su camino, obligándole a detenerse.

—¡Os digo que no debéis matarles!

—¡Pero están escapando!

—Déjalos —dijo fríamente el Señor del Dragón—. No irán lejos. Te relevo de tu responsabilidad en este asunto. Regresa con tu escuadrilla. Y si ese idiota de Toede mencionara algo, dile que el secreto de cómo perdió la Vara de Cristal Azul no murió con Verminaard. El recuerdo de Fewmaster Toede sigue vivo en mi mente ¡Y será dado a conocer si osa desafiarme!

El Señor del Dragón saludó e hizo girar al inmenso dragón que montaba para volar rápidamente tras los grifos, cuya tremenda velocidad les había permitido avanzar con sus jinetes más allá de las murallas de la ciudad. Los dragones rojos contemplaron desaparecer a los azules en los cielos nocturnos.

—¿No crees que también nosotros deberíamos perseguirlos? —preguntó la joven dragón hembra.

—No —respondió pensativamente el macho, siguiendo con la mirada la figura del Gran Señor que empequeñecía en la distancia —. ¡No pienso cruzarme en su camino!


—Tu agradecimiento no es necesario, ni siquiera deseado. —Alhana Starbreeze interrumpió las vacilantes y fatigadas palabras de Tanis.

Los compañeros cabalgaban bajo la fustigante lluvia sobre el lomo de los tres grifos, agarrándose a sus plumosos cuellos, mirando aprensivamente abajo, hacia la agonizante ciudad que quedaba cada vez más lejos.

—Y puede que no desees formularlo cuando oigas lo que tengo que decirte —declaró fríamente Alhana, volviendo la cabeza hacia Tanis, quien cabalgaba tras ella—. Os rescaté para mis propios fines. Necesito guerreros que me ayuden a encontrar a mi padre. Volamos hacia Silvanesti.

—¡Pero eso es imposible! ¡Debemos encontrar a nuestros amigos! Volemos hacia las colinas. No podemos ir a Silvanesti, Alhana. ¡Hay demasiado en juego! La única oportunidad que tenemos de destruir a esos repugnantes monstruos y de finalizar la guerra es encontrar los Orbes de los Dragones. Entonces podremos ir a Silvanesti...

—Vamos a ir a Silvanesti ahora. Tu opinión no pesa en absoluto, semielfo. Mis grifos obedecen mis órdenes y sólo las mías. Si se lo mandara, podrían destrozarte, como hicieron con esos draconianos.

—Algún día los elfos despertarán y se darán cuenta de que son miembros de una vasta familia —dijo Tanis con la voz temblorosa por la ira—. No pueden ser tratados por más tiempo como un niño mimado al que se le da todo mientras los demás esperamos las migajas.

—Los dones que recibimos de los dioses nos los hemos ganado. Vosotros, humanos y semihumanos —el tono de sus palabras era más hiriente que el acero— recibisteis esos mismos dones pero con vuestra ambición los echasteis a perder. Nosotros somos capaces de luchar por nuestra supervivencia sin vuestra ayuda.

—¡Ahora, en cambio, pareces bastante deseosa de aceptar nuestro auxilio!

—Por lo cual seréis bien recompensados.

—No hay suficiente acero ni joyas en Silvanesti para pagarnos...

—Buscáis los Orbes de los Dragones —le interrumpió Alhana—. Sé donde está uno de ellos. En Silvanesti.

Tanis parpadeó. Durante un instante no supo qué decir, pues la mención de los Orbe de los Dragones le había hecho pensar en su amigo.

—¿Dónde está Sturm? —le preguntó a Alhana—. La última vez que le vi estaba contigo.

—No lo sé. Nos separamos. El iba a la posada, a buscaros. Yo llamé a mis grifos.

—Si necesitabas guerreros, ¿por qué no le permitiste acompañarte a Silvanesti?

—Ese no es asunto tuyo.

Tanis no respondió, demasiado agotado para pensar con claridad. Entonces escuchó que alguien le gritaba unas palabras que apenas podía oír debido al estruendoso batir de las poderosas alas de los grifos.

Se trataba de Caramon. El guerrero gritaba y señalaba tras él.

«¿Qué ocurrirá ahora?», pensó fatigosamente Tanis.

Habían dejado atrás el humo y las tormentosas nubes que cubrían Tarsis, y volaban en el nítido cielo nocturno. Sobre ellos relucían las estrellas, cuyos centelleantes rayos resplandecían como diamantes, lo que hacía resaltar todavía más los negros agujeros dejados por las dos constelaciones desaparecidas. Lunitari y Solinari se habían puesto, pero Tanis no necesitaba su luz para reconocer las oscuras sombras que impedían ver las fúlgidas estrellas.

—Dragones —le comunicó a Alhana—. Nos están siguiendo.


Tanis nunca pudo recordar claramente aquella terrorífica huida de Tarsis. Soplaba un viento tan frío y cortante que la idea de morir abrasado por el flamígero aliento de los dragones, resultaba casi atractiva. Fueron horas de pánico en las que, al volver la vista atrás veían ganar terreno a aquellas oscuras formas. Era una obsesión. No podían dejar de mirarlas a pesar de que el intenso viento les hacía llorar y sus lágrimas se helaban en el acto al resbalar por sus mejillas. Se detuvieron de madrugada, destrozados de temor y de fatiga, para refugiarse a descansar en la gruta de un pedregoso acantilado. Cuando despertaron al amanecer, volvieron a surcar los aires de nuevo, descubrieron que las oscuras y aladas siluetas todavía los seguían.

Pocas criaturas vivientes pueden adelantar en el vuelo al grifo de alas de águila. Pero los dragones —los dragones azules, los primeros que habían visto nunca—, se mantuvieron siempre en el horizonte, siempre tras ellos, evitando que pudieran reposar durante el día, obligándolos a ocultarse durante la noche para que los agotados grifos pudiesen descansar. Había poca comida, sólo el quith-pah —un tipo de frutos secos, rico en hierro, que mantiene la resistencia física pero que mitiga poco el hambre. Alhana lo compartió con ellos. Pero hasta el mismísimo Caramon estaba demasiado agotado y desanimado para comer.

Lo único que Tanis recordaba vivamente había ocurrido durante la segunda noche del viaje. El pequeño grupo se hallaba acurrucado alrededor del fuego en una húmeda y lóbrega gruta, y Tanis les estaba relatando el descubrimiento del kender en la biblioteca de Tarsis. Al mencionar los Orbes de los Dragones, los ojos de Raistlin centellearon y su huesudo rostro se iluminó intensamente.

—¿Orbes de Dragones? —repitió en voz baja.

—Pensé que quizás sabrías algo sobre ellos —dijo Tanis —. ¿Qué son?

Raistlin no respondió inmediatamente. Envuelto en su propia capa y en la de su hermano, se hallaba a muy poca distancia del fuego y, sin embargo, temblaba de frío. Los dorados ojos del mago contemplaron a Alhana, quien se hallaba sentada a cierta distancia del grupo, dignándose compartir la cueva, pero no la conversación. No obstante, ahora parecía haber ladeado la cabeza para atender a lo que se decía.

—Dijiste que uno de los Orbes de los Dragones estaba en Silvanesti —susurró el mago mirando a Tanis —. Seguramente no es a mí a quien corresponde preguntar.

—Sé poco sobre él—dijo Alhana, volviendo su pálido rostro hacia el fuego—. Lo conservamos como una reliquia de tiempos pasados, como algo curioso. ¿A quién se le hubiera ocurrido pensar que los humanos provocarían el regreso de los dragones a Krynn?

Antes de que Raistlin pudiera responder, Riverwind habló con furia.

—¡No tienes ninguna prueba de que hayan sido los humanos!

Alhana lanzó al bárbaro una mirada imperativa. Ni siquiera se dignó contestarle, considerando que discutir con un bárbaro significaba rebajarse.

Tanis suspiró. A Riverwind le resultaba difícil confiar en los elfos. Le había costado tiempo fiarse de Tanis, y mucho más aún confiar en Gilthanas y Laurana. Ahora, cuando Riverwind parecía comenzar a superar esos heredados prejuicios, Alhana, con los mismos criterios, le infligía nuevas heridas.

—Bien, Raistlin —dijo Tanis serenamente—, cuéntanos lo que sepas sobre los Orbes de los Dragones.

—Trae mi bebida, Caramon —ordenó el mago. El guerrero le trajo una taza de agua caliente en la que Raistlin echó unas hierbas. Un olor acre y extraño llenó la cueva. Tras probar la pócima, el mago siguió hablando—. Durante la Era de los Sueños, cuando los de mi Orden eran respetados y reverenciados en todo Krynn, había cinco Torres de la Alta Hechicería.

Al mago le falló la voz, como si a su mente acudiesen recuerdos penosos. Su hermano estaba sentado con la mirada fija en el suelo y el semblante severo. Tanis, viendo una sombra cernirse sobre los gemelos, se preguntó, una vez más, qué habría ocurrido en las torres de la Alta Hechicería para cambiar drásticamente sus vidas. Sabía que era inútil preguntar. A ambos se les había prohibido hablar de ello.

Antes de seguir adelante, Raistlin hizo una pausa y respiró hondamente.

—Cuando sobrevino la Segunda Guerra de los Dragones, los superiores de mi orden se reunieron en la mayor de las torres —la torre de Palanthas—, y crearon los Orbes de los Dragones.

Súbitamente los ojos de Raistlin se desorbitaron, su voz susurrante cesó durante un momento y cuando volvió a hablar, fue como si contara algo que su mente estuviese reviviendo. Su voz no era la misma, sonaba más fuerte, más profunda, más clara. Ya no tosía. Caramon lo miró asombrado.

«Los primeros en entrar en la sala de lo alto de la torre fueron los de la orden de la Túnica Blanca, cuando la luna plateada, Solinari, comenzó a elevarse en el cielo. Luego, cuando ascendió Lunitari, sangrante, llegaron los de la Túnica Roja. Finalmente la negra esfera, Nutari, una mancha oscura entre las estrellas, pudo ser vista por aquellos que la buscaron, y los de la Túnica Negra entraron en la habitación.»

«Fue un momento histórico excepcional, en el que la enemistad existente entre las diferentes órdenes fue suprimida. Sólo volvería a repetirse algo semejante una vez más, cuando los magos volvieron a reunirse con ocasión de las Batallas Perdidas, aunque eso no podía preverse entonces. Lo único que sabían era que debían acabar con el mal existente, pues comprendían que uno de los objetivos de aquella fuerza maligna era destruir toda la magia del mundo a parte de la suya propia. Varios de los Túnicas Negras estuvieron a punto de aliarse con ese inmenso poder—Tanis vio que los ojos de Raistlin centelleaban—, pero pronto se dieron cuenta de que no serían maestros, sino esclavos. Y así, una noche en que las tres lunas estaban llenas, nacieron los Orbes de los Dragones.»

—¿Tres lunas? —preguntó Tanis extrañado, pero Raistlin no lo oyó y continuó hablando con aquella voz que no era la suya.

«Aquella noche reinó una magia grande y poderosa, tan poderosa que muchos de los hechiceros acabaron desplomándose inconscientes al haber agotado su resistencia física y mental. Pero a la mañana siguiente había cinco Orbes de Dragones, cada uno de ellos sobre un pedestal, reluciendo ante la luz y oscureciendo con las sombras. Sólo dejaron uno en Palanthas, los otros cuatro fueron transportados con gran peligro al resto de las torres. Desde allí ayudarían a liberar al mundo de la Reina de la Oscuridad.»

La mirada febril de Raistlin desapareció, sus hombros cayeron con fatiga, su voz se hundió, y comenzó a toser intensamente. Los demás lo observaban asombrados.

Un momento después Tanis se aclaró la garganta.

—¿Qué es eso de tres lunas?

Raistlin alzó la mirada con esfuerzo.

—¿Tres lunas? —susurró —. No sé nada de tres lunas. ¿Qué estábamos discutiendo?

—Los Orbes de los Dragones. Nos contaste cómo habían sido creados. ¿Cómo es que tú...? —Tanis calló al ver que Raistlin se tendía en su jergón de hojas.

—No os he contado nada —dijo Raistlin irritado—. ¿De qué estás hablando?

Tanis miró a los demás. Riverwind sacudió la cabeza. Caramon se mordió el labio y retiró la mirada con una mueca de preocupación.

—Hablábamos de los Orbes de los Dragones —indicó Goldmoon—. Ibas a contamos lo que sabes sobre ellos.

—No sé mucho. Los Orbes fueron creados por los grandes magos. Sólo podían ser utilizados por los miembros más poderosos de la orden. Se decía que a aquellos cuya magia no fuera muy poderosa y quisieran manejarlos, les acontecería una gran catástrofe. A parte de esto, no sé nada más. Todo lo que se conocía sobre ellos dejó de saberse tras las Batallas Perdidas. Se dijo que dos fueron destruidos en la caída de las Torres de la Alta Hechicería, destrozados antes de que cayeran en manos del populacho. El conocimiento sobre los tres restantes murió con los antiguos hechiceros. —Raistlin dejó de hablar y tendiéndose de nuevo sobre el jergón, se quedó dormido.

—Las Batallas Perdidas... tres lunas, Raistlin hablando con una voz extraña. Nada de esto tiene sentido —murmuró Tanis.

—¡Y yo no me creo nada!—exclamó Riverwind con frialdad. Sacudiendo la manta de pieles, se dispuso a tenderse para dormir.

Cuando Tanis se disponía a seguir su ejemplo, vio a Alhana deslizarse entre las sombras de la gruta en dirección a Raistlin. La Princesa elfa contempló al mago dormido y se retorció las manos, nerviosa.

—¡Aquéllos cuya magia no fuera muy poderosa! —susurró temblorosa—. ¡Mi padre!

Tanis la miró, comprendiendo súbitamente.

—No pensarás que tu padre intentará manejar el Orbe.

—Me temo que sí. Dijo que él solo conseguiría luchar contra el mal y alejarlo de nuestras tierras. Seguro que se refería... —rápidamente se arrodilló junto a Raistlin y ordeno con ojos centelleantes: —¡Despertadlo! ¡Debo saberlo! ¡Despertadlo y hacerle decir de qué catástrofe se trata!

Caramon tiró de ella amablemente pero con firmeza. Alhana se lo quedó mirando con su bello rostro alterado por la rabia y el temor, por un instante pareció dispuesta a golpearlo, pero Tanis avanzó hacia ella y le tomó la mano.

—Princesa Alhana —dijo serenamente—, despertarlo no servirá de nada. Nos ha dicho todo lo que sabe. Por lo que se refiere a la otra voz, es evidente que no recuerda nada de lo que ha dicho.

—Esto le ha sucedido a Raistlin en otras ocasiones —comentó Caramon en voz baja—, como si se convirtiera en otra persona. Pero siempre le deja exhausto y nunca recuerda nada.

Alhana retiró la mano que Tanis le había asido, y su rostro volvió a recuperar la fría y pura inmovilidad del mármol. Volviéndose, caminó hasta la entrada de la caverna. Agarrando la manta que Riverwind había colocado para ocultar la luz del fuego, casi la arrancó de cuajo al apartarla a un lado para salir de la gruta.

—Yo haré la primera guardia —le dijo Tanis a Caramon—. Será mejor que duermas un poco.

—Me quedaré un rato con Raistlin —respondió el guerrero extendiendo su jergón junto a su frágil gemelo. Tanis siguió a Alhana al exterior.

Los grifos dormían ruidosamente, con las cabezas ocultas bajo las suaves plumas de sus cuellos y con las garrudas patas anteriores asidas firmemente al borde del peñasco. El semielfo durante unos segundos no consiguió localizar a Alhana en la oscuridad, luego la vio inclinada sobre una inmensa roca, con el rostro oculto entre las manos, sollozando amargamente.

La orgullosa mujer de Silvanesti nunca perdonaría verse sorprendida en un instante tan débil y vulnerable, por lo que Tanis volvió a correr la manta y permaneció en la caverna.

—¡Yo haré la guardia! —volvió a gritar antes de salir afuera de nuevo. Al alzar la manta vio a Alhana incorporarse y limpiarse el rostro rápidamente con la mano. La elfa se giró de espaldas y Tanis avanzó lentamente hacia ella, dándole tiempo a recomponerse.

—El ambiente de la cueva era sofocante —murmuró Alhana—. No podía soportarlo, tuve que salir afuera a respirar aire puro.

—Voy a hacer la primera guardia. Pareces temerosa de que tu padre haya intentado utilizar el Orbe de los Dragones. Seguramente debía conocer su historia. Si recuerdo lo que sabía de los tuyos, tu padre practicaba la magia.

—Sabía de dónde provenía el Orbe —respondió Alhana con voz temblorosa antes de recuperar la serenidad—. El joven mago tenía razón cuando habló de las Batallas Perdidas y de la destrucción de las torres. Pero se equivocó cuando dijo que los otros tres Orbes se perdieron. Uno fue llevado a Silvanesti por mi padre.

—¿Qué fueron las Batallas Perdidas? —preguntó Tanis apoyándose en unas rocas cerca de Alhana.

—¿Es que en Qualinost no se os enseña la tradición popular? —profirió la elfa mirando a Tanis con desprecio —. ¡En qué bárbaros os habéis convertido desde que os mezcláis con los humanos!

—Digamos que el error es mío, que no le presté demasiada atención al maestro que nos lo enseñaba.

Alhana lo miró fijamente, captando sarcasmo en su respuesta. Al ver su expresión seria y como no deseaba que la dejaran sola, decidió responder a su pregunta.

«Durante la Era del Poder, al acumular Istar cada vez más glorias, el Sumo Sacerdote y sus clérigos se volvieron cada vez más celosos del poder de los hechiceros. Los clérigos opinaban que el mundo ya no necesitaba de la magia, sin lugar a dudas la temían, pues era algo que no podían controlar. A los propios magos, a pesar de ser respetados, nunca se les tenía plena confianza, ni siquiera a los que vestían la túnica blanca. Para los clérigos resultó muy sencillo volver a la muchedumbre contra ellos. Cuando los tiempos se tomaron cada vez más malignos, los clérigos culparon de ello a los hechiceros. Las torres de la Alta Hechicería, donde los magos deben pasar sus últimas y agotadoras pruebas, eran los lugares donde reposaba el poder de los magos. Pronto se convirtieron enlas dianas más codiciadas. La muchedumbre las atacó, y fue como dijo tu joven amigo: sólo por segunda vez en su historia, los magos de las diversas órdenes se unieron para defender los últimos baluartes de su fuerza.»

—¿Pero cómo pudieron ser derrotados? —preguntó Tanis incrédulo.

—¿Cómo puedes hacer esta pregunta sabiendo lo que sabes de tu joven amigo? Es poderoso, pero debe descansar. Incluso los más fuertes deben disponer de tiempo para renovar sus encantamientos, para memorizarlos de nuevo. Incluso los más ancianos hechiceros cuyo poder no ha vuelto a ser visto en Krynn debían dormir y emplear horas en leer y releer los libros de encantamientos. Y también entonces, como ahora, había pocos magos. Pocos osan presentarse a las pruebas de las torres de la Alta Hechicería sabiendo que fallar en ellas significa la muerte.

—¿Fallar significa la muerte?

—Sí. Tu amigo fue muy valiente al pasar la Prueba tan joven. Muy valiente, o muy ambicioso. ¿Nunca te lo dijo?

—No. Nunca habla de ello. Pero continúa...

«Cuando fue obvio que era imposible ganar la batalla, los propios hechiceros destruyeron dos de las torres. Las explosiones asolaron las tierras a varias millas a la redonda. Sólo quedaron en pie tres: la de Istar, la de Palanthas y la de Wayreth. Pero la terrible destrucción de las otras dos asustó tanto al Sumo Sacerdote, que éste aseguró a los magos de las torres de Istar y Palanthas que saldrían ilesos de las dos ciudades si abandonaban pacíficamente las torres, ya que el Sumo Sacerdote sabía que los hechiceros tenían poder suficiente para destruir ambas urbes.»

Tanis escuchaba atentamente el apasionante relato de Alhana.

«Y así los magos viajaron a la única torre que nunca había sido amenazada, la torre de Wayreth en las montañas Kharolis. Llegaron a Wayreth para curar sus heridas y para nutrir la pequeña chispa de magia que quedaba en el mundo. Los libros de encantamientos que no pudieron llevar con ellos —ya que su número era vasto y a muchos les fue realizado un encantamiento de protección —fueron entregados a la gran biblioteca de Palanthas y, de acuerdo con el saber de mi pueblo, aún están allí.»

Solinari ascendía en el cielo, y sus rayos iluminaban a su hija con una belleza que a Tanis le cortaba la respiración, a pesar de que su frialdad le atravesaba el corazón.

—¿Qué sabes a cerca de una tercera luna? —le preguntó contemplando el cielo nocturno estremecido—. La luna negra...

—Poco. Los hechiceros obtienen su poder de las lunas: los Túnicas Blancas de Solinari, los Túnicas Rojas de Lunitari. De acuerdo con la tradición, existe una luna que otorga a los Túnicas Negras su poder, pero sólo ellos conocen su nombre o cómo encontrarla en el cielo.

«Raistlin conocía el nombre, o por lo menos esa otra voz lo sabía. Pero prefirió no decirlo en voz alta», pensó Tanis.

—¿Cómo consiguió tu padre el Orbe de los Dragones?

—Mi padre, Lorac, era un aprendiz de mago. Viajó a la torre de la Alta Hechicería de Istar para la Prueba, que pasó, y a la cual sobrevivió. Fue allí donde vio por vez primera el Orbe de los Dragones —Alhana guardó silencio durante un instante—. Voy a explicarte algo que nunca he dicho a nadie, y que él sólo me lo contó a mí. Te lo digo porque tienes derecho a saber qué puede suceder.

«Durante la Prueba, el Orbe... —la elfa tuvo un segundo de duda, pareciendo buscar las palabras correctas le habló, habló a su mente. Temía que estuviera aproximándose una terrible calamidad. "No debes dejarme aquí en Istar. Si así lo hicieras, yo perecería y el mundo estaría perdido", le dijo. Mi padre... supongo que podría decirse que robó el Orbe, a pesar de que él sintió que lo estaba rescatando.

«La torre de Istar fue abandonada. El Sumo Sacerdote se instaló allí y la utilizó para sus propios fines. Finalmente los magos también dejaron la torre de Palanthas —Alhana se estremeció—. La historia de esa torre es terrorífica. El regente de Palanthas, un discípulo del Sumo Sacerdote, llegó a la Torre para sellar sus puertas, por lo menos eso es lo que dijo. Pero todos pudieron ver su mirada centelleante y ambiciosa al contemplar la bella torre. Además, la leyenda de las maravillas que ésta contenía —tanto buenas como malas—, se había extendido por todo el lugar.

«El Hechicero de los Túnicas Blancas empujó las esbeltas puertas de oro de la torre y las cerró con una llave de plata. El regente ya había extendido la mano, ansioso de poseer esa llave, cuando uno de los Túnicas Negras apareció en una de las ventanas de los pisos superiores. "Hasta el día en que el maestro del pasado y del presente regrese con su poder, estas puertas permanecerán cerradas y las salas vacías", gritó. Tras decir esto, el demoníaco mago se lanzó al vacío, arrojándose a las verjas de la torre. Antes de ser atravesado por los barrotes, formuló sobre la torre un encantamiento. Su sangre salpicó la tierra y las verjas de oro y plata se retorcieron y consumieron, volviéndose negras. La reluciente torre blanca y roja, se tornó gris como la piedra y sus negros minaretes se deshicieron en pedazos.

«El regente y los suyos huyeron aterrorizados. Hasta hoy, nadie ha osado entrar de nuevo en la torre de Palanthas, ni siquiera acercarse a sus verjas. Tras la maldición de la torre mi padre llevó el Orbe de los Dragones a Silvanesti.»

—Pero seguramente antes de llevárselo, tu padre debía saber algo sobre él—insistió Tanis —. Cómo utilizarlo...

—Si así era, no habló de ello, pues eso es todo lo que sé. Ahora debo descansar. Buenas noches —le dijo a Tanis sin siquiera mirarle.

—Buenas noches, princesa Alhana —dijo Tanis amablemente—. Intenta descansar esta noche y no te preocupes. Tu padre es sabio y ha pasado por experiencias difíciles. Estoy seguro de que todo irá bien.

Alhana, que había comenzado a andar hacia la gruta dando la conversación por terminada, al oír aquel tono de simpatía en la voz de Tanis, vaciló.

—Aunque pasara la prueba —dijo en voz tan baja que Tanis tuvo que acercarse más a ella para oírla—, su magia no era tan poderosa como la de tu joven amigo. Y si creía que el Orbe era nuestra única esperanza, temo que...

—Los enanos tienen un dicho —Tanis, sintiendo que la barrera que había entre ellos se había roto, posó su brazo sobre los hombros de la elfa y la atrajo hacia sí—. El que se preocupa sin motivo deberá pagarlo con su pena. No te preocupes, nosotros estamos contigo.

Alhana no respondió. Dejó que la reconfortara durante un instante y luego, apartándose de Tanis, caminó hacia la caverna. Antes de llegar a ella volvió la mirada.

—Estás preocupado por tus amigos —le dijo—. No lo estés. Escaparon de la ciudad y se hallan a salvo. Aunque el kender estuvo a punto de morir, sobrevivió, y ahora viajan hacia el Muro de Hielo en busca de otro de los Orbes de los Dragones.

—¿Cómo lo sabes? —Tanis dio un respingo.

—Te he dicho todo lo que podía —Alhana negó con la cabeza.

—¡Alhana! ¿Cómo lo sabes? —insistió Tanis.

Las pálidas mejillas de la elfa se tiñeron de rosa.

—Yo... yo le... le di al caballero una joya Estrella. Él no conoce su poder, desde luego, ni cómo utilizarla. Ni siquiera sé por qué se la di, aunque...

—Aunque, ¿qué? —preguntó Tanis casi sin poder dar crédito a sus oídos.

—Fue tan galante, tan valiente. Arriesgó su vida por salvarme, y ni siquiera sabía quién era yo. Me ayudó porque estaba en apuros. Y... —sus ojos brillaron—, y lloró cuando los dragones mataron a toda esa gente. Nunca antes había visto llorar a un adulto. Cuando los dragones nos hicieron abandonar nuestro antiguo hogar, ninguno de nosotros lloró. Creo que tal vez hayamos olvidado cómo hacerlo...

Entonces, pensando tal vez que había hablado demasiado, corrió rápidamente la manta que cubría la entrada de la cueva y desapareció en el interior.

—¡En nombre de los dioses! —suspiró Tanis —. ¡Una joya Estrella! ¡Qué extraño e inestimable regalo!

Era un regalo que intercambiaban los amantes elfos que se veían obligados a separarse; la joya creaba un lazo entre sus almas. Así unidos, compartían las emociones más íntimas del amado y podían proporcionarse apoyo el uno al otro en momentos de necesidad. Pero en su larga vida, Tanis nunca había oído hablar de una joya Estrella entregada a un humano. ¿Qué tipo de efecto tendría sobre éste? Y Alhana... nunca podría amar a un humano, o corresponder a su amor. Debía tratarse de una pasión ciega. Había estado asustada, sola. No, aquello sólo podía acabar en desgracia, a menos que algo cambiara radicalmente entre los elfos o en la propia Alhana.

Aunque Tanis sintió alivio en el corazón al saber que Laurana y los otros estaban a salvo, sintió pena y temor por Sturm.

9 Silvanesti. Entrada en un sueño.

El tercer día prosiguieron viaje en dirección al este, después de otro frugal desayuno. Aparentemente habían conseguido despistar a los dragones, a pesar de que a Tika, al mirar atrás, le pareció ver unas manchas negras en el horizonte. Esa misma tarde, cuando se ponía el sol, divisaron el río llamado Thon-Thalas —río del Señor—, que dividía a Silvanesti del mundo exterior.

Tanis había oído hablar en numerosas ocasiones de la maravillosa belleza del antiguo hogar de los elfos. De todas formas, los elfos de Qualinesti hablaban de ello sin añoranza, ya que no echaban de menos las excelencias dejadas en Silvanesti, pues éstas se habían convertido en símbolo de las diferencias existentes entre las distintas familias de elfos.

Los elfos de Qualinesti vivían en armonía con la naturaleza, desarrollando y realzando su belleza. Habían edificado las casas entre los álamos, adornando mágicamente sus troncos con oro y plata. Las viviendas estaban construidas en reluciente cuarzo rosa, e invitaban a la naturaleza a convivir con ellos.

En cambio, los elfos de Silvanesti amaban la exclusividad y variedad de cada objeto. Al no encontrar esa exclusividad en la naturaleza, la reformaban, amoldándola a su ideal. Disponían de tiempo y paciencia pues ¿qué podían significar unos pocos siglos para los elfos, cuyas vidas duraban cientos de años? Por tanto rehacían bosques enteros, podando y cavando, haciendo crecer árboles y flores, formando maravillosos jardines de extraordinaria belleza.

No «construían» viviendas, sino que labraban y horadaban las inmensas rocas de mármol que había en sus tierras, dándoles formas tan extrañas y maravillosas quedurante la era anterior a la separación de las razas los enanos artesanos hacían viajes de miles de millas para contemplarlas. Una vez allí lo único que los enanos podían hacer era emocionarse ante belleza tan singular. Se decía incluso que un humano, que paseara por los jardines de Silvanesti, nunca sería capaz de marchar, y se quedaría allí para siempre, embelesado, capturado en un bello sueño.

Desde luego Tanis sabía todo aquello tan sólo a través de la leyenda, pues desde las guerras de Kinslayer, ninguno de los elfos de Qualinesti había pisado su antiguo hogar. A los humanos se les había prohibido la entrada cien años antes de tales guerras —o por lo menos eso decía la tradición.

—¿Qué hay de cierto en las leyendas que hablan sobre humanos atrapados por la belleza de Silvanesti, incapaces de marchar? —le preguntó Tanis a Alhana mientras sobrevolaban un bosque de álamos montados sobre los grifos—. ¿Será bueno que mis amigos entren en estas tierras?

—Sabía que los humanos eran débiles, pero no tanto. Es cierto que no vienen a Silvanesti, pero eso es porque los mantenemos alejados. Desde luego no quisiéramos tener que convivir con ninguno de ellos. Si creyera en la posibilidad de que sucediera algo así, nunca os dejaría entrar en mis tierras.

—¿Ni siquiera a Sturm? —preguntó Tanis con malicia, resentido por el tono punzante empleado por la elfa.

Pero no se hallaba preparado para la respuesta. Alhana se volvió para mirarle, girando tan bruscamente la cabeza que su larga melena negra azotó a Tanis. El rostro de la elfa estaba pálido por la ira, tanto que parecía translúcido, y Tanis podía incluso ver latir las venas bajo su piel.

—¡No vuelvas a hablarme de este asunto en la vida! ¡Nunca vuelvas a nombrarle!

—Pero, ayer noche...

—Ayer noche nunca existió. Me sentía débil, cansada, asustada. Tal como estaba cuando... cuando conocí a Stu... al caballero. Me arrepiento de haberte hablado de él. Me arrepiento de haberte hablado de la joya Estrella.

—¿También te arrepientes de habérsela dado a él?

—Me arrepiento del día en que pisé Tarsis —dijo Alhana en voz baja y apasionada—.

¡Ojalá nunca hubiera estado allá! ¡Nunca! —volvió la cabeza bruscamente, dejando a Tanis envuelto en oscuros pensamientos.

Los compañeros acababan de alcanzar el río y podían ya divisar la alta torre de las Estrellas, reluciendo como una hilera de perlas a la luz del sol, cuando los grifos detuvieron súbitamente su vuelo. Tanis miró al frente y no vio ninguna señal de peligro, pero los grifos continuaron descendiendo a gran velocidad.

Desde luego costaba creer que Silvanesti hubiera sido atacado. No se veían las delgadas columnas de humo de las fogatas de los numerosos campamentos que habría, si los draconianos ocuparan el lugar. Las tierras no estaban chamuscadas ni ennegrecidas. Las verdes hojas de los álamos parecían transparentes a la luz del sol. Los edificios de mármol salpicaban el bosque con su blanco esplendor.

—¡No! ¡Os lo ordeno! —Alhana se dirigió a los grifos en elfo—. ¡Seguid avanzando! ¡Debo llegar a la torre!

Pero los grifos continuaron volando en círculos cada vez , más bajos, ignorando sus órdenes.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tanis —. ¿Por qué nos detenemos? Ya se ve la Torre. ¿Qué es lo que sucede? No se ve nada extraño.

—Se niegan a seguir adelante —respondió Alhana preocupada—. No quieren explicarme el motivo, lo único que han dicho es que a partir de aquí deberemos viajar por nuestra cuenta. No lo entiendo.

A Tanis aquello no le gustó. Los grifos eran criaturas fieras e independientes, pero una vez ganada su lealtad, servían a sus señores con eterna devoción. Desde tiempos inmemoriales, la realeza elfa de Silvanesti había domesticado grifos para tenerlos a su servicio. Aunque eran más pequeños que los dragones, su mayor velocidad, sus afiladas garras, su pico desgarrador y sus patas traseras de león, hacían de ellos enemigos muy respetados. Casi no le temían a nada o, por lo menos, eso era lo que Tanis había oído decir. El semielfo recordó que esos mismos grifos habían sobrevolado Tarsis entre enjambres de dragones sin mostrar ningún temor.

En cambio, ahora, los grifos estaban evidentemente asustados. Tomaron tierra a las orillas del río, negándose a obedecer a la furiosa Alhana, quien les ordenaba imperativamente que siguieran adelante. En lugar de ello recompusieron su plumaje malhumorados, negándose obcecadamente a obedecer.

Al final los compañeros se vieron obligados a desmontar de los lomos de los grifos y descargar las provisiones. Una vez hecho esto, las criaturas mitad ave, mitad león, extendieron sus alas con feroz dignidad y alzaron el vuelo.

—Bueno, así son las cosas —dijo Alhana secamente, haciendo caso omiso de las enojadas miradas que los demás le dirigieron—. Tendremos que caminar, eso es todo. No queda muy lejos.

Los compañeros, abandonados a la orilla del río, contemplaron el bosque que había más allá de las relucientes aguas. Ninguno de ellos habló. Todos se sentían tensos, alertas, ansiosos por descubrir cuál era el problema. Pero lo único que veían eran los álamos que brillaban bajo los últimos rayos de sol del atardecer. Sólo se escuchaba el murmullo del río al besar la orilla, y aunque los álamos estuvieran aún verdes, un silencio invernal envolvía el bosque.

—Creí que habías dicho que tu gente había huido porque estaban sitiados —le dijo finalmente Tanis a Alhana rompiendo el silencio.

—¡Si estas tierras están bajo el dominio de los dragones, yo soy un enano gully! —exclamó Caramon.

—¡Estábamos sitiados! —respondió Alhana, escudriñando con la mirada el bosque iluminado por el sol—. Los cielos estaban llenos de dragones, ¡como en Tarsis! Los ejércitos de los Dragones entraron en nuestro amado bosque, arrasándolo, destrozándolo...

Caramon se acercó a Riverwind y susurró:

—¡Esto cada vez se parece más a una misión imposible!

El bárbaro frunció el entrecejo.

—Seremos muy afortunados, si sólo se trata de eso. ¿Por qué nos ha traído aquí? Tal vez sea una trampa.

Caramon consideró la posibilidad durante unos segundos, y después miró con inquietud a su hermano, quien, desde que los grifos hubieran partido, no había abierto la boca, ni se había movido, ni había dejado de mirar fijamente hacia el bosque. El enorme guerrero desató la cinta que anudaba la espada a la vaina y se acercó a Tika. Sus manos se juntaron casi casualmente. Tika miró a Raistlin con temor, pero siguió firmemente asida a Caramon.

El mago seguía con la mirada fija en el bosque.

—¡Tanis! —exclamó de repente Alhana en una explosión de alegría, posando su mano sobre el brazo del semielfo—. ¡Puede que funcionara! ¡Tal vez mi padre los venciera y podamos regresar a casa! ¡Oh, Tanis...! ¡Hemos de cruzar el río y averiguarlo! ¡Vamos! ¡El apeadero del transbordador está tras aquel recodo...!

—¡Alhana, espera! —gritó Tanis, pero la muchacha corría ya por la arenosa orilla con la larga falda revoloteando alrededor de sus tobillos—. ¡Alhana! Maldita sea. Caramon y Riverwind, seguidla. Goldmoon, intenta hacerla entrar en razón.

Riverwind y Caramon intercambiaron miradas de inquietud pero hicieron lo que Tanis ordenaba, corriendo por el margen del río tras Alhana. Goldmoon y Tika los siguieron caminando.

—Quién sabe lo que hay en ese bosque —murmuró Tanis —. Raistlin...

El mago no pareció oírle. Tanis se acercó más a él.

—¿Raistlin...? —repitió, extrañado por la abstraída mirada del mago.

El mago lo contempló inexpresivamente, como si despertase de un sueño. Un segundo después, Raistlin se dio cuenta de que alguien estaba hablándole y bajó la mirada.

—¿Qué ocurre, Raistlin? —preguntó Tanis —. ¿Qué sientes?

—Nada, Tanis.

—¿Nada?

—Es como una niebla impenetrable, una pared desnuda. No veo nada, no siento nada.

Tanis lo miró de hito en hito y súbitamente comprendió que Raistlin estaba mintiendo. Pero, ¿por qué? El mago devolvió al semielfo una mirada ecuánime, aunque con aquella torva sonrisa suya, como si se diera cuenta de que Tanis no lo creía y sin embargo no le importara nada que así fuera.

—Raistlin —dijo Tanis suavemente—, supón que Lorac, el rey elfo, hubiera intentado utilizar el Orbe de los Dragones... ¿qué hubiera ocurrido?.

El mago elevó la mirada para fijarla nuevamente en el bosque.

—¿Lo crees probable?

—Sí —respondió Tanis —, por lo que me dijo Alhana, durante la Prueba en las torres de la Alta Hechicería, uno de los Orbes habló a Lorac, pidiéndole que lo rescatara de un inminente desastre.

—¿Y él le obedeció?

—Sí. Lo trajo a Silvanesti.

—Debe tratarse del Orbe de Istar —susurró Raistlin. Sus ojos se estrecharon y lanzó un suspiro de anhelo —. No sé nada sobre los Orbes de los Dragones —señaló fríamente—, a excepción de lo que ya os dije. Pero lo que sí sé, semielfo, es que ninguno de nosotros saldrá indemne de Silvanesti, y eso en caso de que consigamos salir.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué peligro ves?

—Qué más da lo que yo vea —dijo Raistlin cruzando los brazos bajo las mangas de su túnica roja—. Debemos entrar en Silvanesti. Lo sabes tan bien como yo. ¿O acaso vas a dejar pasar la oportunidad de encontrar uno de esos Orbes?

—Pero si presientes algún peligro ¡Dínoslo! Al menos podremos entrar preparados...

profirió Tanis enojado.

—Entonces preparaos —susurró Raistlin suavemente. Después se volvió y comenzó a caminar lentamente por la arenosa playa en pos de su hermano.


Los compañeros atravesaron el río justo cuando los últimos rayos de sol se filtraban entre las hojas de los álamos de la orilla opuesta. Después, el legendario bosque de Silvanesti fue sumiéndose gradualmente en la oscuridad. Las sombras de la noche fluyeron entre los árboles tal como las oscuras aguas fluían bajo la quilla del pequeño transbordador.

El viaje fue lento. Al principio pensaron que el transbordador —una balsa con ornamentos labrados conectada a ambas orillas por medio de un elaborado sistema de cuerdas y poleas —, estaba en buenas condiciones. Pero tras embarcar y comenzar a atravesar el vetusto río descubrieron que todas las sogas se habían podrido. Comenzaron a mirar el bote con otros ojos, incluso el río parecía distinto. Un agua marrón—rojiza, teñida de un débil olor a sangre, se filtraba por la base de la balsa.

Justo cuando acababan de alcanzar la orilla opuesta y se hallaban descargando el material, las deshilachadas cuerdas se partieron y cedieron. La corriente arrastró al transbordador río abajo rápidamente. Un segundo después la postrera luz de la tarde desapareció, devorada por la noche. Aunque el cielo estaba despejado y no había nube alguna que empañase su oscura superficie, no se veía ninguna estrella. Ni Lunitari ni Solinari aparecieron en el cielo. La única luz provenía del río que parecía centellear con profana brillantez.

—Raistlin, tu bastón —dijo Tanis.

Su voz resonó potentemente en el silencioso bosque. Incluso Caramon tembló.

—Shirak —Raistlin formuló la palabra mágica y la esfera de cristal de su bastón se iluminó. Pero su luz era pálida y fría y lo único que parecía iluminar eran los extraños ojos en forma de relojes de arena de Raistlin.

—Debemos entrar en el bosque —dijo Raistlin con voz temblorosa comenzando a internarse en la oscura espesura.

Ninguno de los demás habló o se movió sino que permanecieron junto a la orilla del río, sobrecogidos de temor. No había razón alguna para sentir tal pavor y, en parte, era tan terrorífico porque era ilógico. El miedo penetraba en ellos desde la tierra, ascendiendo por sus piernas , diluyendo sus intestinos, chupando la fuerza de sus corazones y músculos, devorando sus mentes.

¿Miedo a qué? ¡Allí no había nada, nada! Nada atemorizante y, sin embargo, estaban más aterrorizados que nunca.

—Raistlin tiene razón. Debemos... debemos internamos en el bosque... encontrar algún refugio—Tanis hablaba con gran esfuerzo, le castañeaban los dientes —. S...seguid a Raistlin.

Temblando, comenzó a avanzar sin comprobar si los demás lo seguían, sin importarle siquiera. Tras él oía a Tika gimiendo y a Goldmoon haciendo un esfuerzo por rezar pero sin poder formular palabra. Oyó a Caramon gritar a su hermano que se detuviera y a Riverwind chillar horrorizado, pero no le importó. Tenía que correr, ¡tenía que salir de ahí! Su única guía era la tenue luz que desprendía el bastón de Raistlin.

Desesperado, Tanis se precipitó hacia el bosque tras el mago, pero al llegar a los árboles las fuerzas le fallaron. Se hallaba demasiado aterrorizado para moverse. Tiritando, cayó de rodillas y después se tiró de bruces arañando el suelo con las manos.

—¡Raistlin! —gritó desgarradamente.

Pero el mago no podía ayudarle. Lo último que Tanis pudo ver fue cómo el bastón de Raistlin caía lentamente hacia el suelo, despacio, cada vez más despacio, cuando la flácida y aparentemente inerte mano del mago lo soltó.


Árboles. Los maravillosos árboles de Silvanesti, retocados y manipulados durante siglos en forma de portentosas y hechizantes arboledas, ahora se volvían contra sus señores, tomándose auténticamente terroríficos. Una perniciosa luz verde se filtraba entre las temblorosas hojas.

Tanis los contempló atemorizado. A lo largo de su vida había visto imágenes terribles y extrañas, pero nada comparable a aquello. «Puede que acabe por volverme loco», pensó. Miró frenéticamente hacia uno y otro lado, pero no había forma de escapar. Estaba completamente rodeado de aquellos árboles, horriblemente alterados.

El alma de cada uno de ellos parecía tormentosamente atrapada, prisionera en el interior del tronco. Sus retorcidas ramas eran las extremidades de su espíritu, contorsionándose en agonía. Las raíces se agarraban al suelo intentando inútilmente escapar. La savia manaba de inmensas incisiones en sus troncos. Los crujidos de las hojas eran desgarradores gritos de miedo y dolor. Los árboles de Silvanesti rezumaban sangre.

Tanis no tenía idea de dónde estaba, ni de cuánto tiempo llevaba allí. Recordó haber comenzado a andar hacia la torre de las Estrellas, la cual podía divisar elevando la mirada sobre las copas de los álamos. Había caminado y caminado, y nada lo había detenido. Después, había oído al kender gritar como un pequeño animal que está siendo torturado. Al volverse había visto a Tasslehoff señalando hacia los árboles. Tanis los observó con horror y, de pronto, se dio cuenta de que en realidad Tasslehoff no debía estar allí. Aunque también estaba Sturm, con el rostro ceniciento de temor, Laurana, sollozando desesperada, y Flint, quien contemplaba la escena con los ojos desmesuradamente abiertos.

Tanis abrazó a Laurana; sus brazos ciñeron carne y sangre, pero aún y así, él sabía que ella no estaba allí, y saberlo era terrible.

Mientras se encontraba en aquella arboleda similar a una prisión maldita, los horrores aumentaron. Entre los atormentados árboles comenzaron a aparecer animales que se lanzaron sobre los compañeros.

Tanis desenvainó la espada para defenderse, pero el arma temblaba entre sus manos. Tuvo que apartar la mirada, ya que los animales estaban metamorfoseándose, tomando el espantoso aspecto de muertos vivientes.

Entre las transformadas bestias cabalgaban legiones de guerreros elfos de rasgos cadavéricos, demasiado macabros para ser contemplados. En los vacíos huecos de su rostro no relucían los ojos, y los delgados huesos de sus manos no estaban cubiertos por carne alguna. Cabalgaban entre los compañeros esgrimiendo brillantes y ardientes espadas teñidas con la sangre de los vivos. Pero cuando un arma los golpeaba, desaparecían en la nada.

No obstante, las heridas que los espíritus elfos infligían eran reales. Caramon, que luchaba contra un lobo de cuyo cuerpo salían serpientes, alzó la mirada y vio que uno de los guerreros elfos se abalanzaba hacia él, sosteniendo una brillante espada en su descarnada mano. Caramon llamó a su hermano pidiéndole ayuda.

Raistlin murmuró: Ast kiranann kair Soth-aran/Suh kali Jalaran.

Una esfera en llamas voló de las manos del mago y cayó directamente sobre el elfo, pero no produjo efecto alguno. La espada del espíritu elfo, impulsada por una fuerza increíble, atravesó la cota de mallas de Caramon penetrándole en el hombro y haciéndole caer de rodillas junto a un árbol cercano.

El guerrero elfo retiró el arma. Caramon cayó a tierra y su sangre se mezcló con la del árbol. Raistlin, con una furia sorprendente, sacó una daga de plata de una correa de cuero que llevaba oculta en el brazo y se la lanzó al elfo. La hoja se clavó en el espíritu, el cual se evaporó en la nada con cabalgadura incluida. Pero Caramon quedó tendido en el suelo, con el brazo pendiente del resto del cuerpo tan sólo por una pequeña tira de carne.

Goldmoon se arrodilló junto a él dispuesta a sanarle, pero no atinó a formular sus oraciones, ya que todo era tan terrorífico que la fe le fallaba.

—Ayúdame, Mishakal. Ayúdame a salvar a mi amigo.

La terrible herida se cerró y aunque de ella seguía manando sangre, que se escurría por el brazo de Caramon, la muerte se alejó del guerrero. Raistlin se arrodilló junto a su hermano y comenzó a hablarle.

Pero, de pronto, el mago se quedó callado, mirando hacia los árboles con los ojos abiertos de par en par, como si no pudiera creer lo que veía.

—¡Tú! —exclamó Raistlin.

—¿Quién es? —preguntó débilmente Caramon, percibiendo una vibración de temor en la voz de Raistlin. El guerrero miró con atención hacia la luz verdosa pero no pudo ver nada—. ¿Con quién hablas?

Pero Raistlin, absorto en otra conversación, no le respondió

—Necesito tu ayuda —decía el mago gravemente—. La necesito tanto como entonces...

Caramon vio que su hermano alargaba una mano, como si intentara alcanzar algo, y se sintió completamente aterrorizado sin saber por qué.

—No, Raistlin —gritó presa de pánico, agarrándose a su hermano. El mago dejó caer el brazo.

—Nuestro trato sigue en pie. ¿Qué? ¿Pides más? Raistlin guardó silencio unos instantes, luego suspiró —. ¡Nómbralo!

El mago escuchó absorto durante un largo lapso de tiempo. Caramon, que lo contemplaba con preocupación, vio que el rostro de tinte metálico del mago se tornaba de una palidez mortecina. Raistlin cerró los ojos, tragando saliva, como si estuviera bebiendo la amarga infusión de hierbas. Finalmente asintió con la cabeza.

—Acepto.

Caramon gritó con todas sus fuerzas al ver que la túnica de Raistlin, la roja túnica que definía su neutralidad en el mundo, comenzaba a teñirse de carmesí, poco después se oscurecía y adquiría un tono rojo sangre, y unos segundos más tarde se convertía en... negra.

—Acepto esto —repitió Raistlin con más serenidad—, entendiendo que el futuro puede cambiarse. ¿Qué debemos hacer?

Mientras el mago escuchaba la respuesta, Caramon se agarró a su brazo, gimiendo.

—¿Cómo podemos llegar vivos a la torre? —preguntó Raistlin a su interlocutor invisible. Una vez más atendió absorto a lo que le decían y luego asintió con la cabeza—. ¿Y me será dado lo que necesito? Muy bien. Que los verdaderos dioses te acompañen en tu oscuro viaje, si eso es posible.

Raistlin se puso en pie envuelto en su oscura túnica. Haciendo caso omiso de los sollozos de Caramon y del temeroso respingo de Goldmoon al verle, el mago fue en busca de Tanis. Encontró al semielfo recostado contra un árbol batallando contra una hueste de guerreros elfos.

Calmosamente, Raistlin metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó un pequeño pedazo de piel de conejo y una pequeña barra de ámbar. Frotándolos con su mano izquierda, extendió la derecha y murmuró unas palabras: Ast kiranann kair Gadurm Soth-arn/Shkali Jalaran.

De sus dedos surgieron dardos de luz que gayaron la verdosa atmósfera y cayeron sobre los guerreros elfos. Éstos, como la vez anterior, se evaporaban. Tanis cayó hacia atrás, exhausto.

Raistlin quedó en pie en medio de un claro, rodeado por los atormentados y distorsionados árboles.

—¡Venid cerca mío! —ordenó el mago a sus compañeros.

Tanis vaciló. Los guerreros elfos rondaban todavía por los márgenes del claro. De pronto arremetieron hacia adelante, dispuestos a atacar, pero Raistlin levantó una mano y ellos se detuvieron, como si hubieran topado contra un muro invisible.

—¡Acercaos a mí! —los compañeros se quedaron atónitos al oír hablar a Raistlin con voz normal, por primera vez desde que pasara la Prueba—. Apresuraos, ahora no atacarán, me temen. Pero no podré contenerlos durante mucho tiempo.

Tanis avanzó hacia adelante, con la cara pálida bajo la barba pelirroja y sangrando por una herida en la cabeza. Goldmoon ayudó a Caramon a desplazarse. El guerrero se sostenía el brazo sangrante con el rostro contraído por el dolor. Lentamente, uno por uno, el resto de los compañeros fueron acercándose al mago. Finalmente el único que quedó fuera del círculo fue Sturm.

—Siempre supe que ocurriría algo así —dijo pausadamente el caballero—. Antes morir que ponerme bajo tu protección, Raistlin.

Y dicho esto, el caballero se volvió y se internó en el bosque. Tanis vio al jefe de los espíritus elfos hacer un gesto, ordenando a parte de su fantasmagórico grupo que lo siguieran. El semielfo se disponía a moverse cuando sintió que una mano, sorprendentemente fuerte, lo detenía.

—Déjale ir —dijo el mago ceñudo—, o estamos perdidos. Tengo nuevas que comunicaros, y el tiempo del que dispongo es limitado. Debemos atravesar este bosque hasta llegara la torre de las Estrellas. Avanzaremos por el camino de los muertos, pues en él se nos aparecerán, dispuestas a detenernos, todas las terribles criaturas concebidas en los retorcidos y torturados sueños de los mortales. Pero sabed esto, caminamos en un sueño, en la pesadilla de Lorac y también en nuestra propia pesadilla. Pueden surgir visiones del futuro que nos ayuden... o nos detengan. Recordad que, aunque nuestros cuerpos estén despiertos, nuestras mentes están dormidas. La muerte existe únicamente en nuestras mentes... a menos que creamos otra cosa

—¿Entonces por qué no podemos despertar? —preguntó Tanis con furia.

—Porque Lorac cree firmemente en este sueño, mientras tú crees en él muy débilmente. Cuando estés profundamente convencido de que esto es un sueño, cuando no guardes duda alguna, regresarás a la realidad.

—Si esto es así, y tú estás convencido de que es un sueño, ¿por qué no despiertas?

—Tal vez prefiero no hacerlo.

—¡No lo comprendo!

—Lo comprenderás —predijo siniestramente Raistlin—, o morirás. En cuyo caso, ya no tendrá importancia.

10 Sueños de vigilia. Visiones de futuro.

Haciendo caso omiso de las horrorizadas miradas de los compañeros, Raistlin caminó hacia su hermano, quien todavía se sostenía el brazo sangrante.

—Yo cuidaré de él —le dijo Raistlin a Goldmoon, rodeando los hombros de su gemelo con un brazo envuelto en la negra túnica.

—No —jadeó Caramon—, no eres suficientemente fuer ... —su voz murió al sentir cómo el brazo de su hermano lo aguantaba con firmeza.

—Ahora soy suficientemente fuerte, Caramon —dijo Raistlin con voz suave.

La extrema amabilidad de su tono hizo que el guerrero se estremeciera. Debilitado por primera vez en su vida por el dolor y el pavor, Caramon se apoyó en Raistlin. El mago lo sostuvo y, juntos, comenzaron a caminar hacia el terrorífico bosque.

—¿Qué está sucediendo, Raistlin? —preguntó Caramon jadeando—. ¿Por qué vistes la Túnica Negra? ¿Y qué ocurre con tu voz...?

—No desperdicies tu aliento, hermano mío —le aconsejó Raistlin amablemente.

Los dos se internaron en el bosque, mientras los guerreros elfos los contemplaban amenazadoramente. Pudieron percibir el odio que los muertos sienten por los vivos, lo vieron destellar en los vacíos huecos de los ojos de los espíritus guerreros. Pero ninguno de ellos osó atacar al mago de la túnica negra. Caramon sentía que su sangre viva y caliente se le escurría entre los dedos de la mano, y la contempló gotear sobre la capa de hojas muertas que cubría el suelo. Se sentía cada vez más débil. Tenía la sensación de que su negra sombra iba ganando fuerza a medida que él la perdía.


Tanis corrió por el bosque en busca de Sturm. Lo encontró batallando contra un grupo de rielantes guerreros elfos.

—Es un sueño —le gritó Tanis a Sturm, quien fustigaba y propinaba estocadas a los espíritus. Cada vez que golpeaba a uno, éste desaparecía tan sólo para reaparecer de nuevo. El semielfo desenvainó su espada y se apresuró a ayudar a Sturm.

—¡Bah! —gruñó el caballero. Pero un segundo después jadeó de dolor al clavársele una flecha en el brazo. La herida no era profunda, ya que la cota de mallas lo protegía, pero sangraba abundantemente—. ¿Es esto un sueño? —dijo Sturm sacándose el dardo teñido de sangre.

Tanis saltó ante el caballero, manteniendo a raya a sus enemigos hasta que Sturm pudo contener la sangre que brotaba de la herida.

—Raistlin nos ha dicho... —comenzó a decir Tanis.

—¡Raistlin! ¡Bah! ¡Mira su túnica, Tanis!

—¡Pero tú estás aquí! ¡En Silvanesti! —protestó Tanis confuso. Tenía la extraña sensación de estar discutiendo consigo mismo —. ¡Alhana dijo que estabas en el Muro de Hielo!

El caballero se encogió de hombros.

—Tal vez me enviaron para salvaros.

«De acuerdo, es un sueño. Voy a despertar», pensó Tanis.

Pero nada cambió. Los elfos seguían estando allí, luchando. Sturm debía tener razón. Raistlin había mentido. Tal como había mentido antes de que entraran en el bosque. Pero ¿por qué? ¿Con qué propósito?

De pronto Tanis lo comprendió. ¡El Orbe de los dragones!

—¡Hemos de llegar a la torre antes que Raistlin! —le gritó Tanis a Sturm—. ¡Sé lo que el mago persigue!

El caballero únicamente pudo asentir. A Tanis le pareció que, a partir de entonces, tenían que librar una batalla por cada pulgada de terreno que avanzaban. A veces los dos guerreros conseguían hacer retroceder a los elfos, sólo para volver a ser atacados un momento después por un número mayor de ellos. Sabían que el tiempo iba transcurriendo, pero no tenían conciencia de él. Tan pronto veían brillar el sol entre la sofocante calina verdosa, como un poco más tarde veían las sombras de la noche cernirse sobre la tierra como alas de dragones.

Entonces, justo cuando la oscuridad se agudizaba, Sturm y Tanis vieron la torre. Construida en mármol, la alta torre relucía élfica, alzándose solitaria en medio de un claro, elevándose hacia los cielos como un esquelético dedo proveniente de las profundidades de una gruta.

Al ver aparecer la torre el semielfo y el caballero echaron a correr hacia ella. Aunque se encontraban débiles y exhaustos, ninguno de los dos deseaba hallarse en aquellos mortíferos bosques tras la caída de la noche. Los guerreros elfos —al ver escapar su presa—, chillaron de rabia y se abalanzaron tras ellos.

Tanis corrió hasta que le pareció que sus pulmones iban a estallar. Sturm iba delante suyo, acuchillando a los espíritus que aparecían ante ellos con la intención de bloquearles el camino. Cuando el semielfo se hallaba ya muy cerca de la torre sintió que la raíz de un árbol se le enroscaba firmemente en el tobillo, haciéndole caer de cabeza al suelo.

Tanis luchó desesperadamente por ponerse en pie, pero la raíz le sujetaba el tobillo con firmeza. Mientras se esforzaba inútilmente, un espíritu elfo con el rostro grotescamente retorcido alzó su espada dispuesto a atravesar el cuerpo del semielfo. Pero, de pronto, los ojos del espíritu se abrieron de par en par y la espada resbaló de sus inanimados dedos, al mismo tiempo que otra espada ensartaba su cuerpo transparente. El elfo gimió y desapareció.

Tanis elevó la mirada para ver quién había salvado su vida. Se trataba de un extraño guerrero... extraño pero que, no obstante, le resultaba familiar. Cuando el guerrero se sacó el casco, Tanis contempló atónito unos relucientes ojos marrones.

—¡Kitiara! —exclamó sorprendido—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué...?

—Oí que necesitabas ayuda y veo que no me equivocaba —dijo Kitiara esbozando aquella sinuosa sonrisa suya, tan encantadora como de costumbre. Cuando ella le tendió la mano, Tanis se sujetó a ella dudando, pero la mujer era de carne y hueso—. ¿Quién es aquél, Sturm? ¡Maravilloso! ¡Cómo en los viejos tiempos! ¿Vamos hacia la torre? —le preguntó a Tanis, sonriendo al ver la sorpresa reflejada en el rostro del semielfo.


Riverwind peleaba solo, batallando contra legiones de espíritus de guerreros elfos. Sabía que no podría resistir mucho más. Pero, de pronto, oyó claramente que alguien lo llamaba. Al elevar la mirada, ¡vio a los hombres de la tribu de Que-shu! Gritó de alegría, pero ante su horror, se dio cuenta de que éstos comenzaban a disparar sus flechas contra él.

—¡No! ¿No me reconocéis? Soy... —comenzó a gritarles en su idioma.

Pero los guerreros le respondieron volviendo a tensar las cuerdas de sus arcos. Riverwind sintió cómo las flechas se clavaban en su cuerpo.

—¡Hiciste que la Vara de Cristal Azul se volviera contra nosotros! —le gritaron—. ¡Fue culpa tuya! ¡La destrucción de nuestro pueblo fue culpa tuya!

—No era mi intención... —susurró el bárbaro mientras caía al suelo—. No lo sabía. Perdonadme...


Tika se abría camino apuñalando y pateando a los guerreros elfos, ¡sólo para ver como éstos se transformaban súbitamente en draconianos! Sus ojos de reptiles relucían rojizos, sus lenguas relamían las espadas. La muchacha estaba paralizada de terror. Tambaleándose,.. tropezó con Sturm. El caballero se volvió enojado, ordenándole que se apartara de su camino. Al retroceder, chocó con Flint, quien la empujó impacientemente a un lado.

Cegada por las lágrimas y aterrorizada ante la imagen de los draconianos, quienes tras desvanecerse resurgían en la batalla, Tika perdió el control. Su miedo era tal que comenzó a acuchillar salvajemente todo lo que se movía. Sólo volvió en sí al elevar la mirada y ver a Raistlin ante ella, vestido con su túnica negra. El mago no dijo nada, simplemente señaló hacia el suelo. Flint yacía muerto a sus pies, atravesado por su espada.


«Yo los traje aquí. Es responsabilidad mía. Soy el mayor. Los sacaré de aquí», pensaba Flint.

El enano levantó en alto su hacha de guerra y lanzó un desafío a los guerreros elfos que había ante él. Los espíritus rieron.

Flint, enojado, se abalanzó hacia adelante, pero descubrió con pesar que casi no podía caminar. Las articulaciones de las rodillas se le habían hinchado y le dolían terriblemente. Sus nudosos dedos temblaban como los de un perlático, obligándolo a soltar su hacha. Le faltaba la respiración. De pronto Flint comprendió por qué los guerreros elfos no estaban atacándole; dejaban que su propia vejez acabara con él.

A la vez que se daba cuenta de esto, el enano sintió que su mente comenzaba a divagar y su visión se nublaba. Una oscura silueta apareció ante él, la silueta de alguien que le resultaba familiar. ¿Era Tika? No estaba seguro, no podía ver nada...


Goldmoon corrió entre los retorcidos y torturados árboles. Perdida y sola, buscaba desesperadamente a sus amigos. A pesar del tintineo de las espadas, pudo oír a Riverwind llamándola en la lejanía. Pero, de pronto, la llamada se convirtió en un grito de agonía. Avanzó desesperadamente, abriéndose camino entre las zarzas hasta que su rostro y sus manos comenzaron a sangrar. Al final encontró a Riverwind. El guerrero estaba tendido en el suelo, atravesado por un gran número de flechas... ¡flechas que Goldmoon reconoció! Fue corriendo hacia él y se arrodilló a su lado.

—Cúrale, Mishakal—pidió, tal como había rogado otras veces.

Pero no sucedió nada. El ceniciento rostro de Riverwind no recuperó su color. Seguía con los ojos en blanco, fijos en aquel cielo verdoso.

—¿Por qué no respondes? ¡Cúrale! —gritó Goldmoon a la diosa, pero entonces comprendió lo que sucedía—. ¡No! ¡Castigadme a mi! ¡He sido yo la que he dudado! ¡Presencié la destrucción de Tarsis, vi sufrir y morir a niños! ¿Cómo pudisteis permitir una cosa así? ¡Intento tener fe, pero al contemplar tales horrores, no puedo evitar dudar! No lo castiguéis a él.

Sollozando, se inclinó sobre el cuerpo inerte de su esposo sin darse cuenta que estaba siendo rodeada por un grupo de guerreros elfos.


Tasslehoff, fascinado por los terribles prodigios acaecidos, se desvió del camino y descubrió que sus amigos se las habían arreglado para perderle de vista. Los espíritus no lo molestaron. Ellos se alimentaban del temor, y no percibían ninguno en el pequeño cuerpecillo del kender.

Finalmente, después de andar de un lado para otro durante casi un día, el kender llegó a las puertas de la torre de las Estrellas. Al llegar allí su despreocupada sonrisa se le borró de la cara; había encontrado a sus amigos, por lo menos a uno de ellos.

Acorralada contra las cerradas puertas, Tika luchaba por su vida contra una hueste de deformes y terroríficos enemigos. Tas vio que Tika sólo conseguiría salvarse si lograba entrar en la Torre. Corrió hacia adelante y, atravesando fácilmente la reyerta, alcanzó la puerta y comenzó a examinar la cerradura, mientras Tika mantenía alejados a los elfos blandiendo salvajemente su espada.

—¡Apresúrate, Tas! —gritó la muchacha desesperada.

Era una cerradura fácil de abrir; estaba protegida con una trampilla tan simple que a Tas le sorprendió que los elfos se hubiesen molestado en instalarla.

—La abriré en cuestión de segundos —anunció. No obstante, cuando comenzaba a manipularla, algo lo golpeó desde atrás, haciéndole tambalearse.

—¡Hey! —le gritó a Tika irritado, volviéndose—. Sé un poco más cuidadosa...

Se interrumpió horrorizado. Tika yacía a sus pies completamente cubierta de sangre.

—¡No, no, Tika! —susurró Tas. ¡Tal vez estuviera sólo herida! Tal vez si conseguía entrarla en la torre, alguien podría ayudarla. Las lágrimas entorpecieron la visión del kender y sus manos comenzaron a temblar.

«Debo apresurarme. ¿Por qué no se abrirá esto? ¡Es tan simple!», pensó Tas desesperado.

Furioso, intentó romper la cerradura. Cuando finalmente ésta saltó, sintió una pequeña punzada en el dedo. La puerta de la torre comenzó a abrirse. Pero Tasslehoff sólo podía contemplar su dedo, en el que relucía una pequeña gota de sangre. Volvió a mirar la cerradura y descubrió una pequeña aguja dorada. Una trampa sencilla, que él mismohabía activado. Mientras los primeros efectos del veneno se esparcían por su cuerpo, bajó la mirada y vio que ya era demasiado tarde. Tika había muerto.


Raistlin y su hermano se abrieron camino por el bosque sin problemas. Caramon contempló cada vez más impresionado cómo Raistlin mantenía alejadas a las demoníacas criaturas que los acechaban; en algunos momentos con increíbles proezas de magia, en otros sólo con la pura fuerza de su voluntad.

La actitud de Raistlin era amable y solícita. A medida que el día languidecía, Caramon se veía obligado a detenerse cada vez con mayor frecuencia. Al llegar el atardecer, todo lo que Caramon podía hacer era arrastrar los pies, apoyándose en su hermano para sostenerse. Y mientras Caramon se sentía cada vez más débil, Raistlin era cada vez más fuerte.

Finalmente, cuando las sombras de la noche tuvieron la clemencia de acabar con aquel día torturante, los gemelos llegaron a la torre. Una vez allí se detuvieron, pues Caramon se sentía exhausto y febril.

—Tengo que descansar, Raistlin. Ayúdame.

—Por supuesto, hermano mío —dijo Raistlin con amabilidad ayudando a Caramon a recostarse contra la perlina pared de la Torre y contemplándolo luego con ojos fríos y relucientes.

—Adiós, Caramon.

Caramon lo miró sin poder dar crédito a sus oídos. El guerrero pudo ver entre las sombras de los árboles a los espíritus elfos —que hasta el momento los habían seguido a una distancia prudencial—, aguardando a que el mago se fuera.

—Raistlin —dijo Caramon lentamente—, ¡no puedes dejarme aquí! No puedo luchar contra ellos. ¡No tengo fuerzas! ¡Te necesito!

—Tal vez, pero sabes, hermano mío, ya no te necesito más. Me he apoderado de tu fuerza. Ahora, por fin soy el que debería haber sido de no ser por un cruel truco de la naturaleza... una sola persona.

Mientras Caramon lo miraba sin comprender, Raistlin se volvió para marcharse.

—¡Raistlin!

El grito agonizante de Caramon lo detuvo. Raistlin se volvió y miró a su gemelo.

—¿Cómo te sientes siendo débil y temeroso, hermano mío? —le preguntó suavemente. Volviéndose de nuevo, Raistlin caminó hacia la entrada de la torre, donde Tika y Tas yacían muertos. El mago pasó sobre ellos y desapareció en la oscuridad.


Cuando Sturm, Tanis y Kitiara llegaron a la torre vieron un cuerpo tendido en el suelo. Las fantasmagóricas siluetas de los espíritus elfos comenzaban a rodearlo, aullando, chillando y pinchándolo con sus frías espadas.

—¡Caramon! —gritó Tanis desconsolado.

—¿Dónde está su hermano? —preguntó Sturm mirando intencionadamente a Kitiara—.Sin duda le ha dejado morir.

Los tres echaron a correr en dirección a Caramon para ayudarle. Blandiendo sus espadas, Sturm y Kitiara mantuvieron a los elfos alejados mientras Tanis se arrodillaba junto al agonizante guerrero.

Caramon elevó su vidriosa mirada y se encontró con la de Tanis, resultándole difícil reconocerle debido a la sangrienta neblina que ofuscaba su visión. Hizo un esfuerzo desesperado por hablar.

—Protege a Raistlin, Tanis... —Caramon se atragantó con su propia sangre —, ya que yo no estaré aquí para ayudarle. Vela por él.

—¿Velar por Raistlin? —repitió Tanis furioso—. ¡Te dejó aquí, te dejó morir!

Caramon cerró los ojos exhausto.

—No, estás equivocado, Tanis. Yo le dije que se fuera.., —la cabeza del guerrero cayó hacia adelante.

Las sombras de la noche se cernieron sobre ellos. Los elfos habían desaparecido. Sturm y Kitiara se acercaron al guerrero muerto.

—¿Qué te había dicho? —preguntó Sturm agriamente.

—Pobre Caramon —susurró Kitiara, arrodillándose junto a él—. Siempre creí que acabaría así.

Guardó silencio durante un instante y luego murmuró casi para sí:

—O sea que mi pequeño Raistlin se ha hecho realmente poderoso.

—¡A costa de la vida de su otro hermano!

Kitiara miró a Tanis perpleja por lo que acababa de oír. Luego, encogiéndose de hombros, bajo la mirada hacia Caramon, quien yacía sobre un charco formado por su sangre.

—Pobre muchacho —dijo en voz baja.

Sturm cubrió el cuerpo de Caramon con su capa y los tres marcharon en busca de la entrada de la Torre.

—Tanis... —dijo Sturm señalando hacia adelante.

El cuerpo del kender yacía junto a la puerta. Sus pequeños brazos y piernas se hallaban retorcidos debido a las convulsiones que le había provocado el veneno. A corta distancia estaba el cuerpo de Tika, con los rizos rojizos salpicados de sangre. Tanis se arrodilló junto a ambos cadáveres. Una de las bolsitas del kender estaba abierta y todo lo que contenía se había esparcido por el suelo. Tanis vio relucir algo. Al fijar la atención descubrió el anillo de hechura elfa, labrado en forma de hojas de enredadera. La visión se le nubló, los ojos se le llenaron de lágrimas y tuvo que cubrirse el rostro con las manos.

—No podemos hacer nada, Tanis —Sturm posó la mano sobre el hombro de su amigo—. Hemos de seguir adelante y acabar con todo esto. Aunque sea lo último que haga, viviré para matar a Raistlin.

«La muerte está en nuestras mentes. Esto es un sueño», se repetía Tanis. Pero las palabras que decía eran las de Raistlin, y ya había visto en lo que se había convertido el mago.

«Llegará un momento en el que despertaré», pensó, poniendo toda su voluntad para creer que se trataba de un sueño. Mas, cuando abrió los ojos, el cuerpecillo del kender seguía tendido en el suelo.

Sujetando con firmeza el anillo que tenía en la mano, Tanis siguió a Kitiara y Sturm hacia el interior del húmedo vestíbulo de mármol que ahora estaba completamente cubierto de légamo. De las marmóreas paredes colgaban pinturas enmarcadas en oro. Unos altos ventanales con cristaleras de colores dejaban entrar una luz cárdena y fantasmal. El vestíbulo debía haber sido muy bello en tiempos pasados, pero ahora hasta las pinturas de la pared aparecían desfiguradas, mostrando terroríficas imágenes de la muerte. Poco a poco, a medida que los tres iban avanzando, comenzaron a percibir una brillante luz verdosa que emanaba de una habitación que había al fondo del corredor.

Los tres sintieron que de aquella luz glauca emanaba una malevolencia que golpeaba sus rostros con el calor de un sol desnaturalizado.

—El centro del mal —dijo Tanis.

Su corazón estaba lleno de cólera; cólera, pena y un ardiente deseo de venganza. Echó a correr en dirección a la habitación, pero aquel aire tiznado de verde parecía ejercer sobre él una firme presión, frenándolo cada vez con mayor intensidad, hasta que dar un sólo paso supuso un inmenso esfuerzo.

Kitiara caminaba titubeante a su lado. Tanis la rodeó con el brazo, a pesar de que apenas disponía de fuerzas para moverse él mismo. El rostro de la mujer estaba empapado de sudor y los oscuros y rizados cabellos se arremolinaban sobre su frente. Su mirada reflejaba temor. Era la primera vez que Tanis la veía asustada. El semielfo escuchó tras él la respiración jadeante de Sturm.

Al principio no parecían adelantar en su camino en absoluto. Luego, se dieron cuenta de que, poco a poco, iban acercándose cada vez más a la estancia de la que emanaba la luz. Ahora su intenso brillo les dañaba los ojos. Se hallaban totalmente exhaustos, les dolían los músculos y les ardían los pulmones.

En el preciso instante en que Tanis sintió que no podía continuar andando, oyó que una voz pronunciaba su nombre. Al alzar su dolorida cabeza, vio a Laurana enfrente suyo a una pequeña distancia, llevando en sus manos la espada elfa. La pesadez no parecía afectarla, pues la muchacha corrió hacia él profiriendo un alegre grito.

—¡Tanthalas! ¡Estás bien! He estado esperando...

Rápidamente se interrumpió, posando la mirada sobre la mujer que Tanis sostenía.

—¿Quién...? —comenzó a preguntar Laurana, pero, de pronto, lo supo. Aquella era Kitiara. La humana a la que Tanis amaba. El rostro de Laurana palideció y un segundo después se tiñó de rubor.

—Laurana... —Tanis se sintió invadido por la confusión y la culpa, odiándose a sí mismo por causarle tal dolor a la elfa.

—¡Tanis! ¡Sturm! —gritó Kitiara señalando.

Ambos se volvieron, alarmados por el tono de su voz, mirando hacia el fondo del corredor de mármol inundado de luz glauca.

—¡Drakus Tsaro, deghnyah! —entonó Sturm en solámnico.

En medio de la verdosa calina había un gigantesco dragón verde. Se llamaba Cyan Bloodbane, y era uno de los dragones más grandes de Krynn. Tan sólo el gran dragón hembra Great Red, era mayor. Tras asomar la cabeza por el marco de una puerta, el inmenso reptil listó la aceitunada luz con su pesado cuerpo. Cyan, que había olido el acero, la carne humana y la sangre elfa, observó al grupo con la mirada inyectada.

Se quedaron inmóviles, paralizados por el temor a los dragones. Lo único que pudieron hacer fue observar cómo el dragón traspasaba el marco de la puerta, resquebrajando la pared de mármol con la misma facilidad con que hubiera hecho pedazos una de barro cocido. Cyan avanzó por el corredor con las fauces abiertas. Los compañeros no podían hacer nada. Sus armas pendían de manos sin nervios, sus pensamientos eran de muerte. Pero, cuando el dragón ya estaba cerca, una oscura silueta surgió de una puerta entre las verduzcas sombras y se plantó frente a ellos.

—¡Raistlin! —exclamó Sturm—. ¡Por todos los dioses, vas a pagar por la vida de tu hermano!

Olvidando al dragón y recordando sólo el cuerpo sin vida de Caramon, el caballero corrió hacia el mago con la espada alzada. Raistlin lo miró con frialdad.

—Mátame, caballero, y acabarás con tu vida y con la de los demás, pues a través de mi magia —y únicamente a través de mi magia—lograrás abatir a Cyan Bloodbane.

—¡Detente, Sturm! —a pesar de su sentimiento de aversión, Tanis sabía que el mago tenía razón. Podía sentir el poder que emanaba de su negra túnica—. Necesitamos su ayuda.

—No —dijo Sturm sacudiendo la cabeza y separándose del grupo cuando Raistlin se aproximó —. Ya lo dije antes... no confiaré en su protección. No pienso hacerlo. Adiós, Tanis.

Antes de que nadie pudiera detenerlo, Sturm se cruzó con Raistlin y avanzó hacia Cyan Bloodbane. El gigantesco dragón movía de un lado a otro la cabeza, como si intuyera aquel reto a su poder, el primero desde que había conquistado Silvanesti.

Tanis agarró a Raistlin.

—¡Haz algo!

—El caballero se ha interpuesto en mi camino. Cualquier encantamiento que formule lo destrozaría a él también.

—¡Sturm! —gritó Tanis, y su voz resonó fúnebre.

El caballero vaciló. Escuchaba algo, pero no la voz de Tanis. Lo que oía era la aguda y penetrante llamada de la trompeta solámnica, una música tan fría como las nevadas montañas de su hogar. La llamada de la trompeta se elevaba con pureza y claridad sobre la oscuridad, muerte y desesperación, llegándole al corazón.

Sturm respondió a la llamada con un alegre grito de guerra y, luego, alzó su espada—la espada de su padre, con su antigua hoja coronada por la rosa y el martín pescador—. La luz de Solinari, que entraba por una ventana rota, envolvió la espada en una radiante luz blanca que traspasó la perniciosa atmósfera verde.

Cada vez que sonaba la trompeta, Sturm respondía de nuevo, pero, de pronto, la voz le falló, pues la llamada que acababa de oír había cambiado de tono. Ya no era dulce y pura, era agria y aguda.

«¡No, aquello era el sonido de los cuernos del enemigo! ¡Había caído en una trampa!», pensó Sturm horrorizado mientras se aproximaba al dragón. Un momento después vio que estaba siendo rodeado por soldados draconianos, quienes surgían de detrás del dragón y se reían cruelmente de él.

Sturm se detuvo, sosteniendo la espada con una mano que sudaba bajo el guante. El dragón —criatura imbatible— apareció ante él rodeado de parte de sus ejércitos, babeando y relamiéndose las quijadas con la lengua.

A Sturm se le hizo un nudo en el estómago; su piel se tomó fría y húmeda. La llamada del cuerno sonó de nuevo, terrible y maligna. Todo había acabado. El esfuerzo no había servido de nada. Le esperaba la muerte, una ignominiosa derrota. Descorazonado, miró a su alrededor con temor. ¿Dónde estaba Tanis? Necesitaba a Tanis pero no podía encontrarlo. Fruto de la desesperación, comenzó a repetir el Código de los Caballeros, Mi Honor Es Mi Vida, pero las palabras le sonaban huecas y faltas de sentido. El todavía no había sido investido caballero. ¿Qué representaba el Código para él? ¡Había estado viviendo en una mentira! El brazo con el que manejaba la espada comenzó a temblar; ésta resbaló de su mano y él cayó de rodillas, temblando y sollozando como un niño, ocultando su cabeza de la terrorífica imagen que tenía ante sí.

Con un sólo golpe de sus relucientes garras, Cyan Bloodbane casi acabó con la vida de Sturm, atravesando su cuerpo. Con una garra manchada de sangre, Cyan se desprendió del desventurado humano desdeñosamente, lanzándolo al suelo, y los draconianos se precipitaron sobre el cuerpo aún con vida del caballero para destrozarlo en pedazos.

Pero encontraron el camino bloqueado. Una reluciente figura, que bajo la luz de la luna irradiaba plateados destellos, corrió hacia el caballero. Agachándose rápidamente, Laurana alzó la espada de Sturm y tras enderezarse con igual presteza se enfrentó a los draconianos.

—Tocadlo y moriréis —dijo la elfa entre lágrimas.

—¡Laurana! —chilló Tanis intentando correr hacia ella para ayudarla. Pero los draconianos se lanzaron contra él, por lo que el semielfo intentó desesperadamente abrirse camino a cuchilladas. En el preciso instante en que llegó al lado de la elfa, oyó que Kitiara lo llamaba. Al volverse vio que estaba siendo atacada por cuatro draconianos. El semielfo se detuvo angustiado, dudando, y en ese instante Laurana cayó sobre los despojos de Sturm, atravesada por el acero de los draconianos.

—¡No! ¡Laurana! —gritó Tanis. Pero, cuando se disponía a inclinarse para examinarla, oyó que Kitiara gritaba de nuevo. Se volvió y, llevándose las manos a la cabeza, contempló vacilante e impotente como Kitiara caía bajo el enemigo.

El semielfo comenzó a sollozar, fuera de sí, sintiendo que comenzaba a sumirse en la locura, deseando que la muerte acabara con aquel terrible dolor. Agarrando con firmeza la espada mágica de Kith-Kanan, se abalanzó hacia el dragón con el único pensamiento de matar y ser matado. Pero Raistlin se interpuso en su camino, plantándose ante el dragón como un obelisco negro.

Tanis cayó al suelo, sabiendo que su muerte estaba fijada. Sosteniendo firmemente en su mano el pequeño anillo de oro, aguardó la muerte.

Entonces oyó que el mago formulaba unas extrañas y poderosas palabras, y oyó también al dragón rugir de rabia. Ambos estaban luchando, pero a Tanis no le importaba. Con los ojos bien cerrados, borró los sonidos que surgían a su alrededor, borró la vida. Tan sólo una cosa seguía siendo real. El anillo de oro que sostenía con fuerza en sus manos.

De pronto Tanis fue vivamente consciente del roce del anillo contra la palma de su mano: el metal era frío, y los bordes rugosos. Podía sentir en su carne el pinchazo de las afiladas hojas de enredadera.

Tanis cerró la mano, estrujando el anillo. El oro le pinchaba la carne, le pinchaba cada vez más. Sentía dolor... era realmente doloroso...

¡Estoy soñando!


Tanis abrió los ojos. La plateada luz de Solinari inundaba la torre, mezclándose con los rayos rojos de Lunitari. Yacía sobre un frío suelo de mármol. Su mano estaba cerrada con fuerza, con tanta fuerza que el dolor lo había despertado. ¡El dolor! El anillo... ¡El sueño! Al recordarlo, Tanis se incorporó aterrorizado y miró a su alrededor. Pero sólo había una persona en la sala. Raistlin se recostó contra la pared, tosiendo

El semielfo se puso en pie y caminó tembloroso hacia Raistlin. Al acercarse vio un hilo de sangre en los labios del mago. La sangre relucía roja bajo la luz de Lunitari tan roja como la túnica que cubría el cuerpo trémulo Y frágil de Raistlin.

El sueño.

Tanis abrió la mano. Estaba vacía.

11 Fin del sueño. Principio de la pesadilla.

El semielfo miró a su alrededor. La sala estaba tan vacía como su mano. Los cadáveres de sus amigos no estaban. El dragón tampoco. El viento soplaba a través de una pared destruida, arremolinando la roja túnica de Raistlin, esparciendo por el suelo hojas secas de álamo. El semielfo caminó hacia Raistlin, alcanzando a sostener al joven mago en sus brazos antes de que éste se desmayara.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Tanis sacudiendo a Raistlin —. ¿Dónde están Laurana y Sturm? ¿Y los otros, y tu hermano? ¿Están muertos? ¿Y el dragón?

—El dragón se ha ido. El Orbe envió al dragón lejos de aquí al darse cuenta de que no podía vencerme —deshaciéndose de Tanis, Raistlin se separó de él, acurrucándose contra la pared de mármol—. No pudo vencerme tal como era... Ahora hasta un niño podría conmigo. Y por lo que se refiere a los demás... no lo sé. Tú, semielfo, has sobrevivido por la fuerza de tu amor. Yo he sobrevivido por mi ambición. Nos aferramos a la realidad en medio de una pesadilla. ¿Quién sabe lo que puede haberles ocurrido a los demás?

—Entonces Caramon debe estar vivo debido a su amor. Con su último aliento me rogó que respetara tu vida. ¿Dime mago, es éste el futuro que sabías irreversible?

—¿Por qué preguntar? ¿Me matarías, Tanis? ¿Ahora? —No lo sé —murmuró Tanis despacio, pensando en las últimas palabras de Caramon—. Tal vez.

Raistlin sonrió con amargura.

—Guarda tus energías. Mientras nosotros estamos aquí el futuro está cambiando, somos los juguetes de los dioses, no sus herederos como se nos prometió. Pero... —el mago seapartó de la pared—, aún falta mucho para que esto acabe. Debemos encontrar a Lorac, y el Orbe de los Dragones.

Raistlin se arrastró por la sala, apoyándose pesadamente en su Bastón de Mago que iluminaba la estancia ahora que la luz glauca se había evaporado.

La luz glauca. Tanis se quedó en pie en medio del corredor, perdido en un mar de confusiones, intentando despertar, intentado discernir lo soñado de la realidad, ya que el sueño parecía mucho más real que lo que ahora observaba. Contempló la pared destruida. ¿Realmente había habido un dragón? ¿Y una cegadora luz verdosa al final del corredor? Pero ahora éste estaba oscuro. Había caído la noche. Cuando todo aquello había empezado era de día. Las lunas no habían ascendido en el cielo y, sin embargo, ahora estaban llenas. ¿Cuántas noches habían pasado? ¿Cuántos días?

De pronto Tanis oyó retronar una voz en el otro extremo del corredor, cerca de la puerta.

—¡Raistlin!

El mago se detuvo, dejando caer los hombros. Luego se volvió lentamente.

—Mi hermano —susurró.

Caramon —vivo y aparentemente ileso estaba junto a la puerta, su silueta se recortaba contra la estrellada noche.

Tanis oyó a Raistlin suspirar suavemente.

—Estoy cansado, Caramon —el mago tosió y respiró jadeante—. Y aún hay mucho que hacer antes de que esta pesadilla acabe, antes de que las tres lunas se pongan —Raistlin extendió su huesudo brazo—. Necesito tu ayuda, hermano.

Tanis vio que Caramon se estremecía. El gran hombre entró en la habitación, acompañado del sonido de la espada repiqueteando contra sus caderas. Al llegar junto a su hermano, lo rodeó con el brazo.

Raistlin se sostuvo en él. Los gemelos caminaron juntos por el frío corredor, atravesando la destruida pared y dirigiéndose hacia la estancia donde Tanis había visto la luz verdosa y el dragón. Con el corazón lleno de presagios, Tanis avanzó tras ellos.

Los tres entraron en la sala de audiencias de la torre de las Estrellas. Tanis la miró con curiosidad, toda su vida había oído hablar de la belleza de aquel lugar. La torre del Sol de Qualinost había sido construida en memoria de esta torre, la torre de las Estrellas. Se parecían mucho la una a la otra, y sin embargo no eran iguales. Una era luminosa, la otra estaba llena de oscuridad. Tanis observó a su alrededor. La torre se elevaba sobre él formando espirales de mármol que brillaban con el fulgor de las perlas. Había sido construida para almacenar la luz de las lunas, tal como la torre del Sol almacenaba la luz del sol. Las ventanas talladas en la torre estaban labradas con gemas que absorbían y magnificaban la luz de Solinari y Lunitari, haciendo danzar rayos rojos y plateados por la habitación. Pero las gemas se habían roto, y ahora los rayos de luna que se filtraban estaban distorsionados; los plateados eran pálidos como cadáveres y los rojos, bermejos como la sangre.

Tanis, temblando, alzó la mirada. En Qualinost había pinturas en el techo, retratos del sol, de las constelaciones y de las dos lunas. Pero aquí sólo se apreciaba un agujero tallado en el extremo más elevado de la torre. A través de él únicamente podía verse una vacía negrura. Las estrellas no relucían. Era como si una esfera negra y perfectamente redonda hubiese aparecido en la estrellada oscuridad. Antes de poder reflexionar sobre qué podía significar aquello, oyó a Raistlin hablar en voz baja y se volvió.

Allí, entre las sombras, en el otro extremo de la sala de audiencias, estaba el padre de Alhana, Lorac, el rey elfo. Su encogido y cadavérico cuerpo casi desaparecía en un inmenso trono de piedra caprichosamente labrado con aves y otros animales. Seguramente debía haber sido muy bello, pero ahora las cabezas de todos los animales eran calaveras.

Lorac estaba inmóvil, con la cabeza echada hacia atrás, con la boca abierta en un silencioso grito. Su mano reposaba sobre una esfera de cristal.

—¿Está vivo? preguntó Tanis horrorizado.

—Sí —respondió Raistlin—, a su pesar, indudablemente.

—¿Qué le ocurre?

—Está viviendo en una pesadilla —respondió Raistlin señalando la mano de Lorac—. Ahí está el Orbe de los Dragones. Por lo que se ve, ha intentado manipularlo. El Orbe llamó a Cyan Bloodbane para que guardara Silvanesti, y el dragón decidió destruirlo, murmurando pesadillas al oído de Lorac. Lorac llegó a creer tanto en el sueño, pues el amor a su tierra era muy grande, que la pesadilla se convirtió en realidad, Así, el sueño que vivimos al entrar era el suyo. Su sueño... y el nuestro. Al entrar en Silvanesti, también nosotros caímos bajo el poder del dragón.

—¿Tú sabias que íbamos a enfrentarnos a esto!— exclamó Tanis agarrando a Raistlin por los hombros y obligándolo a girarse—. ¡Sabias hacia dónde nos encaminábamos cuando dejamos la orilla del río...!

—Tanis —dijo Caramon amenazadoramente, forzándolo a soltar a su hermano—. Déjalo en paz.

Antes de poder responder, Tanis escuchó un sollozo. Sonaba como si procediera de la base del trono. Lanzándole a Raistlin una furibunda mirada, Tanis se separó de él y miró hacia las sombras, avanzando hacia ellas con la espada desenvainada.

—¡Alhana! —la doncella elfa estaba acurrucada a los pies de su padre, con la cabeza sobre su regazo, llorando. No pareció oír a Tanis, que se acercó más a ella—. Alhana...

La elfa elevó la mirada sin reconocerlo.

—Alhana.

La muchacha parpadeó y se estremeció, asiendo la mano que Tanis le tendía, como aferrándose a la realidad.

—¡Semielfo! —susurró.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué ha sucedido?

—Oí decir al mago que todo era un sueño y... y me negué a creer en ello. Desperté, ¡Pero sólo para descubrir que la pesadilla era real! ¡Mi bella tierra llena de horrores! —Alhana escondió el rostro entre las manos y Tanis se arrodilló junto a ella.

—Me abrí camino hasta aquí. Me llevó... días. Días de pesadilla. Cuando entré en la torre el dragón me capturó. Me trajo aquí, junto a mi padre, con el propósito de hacer que Lorac me asesinara. Pero mi padre no fue capaz de dañar a su propia hija, ni siquiera en sueños. Por tanto Cyan lo torturó con visiones de lo que podría hacer conmigo.

—¿Y tú? ¿Tú también tenías esas visiones? —susurró Tanis acariciando el cabello largo y oscuro de la elfa.

—No fue tan espantoso. Sabía que eran un sueño. Pero para mi pobre padre era real...—dijo comenzando a sollozar de nuevo.

El semielfo le hizo una señal a Caramon.

—Lleva a Alhana a una habitación donde pueda tenderse a descansar. Haremos lo que podamos por su padre.

—Estaré bien, hermano mío —dijo Raistlin como respuesta a la mirada de preocupación de Caramon—. Haz lo que Tanis dice.

—Ven, Alhana —la apremió Tanis, ayudándola a ponerse en pie. La muchacha se tambaleó, exhausta—. ¿Hay algún lugar donde puedas descansar? Vas a necesitar todas tus fuerzas.

Al principio pareció dispuesta a discutir, pero luego se dio cuenta de lo débil que estaba.

—Llevadme a la habitación de mi padre, os enseñaré el camino —Caramon la rodeó con el brazo y salieron lentamente de la sala.

Tanis se volvió hacia Lorac. Raistlin estaba en pie ante el elfo. Tanis oyó que el mago murmuraba unas palabras para sí.

—¿Qué ocurre? —preguntó en voz muy baja el semielfo—. ¿Está muerto?

—¿Quién? ¿Lorac? No, no lo creo. Aún no.

Tanis comprendió que el mago había estado contemplando el Orbe de los Dragones.

El Orbe era una inmensa bola de cristal, de por lo menos veinticuatro pulgadas de anchura. Estaba situada sobre una base de oro en la que se habían labrado espantosos y grotescos dibujos, reflejo de la deformada y tormentosa vida de Silvanesti. A pesar de que el Orbe debía haber sido el origen de aquella brillante luz glauca, ahora sólo despedía un irisado y vibrante resplandor proveniente del centro.

Las manos de Raistlin se movían sobre él, pero Tanis se dio cuenta de que el mago procuraba no tocarlo mientras pronunciaba unas extrañas palabras mágicas. Una débil aura roja envolvió la esfera. Tanis dio un paso atrás.

—No temas —susurró Raistlin observando como el aura se diluía —. Es el encantamiento que he pronunciado. El Orbe está aún hechizado... Su magia no ha muerto con la desaparición del dragón, como pensé que pudiera ocurrir. Sigue teniendo el control.

—¿El control de Lorac?

—Control de si mismo. Ha liberado a Lorac.

—¿Tú has logrado esto? ¿Tú lo venciste?

—¡El Orbe no ha sido vencido! —exclamó Raistlin secamente—. Fui capaz de vencer al dragón porque me ayudaron. Al darse cuenta de que Cyan Bloodbane estaba perdiendo, el Orbe lo envió lejos de aquí. Liberó a Lorac porque ya no podía utilizarlo, pero la esfera es aún muy poderosa.

—Dime, Raistlin....

—No tengo nada más que decir, Tanis. Debo conservar mis energías.

¿Quién había ayudado a Raistlin? ¿Qué más sabía el mago sobre el Orbe? Tanis abrió la boca para hablar de ello, pero al ver relampaguear los dorados ojos del mago, guardó, silencio.

—Ahora ya podemos encargamos de Lorac —añadió Raistlin.

Avanzando hacia el rey elfo, el mago retiró con cuidado la mano de Lorac del Orbe de los Dragones. Luego, puso sus esbeltos dedos en el cuello del elfo.

—Está vivo, al menos por el momento. El pulso es débil. Puedes acercarte, Tanis.

Pero el semielfo, sin apartar la mirada del Orbe, dio un paso atrás. Raistlin contempló a Tanis divertido y le hizo una seña.

Tanis se acercó a él de mala gana.

—Dime sólo una cosa más... ¿puede aún sernos de utilidad el Orbe?

Raistlin guardó silencio un largo instante. Luego respondió con voz casi inaudible:

—Sí, si osamos intentarlo.

Lorac se estremeció tembloroso y, un segundo después, comenzó a gritar —un agudo y lastimero chillido que dañaba el oído—. Se retorcía angustiosamente las manos, que eran poco más que una especie de garras esqueléticas. Tenía los ojos firmemente cerrados. Tanis intentó calmarle en vano. Lorac chilló hasta quedar exhausto, y después siguió gritando en silencio.

—¡Padre! —exclamó, de pronto, Alhana. La muchacha, tras empujar a Caramon a un lado, reapareció en la puerta de la sala de audiencias. Corriendo hacia su padre, le tomó las manos. Lloró mientras se las besaba, rogándole que se callara.

—Descansa, padre —repetía una y otra vez—. La pesadilla ha terminado. El dragón se ha ido. Puedes descansar.¡Padre!

Pero el elfo continuaba gritando.

—¡En nombre de los dioses! —exclamó Caramon al llegar junto a ellos—. No podré soportarlo mucho más tiempo.

—¡Padre! —rogaba Alhana, llamándolo sin descanso. Lentamente la voz de su amada hija fue penetrando enlos retorcidos sueños que continuaban bullendo en su torturada mente. Poco a poco el grito de Lorac fue muriendo, hasta convertirse en temerosos sollozos. El rey elfo abrió los ojos muy despacio, como si tuviera miedo de lo que pudiera ver.

—¡Alhana, hija mía! ¡Estás viva! —levantó una mano temblorosa para tocar las mejillas de la muchacha—. ¡No puede ser! ¡Te vi morir, Alhana! Te vi morir cientos de veces, y cada vez era más terrorífica que la anterior. Él te mataba, Alhana y quería que yo te matara. Pero no podía. Aunque no sé por qué, ya que he quitado la vida a tantos...

Entonces vio a Tanis. Sus ojos se abrieron de par en par, destellando odio.

—¡Tú! —exclamó Lorac, levantándose de su asiento y agarrándose con sus nudosas manos a los brazos del trono—. ¡Tú, semielfo! Te maté... o al menos lo intenté, —su mirada pasó a Raistlin y el odio se convirtió en temor. Temblando, volvió a hundirse en el trono—. ¡A ti, a ti no pude matarte!

Lorac se sentía confuso.

—No —gritó—. ¡Tú no eres él! ¡Tu túnica no es negra! y ¿Quién eres? —sus ojos volvieron a Tanis — ¿Y tú? ¿Tú no eres una amenaza? ¿Qué he hecho?.

—Descansa, padre —rogó Alhana reconfortándolo y acariciando su rostro febril—. Ahora debes reposar. La pesadilla ha terminado, Silvanesti está a salvo.

Caramon alzó a Lorac en brazos y lo llevó a sus habitaciones. Alhana caminó junto a él, sosteniendo firmemente la mano de su padre entre las suyas.

«A salvo», pensó Tanis mirando por las ventanas los torturados árboles. A pesar de que los espíritus de los guerreros elfos ya no rondaban el bosque, las angustiosas sombras que Lorac había creado en su pesadilla aún vivían. Los álamos, contorsionándose en agonía, todavía rezumaban sangre. «¿Quién vivirá aquí ahora?», se preguntaba Tanis apenado. «Los elfos no regresarán. Lo maligno penetrará en este lugar y la pesadilla de Lorac se hará realidad.»

Al pensar en el bosque maldito, Tanis se preguntó dónde estarían sus amigos. ¿Qué habría ocurrido si habían creído en la pesadilla, como Raistlin había dicho? ¿Habrían muerto verdaderamente? Con el corazón abatido, supo que tendría que regresar a buscarles.

Cuando el semielfo intentaba, de nuevo, impulsar su agotado cuerpo a la acción, sus amigos entraron en la sala de la torre.

—¡Lo he matado! —gritó Tika al ver a Tanis. Sus ojos reflejaba angustia y temor—. ¡No! ¡No me toques, Tanis! No sabes lo que he hecho. ¡He matado a Flint! ¡Yo no quería, Tanis, lo juro!

Cuando Caramon entró en la sala, Tika se volvió hacia él sollozando.

—He matado a Flint, Caramon. ¡No te acerques a mí!

—Silencio —dijo Caramon dulcemente, rodeándola en sus inmensos brazos—. Ha sido un sueño, Tika. Eso es lo que dice Raistlin. El enano nunca ha estado aquí. Shhh... —acariciando los rizos rojizos de Tika, la besó, y se abrazaron reconfortándose el uno al otro. Poco a poco Tika dejó de sollozar.

—Amigo mío... —dijo Goldmoon acercándose a Tanis.

Al ver la expresión seria y sombría de su rostro, el semielfo la abrazó con fuerza, mirando interrogadoramente a Riverwind. ¿Qué habría soñado cada uno de ellos? Pero el bárbaro sólo sacudió la cabeza, con expresión también pálida y preocupada.

En ese momento a Tanis se le ocurrió que cada uno de ellos debía haber vivido su propio sueño y, de repente, recordó a Kitiara. ¡Qué real le había parecido! Y Laurana, agonizando. Cerrando los ojos, Tanis apoyó su cabeza en la de Goldmoon y notó que Riverwind los rodeaba a ambos con sus fuertes brazos. La sensación de horror causada por el sueño comenzó a desaparecer.

Pero entonces Tanis tuvo un terrible pensamiento. ¡El sueño de Lorac se había hecho realidad! ¿Ocurriría lo mismo con los suyos?

Tanis oyó toser a Raistlin tras él. Llevándose las manos al pecho, el mago se dejó caer sobre los escalones que llevaban al trono de Lorac. Tanis vio que Caramon, quien aún sostenía a Tika, miraba a su hermano con preocupación. Pero Raistlin ignoró a su gemelo. Envolviéndose en su túnica, el mago se tendió sobre el frío suelo y cerró los ojos exhausto.

Suspirando, Caramon se arrebujó todavía más contra Tika. Tanis observó cómo la pequeña sombra de la muchacha se convertía en parte de la de Caramon y la silueta de ambos se recortaba contra los distorsionados rayos rojos y plateados de la luz de las lunas.

«Todos debemos descansar pero, ¿cómo podremos? ¿Cómo podremos volver a dormir de nuevo?», pensó Tanis.

12 Visiones compartidas. La muerte de Lorac.

No obstante, al final se durmieron. Acurrucados sobre el suelo de piedra de la torre de las Estrellas, intentaron mantenerse lo más cerca posible los unos de los otros. Mientras ellos dormían, otros despertaron en tierras frías y hostiles, tierras lejanas a Silvanesti.

Laurana fue la primera. Salió de su profundo sueño con un grito y, al principio, no tuvo ni idea de dónde se encontraba. Sólo pronunció una palabra: ¡Silvanesti!

Flint se despertó temblando. Notó que aún podía mover los dedos y que su dolor de piernas no era peor de lo habitual. Sturm también lo hizo presa de pánico. Tiritando aterrorizado, lo único que pudo hacer durante un buen rato, fue quedarse acurrucado bajo las mantas. Pero, de pronto, oyó un ruido en el exterior de su tienda. Poniéndose en pie y llevándose la mano a la espada, apartó a un lado la tela que tapaba la entrada de la misma.

—¡Oh! —Laurana dio un respingo al ver la expresión de angustia del caballero.

—Lo siento —dijo Sturm—. No quería... —entonces vio que la elfa estaba tan temblorosa que apenas podía sostener la vela —. ¿Qué ocurre?

—Sé... sé que puede sonar muy estúpido —dijo Laurana enrojeciendo—, pero acabo de tener un sueño terrorífico, y no he podido seguir durmiendo.

Dejó que Sturm la condujera al interior de la tienda. La llama de la vela que llevaba proyectaba oscuras y saltarinas sombras a su alrededor. Sturm, temiendo que se le cayera, le cogió la candela.

—No pretendía despertarse, pero te oí gritar. Y mi sueño era tan real! Salías en él...te vi...

—¿Cómo es Silvanesti? —le interrumpió Sturm bruscamente.

Laurana se le quedó mirando.

—¡Pero ahí es donde estábamos! ¿Por qué lo has preguntado? A menos... que también tú hayas soñado con Silvanesti...

Sturm se envolvió en su capa asintiendo.

—Yo... —comenzó a decir, pero oyó otro ruido fuera de la tienda. Esta vez simplemente corrió la abertura de tela —. Pasa, Flint —dijo fatigado.

El enano entró con expresión abrumada. Al ver a Laurana pareció desconcertado y comenzó a balbucear, pateando el suelo hasta que Laurana le dirigió una sonrisa.

—Ya lo sabemos —le dijo la elfa—. Has tenido un sueño. ¿Sobre Silvanesti?

Flint tosió, aclarándose la garganta y restregándose el rostro con la mano.

—Por lo que veo no he sido el único. Supongo que queréis que os cuente...

—¡No! —dijo Sturm rápidamente—. No, no quiero hablar, de ello... ¡Nunca!

—Ni yo —dijo Laurana en voz baja.

Titubeante, Flint le dio unas palmaditas a la muchacha en el hombro.

—Me alegro. Yo tampoco podría hablar. Sólo quería comprobar que en verdad fuese un sueño. Parecía tan real que creí que os encontraría a ambos...

De pronto guardó silencio. Se oyó un crujido en el exterior y, un segundo después, Tasslehoff entró acalorado.

—¿Es verdad que hablabais de un sueño? Yo nunca sueño... o por lo menos nunca recuerdo haberlo hecho. Los kenders no solemos soñar. Bueno, supongo que sí pero... —al ver la mirada de Flint el kender se apresuró a retomar el tema original—. Bien, ¡pues he tenido un sueño verdaderamente fantástico! Árboles derramando lágrimas de sangre. ¡Terribles elfos muertos que mataban a la gente! ¡Raistlin llevando la túnica negra! ¡Era totalmente increíble! Y vosotros también estabais. ¡Y todos moríamos! Bueno, casi todos, Raistlin no moría. Y había un dragón verde...

Tasslehoff guardó silencio. ¿Qué ocurría con sus amigos? Sus rostros tenían una palidez mortecina, sus ojos estaban abiertos de par en par.

—Un dragón verde... —balbuceó—, Raistlin vestido de negro. ¿Dije yo esto? La verdad es que... que le sentaba muy bien. El rojo siempre le hace parecer un poco avinagrado, no sé si sabéis lo que quiero decir. No, no lo sabéis. Bien, supongo... que lo mejor será que vuelva a mi tienda. ¿O tal vez queréis que os cuente lo demás? —miró a su alrededor esperanzado, pero nadie contestó.

—Bueno... buenas noches —murmuró. Precipitándose fuera de la tienda, regresó a su jergón, sacudiendo la cabeza confuso. ¿Qué demonios les ocurría a los otros? Era sólo un sueño...

Durante unos minutos nadie habló. Flint interrumpió el silencio con un hondo suspiro.

—No me importa tener una pesadilla —dijo el enano fríamente—. Pero no me gusta nada compartirla con un kender. ¿Cómo puede ser que todos hayamos soñado lo mismo? ¿Y qué significa?

—Tierras extrañas... Silvanesti —dijo Laurana. Tomando su vela, se dispuso a retirarse pero, de repente, se volvió—. ¿Creéis que nuestro sueño ha sido real? ¿Habrán muerto los demás? «¿Estaba Tanis con esa mujer humana?», pensó sin osar preguntarlo.

—Nosotros estamos aquí —dijo Sturm—. No hemos muerto. Lo único que podemos hacer es confiar en que nuestros amigos tampoco hayan perecido. Y... —hizo una pausa—, puede sonar extraño, pero de alguna forma que están bien.

Laurana miró al caballero intensamente durante un instante y vio su grave rostro serenarse tras el susto inicial. Se sintió relajada. Alargando la mano, tomó la de Sturm y la presionó suavemente en silencio. Luego se volvió y desapareció en la oscuridad de la noche.

El enano se puso en pie.

—Bueno, ya está bien de dormir, me ocuparé del turno de guardia.

—Te acompañaré —dijo Sturm poniéndose en pie y abrochándose el talabarte.

—Supongo que nunca llegaremos a saber cómo o por qué llegamos a soñar todos lo mismo...

—Supongo que no.

El enano salió fuera de la tienda. Sturm ya se disponía a seguirle cuando se detuvo, al ver relucir algo en el suelo. Pensando que tal vez fuera un pedazo de mecha de la vela de Laurana, se inclinó para retirarlo, pero en lugar de ello encontró la joya que Alhana le había dado y que, resbalando de su cinturón, se había caído al suelo. Recogiéndola, advirtió que refulgía con luz propia, algo que no había notado antes.

—Supongo que no —repitió Sturm pensativo, dando vueltas y más vueltas a la joya en sus manos.


Finalmente, tras largos y terroríficos meses de oscuridad, el sol ascendió en Silvanesti. Pero sólo una persona lo vio. Lorac, desde una de las ventanas de sus aposentos, contempló al sol elevarse entre los relucientes álamos. Los otros, exhaustos, dormían ruidosamente.

Alhana no se había movido del lado de su padre en toda la noche, aunque al final el cansancio había podido con ella y se había quedado dormida sentada en una silla. Lorac vio la pálida luz del sol iluminar el rostro de la muchacha. La larga cabellera negra caía sobre su rostro como negras vetas sobre mármol blanco. Su piel estaba arañada por los espinos, salpicada de costras y de sangre seca. El elfo vio belleza en ella, aunque una belleza desfigurada por la arrogancia. La muchacha era un claro ejemplo de su raza. Volviéndose de nuevo hacia la ventana, miró hacia el exterior, hacia Silvanesti, pero la imagen no lo reconfortó. La verde y perniciosa neblina se cernía aún sobre su tierra, como si el propio suelo estuviera podrido.

—Es culpa mía —se dijo a sí mismo, posando los ojos sobre los árboles retorcidos y torturados, sobre las deformadas y lastimosas bestias que rondaban las tierras intentando encontrar fin a su tormento.

Hacía más o menos cuatrocientos años que Lorac habitaba en aquella tierra. La había visto formarse y florecer con su propio trabajo y el de los suyos.

También había vivido momentos difíciles. Lorac era uno de los pocos seres vivientes de Krynn que recordaba el Cataclismo. A los elfos de Silvanesti les había resultado más fácil sobrevivir que a otros —al estar apartados de las otras razas —. Ellos sabían por qué los antiguos dioses habían abandonado Krynn —veían el mal reinante en la humanidad a pesar de que no conseguían explicarse por qué habían desaparecido también los clérigos elfos.

Por supuesto los elfos de Silvanesti supieron, a través de los vientos, de los pájaros y de otros misteriosos procedimientos, del sufrimiento de sus primos, los elfos de Qualinesti, tras el Cataclismo. Y, a pesar de quedar consternados al conocer los rumores de pillaje y asesinatos, los de Silvanesti se preguntaron qué podía esperarse de aquellos que se mezclan con los humanos. Se retiraron a sus bosques, renunciando al mundo exterior e importándoles muy poco que éste los repudiara.

Por eso a Lorac le había resultado imposible comprender que esa nueva ola maligna, proveniente del norte, amenazara sus tierras. ¿Por qué los acechaba? Tuvo un encuentro con los Señores de los Dragones para explicarles que ellos, los Silvanesti, no les ocasionarían problemas. Los elfos creían que todo el mundo tenía derecho a vivir en Krynn, cada uno a su manera, fuera buena o mala. Habló él, ellos escucharon y, al principio, todo parecía ir bien. Pero llegó el día en que Lorac comprendió que había sido traicionado, el día en que los dragones plagaron los cielos.

No obstante el desastroso acontecimiento no cogió desprevenidos a los elfos. Lorac era demasiado viejo para ello. Había dispuesto barcos para poner a su gente a salvo. El rey elfo ordenó que partiesen al mando de su hija y, cuando se quedó solo, descendió a los subterráneos de la torre de las Estrellas, donde había ocultado el Orbe de los Dragones.

Sólo su hija y los ya desaparecidos elfos clérigos conocían su existencia. El resto del mundo creía que había sido destruido durante el Cataclismo. Lorac se sentó junto a la gran esfera, contemplándola durante varios días. Recordó las advertencias de los Grandes Magos, trayendo a su mente todo lo que pudo evocar sobre el Orbe. Finalmente, a pesar de ser plenamente consciente de que no tenía ni idea de cómo manipularlo, Lorac decidió utilizarlo para intentar salvar a su tierra.

Lo recordaba vivamente. Recordaba haberlo visto arder con una rielante y fascinadora luz verde que se intensificaba cuando él la miraba. Y recordaba también haber sabido, casi desde el momento en que posó sus dedos sobre la esfera, que acababa de cometer un terrible error. No tenía ni la fuerza ni el dominio suficiente para controlar aquella magia. Pero era demasiado tarde. El Orbe ya lo había capturado y lo tenía hechizado, y lo más terrible de su pesadilla era que constantemente se le insistía en que estaba soñando pero, no obstante, era incapaz de liberarse.

Y ahora la pesadilla se había convertido en viva realidad. Lorac inclinó la cabeza, notando en su boca el sabor amargo de las lágrimas. Entonces sintió que unas manos se posaban sobre sus hombros.

—Padre, no soporto verte llorar. Aléjate de la ventana. Tiéndete en la cama. Dentro de un tiempo los bosques volverán a ser bellos. Tú ayudarás a reformarlos... ¡Tú!.

Pero Alhana no pudo mirar por la ventana sin estremecerse. Lorac notó cómo temblaba y le sonrió con tristeza.

—¿Regresará nuestra gente, Alhana? —preguntó con la mirada perdida en aquella espesura cetrina. Aquel verde no era un verde vivo y brillante, sino el tono verdoso de la muerte y la decadencia.

—Por supuesto —respondió Alhana rápidamente.

Lorac le dio unas palmaditas en la mano.

—¿Una mentira, hija mía? ¿Desde cuándo los elfos nos mentimos los unos a los otros?

—Creo que tal vez nos hayamos mentido siempre —murmuró Alhana recordando lo que había aprendido de las enseñanzas de Goldmoon—. Los antiguos dioses no abandonaron Krynn, padre. Un clérigo de la Sanadora, Mishakal, viajó con nosotros y nos contó lo que había aprendido. Yo... yo no quería creerlo porque estaba celosa. Después de todo, se trataba de una humana, ¿por qué razón iban a dar los dioses esperanzas a los humanos? Pero ahora sé que los dioses son sabios y se dirigieron a los humanos porque nosotros, los elfos, no los hubiéramos aceptado. Viviendo en este desolado lugar aprenderemos —como tú y yo hemos aprendido—, que no podemos vivir durante más tiempo en este mundo apartados de las demás razas. Los elfos trabajaremos para reconstruir, no sólo esta tierra, sino todas las tierras asoladas por el mal.

Lorac la escuchó. Sus ojos pasaron del torturado paisaje al rostro de su hija, pálido y radiante como Solinari; y alargó la mano para acariciarla.

—¿Traerás de vuelta a nuestra gente?

—Sí, padre. Volveremos y trabajaremos. Rogaremos el perdón de los dioses. Nos mezclaremos entre las gentes de Krynn y... —Alhana, de pronto, se dio cuenta de que su padre ya no podía oírla, y su rostro se llenó de lágrimas. El rey elfo tenía la mirada nublada y estaba cada vez más hundido en la silla.

—Me entrego a nuestras tierras, en las que te pido quemes mi cuerpo, hija. Ya que mi vida ha traído esta maldición sobre ellas, tal vez con mi muerte lleguen a ser bendecidas.

La mano de Lorac dejó de acariciar a su hija y resbaló lentamente. Sus ojos sin vida continuaron contemplando las atormentadas tierras de Silvanesti, pero la expresión de horror de su rostro desapareció, dando paso a otra, plena de paz.

Y Alhana no pudo llorar.


Ésa noche, los compañeros se prepararon para dejar Silvanesti. Pensaban viajar en dirección al norte siempre bajola protección de la oscuridad, pues ya entonces sabían que las tierras que debían atravesar estaban bajo el dominio de los ejércitos de los Dragones. No llevaban ningún mapa, para guiarse. Tras la experiencia de Tarsis temían confiar en ellos y, además, los únicos que podían encontrarse en Silvanesti se remontaban a miles de años atrás. Los compañeros iban a dirigirse hacia el norte a ciegas, con la esperanza de encontrar alguna ciudad portuaria donde pudieran embarcar hacia Sancrist.

También decidieron ir poco cargados para poder avanzar más rápidamente. Por otra parte, no había gran cosa que llevarse, puesto que los elfos al marchar se habían llevado toda la comida y provisiones.

El mago quiso tomar posesión del Orbe de los Dragones —tarea que nadie le disputó—. Tanis, al principio, se esforzó para encontrar la forma de transportar aquella inmensa esfera de cristal —tenía casi dos pies de diámetro y era extraordinariamente pesada. Pero, la noche anterior a su partida, Alhana se presentó ante Raistlin con un pequeño saco en las manos.

—Mi padre transportó el Orbe en este saco. Siempre lo encontré extraño, considerando su tamaño, pero él dijo que le había sido entregado en la torre de la Alta Hechicería. Tal vez pueda serte útil.

El mago alargó su delgada mano y lo agarró con ansia.

—Jistrah tagopar Ast moitparann Kini —murmuró, contemplando satisfecho cómo la indescriptible bolsa comenzaba a relucir con una tenue luz rosa—. Sí, está hechizado. Caramon, ve y tráeme el Orbe.

Caramon lo miró horrorizado.

—¡Ni a cambio del mayor tesoro del mundo! —exclamó con un gruñido.

—¡Bah, no seas estúpido, Caramon! El Orbe no puede dañar a aquellos que no intentan manejarlo. ¡Créeme, querido hermano, tú no tienes poder ni para controlar una cucaracha!

—Pero puede atraparme.

—No, porque busca sólo a aquellos que... —Raistlin se interrumpió bruscamente.

—¿Sí? —dijo Tanis en voz baja—. Continúa. ¿A quiénes busca?

—A aquellos que son inteligentes —profirió Raistlin furioso—. Por tanto creo que los miembros de este grupo están totalmente a salvo. Tráeme el Orbe, Caramon, ¿o tal vez prefieras llevarlo tú mismo? ¿O tú, Semielfo? ¿O quizás tú, clérigo de Mishakal?

Caramon miró a Tanis con expresión de incomodidad, y el semielfo se dio cuenta de que el guerrero estaba buscando su aprobación. Aquello resultaba muy extraño en el gemelo, quien siempre había hecho lo que Raistlin mandaba sin dudarlo un segundo. Tanis vio que él no era el único en notar la silenciosa súplica de Caramon. Los ojos de Raistlin relampagueaban con furia.

En esta ocasión Tanis sintió más desconfianza del mago que nunca, desconfianza de aquel extraño y creciente poder de Raistlin. «Es ilógico. Es sólo una reacción a la pesadilla, nada más», se decía a sí mismo. Pero aquello no solucionó nada el problema. ¿Qué debían hacer con aquel objeto? De hecho, comprendió apesadumbrado, que las opciones eran pocas.

—Raistlin es el único con los conocimientos, la destreza y... —será mejor que lo afrontemos, las agallas para manejar esa esfera —dijo Tanis de mala gana—. Mi opinión es que él debería llevarlo, a menos que uno de vosotros quiera asumir la responsabilidad.

Ninguno de ellos habló, aunque Riverwind sacudió la cabeza, frunciendo el ceño. Tanis sabía que tanto el bárbaro como Raistlin, si tuvieran que decidir, dejarían el Orbe en Silvanesti.

—Adelante, Caramon —dijo Tanis —. Eres el único con fuerza suficiente para levantarlo.

Caramon, se dirigió a regañadientes hacia la peana de oro donde estaba el Orbe. Cuando extendió los brazos para tocarlo, las manos le temblaron, pero al posarlas sobre la gran esfera no ocurrió nada. Suspirando aliviado, Caramon lo levantó, refunfuñando por el peso, y se lo llevó a su hermano, quien sostuvo el saco abierto.

—Déjalo caer en el saco —ordenó Raistlin.

—¿Qué? —Caramon contempló la pequeña bolsa que sostenían las frágiles manos de mago—. ¡No puedo, Raistlin! ¡No va a caber! ¡Se romperá en pedazos!

El inmenso guerrero guardó silencio mientras los ojos del mago relampagueaban dorados en la agonizante luz del día.

—¡No, Caramon, espera! —Tanis se abalanzó hacia adelante, pero esta vez el guerrero hizo lo que Raistlin ordenaba. Lentamente, con la mirada fija en los relucientes ojos de su hermano, Caramon dejó caer el Orbe de los Dragones.

Y... ¡el Orbe desapareció!

—Pero, cómo...? ¿Dónde...? —Tanis miró a Raistlin con suspicacia.

—Dentro del saco —replicó el mago con calma, mostrando la pequeña bolsa—. Si no confías en mí compruébalo tú mismo.

Tanis asomó la cabeza. En efecto, estaba en el interior, y era el auténtico. Ahora no tenía ninguna duda, pues podía ver la arremolinada calina verde que lo rodeaba, como si una débil vida se agitase en su interior. «Debe haber menguado», pensó extrañado, pero el Orbe parecía tener el mismo tamaño que antes, produciéndole a Tanis la curiosa impresión de que en todo caso era él el que había crecido.

Tanis retrocedió temblando. Raistlin le dio un rápido tirón a la cuerda que había en el extremo superior del saco, cerrándolo de golpe. Luego, mirando al resto de los compañeros con desconfianza, deslizó la bolsa en el interior de su túnica, ocultándola en uno de sus numerosos bolsillos secretos. Cuando se disponía a salir de la estancia, Tanis lo detuvo.

—Ya nada volverá a ser igual entre nosotros, ¿verdad? —preguntó el semielfo en voz baja.

Raistlin lo contempló durante unos segundos, y Tanis pudo entrever un breve destello de pesar en los ojos del mago, un deseo de amistad, confianza, de retorno a los días de juventud.

—No —susurró Raistlin—. Pero éste fue el precio que tuve que pagar...

—¿Precio? ¿A quién? ¿Por qué motivo...?

—No hagas preguntas, Semielfo —el mago comenzó a toser violentamente. Caramon lo rodeó con el brazo y Raistlin se apoyó en él con debilidad. Cuando se recuperó del ataque, alzó sus dorados ojos—. No puedo darte una respuesta Tanis, porque ni yo mismo la sé.

Inclinando la cabeza, el mago dejó que Caramon lo acompañara a un lugar donde pudiera descansar antes de emprender el viaje.

—Desearía que lo reconsideraras y nos dejaras asistir a los ritos funerarios en memoria de tu padre —le dijo Tanis a Alhana cuando se despedían en la puerta de la torre de las Estrellas—. Un día no representaría mucha diferencia para nosotros...

—Sí, permítenos quedarnos —suplicó encarecidamente Goldmoon—. Puedo ayudarte a preparar la ceremonia, ya que las costumbres funerarias de mi pueblo son similares a las vuestras, si Tanis me las ha explicado correctamente. Yo era sacerdotisa de mi tribu, y presidía el amortajamiento del cuerpo del difunto con las telas que podían conservarlo...

—No, amigos míos —dijo Alhana con firmeza—. Mi padre deseaba que fuera yo sola quien lo hiciera.

Aquello no era del todo verdad, pero Alhana sabía que quedarían muy extrañados al ver cómo el cadáver de su padre era confiado a la tierra —costumbre practicada únicamente entre los goblins y otras criaturas malignas. La idea le aterraba. Involuntariamente, su mirada se desvió hacia el torturado árbol que debía señalar la tumba de Lorac, presidiéndola como una terrible ave de presa. Rápidamente apartó la mirada.

—Hace ya tiempo que su tumba está preparada, y tengo alguna experiencia en estas cosas... No os preocupéis por mí, por favor.

Tanis vio la angustia reflejada en su rostro, pero no pudo negarse a respetar su demanda.

—Lo comprendemos —dijo Goldmoon. Un segundo después, con un impulso instintivo, la mujer bárbara de Que-shu rodeó con sus brazos a la princesa elfa y la apretó contra ella como si se tratara de un chiquillo asustado. Alhana, al principio, estaba rígida, pero luego se abandonó al compasivo abrazo de Goldmoon.

—Que la paz esté contigo —le susurró Goldmoon, retirando cariñosamente las hebras de cabello oscuro que caían sobre el rostro de la muchacha elfa.

—¿Qué harás después de enterrar a tu padre? —preguntó Tanis cuando Alhana y él se quedaron solos en los escalones de entrada de la torre.

—Regresaré con mi gente —replicó Alhana gravemente—. Ahora que nuestra tierra se ha liberado del mal, los grifos volverán a buscarme y me llevarán a Ergoth. Haremos lo que podamos para intentar acabar con lo maligno. Luego, regresaremos a casa.

Tanis miró a su alrededor. Silvanesti aparecía horrible incluso a la luz del día, por lo que de noche era tan terrorífico que no se podía expresar con palabras.

—Ya lo sé —replicó Alhana como respuesta a los silenciosos pensamientos del semielfo—. Este será nuestro castigo.

Tanis arqueó las cejas con escepticismo, pues sabía la lucha que la elfa debería librar para conseguir que su pueblo regresara. Pero al ver la convicción reflejada en el rostro de Alhana, supo que lo lograría.

Sonriendo, cambió de tema.

—¿Encontrarás tiempo para ir a Sancrist? —le preguntó—.Los caballeros quedarían muy honrados por tu presencia, especialmente uno de ellos.

El rostro de Alhana se tiñó de rubor.

—Tal vez... Aún no puedo saberlo. He aprendido muchas cosas, pero me llevará mucho tiempo conseguir que formen parte de mí misma —sacudió la cabeza, suspirando—. Puede que nunca llegue a sentirme verdaderamente cómoda con ellas. ¿Cómo aprender a querer a un humano?

Alhana alzó la cabeza y miró a Tanis a los ojos.

—¿Sería él feliz, Tanis, lejos de su hogar, ya que debo regresar a Silvanesti? ¿Y podría yo ser feliz, siendo todavía joven, y viéndole, en cambio, envejecer y morir?

—Yo me hice las mismas preguntas, Alhana. Si negamos el amor que se nos otorga y si nos resistimos a dar amor por temor al dolor de la pérdida, entonces nuestras vidas serán vacías y la pérdida mucho mayor.

—Cuando nos conocimos me pregunté cómo era que los demás te seguían a ti, Tanis Semielfo. Ahora lo comprendo. Tomaré en consideración tus palabras. Adiós, Tanis, hasta que el viaje de tu vida termine.

—Adiós, Alhana —dijo Tanis tomando la mano que ella le tendía. No encontró nada más que decir, por lo que se volvió y la dejó.

Pero al marchar no pudo evitar preguntarse: «¿Por qué, si aquello sonaba tan sensato, reinaba en su vida tanto desorden?»


Tanis se reunió con sus compañeros en la linde del bosque. Durante unos segundos se quedaron ahí, en pie, temiendo penetrar en él. Aunque sabían que el mal había abandonado aquellas tierras, la idea de viajar, durante varios días, entre aquellos árboles no era nada atractiva. Pero no tenían elección. Todavía sentían la misma sensación de urgencia que los había llevado hasta aquel punto. El tiempo iba transcurriendo y sentían que no podían desperdiciar ni un segundo, a pesar de no saber exactamente por qué.

—Ven, hermano —dijo Raistlin finalmente.

El mago los guió hacia el interior del bosque, alzando su Bastón de Mago para iluminar el camino. Caramon lo siguió con un suspiro. Uno por uno, los demás caminaron tras ellos. El único en volver atrás la mirada fue Tanis.

La tierra estaba cubierta de una espesa oscuridad, como si también ella estuviera en duelo por la muerte de Lorac. Alhana seguía en la puerta de la torre de las Estrellas, su silueta se recortaba contra el alto edificio que relucía con la luz de los rayos de luna almacenados durante años. Lo único visible entre las sombras era el rostro de Alhana, que parecía un fantasma de Solinari. La elfa alzó una mano y hubo un breve y claro destello de luz pura y blanca —la joya Estrella—, luego la muchacha desapareció en las sombras de la noche.

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