LIBRO V

1 El hechicero rojo y sus maravillosos trucos

Las sombras se deslizaron entre las polvorientas mesas de la taberna «El Cerdo y el Silbido». La brisa marina de la bahía de Balifor se filtraba por las desajustadas ventanas produciendo un agudo silbido —ese peculiar sonido era el que le otorgaba a la posada la última parte de su nombre. Al ver al posadero, cualquiera hubiese adivinado el por qué de la primera parte del mismo. William Sweetwater, hombre jovial y de buen corazón, había recibido tal impresión a los pocos meses de su nacimiento —por lo menos eso era lo que se decía en el pueblo— cuando un cerdo errante derribó su cuna, que los rasgos del animal quedaron impresos en su rostro para siempre.

No obstante, aquel desafortunado parecido no había malogrado el carácter de William. Fue marinero de profesión hasta que se retiró para satisfacer la ambición de toda su vida: tener una posada. No había hombre más respetado y querido en todo Port Balifor que William Sweetwater. Nadie se reía con más ganas que él de los chistes sobre cerdos. Incluso podía gruñir de forma bastante real y, a menudo, hacía imitaciones de esos animales para diversión de sus clientes.

Sin embargo, en esas fechas William raramente hacía bromas. La atmósfera de «El Cerdo y el Silbido» era oscura y triste. Los pocos antiguos clientes que entraban se sentaban juntos y hablaban en voz baja, pues Port Balifor era ahora una ciudad ocupada, invadida por los ejércitos de los Señores de los Dragones, cuyos barcos habían arribado recientemente a la bahía, desembarcando sus tropas de repugnantes draconianos.

Las gentes de Port Balifor —humanos en su mayoría se sentían atemorizados por estas circunstancias. Sin embargo, podían considerarse afortunados, pues ningún dragón había arrasado su ciudad y los draconianos, generalmente, no los molestaban. Los Señores de los Dragones no estaban especialmente interesados en la zona oriental del continente de Ansalon. El territorio estaba poblado de forma muy dispersa: sólo había unas pobres y escasas comunidades de humanos y Kendermore, la tierra natal de los kenders. Una escuadrilla de dragones hubiera podido asolar los campos, pero los Señores de los Dragones necesitaban concentrar sus fuerzas en el norte y en el oeste. Mientras los puertos continuaran abiertos, los Grandes Señores no tenían necesidad de devastar las tierras de Balifor y Goodlund.

Aunque tenía pocos clientes, el negocio le iba bien a William Sweetwater. Las tropas de draconianos y de goblins estaban bien pagadas, y su única debilidad eran las bebidas fuertes. Pero William no había abierto su taberna por dinero, sino que adoraba la compañía de sus amigos, viejos y nuevos. En cambio no disfrutaba de la compañía de las tropas de los Grandes Señores. Cuando éstas entraban, sus antiguos clientes se marchaban. Por tanto, William no tardó en subir los precios a los draconianos, cobrándoles tres veces más caro que en cualquier otra taberna de la ciudad. Además, le echaba agua a la cerveza. Consecuentemente, su local estaba casi desierto de esa desagradable clientela. Esta solución satisfacía a William.

Se hallaba charlando con algunos amigos —marinos en su mayoría, de piel morena y curtida, y sin dientes— la tarde en que los forasteros entraron en su taberna. Por un momento, William los contempló con suspicacia, pero al ver que eran fatigados viajeros en lugar de soldados de los Grandes Señores, el tabernero los saludó cordialmente y los acompañó a una mesa situada en un rincón.

Los forasteros pidieron una ronda de cerveza —excepto uno de ellos ataviado con una túnica roja, que pidió agua caliente. Luego, tras una apagada discusión en voz baja que se centró en un gastado monedero de cuero y en el número de monedas que éste contenía, le pidieron a William que les trajera algo de pan y de queso.

—No son de esta zona —dijo William a sus amigos en voz baja mientras sacaba la cerveza de un barril especial y no del que servía a los draconianos y yo diría que tan pobres como un marinero que lleva una semana en tierra.

—Deben ser refugiados... —dijo uno de los marinos, observándolos atentamente.

—Una extraña mezcla —añadió otro—. Ese sujeto de barba pelirroja parece un semielfo. Y aquél tan grande lleva suficientes armas para luchar él solo contra todo un ejército de draconianos.

—Apuesto a que ha matado a más de uno con su espada —gruñó William—. Juraría que huyen de algo. Observad la manera en que el hombre barbudo mira hacia la puerta. Bueno, no podemos ayudarles a luchar contra los Grandes Señores, pero me ocuparé de que no les falte nada —dijo disponiéndose a servirles.

—Guardad vuestro dinero —ordenó William con brusquedad, poniendo en la mesa no sólo pan y queso sino también una bandeja llena de carne fría y apartando un lado las monedas—. Tenéis problemas de algún tipo, eso está más claro que mi nariz en forma de hocico de cerdo.

Una de las mujeres le sonrió. Era la mujer más bella que el posadero hubiese visto nunca. Sus cabellos de oro y plata relucían bajo una capucha de pieles, y sus ojos azules eran como el océano en un día de calma. Cuando ella le sonrió, William sintió como si la calidez de un buen brandy acabara de recorrer todo su cuerpo. Pero un hombre de expresión ceñuda que estaba sentado junto a ella, empujó las monedas de nuevo hacia él.

—No aceptamos caridad —le dijo el hombre.

—¿No? —preguntó el inmenso guerrero ansiosamente, contemplando la carne ahumada con ojos anhelantes.

—Riverwind —reconvino la mujer, posando suavemente su mano sobre el brazo del hombre. El semielfo también parecía dispuesto a intervenir, cuando el hombre de la túnica roja, el que había pedido el agua caliente, alargó una mano y tomó una moneda.

Balanceando la moneda sobre su huesuda mano de color metálico, el hombre la hizo danzar sin esfuerzo alguno sobre sus nudillos. Los ojos de William se abrieron de par en par. Sus dos amigos, que estaban en el mostrador, se acercaron a la mesa para ver mejor. La moneda aparecía y desaparecía entre los dedos del hombre de la túnica roja, danzando y saltando. De pronto desapareció en el aire para reaparecer sobre la cabeza del mago en forma de seis monedas, que giraron sobre su capucha. Haciendo un gesto, el hechicero las envió a danzar sobre la cabeza de William. Los marineros lo contemplaban boquiabiertos.

—Quédate una por las molestias —dijo el mago en un susurro.

Tibubeante, William intentó agarrar las monedas que pasaban ante sus ojos, ¡pero su mano las atravesaba! De pronto las seis monedas desaparecieron, y tan sólo quedó una sobre la palma de la mano del extraño personaje de la túnica roja.

—Te daré ésta como pago —dijo, esbozando una ligera sonrisa—, pero ten cuidado.Puede que te agujeres el bolsillo.

William aceptó la moneda con cautela. Sosteniéndola entre dos dedos, la contempló con suspicacia. ¡De pronto la moneda ardió en llamas! Emitiendo un tembloroso gemido, William la dejó caer al suelo y puso su pie sobre ella. Sus dos amigos soltaron una carcajada. El tabernero recogió la moneda y descubrió que estaba fría y en perfecto estado.

—¡Esto paga la carne de sobras! —dijo William sonriendo.

—Y el alojamiento de una noche —añadió uno de los marineros, sacándose del bolsillo un puñado de monedas.

—Creo que hemos resuelto nuestro problema —dijo Raistlin en voz baja mirando a sus compañeros.


Así nació el Hechicero Rojo y sus maravillosos trucos, un espectáculo itinerante del que aún hoy se habla, tanto en el sur, en la zona de Port Balifor, como en el norte.

A la noche siguiente, el mago de la túnica roja comenzó a realizar sus juegos de manos ante una audiencia compuesta por los amigos de William. Después de que hubiera trabajado en «El Cerdo y el Silbido» durante una semana, Riverwind —que al principio se oponía a ello— tuvo que admitir que las actuaciones de Raistlin parecían no sólo resolver sus problemas financieros, sino también otros más apremiantes.

La escasez de dinero era el problema más urgente. Los compañeros podían habérselas arreglado para vivir de la caza —incluso en invierno—, gracias a Riverwind y a Tanis. Pero tenían que adquirir los pasajes de un barco que los llevara a Sancrist. Una vez obtenido el dinero, necesitaban poder viajar libremente por las tierras ocupadas por el enemigo.

En su adolescencia, Raistlin había utilizado con frecuencia su destreza manual para ganar unas monedas para él y para su hermano. Aunque su maestro lo desaprobara y amenazara con expulsar al joven mago de la escuela, Raistlin había conseguido bastantes éxitos. Ahora, su creciente poder le permitía un nivel que antes no hubiera alcanzado. Conseguía mantener a su audiencia literalmente hechizada con sus trucos y habilidades.

A una orden de Raistlin, barcos de alas blancas navegaban de un lado a otro de la barra de «El Cerdo y el Silbido», salían pájaros de las soperas, y por las ventanas se asomaban dragones que lanzaban llamas sobre los asombrados asistentes. En el apoteósico final, el mago, ataviado con una túnica roja de lentejuelas que Tika le había confeccionado, se consumía totalmente en ardientes llamas, para reaparecer unos segundos después por la puerta de la taberna, y beberse tranquilamente un vaso de vino blanco a la salud de su audiencia.

En menos de una semana, William había ganado más dinero del que hubiera conseguido en todo un año, en circunstancias normales, y lo que era mejor aun —por lo que a el respectaba sus amigos estaban consiguiendo olvidar sus problemas. No obstante, al poco tiempo comenzaron a llegar clientes no deseados. Al principio, la aparición de goblins y draconianos le había enojado, pero Tanis había aplacado su enfado, y William, a regañadientes, les permitió quedarse

En realidad, a Tanis le agradó verlos. Bajo su punto de vista era positivo, pues resolvía su segundo problema. Si las tropas de los Señores de los Dragones disfrutaban del espectáculo y lo difundían, los compañeros podrían viajar sin molestias por las tierras ocupadas.

Habían planeado —tras consultarlo con William—, dirigirse a Flotsam, una ciudad al norte de Port Balifor, situada en el Mar Sangriento de Istar. Allí confiaban encontrar un barco. En Port Balifor, según el posadero, nadie les proporcionaría pasajes. Todos los propietarios de barcos trabajaban, sus naves habían sido confiscadas, para los Señores de los Dragones. Pero Flotsam era un conocido reducto para aquellos que estuvieran más interesados en el dinero que en la política.

Los compañeros se quedaron en «El Cerdo y el Silbido» durante un mes. William les proporcionó habitaciones y manutención gratis, e incluso les permitió quedarse con todo el dinero que ganaban. Aunque Riverwind protestó ante su generosidad, William declaró que todo lo que le importaba era recuperar sus antiguos clientes.

Durante este tiempo, Raistlin mejoró y alargó su representación, la cual, al principio, sólo consistía en sus trucos. Pero el mago se cansaba pronto, por lo que Tika se ofreció a bailar para darle tiempo a descansar entre una actuación y otra. Se hizo un traje tan seductor, que Caramon se opuso totalmente al plan. Tika se rió de él. Su danza fue un éxito e hizo que ganaran todavía más dinero, por lo que Raistlin la incorporó inmediatamente al espectáculo.

Al ver que los asistentes disfrutaban con la diversión, el mago comenzó a pensar en los demás. Consiguió persuadir a Caramon para que realizara un número de fuerza en el que, en el momento álgido, el guerrero levantaba al fornido William sobre su cabeza con una sola mano. Tanis divertía a la audiencia con su habilidad elfa de «ver» en la oscuridad. Un día, cuando Raistlin estaba contando el dinero recogido en la actuación de la noche previa, Goldmoon se dirigió a él.

—Me gustaría cantar en la actuación de esta noche —le dijo la mujer.

Raistlin alzó la mirada incrédulo. Sus ojos se desviaron hacia Riverwind. El bárbaro asintió de mala gana.

—Tienes una voz poderosa —dijo Raistlin mientras deslizaba el dinero en una bolsa y apretaba con firmeza el cordón que la cerraba—. Lo recuerdo muy bien. La canción que te oí cantar en «El Último Hogar» provocó un tumulto en el que casi nos matan.

Goldmoon enrojeció al recordar la fatídica canción que le había hecho conocer al grupo. Frunciendo el entrecejo, Riverwind posó una mano sobre su hombro.

—¡Déjalo! —dijo el bárbaro secamente, mirando al mago—. Ya te lo dije...

Pero Goldmoon sacudió la cabeza testaruda, alzando la barbilla en un gesto habitual e imperativo.

—Cantaré —dijo fríamente—, y Riverwind me acompañará. He escrito una canción.

—Muy bien —respondió el mago, deslizando la bolsa de las monedas en su túnica—. La probaremos.

Aquella noche «El Cerdo y el Silbido» estaba totalmente atestada. Había un público variado: marineros, draconianos, goblins, y varios kenders —la presencia de estos últimos hacía que todos estuvieran muy pendientes de sus pertenencias. William y dos ayudantes iban de un lado para otro, sirviendo bebidas y comida. Llegado el momento comenzó la actuación.

El público aplaudió a las monedas danzarinas de Raistlin, rieron cuando un cerdo ilusorio danzó sobre la barra, y casi se caen de sus asientos de terror cuando un gigantesco dragón entró por la ventana. El mago, tras saludar, se retiró a descansar. Entonces le llegó el turno a Tika.

La audiencia, en particular los draconianos, vitorearon la danza de Tika, golpeando las mesas con sus jarras de cerveza.

Después apareció Goldmoon, vestida con un túnica azul pálido. Sus cabellos de oro y plata caían sobre sus hombros, reluciendo como el agua bajo la luz de la luna. La gente se calló al instante. Sin decir nada, la mujer bárbara tomó asiento en una silla situada sobre la tarima que William había construido. Era tan bella que los asistentes no profirieron ni un sólo murmullo. Todos esperaron con atención.

Riverwind se sentó sobre el suelo, a sus pies. Llevándose a los labios una flauta labrada a mano, el bárbaro comenzó a tocar y, unos segundos después, la voz de Goldmoon se fundió con el sonido de la flauta. La canción era sencilla, la melodía dulce y armoniosa, aunque persistente. Pero lo que llamó la atención de Tanis fue la letra, la cual le hizo intercambiar una mirada de preocupación con Caramon. Raistlin, que estaba sentado a su lado, agarró a Tanis por el brazo.

—¡Me lo temía! ¡Otro tumulto!

—Tal vez no —susurró Tanis —. Mira la audiencia.

Las mujeres habían recostado la cabeza sobre el hombro de sus maridos. Los draconianos parecían hechizados —como animales salvajes encandilados por la música. Únicamente los goblins arrastraban cansinamente los pies, aparentemente aburridos, pero tan temerosos de los draconianos que no osaban protestar.

La canción de Goldmoon hablaba de los antiguos dioses. Relataba cómo éstos habían enviado el Cataclismo para castigar al Sumo Sacerdote de Istar y a las gentes de Krynn por su orgullo. Hablaba de los terrores de esa noche y de las que la habían seguido. Les recordaba cómo la gente, creyéndose abandonada, había comenzado a rezar a los falsos dioses. Después cantaba un mensaje de esperanza: los dioses no los habían abandonado. Los verdaderos estaban allí, esperando únicamente a que alguien los escuchara.

Cuando su canción terminó, y el lastimero sonido de la flauta murió, la mayoría de los asistentes sacudieron la cabeza, como si acabaran de despertar de un bello sueño. Si se les preguntaba de qué había tratado la canción, no sabían qué responder. Los draconianos se encogieron de hombros y pidieron más cerveza. Los goblins gritaron, pidiendo que Tika volviera a danzar de nuevo. Pero aquí y allá, Tanis descubrió varios rostros que aún reflejaban la maravillosa sensación que la canción les había producido. Por lo que no le sorprendió nada ver a una joven mujer de piel oscura acercarse tímidamente a Goldmoon.

—Os pido disculpas por molestaros, señora —dijo la mujer—, pero vuestra canción me ha impresionado profundamente. Quisiera saber más cosas de los antiguos dioses.

Goldmoon sonrió.

—Ven a verme mañana y te enseñaré lo que sé.

Y así, lentamente, la palabra de los antiguos dioses comenzó a difundirse. Cuando los compañeros se marcharon de Port Balifor, la mujer de piel oscura, un hombre de voz suave, y varias personas más, llevaban ya el medallón azul de Mishakal, diosa de la Curación. En secreto, fueron llevando esperanza al ensombrecido y alterado mundo de Krynn.


Al finalizar el mes, los compañeros pudieron comprar un carromato, caballos para tirar de él, caballos para montar, y provisiones. Lo que sobró lo reservaron para la compra del pasaje de barco hacia Sancrist. Planearon ganar más dinero actuando en las pequeñas comunidades granjeras existentes entre Port Balifor y Flotsam.

Cuando el Hechicero Rojo dejó Port Balifor, muchos de sus entusiastas seguidores salieron a despedir el carromato. A pesar de llevar los trajes empaquetados, provisiones para dos meses, y un barril de cerveza, que les había regalado William, la carreta era lo suficientemente grande para que Raistlin durmiera y viajara en ella. Además, contenía las tiendas multicolores en las que dormirían los compañeros.

Tanis miró a su alrededor, sacudiendo la cabeza y observando la insólita imagen que ofrecía el grupo. Parecía que —en medio de todas las cosas que les habían sucedido— esto fuera lo más extraño. Contempló a Raistlin, sentado al lado de su hermano, que conducía la carreta. La túnica roja de lentejuelas del mago relucía como el fuego bajo el brillante sol de invierno. Raistlin, un tanto encorvado para defenderse del viento, miraba al frente, envuelto en una ola de misterio que hacía las delicias de la gente. Caramon, vestido con un traje de piel de oso, obsequiado también por William, había cubierto su cabeza con la cabeza del oso, por lo cual parecía que fuera ese animal el que guiara el carromato. Los niños vitoreaban, mientras él les gruñía con una mueca de ferocidad.

Ya casi habían salido de la ciudad, cuando un comandante draconiano los detuvo. Tanis, con el corazón en un puño, avanzó hacia adelante llevándose la mano a la espada. Pero el comandante sólo quería asegurarse de que pasarían por Bloodwatch, donde había un campamento de draconianos, porque había mencionado el espectáculo a uno de sus amigos y las tropas estaban deseando verles. Tanis, jurando internamente no poner un pie en ese lugar, prometió al comandante que sin duda alguna pasarían por allí.

Finalmente llegaron a las puertas de la ciudad. Descendiendo de sus monturas, se despidieron de su amigo William. Este abrazó a cada uno de ellos, comenzando por Tika y terminando por Tika. Se disponía a abrazar a Raistlin, pero los ojos del mago se abrieron de forma tan alarmante cuando se acercó a él, que el posadero retrocedió precipitadamente.

Los compañeros volvieron a montar sus caballos. Raistlin y Caramon regresaron a la carreta. La muchedumbre gritó y los apremió para que regresaran durante las celebraciones de primavera. Los guardias abrieron las puertas, deseándoles un viaje tranquilo y los compañeros se alejaron. Las puertas se cerraron tras ellos.

El viento era frío. Las nubes grises que poblaban el cielo comenzaron a arrojar nieve. El camino, que les habían asegurado que era bastante transitado, se extendía ante ellos vacío y desierto. Raistlin comenzó a temblar y a toser. Poco después, comunicó que seguiría el viaje en el interior del carromato. Los demás se pusieron las capuchas y se envolvieron todavía más en sus capas de pieles.

Caramon, que guiaba a los caballos por el enlodado camino, parecía desacostumbradamente pensativo.

—Sabes, Tanis —dijo con solemnidad—, casi no puedo expresar lo contento que me siento de que ninguno de nuestros amigos haya visto nuestras actuaciones. ¿Puedes imaginarte lo que hubiera dicho Flint? Ese enano gruñón nunca me hubiera permitido olvidar una cosa así. ¿Y qué me dices de Sturm? —el inmenso guerrero sacudió la cabeza, recordando a los ausentes. «Sí», suspiró Tanis. «Puedo imaginarme a Sturm. Querido amigo, nunca comprendí lo importante que eras para mí... tu valentía, tu noble espíritu. ¿Estás vivo, amigo mío? ¿Volveremos a encontrarnos, o nos hemos separado para siempre, como predijo Raistlin?.

El grupo siguió avanzando. El día se hizo más oscuro, la tormenta arreció. Riverwind disminuyó el paso para situarse junto a Goldmoon. Tika ató su caballo a la carreta y se subió al pescante junto a Caramon. Raistlin dormía en el interior.

Tanis montaba solo, con la cabeza baja, con el pensamiento en algún lugar lejano.

2 El juicio de los Caballeros de Solamnia.

—Y... finalmente —dijo Derek en un tono de voz bajo y comedido—, acuso a Sturm Brightblade de cobardía ante el enemigo.

Un creciente murmullo recorrió la asamblea de caballeros reunidos en el castillo del comandante Gunthar. Tres de ellos, sentados frente a una inmensa mesa de roble que presidía la asamblea, se acercaron para conferenciar en voz baja.

Mucho tiempo atrás, un juicio a un Caballero de Solamnia hubiera sido presidido tal como prescribía la Medida por el Gran Maestre, el Sumo Sacerdote y el Juez Supremo. Pero ahora no había Gran Maestre. Desde el Cataclismo tampoco había habido ningún Sumo Sacerdote y, aunque el Juez Supremo —el comandante Alfred Marke— estuviera presente, el poder que le otorgaba su posición era bastante insignificante. A quienquiera que se convirtiera en el nuevo Gran Maestre, le sería fácil reemplazarlo.

A pesar de estas vacantes en la jefatura de la Orden, los asuntos de los caballeros debían seguir adelante. El comandante Gunthar Uth Wistan, aunque no fuera lo suficientemente influyente para reclamar el codiciado cargo de Gran Maestre, tenía el suficiente poder como para ejercerlo. Por tanto estaba dispuesto a juzgar a Sturm Brightblade. El comandante Alfred se sentaba a su derecha, y a su izquierda se hallaba el joven comandante Michael Joeffrey, que hacía las veces de Sumo Sacerdote.

Frente a ellos, en la gran sala del castillo Uth Wistan, había otros veinte Caballeros de Solamnia, provenientes de varios lugares de Sancrist, que habían sido convocados rápidamente para ejercer como testigos del juicio —tal como prescribía la Medida. Estos eran los que murmuraban y sacudían la cabeza, mientras sus jefes conferenciaban.

Derek se levantó del asiento, que estaba frente a la mesa de roble alrededor de la que se sentaban los dirigentes del juicio, y saludó al Comandante Gunthar. Su declaración había llegado a su fin. Ahora sólo restaba la « Respuesta del Caballero» y el propio juicio. Derek se dirigió a su lugar entre los demás caballeros, riendo y charlando con ellos.

Una sola persona de la sala estaba callada: Sturm Brightblade. Había permanecido inmóvil a lo largo de todas las acusaciones de Derek Crownguard. Había escuchado los cargos de insubordinación, desobediencia a las órdenes, y de pretender hacerse pasar por un caballero ya investido, sin que se le escapara ni un sólo murmullo. Su rostro no reflejaba expresión alguna.

El comandante Gunthar miró a Sturm, tal como lo había estado contemplando durante todo el juicio. El rostro de Sturm aparecía pálido e inmóvil, y su postura era tan rígida, que Gunthar comenzó a preguntarse si aquel hombre había estado vivo alguna vez. Sólo lo había visto vacilar en una ocasión. Ante la acusación de cobardía, un estremecimiento había recorrido todo su cuerpo. La expresión de su rostro, Gunthar tan sólo recordaba haber visto otra semejante en una ocasión, en un hombre que acababa de ser atravesado por una espada. Pero Sturm había recuperado rápidamente su compostura.

Gunthar se hallaba tan interesado en contemplar a Brightblade, que casi perdió el hilo de la conversación que mantenían los dos caballeros que estaban sentados junto a él. Oyó sólo el final de la frase del comandante Alfred.

—...no autorizar la «Respuesta del Caballero».

—¿Por qué no? —preguntó secamente el comandante Gunthar—. De acuerdo con la Medida tiene todo el derecho.

—Nunca hemos tenido un caso parecido —declaró llanamente el comandante Alfred, Caballero de la Espada—. El otras ocasiones, cuando alguien ha sido traído frente al Consejo de la Orden para dilucidar sobre su investidura, había testigos, muchos testigos. Se le otorgaban la oportunidad de explicar los motivos de sus acciones. Nadie se cuestionaba si había realizado o no esas acciones. Pero la única defensa de Brightblade...

—Sería decirnos que Derek miente —finalizó el comandante Michael Jeoffrey, Caballero de la Corona—. Yeso es impensable. ¡Que su palabra prevalezca sobre la de un Caballero de la Rosa!

—De todas formas ese joven debe tener su oportunidad —dijo Gunthar mirando ceñudamente a los otros dos—. Ésa es la ley, de acuerdo con la Medida. ¿Alguno de vosotros la cuestiona?

—No...

—No, desde luego que no. Pero...

—Muy bien —Gunthar se atusó el bigote e, inclinándose hacia adelante, golpeó ligeramente la mesa de madera con la empuñadura de la espada —la espada de Sturm que estaba sobre ella. Los otros dos caballeros intercambiaron miradas a sus espaldas, uno de ellos arqueó las cejas y el otro se encogió ligeramente de hombros. Gunthar se dio cuenta de esto, igual que percibía las tramas e intrigas encubiertas que proliferaban últimamente entre los caballeros. Pero decidió ignorarlo.

Al no ser lo suficientemente poderoso para reclamar el cargo vacante de Gran Maestre, y pese a ser el más fuerte y enérgico de los caballeros que usualmente asistían al Consejo, Gunthar se había visto obligado a ignorar mucho de lo que en otros tiempos hubiera reprimido sin titubear. No le extrañó la deslealtad de Alfred Markenin —había estado mucho tiempo en el mismo campamento que Derek—, pero le sorprendió la de Michael, a quien había considerado leal a él. Aparentemente, Derek también había conseguido convencerlo.

Gunthar contempló a Derek Crownguard. Derek era el único con el suficiente dinero y respaldo capaz de rivalizar con él por el cargo de Gran Maestre. En la confianza de ganar votos adicionales, Derek se había ofrecido voluntario para realizar la peligrosa búsqueda de los legendarios Orbes de los Dragones. Gunthar sólo había podido acceder aello. Si se hubiera negado, hubiese dado la impresión de que temía el creciente poder del comandante Derek. Desde luego si se seguía estrictamente la Medida, Derek era indiscutiblemente el más cualificado. Pero Gunthar —que hacía ya mucho tiempo que lo conocía—, hubiera evitado su marcha, si la decisión hubiera estado en sus manos, y no porque temiera al caballero, sino porque no confiaba en él. Era jactancioso, estaba hambriento de poder y además Gunthar estaba seguro de que —llegado el caso la única lealtad de Derek sería hacia sí mismo.

Y ahora resultaba que su victorioso regreso con uno de los Orbes de los Dragones hacía de él el vencedor. Su retorno había atraído a muchos caballeros hacia su campamento, incluso a los que pertenecía a la facción de Gunthar. Los únicos que aún se oponían a él eran los más jóvenes de la Orden más baja de Caballería, los Caballeros de la Corona.

Éstos compartían la interpretación rígida y estricta de la Medida, la cual representaba más que la propia vida para el resto de los caballeros. Habían intentado que aquello cambiara, por lo que habían sido severamente reprendidos por el comandante Derek Crownguard, llegando algunos de ellos casi a perder su título de caballeros. Eran los que seguían fielmente al comandante Gunthar. Desafortunadamente eran poco numerosos y, la mayoría de ellos, tenían más lealtad que dinero. No obstante, los jóvenes caballeros habían adoptado la causa de Sturm como la suya propia.

«Este es el golpe maestro de Derek Crownguard», pensó Gunthar con amargura. De un sólo golpe iba a librarse de un hombre al que odiaba y, además, de su principal rival.

El comandante Gunthar era un reconocido amigo de la familia Brightblade, una amistad que se remontaba a varias generaciones atrás. Había sido el propio Gunthar quien había atendido la demanda de Sturm cuando, cinco años antes, el joven había aparecido, de nadie sabía dónde, en busca de su padre y de su herencia. Sturm había podido probar su derecho al apellido Brightblade gracias a unas cartas de su madre. Unos pocos insinuaron que el que debía reconocer a su hijo era su padre, pero Gunthar acabó rápidamente con los rumores. El joven era, sin lugar a dudas, el hijo de su viejo amigo —eso podía apreciarse en el rostro de Sturm—, pero, no obstante, al respaldar a Sturm, el comandante estaba corriendo un gran riesgo.

La mirada de Gunthar se dirigió hacia Derek, quien caminaba entre los caballeros, sonriendo y estrechando manos. Sí, ese Juicio estaba haciendo que él, el comandante Gunthar Uth Wistan, pareciera un estúpido.

«Peor aún», pensó Gunthar con tristeza, desviando de nuevo la mirada hacia Sturm, probablemente iba a destrozar la carrera de alguien a quien él consideraba un hombre muy válido, un hombre digno de seguir el camino de su padre.

—Sturm Brightblade —dijo el comandante Gunthar cuando se hizo el silencio en la sala—, ¿has oído las acusaciones que se te imputan?

—Sí, señor —respondió Sturm. Su voz profunda resonó extrañamente en la sala. De pronto uno de los troncos del fuego que ardía en la inmensa chimenea que había tras Gunthar se partió, produciendo una lluvia de chispas. Gunthar hizo una pausa, mientras los sirvientes se apresuraban a añadir más leña. Cuando los criados se retiraron, el comandante continuó con el interrogatorio.

—¿Comprendes, Sturm Brightblade, las acusaciones que pesan sobre ti, y comprendes, además, que son graves y que podrían motivar que este Consejo te considerara poco digno para ser nombrado caballero?

—Lo comprendo —comenzó a responder Sturm. Su voz se quebró. Tosiendo, repitió con más firmeza—. Lo comprendo, Señor.

Gunthar intentó pensar cómo enfocar el interrogatorio, pues sabía que cualquier cosa que el joven dijera contra Derek, pesaría en contra del propio Sturm.

—¿Qué edad tienes, Brightblade?

Sturm parpadeó al oír esa inesperada pregunta.

—Unos treinta, ¿no? —prosiguió Gunthar pensativo.

—Sí, señor.

—Y por lo que dice Derek sobre vuestro viaje al castillo del muro de Hielo, un habilidoso guerrero...

—Yo nunca negué eso, Señor —dijo Derek poniéndose en pie una vez más. Su voz estaba teñida de impaciencia.

—No obstante lo acusáis de cobardía —espetó Gunthar—. Si mi memoria es correcta, declarasteis que cuando los elfos os atacaron, se negó a obedecer vuestra orden de ataque.

El rostro de Derek enrojeció.

—Puedo recordaros, Señor, que no se me está juzgando a mí...

—Habéis acusado a Brightblade de cobardía ante el enemigo —interrumpió Gunthar—.Hace ya muchos años que los elfos no son enemigos nuestros.

Derek titubeó. Los otros caballeros parecían incómodos. Los elfos eran miembros del Consejo de la Piedra Blanca, aunque no tuvieran derecho a voto. Debido al descubrimiento del Orbe de los Dragones, los elfos asistirían al próximo Consejo, y si llegaran a enterarse de que los caballeros los consideraban sus enemigos, la situación podía ser muy violenta.

—«Enemigo» tal vez sea una palabra demasiado fuerte señor. Si cometo errores es simplemente porque estoy siendo obligado a seguir lo que dicta la Medida. En el momento del que hablo, los elfos ,aunque en principio no son enemigos nuestros, estaban haciendo todo lo posible para evitar que trajéramos el Orbe a Sancrist. Ya que ésa era mi misión —y los elfos se oponían a ella me veo obligado a definirlos como enemigos «de acuerdo con la Medida».

«Astuto bastardo», pensó Gunthar.

Bajando la cabeza para disculparse por hablar fuera de turno, Derek volvió a sentarse. Muchos de los caballeros de más edad, asintieron en señal de aprobación.

—La Medida también dice —dijo Sturm lentamente—, que no debemos matar sin necesidad, que luchemos sólo como defensa, ya sea propia o de otros. Los elfos no amenazaron nuestras vidas. En ningún momento corrimos un riesgo físico.

—¡Estaban disparando flechas contra vosotros! —el comandante Alfred golpeó la mesa con su enguantada mano.

—Es verdad, señor, pero todos sabemos que los elfos son diestros arqueros. ¡Si hubieran querido matarnos, no se hubieran dedicado a apuntar contra los árboles!

—¿Qué crees que habría pasado si hubierais atacado a los elfos? —interrogó Gunthar.

—Bajo mi punto de vista los resultados hubieran sido trágicos, señor —respondió Sturm en voz baja y serena—. Por primera vez en generaciones, los elfos y los humanos se hubieran matado los unos a los otros. Creo que los Señores de los Dragones se hubieran divertido bastante.

Varios caballeros jóvenes aplaudieron.

El comandante Alfred se los quedó mirando, enojado ante esa brecha abierta en las reglas de conducta de la Medida.

—Comandante Gunthar, puedo recordaros que no estamos juzgando aquí al comandante Derek Crownguard. Él ya ha probado su valor en numerosas ocasiones en el campo de batalla. Creo que podemos creer en su valoración de lo que es una acción contra el enemigo y lo que no lo es. Sturm Brightblade, ¿estás diciendo que las acusaciones hechas contra ti por el comandante Derek Crownguard son falsas?.

—Señor, yo no digo que el caballero haya mentido. Digo, no obstante, que me ha interpretado mal.

—¿Con qué fin? —preguntó el Comandante Michael.

Sturm titubeó.

—Preferiría no responder a esa pregunta, señor —dijo en un tono tan bajo, que muchos de los sentados en las últimas , filas no lo oyeron y pidieron a Gunthar que repitiera la pregunta. Este lo hizo, y recibió la misma respuesta, pero esta vez en un tono de voz más alto.

—¿Por qué motivo te niegas a responder a esta pregunta, Brightblade? —preguntó Gunthar con expresión ceñuda.

—Porque, de acuerdo con la Medida, iría contra del honor de la Orden de Caballería.

La expresión de Gunthar era severa.

—Esa es una grave acusación. Al hacerla, ¿te das cuenta de que no hay nadie que pueda respaldarte con su testimonio?

—Me doy cuenta, señor, por eso prefiero no responderla.

—¿Y si te ordeno hablar?

—Eso, por supuesto, cambiaría las cosas.

—Entonces habla, Sturm Brightblade. Esta es una situación poco usual, y no veo cómo podemos emitir un juicio justo sin oír todas las versiones. ¿Por qué crees que el Comandante Derek Crownguard te ha interpretado mal?

Sturm enrojeció. Retorciéndose nerviosamente las manos, alzó los ojos y miró directamente a los tres caballeros que debían juzgarlo. Sabía perfectamente que su caso estaba perdido. Nunca llegaría a ser investido caballero, nunca conseguiría lo que para él había sido más preciado incluso que la propia vida. Si lo hubiera perdido por un error suyo, habría sido ya suficientemente amargo, pero perderlo así era una herida aún más dolorosa. Por tanto pronunció las palabras que sabía que iban a convertir a Derek en su peor enemigo para el resto de sus días.

—Creo que el comandante Derek Crownguard me malinterpreta para favorecer su propia ambición, señor.

En la sala estalló un tumulto. Derek se había puesto en pie. Sus amigos lo contenían a la fuerza, porque hubiera atacado a Sturm en medio de la sala del Consejo. Gunthar golpeó la mesa con la empuñadura de la espada para restablecer el orden, y poco a poco, todos fueron calmándose, pero no antes de que Derek hubiera retado a Sturm a probar su honor en un duelo.

Gunthar miró a Derek con frialdad

—Sabéis perfectamente, comandante Derek, que en esta... que en tiempo de guerra...los duelos de honor están prohibidos. Haced el favor de comportaros o me veré obligado a expulsaros de esta asamblea.

Respirando pesadamente, con el rostro teñido de rubor, Derek volvió a sentarse en su puesto.

Gunthar aguardó unos segundos más para que los ánimos se calmaran y luego continuó.

—¿Tienes algo más que añadir en tu defensa, Sturm Brightblade?

—No, Señor.

—Entonces puedes retirarte mientras deliberamos.

Sturm se puso en pie y saludó a los comandantes. Volviéndose, saludó al Consejo antes de dejar la sala escoltado por dos caballeros que lo condujeron a una antecámara. Ellos se situaron cerca de la puerta, hablando en voz baja de asuntos no relacionados con el juicio.

Sturm se sentó en un banco al fondo de la estancia. Parecía calmado y sereno, pero sólo fingía estarlo. Estaba decidido a no demostrar su agitación interna. Sabía que estaba todo perdido. La expresión preocupada de Gunthar le confirmaba esta creencia. Pero ¿cuál sería la sentencia? ¿El exilio, ser despojado de tierras y riquezas? Sturm sonrió con amargura. No tenía nada que pudieran quitarle. Hacía tanto tiempo que no vivía en Solamnia que el exilio no representaba demasiado para él. ¿La muerte? Eso casi representaría un alivio. Cualquier cosa era mejor que esa existencia sin sentido, que ese dolor punzante.

Las horas pasaron. El murmullo de las tres voces subía y bajaba, en algunos momentos en tono enojado. La mayoría de los caballeros habían salido de la sala, ya que sólo aquellos tres, como cabezas del Consejo, podían emitir una sentencia. Los demás se habían dividido en diferentes grupos.

Los más jóvenes hablaban abiertamente del comportamiento noble de Sturm, de la valentía de sus acciones, la cual ni siquiera Derek había dejado de mencionar. Sturm tenía razón al no haber querido luchar contra los elfos. En aquellos tiempos los Caballeros de Solamnia necesitaban todos los amigos que pudieran encontrar. ¿Por qué atacar sin necesidad? Los de más edad sólo tenían una respuesta: la Medida. Derek le había dado una orden a Sturm y éste se había negado a obedecer. La Medida decía que esto era inexcusable. La discusión se prolongó la mayor parte de la tarde.

Casi al anochecer se oyó el tintineo de una campanilla.

—Brightblade —dijo uno de los caballeros.

—¿Ya es la hora?

El caballero asintió.

Sturm bajó la cabeza un instante, rogándole a Paladine que le confiriera valor. Luego se puso en pie y él y los que lo escoltaban aguardaron a que los demás entraran en la sala y tomaran asiento. Sturm sabía que iban a pronunciar el veredicto tan pronto como ellos entraran. Finalmente la puerta se abrió y le hicieron una señal para que pasara. Caminó hacia el interior de la sala. La mirada de Sturm se dirigió inmediatamente hacia la mesa que había frente a Gunthar.

La espada de su padre —una espada que según la leyenda había pertenecido al mismísimo Berthel Brightblade, una espada que sólo se quebraría si su dueño era vencido por el enemigo—, estaba sobre la mesa. Sturm la contempló, bajando la cabeza para ocultar las lágrimas que ardían en sus ojos.

El antiguo símbolo de la culpabilidad —unas rosas negras— estaba enroscado alrededor de la hoja de su espada.

—Traed al hombre, Sturm Brightblade —ordenó el comandante Gunthar.

«Al hombre, no al caballero», pensó Sturm desesperado. Entonces se acordó de Derek y alzó rápidamente la cabeza, con orgullo, intentando disimular sus lágrimas. Tal como en el campo de batalla hubiera ocultado su dolor ante el enemigo, también ahora estaba decidido a ocultárselo a Derek. Echando la cabeza hacia atrás con aire de desafío y mirando solamente al comandante Gunthar, avanzó hasta llegar frente a los tres representantes de la Orden que debían pronunciar la sentencia.

—Sturm Brightblade, te consideramos culpable. Estamos dispuestos a formular la sentencia. ¿Estás preparado para escucharla?

—Sí, señor.

Gunthar se atusó, de nuevo, el bigote, un gesto que los hombres que habían luchado junto a él reconocieron. Siempre lo hacía antes de comenzar una batalla.

—Sturm Brightblade, nuestra sentencia es que, de ahora en adelante, cesarás de llevar cualquiera de los adornos o atavíos de un Caballero de Solamnia.

—Sí, señor.

—Y, de aquí en adelante, no recibirás paga alguna de las arcas de los caballeros, ni obtendrás ninguna propiedad ni ventaja de ellos...

Los presentes en la sala se agitaron inquietos. ¡Aquello era ridículo! Desde antes del Cataclismo, ninguno había obtenido ningún pago por sus servicios a la Orden. Algo estaba ocurriendo. Presintieron el trueno que precede a la tormenta.

—Finalmente... —Gunthar hizo una pausa. Se inclinó hacia adelante, jugueteando con las rosas negras que adornaban la antigua espada. Sus penetrantes ojos recorrieron la asamblea, dejando que aumentase la tensión. Cuando volvió a hablar, hasta el fuego de la chimenea había dejado de chisporrotear.

—Sturm Brightblade, caballeros, hasta ahora nunca antes habíamos tenido un caso similar ante el Consejo y esto, tal vez no sea todo lo extraño que pueda parecer, ya que estamos atravesando unos tiempos difíciles y poco comunes. Tenemos a un joven que destaca por su destreza y valor en la batalla, lo cual es admitido hasta por el mismo hombre que lo acusa. Este joven es acusado de desobedecer órdenes y de cobardía ante el enemigo. El no niega la acusación, pero declara que ha sido mal interpretado.

Los asistentes continuaban inquietos, pero Gunthar prosiguió su discurso.

—Siguiendo las normas de la Medida nos inclinamos a aceptar la palabra de un reconocido caballero como Derek Crownguard antes que la de un hombre que aún no ha obtenido su investidura. Pero la Medida también dicta que este hombre tendrá derecho a llamar testigos que apoyen sus palabras. Debido a las inusuales circunstancias de estos tiempos difíciles, Sturm Brightblade no puede disponer de testigos. Ni, por el mismo motivo, puede Derek Crownguard traer testigos que apoyen su propio testimonio. Por tanto hemos decidido seguir un procedimiento ligeramente irregular.

Sturm estaba en pie ante Gunthar, confundido y preocupado. ¿Qué estaba sucediendo? Observó a los otros dos caballeros. El comandante Alfred no hacía ningún esfuerzo por ocultar su ira. Por tanto era obvio que el «acuerdo» de Gunthar había sido difícil de lograr.

—El veredicto de este Consejo es —prosiguió Gunthar—, que este hombre, Sturm Brightblade, sea aceptado en la Orden más baja de los caballeros, la Orden de la Corona... —Hubo una general exclamación de asombro—. Y que, además, sea nombrado el tercero en mando del ejército próximo a partir por mar hacia Palanthas. Tal como prescribe la Medida, el Mando Supremo debe estar compuesto por un representante de cada una de las Ordenes. Por lo tanto, Derek Crownguard será Comandante Supremo en representación de la Orden de la Espada, y Sturm Brightblade actuará... en mi honor, como comandante de la Orden de la Corona.

En medio de un atónito silencio, Sturm sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero ahora ya no necesitaba ocultarlas. Tras él oyó el sonido de alguien levantándose. Derek salió furioso de la sala, seguido de los que lo apoyaban. También se oyó algún que otro vitor. Sturm vio a través de sus lágrimas que casi la mitad de los caballeros que había en la sala —en concreto los más jóvenes, los que él debía mandar estaban aplaudiendo. Sturm sintió una pena intensa en lo más profundo de su corazón. Aunque acabara de salir victorioso, le horrorizaba ver en qué se había convertido la Orden de Caballería dividida en dos facciones por hombres sedientos de poder. No era más que la concha corrupta de una hermandad que en su día había sido honorable.

—Felicitaciones, Brightblade —dijo el comandante Alfred secamente—. Espero que te des cuenta de lo que el comandante Gunthar ha hecho por ti.

—Me doy cuenta, señor, y juro por la espada de mi padre que me haré merecedor de su confianza.

—Procura que así sea, joven —respondió el comandante Alfred antes de dejar la sala. El comandante Michael lo acompañó sin dirigirle la palabra a Sturm.

Entonces los caballeros de menos edad se acercaron para felicitar cordialmente a Sturm. Brindaron con vino a su salud y se hubieran quedado un largo rato si Gunthar no les hubiese rogado que se marcharan.

Cuando ambos hombres se quedaron a solas en la sala, Gunthar sonrió ampliamente a Sturm y estrechó su mano. Este le devolvió el caluroso apretón de manos pero no la sonrisa. La herida era demasiado reciente.

Entonces, lenta y cuidadosamente, Sturm sacó las rosas negras de su espada. Dejándolas sobre la mesa, deslizó el arma de la vaina. Se disponía a empujar las rosas a un lado, pero se detuvo, cogió una y se la colocó en el cinturón

—Debo daros las gracias, señor —comenzó a decir con voz temblorosa.

—No tienes por qué darme las gracias, hijo —dijo el comandante mirando a su alrededor—. Salgamos de este lugar y vayamos a otro más acogedor. ¿Te apetece un vaso de vino caliente?

Ambos caminaron por los corredores de piedra del antiguo castillo de Gunthar. Todavía podían oírse algunos ruidos tras la marcha de los jóvenes caballeros —los cascos de los caballos pateando el empedrado, voces y gritos, e incluso la melodía de alguna canción militar.

—Debo daros las gracias, señor —repitió Sturm con firmeza—. El riesgo que corréis es demasiado fuerte. Espero poder corresponder a vuestra confianza.

—¡Riesgo! Tonterías, hijo —frotándose las manos para avivar la circulación, Gunthar guió a Sturm a una pequeña estancia decorada para las próximas fiestas de invierno con delicadas rosas rojas, cultivadas en el interior, plumas de martín pescador y delicadas coronas doradas. En la chimenea ardía un fuego vivo. A una orden de Gunthar, los sirvientes trajeron dos jarras de un vaporoso líquido que despedía olor a especies. Fueron muchas las veces que tu padre arrojó su escudo frente a mí y me protegió cuando yo había sido derribado.

—Y vos hicisteis lo mismo por él —dijo Sturm—. No le debéis nada. El haber comprometido vuestro honor por mí significa que, si yo fallo, el que sufrirá las consecuencias seréis vos. Seréis despojado de vuestro rango, vuestro título, vuestras tierras. Derek se asegurará de que así sea.

Gunthar, mientras tomaba un buen trago de su bebida, observó al joven que tenía ante él. Sturm tomó un breve sorbo de su bebida por educación, sosteniendo la jarra con una mano que temblaba ostensiblemente. Gunthar posó amablemente su mano sobre el hombro de Sturm, indicándole que tomara asiento.

—¿Has fallado en el pasado, Sturm?

Sturm alzó una mirada de ojos brillantes.

—No, señor. No lo he hecho. ¡Lo juro!

—Entonces no me da ningún temor el futuro —dijo el comandante Gunthar sonriendo y alzando la jarra—. Brindo por tu buena fortuna en la batalla, Sturm Brightblade.

Sturm cerró los ojos. La tensión había sido muy fuerte. Dejando caer la cabeza sobre sus brazos, lloró. Gunthar volvió a posar la mano sobre su hombro.

—Lo comprendo... —dijo mirando atrás hacia una noche en la que el padre de aquel joven también se había desmoronado y había prorrumpido en llanto. La noche en que el comandante Brightblade había enviado a su mujer y a su hijo pequeño al exilio, viaje del que nunca los vería regresar.

Sturm, exhausto, finalmente se quedó dormido. Gunthar, sentado a su lado, siguió bebiendo el vino caliente, perdido en recuerdos del pasado hasta que, finalmente, también él se sumergió en las profundidades del sueño.

Los pocos días que faltaban para que el ejército embarcara hacia Palanthas, transcurrieron rápidamente para Sturm. Debía encontrar una armadura... usada, ya que no podía costearse el comprar una nueva. Empaquetó cuidadosamente la cota de mallas de su padre, con la intención de llevarla con él, ya que no podía vestirla. Tuvo que asistir a reuniones en las que se discutían las diferentes estrategias a seguir en la batalla y en las que se les facilitaba información sobre el enemigo.

La batalla de Palanthas sería muy dura, ya que determinaría el dominio sobre toda la parte norte de Solamnia. Los comandantes habían coincidido en los planteamientos de la lucha: fortificarían los muros de la ciudad con el propio ejército de la urbe, y los caballeros ocuparían la torre del Sumo Sacerdote, que se alzaba bloqueando el paso a través de las montañas Vingaard. Pero eso era todo lo que habían acordado. Las reuniones entre los tres jefes eran tensas, y la atmósfera muy fría.

Finalmente llegó el día en el que debían partir. Los caballeros se reunieron a bordo del barco. Sus familias se quedaron silenciosamente en tierra. Aunque sus rostros reflejaran preocupación, hubo pocas lágrimas y las mujeres, con los labios apretados, aparecían tan ceñudas como los hombres. Algunas de las esposas llevaban espadas a la cintura. Todos sabían que si perdía la batalla del norte, el enemigo llegaría allí por mar.

Gunthar estaba en la pasarela charlando con los caballeros, despidiéndose de sus hijos. Él y Derek intercambiaron las pocas palabras rituales prescritas por la Medida y, después, Gunthar abrazó por puro compromiso al comandante Alfred. Finalmente se dirigió hacia Sturm, que se hallaba a distancia de los demás.

—Brightblade —le dijo Gunthar en voz baja cuando llegó junto a él—. Quería hacerte una pregunta pero estos últimos días no he podido encontrar el momento. Mencionaste que tus amigos iban a venir a Sancrist. ¿Hay alguno de ellos que pudiera servirte como testigo ante el Consejo?

Sturm reflexionó. Por un instante la única persona que se le ocurría era Tanis. Había pensado mucho en su amigo durante aquellos días tan duros. Incluso había concebido la esperanza de que Tanis pudiera llegar a Sancrist. Pero aquella esperanza había muerto. Dondequiera que estuviera Tanis, tenía sus propios problemas, se enfrentaba a sus propios peligros. También había otra persona que había confiado poder ver. Inconscientemente, Sturm se llevó la mano a la Joya Estrella que pendía de su cuello. Casi podía sentir su calor y sabía —sin saber cómo— que aunque estuviera lejos, Alhana estaba con él. Entonces...

—¡Laurana! —exclamó.

—¿Una mujer? —Gunthar frunció el ceño.

—Sí, pero es hija del Orador de los Soles, miembro de la casa real de Qualinesti. y también su hermano, Gilthanas. Ambos testificarían a mi favor.

—La casa real... Eso sería perfecto, especialmente ya que se nos ha comunicado que el Orador en persona presidirá el Consejo de la Piedra Blanca en el que debe debatirse el tema del Orbe de los Dragones. Si esto sucede, hijo mío, te lo haré saber de alguna manera para que puedas volver a vestir tu antigua cota de mallas. ¡Serás vindicado! ¡Serás libre para llevarla sin vergüenza alguna!

—Y vos os veréis libre de vuestro compromiso —dijo Sturm estrechando la mano del comandante.

—¡Bah! Eso no debe importarte —Gunthar posó su mano sobre la cabeza de Sturm, tal como la había posado sobre las cabezas de sus propios hijos. Sturm se arrodilló respetuosamente ante él—. Recibe mi bendición, Sturm Brightblade, la bendición paterna que te otorgo en ausencia de tu verdadero padre. Cumple con tu deber y sé fiel a su memoria. Que el espíritu de Huma esté contigo.

—Gracias, señor —dijo Sturm poniéndose en pie—. Adiós.

—Adiós, Sturm. —Tras abrazarlo rápidamente, se volvió y se alejó.

Se quitaron las pasarelas de los barcos. Había amanecido pero el sol no brillaba en el cielo invernal. Unos oscuros nubarrones se cernían sobre un mar gris plomizo. No hubo vítores, los únicos sonidos que pudieron oírse fueron las órdenes gritadas por el capitán y la respuesta de la tripulación, el crujir de los tomos y el ondear de las velas al viento.

Los barcos levaron lentamente sus anclas e iniciaron su viaje en dirección al norte. Casi no se divisaban ya las velas de los barcos en el horizonte, pero aún y así, nadie abandonó el muelle, ni siquiera cuando estalló una repentina lluvia, que arrojó granizo y gotas heladas, dibujando una fina cortina gris sobre las frías aguas.

3 El Orbe de los Dragones. El compromiso de Caramon.

Raistlin se detuvo ante la pequeña puerta del carromato, mirando con sus dorados ojos los bosques iluminados débilmente por el mortecino sol. Todo estaba en silencio. Las fiestas de Invierno ya habían pasado. Los campos estaban atrapados bajo la manta invernal y nada se movía en el nevado paisaje. Sus compañeros habían salido para ocuparse de diversas tareas. Raistlin sonrió siniestramente, regresó al interior de la carreta y cerró firmemente la puerta de madera.

Hacía varios días que los compañeros habían acampado allí, a las afueras de Kendermore. Estaban casi llegando al final de su viaje, el cual había sido un éxito completo. Aquella noche partirían en dirección a Flotsam bajo la protección de la oscuridad. Tenían suficiente dinero para alquilar un barco, además de lo que les quedaba para provisiones y para pagar una semana de alojamiento en Flotsam. Su última actuación había tenido lugar aquella tarde.

El joven mago se abrió camino hacia el fondo del carromato entre los trastos. Su mirada se posó sobre la reluciente túnica roja que pendía de un clavo. Tika había comenzado a empaquetarla, pero Raistlin le había gritado con furia para que se detuviera. Encogiéndose de hombros, la muchacha la había dejado en el mismo lugar y había salido a dar un paseo por el bosque, con la certeza de que —como de costumbre— Caramon la encontraría.

La huesuda mano de Raistlin tocó la túnica, sus esbeltos dedos acariciaron la reluciente tela de lentejuelas, y el mago lamentó que aquel período de su vida llegara a su fin.

—He sido feliz —murmuró Raistlin para sí—. Es extraño. ¡No ha habido muchas ocasiones en mi vida en las que haya podido decir algo parecido, ni cuando era niño, ni tampoco en estos últimos años, después de que torturaran mi cuerpo y me condenaran a tener estos ojos. Entonces nunca creí en la felicidad. ¡Qué insignificante era comparada con mi magia! De todas formas... estas últimas semanas han sido días de paz, de auténtica felicidad. No creo que vuelva a vivirlos de nuevo. No después de lo que debo hacer...

Raistlin sostuvo la túnica un instante más y luego, encogiéndose de hombros, la arrojó a un rincón y continuó avanzando hacia el fondo del carromato, donde había colocado una cortina para separarlo del resto y disponer así de cierta intimidad. Una vez allí corrió la cortina.

Fantástico. Disponía de varias horas para él solo, de hecho, hasta el atardecer. Tanis y Riverwind habían salido de caza. Caramon supuestamente también, aunque todos sabían que aquello era sólo una excusa para quedarse a solas con Tika. Goldmoon estaba preparando comida para el viaje. Nadie le molestaría. El mago asintió para sí, satisfecho.

Sentándose frente a una pequeña mesa que Caramon había construido para él con ramas y troncos, Raistlin sacó cuidadosamente una bolsa de aspecto ordinario de uno de los bolsillos más ocultos de su túnica. Era la bolsa que contenía el Orbe de los Dragones. Cuando tiró del cordel que la anudaba, sus esqueléticos dedos temblaron. La bolsa se abrió. Raistlin introdujo una mano, y lo sacó. Sosteniéndolo sin problemas en la palma de la mano, lo inspeccionó escrupulosamente para ver si se había producido en él alguna variación.

No. En su interior aún relucía aquella tenue luz verdosa. Todavía era tan frío al tacto como una piedra de granizo. Sonriendo, Raistlin lo sujetó delicadamente con una mano mientras con la otra palpaba por debajo de la mesa. Finalmente encontró lo que buscaba una pequeña base de tres patas tallada en madera. Alzándola, Raistlin la colocó sobre la mesa. No estaba muy bien construida —Flint se hubiera burlado de él. Raistlin no tenía ni el interés ni la destreza necesarias para trabajar la madera. La había tallado laboriosamente, en secreto, encerrado en el traqueteante carromato en los largos días del viaje. No, no estaba demasiado bien hecha, pero no le importaba. Serviría para sus propósitos.

El mago colocó el Orbe de los Dragones sobre la base. Era del tamaño de una canica y tenía un aspecto casi ridículo, pero Raistlin se recostó en la silla, aguardando pacientemente. Tal como esperaba, al poco rato aquella extraña esfera comenzó a aumentar de tamaño. ¿O no...? Tal vez él estuviera menguando. Raistlin no hubiera podido asegurarlo. Sólo sabía que, de repente, el Orbe tenía el tamaño apropiado. Si algo había cambiado, era él mismo, que era demasiado pequeño, demasiado insignificante, incluso, para estar en la misma estancia que el Orbe.

El mago sacudió la cabeza. Sabía que no debía perder el control, e inmediatamente se dio cuenta de los sutiles trucos que le estaba jugando aquel objeto para socavar ese control. Pronto, aquellos trucos no serían sutiles. Raistlin sintió seca su garganta. Tosió, maldiciendo sus débiles pulmones. Alentando temblorosamente, hizo un esfuerzo por respirar lenta y profundamente.

«Relájate. Debo relajarme. No tengo miedo. Soy fuerte. ¡Mira lo que he hecho!», pensó.

Silenciosamente invocó al Orbe: «¡Mira el poder que he conseguido! Acuérdate de lo que hice en el Bosque Oscuro. Acuérdate de lo que hice en Silvanesti. Soy fuerte. No tengo miedo».

Los colores del Orbe relucieron pálidamente, pero la esfera no respondió. El mago cerró los ojos unos instantes, retirando el Orbe de su vista. Recuperando el control, los volvió a abrir y lo contempló con su suspiro. El momento se acercaba.

El Orbe de los Dragones había recuperado su tamaño original. Casi podía ver las acartonadas manos de Lorac sujetándolo. El joven mago se estremeció.

«¡No! ¡Detente!», se dijo con firmeza, e inmediatamente hizo que la visión desapareciera de su mente.

Se relajó una vez más, respirando regularmente, con sus ojos de relojes de arena clavados sobre la esfera. Entonces extendió lentamente sus esbeltos dedos de tono metálico. Tras un último momento de vacilación, Raistlin colocó sus manos sobre el frío cristal y pronunció las antiguas palabras.

—Ast bilak moiparalan-Suh akvlar tantagusar.

¿Cómo sabía lo que debía decir? ¿Cómo sabía cuáles eran las palabras que harían que el Orbe lo comprendiera, y se diera cuenta de su presencia? Raistlin lo ignoraba. Sólo percibía que, de alguna manera, en algún lugar de su interior, ¡conocía las palabras! ¿Se las había dicho la voz que le había hablado en Silvanesti? Tal vez. No tenía importancia.

Volvió a repetir las palabras en voz alta una vez más.

—Ast bilak moiparalan—Suh akvlar tantagusar.

Lentamente, el fluctuante color verde se sumergió en una miríada de ondeantes y brillantes colores que daba vértigo contemplar. Bajo sus manos, el cristal era tan frío, que resultaba doloroso al tacto. Raistlin tuvo la terrorífica visión de que retiraba las manos y su carne quedaba pegada al helado Orbe. Apretando los dientes, ignoró el dolor y susurró las palabras de nuevo.

Los colores cesaron de ondear. Una luz relució en el centro, una luz que no era ni blanca ni negra, era de todos los colores y de ninguno a la vez. Raistlin tragó saliva.

¡De la luz surgieron dos manos! Le entró una desesperada urgencia de retirar las suyas, pero antes de que pudiera hacerlo las dos manos se las agarraron fuerte y firmemente. ¡El Orbe desapareció! ¡La habitación desapareció! Raistlin no veía nada a su alrededor. No había luz. No había oscuridad. ¡Nada! Nada... nada más que dos manos que sujetaban las suyas. Completamente aterrorizado, Raistlin se concentró en esas manos.

¿Eran humanas? ¿Elfas? ¿Viejas? ¿Jóvenes? No podía saberlo. Los dedos eran largos y esbeltos, pero su roce era el de la muerte. Si le soltaban caería en el vacío, impelido hasta que la piadosa oscuridad lo consumiera. Mientras se sujetaba a ellas con una fuerza nacida del terror, Raistlin comprendió que aquellas manos estaban arrastrándolo lentamente cada vez más cerca de..., arrastrándolo hacia... hacia...

De pronto Raistlin volvió en sí, como si alguien le hubiera arrojado agua fría a la cara.

«¡No! ¡No iré!» —le dijo a la mente que percibía que controlaba aquellas manos.

A pesar de temer que las manos dejaran de sujetarlo, todavía temía más ser arrastrado hacia donde no quería ir. No se soltaría.

«Mantendré el control» —afirmó con furia a aquella mente y, sujetándose con mayor ahínco, el mago hizo acopio de todas sus fuerzas, de toda su voluntad, y tiró de las manos hacia él.

Las manos se detuvieron. Por unos instantes, ambas voluntades rivalizaron en una contienda a vida o muerte. Raistlin sintió que sus fuerzas flaqueaban, sus manos se debilitaban, las palmas comenzaban a sudar. Sintió que las manos del Orbe tiraban nuevamente de él, cada vez con más fuerza. Sufriendo intensamente, Raistlin hizo acopio de cada gota de sangre, concentró cada nervio, sacrificó cada músculo de su frágil cuerpo para recuperar el control.

Despacio... despacio... exactamente cuando creyó que su acelerado corazón le estallaría en el pecho o que su mente explotaría en llamas, Raistlin sintió que las manos apretaban las suyas cada vez con menos fuerza. Todavía se las sujetaba tal como él se mantenía sujeto a ellas, pero ya no estaban en lucha. Sus manos y las del Orbe de los Dragones permanecían unidas en mutuo respeto, sin pretender el dominio.

El éxtasis de la victoria, el éxtasis de la magia recorrió el cuerpo de Raistlin, envolviéndolo en una cálida luz dorada. Su cuerpo se relajó. Tembloroso, notó que las manos lo sostenían gentilmente, lo apoyaban, le otorgaban fuerza.

—¿Qué eres? —le preguntó Raistlin en silencio—. ¿Eres benigno o maligno?

«No soy ninguna de las dos cosas. No soy nada. Lo soy todo. La esencia de los dragones capturados hace muchos años, eso es lo que soy.»

—¿Cómo funcionas? —siguió preguntando el mago—. ¿Cómo controlas a los dragones?

«A una orden tuya, les haré venir. No pueden resistirse a mi llamada. Obedecerán.»

—¿Se volverán contra sus Señores? ¿Seguirán mis órdenes?

«Eso depende de la fuerza de su Señor y del lazo que exista entre ambos. Éste en algunos casos es tan fuerte, que el Señor puede mantener control sobre el dragón. Pero la mayoría de ellos harán lo que les ordene. No podrán evitarlo.»

—Debo estudiar esto —murmuró Raistlin, sintiéndose cada vez más débil—. No comprendo...

«Relájate. Yo te ayudaré. Ahora que nos hemos encontrado, puedes pedirme ayuda cuando quieras. Conozco muchos secretos olvidados hace tiempo. Pueden ser tuyos.»

—¿Qué secretos...? —Raistlin sintió que perdía la conciencia. La tensión había sido excesiva. Hizo un esfuerzo por mantenerse sujeto a las manos, pero notó que cada vez perdía más fuerza. Las manos lo sostenían cuidadosamente, como una madre sostiene a su hijo.

—«Relájate, no te dejaré caer. Duerme. Estás cansado.»

—¡Dímelo! ¡Debo saberlo! —gritó silenciosamente Raistlin

«Sólo te diré una cosa, luego debes descansar: En la biblioteca de Astinus, en Palanthas, hay libros, cientos de libros, llevados allí por los magos de la antigüedad durante las Batallas Perdidas. Aquellos que vean esos libros creerán que son simples enciclopedias de magia, que relatan aburridas historias que quedaron olvidadas en las cavernas de los tiempos.»

Raistlin vio que la oscuridad se cernía sobre él. Se agarró a las manos.

—¿Qué contienen en realidad esos libros? —susurró.

Entonces lo supo, y con el conocimiento la oscuridad se precipitó sobre él como una ola del océano.


En una gruta cercana al carromato, ocultos por las sombras, enardecidos por el fuego de su pasión, Tika y Caramon yacían el uno en brazos del otro. La rizada cabellera rojiza de Tika enmarcaba su rostro, sus ojos estaban cerrados, sus gruesos labios entreabiertos. Su grácil cuerpo, enfundado en una falda de alegres colores y en una blusa blanca de mangas ahuecadas, se apretaba contra Caramon. Sus piernas se entrecruzaban con las del guerrero, su mano acariciaba su rostro, sus labios repasaban los de él.

—Por favor, Caramon —susurró la muchacha—. Esto es una tortura. Nos queremos el uno al otro. No tengo miedo. ¡Por favor, ámame!

Caramon cerró los ojos. En su rostro brillaban gotas de sudor. El punzante dolor del amor parecía imposible de soportar. Podía darle fin, acabar de una vez por todas con él en un dulce éxtasis. Por un instante vaciló. El fragante cabello de Tika acariciaba su rostro, sus suaves labios besaban su cuello. Sería tan fácil... tan maravilloso...

Caramon suspiró. Cerró con decisión sus poderosas manos sobre las muñecas de Tika. Las retiró de su cara con firmeza y se separó de la muchacha.

—No —le dijo. Rodando a un lado, se puso en pie —. No. Lo siento. No pretendía dejar que... las cosas llegaran tan lejos.

—¡Bien, pues yo sí lo pretendía! !Yo no estoy asustada! Ya no.

«No, pero te siento temblando entre mis manos como un animalillo atrapado», pensó Caramon, llevándose las manos a su palpitante cabeza.

Tika comenzó a anudarse el lazo de su blusa blanca. Incapaz de ver a través de las lágrimas, la muchacha tiró de la tela con tanta fuerza que la rompió.

—¡No! ¡Mira esto! —arrojó el sedoso pedazo de tela al suelo—. ¡He destrozado mi blusa! ¡Tendré que coserla! ¡Todos sabrán lo que ha sucedido! ¡O por lo menos creerán que lo saben! Yo... yo... ¡Oh, qué sentido tiene! —llorando desconsoladamente, Tika se cubrió el rostro con las manos, sacudida por ligeros espasmos.

—¡No me importa lo que piensen! —exclamó Caramon. Su voz resonó en la gruta. El guerrero no la reconfortó, sabía que si la tocaba de nuevo, sucumbiría a su pasión—. Además, no piensan nada en absoluto. Son nuestros amigos. Se preocupan por nosotros...

—¡Ya sé! ¿Se trata de Raistlin, no? A él no le gusto. ¡Me odia!

—No digas eso, Tika. Si así fuera y si él fuera más fuerte, no importaría. No me importaría lo que pensaran o dijeran los demás. No entienden por qué nosotros... nosotros no somos... er ...amantes. Hasta Tanis me dijo que yo era un estúpido...

—Tiene razón.

—Tal vez. Tal vez no.

Algo en la voz de Caramon hizo que Tika dejara de llorar. La muchacha alzó la mirada mientras él se volvía hacia ella.

—Tú no sabes lo que le sucedió a Raistlin en las torres de la Alta Hechicería. Ninguno de vosotros lo sabéis y ninguno de vosotros lo sabrá nunca. Pero yo sí lo sé. Estaba allí. ¡Me obligaron a verlo! —Caramon se estremeció, cubriéndose el rostro con las manos—. Dijeron que «su fuerza salvaría al mundo». ¿Qué fuerza? ¿Su fuerza interna? !Yo soy su fuerza externa! No... no lo comprendo, pero Raistlin me dijo en un sueño que éramos una única persona, maldita por los dioses y separada en dos cuerpos. Nos necesitamos el uno al otro, por lo menos por ahora. Tal vez algún día esto cambie. Tal vez algún día encuentre otra fuerza...

Caramon se quedó callado. Tika tragó saliva y se restregó el rostro con la mano.

—Yo... —comenzó a decir, pero Caramon la interrumpió.

—Aguarda un minuto. Déjame acabar. Te amo, Tika, te amo tan profundamente como un hombre pueda amar a una mujer. Quiero hacerte el amor. Si no estuviéramos metidos en esta estúpida guerra, te haría mía ahora mismo. En este preciso minuto. Pero no puedo. Porque si lo hiciera, contraería un compromiso contigo, y debería dedicar mi vida a cuidarlo y defenderlo y no puedo contraerlo, Tika. Mi obligación es dedicarme a mi hermano —Tika comenzó a llorar de nuevo, esta vez no por ella sino por él—. Debo dejarte libre para que encuentres a alguien que...

—¡Caramon! —un grito rasgó el dulce silencio de la tarde—. ¡Caramon, ven rápido! —era Tanis.

—¡Raistlin! —exclamó el guerrero, y sin pronunciar otra palabra salió corriendo de la cueva.

Tika lo contempló partir. Luego, suspirando, intentó recomponer su cabello.

—¿Qué sucede? —Caramon entró corriendo en el carromato—. ¿Se trata de Raistlin?

Tanis asintió con expresión preocupada.

—Lo encontré así —el semielfo corrió la cortina del pequeño reducto de Raistlin. Caramon lo apartó a un lado.

Raistlin yacía en el suelo, su piel estaba blanquecina, su respiración entrecortada. De su boca fluía sangre. Caramon se arrodilló y lo levantó en sus brazos.

—¿Raistlin, qué ha sucedido?

—Esto es lo que ha sucedido —dijo Tanis ceñudo, señalando hacia la mesa.

Caramon alzó los ojos y su mirada se posó sobre el Orbe de los Dragones, que ahora era del mismo tamaño que en Silvanesti. Descansaba sobre la base que Raistlin había construido para él, sus fluctuantes colores oscilaban incesantemente. Caramon contuvo la respiración horrorizado. Su mente se pobló de espantosos recuerdos de Lorac. Lorac enajenado, muriendo...

—¡Raistlin! —gimió, estrechando con fuerza a su hermano.

La cabeza del mago se movió ligeramente. De pronto parpadeó y abrió la boca.

—¿Qué...? —Caramon inclinó la cabeza.

—Míos... Encantamientos... de los antiguos... míos... míos...

La cabeza del mago se inclinó a un lado, sus palabras murieron, pero su expresión era calma, plácida, relajada. Su respiración se hizo regular.

Los labios de Raistlin se abrieron en una sonrisa.

4 En el castillo de Gunthar.

Después de la marcha de los caballeros hacia Palanthas, el comandante Gunthar tuvo que cabalgar varios días casi sin interrupción para llegar a tiempo a su castillo para las celebraciones de Invierno. Los caminos estaban completamente enlodados. Su caballo tropezó más de una vez, y Gunthar, que lo amaba casi tanto como a sus hijos, no vaciló en avanzar a pie cada vez que el estado de los caminos lo requería. Por tanto, cuando llegó a su castillo estaba exhausto y empapado. El mozo de cuadras le salió al paso para encargarse del animal.

—Cepíllalo bien —dijo Gunthar desmontando y dale avena caliente y... —prosiguió dando instrucciones, mientras el mozo de cuadra asentía pacientemente, como si nunca en su vida hubiera cuidado de un caballo. Pese a ello, Gunthar ya se disponía a llevarlo él mismo a los establos, cuando vio venir a su viejo criado.

—Señor, tenéis visitas. Llegaron hace solamente unas pocas horas.

—¿Quiénes son? —preguntó Gunthar sin mucho interés, ya que allí los visitantes no eran nada nuevo, especialmente en esos días de celebraciones —. ¿El comandante Michael? No pudo viajar con nosotros, pero le pedí que se detuviera aquí, camino de su casa...

—Se trata de un anciano, señor —interrumpió Wills— un kender.

—¿Un kender?

—Me temo que sí, señor. Pero no os preocupéis —añadió rápidamente el criado—. He guardado bajo llave toda la plata, y vuestra esposa ha llevado todas sus joyas a la bodega.

—¡Por lo que se ve has pensado que nos estaban atracando! —exclamó Gunthar quien, no obstante, atravesó el patio más rápido que de costumbre.

—Nunca se es demasiado precavido con esas criaturas Señor.

—¿Quiénes son esos dos? ¿Mendigos? ¿Cómo es que los has dejado pasar? —preguntó Gunthar comenzando a irritarse. Todo lo que deseaba era una copa de vino caliente, ropas secas y un poco de descanso—. Dales algo de comida y dinero y despídelos de aquí. Por supuesto, primero registra al kender.

—Pensaba hacerlo, señor. Pero hay algo en ellos... sobre todo en el anciano. Si me lo preguntáis, os diré que está chiflado, pero, sin embargo, es un chiflado muy lúcido. Sabe algo, y parecía importante para él... y para nosotros también.

—¿Qué quieres decir?

Ambos acababan de llegar a las puertas de madera que llevaban a la parte habitada del castillo. Gunthar se detuvo y observó a Wills conocía y respetaba el gran poder de observación de su criado. Wills miró a su alrededor y luego se acercó más a él.

—El anciano dijo que debía comunicaros noticias urgentes sobre el Orbe de los Dragones, señor.

—¡El Orbe de los Dragones! —murmuró Gunthar. Debía ser un secreto, o, por lo menos, él había supuesto que así era. Los caballeros lo sabían, por supuesto. ¿Se lo habría dicho Derek a alguien más? ¿Sería ésta otra de sus maniobras?

—Has actuado sabiamente, Wills, como siempre. ¿Dónde están?

—Los dejé en vuestra sala de armas, Señor. Pensé que allí podrían hacer pocos disparates.

—Me cambiaré de ropa y los veré inmediatamente después. ¿Los has atendido debidamente?

—Sí, Señor. Les he ofrecido vino caliente, un poco de pan, y carne. Aunque no me extrañaría que el kender se hubiera quedado con los platos...


Gunthar y Wills se quedaron tras la puerta de la sala de armas durante un instante, intentando escuchar la conversación de los visitantes.

—¡Deja eso en su sitio! —ordenó una voz en tono severo.

—¡No lo haré! ¡Es mío! ¡Mira, estaba en mi bolsillo!

—¡Bah! ¡Vi cómo lo ponías ahí hace menos de cinco minutos!

—Bien, pues te equivocas —protestó la otra voz en tono herido—. ¡Es mío! Mira, lleva mi nombre grabado...

—Para Gunthar, mi adorado esposo, en el día de nuestro aniversario leyó la primera voz.

En la habitación se hizo un momento de silencio. Wills palideció. Entonces se volvió a oír la voz aguda, esta vez en un tono más sumiso.

—Supongo que se debe haber caído en el interior de mi bolsa, Fizban. ¡Eso es! ¿Ves?, mi bolsa estaba bajo esta mesa. ¡A esto se le llama suerte! Si hubiera caído al suelo se hubiera roto...

El comandante Gunthar abrió la puerta y entró con expresión severa.

—Buenos días, señores —les dijo. Wills entró trotando tras él, y sus ojos dieron un rápido repaso a la sala.

Los dos forasteros se giraron rápidamente, el anciano sostenía una jarra de vidrio en las manos. Wills avanzó hacia él y se la arrebató de las manos. Lanzando una indignada mirada al kender, el viejo criado colocó la jarra sobre una mesa alta para que aquél no pudiera alcanzarla.

—¿Necesitáis algo más, señor? —preguntó Wills, mirando intencionadamente al kender—. ¿Queréis que me quede para vigilar las cosas?

Gunthar abrió la boca para responder, pero el anciano hizo un gesto negligente con la mano.

—Sí, muchas gracias, buen hombre. Trae un poco más de cerveza. ¡Ah, y no vuelvas a traer otra vez ese putrefacto brebaje del barril de los criados! —miró a Wills con expresión severa —. Trae la del barril que está en aquel rincón oscuro de las escaleras de la bodega. Tú ya sabes cuál... ése que está todo cubierto de telarañas.

Wills estaba estupefacto ante tales palabras.

—Bueno, ¿a qué esperas? ¡No te quedes ahí, mirándome como un pasmarote! ¿Es un poco retrasado, no? —le preguntó a Gunthar.

—N ...no —balbuceó Gunthar—. Todo va bien, Wills. Creo que yo también tomaré una jarra... de... del barril que hay junto a las escaleras. ¿Cómo podíais saberlo? —le preguntó con suspicacia al anciano.

—Porque es mago —respondió el kender encogiéndose de hombros y tomando asiento a pesar de que no se le hubiera invitado a hacerlo.

—¿Un mago? —el anciano miró a su alrededor.—¿Dónde?

Tas le susurró unas palabras.

—¿De verdad? ¿Yo? ¡No me lo puedo creer! ¡Qué impresionante! Pero, ahora que lo dices, parece que sí recuerdo un encantamiento... Bola de fuego. ¿Cómo era?

El anciano comenzó a murmurar unas extrañas palabras. ¡El kender, alarmado, saltó de su asiento y lo agarró por la túnica.

—¡No, amigo! —dijo obligándolo a sentarse en una silla—. ¡Ahora no!

—Ya me lo imagino. De todas formas es un encantamiento maravilloso.!

—Estoy seguro —murmuró Gunthar, absolutamente desconcertado. Luego sacudió la cabeza, recuperando su seriedad—. Ahora, explicadme. ¿Quiénes sois? ¿Por qué estáis aquí? Will ha dicho algo sobre un Orbe de los Dragones.

—Soy... —el mago se interrumpió, parpadeando.

—Fizban —dijo el kender con un suspiro, y poniéndose en pie, alargó educadamente su pequeña mano hacia Gunthar—. Yo soy Tasslehoff Burrfoot —y se sentó de nuevo.

—Sí, sí —Gunthar le estrechó la mano, asintiendo distraído—. ¿Queríais decirme algo sobre un Orbe de los Dragones?

—¡Ah, sí, el Orbe! —la expresión ausente de Fizban desapareció. Miró a Gunthar con ojos agudos y penetrantes —. ¿Dónde está? Hemos hecho un largo camino para encontrarlo.

—Me temo que no podría decíroslo —respondió Gunthar fríamente—. Además, si tal objeto hubiera estado aquí alguna vez...

—Oh, ha estado aquí —dijo Fizban—. Lo trajo uno de los Caballeros de la Rosa, un tal Derek Crownguard. Y Sturm Brightblade lo acompañaba.

—Son amigos míos —explicó Tasslehoff, al ver que Gunthar apretaba las mandíbulas—. De hecho yo colaboré en la consecución del Orbe —añadió con modestia—. Nos lo llevamos de un palacio de cristal y estaba custodiado por un maligno hechicero. Es la historia más maravillosa... ¿Queréis oírla, señor?

—No —dijo Gunthar mirándolos atónito—. Y si me creyera esa historia... espera... Sturm mencionó a un kender. ¿Quiénes eran los otros del grupo?

—Flint, el enano, Theros, el herrero, Gilthanas y Laurana...

—¡Coincide! —exclamó Gunthar, pero luego frunció el ceño—. Pero nunca mencionó a un mago...

—Ah, eso es porque estoy muerto —declaró Fizban poniendo los pies sobre la mesa.

Los ojos de Gunthar se abrieron de par en par, pero antes de que pudiera responder, entró Wills. Mirando fijamente a Tasslehoff, el criado colocó las jarras sobre la mesa que estaba frente a su señor.

—Aquí están las tres jarras. Y si le añadimos la que está sobre aquella otra mesa, eso hace cuatro jarras. ¡Y será mejor que sigan habiendo cuatro cuando regrese!

Wills salió de la habitación, cerrando la puerta de un portazo.

—Yo me ocuparé de vigilarlas —prometió Tas solemnemente—. ¿Tenéis algún problema de robos de jarras? —le preguntó a Gunthar.

—Yo... no... ¿muerto? —Gunthar sintió que estaba perdiendo el control de la situación.

—Es una larga historia —dijo Fizban, vaciando su jarra de cerveza de un solo trago—.Ah, excelente. Bien, ¿dónde estaba?

—Muerto —dijo Tas acudiendo en su ayuda.

—Ah, sí, una larga historia. Demasiado larga para relatarla ahora. Debemos conseguir el Orbe. ¿Dónde está?

Gunthar se puso en pie enojado, con la intención de echar a ese extraño anciano y al kender fuera de la habitación y fuera del castillo. Iba a llamar a sus guardias para que los expulsaran, pero en lugar de ello, se sintió atrapado por la intensa mirada del anciano.

Los Caballeros de Solamnia siempre habían temido la magia. Aunque no tomaron parte en la destrucción de las torres de la Alta Hechicería —aquello hubiera ido en contra de la Medida—, no les había importado que los magos fueran expulsados de Palanthas.

—¿Por qué lo queréis saber? —a Gunthar le falló la voz y sintió que un frío temor recorría sus venas ante el extraño poder de aquel hombre. Lentamente, de mala gana, Gunthar volvió a tomar asiento.

Los ojos de Fizban relampaguearon.

—Me reservo los motivos —dijo en voz baja—. Es suficiente que sepas que yo he venido en busca del Orbe. ¡Fue creado por los magos hace muchos, muchos años! Yo lo sé bien.Sé muchas cosas sobre él.

Gunthar titubeó. Después de todo había varios caballeros vigilando el enigmático objeto, y si ese anciano realmente sabía algo sobre él, ¿qué mal podía haber en decirle dónde estaba? Además, realmente, no se veía capaz de tomar una decisión sobre el asunto.

Fizban agarró de nuevo su jarra vacía de cerveza y se la llevó a los labios. Un segundo después miró el interior con pesar mientras Gunthar respondía:

—El Orbe de los Dragones está con los gnomos.

Fizban dejó caer la jarra de golpe. Esta se rompió en mil pedazos que cayeron sobre el suelo de madera.

—Vaya, ¿qué te había dicho? —dijo Tasslehoff con tristeza, contemplando los pedazos de cristal.


Los gnomos no podían recordar haber vivido en otro lugar que no fuera el monte Noimporta, y ya que a los únicos que les importaba era a ellos, su opinión era la que contaba. Sin duda alguna ya residían ahí cuando los primeros caballeros habían llegado a Sancrist provenientes del reino de Solamnia, recientemente creado, para construir sus fortalezas en el extremo más occidental de sus fronteras.

Debido a su alto grado de desconfianza hacia los forasteros, los gnomos se sobresaltaron al ver acercarse a sus costas un barco atestado de hombres altos, de expresión severa y con aspecto de guerreros. Decididos a mantener en secreto lo que ellos consideraban una montaña paradisíaca, se lanzaron a la acción. Al ser la raza de mente más tecnológica de todas las que habitaban en Krynn —destacaban por haber inventado el motor de vapor y un resorte espiral—, primero, los gnomos pensaron ocultarse en las grutas que horadaban la montaña, pero, luego, tuvieron una idea mejor: ¡Esconder la propia montaña!

Después de que los mayores genios de la mecánica trabajaran incansablemente durante varios meses, los gnomos estuvieron preparados. ¿Qué plan tenían? ¡Iban a hacer desaparecer la montaña!

Fue en ese crítico momento, cuando uno de los miembros de la Hermandad Filosófica gnómica preguntó si no sería probable que los caballeros hubieran advertido ya la existencia de la montaña, que era la más alta de la isla. Su repentina desaparición, ¿acaso no provocaría una cierta extrañeza en los humanos?

Esta cuestión sumió a los gnomos en la duda. Se pasaban el día discutiéndolo, y al poco tiempo los gnomos filósofos se encontraron divididos en dos bandos: aquellos que creían que si un árbol de un bosque caía y nadie lo oía, no por ello dejaba de hacer ruido al caer, y aquellos que creían que no lo hacía. ¿Qué tenía que ver aquello con la cuestión original? Eso fue algo que no se plantearon hasta el séptimo día, aunque entonces fue rápidamente sometido a juicio por el comité.

Mientras tanto, los ingenieros mecánicos —algo ofendidos decidieron llevar a cabo el proyecto.

Y así llegó el día que siempre se recordaría en los Anales de Sancrist, el día bautizado con el nombre de «Día del Humo Amarillo».

Ese día, un antepasado del comandante Gunthar se levantó preguntándose si su hijo habría vuelto a caerse del tejado del gallinero. Aquello había ocurrido sólo unos días antes, cuando el muchacho se hallaba persiguiendo un gallo.

—Esta vez te ocupas tú de llevarlo al estanque —le dijo el hombre medio dormido a su mujer, agitándose en la cama y cubriéndose la cabeza con las sábanas.

—No puedo —dijo ella entre bostezos—. ¡De la chimenea está saliendo un humo apestoso!

En ese momento ambos se despejaron totalmente, al comprender que el humo que llenaba la casa no provenía de la chimenea y que aquel olor nauseabundo no emanaba del gallinero.

Los dos corrieron al exterior de la casa, donde encontraron a los demás residentes de la nueva colonia de los caballeros, que tosían y se atragantaban ya que el olor era cada vez más fuerte. No obstante no podían ver nada. La tierra estaba cubierta de un denso humo amarillento que despedía un olor como de huevos que han sido empollados al sol durante tres días.

A las pocas horas, todos los habitantes estaban completamente mareados por el hedor. Tras recoger algunas mantas y ropas se dirigieron hacia las playas. Respiraron agradecidos la fresca brisa salada, y se preguntaron si alguna vez podrían regresar a sus hogares.

Mientras discutían sobre ello y observaban ansiosamente la nube amarilla que se cernía sobre el horizonte, los colonos se sorprendieron considerablemente al contemplar lo que parecía un ejército de pequeñas criaturas que surgían del humo y caían desmayados a sus pies. Los geniales inventos de los gnomos también les proporcionaban graves quebraderos de cabeza.

Las amables gentes de Solamnia se dispusieron inmediatamente a ayudar a los pobres gnomos, y así se encontraron las dos razas que habitaban Sancrist.

La relación entre los gnomos y los caballeros resultó ser amistosa. Los solámnicos tenían una gran consideración por cuatro cosas: el honor personal, el Código, la Medida, y la tecnología. Se quedaron profundamente impresionados por las herramientas que los gnomos habían inventado en esa época, que incluían la polea, el astil, la tuerca, y la rueda.

Fue asimismo durante este primer encuentro cuando se le otorgó su nombre al Monte Noimporta.

Los caballeros pronto descubrieron que, aunque los gnomos parecían estar emparentados con los enanos —ya que también eran de estatura muy baja—, cualquier similitud terminaba ahí. Los gnomos eran criaturas flacas, de piel oscura y cabellos blancos, muy nerviosos y de bastante mal genio. Hablaban tan deprisa que los caballeros, al principio, pensaron que utilizaban otro idioma. Después se dieron cuenta de que empleaban el Común a un ritmo exageradamente rápido. El motivo se hizo obvio cuando un anciano cometió el error de preguntarle a los gnomos el nombre de su montaña.

Traducido, sonó más o menos así: Una Gran, Inmensa, Alta Montaña Hecha de Varios Estratos de Roca de Los Cuales Hemos Identificado Granito, Obsidiana, Cuarzo, Además de Trazos de Otras Rocas En Las Que Aún Estamos Trabajando, Que Tiene Su Propio Sistema Interno de Calor, El Cual Estamos Estudiando Para Poder Copiarlo Algún Día, Que Calienta La Roca a Temperaturas Que La Convierten Tanto Al Estado Líquido Como Gaseoso Que Ocasionalmente Sale a La Superficie y Desciende Por La Ladera de La Gran, Inmensa, Alta Montaña...

—No importa —respondió el anciano, agotado.

¡No importa! Los gnomos quedaron impresionados. Pensar que algo tan gigantesco y maravilloso podía ser reducido por esos humanos a algo tan simple, era demasiado fantástico para poder creerlo y por tanto, a partir de ese día la montaña fue llamada monte Noimporta, para el alivio de la Hermandad gnómica de Cartógrafos.

Después de esto los caballeros de Sancrist y los gnomos vivieron en armonía; aquellos consultaban a los gnomos cualquier cuestión de naturaleza técnica que necesitara ser resuelta y estos les proporcionaban sus innumerables nuevos inventos.

Cuando llegó el Orbe de los Dragones, los caballeros precisaron saber como funcionaba. Lo dejaron bajo la custodia de los gnomos, y enviaron a dos de sus hombres para que lo vigilaran. La idea de que aquella esfera de cristal pudiera ser mágico se les pasó por la cabeza.

5 Los gnomos.

—Ahora recuerda. Ningún gnomo vivo o muerto ha acabado una frase en su vida. La única forma de llegar a algo es interrumpirlos. No temas ser grosero. Ellos cuentan con ello.

El anciano mago se vio interrumpido, a su vez, por la aparición de un gnomo vestido con una larga túnica marrón, quien se acercó a ellos y los saludó respetuosamente.

Tasslehoff examinó al gnomo con gran curiosidad. El kender nunca había visto anteriormente un ser de esta raza, aunque las viejas leyendas de la joya Gris de Gargath decían que esa raza y la suya tenían un parentesco lejano. Desde luego el joven gnomo tenía algo de kender —sus esbeltas manos, su expresión dispuesta, y unos ojillos agudos penetrantes que lo observaban todo. Pero aquí se acababa el parecido porque no tenía en absoluto aquel aspecto liviano de los kenders. El gnomo era nervioso, serio y de aspecto ajetreado.

—Tasslehoff Burrfoot —dijo educadamente el kender, extendiendo su mano. El gnomo la agarró, la observó atentamente y, como no encontró nada interesante en ella, la estrechó blandamente—. y éste... —Tas comenzó a presentar a Fizban, pero se detuvo cuando el gnomo cogió la vara jupak del kender.

—Oh... —exclamó aquél mientras sus ojos brillaban al mirar el arma—. Envía​a​buscar​un​miembro​de​la​Hermandad​de​Armas...

El guardia del nivel del suelo de la entrada a la montaña no aguardó a que el gnomo acabara la frase. Alargando una mano, tiró de una palanca y se oyó un agudo pitido. Convencido de que un dragón había aterrizado detrás suyo, Tasslehoff se giró dispuesto a defenderse.

—Un silbato —dijo Fizban—. Será mejor que te acostumbres a oírlo.

—¿Un silbato? —repitió Tas intrigado—. Nunca escuché uno similar. ¡Y además echa humo! ¿Cómo funciona...?.

—¡Eh! ¡Vuelve! ¡Devuélveme mi vara jupak! —gritó mientras su vara desaparecía velozmente por el corredor transportada por tres raudos gnomos.

—Sala​de​observación —dijo el gnomo —. En Skimbosh...

—¿Qué?

—Sala de Observación —tradujo Fizban—. El resto no lo he entendido. Realmente deberías hablar más despacio —dijo agitando su bastón en dirección al gnomo.

Este asintió, pero sus brillantes ojos miraban fijamente el bastón de Fizban. No obstante, al ver que era de madera y que estaba bastante gastado, el gnomo volvió a prestar atención al mago y al kender.

—Forasteros. Intentaré recordarlo... Intentaré recordarlo, por tanto no os preocupéis —ahora hablaba lentamente, vocalizando—, tu arma no será dañada, ya que simplemente vamos a hacer un dibujo...

—¿De verdad? —interrumpió Tas considerablemente halagado—. Si queréis podría haceros una demostración de cómo funciona.

Los ojos del gnomo se iluminaron.

—Eso sería maravilloso...

—Dime —interrumpió el kender de nuevo, sintiéndose feliz de estar aprendiendo a comunicarse—. ¿Cómo te llamas?

Fizban hizo un rápido gesto, pero era demasiado tarde.

—Gnoshoshallamarionininillis​yyphanidisdisslishxdie...

Hizo una pausa para recuperar la respiración.

—¿Ése es tu nombre? —preguntó Tas atónito.

—Sí —respondió el gnomo bastante desconcertado—. Es mi primer nombre, y ahora si me dejas continuar.

—¡Aguarda! —gritó Fizban—. ¿Cómo te llaman tus amigos?.

El gnomo volvió a tomar aliento.—Gnoshoshallamarloninillis...

—¿Y cómo te llaman los caballeros?

—Oh... —el gnomo pareció abatido—. Gnosh, si vosotros...

—Gracias —respondió Fizban—. Ahora, Gnosh, tenemos bastante prisa. Ya sabes, con esto de la guerra... Como el comandante Gunthar dice en su comunicado, debemos ver el Orbe de los Dragones.

Los pequeños ojos de Gnosh relampaguearon. Sus manos se retorcían nerviosas.

—Desde luego podéis ver el Orbe de los Dragones, ya que el comandante Gunthar lo ha solicitado, pero, si puedo preguntároslo, ¿qué interés tenéis en ese objeto aparte de una curiosidad normal?.

—Soy mago... —comenzó a decir Fizban.

—¡Es​mago! —exclamó el gnomo olvidándose de hablar despacio con la excitación—. Venid​inmediatamente​a​la​sala​de​observacion​y​a​que​el​orbe​del​dragón​fue​creado​por​los​hechiceros...

Tanto Tasslehoff como Fizban parpadearon sin entender palabra.

—Oh, acompañadme... —dijo el gnomo con impaciencia.

Antes de que supieran exactamente qué estaba sucediendo, el gnomo, sin dejar de hablar, los apremió para que lo siguieran hacia la entrada de la montaña, desconectando numerosos timbres y silbatos.

—¿Adónde nos llevará? —le dijo Tas a Fizban en voz baja mientras corrían tras el gnomo —. ¿Qué habrá dicho? ¿No habrán dañado al Orbe ¿verdad?

—No lo creo. Gunthar envió unos caballeros para vigilarlo,¿recuerdas?

—Entonces ¿qué es lo que te preocupa?

—Los Orbes de los Dragones son objetos extraños. Muy poderosos. ¡Mi temor es que hayan intentado utilizarlo!

—Pero el libro que leí en Tarsis decía que el Orbe podía controlar a los dragones. ¿Eso no es bueno? Quiero decir que los Orbes no son malignos, ¿verdad?

—¿Malignos? ¡Oh, no! No son malignos —Fizban sacudió la cabeza—. Ese es el peligro. No son malignos, no son benignos. ¡No son nada! O tal vez debiera decir que lo son todo.

Tas vio que probablemente nunca conseguiría una respuesta clara de Fizban, cuya mente siempre estaba lejos. Como tenía necesidad de divertirse, el kender volvió su atención hacia su anfitrión.

—¿Qué significa tu nombre? —le preguntó Tas. Gnosh sonrió alegremente.

—Al Principio, Los Dioses Crearon a Los Gnomos, y Uno de Los Primeros Que Crearon Se Llamaba Gnosh y Esos Son Los Acontecimientos Más Notables Que Le Ocurrieron En La Vida Se Casó Con Marioninillis...

Tas experimentó una sensación de abatimiento.

—Espera... ¿Cuán largo es tu nombre?

—Llena todo un libro de este tamaño —dijo orgullosamente Gnosh, haciendo un gesto con las manos—, ya que somos una familia muy antigua, tal como verás cuando prosig...

—Está bien. Tal vez en otro momento... —dijo Tas rápidamente. Como no prestaba atención a sus pasos, Tas tropezó con una soga. Gnosh lo ayudó a ponerse en pie. Al alzar la mirada, Tas vio que ésta llegaba hasta un nudo de cuerdas, enlazadas las unas a las otras, que se extendían en todas direcciones. Se preguntó adónde llevarían.

—Hay partes muy interesantes en la historia de mi nombre —dijo Gnosh mientras caminaban hacia una inmensa puerta de acero—, y si quieres, podría contártelas como, por ejemplo, cuando una tatarabuela Gnosh inventó el agua hirviendo...

—Me encantaría, pero ahora no tenemos tiempo...

—Sí, supongo que así es —dijo Gnosh—, y, además, hemos llegado a la entrada de la sala principal, por lo que si me disculpas...

Sin dejar de hablar, extendió una mano y tiró de una cuerda. De nuevo se oyó un silbido, dos timbres y un gong. Entonces, con una tremenda explosión de vapor que casi los cuece, las dos inmensas puertas de acero del interior de la montaña comenzaron a abrirse. Casi inmediatamente, las puertas se atascaron, y en pocos minutos el lugar estaba repleto de gnomos que gritaban y señalaban, discutiendo quién era el culpable del error.


Tasslehoff Burrfoot había estado haciendo planes de lo que haría cuando esta aventura terminara y todos los dragones estuvieran muertos. El kender intentaba tener un punto de vista optimista. Lo primero que había planeado hacer era ir a pasar unos meses con su amigo Sestun, el enano gully de Pax Tharkas. Los enanos gullys llevaban una vida interesante, y Tas sabía que podría amoldarse con facilidad —siempre que no tuviera que comer lo que cocinaban.

Pero en el momento en que Tas entró en el Monte Noimporta, decidió que lo primero que haría sería regresar allí para vivir con los gnomos. El kender nunca había visto algo tan maravilloso en su vida. Se detuvo atónito. Gnosh se lo quedó mirando.

—Impresionante, no.

—No es la palabra que yo utilizaría —murmuró Fizban.

Se hallaban en la parte central de la ciudad gnoma. Situada en la chimenea de un volcán, la ciudad tenía una anchura de cientos de yardas y una altura de millas y millas. Estaba construida en diferentes niveles alrededor de la chimenea. Tas miró hacia arriba...

arriba... y arriba...

—¿Cuántos niveles hay? —preguntó el kender. —Treinta y cinco y...

—¡Treinta y cinco! Odiaría vivir en el nivel treinta y cinco. ¿Cuántas escaleras hay que subir?

—Mejoramos los antiguos mecanismos hace muchos años —Gnosh hizo un gesto—. Observa​algunas​de​las​maravillas​tecnológicas​que​utilizam...

—Puedo verlo —dijo Tas bajando la mirada—. Debéis estar preparándoos para una gran batalla. Nunca había visto tantas catapultas en mi vida...

El kender se interrumpió. Mientras observaba, sonó un silbato. Una catapulta se disparó con un vibrante sonido y un gnomo salió despedido por los aires. Tas no se hallaba contemplado artefactos de guerra, sino los mecanismos que habían sustituido a las escaleras...

La sala estaba llena de catapultas de todos los tipos, creadas por los gnomos. Había catapultas de honda, de arco, de diabla y de vapor, aunque estas últimas estaban todavía en fase experimental, pues aún se estaba trabajando en el ajuste de la temperatura del agua.

Desde cualquier punto de estas máquinas se extendían millas y millas de soga que hacían funcionar una increíble variedad de ruedas y poleas que rechinaban y chirriaban. En todas las paredes había inmensas palancas manipuladas por un gran número de gnomos.

—¿Nos llevará a la sala de Observación? —comentó Fizhan en tono desesperanzado—porque no creo que ésta se halle en el nivel del suelo.

Gnosh sacudió la cabeza.

—Sala de observación en el nivel quince...

El viejo mago lanzó un profundo suspiro. De pronto se oyó un terrible sonido rechinante.

—Ah, están esperándonos. Venir dijo Gnosh.

Tas lo siguió alegremente hasta que llegaron a una gigantesca catapulta. Un gnomo les hizo un gesto irritado, señalando una larga cola de gnomos que aguardaban su turno Tas saltó en el asiento de la inmensa catapulta de honda mirando ansiosamente la chimenea. Sobre él podía ver gnomos asomados en los balcones de los diferentes niveles, todos ellos rodeados de grandes máquinas, silbatos, sogas y unas inmensas cosas informes que colgaban de las paredes como murciélagos. Gnosh se situó tras él y lo regañó.

—Los mayores primero, jovencito, o​sea​que​sal​de​ahi​inmediatamente​y​deja​pasar​al... —Arrastró a Tas fuera del asiento con una fuerza considerable—...mago​primero...

—Uh, no tiene importancia —protestó Fizban, tropezando con una pila de cuerda—. Creo... creo que recuerdo un encantamiento que me llevará hasta arriba. Levitar. ¿Cómo era...? Dejadme que lo piense un momento.

—Tú eras el que tenía prisa —dijo Gnosh con severidad contemplando a Fizban. Los gnomos que estaban en la cola comenzaron a gritar groseramente, pateando y empujándose los unos a los otros.

—Bueno, está bien —protestó el viejo mago subiéndose al asiento con la ayuda de Gnosh. El gnomo que manipulaba la palanca que ponía en funcionamiento la catapulta le gritó algo a Gnosh que sonó como «¿que​nivel».

Gnosh señaló hacia arriba y gritó —¡Skimbosh!

El operador se situó frente la primera de una serie de cinco palancas. Un gran número de sogas se extendían hacia arriba. Fizban, abatido, se había acomodado en el asiento de la catapulta, intentando recordar el encantamiento.

—Ahora —gritó Gnosh, empujando a Tas hacia adelante para que pudiera ver mejor—, dentro de un segundo el encargado dará la señal... sí, ahí está...

En efecto, éste tiró de una de las sogas.

—¿Para qué sirve eso? —interrumpió Tas.

—La soga activa una campana en Skimbosh... er... en el nivel decimoquinto, que les anuncia la llegada de alguien...

—¿Qué ocurre si el timbre no suena? —preguntó Fizban en voz alta.

—Entonces suena una segunda campana que los avisa de que la primera no...

—¿Qué ocurriría aquí abajo si la campana no sonara?

—Nada. Es​problema​de​Skimbosh​y​no​tuyo...

—¡Es mi problema si no saben que voy hacia allí! —gritó Fizban—. ¡O simplemente me dejo caer y les doy una sorpresa!

—Ah —dijo Gnosh con orgullo—. ¿Ves...?

—Yo me bajo de aquí...

—No, espera... ya​estan​preparados...

—¿Quién está preparado? —preguntó Fizban irritado.

—¡Skimbosh! Con​la​red​para​agarrarte, ya​veras...

—¡Red! —Fizban palideció—. ¡Esto es el colmo!

Pero antes de que pudiera moverse, el encargado del mecanismo accionó la primera palanca. El sonido rechinante comenzó a sonar de nuevo, mientras la catapulta comenzaba a girar sobre su eje. El repentino movimiento arrojó a Fizban hacia atrás, haciendo que su sombrero le cubriese los ojos.

—¿Qué sucede? —gritó Tas.

—Están situándolo en la posición debida —chilló Gnosh—. La longitud y latitud han sido precalculadas y la catapulta colocada en la situación correcta para enviar al pasajero...

—¿Y qué ocurre con la red?

—El mago ascenderá hasta Skimbosh... oh, sin peligro, te lo aseguro, hemos hecho estudios que prueban que en realidad es más peligroso caminar que volar... y justo cuando esté a la altura de su trayectoria, comenzando a descender un poco, Skimbosh arrojará una red bajo él, cazándolo así... —Gnosh se lo mostró haciendo un rápido movimiento con la mano, como si cazara una mosca—, y lo recogerá...

—¡Eso debe requerir una precisión increíble!

—La precisión está debidamente calculada, ya que depende de un garfio que hemos desarrollado... —Gnosh contrajo los labios y frunció las cejas...algo está haciendo que la precisión no funcione demasiado bien, pero hay un comité...

El gnomo encargado de la catapulta tiró de otra palanca y Fizban salió despedido por el aire.

—Oh, vaya —dijo Gnosh observándolo —, parece que...

—¿Qué...? ¿Qué sucede? —gritó Tas intentando ver algo.

—La red ha vuelto a abrirse demasiado pronto... y ésta ya es la segunda vez que ocurre hoy en Skimbosh y definitivamente esto será discutido en la próxima reunión de la Hermandad​de​la​Red...

Tas miraba hacia arriba, con la boca abierta, contemplando la imagen que Fizban zumbando en el aire, propulsado desde abajo por la tremenda fuerza de la catapulta, y, de pronto, el kender vio lo que Gnosh estaba comentando. La red del nivel quince, en lugar de abrirse después de que el mago hubiera pasado ante el nivel y de recogerlo cuando comenzara a caer, se abrió antes de que el mago llegara Fizban chocó contra la red. Por un momento se agarró a ella como pudo, pero un segundo después comenzó a caer.

Instantáneamente comenzaron a sonar campanas y timbrazos.

—No me lo digas —dijo Tas, compungido—. Ésa es la alarma que indica que la red ha fallado.

—Más o menos, pero no te alarmes, pequeño charlatán porque las alarmas conectan un mecanismo que abre la red del nivel trece justo a tiempo... ups, un poco tarde bueno aún queda el nivel doce...

—¡Haz algo! —gimió Tas.

—¡No te excites tanto! Voy a acabar lo​que​iba​a​decir​sobre​el​ultimo​sistema... de​emergencia​que​es... oh, ahí está...

Tas contempló caer las tapas de seis barriles que colgaban de las paredes del tercer nivel, soltando miles de esponjas que cayeron en el centro del nivel del suelo. Aparentemente, aquello era por si fallaban las redes de todos los niveles. Afortunadamente la red del nivel noveno funcionó extendiéndose bajo el mago en el momento preciso. Entonces se cerró alrededor suyo y lo transportó hasta la galería donde los gnomos al oír las maldiciones y juramentos del mago, parecieron resistirse a soltarlo.

—Bueno​ahora​que​todo​ha​ido​bien​ha​llegado​tu​turno –dijo Gnosh.

—Sólo una última pregunta —chilló Tas mientras tomaba asiento—. ¿Qué ocurre si el sistema de emergencia de las esponjas falla?

—Ingenioso... —dijo Gnosh alegremente—, porque ¿sabes?, si las esponjas llegan demasiado tarde, la alarma se apaga, haciendo aparecer un inmenso barril de agua en el suelo, y... ya que las esponjas están ahí dispuestas... es fácil limpiarlo todo...

El encargado accionó la palanca.


Tas había esperado ver todo tipo de cosas fascinantes en la sala de Observación, pero ante su sorpresa la encontró casi vacía. Estaba iluminada por un agujero taladrado en la ladera de la montaña, que dejaba entrar los rayos de sol. Esta sencilla pero ingeniosa idea había sido sugerida a los gnomos por un visitante enano, que la había llamado «ventana»; los gnomos estaban bastante orgullosos de ella. Había tres mesas, y poca cosa más. En la mesa central, toda rodeada de gnomos, estaban el Orbe de los Dragones y su vara jupak.

Tas observó, interesado, que el Orbe volvía a tener su tamaño original. Su aspecto era el mismo, aún era una esfera de cristal, y aquella especie de luz tenue de color lechoso todavía fluctuaba en su interior. Un joven Caballero de Solamnia con expresión de intenso aburrimiento estaba en pie junto al Orbe, vigilándolo. Su expresión cambió bruscamente al ver a los visitantes.

—Todovabien —le dijo Gnosh al centinela tranquilizándolo—, los ha enviado el comandante Gunthar ...

Sin dejar de hablar, Gnosh los acompañó hasta la mesa central. Al mirar el Orbe, los ojos del gnomo centellearon.

—Uno de los Orbes de los Dragones —murmuró alegremente después de todos estos años...

—¿Qué años? —preguntó Fizban, deteniéndose a cierta distancia de la mesa.

—Lo que ocurre —explicó Gnosh—, es que a cada gnomo se le asigna una Misión en la Vida desde el día en que nace y, a partir de entonces, su única ambición es llevar a cabo esa misión, y mi Misión en la Vida es estudiar los Orbes de los Dragones desde...

—¡Pero éstos habían desaparecido durante cientos de años! —dijo Tas incrédulo—. ¡Nadie sabía nada de ellos! ¿Cómo podía ser tu Misión en la Vida?

—Oh, nosotros sí los conocíamos porque fue la Misión de mi abuelo y también la de mi padre. Sin embargo, ambos murieron sin haber visto nunca ninguno. Yo también temía no verlos, pero ahora, finalmente, ha aparecido uno, lo que me permitirá consolidar un lugar para nuestra familia en la vida venidera.

—¿Quieres decir que no puedes acceder a la... er ...a la vida venidera si no llevas a cabo tu Misión en la Vida? Entonces, tu padre y tu abuelo...

—Probablemente de lo más incómodo —dijo Gnosh con expresión de tristeza—, dondequiera que estén... ¡Por todos los dioses!

En el Orbe se había realizado un cambio considerable. Comenzó a relucir con un resplandor de brillantes colores, como si estuviera agitado.

Murmurando unas extrañas palabras, Fizban caminó hasta él y lo cubrió con sus manos. Instantáneamente se volvió negro. Fizban recorrió la estancia con la mirada, su expresión era tan severa y atemorizada, que hasta el mismo Tas retrocedió. El caballero se abalanzó hacia adelante.

—¡Salid fuera! —retronó el mago—. ¡Todos vosotros!

—Se me ha ordenado que no lo abandone bajo ninguna circuns... —el caballero se llevó la mano a la espada, pero Fizban murmuró unas palabras y el centinela cayó al suelo.

Los gnomos desaparecieron rápidamente de la habitación, dejando solo a Gnosh, quien se retorcía nerviosamente las manos, con el rostro teñido de aflicción.

—¡Vamos, Gnosh! —le apremió Tas—. Nunca le había visto así. Será mejor que hagamos lo que dice. ¡Si no lo hacemos, es capaz de convertimos en enanos gully, o tal vez en algo peor!

Gimoteando, Gnosh permitió que Tas lo sacara de la habitación. Cuando se volvió para mirar el Orbe de los Dragones, la puerta se cerró de golpe.

—Mi Misión en la Vida...

—Estoy seguro de que no pasará nada —dijo Tas a pesar de no estar nada seguro. No le había gustado la expresión del rostro de Fizban. La verdad es que ni siquiera le había parecido que fuera el rostro de Fizban, ¡ni de nadie que Tas deseara conocer!

—Gnosh, ¿descubriste algo en el Orbe cuando lo examinaste? —le preguntó Tas en voz baja.

—Bien, sí —Gnosh parecía pensativo——, averigué que hay o parece haber algo en su interior porque me lo quedé mirando sin ver nada durante muchísimo rato y entonces, cuando ya iba a dejarlo, vi unas palabras fluctuando entre esa luz calinosa...

—¿Unas palabras? ¿Qué decían? Gnosh sacudió la cabeza.

—No lo sé, porque no podía entenderlas; nadie pudo, ni siquiera uno de los miembros de la Hermandad de Lenguas Extranjeras...

—Seguramente eran mágicas...

—Sí, eso es lo que yo me dije...

De pronto la puerta de la sala de Observación voló por los aires, como si algo hubiese explotado.

Gnosh se volvió aterrorizado. Fizban estaba en el marco de la puerta sosteniendo una pequeña bolsa negra en una mano, mientras en la otra llevaba su bastón y la vara jupak de Tasslehoff. Gnosh se abalanzó hacia el interior de la habitación.

—¡El Orbe! —chilló, tan consternado, que increíblemente completó la frase—. ¡Te lo has llevado!

—Sí, Gnosh —dijo Fizban.

La voz del mago sonaba cansada, y Tas, al mirarle de cerca, vio que se hallaba completamente agotado. Su piel estaba gris, sus párpados caídos. Se apoyaba pesadamente , sobre su bastón.

—Ven conmigo, muchacho —le dijo al gnomo —. y no te preocupes, porque cumplirás tu Misión en la Vida. Pero ahora el Orbe debe ser llevado ante el Consejo de la Piedra Blanca.

—Iré contigo al Consejo... —Gnosh aplaudió excitado—, y tal vez me soliciten que realice un informe, ¿crees...?

—Estoy absolutamente convencido.

—Ahora mismo vuelvo, dame tiempo para recoger mis cosas, ¿dónde están mis papeles...?

Gnosh salió corriendo. Fizban se volvió rápidamente para encararse a los otros gnomos, que se habían agrupado tras él intentando ansiosamente arrebatarle su bastón. El anciano frunció el ceño tan amenazadoramente, que los gnomos retrocedieron y desaparecieron en la Sala de Observación.

—¿Qué has averiguado? —le preguntó Tas, acercándose a Fizban con cierto reparo puesto que el viejo mago parecía estar sumido en la oscuridad—. Los gnomos no le han hecho nada al Orbe ¿verdad?

—No, no, afortunadamente para ellos, ya que aún está activo y es muy poderoso —Fizban suspiró—. Casi todo va a depender de las decisiones que tomen unos pocos... tal vez el destino del mundo.

—¿Qué quieres decir? ¿Las decisiones no serán tomadas por el Consejo?

—No lo comprendes, muchacho. Aguarda un momento, debo descansar —el mago se sentó, recostándose contra la pared. Sacudió la cabeza y prosiguió hablando—. He concentrado mi voluntad en el Orbe, Tas. Oh, no para controlar a los dragones, sino para contemplar el futuro —añadió al ver que los ojos del kender se abrían de par en par.

—¿Qué viste?

—Vi que ante nosotros se extendían dos caminos. Si tomamos el más fácil, al principio parecerá el mejor, pero al final la oscuridad se cernirá sobre nosotros para no desaparecer nunca más. Si tomamos el otro camino, el viaje será duro y difícil. Puede que algunos de los que amamos pierdan la vida, querido Tas. Peor aún, puede que pierdan sus almas. Pero sólo a través de ese sacrificio encontraremos la esperanza.

—¿Y todo eso lo dice el Orbe?

—Sí.

—¿Sabes lo que debe hacerse para... para tomar el camino dificultoso?

—Sí, lo sé —respondió Fizban en voz baja—. Pero no soy yo el que debe tomar las decisiones. Eso estará en manos de otros...

—Ya veo —Tas suspiró —. Gente importante, supongo. Reyes, elfos nobles, caballeros...—las palabras de Fizban resonaban en su mente: Que algunos de los que amamos pierdan la vida...

A Tas se le hizo un nudo en la garganta. Dejó caer la cabeza sobre sus manos. ¡Esta aventura estaba comenzando a ir muy mal! ¿Dónde estaba Tanis? ¿Y el querido Caramon? ¿Y Tika? Había intentado no pensar en ellos, especialmente después de aquel sueño.

«Y Flint... no debería haberme ido sin él. ¡Podía morir, podía estar muerto en este mismo momento!», pensó Tas preocupado. ¡Las vidas de aquellos que amo! «Nunca pensé que ninguno de nosotros moriría. ¡Siempre creí que si estábamos juntos podíamos enfrentamos a lo que fuera! Pero ahora, no sé cómo, nos hemos separado. ¡Y las cosas van mal!».

Tas notó que Fizban le acariciaba su coleta, su única gran vanidad. Y por primera vez en su vida el kender se sintió muy perdido, solo y asustado. El mago le rodeó los hombros con el brazo. Hundiendo su rostro en la manga de Fizban, Tas comenzó a llorar.

Fizban le dio unos golpecillos en la espalda.

—Sí —repitió el mago— gente importante.

6 El consejo de la Piedra Blanca. Un personaje importante.

El Consejo de la Piedra Blanca se reunió el día veintiocho de diciembre, día que en Solamnia llamaban el día de la Carestía, porque se conmemoraba el sufrimiento de los hombres durante el primer invierno que siguió al Cataclismo. El comandante Gunthar creyó oportuno celebrar la reunión del Consejo en esa fecha, que se caracterizaba por el ayuno y la meditación.

Hacía más de un mes que el ejército había partido en dirección a Palanthas. Las nuevas que Gunthar había recibido de la ciudad no eran buenas. Precisamente, en la madrugada del día veintiocho había llegado un informe. Tras leerlo dos veces, Gunthar suspiró profundamente, frunció el entrecejo y se guardó el papel en el cinturón.

El Consejo de la Piedra Blanca se había reunido ya una vez no hacía demasiado tiempo; dicha asamblea se había convocado debido a la llegada de los refugiados elfos a Ergoth del Sur ya la aparición de los ejércitos de los Dragones en el norte de Solamnia. Aquella reunión del Consejo, no obstante, se había planeado varios meses antes, por lo que todos los miembros —tanto los que podían votar como los consultivos estaban representados. Los primeros incluían a los Caballeros de Solamnia, los gnomos, los Enanos de las Colinas, los marinos de piel oscura de Ergoth del Norte, y una representación de los exiliados solámnicos que vivían en Sancrist. Los consultivos eran los elfos, los Enanos de las Montañas y los kenders. Estos miembros eran invitados para que expresasen sus opiniones, pero no se les permitía votar.

De todas formas la primera reunión del Consejo no había ido muy bien. Algunas de las viejas enemistades y animosidades existentes entre las razas representadas, habían salido a luz. Arman Kharas, representante de los Enanos de la Montaña, y Duncan Hammerrock, representante de los Enanos de la Colinas, tuvieron que ser físicamente separados o hubiera vuelto a correr la sangre de las viejas enemistades. Alhana Starbreeze, representante de los elfos de Silvanesti en ausencia de su padre, se negó a pronunciar palabra durante toda la sesión. Alhana había acudido sólo porque también lo había hecho Porthios, en representación de los elfos de Qualinesti. Temía una alianza entre los Qualinesti y los humanos, y estaba decidida a evitarla.

Alhana no debiera haberse preocupado. La desconfianza entre los humanos y los elfos era tal, que sólo se hablaban los unos a los otros por educación. Ni siquiera el apasionado discurso de Gunthar en el que habíadeclarado: «¡Nuestra unión comienza la paz; nuestra división acaba con la esperanza!», había hecho mella alguna.

La respuesta de Porthios a las palabras de Gunthar fue culpar a los humanos de la reaparición de los dragones. Por tanto, los humanos debían librarse ellos mismos del desastre. Poco después de que Porthios hubiera expresado claramente su opinión, Alhana se levantó altivamente y se marchó, manifestando así cuál era la postura de los Silvanesti.

El señor de los Enanos de la Montaña, Arman Kharas, había declarado que su gente estaría dispuesta a colaborar, pero que no podían unirse hasta que fuera hallado el Mazo de Kharas. En esas fechas nadie sabía que los compañeros pronto entregarían el Mazo, por lo que Gunthar se vio obligado a prescindir también de la ayuda de los enanos. En realidad, la única persona que ofreció su ayuda fue Kronin Thistleknott, jefe de los kenders. Ya que lo último que un país deseaba era la «ayuda» de un ejército de kenders, este gesto fue recibido con sonrisas educadas, mientras los miembros intercambiaban miradas de horror a la espalda de Kronin.

Por tanto el primer Consejo se disolvió sin que se hubieran tomado demasiadas resoluciones.

Gunthar tenía depositadas más esperanzas en esta segunda reunión del Consejo. Desde luego el descubrimiento del Orbe de los Dragones hacía que las expectativas fueran mejores. Los representantes de las dos familias de elfos ya habían llegado. Entre ellos se hallaba el Orador de los Soles, quien había traído consigo a un humano que se declaraba clérigo de Paladine. Sturm le había hablado mucho a Gunthar de Elistan, por lo que el comandante tenía muchas ganas de conocerlo. Gunthar no estaba seguro de quién representaría a los Silvanesti. Suponía que sería el elfo noble que había sido declarado regente tras la misteriosa desaparición de Alhana Starbreeze.

Los elfos habían llegado a Sancrist dos días antes. Habían instalado sus campamentos en los campos, y sus banderas de alegres colores ondeaban en brillante contraste con aquel cielo gris y tormentoso. Aparte de los caballeros serían los únicos en asistir al Consejo. No había habido tiempo de enviar un mensaje a los Enanos de las Montañas y, según las noticias, los Enanos de las Colinas se hallaban luchando contra los ejércitos de los dragones, por lo que ningún mensajero había podido llegar hasta ellos.

Gunthar confiaba que esta reunión uniría a los humanos y a los elfos en una gran lucha en la que se conseguiría expulsar a los dragones de Ansalon. Pero sus esperanzas se vieron frustradas antes de que la reunión comenzara.

Tras examinar el comunicado de los ejércitos en Palanthas, Gunthar salió de su tienda dispuesto a hacer una última ronda por la Explanada de la Piedra Blanca, para cerciorarse de que todo estuviera en orden. Pero de pronto su criado, Wills, llegó corriendo hasta él.

—Señor, debéis regresar inmediatamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gunthar, pero al viejo criado le faltaba el aliento, por lo que no pudo responderle.

Lanzando un suspiro, Gunthar regresó a su tienda, donde encontró al comandante Michael, ataviado con cota de mallas y paseando nerviosamente de un lado a otro.

—¿Qué sucede? —preguntó Gunthar, con el corazón encogido al ver la preocupada expresión del joven comandante.

Michael agarró a Gunthar del brazo.

—Señor, hemos recibido noticias de que los elfos piensan exigir la devolución del Orbe de los Dragones. Si no se lo devolvemos, ¡están dispuestos a declararnos la guerra para recuperarlo!

—¿Qué...? ¡La guerra! ¡Contra nosotros! ¡Eso es ridículo! No pueden... ¿Estás seguro? ¿Es fiable esa información?

—Sí, me temo que totalmente, comandante Gunthar —afirmó el personaje que acompañaba al comandante Michael.

—Señor, os presento a Elistan, clérigo de Paladine —dijo Michael—. Os pido perdón por no habéroslo presentado antes, pero desde que Elistan me comunicó las nuevas, tengo, la mente completamente alterada.

—He oído hablar mucho de vos, señor —aseguró el comandante Gunthar extendiendo una mano.

Los ojos del caballero examinaron a Elistan con curiosidad. Gunthar no sabía qué había esperado encontrar en alguien que decía ser clérigo de Paladine —tal vez a un esteta de vista cansada, pálido y enjuto debido a las horas dedicadas al estudio. Gunthar no estaba preparado para encontrarse con aquel hombre alto y fuerte, que bien pudiera haber batallado al lado de sus mejores guerreros. De ... su cuello pendía el antiguo símbolo de Paladine, un medallón de platino en el que había grabado un dragón.

Gunthar repasó mentalmente todo lo que le había oído decir a Sturm referente a Elistan, incluyendo la intención del clérigo de intentar convencer a los elfos para que se unieran a los humanos. Elistan sonrió fatigosamente, como si conociera todos los pensamientos que atravesaban la mente de Gunthar.

—Sí, he fallado —admitió Elistan—. Todo lo que pude hacer fue persuadirlos para que asistieran a la reunión del Consejo, y me temo que únicamente hayan venido para daros un ultimátum: devolverles el orbe o luchar para retenerlo.

Gunthar se hundió en una silla, haciendo un débil gesto con la mano para que Michael y Elistan tomaran asiento. Sobre la mesa, ante él, había varios mapas de Ansalon, en los que unas sombras oscuras mostraban el insidioso avance de los ejércitos de los dragones. La mirada de Gunthar descansó sobre los mapas, pero el caballero, de pronto, los arrojó todos al suelo.

—¡Tal vez sería mejor que abandonáramos ahora mismo! —gritó indignado—. Que les enviáramos un mensaje a los Señores de los Dragones: «No os molestéis en venir a destrozarnos. Nos las estamos arreglando bastante bien nosotros mismos...»

Irritado, dejó sobre la mesa el informe que había recibido aquella misma mañana.

—¡Mirad! Esto ha llegado de Palanthas. Los ciudadanos han insistido en que los caballeros abandonen la ciudad. Los palanthianos han decidido negociar con los Señores de los Dragones, y la presencia de aquéllos «amenaza gravemente su postura». Se niegan a prestamos ninguna ayuda. ¡Por tanto todo un ejército de mil palanthianos está ocioso!

—¿Cuáles son los planes del comandante Derek, señor? —preguntó Michael.

—Él, los caballeros y un millar de hombres de a pie, refugiados de las tierras ocupadas de Throtyl, están fortificando la torre del Sumo Sacerdote, al sur de Palanthas. Esa torre salvaguarda el único paso que existe para cruzar las montañas Vingaard. Así protegeremos Palanthas durante un tiempo, aunque si los ejércitos de los dragones logran atravesarlo... ¡Maldita sea! —susurró golpeando la mesa con el puño—. ¡Podríamos disponer de dos mil hombres para bloquear ese paso! ¡Esos locos! ¡Y ahora esto! —dijo haciendo un gesto en dirección al campamento de los elfos.

Gunthar suspiró, dejando caer la cabeza sobre las manos.

—Bien, y vos ¿qué aconsejáis, clérigo?

Elistan se quedó callado durante unos instantes antes de responder.

—En los Discos de Mishakal está escrito que el mal, por su propia naturaleza, siempre se vuelve contra sí mismo. Por tanto, se derrota a sí mismo. No sé lo que puede ocurrir en esta reunión del Consejo, mis dioses lo han mantenido en secreto. Pudiera ser que ni ellos mismos lo sepan; que el futuro del mundo descanse sobre una balanza, y que lo que aquí se decida sea lo que lo determine. Lo que sí sé es esto: No entréis en esa reunión con la derrota en vuestro corazón, ya que ésa sería la primera victoria del mal.

Tras decir esto, Elistan se puso en pie y salió en silencio de la tienda.

Cuando el clérigo se hubo retirado, Gunthar se quedó sentado en silencio. En realidad, parecía que el mundo entero estuviera en silencio. Durante la noche el viento había dejado de soplar. Las nubes tormentosas eran bajas y pesadas, y amortiguaban los sonidos de tal forma que hasta las trompetas, que anunciaban el amanecer, habían sonado bajas y desentonadas aquella mañana.

Gunthar alzó la cabeza y se restregó los ojos.

—¿Qué opinas?

—¿De qué? ¿De los elfos?

—No. De ese clérigo.

—Desde luego no es como había esperado —contestó Michael—. Responde más a las historias que hemos oído sobre los clérigos de la Antigüedad, los que guiaron a los caballeros durante la época anterior al Cataclismo. No se parece en nada a esos charlatanes que tenemos ahora. Elistan es un hombre que estaría a tu lado en el campo de batalla, invocando la bendición de Paladine con una mano, mientras que con la otra empuñaría su espada. Nadie había visto el medallón que lleva desde que los dioses nos abandonaron. Pero, ¿es un clérigo verdadero? —Michael se encogió de hombros—. Preciso más que un medallón para convencerme.

—Estoy de acuerdo contigo —Gunthar se puso en pie y comenzó a caminar en dirección a la entrada de la tienda—. Bueno, es casi la hora. Quédate aquí, Michael, por si acaso llega algún otro comunicado. Es extraño, amigo mío... Nuestra gente siempre ha confiado en los dioses, somos gente de fe y, sin embargo, siempre hemos desconfiado de la magia. En cambio ahora buscamos la magia para poder confiar, y cuando se nos presenta una oportunidad de renovar nuestra fe, nos la cuestionamos.

El comandante Michael no respondió. Gunthar sacudió la cabeza y, todavía pensativo, salió en dirección a la explanada de la Piedra Blanca.


Tal como Gunthar había dicho, los solámnicos siempre habían sido fieles seguidores de los dioses. Tiempo atrás, antes del Cataclismo, la explanada de la Piedra Blanca había sido uno de los lugares sagrados de adoración. El fenómeno de la roca blanca había atraído la atención de los curiosos. El propio Sumo Sacerdote de Istar había bendecido la inmensa piedra que se alzaba en medio de un claro perpetuamente verde, declarándola piedra sagrada y prohibiendo a todo el mundo que la tocara.

Incluso después del Cataclismo, cuando la fe en los antiguos dioses había fenecido, la explanada continuó siendo un lugar sagrado. Seguramente esto era así porque el Cataclismo ni siquiera lo había afectado. La leyenda sostenía que cuando la montaña ígnea había caído del cielo, la tierra que rodeaba la Piedra Blanca se había resquebrajado y partido, pero ésta se había mantenido intacta.

La imagen de la gigantesca roca era tan impresionante, que nadie había osado nunca acercarse a ella o tocarla, ni siquiera ahora. Nadie sabía tampoco cuál era el extraño poder que poseía. Lo único que sabían era que la atmósfera que rodeaba a la Piedra Blanca era siempre cálida y primaveral. No importaba lo crudo que fuera el invierno, la hierba de la explanada de la Piedra Blanca estaba siempre verde.

Aunque su corazón estuviera agitado, al pisar aquel lugar y respirar el aire cálido y fragante, Gunthar se relajó. Por un instante, volvió a sentir el amistoso apretón de manos de Elistan, que le había infundido un sentimiento de paz interna.

Echando un rápido vistazo a su alrededor, comprobó que todo estaba dispuesto. Sobre la hierba se habían colocado unas inmensas sillas de madera con el respaldo labrado. Al lado izquierdo de la Piedra Blanca se habían situado cinco, para los miembros votantes del Consejo, y al lado derecho, se habían colocado tres para los miembros consultivos. Frente a la Piedra Blanca y los asientos destinados a los miembros del Consejo, había unos bancos para los testigos que debían asistir al acto, tal como requería la Medida.

Algunos de los testigos ya habían comenzado a llegar. Muchos de los elfos que viajaban con el Orador y con el representante de los Silvanesti estaban ocupando sus puestos. Las dos razas de elfos enemistadas se sentaron la una al lado de la otra, separados de los humanos, los cuales también habían empezado a instalarse. Todo el mundo guardaba silencio, algunos en memoria del día de la Carestía; otros, como los gnomos, que no celebraban esa fecha, impresionados por la ceremonia. Los asientos de la primera fila estaban reservados para los invitados de honor, o para aquéllos con licencia para hablar ante el Consejo.

Gunthar vio llegar al circunspecto hijo del Orador, Porthios, con una comitiva de guerreros elfos. El caballero se preguntó dónde estaría Elistan. Pretendía rogarle que hablara. Aunque cabía la posibilidad de que fuera un charlatán, sus palabras le habían impresionado y esperaba que las repitiera.

Mientras esperaba en vano a Elistan, vio entrar también a tres extraños personajes que tomaron asiento en primera fila: se trataba del anciano mago con su arrugado y amorfo sombrero, su amigo el kender, y un gnomo que había llegado con ellos del monte Noimporta. Los tres habían regresado de su viaje la noche anterior.

Gunthar dirigió, de nuevo, su atención hacia la Piedra Blanca. Los miembros consultivos del Consejo estaban entrando. Sólo había dos, Quinath en nombre de los Silvanesti, y el Orador de los Soles en el de los Qualinesti. Gunthar miró al Orador con curiosidad, ya que sabía que era uno de los únicos seres de Krynn capaz de rememorar los horrores del Cataclismo.

El Orador había envejecido mucho. Tenía los cabellos grises y el rostro demacrado. No obstante, cuando tomó asiento y volvió su mirada a los testigos, Gunthar se fijó en que los ojos del elfo eran todavía luminosos y brillantes. Gunthar consideraba a Quinath, que estaba sentado al lado del Orador, tan arrogante y orgulloso como Porthios, pero falto de la inteligencia que poseía este último.

Por lo que respecta a Porthios, Gunthar pensó que probablemente el hijo mayor del Orador de los Soles llegara a gustarle. Porthios tenía todas las cualidades que los caballeros admiraban, excepto una, su carácter impulsivo.

Tuvo que interrumpir sus cavilaciones, ya que había llegado la hora de que entraran los miembros votantes del Consejo, y él mismo debía tomar asiento. Primero llegó Mir Kansohn, de Ergoth del Norte, un fornido hombre de piel oscura, con cabellos de color acero y brazos de gigante. Le siguió Serdin MarThasal, en representación de los exiliados de Sancrist, y finalmente el Comandante Gunthar, Caballero de Solamnia.

Una vez sentado, Gunthar volvió a echar un vistazo a su alrededor. La inmensa Piedra Blanca relucía tras él proyectando su particular reflejo, ya que esa mañana no brillaba el sol. Al otro lado de la Piedra Blanca estaban sentados el Orador y Quinath. Frente al Consejo estaban los testigos. El kender se había sentado dócilmente y balanceaba sus cortas piernecillas que, debido a la altura del banco, no le llegaban al suelo. El gnomo revolvía algo que parecía ser un montón de papeles; Gunthar se estremeció y deseó haber tenido más tiempo para disponer de un informe más exhaustivo. El anciano mago bostezaba y se rascaba la cabeza, mirando a su alrededor con aire ausente.

A una señal de Gunthar entraron dos caballeros que llevaban una base dorada y un arcón de madera. Mientras los asistentes contemplaban la llegada del Orbe de los Dragones, se hizo un silencio mortal.

Los caballeros se detuvieron frente a la Piedra Blanca. Una vez allí, uno de ellos colocó sobre el suelo la base dorada. El otro depositó el arcón, lo abrió, y sacó cuidadosamente el Orbe, que volvía a tener su tamaño original, más de dos pies de diámetro.

Se oyó un sonoro murmullo. El Orador de los Soles se agitó en su asiento, frunciendo el ceño. Su hijo Porthios se volvió para decirle algo a un elfo que estaba cerca suyo. Gunthar reparó en que todos los elfos iban armados. Por lo que él sabía del protocolo elfo, aquello no era muy buena señal.

No obstante no tenía otra opción que proceder. Llamando al orden a los asistentes, el comandante Gunthar Uth Wistan anunció:

—Declaro abierto el Consejo de la Piedra Blanca.


Dos minutos después, Tasslehoff tuvo la certeza de que las cosas se estaban complicando demasiado. El Orador de los Soles se había puesto en pie incluso antes de que el comandante Gunthar hubiera iniciado su discurso de bienvenida.

—Mis palabras serán breves —declaró el elfo con voz acerada—. Poco después de que el Orbe de los Dragones desapareciera de nuestro campamento, los Silvanesti, los Qualinesti y los Kalanesti nos reunimos en un consejo. Era la primera vez, desde las guerras de Kinslayer, que miembros de las tres comunidades nos encontrábamos juntos —tras hacer una pausa para enfatizar estas últimas palabras, prosiguió. —Hemos decidido dejar a un lado nuestras diferencias debido a nuestro perfecto acuerdo sobre la pertenencia de dicho objeto al territorio de los elfos; no debe estar en manos de los humanos ni de ninguna otra raza de Krynn. Por tanto, hemos venido ante el Consejo de la Piedra Blanca para solicitar que el Orbe nos sea entregado. En agradecimiento, garantizamos que será llevado a nuestras tierras y mantenido a salvo hasta el momento, si llegara, en que sea requerido para algún fin.

El Orador se sentó y sus ojos recorrieron la audiencia. Los otros miembros del Consejo, sentados al lado de Gunthar, sacudieron sus cabezas con expresión preocupada. El representante de los habitantes de Ergoth del Norte le susurró unas palabras al comandante Gunthar en un tono de voz irritado, cerrando el puño para enfatizar sus palabras.

Éste, tras escucharlo y asentir varias veces, se puso en pie para responder. Su discurso fue frío y sereno, en el mismo tono que el de los elfos. No obstante, entre líneas, decía que los caballeros preferían ver a los elfos en los Abismos antes que entregarles el Orbe de los Dragones.

El Orador, comprendiendo perfectamente el condenatorio mensaje que contenían las bellas frases, se alzó para responder. Sólo pronunció una frase, pero al oírla el grupo de testigos se puso inmediatamente en pie.

—Entonces, comandante Gunthar, los elfos declaramos que, a partir de ahora, ¡estamos en guerra!

Tanto los humanos como los elfos se abalanzaron hacia el Orbe de los Dragones, que descansaba sobre la base dorada. El blanquinoso remolino aún fluctuaba en su interior. Gunthar gritó pidiendo orden una y otra vez, golpeando la mesa con la empuñadura de su espada. El Orador pronunció unas secas palabras en elfo, mirando duramente a su hijo, Porthios. Finalmente se restableció el orden.

Pero la atmósfera era tan cortante como el viento que anticipa la tormenta. Se volvieron a cruzar agrias palabras entre Gunthar y el Orador. El representante de los habitantes de Ergoth del Norte perdió la paciencia e hizo varios comentarios hirientes sobre los elfos porque el elfo noble de los Silvanesti había conseguido irritarlo completamente con sus sarcásticas réplicas. Varios de los caballeros se marcharon, sólo para regresar minutos después armados hasta los dientes. Se situaron junto a Gunthar con las manos sobre sus armas. Los elfos, mandados por Porthios, se pusieron en pie y rodearon a sus propios jefes.

Gnosh, con su informe en la mano, comenzó a comprender que no se le iba a pedir que lo expusiera.

Tasslehoff miraba a su alrededor buscando desesperadamente a Elistan. Esperaba que el clérigo apareciera. Elistan conseguiría serenar a esa gente. O tal vez Laurana. ¿Dónde estaría? Los elfos le habían dicho fríamente que no habían recibido noticias de sus amigos. Ella y su hermano parecían haber desaparecido en la espesura.

«No debería haberles dejado. No debería estar aquí. ¿Por qué me habrá traído ese viejo mago chalado? ¡Yo no sirvo para nada! Fizban tal vez pudiera hacer algo», pensaba el apurado kender.

Tas miró esperanzado al mago, ¡pero Fizban estaba profundamente dormido!

—¡Por favor, despierta! —le rogó Tas, sacudiéndolo ¡Alguien tiene que hacer algo!

En ese momento oyó gritar a Gunthar.

—¡El Orbe de los Dragones no es vuestro por derecho! ¡La princesa Laurana y los demás se disponían a traérnoslo a nosotros cuando su barco naufragó! Intentasteis mantenerlo en Ergoth del Sur a la fuerza, y vuestra propia hija...

—¡No mencionéis a mi hija! —dijo el Orador con voz profunda—. Yo no tengo ninguna hija.

Algo se rompió en el interior de Tasslehoff. Recordó a Laurana luchando desesperadamente contra el maligno hechicero que vigilaba el Orbe, peleando contra los draconianos, disparando sus flechas contra el dragón blanco, cuidándole tiernamente a él mismo cuando había estado tan cerca de la muerte. Ser negada por su propia gente cuando estaba realizando tal esfuerzo para salvarles, cuando había sacrificado tanto...

—¡Deteneos! —se oyó gritar Tasslehoff—. ¡Deteneos inmediatamente y escuchadme!

Ante su sorpresa vio que todos habían dejado de hablar y ..le miraban.

Ahora que disponía de audiencia, Tas se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué podía decirles a esa gente tan importante. Pero sabía que tenía que decir algo. «Después de todo es culpa mía, puesto que yo les puse en la pista de esos malditos orbes al leerlo en los libros...», pensó. Tragando saliva, bajó del banco y avanzó hacia la Piedra Blanca y hacia los dos grupos hostiles que la circulaban. Por el rabillo del ojo le pareció ver a Fizban sonriendo.

—Yo... yo –el kender titubeó, preguntándose qué podía decir. De pronto le vino una súbita inspiración..

—Solicito el derecho de representar a mi gente dijo, Tasslehoff con orgullo y tomar mi lugar en el consejo consultivo.

Apartando de un manotazo su coleta de color castaño, el kender se situó justo frente al Orbe. Al alzar la mirada podía ver la Piedra Blanca elevándose sobre éste y sobre él mismo. Tas contempló la piedra, estremecido, y, rápidamente, volvió su mirada hacia Gunthar y hacia el Orador de los Soles.

En ese momento Tasslehoff ,supo lo que debía hacer. Comenzó a temblar de temor. El, Tasslehoff Burrfoot, ¡que nunca en su vida se había asustado de nada! Se había enfrentado a dragones sin siquiera parpadear, pero lo que iba a hacer ahora le aterraba. Tenía las manos como si hubiera estado haciendo bolas de nieve sin los guantes puestos. Su lengua parecía pertenecer a una persona de boca más grande. Pero Tas estaba completamente decidido. Debía hacer que siguieran hablando, debía evitar que adivinaran lo que estaba planeando.

—A los kenders nunca nos habéis tomado muy en serio —comenzó a decir Tas con una voz que sonó demasiado alta y estridente incluso en sus propios oídos y no puedo culparos de ello. Supongo que no tenemos mucho sentido de la responsabilidad y, probablemente, somos demasiado curiosos para que las cosas nos salgan bien, pero yo os pregunto, ¿cómo vais a enteraros de algo si no sois curiosos?

Tas pudo ver que la expresión del Orador era agria y despreciativa, y que hasta el comandante Gunthar aparecía con el ceño fruncido. El kender se acercó un poco más al Orbe de los Dragones.

—Me imagino que causamos un montón de problemas sin pretenderlo, y que de vez en cuando algunos de nosotros “adquirimos” ciertas cosas que no son nuestras. Pero algo que todo kender sabe es...

Tasslehoff echó a correr. Raudo y ligero como un ratón, se deslizó con facilidad entre las manos que intentaban agarrarlo y llegó hasta el Orbe en cuestión de segundos. Los rostros de la gente que estaba a su alrededor se hicieron borrosos, las bocas se abrieron, gritándole y chillándole. Pero era demasiado tarde.

Con un rápido movimiento, Tass lo arrojó contra la gigantesca y reluciente Piedra Blanca. El redondo y reluciente cristal –cuyo interior aún fluctuaba agitado- pendó suspendido del aire durante largos segundos. Tas se preguntó si el mágico objeto tendría el poder de detener su vuelo. Pero tal vez sólo se tratara de una impresión febril en la mente del kender.

El Orbe de los Dragones se estrelló contra la roca y se partió, estallando en miles de centelleantes pedazos. Durante un instante, una bola de humo blanquecino flotó en el aire, como si intentara desesperadamente no desintegrarse. Pero un segundo después la brisa de primavera logró desvanecerla.

Se hizo un terrible e intenso silencio. El kender se quedó en pie, mirando tranquilamente los pedazos del Orbe partido.

—Los kenders sabemos –dijo en una voz muy baja que sonó en el tremendo silencio como una pequeña gota de lluvia—, que deberíamos estar luchando contra los dragones , no los unos contra los otros.

Nadie se movió. Nadie habló. Y de pronto se oyó un golpe. Gnosh se había desmayado.

El silencio se quebró estallando en pedazos, igual que lo había hecho el Orbe de los dragones. El comandante Gunthar y el Orador se abalanzaron sobre Tas. Uno agarró al kender por el hombro izquierdo, el otro por el derecho.

—¿Qué has hecho? –el rostro de Gunthar estaba lívido, sus ojos centelleaban con furia mientras agarraba al kender con manos temblorosas.

—¡Has traído la muerte sobre nosotros! ¡Has destruido nuestra única esperanza! —los dedos del Orador se clavaron en el hombro de Tas como las garras de una ave de presa.

—¡Por tanto él será el primero en morir!

Porthios se alzó sobre el encogido kender, empuñando su reluciente espada. Tas, situado entre el rey elfo y el caballero, tenía la faz pálida, pero su expresión era desafiante. Al planear el crimen ya sabía que su castigo sería la muerte.

«A Tanis le entristecerá lo que he hecho, pero al menos sabrá que he muerto con valentía», pensó apenado.

—Bueno, bueno, bueno... —dijo una voz soñolienta—. ¡Nadie va a morir! Al menos por ahora. ¡Deja de juguetear con esa espada, Porthios! ¡Puedes hacerle daño a alguien!

Tas asomó la cabeza entre un bosque de brazos y relucientes cotas de mallas y vio que Fizban pasaba sobre el cuerpo inerte del gnomo y se dirigía hacia ellos bostezando. Tanto los elfos como los humanos se apartaban a su paso, como si una fuerza invisible los obligara a ello.

Porthios se giró para enfrentarse a Fizban. Estaba tan furioso que le manaba saliva de la boca y sus palabras eran casi incoherentes.

—¡Ten cuidado, anciano, o compartirás el castigo!

—Te he dicho que dejes de jugar con esa espada —le respondió Fizban irritado, agitando un dedo en dirección al arma.

Porthios dejó caer la espada con un grito de dolor. Sosteniéndose su dolorida mano, bajó la mirada atónito hacia la espada. ¡La empuñadura estaba llena de pinchos! Fizban se acercó al elfo y lo miró enojado.

—Eres un joven fantástico, pero deberían haberte enseñado a tener más respeto a tus mayores. ¡Dije que apartaras esa espada y lo decía en serio! ¡La próxima vez puede que me creas! —la mirada irritada del mago se desvió hacia el Orador y tú, Solostaran, eras un buen hombre hace unos doscientos años. Supiste educar a tres hijos maravillosos.. tres hijos maravillosos, repito. No me cuentes más tonterías de que no tienes ninguna hija. Tienes una, y es una muchacha fabulosa. Tiene más sentido común que su padre. Debe haber salido a su madre... ¿Dónde estaba? Ah, sí. También educaste a Tanis, el Semielfo. Sabes, Solostaran, entre esos cuatro jóvenes, aún seríamos capaces de salvar el mundo.

El silencio era absoluto.

—Bien, ahora quiero que todo el mundo vuelva a sentarse. Sí, tú también, comandante Gunthar. Vamos, Solostaran, te ayudaré. Nosotros, los ancianos, tenemos que ayudarnos unos a otros. Es una pena que seas tan necio...

Murmurando bajo la barba, Fizban acompañó al atónito Orador a su asiento. Porthios, con la cara contraída de dolor, volvió a sentarse en su lugar con ayuda de sus guerreros.

Lentamente, los elfos y caballeros reunidos también lo hicieron, murmurando entre ellos y lanzando funestas miradas al destrozado Orbe, cuyos pedazos seguían esparcidos al pie de la Piedra Blanca.

Fizban instaló al Orador en su lugar y miró ceñudamente a Quinath, quien, por un segundo, había pensado en intervenir, pero inmediatamente había resuelto no hacerlo. El viejo mago, satisfecho, regresó frente a la Piedra Blanca, donde aún estaba Tas con aire abatido y aturdido.

—Tú —Fizban miró al kender como si no lo conociera—, ve y atiende a ese pobre individuo —dijo haciendo un gesto y señalando al gnomo, que seguía desmayado.

Sintiendo que las rodillas le temblaban, Tasslehoff caminó lentamente hacia Gnosh y se arrodilló junto a él, contento de poder mirar algo que no fuera aquellos rostros teñidos de ira y de temor.

—Gnosh —le susurró preocupado, dándole unos golpecillos en las mejillas—. Lo siento. De verdad lo siento. Siento lo de tu Misión en la Vida, lo del alma de tu padre, y todo eso. Pero es que no podía hacer otra cosa.

Fizban se volvió lentamente y se encaró al grupo reunido.

—Sí, voy a echaros un sermón. Os lo merecéis, cada uno de vosotros. O sea que ya podéis borrar de vuestros rostros esas expresiones de hombres virtuosos. Ese kender dijo señalando a Tasslehoff—, tiene más cerebro bajo esa ridícula coleta, que todos vosotros juntos. ¿Sabéis lo que hubiera ocurrido si no hubiera tenido las agallas de hacer lo que ha hecho? ¿Lo sabéis? Bien, os lo diré. Dejadme sólo un segundo para encontrar algún lugar donde sentarme...—Fizban miró a su alrededor—. Ah, sí, aquí... —asintiendo satisfecho, el anciano mago se sentó en el suelo, ¡recostando la espalda sobre la sagrada Piedra Blanca!

Los caballeros reunidos dieron un respingo de terror. Gunthar se puso en pie, horrorizado ante tamaño sacrilegio.

—¡Ningún mortal puede tocar la Piedra Blanca! —gritó, abalanzándose hacia adelante.

Fizban volvió lentamente la cabeza para mirar al furioso caballero.

—Una palabra más y haré que se te caigan los bigotes. ¡Ahora siéntate y cállate!

Farfullando, Gunthar se detuvo ante el imperioso gesto del anciano. El caballero no pudo hacer nada más que regresar a su asiento.

—¿Por dónde iba antes de ser interrumpido? —Fizban frunció el ceño, mirando a su alrededor. Su mirada se posó sobre los pedazos rotos del Orbe—. Ah, sí. Estaba a punto de contaros una historia. Por supuesto uno de vosotros hubiera ganado el Orbe y os lo hubierais llevado, bien para mantenerlo «a salvo», o para «salvar el mundo». y sí, es capaz de salvar el mundo, pero sólo si se sabe cómo utilizarlo. ¿Quién de vosotros sabe cómo hacerlo? ¿Quién tiene la fuerza suficiente? Fue creado por los hechiceros más poderosos de la Antigüedad. Por todos los más poderosos... ¿comprendéis? Fue creado por los de la túnica blanca y por los de la túnica negra. Su esencia es tanto benigna como maligna. Los túnicas rojas unieron las dos esencias y le otorgaron su fuerza. Ahora hay muy pocos seres con el poder necesario para entenderlo, para desentrañar sus secretos, y para llegar a dominarlo. Desde luego muy pocos... ¡Y ninguno de ellos está sentado aquí!

Se había hecho el silencio, un profundo silencio, mientras escuchaban al viejo mago, cuya voz era potente y podía ser oída a pesar del creciente viento que soplaba alejando las nubes tormentosas del cielo.

—Uno de vosotros se hubiera llevado el Orbe y lo habría utilizado, y de esa forma os hubierais precipitado en un inmenso desastre. Ciertamente, os habríais destrozado como el kender ha destrozado el Orbe y por lo que se refiere a la esperanza perdida, os digo que ésta parecía haberse evaporado totalmente durante algún tiempo, pero ahora ha renacido...

Una súbita corriente de aire se llevó el sombrero del viejo mago, haciéndolo volar de su cabeza. Maldiciendo irritado, Fizban se enderezó para agarrarlo.

Cuando el mago se levantó, el sol apareció entre las nubes. Se produjo un cegador destello de luz, seguido de un ensordecedor estallido, como si la tierra se hubiera resquebrajado. Aturdidos por la brillante luz, los presentes parpadearon y miraron atemorizados la terrible imagen que tenían ante ellos.

La Piedra Blanca también había estallado en pedazos.

El viejo mago yacía en el suelo, agarrando el sombrero con una mano mientras con la otra se cubría la cabeza aterrorizado. Sobre él, clavada en la roca sobre la que había recostado su espalda, había un arma alargada construida en reluciente plata. Había sido arrojada por el brazo de plata de un hombre de piel oscura que ahora se acercó a ella. Lo acompañaban tres personas: una mujer elfa, un viejo enano de barba blanca, y Elistan.

En medio del atónito silencio de los asistentes, el hombre de piel oscura alargó una mano y arrancó el arma de uno de los pedazos de roca. La sostuvo sobre su cabeza y la punzante asta relució bajo los rayos del sol de mediodía.

—Soy Theros Ironfeld —gritó el hombre con voz profunda—. ¡Durante los últimos meses he estado forjando esta lanza con la plata de las profundidades del corazón del monumento al Dragón Plateado! Con el brazo de plata que los dioses me otorgaron, he forjado de nuevo el arma que profetizó la leyenda y os la traigo a vosotros... a todas las gentes de Krynn, para que podamos unirnos y vencer al gran mal que amenaza con dejarnos en la oscuridad para siempre. ¡Os traigo... la Dragonlance!

Tras decir esto, Theros clavó el arma en el suelo. La lanza quedó fija, enhiesta y reluciente entre los pedazos rotos del Orbe de los Dragones.

7 Un viaje inesperado.

—Y ahora que mi tarea ha terminado, ya puedo marcharme —dijo Laurana.

—Sí —dijo Elistan lentamente—, y sé por qué te vas...—Laurana enrojeció y bajó la mirada—. Pero, ¿adónde irás?

—A Silvanesti. Ése es el último lugar en el que lo vi.

—Pero, fue sólo un sueño.

—No, aquello fue más que un sueño. Fue real. El estaba allí y estaba vivo. Debo encontrarle.

—Creo, querida, que entonces deberías quedarte aquí —sugirió Elistan—. Has dicho que en el sueño encontraba uno de los Orbes de los Dragones. Si es así, vendrá a Sancrist.

Laurana no respondió. Sintiéndose desdichada e indecisa, miró al exterior desde una de las ventanas del castillo del comandante Gunthar, donde ella, Elistan, Flint y Tasslehoff residían como invitados.

Debía haberse marchado con los elfos. Antes de que dejase la explanada de la Piedra Blanca, su padre le había pedido que regresara con ellos a Ergoth del Sur. Pero Laurana le había respondido que no. Aunque no se lo había dicho, sabía que nunca en su vida volvería a vivir entre los suyos.

Su padre no insistió y Laurana vio, en su mirada, que el Orador había adivinado sus pensamientos pese a que ella no los hubiera expresado en voz alta. Los elfos envejecen por años, no por días, como los humanos y a Laurana le pareció que su padre envejecía por instantes. Sintió como si estuviera contemplándolo a través de los ojos de relojes arena de Raistlin; la sensación era terrorífica. Además, las nuevas que ella traía sólo aumentaron la amarga infelicidad del Orador.

Gilthanas no había regresado y Laurana no podía decirle a su padre dónde estaba su amado hijo, ya que el viaje que él y Silvara habían emprendido era arriesgado y sumamente peligroso. Lo único que Laurana podía decirle era que su hijo no estaba muerto.

—¿Tú sabes dónde está? —preguntó el Orador tras hacer una pausa.

—Lo sé, o mejor dicho... sé hacia dónde se dirige.

—¿Y no puedes hablar de ello ni siquiera conmigo...?

Laurana sacudió la cabeza.

—No, Orador, no puedo. Perdóname, pero cuando se tomó la decisión de llevar a cabo ese peligroso plan, acordamos que ninguno de los que lo conocíamos hablaríamos de ello con nadie. Con nadie —repitió.

—O sea que no confías en mí...

Laurana suspiró, volviendo la mirada hacia la destruida Piedra Blanca.

—Padre... casi les declaras la guerra a los únicos que pueden ayudarnos...

Su padre no le respondió, pero por su fría despedida y por la forma de apoyarse en el brazo de Porthios, le demostró claramente a Laurana que ahora sólo le quedaba un hijo.

Theros estaba dispuesto a partir con los elfos. Después de su espectacular presentación de la nueva Dragonlance, el Consejo de la Piedra Blanca había votado unánimemente construir más lanzas, así como la unión de todas las razas para luchar contra los ejércitos de los Dragones.

—Por el momento —había anunciado Theros—, sólo tenemos las pocas lanzas que yo mismo pude forjar durante este mes, y varias lanzas antiguas que los dragones plateados escondieron cuando sus congéneres desaparecieron de la tierra. Pero necesitaremos más... muchas más. ¡Necesito hombres que me ayuden!

Los elfos accedieron a que sus hombres ayudaran a Theros a forjar las dragonlances, pero en cuanto a colaborar en la lucha...

—¡Ése es un asunto que debemos discutir! —dijo el Orador.

—No lo discutáis demasiado tiempo, —le respondió irritado Flint Fireforge— o puede que os encontréis hablando de ello con uno de los Señores de los Dragones.

—Los elfos tienen sus propias opiniones y no necesitan el consejo de los enanos—respondió el Orador fríamente—. Además, ¡ni siquiera sabemos si esas lanzas funcionan! La leyenda dice que debían ser forjadas por el Brazo de Plata, eso seguro. Pero también dice que para forjarlas era necesario el Mazo de Kharas. ¿Dónde está ahora el Mazo?

—Era imposible traer el Mazo a tiempo para forjarlas, además corríamos el riesgo de que cayera en manos de los draconianos. En la Antigüedad se requería el Mazo de Kharas porque la destreza del hombre no era suficiente por sí misma para forjar las lanzas. La mía lo es —añadió Theros orgullosamente—. Ya viste lo que le hizo la lanza a aquella roca.

—Ya veremos lo que les hace a los dragones —dijo el Orador, y el Segundo Consejo de la Piedra Blanca llegó a su fin. Al final Gunthar propuso que las lanzas que Theros había traído, fueran enviadas a los caballeros de Palanthas.

Estos pensamientos son los que ocupaban la mente de Laurana mientras contemplaba el desolado paisaje de invierno. Según había dicho el comandante Gunthar, no tardaría en nevar en el valle.

«No puedo quedarme aquí. Me volveré loca», pensó Laurana pegando la mejilla al frío cristal.

—He estudiado los mapas de Gunthar —murmuró, hablando consigo misma—, y he visto la situación de los ejércitos de los dragones. Tanis nunca llegará a Sancrist. Y si realmente tiene el Orbe, puede que no sepa el peligro que corre. Debo prevenirlo.

—Querida, no estás hablando juiciosamente —le dijo Elistan con dulzura—. Si Tanis no puede llegar a Sancrist sin correr un gran riesgo, ¿cómo vas a llegar tú hasta él? Utiliza la lógica, Laurana...

—¡No quiero utilizar la lógica! ¡Estoy harta de ser juiciosa! Estoy cansada de esta guerra. Yo ya he hecho lo que he podido... más de lo que he podido. ¡Sólo quiero encontrar a Tanis!

Al ver la expresión compasiva de Elistan, Laurana suspiró.

—Lo siento, querido amigo. Sé que lo que has dicho es verdad, pero ¡no puedo quedarme aquí sin hacer nada!

Aunque Laurana no lo mencionó, tenía otra preocupación. Esa mujer humana, Kitiara. ¿Dónde estaba? ¿Estaban Tanis y ella juntos tal como había visto en el sueño? De pronto Laurana se dio cuenta de que la imagen que recordaba de Tanis rodeando con el brazo a Kitiara, era todavía más inquietante que la imagen que había visto de su propia muerte.

En ese momento el comandante Gunthar entró en la habitación.

—¡Oh! Lo siento. Espero no molestar... —dijo al ver a Elistan y a Laurana.

—No, por favor, pasad —dijo Laurana rápidamente.

—Gracias —dijo Gunthar entrando y cerrando la puerta cuidadosamente. Antes de hacerlo miró hacia el corredor para asegurarse de que nadie rondaba por allí. Se reunió con ellos en la ventana—. La verdad es que quería hablar con vos y con Elistan. Envié a Wills en vuestra búsqueda. Sin embargo, es mejor así. Nadie sabrá que estamos hablando.

«Más intrigas», pensó Laurana fatigada. Desde su llegada al castillo de Gunthar, no había oído hablar más que de las maniobras políticas que estaban destrozando la Orden de los Caballeros.

Gunthar le había relatado el juicio de Sturm, lo cual la había enfurecido intensamente, por lo que Laurana se había presentado ante el Consejo de Caballeros para hablar en defensa de su amigo. Aunque era la primera vez que una mujer testificaba ante el Consejo, los caballeros quedaron impresionados por el elocuente discurso que aquella bella y vehemente elfa había hecho en defensa de Sturm. El hecho de que Laurana fuera miembro de la casa real elfa, y el que hubiera traído las dragonlances, también decía mucho en su favor.

Hasta a los seguidores de Derek —aquellos que se habían quedado les había resultado difícil no considerar su testimonio. Pero los caballeros no habían podido llegar a ninguna decisión. El hombre designado para ocupar el lugar del comandante Alfred era un fiel seguidor de Derek, y el comandante Michael había vacilado hasta tal grado, que Gunthar se había visto obligado a exponer el caso a una votación abierta. Los caballeros habían pedido un período de reflexión y la reunión fue pospuesta. La habían reanudado aquella tarde. Por lo que parecía, Gunthar acababa de llegar de dicha reunión.

Laurana supuso, por la expresión del rostro de Gunthar, que todo había discurrido favorablemente. Pero si así era, ¿por qué ese aire de misterio?

—¿Han perdonado a Sturm? —preguntó la elfa.

Gunthar hizo una mueca y se frotó las manos.

—No lo han perdonado, querida. Eso hubiera significado que lo consideraban culpable. No. ¡Ha sido completamente vindicado! Intenté que así fuera. El perdón no nos hubiera convenido en absoluto. Su investidura está asegurada. Ahora su título de comandante es oficial. ¡Y Derek se ha metido en graves problemas!

—Me alegro por Sturm —dijo Laurana con frialdad, intercambiando una mirada de preocupación con Elistan. A pesar de que el comandante Gunthar le gustaba, Laurana había sido criada en una casa real y sabía que el juicio de Sturm estaba siendo politizado.

Gunthar captó el frío matiz de su voz, y en su rostro se dibujó una expresión grave.

—Princesa Laurana, sé lo que estáis pensando... que estoy utilizando a Sturm como si se tratara de una marioneta. Seamos francos, princesa. Los caballeros están divididos en dos bandos, el de Derek y el mío propio. Y ambos sabemos lo que le ocurre a un árbol partido en dos pedazos: ambas partes se marchitan y mueren. Esa contienda entre nosotros debe terminar o sus consecuencias serán trágicas. Ahora, princesa, y también vos, Elistan, ya que he llegado a confiar en el buen juicio de ambos, dejo esto en vuestras manos. Me habéis conocido a mí y habéis conocido a Derek Crown ¿A quién elegiríais para dirigir a los caballeros?

—A vos, por supuesto, comandante Gunthar —dijo Elistan con sinceridad.

Laurana asintió con la cabeza.

—Estoy de acuerdo. Esa disputa es nefasta para la Orden de los Caballeros. Lo vi con mis propios ojos en la reunión del Consejo. Y, por lo que he oído de los informes llegados de Palanthas, también está dañando nuestra causa. No obstante, mi principal preocupación debe ser para mi amigo.

—Os comprendo perfectamente y me alegro de oíroslo decir —dijo Gunthar satisfecho—porque eso hace que me resulte más fácil pediros el gran favor que estoy a punto de solicitaros. Desearía que fuerais a Palanthas.

—¿Qué...? ¿Por qué? ‘No lo comprendo!

—Claro que no. Dejadme que os lo explique. Por favor, sentaos. Vos también, Elistan. Os serviré un poco de vino...

—Para mí no —dijo Laurana sentándose junto a la ventana.

—Muy bien —el rostro de Gunthar se tomó serio. El caballero posó su mano sobre la de Laurana—. Vos y yo conocemos la política, princesa. Por tanto voy a exponer todas las piezas de mi juego ante vos. Aparentemente viajaríais a Palanthas para enseñar a los caballeros a manejar las dragonlances. Es una razón justificada. Aparte de Theros, vos y el enano sois los únicos que conocen su manejo. Y, afrontémoslo, el enano por su estatura no podría utilizarlas.

Laurana lo escuchaba atentamente y Gunthar prosiguió.

—Llevaríais las lanzas a Palanthas. Pero, lo que es más importante, llevaríais con vos la Escritura de Vindicación del Consejo que restituirá el honor de Sturm. Eso supondrá un golpe de muerte para la ambición de Derek. En el momento en que Sturm se ponga su antigua cota de mallas, todos sabrán que cuento con el total apoyo del Consejo. No me extrañaría que Derek fuese a juicio cuando regrese.

—Pero, ¿por qué yo? —preguntó Laurana bruscamente—. Podría enseñarle a alguien... al comandante Michael, por ejemplo, a utilizar una dragonlance. El podría llevarlas a Palanthas. El podría llevarle la Escritura a Sturm

—Princesa... —el comandante Gunthar apretó su mano, acercándose más a ella y hablando en voz muy baja ¡seguís sin comprenderlo! ¡No puedo confiar en el comandante Michael! ¡No puedo encomendar este asunto a ninguno de los caballeros! Para entendernos, Derek ha sido derribado de su montura, pero aún no ha perdido el torneo. ¡Necesito alguien en quien pueda confiar absolutamente! Alguien que conozca a Derek y sepa cómo es en realidad, y alguien que desee de corazón lo mejor para Sturm.

—Yo deseo de corazón lo mejor para Sturm —dijo Laurana con frialdad—. Y situó eso por encima de los intereses de la Orden de los Caballeros.

—Ah, pero recordad, princesa Laurana, el único interés de Sturm es su investidura. ¿Qué creéis que le ocurriría a Sturm si la Orden llegara a desintegrarse? ¿Qué creéis que le ocurriría si Derek se hiciera con el control?


Como era de esperar, Laurana accedió a ir a Palanthas. A medida que el día de su partida se acercaba, comenzó a soñar casi cada noche que Tanis llegaba a la isla pocas horas después de que ella partiera. En más de una ocasión estuvo a punto de negarse a ir, pero entonces pensaba en tener que explicarle a Tanis que se había negado a ir a Palanthas para prevenir a Sturm del peligro que corría. Eso hizo que no cambiara de opinión. Esto, y el afecto que sentía por Sturm.

Durante aquellas solitarias noches, en las que su corazón y sus brazos anhelaban a Tanis, era cuando se le repetía la visión del semielfo abrazando a esa mujer humana de oscura y rizada cabellera, de relucientes ojos castaños y de seductora sonrisa. Era entonces cuando su alma se agitaba. Sus amigos podían proporcionarle poco consuelo. Uno de ellos, Elistan, se vio obligado a prepararse para partir tras la llegada de un mensajero de los elfos solicitando la presencia del clérigo y rogando que fuera acompañado por un emisario de los caballeros. Hubo poco tiempo para despedidas. Un día después de la llegada del mensajero, Elistan y el hijo del comandante Alfred —un serio y solemne caballero llamado Douglas—, lo tenían todo listo para partir hacia Ergoth del Sur. Laurana nunca se había sentido tan sola como cuando se despidió de su amigo.

Otra persona se despidió también del clérigo, aunque bajo diferentes circunstancias.

Elistan estaba paseando por la costa de Sancrist, esperando el barco que debería llevarle de vuelta a Ergoth del Sur. El joven caballero, Douglas, caminaba a su lado. Los dos estaban enzarzados en una conversación en la que el clérigo le explicaba al absorto y atento compañero las sendas de los antiguos dioses.

De pronto alzó la mirada y divisó al anciano mago que había conocido en la reunión del Consejo. Durante días había intentado hablar con él, pero Fizban siempre lo evitaba. Por tanto le sorprendió mucho verle ahora caminando por la costa en dirección a ellos. Andaba con la cabeza baja, murmurando para sí. Por un instante pensó que pasaría por su lado sin siquiera verles, pero, de pronto, el viejo hechicero alzó la cabeza.

—¡Ah, hola! ¿No nos han presentado antes? —preguntó parpadeando.

Elistan se quedó sin habla durante un momento. El rostro del clérigo se tornó de una palidez mortecina. Finalmente pudo responder:

—Por supuesto, señor. Y a pesar de que nuestra amistad es muy reciente, siento cómo si os conociera desde hace mucho, mucho tiempo.

—¿De veras? —El anciano frunció el ceño con suspicacia—. No estarás aludiendo a mi edad ¿no?

—No, desde luego que no —Elistan sonrió.

El rostro del anciano recuperó su expresión habitual.

—Bien, que tengas buen viaje. Adiós.

Apoyándose en su viejo y torcido bastón, el anciano siguió su camino. De pronto se detuvo y se volvió.

—¡Ah!, por cierto, mi nombre es Fizban.

—Lo recordaré —dijo Elistan saludando con la cabeza— Fizban.

Contento, el viejo mago asintió y continuó su camino por la orilla, mientras Elistan, repentinamente silencioso y pensativo, reanudó su paseo con un suspiro.


Aunque ya quedaban lejos en el transcurso de los acontecimientos, valía la pena remontarse hasta los confusos y excitantes momentos que siguieron a la rotura del Orbe de los, Dragones y a la aparición de la nueva Dragonlance, para observar los sentimientos de un personaje al que todos habían olvidado: el gnomo Gnosh y su Misión en la Vida, que yacía esparcida sobre la hierba, rota en mil pedazos. El único que le hizo caso fue Fizban. El viejo mago se había levantado del suelo y se había dirigido hacia el abatido gnomo, quien contemplaba con aire afligido los fragmentos del Orbe.

—Bueno, bueno, muchacho —dijo Fizban—, ¡aquí no se acaba todo!

—¿No? —preguntó Gnosh, consternado.

—¡No, desde luego que no! Tienes que mirar las cosas desde la perspectiva correcta. ¡Ahora tienes la oportunidad de estudiar ese objeto a partir de cada una de sus partes!

Los ojos de Gnosh se iluminaron.

—Tienes razón, y, de hecho, podría ser una pista.

—Sí, sí —se apresuró a interrumpirle Fizban, pero Gnosh se abalanzó hacia adelante hablando cada vez más deprisa.

—Podríamos etiquetar los trozos, y después​dibujar​un​diagrama​de​donde​se​encontraba​cada​pedazo​en​el​momento​que​lo​encontramos​lo​cual...

—Claro, claro —murmuró Fizban.

—Apartaos a un lado, apartaos a un lado —había gritado Gnosh con aire de preocupación mientras alejaba a la gente—. Mirad donde pisáis. Ahora vamos a estudiar el Orbe partiendo de sus pedazos, y en pocas semanas podré presentar un informe...

Gnosh y Fizban acordonaron el área y se pusieron a trabajar. Durante los dos días siguientes, Fizban permaneció en la zona de la Piedra Blanca partida, dibujando supuestos diagramas, marcando la situación exacta de cada fragmento antes de recogerlo. Uno de los dibujos de Fizban acabó accidentalmente en la bolsa del kender. Más adelante, Tas descubrió que en realidad se trataba de un juego conocido como «cruces y ceros», que el mago había estado jugando contra sí mismo y, aparentemente, había perdido.

Mientras tanto Gnosh gateaba felizmente sobre la hierba, pegando trozos de pergamino numerados sobre pedazos de cristal todavía más pequeños que aquéllos. Finalmente él y Fizban recogieron en una cesta 2.687 fragmentos y se los llevaron al monte Noimporta.

A Tas se le planteó la opción de quedarse con Fizban o ir a Palanthas con Laurana y Flint. La elección era fácil. El kender sabía que dos personas tan inocentes como la elfa y el enano no conseguirían sobrevivir sin él. No obstante, le resultó duro tener que dejar asu viejo amigo. Dos días antes de que su barco se hiciera a la mar, realizó su última visita a los gnomos y a Fizban.

Tras un estimulante paseo en catapulta, el kender encontró a Gnosh en la sala de Observación. Los pedazos rotos del Orbe de los Dragones —etiquetados y numerados—, estaban esparcidos sobre dos mesas.

—Absolutamente fascinante por que hemos analizado el cristal es de un extraño material que​no​se​parece​a​ninguno de​los​que​hayamos​visto​jamas​gran​descubrimiento​este​siglo...

—¿O sea que has realizado tu Misión en la Vida? —Lo interrumpió Tas—. El alma de tu padre...

—Descansando​confortablemente —Gnosh sonrió y luego volvió a su trabajo —. Estoy tan​contento​de​que​hayas​venido​y si alguna vez te encuentras​por aqui cerca​ven​a​visitarnos​de​nuevo...

—Lo haré —dijo Tas sonriendo.

Tas encontró a Fizban dos niveles más abajo. Fue otro paseo fascinante; el kender gritó simplemente el nombre del nivel al que se dirigía y luego saltó en el vacío. Las redes ondearon y revolotearon, sonaron timbres, gongs y silbidos. Consiguieron agarrar a Tas en el primer nivel, justo cuando el área comenzaba a ser inundada por las esponjas.

Fizban se encontraba en Desarrollo de Armas, rodeado de un montón de gnomos que lo observaban con admiración.

—¡Ah, muchacho! —Dijo mirando vagamente a Tasslehoff—. Has llegado justo a tiempo para presenciar las pruebas de nuestra nueva arma. Va a revolucionar el arte militar. Convertirá a la Dragonlance en algo obsoleto.

—¿De veras? —preguntó Tas excitado.

—¡Es un hecho! A ver, ahora ponte aquí... —dijo haciéndole una señal a un gnomo, quien se apresuró a hacer lo que el anciano había dicho, situándose en medio de la desordenada habitación.

Fizban agarró algo que al atónito kender le pareció similar a una ballesta. En efecto, lo era, pero en lugar de una flecha, una inmensa red pendía del extremo de un garfio. Fizban, gruñendo y murmurando, ordenó a los gnomos que se situaran tras él y despejaran la habitación.

—Ahora tú eres el enemigo —le dijo Fizban al gnomo que se había situado en el centro. El gnomo asumió inmediatamente una expresión fiera y hostil. Los otros gnomos asintieron satisfechos.

Fizban apuntó y disparó. La red salió despedida en el aire, se enganchó con el garfio que había en el extremo de la ballesta, retrocedió como una vela abatida y cayó sobre el mago.

—¡Maldito garfio! —murmuró Fizban.

Entre Tas y los gnomos consiguieron librarle de la red.

—Me temo que esto es una despedida —dijo Tas extendiendo su pequeña mano.

—¿Una despedida? ¿Es que voy a algún lugar? ¡Nadie me lo ha dicho! Además no he empacado...

—Yo me voy a algún lugar —dijo Tas pacientemente con Laurana. Vamos a llevar las lanzas a... oh, se supone que no debo decírselo a nadie —añadió avergonzado.

—No te preocupes. Punto en boca —dijo Fizban en un sonoro susurro que se oyó claramente en toda la habitación—. Te encantará Palanthas. Es una ciudad preciosa. Dale recuerdos a Sturm. ¡Ah! Tasslehoff... —el viejo mago le miró con astucia ¡hiciste lo correcto, muchacho!

—¿Lo hice? —dijo Tas animado—. Me alegro. Me preguntaba... sobre aquello que dijiste... el camino oscuro. ¿Fue éste...?

El rostro de Fizban se ensombreció mientras agarraba a Tasslehoff firmemente por el hombro.

—Me temo que sí. Pero tienes el coraje para caminar por él.

—Eso espero. Bueno, adiós. Regresaré tan pronto como termine la guerra.

—Oh, probablemente ya no estaré aquí —dijo Fizban sacudiendo la cabeza tan violentamente que su sombrero se cayó—. Tan pronto como la nueva arma esté perfeccionada, partiré en dirección a... ¿Dónde se suponía que debía ir? Me parece que no lo recuerdo. Pero no te preocupes, nos encontraremos de nuevo. ¡Esta vez, por lo menos, no me dejas enterrado bajo un montón de plumas de gallina! —exclamó agachándose a recoger el sombrero.

Tas lo recogió antes y se lo tendió.

—Adiós —dijo el kender con voz entrecortada.

—¡Adiós, adiós! —Fizban lo despidió alegremente con la mano. Un segundo después, lanzándoles a los gnomos una mirada, volvió a acercarse a Tas—. Hum... me parece que he olvidado algo. ¿Cuál era mi nombre?

8 El Perechon. Recuerdos de antaño.

Los compañeros, «como las otras heces de la humanidad» —eran palabras de Raistlin—, fueron a la deriva sobre las mareas del conflicto y arribaron a Flotsam. Esta sombría población se erguía a orillas del mar Sangriento de Istar como una nave naufragada y arrojada contra las rocas. Habitada por la escoria de todas las razas de Krynn, Flotsam estaba, por añadidura, infestada de draconianos, goblins y mercenarios de toda índole que los Señores de los Dragones atraían mediante la promesa de cuantiosas soldadas y botines de guerra.

Esperaban encontrar en su puerto una nave que los llevara por la parte septentrional de Ansalon hasta Sancrist o hasta cualquier otro lugar, aunque suponían que la travesía resultaría muy peligrosa.

Su punto de destino había sido en los últimos días objeto de numerosas discusiones, sobre todo desde que Raistlin se recobrara de su enfermedad. Los compañeros habían espiado con ansiedad sus manejos del Orbe de los Dragones, sin prestar demasiada atención a su estado de salud. ¿Qué había ocurrido cuando utilizó la esfera? ¿Qué perjuicio podía causarles?

—No debéis sentir miedo —les recomendó el mago en su sibilante voz—. No soy necio y débil como el rey elfo. Yo he controlado al Orbe, no a la inversa.

—¿Cuáles son sus propiedades? ¿Para qué podemos servirnos de él? —preguntó Tanis, alarmado ante la gélida expresión que se dibujaba en el rostro metálico de Raistlin.

—He tenido que aplicar toda mi fuerza para dominarlo —explicó el hechicero con los ojos alzados hacia el techo pero necesito estudiarlo más a fondo antes de aprender a utilizar sus poderes.

—¿Estudiarlo? —repitió el semielfo—. ¿Estudiar el Orbe?

—No exactamente —aclaró Raistlin, después de lanzarle una fugaz mirada y posar de nuevo su vista en las alturas —. Lo que debo estudiar son los libros escritos por los antiguos sabios que crearon este objeto. Tenemos que ir a Palanthas, a la biblioteca donde reside un tal Astinus.

Tanis guardó unos segundos de silencio. Oía el matraqueo de los pulmones del hechicero en la lucha que libraban para respirar.

«¿Por qué se aferrará así a la vida?», pensó el semielfo sin acertar a comprenderlo.

Aquella mañana había nevado, pero los espesos copos se habían convertido en una fina lluvia. Tanis escuchaba su tamborileo sobre la madera del carromato. Quizá era a causa del encapotado día pero, al observar a Raistlin, Tanis sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo hasta congelarle el corazón.

—¿A eso te referías al hablar de antiguos hechizos? —indagó por fin.

—Naturalmente. ¿A qué sino? —Raistlin hizo una pausa para toser, y añadió—: ¿Cuándo hablé yo de tales encantamientos?

—Cuando te encontramos por vez primera —le recordó el semielfo, examinándolo con suma atención. Advirtió un hondo frunce en su ceño y captó la tensión que dimanaba de su quebrada voz.

—¿Qué dije entonces?

—Apenas nada. Hiciste una vaga alusión a unos viejos hechizos cuyo secreto pronto poseerías.

—¿Eso fue todo?

Tanis no respondió de inmediato, y los ojos como relojes de arena del mago le traspasaron con una inquietante frialdad que le produjo un estremecimiento. Viendo que asentía. Raistlin desvió el rostro.

—Voy a dormir un rato —declaró—. Palanthas, no lo olvides.

Tanis se vio obligado a admitir que deseaba viajar a Sancrist por motivos egoístas. Esperaba contra toda lógica que Laurana, Sturm y los otros se hubieran dirigido a esa ciudad. Además, era allí donde había prometido llevar el Orbe pero ahora tenía que sopesar la insistencia de Raistlin en visitar la biblioteca de Astinus a fin de descubrir los enigmas que encerraba.

Se hallaba sumida su mente en tales disquisiciones cuando llegaron a Flotsam. Al fin, decidió que lo mejor sería comprar pasajes en una nave que zarpase con rumbo norte y desembarcar según las posibilidades que se presentaran.

Pero al llegar a este puerto tuvieron una gran desilusión. Había más draconianos en la ciudad que los que habían visto en todo su viaje desde Balifor septentrional. Las calles eran un hervidero de patrullas armadas, que demostraban un especial interés por los extraños. Como los compañeros habían tenido la feliz idea de vender su carromato antes de atravesar las puertas pudieron mezclarse con el gentío, si bien cinco minutos después de entrar en la urbe vieron cómo unos draconianos arrestaban a un hombre por «hacer preguntas».

Les alarmó tan triste espectáculo, de modo que se albergaron en la primera posada que encontraron: una casucha destartalada de la periferia.

—¿Cómo nos las vamos a arreglar para ir hasta el puerto, y sobre todo para adquirir pasajes? —inquirió Caramon en cuanto se hubieron instalado en sus poco acogedoras alcobas ¿Qué sucede aquí?

—El posadero dice que hay un Señor del Dragón en la ciudad. Al parecer las tropas buscan a unos espías o algo parecido —aclaró Tanis con desasosiego.

—Quizá intentan rastrearnos a nosotros —apuntó el guerrero, intercambiando miradas con los otros.

—¡Eso es ridículo! —se apresuró a rebatirle Tanis —. Somos víctimas de una obsesión. Nadie puede saber que estamos en Flotsam, ni sospechar qué ocultamos.

—Me pregunto si... —esbozó Riverwind, a la vez que miraba receloso a Raistlin.

El mago cruzó sus ojos con los del bárbaro, pero no se dignó contestar.

—Beberé agua caliente —indicó a Caramon.

—Sólo se me ocurre una solución —propuso Tanis mientras el guerrero obedecía las instrucciones de su hermano—. Caramon y yo saldremos esta noche y atacaremos a dos oficiales del ejército de los dragones para robarles los uniformes. No pienso en los draconianos —añadió al ver la mueca de disgusto del hombretón—, sino en los mercenarios de raza humana. Así podremos movernos por Flotsam con entera libertad.

Tras un corto conciliábulo, todos reconocieron que era el único plan que podía funcionar. Los compañeros cenaron sin apetito, prefiriendo hacerlo en sus habitaciones antes que arriesgarse a bajar al comedor.

—¿No me necesitarás durante mi ausencia? —preguntó Caramon a Raistlin cuando se quedaron solos en la alcoba que compartían.

—Puedo cuidar de mí mismo —fue la lacónica respuesta.

El mago se incorporó para estudiar un libro de hechizos, mas un acceso de tos lo obligó a abandonarlo entre violentas convulsiones.

Al ver que su gemelo estiraba la mano, Raistlin la rechazó.

—¡Vete! —le espetó—. ¡Déjame tranquilo!

Caramon vaciló unos instantes.

—Como quieras —dijo al fin con un suspiro y, tras abandonar la estancia, cerró la puerta suavemente.

Raistlin permaneció unos segundos inmóvil, casi sin resuello. Una vez se hubo normalizado su respiración cruzó despacio la alcoba y, aún tembloroso, levantó uno de los muchos saquillos que Caramon había depositado en la mesilla de noche. Lo abrió y extrajo el Orbe.


Tanis y Caramon, aquél con la capucha echada sobre su rostro, recorrieron las calles de Flotsam al acecho de dos guardianes cuyos uniformes pudieran ajustarse a sus cuerpos. En el caso de Tanis no iba a ser difícil, pero hallar un soldado del tamaño del descomunal guerrero era ya otra cuestión.

Ambos sabían que debían darse prisa. Más de una vez los draconianos se volvieron a mirarlos con expresión de sospecha, y dos de ellos, incluso, los detuvieron para averiguar qué hacían por aquellos lugares. En el tosco dialecto de los mercenarios, Caramon les explicó que querían alistarse en los ejércitos de los dragones y su relato pareció convencerlos. Pero resultaba evidente que no tardaría en atraparles una patrulla.

—¿Qué debe ocurrir? —susurró preocupado el semielfo.

—Quizá la guerra se ha puesto al rojo vivo —aventuró Caramon—. Mira a esos individuos que entran en la taberna.

—Sí, uno de ellos es tan fornido como tú —asintió Tanis, comprendiendo por qué había cambiado de tema—. Escóndete en esa calleja. Esperaremos hasta que salgan y entonces... —en lugar de concluir la frase, estranguló el aire con las manos.

El guerrero captó la señal, y ambos se deslizaron por el adoquinado para refugiarse en un mugriento pasadizo desde donde podían vigilar la puerta del establecimiento.

Era casi medianoche. Las lunas no aparecerían en el firmamento pues, aunque había cesado de llover, densos nubarrones ensombrecían el ambiente. Acurrucados en el callejón, pronto empezaron a tiritar a pesar de sus capas. Las ratas sorteaban sus pies, causándoles una gran repugnancia. Un goblin ebrio se adentró por error en sus dominios y fue a caer de bruces sobre un montón de desperdicios. No volvió a levantarse. El hedor que despedía era nauseabundo, pero los compañeros no se atrevieron a abandonar un puesto de observación tan ventajoso.

Pasado un rato oyeron un tumulto esperanzador, formado por carcajadas sin control y voces humanas que hablaban en común. En efecto, los dos soldados que aguardaban salieron del bar y avanzaron vacilantes hacia ellos.

Una alta farola se alzaba en la acera, iluminando la noche. Los mercenarios se perfilaron bajo sus haces y dieron así a Tanis la oportunidad de estudiarlos. Ambos eran oficiales de los ejércitos de los dragones. Imaginó que acababan de ascenderlos, quizá era eso lo que celebraban. Desde luego sus armaduras refulgían como si fueran nuevas, además de estar relativamente limpias. Al semielfo le satisfizo comprobar la calidad de su acero, cubierto de escamas azules que imitaban a las de los dignatarios de las huestes enemigas.

—¿Preparado? —preguntó Caramon. Tanis asintió.

—¡Elfo abyecto! —exclamó el guerrero desenvainando su espada, con aquella profunda voz que tan bien asumía—. ¡Te he descubierto, espía, y ahora mismo te llevaré a presencia del Señor del Dragón!

—¡Nunca me atraparás vivo! —se rebeló Tanis con su arma también enarbolada.

Al oír la refriega, los oficiales se detuvieron bamboleantes para asomarse a la lóbrega calleja.

Vieron muy interesados cómo Caramon y Tanis se tanteaban mutuamente, evolucionando hasta colocarse en posición de combate. Cuando el guerrero estaba de espaldas a los soldados y Tanis frente a ellos, el semielfo hizo un brusco movimiento y lanzó por los aires la espada de su supuesto rival.

—¡Rápido, ayudadme a arrestarlo! —vociferó el hombretón—. ¡Se ofrece una buena recompensa por él, vivo o muerto!

Los oficiales no titubearon. Tras desenfundar sus armas con dificultad a causa de su embriaguez, se encaminaron hacia Tanis. Sus rostros se hallaban retorcidos en una expresión de cruel complacencia.

—¡Adelante, agujeread a esa escoria! —los apremió Caramon. Aguardó hasta que hubieron pasado junto a él y, en el instante en que alzaron el brazo de la espada, rodeó con sus potentes manos las gargantas de ambos. El guerrero se apresuró a entrechocar sus cabezas, soltándolos para que los inertes cuerpos cayeran al suelo.

—¡No hay tiempo que perder! —gruñó Tanis. Arrastró a uno por los pies hacia la penumbra, mientras Caramon le seguía con el otro. Sin tomarse un segundo de descanso comenzaron a desabrochar las correas de sus armaduras.

—¡Puah! ¡Este debía tener sangre troll! —protestó el guerrero, agitando la mano para ahuyentar los asfixiantes efluvios.

—¡Deja de quejarte! —le espetó Tanis, concentrado en estudiar el complejo sistema de trabas y cinchas del atavío—. Tú al menos estás acostumbrado a embutirte en estas mallas. Por favor, échame una mano.

—Enseguida. —Sonriente, Caramon ajustó las piezas en torno al talle de Tanis —. Un elfo con armadura. ¿Dónde iremos a parar?

—Son tiempos difíciles —respondió su compañero —. ¿Cuándo nos entrevistaremos con la capitana de navío de la que te habló William?

—Dijo que la encontraremos a bordo a primera hora de la mañana.


—Me llamo Maquesta Nar-thon —se presentó la mujer, con la dura expresión de quien tiene muchos asuntos que atender—. Adivino que no sois oficiales de los ejércitos de los dragones, a menos que hayan decidido aceptar elfos en sus filas.

Tanis se sonrojó, a la vez que se desprendía del yelmo.

—¿Resulta muy obvio?

—Quizá no para otros —respondió ella encogiéndose de hombros—. La barba te camufla... ¡pero claro, eres un semielfo! Y el casco oculta tus orejas aunque, como no te proveas de una máscara, tus bonitos ojos almendrados acabarán por delatarte. De todos modos no darás ocasión a que muchos draconianos te contemplen de cerca, ¿me equivoco?

Maquesta se apoyó en el respaldo de su silla, colocó los pies sobre la mesa y estudió el rostro de Tanis. Al oír la risa burlona de Caramon, aquél sintió arder su piel.

Estaban a bordo del Perechon, sentados en la cabina de su capitana. Maquesta Nar-thon pertenecía a la raza de tez oscura que vivía en Ergoth del Norte. Su pueblo estaba constituido por navegantes desde tiempo inmemorial y, según el rumor popular, conocía el lenguaje de las aves marinas y los delfines. Al mirarla, Tanis no pudo por menos que pensar en Theros Ironfeld. Su piel era de un negro reluciente, su cabello crespo permanecía sujeto merced a una cinta dorada que le ceñía la frente. En los ojos de aquella mujer, también de tono azabache, brillaba un fulgor acerado similar al de la daga que pendía de su cinto.

—Hemos venido para hablar de negocios, capitana Maque... —a Tanis se le trabó la lengua al intentar pronunciar tan extraño nombre.

—Por supuesto —respondió ella—. Puedes llamarme Maq, será más fácil para ambos. Me alegro de que traigáis una carta de William, de lo contrario no os habría recibido. Sólo os escucho porque él asegura que sois honrados y vuestro dinero auténtico. Y bien,¿dónde queréis ir?

Tanis y Caramon intercambiaron una fugaz mirada. Estaban en una encrucijada y, además, el semielfo temía revelar a nadie sus dos posibles puntos de destino. Palanthas era la capital de Solamnia, Sancrist un conocido puerto frecuentado por los caballeros.

—¡Por los dioses! —se encolerizó Maq al verlos titubear. Bajando los pies de la mesa, les lanzó una furibunda mirada y añadió—: ¡Decidid de una vez si vais a confiar o no en mí!

—¿Podemos hacerlo? —la interrogó Tanis.

—¿Cuánto dinero tenéis? —insistió la capitana con las cejas enarcadas.

—El suficiente —fue la concisa respuesta—. Digamos que deseamos dirigimos al norte. Si después de bordear el cabo Nordmaar nuestras relaciones son buenas, seguiremos navegando juntos. En el caso de que para entonces haya surgido algún problema, te pagaremos y nos dejarás en un puerto seguro.

—Kalaman —declaró Maq, arrellanándose divertida en su asiento—. Es, según tú mismo afirmas, un puerto seguro. Al menos uno de los más tranquilos en estos tiempos que corren. Me pagaréis ahora la mitad del pasaje y el resto cuando lleguemos. Cualquier trayecto posterior deberá negociarse en su momento.

—Nos depositarás en Kalaman sanos y salvos —puntualizó Tanis.

—No puedo comprometerme —protestó la capitana—. No es ésta una época idónea para viajar por mar.

Se levantó en lánguida actitud y se desperezó como un gato. Caramon, que también se había incorporado, la contempló con admiración.

—Cerremos el trato —añadió Maquesta—. Seguidme, os mostraré la nave.

Los condujo a cubierta. El velero se le antojó a Tanis bien aparejado, aunque él nada sabía de tales cuestiones. La voz y las maneras de la mujer fueron frías cuando iniciaron su conversación, pero a medida que les enseñaba los detalles de su barco adquirieron un calor imprevisto. El semielfo advirtió que adoptaba la misma expresión, que sus frases se revestían del mismo ardor que había detectado en Tika cuando hablaba de Caramon. El Perechon era, sin lugar a dudas, el único amor de Maq.

Reinaba a bordo una gran tranquilidad. La tripulación estaba en tierra junto con el primer oficial, según les explicó Maquesta. La única persona que Tanis vio en la cubierta, aparte de ellos mismos, fue un hombre que remendaba en solitario una vela. Cuando pasaron por su lado alzó los ojos, y el semielfo comprobó que casi se le salieron de las órbitas al toparse con las armaduras de escamas de dragón.

—Nocesta, Berem —la capitana trató de apaciguarlo señalando a Tanis y Caramon—. Nocesta. Clientes, dinero.

El hombre asintió y reanudó su tarea.

—¿Quién es? —indagó el semielfo en voz baja mientras volvían al camarote para zanjar las negociaciones.

—¿Quién, Berem? —preguntó Maq a su vez—. El piloto. Sé muy poco de él. Se presentó aquí hace unos meses pidiendo trabajo. Lo admití como grumete, pero poco después mi timonel murió en un altercado con... dejémoslo, poco importa. El caso es que lo sustituyó por su propia iniciativa y resultó ser espléndido en el manejo de la rueda, mejor incluso que el anterior. Sin embargo, es una criatura extraña. Creo que es mudo. Nunca habla, y rehúsa desembarcar siempre que puede. Me escribió su nombre en el cuaderno de bitácora de otro modo ni siquiera conocería ese detalle. ¿Por qué? —inquirió al comprobar que Tanis lo examinaba con suma atención.

Berem era alto y corpulento. A primera vista parecía un hombre de mediana edad, de acuerdo con las pautas de su raza. Tenía el cabello cano y el rostro bien rasurado, de tez curtida y ajada por los prolongados efectos de la brisa marina. Sin embargo, sus ojos eran transparentes y brillantes como los de un joven, al igual que las tersas manos con que sostenía la aguja. Quizá corría por sus venas sangre elfa, pero Tanis no halló en él ningún rasgo que lo confirmara.

—Le he visto antes, estoy seguro —comentó el semielfo—. y tú, Caramon, ¿lo recuerdas?

—¡Oh, vamos! —protestó el guerrero—. Nos hemos tropezado con millares de personas en sólo un mes. Probablemente formaba parte de la audiencia en una de nuestras puestas en escena.

—No —replicó Tanis —. En cuanto mis ojos se han posado en ese hombre he pensado en Pax Tharkas y en Sturm...

—Tengo mucho que hacer —le interrumpió Maq—. ¿Venís, o preferís contemplar cómo cose la vela?

Comenzó a descender la escala y Caramon la siguió con paso torpe, envuelto en el tintineo de su espada y la armadura. Aunque a regañadientes, Tanis se introdujo también por la escotilla no sin antes lanzar al desconocido una última mirada. El humano clavó a su vez en el semielfo sus extraños y penetrantes ojos.


—De acuerdo, vuelve a la posada junto a los otros. Yo compraré las provisiones para tenerlo todo a punto cuando zarpemos. Maquesta ha dicho que tardaremos unos cuatro días.

—¡Ojala fuera menos! —exclamó Caramon.

—También a mí me gustaría —respondió Tanis con cierto desasosiego—. Hay demasiados draconianos por aquí. Pero hemos de aguardar hasta que la marea sea favorable. Regresa al albergue y ordena a todos que no salgan. ¡Por cierto! Recuerda a tu hermano que haga acopio de esa pócima de hierbas que bebe, porque pasaremos largo tiempo en el mar. Me reuniré con vosotros dentro de unas horas, en cuanto haya comprado todo lo necesario.

Tanis se adentró en las abarrotadas calles de Flotsam, sin que nadie reparase en él gracias a su armadura. Deseaba ardientemente quitársela pues era pesada, le daba calor y le producía una molesta comezón. Además, le costaba un gran esfuerzo acordarse de responder a los saludos de los draconianos y de los goblins. Se le ocurrió, al ver el respeto que infundía su uniforme, que el humano al que había robado tal atavío debía ostentar un rango importante. Tal pensamiento no era reconfortante. En cualquier momento alguien podía reconocerlo.

Pero sabía que nada podía hacer sin la protección que le brindaba. Había más draconianos que la víspera en las calles, la tensión se palpaba en toda la ciudad. La mayoría de los habitantes permanecían confinados en sus casas y, a excepción de las tabernas, los comercios estaban cerrados. Tras pasar junto a varios establecimientos con las puertas, atrancadas, al semielfo comenzó a preocuparle la idea de que quizá no lograría abastecerse para su larga singladura, en el océano.

Meditaba sobre este problema, contemplando una oscura vitrina, cuando de pronto una mano lo agarró por la bota y lo arrojó al suelo.

La inesperada caída le dejó sin resuello. Se había golpeado la testa contra el empedrado y, por unos instantes, el dolor lo atenazó de un modo irresistible. Su instinto lo impulsó a propinar un puntapié a quienquiera que le tuviese así aprisionado, pero debía poseer unas manos muy fuertes. Notó que lo arrastraban hacia una lóbrega calleja.

Tras menear la cabeza en un intento de despejarla, Tanis se giró para ver a su aprehensor. ¡Era un elfo! Con su ropa harapienta, desfigurados sus rasgos por el pesar y la ira, su oponente se irguió ante él blandiendo una lanza.

—¡Lacayo de los dragones! —le espetó su atacante en lengua común—. Tus despreciables esbirros asesinaron a mi familia, a mi mujer y a mis hijos. Los aniquilaron mientras yacían indefensos en sus lechos, sin escuchar sus súplicas de misericordia. ¡Tú pagarás su crimen! —concluyó—, a la vez que levantaba su arma.

—¡Shak! ¡It mo dracosali! —gritó Tanis en elfo, realizando un denodado esfuerzo para liberarse del yelmo. Pero el elfo, enloquecido tras tanto sufrimiento, ni siquiera escuchó sus palabras. Cuando se disponía a hundir la lanza en el cuerpo de su víctima, sus ojos se desorbitaron, ribeteados de pánico. El arma se deslizó por sus dedos al mismo tiempo que una espada se ensartaba en su espalda. Agonizante, el elfo se desplomó pesadamente entre desgarrados gritos.

Tanis alzó asombrado los ojos para ver quién le había salvado la vida. Un Señor del Dragón se erguía sobre el cadáver de la desdichada criatura.

—Te oí gritar y comprendí que uno de mis oficiales corría peligro. Supuse que me necesitarías —explicó el dignatario, estirando su enguantada mano con el fin de ayudar a incorporarse al aún débil Tanis.

En un mar de confusiones, mareado por el pertinaz dolor y tan sólo consciente de que no debía delatarse, el semielfo aceptó la mano que le tendía el Señor del Dragón hasta que logró ponerse en pie. Ladeado el rostro y bendiciendo su suerte porque la escena se desarrollaba en un sombrío callejón, el semielfo farfulló con la voz más ronca posible unas palabras de agradecimiento. Fue entonces cuando vislumbró los ojos del oficial tras la máscara, y vio que se abrían de par en par.

—¿Tanis?

Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, causándole un dolor más punzante que el que le habría infligido la lanza elfa. No acertó a hablar, sólo pudo contemplar inmóvil cómo el Señor del Dragón se apresuraba a quitarse la máscara de color azul y oro.

—¡Tanis, eres tú! —exclamó el comandante con voz claramente femenina, aferrando sus brazos.

El semielfo reparó en aquellos ojos pardos, en la encantadora pero ambigua sonrisa de su oponente.

—Kitiara...

9 Tanis capturado.

—¡No puedo creerlo, Tanis! Convertido en un oficial, y además bajo mis órdenes. Debería pasar revista a mis tropas más a menudo —comentó Kitiara sonriente, deslizando su brazo bajo el del semielfo—. Veo que aún tiemblas. Has sufrido una desagradable emboscada. Acompáñame, mis aposentos no están lejos. Allí beberemos una copa, vendaremos tu herida y charlaremos.

Aturdido, pero no a causa del golpe que se había dado en la cabeza, Tanis dejó que Kitiara lo condujera hasta la acera de la calle principal. Le habían ocurrido demasiadas cosas en un tiempo muy breve. Unos minutos antes buscaba provisiones y ahora caminaba del brazo de una Señora del Dragón que acababa de salvarle la vida y era, además, la mujer que amó durante tantos años. No podía apartar la mirada de su rostro y ella, sabedora de que la contemplaba, clavó también en él sus ojos cercados por largas y negras pestañas.

La refulgente armadura de escamas de dragón propia de su rango le sentaba muy bien, o al menos así lo pensó el semielfo. Se ajustaba a su piel, realzando las curvas de sus torneadas piernas.

Los draconianos se apiñaban a su alrededor, ansiosos por merecer un saludo de la Señora. Pero Kitiara los ignoró, concentrada en charlar con Tanis como si se hubieran visto por última vez la víspera en lugar de cinco años atrás. Él no lograba absorber sus palabras. Su cerebro se revolvía para acomodarse a la situación, mientras que su cuerpo reaccionaba como siempre lo hizo ante la proximidad de la muchacha.

La máscara había humedecido su cabello, razón por la que los bucles se adherían a su frente. Con un movimiento despreocupado, la joven pasó su enguantaba mano por la melena para despejar el rostro. Era éste un viejo hábito, un gesto insignificante pero que avivaba recuerdos.

Tanis agitó la cabeza, luchando desesperadamente por tranquilizarse y atender a la conversación. Las vidas de sus amigos dependían ahora de sus actos.

—¡Hace calor dentro del yelmo! —estaba diciendo Kitiara—. No necesito estos artilugios para mantener a mis hombres bajo control, ¿no te parece? —preguntó a la vez que le guiñaba un ojo.

—N...no —balbuceó él sin poder contener un creciente rubor de sus mejillas.

—¡El mismo Tanis de siempre! —exclamó Kit, y apretó su cuerpo contra el de él—. Todavía te sonrojas como un escolar. Sin embargo, nunca te pareciste a los otros —añadió con dulzura. Lo atrajo entonces hacia sí para abrazarle y, cerrando los ojos, lo besó en los labios.

—Kit—dijo Tanis en tonos apagados—, aquí no. En plena calle no —Concluyó. Incluso retrocedió asustado.

Kitiara le dirigió una mirada fulgurante, pero optó por encogerse de hombros y apoyar una vez más la mano en su brazo. Continuaron su avance, entre las bromas y los jubilosos gritos de los draconianos.

—El mismo Tanis de siempre —repitió, en esta ocasión con un hondo suspiro —. No sé por qué te consiento estos desaires. A cualquier otro que me rechazase como tú acabas de hacerlo le habría traspasado con mi espada. Bien, ya hemos llegado.

Entró en la mejor posada de Flotsam, «La Brisa Salada». Construida en lo alto de un risco, se dominaba desde ella el mar Sangriento de Istar, cuyas aguas rompían en la pared de roca. El hospedero corrió a recibirles.

—¿Está preparada mi alcoba? —preguntó Kit en actitud altiva.

—Sí, señora —respondió el posadero inclinándose en reiteradas reverencias.

Mientras subían la escalera, el servil individuo les tomó la delantera para asegurarse de que todo estaba en orden.

Kit examinó la estancia. Hallándola satisfactoria, arrojó el yelmo sobre una mesa y empezó a quitarse los guantes. Luego se sentó en una silla, donde alzó la pierna con un abandono sensual y deliberado.

—Mis botas —indicó sonriente a Tanis.

El semielfo tragó saliva y, esbozando a su vez una tenue sonrisa, aferró con ambas manos la pierna que ella le tendía. Era uno de sus antiguos juegos. El solía sacarle las botas de sus pies, y siempre terminaban... —intentó desechar tal pensamiento.

—Tráenos una botella de tu vino más exquisito y dos copas —ordenó Kitiara al obsequioso posadero. Levantó la otra pierna, sin apartar de Tanis sus pardos iris —. Cuando nos hayas servido déjanos solos.

—Pero señora —protestó el hospedero titubeando—, se han recibido mensajes de Ariakas.

—Si vuelvo a ver tu cara en esta alcoba después de que nos traigas el vino te cortaré las orejas —bromeó si bien, mientras hablaba, extrajo de su cinto una afilada daga.

El individuo palideció, asintió en silencio y salió precipitadamente de la estancia.

—Veamos —dijo Kitiara entre risas, al mismo tiempo que estiraba los pies en sus mallas de seda azul—. Ahora seré yo quien te quite las botas.

—Debo irme —se disculpó Tanis, sudoroso bajo la armadura —. El comandante de mi compañía me echará de menos...

—¡Yo soy la comandante de tu compañía! —repuso ella divertida—. Mañana te ascenderé a capitán o, si quieres, a un rango más elevado. De momento, siéntate.

El semielfo tuvo que obedecer aunque, en su fuero interno, era lo que deseaba.

—Me alegro de verte —declaró Kit, arrodillada frente a él para tirar de su bota—. Lamenté mucho perderme la reunión de Solace. ¿Cómo están todos? ¿Qué ha sido de Sturm? Supongo que lucha al lado de los caballeros. No me sorprende que os hayáis separado, la vuestra era una amistad que nunca logré comprender.

Kitiara siguió hablando, pero Tanis dejó de escucharla. Sólo acertaba a mirarla. Había olvidado cuán adorable era, tan sensual y excitante. Intentó pensar en el peligro que corría más, pese a conocerlo, no podía sino evocar las felices noches consumidas junto a aquella muchacha en tiempos lejanos.

De pronto, Kit le miró a los ojos. Atrapada en la pasión que de ellos manaba, dejó caer la bota que ya se había deslizado. En un impulso involuntario, Tanis estiró la mano y la acercó a su rostro. Kitiara rodeó su cuello con las manos y los labios de ambos se unieron en un prolongado beso.

Al sentir el contacto de la joven los deseos y ansias que habían atormentado al semielfo durante cinco años despertaron en sus entrañas. La fragancia, cálida y femenina, se mezcló con el olor a piel curtida y acero. Aquel beso, ardiente como una llama, causó a Tanis sensaciones acuciantes, y comprendió que sólo existía una manera de calmarlas.

Cuando el posadero llamó a la puerta, no obtuvo respuesta. Meneando la cabeza con admiración —era el tercer hombre en otros tantos días —, depositó el vino en el suelo y desapareció.


—Y ahora —murmuró Kitiara somnolienta, arropada en los brazos de Tanis— háblame de mis hermanos. ¿Viajan contigo? La última vez que los vi, tu grupo escapaba de Tarsis en compañía de una mujer elfa.

—¡Así que eras tú! —se sorprendió Tanis, recordando a los dragones azules.

—¡Por supuesto! —Kit se estrujó contra él—. Me gusta tu barba —añadió mientras le acariciaba rostro —. Oculta tus frágiles rasgos elfos. ¿Cómo te enrolaste en las tropas?

¿Qué contestar? Tanis trató de fraguar una mentira convincente.

—Fuimos apresados en Silvanesti, y un oficial me hizo comprender que era una locura enfrentarse a la Reina Oscura.

—¿Y mis hermanos?

—N...nos separamos —titubeó el semielfo.

—¡Qué lástima! —se apenó Kit—. Me gustaría verles. Caramon debe haberse convertido en un gigante, y he oído decir que Raistlin es un hábil mago. ¿Viste aún la túnica roja?

—Imagino que sí. No he tenido noticias de él en mucho tiempo —aventuró Tanis.

—No tardará en mudarla por la negra —comentó ella complacida—. Raist se parece a mí, siempre anheló el poder.

—¿Y tú? —se apresuró a interrumpirla el semielfo ¿Qué haces aquí, tan lejos del campo de batalla? La liza se desarrolla en el norte.

—Deberías saberlo, me ha traído a Flotsam la misma misión que a ti —le espetó Kitiara abriendo los ojos de par en par—. Busco al Hombre de la Joya Verde, naturalmente.

—¡Ahora lo reconozco! —exclamó Tanis, asaltado por un súbito recuerdo—. ¡El piloto del Perechon! El hombre que huía de Pax Tharkas junto al pobre Eben, la criatura que exhibía una gema incrustada en el centro del pecho.

—¡Entonces lo has encontrado! —vociferó Kitiara presa de una gran ansiedad—. ¿Dónde, Tanis? —Se había incorporado y le brillaban los ojos.

—No estoy seguro —balbuceó Tanis en un intento desesperado de subsanar su imprudencia—. Sólo me dieron una vaga descripción.

—Aparenta unos cincuenta años en términos humanos —explicó la muchacha—, pero tiene unos ojos extraños, jóvenes, y las manos tersas. En su tórax brilla una joya verde. Nos informaron de que había sido visto en Flotsam, por eso me envió aquí la Reina de la Oscuridad. El es la clave, Tanis. Descubre su paradero y ninguna fuerza en Krynn será capaz de deteneros.

—¿Por qué? —indagó él, ya más sosegado—. ¿Qué secreto encierra para que resulte tan esencial en la... en nuestra victoria?

—¿Quién sabe? —Encogiéndose de hombros, Kit se arrellanó de nuevo en los brazos del semielfo—. Estás tiritando, pero esto te templará —añadió mientras le frotaba el cuerpo con manos acariciantes—. Sólo nos comunicaron que lo más importante que podíamos hacer para resolver el conflicto de un golpe certero era encontrar a ese hombre.

Tanis tragó saliva, con un inquietante cosquilleo en el cuerpo producido por su contacto.

—Piensa que, si damos con él, tendríamos todo Krynn a nuestros pies —le susurró ella al oído, su aliento cálido y húmedo contra la piel del semielfo—. La Reina Oscura nos recompensaría más generosamente de lo que has soñado nunca! Tú y yo juntos para siempre, Tanis. ¡Vamos en su busca!

Las palabras de la joven resonaban en su mente. ¡Juntos para siempre! Poner fin a la guerra, gobernar Krynn.

«No», pensó con un nudo en la garganta.« ¡Es una locura! Mi pueblo, mis amigos... Por otra parte, ¿no he hecho ya suficiente? ¿Qué les debo, tanto a humanos como a elfos? Nada. Son ellos quienes me han herido, humillado. Todos estos años he vivido en el aislamiento. ¿Por qué he de tenerlos en cuenta? ¡Ya es hora de cuidar de mí mismo! Ésta es la mujer de mis sueños. Ahora puede ser mía. Kitiara, tan bella, tan deseable...»

—¡No! —dijo con brusquedad—. No —añadió, suavizando el tono de la voz y estrechándola en sus brazos—. Iremos mañana. Si era él, sé bien que no escapará.

Kitiara sonrió y se dejó arrullar. Tanis se volvió sobre ella para besarla con pasión. En la distancia oía el embate de las olas del mar Sangriento contra la costa.

10 La torre del Sumo Sacerdote. La Orden de los Caballeros.

Por la mañana, la tormenta que azotaba Solamnia había amainado. Salió el sol, convertido en un tenue disco dorado que no caldeaba nada. Los caballeros que montaban guardia en las almenas de la torre del Sumo Sacerdote fueron al fin a acostarse, no sin antes relatar los prodigios que habían visto durante la cruda noche pues semejante tempestad no se conocía en aquellas tierras desde los tiempos del Cataclismo. Quienes ocuparon sus puestos de vigilancia estaban tan fatigados como ellos, nadie había conseguido conciliar el sueño.

Contemplaron la llanura cubierta de nieve y hielo. Oscilantes llamas salpicaban el paisaje allí donde los árboles, devastados por los aserrados relámpagos que surcaron el cielo durante la ventisca, ardían con misteriosos destellos. Pero no fueron los aislados incendios los que atrajeron la atención de los caballeros cuando se encaramaron a las almenas. Les inquietaba más el fuego que se alzaba en el horizonte, centenares de ígneos fulgores que invadían el frío y despejado aire con su hediondo humo.

Las hogueras de los campamentos. Las hogueras de los ejércitos enemigos.

Un edificio se interponía entre la Señora del Dragón y su proyectada victoria en Solamnia. Ese edificio o «cosa», como ella solía llamarla, era la torre del Sumo Sacerdote.

Construida tiempo atrás por Vinas Solamnus, fundador de la Orden de los Caballeros, en el único paso que permitía atravesar las nevadas y siempre brumosas montañas Vingaard, la torre protegía Palanthas, capital de Solamnia, y el puerto denominado las Puertas de Paladine. Si caía esa mole, Palanthas pasaría a manos de los ejércitos de los dragones. Se trataba de una bella ciudad llena de riquezas, de una urbe que había vuelto la espalda al mundo para contemplarse, orgullosa, en su propio espejo.

Con Palanthas en su poder y el puerto bajo control, la Señora del Dragón cortaría sin dificultad el suministro de víveres hasta imponer sumisión al resto de Solamnia y barrer de la faz de la tierra a los molestos caballeros. La comandante, apodada «Dama Oscura» por sus tropas, no se hallaba en el campamento. Una misión secreta la había llevado al este. pero al partir dejó tras ella a oficiales leales y eficientes, dispuestos a cualquier hazaña para ganarse su favor.

De todos los Señores de los Dragones, la Dama Oscura era la predilecta de la soberana. Por eso las tropas de draconianos, goblins, ogros y humanos permanecían en suspuestos contemplando la torre con ojos codiciosos, todos ellos ávidos de lucha para obtener sus recomendaciones.

Defendía el edificio una nutrida guarnición de Caballeros de Solamnia, que a este fin abandonaron Palanthas unas semanas antes. Según la leyenda, la torre nunca había sucumbido estando protegida por hombres piadosos, consagrada como estaba al Sumo Sacerdote representante de un rango que, tan sólo inferior al del Gran Maestre, merecía el más hondo respeto de los súbditos del reino.

Los clérigos de Paladine vivieron en la torre durante la Era de los Sueños. Allí habían acudido los jóvenes caballeros para ser adoctrinados en los misterios religiosos, dejando numerosos vestigios de su paso.

No era únicamente el temor de la leyenda lo que detenía a los ejércitos. Sus oficiales no necesitaban de fábulas para comprender que tomar tal fortaleza sería un arduo empeño.

—El tiempo nos favorece —dijo la Dama Oscura antes de partir—. Nuestros espías informan que los caballeros han recibido escasa ayuda desde Palanthas. Hemos interceptado sus vías de abastecimiento desde el alcázar de Vingaard hacia el este. Dejemos que se encierren en su torre, pues más pronto o más tarde su impaciencia y sus estómagos vacíos los inducirán a cometer un error. Cuando eso ocurra, estaremos a punto para entrar en acción.

—Podríamos tomar la plaza con una escuadra de dragones —sugirió un joven oficial. Se llamaba Bakaris y su valor en la liza, unido a su atractivo rostro, le habían valido el favor de su señora. Eso no impidió, no obstante, que la Dama Oscura le dirigiera una especulativa mirada cuando se disponía a montar a la grupa de Skie, su dragón azul.

—Quizá te equivoques —se limitó a replicar—. Se rumorea que han descubierto una antigua arma: la lanza Dragonlance.

—¡Puros cuentos infantiles! —se burló el oficial mientras la ayudaba a instalarse a lomos de Skie. El reptil observó al apuesto joven con ojos furibundos.

—No menosprecies los relatos para niños —le advirtió la Dama Oscura—, son los mismos que nos dieron a conocer a los míticos dragones. Pero no te preocupes, amigo. Si consigo capturar al Hombre de la Joya Verde no tendremos que atacar la torre, ella misma se destruirá. Si, por el contrario, fracaso —añadió encogiéndose de hombros— quizá te mande la escuadra que solicitas.

Sin más preámbulos el gigantesco animal de escamas azules batió sus alas y alzó el vuelo hacia el este, en dirección a una pequeña y pobre ciudad situada a orillas del mar Sangriento de Istar. Se llamaba Flotsam.

Las tropas aguardaban desde entonces, reconfortadas por las cálidas fogatas, mientras los caballeros luchaban contra el hambre tal como había augurado la dignataria. Pero mucho peor que la falta de alimento eran las disensiones que comenzaban a enfrentar a unos contra otros.

Los jóvenes caballeros que servían a las órdenes de Sturm Brightblade llegaron a reverenciar a su desafortunado cabecilla durante los penosos meses que sucedieron a su partida de Sancrist. Aunque melancólico y, en ocasiones, reservado, el honesto e íntegro carácter de Sturm le hizo merecedor del respeto y admiración de sus hombres. Fue la suya una victoria que le costó indecibles sufrimientos a manos de Derek. Una criatura menos noble habría prestado oídos sordos a las maniobras políticas de este último, o por lo menos mantenido la boca cerrada como hiciera el comandante Alfred; pero Sturm no dudó en desenmascararlo tantas veces como lo creyó necesario, aun sabiendo que de ese modo perjudicaba su causa contra el poderoso caballero.

Fue Derek quien enajenó a los habitantes de Palanthas. Ya desconfiados, dominados por antiguos odios y amarguras, los moradores de la bella y pacífica ciudad se alarmaron y encolerizaron ante sus amenazas cuando negaron su autorización a los caballeros para guarnicionar el recinto. Por fortuna, las pacientes negociaciones de Sturm acabaron por propiciar la actitud de los ciudadanos y proveyeron de víveres a los soldados.

La situación no mejoró al instalarse los caballeros en la torre del Sumo Sacerdote. Las facciones entre los comandantes minaron la moral de los soldados de infantería que, además, sufrían las consecuencias de la escasez de alimentos. Pronto la torre se convirtió en un nido de intrigas, los mandatarios que apoyaban a Derek se enfrentaron a la franca oposición de los seguidores de Gunthar, capitaneados por Sturm, y si no estallaron sangrientas trifulcas fue gracias a la estricta obediencia que este caballero profesaba a la Medida. Pero la descorazonadora visión de los ejércitos de los dragones acampados en las cercanías, así como la progresiva merma de víveres, desataron nervios y malos humores.

El comandante Alfred comprendió el peligro demasiado tarde. Lamentó entonces la necedad que había mostrado al respaldar a Derek, pues resultaba evidente que el caballero se estaba volviendo loco.

Su demencia crecía a ojos vistas, su ambición de poder corroía los últimos reductos de razón que aún albergaba. Pero Alfred nada podía hacer. Encerrados en la rígida estructura marcada por la Medida, se precisaban meses de conciliábulos para relevar a Derek Crownguard de su rango.

La noticia del triunfo de Sturm sobre sus acusadores azotaría la seca y resquebrajada tierra con la rapidez del relámpago. Como había preconizado Gunthar, este hecho daría al traste con las esperanzas de Derek. Lo que no había previsto era que sesgaría también su frágil vínculo con la cordura.


La mañana siguiente a la tormenta, los ojos de los centinelas abandonaron unos instantes su vigilancia de las huestes enemigas para posarse en el patio de la Torre. El sol tiñó el nublado cielo de una luz gélida y blanquecina, que se reflejó en las armaduras de los Caballeros de Solamnia cuando se reunieron para una solemne ceremonia de investidura.

Sobre sus cabezas, los estandartes donde figuraba el penacho parecieron congelarse en las almenas al permanecer suspendidos e inmóviles en el frío aire matutino. Las puras notas de una trompeta, que hicieron bullir la sangre en las venas de los presentes, anunciaron la apertura de acto. Al oír su clamor, los caballeros irguieron la testa y desfilaron por el patio.

El comandante Alfred se situó en el centro de un círculo de caballeros. Ataviado con el uniforme de gala, agitándose la roja capa en torno a sus hombros, exhibió ante la concurrencia una antigua espada enfundada en su raída vaina. En esta última se enlazaban el martín pescador, la rosa y la corona, inmemoriales símbolos de la Orden. El dignatario lanzó una mirada a la asamblea, pero la esperanza que se dibujaba en sus ojos se apagó y bajó entristecido la cabeza.

Sus temores se veían confirmados. Había confiado en que la ceremonia conciliaría a los divididos caballeros, y, sin embargo, parecía producir el efecto contrario. Había inquietantes huecos en el círculo sagrado, espacios vacíos que los asistentes contemplaban con desazón. Derek y su séquito estaban ausentes.

Sonó dos veces más el clarín, y cayó el silencio sobre los congregados. Sturm Brightblade, vestido con una túnica blanca, salió de la capilla donde había pasado la noche recogido en la plegaria y la meditación como prescribía la Medida. Lo acompañaba una inusitada guardia de honor. Junto a Sturm caminaba una mujer elfa, cuya belleza destacaba en el plomizo día como el sol en el crudo invierno. Tras ella avanzaba un viejo enano, que recibía en su cano cabello y luenga barba los tenues influjos del astro. Al lado del hombrecillo desfilaba un kender, cubierto por unos alegres calzones azules.

Se abrió el círculo de caballeros para admitir a Sturm y su escolta, que se detuvieron frente a Alfred. Laurana, con el yelmo en las manos, se situó a su derecha. Flint, que portaba el escudo, se colocó a la izquierda y, tras recibir un empellón de enano. Tasslehoff se apresuró a ocupar su posición blandiendo las espuelas del caballero, que estaba a punto de ser investido.

Sturm inclinó la cabeza. Su larga melena, tocada ya por grises mechones pese a no sobrepasar la treintena, se derramó sobre sus hombros. Elevó una muda oración y, cuando el comandante Alfred le hizo la señal acostumbrada, hincó respetuoso la rodilla.

—Sturm Brightblade —declaró solemnemente el dignatario a la vez que desenrollaba un pergamino—, el Consejo de los Caballeros, tras escuchar el testimonio aportado por Lauralanthalasa de la familia real de Qualinesti y las declaraciones de Flint Fireforge, enano de las colinas circundantes a la ciudad de Solace, te libera de todos los cargos presentados en tu contra. Como reconocimiento a tus actos de valor, siempre de acuerdo con el relato de estos testigos, yo te nombro Caballero de Solamnia.

Su voz se quebró, y bajó los ojos. Las lágrimas fluían en sendos riachuelos por las macilentas mejillas de Sturm.

—Has pasado la noche orando, Sturm Brightblade —añadió en tonos apagados—. ¿Te consideras digno del gran honor que se te ha concedido?.

—No, señor —respondió el interpelado tal como exigía el ritual—, pero lo acepto con toda humildad y juro consagrar mi vida a hacerme merecedor de tal distinción. Alzó los ojos al cielo y concluyó en un susurro: Con la ayuda de Paladine, lo conseguiré.

Alfred había presenciado numerosas ceremonias de esta índole, pero no recordaba haber visto tan ferviente sinceridad en el rostro de un hombre.

—Ojala estuviera aquí Tanis —murmuró Flint al oído de Laurana, quien se limitó a asentir con un leve movimiento de cabeza.

Se alzaba alta y rígida, enfundada en una armadura que le habían confeccionado en Palanthas por orden expresa de Gunthar. Su cabello de color miel ondeaba bajo el casco de plata. Una intrincada filigrana de oro surcaba su peto, mientras que la holgada falda de cuero negro —con un largo corte en un lado para darle libertad de movimientos rozaba la punta de sus botas. Tenía la faz pálida y triste, ya que la situación tanto en Palanthas como en la misma torre no podía ser más sombría y desoladora.

Debería haber regresado a Sancrist, de hecho así se lo habían ordenado. El Comandante Gunthar recibió tiempo atrás un comunicado secreto de Alfred relatándole el caos que reinaba entre los caballeros, y al instante mandó a la Princesa instrucciones de abreviar su estancia.

Sin embargo ella prefirió quedarse, al menos durante un tiempo. Los habitantes de Palanthas la habían acogido con cortesía; después de todo corría por sus venas sangre real y, además, les fascinó su belleza. También estaban interesados en la Dragonlance y solicitaron una a fin de exhibirla en su museo. Pero cuando Laurana mencionó a los ejércitos de los dragones, se limitaron a sonreír y encogerse de hombros.

Fue entonces cuando la princesa se enteró, a través de un mensajero, de lo que estaba ocurriendo en la torre de los Sumos Sacerdotes. Los caballeros se hallaban en estado de sitio, y varios millares de soldados enemigos aguardaban en el campo. Decidió que los aliados necesitaban las lanzas y que sólo ella podía llevárselas y enseñarles su manejo. Así pues, ignoró por completo la orden de Gunthar de volver a Sancrist.

El viaje de Palanthas a la torre fue una auténtica pesadilla. Inició Laurana la marcha en compañía de dos carromatos que transportaban algunas existencias y las valiosas lanzas dragonlance. El primer vehículo se encalló en la nieve a escasas millas de la ciudad y su contenido hubo de ser distribuido entre los caballeros de la escolta, Laurana, su grupo y el segundo carromato. También éste se atascó. Una y otra vez liberaron sus ruedas con palas traídas a este propósito, hasta que al fin se hundió sin remedio. Cargando armas y provisiones sobre sus equipos, los caballeros, la muchacha elfa, Flint y Tas recorrieron a pie el último trecho. La suya fue la última caravana que logró llegar a su destino. Tras la tormenta de la víspera, Laurana y todos los presentes supieron que no recibirían más suministros. El camino de Palanthas era ahora intransitable.

Aunque aplicaran el más estricto racionamiento, los soldados quedarían sin comida en pocos días. Los ejércitos de los Dragones, por el contrario, parecían poder esperar un invierno entero.

Las lanzas dragonlance fueron desmontadas de los agotados animales que las trasladaban y, por orden de Derek, apiladas en el patio. Algunos de los caballeros las examinaron con curiosidad, para luego ignorarlas. Se les antojaron armas demasiado pesadas e inútiles.

Cuando Laurana se ofreció tímidamente a instruirles en su gobierno, Derek se burló de ella. Alfred, por su parte, se asomó a la ventana para contemplar en silencio las fogatas de campaña en el horizonte, y los recelos de la muchacha se vieron materializados al mirar inquisitiva a Sturm.

—Laurana —dijo él con tono cordial, cubriendo su mano entre las suyas —, no creo que el Señor del Dragón se tome ni siquiera la molestia de enviar a sus escuadras voladoras. Si no logramos abrir de nuevo las vías de abastecimiento, la Torre sucumbirá porque sólo quedará un puñado de muertos para defenderla.

Las lanzas dragonlance yacían pues en el patio sin ser utilizadas en el más absoluto olvido, enterradas sus argénteas puntas bajo la nieve.

11 La curiosidad de un kender. Los caballeros atacan.

Sturm y Flint paseaban por las almenas la noche de la ceremonia de la investidura, compartiendo sus recuerdos.

—Un pozo de pura plata, refulgente como una joya, en las entrañas del monumento del Dragón Plateado —dijo Flint con sobrecogido—. De aquella plata se sirvió Theros para forjar las lanzas dragonlance.

—Me habría gustado más que nada en el mundo visitar la tumba de Huma —se lamentó Sturm. Al desviar los ojos hacia los campamentos enemigos, se detuvo y apoyó la mano en el antiguo muro de piedra. La llama de una antorcha encendida al otro lado de una ventana próxima brilló en su enjuto rostro.

—La visitarás —le reconfortó el enano—. Volveremos cuando termine la guerra. Tas dibujó un mapa, aunque su precisión deja mucho que desear...

Mientras refunfuñaba contra el kender, Flint estudió, preocupado, al otro amigo. La expresión del caballero era grave y melancólica, algo que en Sturm no resultaba del todo inusual. Pero se reflejaba en su semblante algo nuevo, una calma que no era fruto de la serenidad sino del desaliento.

—Iremos juntos —prosiguió, tratando de olvidar el hambre—. Tanis, tú y yo. Supongo que también el kender, además de Caramon y Raistlin. Nunca creí que llegaría a añorar al enteco mago, pero un hechicero nos sería de gran utilidad en este apurado trance. Sin embargo, me alegro de que Caramon no esté aquí. ¿Te imaginas los improperios que podría ladrar con el estómago vacío?

Sturm esbozó una sonrisa ausente, perdido en sus cavilaciones. Cuando habló, el enano comprendió que no había escuchado sus palabras.

—Flint —susurró sin salir de su nostalgia —, sólo necesitamos un día soleado para abrir el camino. Si eso ocurre, prométeme que te llevarás a Tas y a Laurana de la torre.

—¡En mi opinión, todos deberíamos irnos! —le espetó el enano—. Lo más conveniente sería reagrupar a los caballeros en Palanthas. Podríamos guarnicionar la ciudad y resistir el ataque de los dragones. Sus edificios son de piedra maciza, no como este lugar. —Miró desdeñoso la mole, construida por los humanos—. No resultaría difícil defender Palanthas.

—Sus habitantes no lo permitirán —respondió Sturm—. Sólo les preocupa su hermosa urbe. Mientras piensen que puede salvarse, rehusarán luchar. No, debemos permanecer aquí.

—No tenéis ninguna posibilidad de sobrevivir —le razonó Flint.

—Te equivocas, aguantaremos si logramos que se establezca de nuevo el suministro. Contamos con hombres suficientes, por eso no nos han atacado los ejércitos de los dragones.

—Existe otra solución —declaró una voz.

Sturm y Flint se volvieron. La llama de la antorcha iluminaba a un rostro macilento, y los rasgos del caballero se endurecieron.

—¿Cuál es, Derek? —preguntó Sturm con forzada cortesía.

—Gunthar y tú creéis haberme derrotado —dijo el comandante Derek, ignorando a su interlocutor. El resentimiento quebró su voz cuando clavó en él sus ojos—. ¡Pero no es así! Bastará un acto heroico para que los caballeros coman en la palma de mi mano —añadió, a la vez que la extendía debidamente enguantada y su armadura aparecía destellante bajo la luz—, y ambos seréis destruidos. —Despacio, apretó el puño.

—Tenía la impresión de que guerreábamos contra los ejércitos de los Dragones —comentó Sturm.

—No me vengas con sermones farisaicos —le insultó Derek—. Disfruta de tu nueva condición de caballero, Brightblade. Sin duda has pagado generosamente para que se te otorgue. ¿Qué le prometiste a la mujer elfa a cambio de sus embustes? ¿Desposarla quizá, convertirla en una persona?.

—La Medida me prohíbe luchar contigo, pero nada me obliga a oírte mancillar el honor de una mujer tan bondadosa como valiente.

Girando sobre sus talones, Sturm hizo ademán de alejarse.

—¡No te atrevas a dejarme con la palabra en la boca! —le amenazó su oponente, aferrando el hombro del caballero.

Sturm se volvió encolerizado, apoyada la mano en la empuñadura de su espada. También Derek cerró los dedos en torno a su acero, y por un instante pareció que la Medida iba a ser ignorada. Pero Flint se apresuró a refrenar a su amigo, quien emitió un hondo suspiro y apartó la mano de su arma.

—¡Adelante, Derek, habla! —le apremió Sturm sin apenas controlar su ira.

—Estás acabado, Brightblade. Mañana conduciré a los caballeros al campo de batalla. No pienso languidecer en esta mísera prisión. ¡Dentro de veinticuatro horas mi nombre se habrá inscrito en la leyenda!

Flint consultó a Sturm con la mirada, y vio en su rostro la lividez de la muerte.

—Derek —le recriminó el recién investido caballero—, has perdido el juicio. Son millares de soldados, os despedazarán.

—Eso te gustaría, ¿verdad? —se mofó el otro—. Cuando despunte el alba tenlo todo dispuesto, Brightblade.


Aquella noche Tasslehoff, agobiado por el frío, el hambre y el aburrimiento, decidió que el mejor modo de olvidar las protestas de su estómago era explorar el recinto.

«Debe haber centenares de escondrijos donde ocultar objetos. Éste es uno de los edificios más extraños que he visto nunca», pensó el kender.

La torre del Sumo Sacerdote se asentaba sólidamente sobre el flanco occidental de paso de Westgate, el único cañón que atravesaba la cordillera Habbakuk, a su vez frontera natural entre la zona este de Solamnia y Palanthas. Como bien sabía la Señora del Dragón, cualquiera que intentase acceder a la ciudad sin utilizar esta ruta tenía que recorrer centenares de millas bordeando las montañas, o bien adentrarse en el desierto o en el mar. Y las naves que fondeaban en las Puertas de Paladine eran una diana perfecta para las catapultas de fuego de los gnomos.

La torre fue construida en la Era del Poder. Flint era un entendido en la arquitectura de este período, ya que fueron miembros de su raza quienes diseñaron la mayor parte de las edificaciones. Sin embargo, no habían intervenido en su realización. Flint se preguntaba cuál era la identidad de su artífice, al que tachaba de insensato y de borrachín.

Un muro exterior de piedra formaba la base octogonal del recinto, coronada en cada ángulo por una torreta. Varios pasillos almenados unían estos salientes mientras que otra pared, también octogonal, configuraba el diseño de una serie de torres y contrafuertes que se erguían gráciles hacia la torre central.

Se trataba de una estructura corriente, pero lo que desconcertaba al enano era la inexistencia de puntos internos de defensa. Tres enormes verjas de acero surcaban la muralla externa en lugar de una sola puerta, más razonable desde el punto de vista de la seguridad pues se precisaban nutridas guarniciones para custodiar tantos accesos. Cada una de estas cancelas se abría a un angosto patio , en cuyo extremo un rastrillo conducía a un inmenso vestíbulo. ¡Y los tres vestíbulos confluían en las entrañas de la torre!

—Es como invitar al enemigo a tomar el te en el salón —rezongó el enano—. Nunca me había tropezado con un esquema tan ridículo en una fortaleza.

Nadie entraba en la torre. Para los caballeros era inviolable. El único que podía internarse en ella era el Sumo Sacerdote mas, como no había ninguno, los caballeros estaban dispuestos a defender los muros a costa de su vida sin pisar jamás sus sagradas estancias.

En un principio la Torre sólo guardaba el paso, no lo bloqueaba. Pero los palanthianos construyeron un anexo a la estructura principal, que sellaba su acceso. Era en este edificio más moderno donde se alojaban los caballeros y sus soldados.

Nadie osaba penetrar en la torre... salvo Tasslehoff.

Guiado por su insaciable curiosidad y por la corrosiva hambre, el kender recorrió la parte superior de la muralla externa. Los caballeros que allí montaban guardia lo observaron recelosos, asiendo las espadas con una mano y las bolsas con la otra. Pero se relajaron en cuanto hubo pasado, de modo que Tas pudo deslizarse sin ser visto por la escalera en pos del patio central.

Sólo las sombras frecuentaban aquel lugar. No ardía ninguna antorcha, no había centinelas apostados. Unos anchos peldaños conducían al rastrillo. Tas los subió sigiloso y, llegado al arco donde se hallaba encajado, se asomó entre los barrotes. No vio nada al otro lado, y lanzó un suspiro. La oscuridad era tan impenetrable que se creyó en las puertas del abismo.

Frustrado, intentó izar la verja más por la fuerza de la costumbre que abrigando la esperanza de levantarla. Sólo Caramon o diez caballeros juntos poseían la energía necesaria para lograrlo.

¡Cual no sería la sorpresa del kender al comprobar que el rastrillo obedecía a su impulso! Comenzó a elevarse, con un chirrido ensordecedor que le obligó a detenerlo. Miró asustado hacia las almenas, convencido de que toda la guarnición estaba bajando para capturarle.. Pero al parecer los caballeros sólo eran capaces de escuchar los rugidos de sus vacíos estómagos.

Centró su atención en el rastrillo. Había un espacio abierto entre las afiladas puntas metálicas y el pétreo suelo, un espacio hecho a su medida. No perdió un instante en reflexionar sobre las consecuencias. Tendiéndose cuán largo era, reptó bajo las rejas.

Se encontró en una vasta sala, de casi cincuenta pies de anchura. Apenas veía su entorno inmediato, mas, pronto, descubrió unas antorchas apagadas en el muro. Unos ágiles saltos le bastaron para asir una y encenderla con la yesca de Flint, que por fortuna guardaba en su saquillo.

Ahora Tas pudo examinar el gigantesco salón donde se hallaba. Tenía forma alargada y se perdía en las entrañas de la torre. Unas extrañas columnas se alineaban a ambos lados, como ristras de dientes. Se encaramó a una de ellas, y detrás no vio sino un nicho.

La estancia estaba vacía. Decepcionado, Tasslehoff avanzó unos pasos con la esperanza de encontrar algo interesante. Llegó a otra reja, ésta ya izada. «Aquello que resulta fácil acaba causando más complicaciones de las que merece», rezaba un antiguo proverbio de su raza. Pese a su disgusto, no renunció a traspasar el rastrillo para introducirse en un salón, quizá un corredor, más angosto que el primero —medía sólo unos diez pies de anchura pero provisto de idénticas columnas dentadas.

¿Por qué construir una torre tan fácil de abordar? se preguntaba Tas. La muralla exterior era imponente, pero una vez traspasada cinco enanos ebrios podían ocupar la plaza. El kender alzó la mirada. ¿Y por qué tan alta? La sala principal sobrepasaba los treinta pies.

«Quizá los caballeros de la época eran verdaderos gigantes», especuló con interés mientras se deslizaba por el pasillo, espiando las puertas abiertas y agazapándose en las esquinas.

Pasado este segundo trecho se tropezó con un tercer rastrillo. Era diferente de los anteriores, y tan extraño como el resto de la torre. En efecto, se dividía en dos mitades que se unían en el centro. Lo más misterioso de todo, no obstante, era que un gran agujero se abría en medio de las rejas.

Atravesó el hueco sin dificultad y accedió así a una sala más pequeña. Frente a él se erguía una enorme puerta de acero de doble hoja. El kender la empujó distraído, llevándose un mayúsculo sobresalto al comprobar que estaba cerrada con llave. Ninguno de los rastrillos había supuesto un obstáculo. No había nada que proteger.

Lejos de desalentarse, Tas se dijo que al fin había dado con algo capaz de mantenerle ocupado y olvidar el ronroneo de su estómago. Trepó a un banco de piedra para ensartar la antorcha en un pedestal del muro, y revolvió en sus bolsas. No tardó en palpar las herramientas que habían de permitirle forzar la cerradura, y que eran inseparables de los kenders. «¿Por qué insultar el propósito de una puerta atrancándola?» era una de sus expresiones predilectas.

Eligió el artilugio adecuado y se puso manos a la obra. La cerradura era sencilla. Un leve chasquido le anunció que había tenido éxito en su tarea, de modo que guardó las herramientas en su bolsillo. La puerta se abrió hacia adentro con un ligero balanceo y el kender aguzó el oído. No detectó nada. Oteó el horizonte, sin percibir tampoco contornos susceptibles de orientarle. Se encaramó de nuevo al banco recogió la antorcha y cruzó sigiloso la puerta.

Al alzar la tea vislumbró una vasta sala circular. Estaba vacía salvo por un polvoriento objeto, similar a una fuente, que se erguía en su centro. Había llegado al final del recorrido pues, aunque se dibujaban otras dos puertas en la sala, resultaba obvio que sólo conducían a los otros pasillos de acceso. Estaba en las entrañas mismas de la torre, en un lugar sagrado. ¡Tanto enigma para nada!

Procedió a examinar el recinto, iluminando los rincones con su antorcha. Aunque se sintió desencantado, decidió inspeccionar también la fuente antes de partir.

Tas vio al acercarse que no se trataba en absoluto de una fuente, si bien la capa de polvo que cubría la estructura era tan gruesa que no acertaba a identificarla. Su altura era pareja a la del kender, de unos cuatro pies. En su parte superior, una especie de esfera se apoyaba en un fino pedestal de tres patas.

Escudriñó el objeto con creciente ansiedad, y al no verlo como deseaba contuvo el aliento y sopló enérgicamente. El polvo se introdujo en su nariz, haciéndole estornudar y casi soltar la antorcha. Quedó ciego unos instantes, hasta que el polvo volvió a posarse. Cuando el ingenio se reveló a sus ojos se le hizo un nudo en la garganta.

—¡Oh, no! —gimió. Tras hurgar en otro saquillo, extrajo un pañuelo y frotó la superficie circular. El polvo se desprendió, y ya no albergó la menor duda—. ¡Caramba! Tenía yo razón. ¿Qué voy a hacer?


A la mañana siguiente el sol asomó rojizo entre la neblina que producía el humo de las fogatas. En el patio de la torre del Sumo Sacerdote se inició la actividad antes de que se disiparan las sombras nocturnas. Un centenar de caballeros montaron a sus corceles, ajustaron las cinchas, reclamaron sus escudos y se abrocharon la armadura mientras los soldados de a pie corrían a su alrededor en busca de sus formaciones.

Sturm, Laurana y el comandante Alfred se hallaban en un umbrío portalón contemplando silenciosos cómo Derek, entre risas y chanzas dirigidas a sus hombres, supervisaba el ajetreo. El caballero resplandecía en su armadura, y la rosa de su peto se realzaba bajo los primeros rayos del sol. Los soldados desbordaban de júbilo, la perspectiva de la batalla les ayudaba a olvidar el hambre.

—Debes impedirlo, señor —dijo Sturm en voz baja.

—No puedo —se lamentó Alfred, ajustándose los guantes. La luz matutina ponía al descubierto su desencajado rostro. No había conciliado el sueño desde que Sturm le despertara, ya de madrugada—. La Medida le otorga el derecho a tomar esta decisión.

Vanos habían sido todos los argumentos de Alfred para convencer a Derek de que debía esperar unos días más. El viento comenzaba a agitarse, trayendo cálidas brisas del norte.

Derek se mostró inflexible. Estaba resuelto a abandonar la torre y cargar contra los ejércitos de los dragones. En cuanto a la superioridad numérica de éstos, no provocó sino su risa desdeñosa. ¿Desde cuándo podían equipararse los goblins con los Caballeros de Solamnia? Habían combatido en una proporción de cincuenta a uno favorable a tales criaturas, reforzadas, además, por los ogros, en la guerra que tuvo lugar un siglo atrás en el alcázar de Vingaard, y lograron ponerles en fuga.

—Pero en esta ocasión te enfrentas a draconianos —le advirtió Sturm—. No son como los goblins, sino inteligentes y astutos. Cuentan con magos en sus filas, y sus armas son las más sofisticadas de Krynn. Incluso moribundos pueden aniquilar a sus rivales.

—Creo que los venceremos sin dificultad, Brightblade —repuso Derek bruscamente—. Te sugiero que despiertes a tus hombres y los organices cuanto antes.

—No voy a acompañarte —le espetó Sturm con firmeza—. Ni tampoco ordenaré a mis hombres que te sigan.

El demente caballero palideció de ira. Tan enfurecido estaba que se quedó sin habla. Incluso Alfred sufrió un sobresalto.

—Sturm —le preguntó precavido—, ¿sabes bien lo qué haces?

—Sí, mi señor —respondió el interpelado—. Somos el único obstáculo que se interpone entre las huestes enemigas y Palanthas. No podemos abandonar la guarnición. Yo me ocuparé de defender esta plaza.

—De modo que desobedeces una orden expresa —le imprecó Derek—. Tú eres testigo, comandante Alfred. ¡Haré que lo decapiten por desacato!

Se alejó brioso. Alfred, con expresión sombría, fue tras él, dejando solo a Sturm.

El caballero había dado a sus hombres libertad de acción. Podían permanecer a su lado sin riesgo para sus vidas, pues al hacerlo obedecían el mandato de su oficial directo, o partir con Derek. Mencionó que así había obrado Vinas Solamnus hacía muchos años, cuando los caballeros se alzaron en rebeldía contra el corrupto emperador de Ergoth. Los soldados no necesitaban que les recordase esta antigua leyenda. Veían en ella una señal del destino y, como ocurrió en el caso de Solamnus, optaron en su mayoría por quedarse con el superior al que profesaban tanta admiración como respeto.

Observaron entristecidos los preparativos de sus compañeros para lanzarse al ataque. Era la primera brecha ostensible que se abría en la historia de su Orden, un momento crítico que a todos afectaba.

—Reflexiona, Sturm —le recomendó Alfred mientras éste le ayudaba a montar—. Derek tiene razón, los draconianos no han sido adiestrados como los Caballeros de Solamnia. Existe la posibilidad de que los arrasemos en la primera carga, sin apenas víctimas.

—Rezaré para que así sea, señor —declaró Sturm obstinado.

—Si eso sucede, Brightblade, Derek no cejará hasta que se te juzgue y ejecute por tu oposición. Gunthar nada podrá hacer para impedirlo.

—Prefiero sucumbir a esa muerte antes que ver confirmados mis temores. Quizá con mi actitud logre evitar una catástrofe.

—¡Maldita sea! —estalló el comandante Alfred—. Si nos derrotan, ¿qué ganarás quedándote aquí? ¡No podrías ahuyentar ni a un ejército de enanos gully con tan escaso contingente armado. Supón que se abren los caminos; no resistirás el tiempo suficiente para que te envíen refuerzos desde Palanthas.

—Al menos ganaremos un par de días y podrá evacuarse la ciudad.

Derek Crownguard situó su caballo entre los de sus hombres. Lanzando una furibunda mirada a Sturm refulgentes sus ojos tras el yelmo, alzó la mano para conminar a todos al silencio.

—De acuerdo con la Medida, Sturm Brightblade —bramó —, te acuso de conspirar contra...

—¡Al diablo con la Medida! —exclamó Sturm, agotada su paciencia—. ¿Dónde nos ha llevado? No ha suscitado sino escisiones, recelos e intrigas. Nuestros hombres prefieren tratar con los ejércitos enemigos antes que convivir. ¡La Medida ha fracasado!

Un letal murmullo se elevó entre los caballeros reunidos en el patio rota tan sólo por el incesante piafar de los caballos o el tintineo que producían las armaduras al cambiar los jinetes de posición.

—Ora para que yo muera, Sturm Brightblade—lo amenazó Derek—, o juro por los dioses que yo mismo te cercenaré el cuello en tu ejecución.

Sin pronunciar otra palabra, tiró de las riendas de su cabalgadura y se colocó en cabeza de la columna.

—¡Abrid las puertas! —ordenó.

El sol se abrió paso entre la humareda, ascendiendo hacia el cielo. El viento soplaba del norte, azotando el estandarte que coronaba la Torre. Brillaron las armaduras, las espadas se entrechocaron contra los escudos y el clamor de las trompetas puso en movimiento a los encargados de abrir las gruesas puertas de madera.

Derek blandió su acero y, pronunciando el saludo que los caballeros solámnicos solían dedicar al enemigo antes de la batalla, partió al galope. Los oficiales a su mando se unieron al desafío y cabalgaron en pos del campo donde, tiempo atrás, Huma obtuviera su mayor victoria. Marcharon a su vez los soldados pedestres, tamborileando sus pies sobre el pétreo suelo. El comandante Alfred abrió la boca como si quisiera hablar a Sturm y a quienes, junto a él, contemplaban la escena. Pero se limitó a menear la cabeza y alejarse.

Se cerraron las puertas tras él, atrancándose con la pesada barra de hierro que había de dejar a buen recaudo a los hombres de Sturm. Todos los presentes se encaramaron a las almenas para presenciar la liza. Todos salvo el caballero, que permaneció inmóvil en el centro del patio con su macilento rostro vacío de expresión.


El joven y apuesto oficial que dirigía los ejércitos de los dragones en ausencia de la Dama Oscura acababa de despertarse. Se disponía a desayunar y vivir otra ociosa jornada cuando un estruendo de cascos agitó el campamento.

El capitán Bakaris vio disgustado que se acercaba uno de sus exploradores. Cabalgaba éste a gran velocidad entre las tiendas, esparciendo a su alrededor marmitas y desprevenidos goblins. Los centinelas draconianos se pusieron en pie y profirieron mil maldiciones contra el intruso, pero él los ignoró.

—¡La Señora del Dragón! —vociferó mientras desmontaba frente a Bakaris —. Debo verla de inmediato.

—La Señora del Dragón no está aquí —dijo el edecán.

—Yo la sustituyo hasta que regrese —le espetó Bakaris —. ¿Qué quieres?

El recién llegado lanzó un rápido vistazo a su entorno, temeroso de cometer un error. Se tranquilizó al no ver el menor rastro de la Dama Oscura, ni del dragón azul que siempre la acompañaba.

—¡Los caballeros han invadido el campo!

—¿Cómo? —El oficial apretó las mandíbulas—. ¿Estás seguro?

—¡Sí! —contestó el explorador, que parecía enloquecido—. ¡Los he visto! Varios centenares a caballo, armados con jabalinas y espadas, y unos mil a pie.

—¡Ella estaba en lo cierto! —exclamó Bakaris con abierta admiración—. Esos necios han dado un paso en falso.

Llamó a sus criados y entró precipitadamente en su tienda.

—Que suene la alarma —ordenó, impartiendo instrucciones a diestro y siniestro —. Convocad a los oficiales, quiero que estén aquí dentro de cinco minutos para ultimar los preparativos. Y enviad un emisario a Flotsam, la Dama Oscura debe ser informada—concluyó, tan excitado que apenas acertaba a ajustarse la armadura.

Los lacayos goblins partieron en todas direcciones, y al poco rato resonaron los clarines en el campamento. El oficial al mando consultó con premura el mapa que yacía desplegado en su mesa, y salió al encuentro de sus inmediatos subordinados.

« Lástima —meditaba al andar—. La contienda habrá terminado antes de que ella reciba la noticia. ¡Cuánto le habría gustado asistir a la caída de la torre del Sumo Sacerdote! De todos modos —se reconfortó—, quizá mañana pueda dormir en Palanthas. En mi compañía.

12 Muerte en el llano. El descubrimiento de Tasslehoff.

El sol se elevó en el cielo. Los caballeros permanecieron en las almenas de la torre, oteando el llano hasta que les dolieron los ojos. Sólo veían una oleada de negras figuras arremolinadas en el campo, dispuestas a enfrentarse con la culebra de llameante plata que avanzaba rauda a su encuentro.

Se entabló la contienda. Los caballeros se esforzaron en presenciarla, pero un brumoso velo ceniciento cubría la tierra. Se impregnó el aire de intensos olores, como los que desprendía el hierro al fundirse. La niebla se espesó, ensombreciendo incluso el sol.

Nada se divisaba desde aquella torre que parecía flotar en un mar de niebla. Era tan densa que hasta amortiguaba los sonidos. Aunque al principio se oía el entrechocar de las armas y los gritos de los moribundos, al poco rato se disipó el tumulto y todo pareció sumirse en el silencio.

Así transcurrió la jornada. Laurana, que recorría inquieta los muros de su sombría alcoba, encendió velas cuyas llamas oscilaron en el viciado aire. La acompañaba el kender. Al asomarse a su alta ventana la princesa atisbó a Sturm y Flint apostados en las almenas, bajo el fantasmal resplandor de las antorchas.

Un criado le sirvió el mendrugo de pan y carne desecada que constituía su ración diaria. Se percató entonces de que, pese a la penumbra reinante, era sólo media tarde.

De pronto llamó su atención un desusado movimiento en las almenas. Vio a un hombre, ataviado con un peto de cuero cubierto de fango, que se acercaba a Sturm. Convencida de que se trataba de un mensajero, se apresuró a abrochar las hebillas de su armadura.

—¿Vienes? —preguntó a Tas, pensando que el kender había guardado un inquietante silencio—. Ha llegado un mensajero de Palanthas.

—Supongo que sí —respondió él sin el menor interés.

Laurana frunció el ceño, temerosa de que su amigo se estuviera debilitando con tantas privaciones. Pero Tas meneó la cabeza al comprender su preocupación.

—Estoy bien —susurró —. Es sólo que el ambiente me deprime.

Laurana olvidó al kender para bajar la escalera a toda velocidad.

—¿Hay noticias? —indagó al llegar junto a Sturm, que se asomaba por la muralla en un vano intento de vislumbrar el campo de batalla—. He visto a un mensajero.

—¡Ah, sí! —dijo el caballero con una leve sonrisa—. Y buenas. El camino de Palanthas vuelve a ser practicable, la nieve se ha fundido lo suficiente para jalonarlo. He ordenado a un heraldo que esté alerta para llevar una misiva a la ciudad, si somos derrotados.

Se interrumpió y, tras respirar hondo, añadió—: Quiero que estés preparada para regresar con él a Palanthas.

Laurana esperaba esta reacción y había preparado una respuesta. Pero ahora que se le ofrecía la oportunidad de pronunciar su discurso, no logró articular palabra. El corrompido aire le había resecado los labios, sentía la lengua torpe e hinchada. No, no era ése el motivo, sino que estaba asustada.

«Admítelo —se amonestó—, deseas refugiarte en Palanthas. Ansías salir de este lóbrego lugar donde la muerte parece acecharte en las sombras.»

Apretando el puño, golpeó nerviosa la piedra a fin de conferirse coraje.

—Me quedaré aquí, Sturm —balbuceó. Hizo una pausa y, ya más segura de su voz, prosiguió—: Sé bien lo que vas a decir, pero antes debes escucharme. Necesitarás la ayuda de todos los guerreros diestros que puedas conseguir. Conoces mi valía.

Sturm asintió. Sus palabras eran ciertas, pocos de sus soldados manejaban el arco con mayor precisión. También era diestra en el arte de la espada y, además, había tomado parte en la guerra, algo que no podía decirse de los jóvenes caballeros que tenía a su mando. Por eso había inclinado la cabeza. Sin embargo, estaba resuelto a alejarla de la Torre.

—Soy la única que sabe utilizar la Dragonlance.

—Te olvidas de Flint —la interrumpió Sturm.

Laurana clavó en el enano una penetrante mirada. Atrapado entre dos personas que quería y admiraba, el hombrecillo se ruborizó y aclaró su garganta antes de hablar.

—Es verdad que he aprendido a usarla, pero debo reconocer que mi pequeña estatura me plantea ciertos problemas —titubeó.

—En cualquier caso, no hemos visto indicios de dragones —se apresuró a declarar Sturm al detectar la expresión de triunfo de la elfa—. Según nuestros informes se encuentran en el sur, luchando para hacerse con el control de Thelgaard.

—Pero eres consciente de que no tardarán en presentarse, ¿verdad? —replicó Laurana.

—Quizá —admitió el caballero a regañadientes.

—No sabes mentir, Sturm, así que no lo intentes. Me quedo. Es lo que habría hecho Tanis.

—¡Maldita sea! —la espetó el caballero, ruborizándose—. Vive tu propia vida. Tú no eres Tanis, ni yo tampoco. ¡El no está aquí! Tenemos que afrontar ese hecho —dio media vuelta de forma abrupta y repitió—: El no está aquí.

Flint suspiró, a la vez que contemplaba pesaroso a la muchacha. Nadie reparó en Tasslehoff, que estaba acurrucado en un rincón.

—Sé que nunca podré ocupar el puesto de Tanis en tu estima, Sturm —reconoció Laurana rodeando al caballero con su brazo—, ni tampoco lo pretendo. Pero puedes estar seguro de que haré cuanto esté en mi mano para ayudarte. A eso me refería. No necesitas darme un trato distinto del que dispensas a tus hombres.

—Lamento mi brusquedad —se disculpó él—, eres una excelente amiga. —La atrajo hacia sí y le explicó—: Si quiero que te vayas de la torre es porque me horroriza la idea de que te ocurra algún percance. Tanis nunca me lo perdonaría.

—Te equivocas —repuso la princesa—. Lo comprendería. Me dijo en una ocasión que llega un momento en el que debes arriesgar tu vida por una causa más noble que tu propia existencia. ¿No lo entiendes, Sturm? Si huyera del peligro en pos de mi seguridad, abandonando a mis compañeros, Tanis afirmaría que había obrado con prudencia. Pero en el fondo me despreciaría, porque no es así como él actúa. Además —concluyó sonriente—, aunque no existiera el semielfo nada en el mundo podría impulsarme a dejaros en una situación tan apurada.

Sturm la miró a los ojos, constatando que ningún argumento lograría disuadirla. La estrechó contra su costado, mientras apoyaba el otro brazo en el hombro de Flint para acercarlo también a su cuerpo.

De pronto Tasslehoff prorrumpió en sollozos, se levantó y se lanzó sobre ellos azotado por violentas convulsiones. Todos lo observaron atónitos.

—¿Qué ocurre, Tas? —inquirió Laurana alarmada.

—¡Ha sido culpa mía! He roto uno. ¿Acaso estoy condenado a deambular por la faz de Krynn destruyendo esos objetos?.

Al ver a Tas en aquel estado de demencia, tan poco habitual en él, Sturm lo zarandeó y dijo con firmeza:

—Cálmate. ¿De qué hablas?

—Anoche encontré otro —acertó a contestar el kender con, voz entrecortada—. En las entrañas de la Torre, en una inmensa cámara vacía.

—¿Otro qué, botarate? —intervino Flint exasperado.

—¡Otro Orbe de los Dragones! —gimió Tas.


El manto de la noche se asentó sobre la torre como una niebla más densa aún que la que respiraran durante el día. Los caballeros encendieron las antorchas, pero sus llamas no hicieron sino poblar la penumbra de fantasmas. Mantuvieron la guardia desde las almenas, ansiosos por ver u oír algo.

Tras varias horas de oscuridad y silencio llegaron hasta ellos, no los gritos victoriosos de sus compañeros ni los estridentes clamores del enemigo sino un tintineo de arneses, y el suave relinchar de algunos caballos que se acercaban a la fortaleza.

Apiñándose en las almenas, los caballeros estiraron las manos que sostenían las antorchas en un intento de traspasar la bruma. Las pisadas se detuvieron al pie de la torre.

—¿Quién cabalga hasta la torre de los Sumos Sacerdotes? —inquirió Sturm, apostado encima de la verja.

Una tea refulgió en la entrada. Laurana, que escudriñaba ansiosa la penumbra, sintió que le flaqueaban las rodillas y se apoyó en el muro de piedra para no desfallecer. Los caballeros emitieron gritos de horror.

El jinete que blandía la llameante antorcha vestía la inconfundible armadura de los oficiales de los ejércitos de los dragones. Era rubio y sus facciones, aunque atractivas, reflejaban crueldad. Sujetaba las riendas de otro caballo en cuya grupa yacían atravesados dos cuerpos, uno decapitado y ambos sangrantes, víctimas de horribles mutilaciones.

—He venido para devolveros a vuestros oficiales —dijo el hombre con voz siniestra—.Uno está muerto, como veis. El otro creo que aún vive, o por lo menos no había exhalado el último aliento cuando inicié el camino hacia aquí. Espero que aún le resten fuerzas para relataros lo ocurrido hoy en el campo de batalla. De todos modos, no sé si se puede llamar «batalla» a nuestro enfrentamiento.

Bañado por el resplandor de su tea, el individuo desmontó. Comenzó a desatar los cuerpos, utilizando una mano para desligar las cuerdas que los mantenían afianzados a la silla. Antes de concluir esta operación, alzó la cabeza y dijo:

—Podríais matarme ahora, soy una diana perfecta a pesar de la niebla. Pero no lo haréis. Sois Caballeros de Solamnia —el sarcasmo ribeteaba su voz—, valoráis el honor tanto como la vida. No atacaríais a un hombre desarmado que os restituye los cuerpos de vuestros jefes.

El oficial dio un tirón de las ligaduras, y el cadáver decapitado se deslizó hasta el suelo. Tras arrastrar el otro cuerpo fuera de la montura arrojó la antorcha a la nieve y, cuando ésta se hubo extinguido con un leve siseo, se dejó engullir por las tinieblas.

—En el campo de batalla encontraréis los resultados de vuestro arraigado sentido del honor —les anunció. Se oyó el crujido de sus botas de cuero, y resonó la armadura mientras montaba de nuevo a su caballo —. Os doy hasta mañana para rendiros. Cuando despunte el día, arriad el estandarte. El Señor del Dragón será generoso con vosotros.

De pronto alguien tensó un arco, y una flecha surcó sibilante el aire para clavarse en la carne del oficial. El individuo profirió una exclamación de sorpresa. Los caballeros, no menos sobresaltados que el herido, dieron media vuelta y contemplaron a la solitaria figura que se erguía junto al muro.

—Yo no soy un caballero —declaró Laurana, bajando el arco—. Soy Laurana, hija de la casa real de Qualinesti. Nosotros los elfos tenemos nuestro propio código del honor y, como sin duda sabes, puedo verte en la oscuridad. No te he matado porque no he querido hacerlo. Me basta con comprobar que durante mucho tiempo no podrás valerte de tu brazo. Lo cierto es que nunca más blandirás una espada.

—Esta es la respuesta que debes llevar a tu Señor del Dragón —coreó Sturm con tono áspero —. Sucumbiremos a la peor de las muertes antes que arriar nuestra bandera.

—Acabáis de decidir vuestro destino —les amenazó el oficial, apretados los dientes a causa del dolor. El resonar de los cascos de su caballo se perdió en la noche.

—Entrad los cuerpos —ordenó Sturm.

Con suma cautela, los caballeros abrieron las puertas. Salió una avanzadilla de guardias para cubrir a los encargados de alzar los cuerpos y transportarlos al interior. Los centinelas se retiraron entonces a la fortaleza y atrancaron los accesos.

Sturm se arrodilló en la nieve junto al cuerpo del caballero decapitado. Asiendo su mano, desprendió de su frío anular una sortija. La armadura del cadáver presentaba numerosas abolladuras y manchas de sangre. Tras depositar de nuevo la inerte mano en el suelo, susurró con voz anodina:

—El comandante Alfred.

—Señor —informó uno de los jóvenes oficiales—, el otro caballero es Derek. El repulsivo ser que lo ha traído estaba en lo cierto: sigue con vida.

Sturm se levantó y se dirigió al lugar donde Derek yacía sobre el empedrado. El rostro del dignatario estaba ceniciento, sus ojos centelleaban febriles. La sangre sellaba sus labios en una gruesa capa, tan viscosa como la piel. Uno de los caballeros que lo sostenía llevó un cuenco de agua a sus labios, mas Derek no pudo beber.

Desazonado ante tan dantesco espectáculo Sturm vio que Derek se apretaba la mano contra el vientre, por donde fluían las últimas gotas de su savia pero no con la suficiente rapidez para poner fin a su agonía. Esbozando una fantasmal sonrisa, el maltrecho oficial aferró el brazo de Sturm con su ensangrentada mano.

—¡Victoria! —acertó a exclamar—. Se dieron a la fuga al divisarnos, pero los perseguimos. ¡Ha sido un combate glorioso! ¡Me nombrarán Gran Maestre! —se ahogó su voz, y un hilo de sangre afluyó a las comisuras de sus labios en el momento en que se abandonaba en los brazos del joven caballero, quien miró a Sturm esperanzado.

—Quizá sea cierto, señor, y el enemigo ha empleado esta argucia para desorientamos—aventuró. Sin embargo, enmudeció al contemplar el desencajado rostro de Sturm—. Claro, que no se puede dar crédito a las palabras de un loco —apostilló, posando de nuevo sus ojos en Derek.

—Lo único que importa ahora es que se muere, y lo hace como un bravo caballero—susurró Sturm.

—¡Victoria! —repitió Derek, y sus ojos se fijaron vidriosos en la bruma.


—No, no debes romperlo —recomendó Laurana.

—Pero Fizban dijo... —intentó protestar Tas.

—Lo recuerdo bien —le atajó, impaciente, la muchacha—. No alberga el Bien, ni tampoco el Mal. No es nada pero lo es todo. ¡Muy propio de Fizban!

La elfa y el kender se hallaban frente al Orbe de los Dragones. Descansaba el objeto sobre su pedestal en el centro de la estancia circular, cubierta de polvo su superficie salvo donde la había limpiado Tas. La sala estaba oscura y sumida en un misterioso silencio, tan sobrenatural que los dos amigos no osaban levantar la voz.

Laurana contemplaba el Orbe, fruncido el ceño en actitud meditabunda. Tas observaba a la joven inquieto, temeroso de adivinar sus pensamientos.

—¡Estas esferas tienen que funcionar, Tas! —exclamó la princesa—. Fueron creadas por poderosos magos que, al igual que Raistlin, no toleraban el fracaso. Si supiera cómo utilizarlas.

—Yo sé hacerlo —confesó Tas en un susurro.

—¿Cómo? ¿Es eso verdad? No entiendo por qué...

—Ignoraba que lo sabía, por así decirlo —balbuceó el kender—. De pronto me di cuenta. Gnosh, el gnomo, me reveló que había descubierto en el interior del Orbe unas letras que se arremolinaban en la niebla. No pudo leerlas porque las palabras que formaban estaban escritas en una lengua extraña.

—El idioma de la magia.

—Sí, así lo afirmó él.

—¡Pero este hecho no nos proporciona ninguna ayuda! —protestó Laurana—. Ni tú ni yo podemos interpretar sus signos. Si Raistlin...

—No necesitamos a Raistlin —le atajó Tasslehoff—. No soy capaz de hablar esa lengua, pero sí de leerla. Tengo unos anteojos mágicos de «visión verdadera», según los definió el hechicero. Me permiten traducir cualquier símbolo, incluidos los que utilizan los maestros arcanos. Lo sé porque Raistlin me amenazó con convertirme en grillo y devorarme si me sorprendía leyendo sus pergaminos.

—¿Crees que podrás leer las palabras que se perfilan en el Orbe?

—Nada pierdo con probarlo —se ofreció el kender pero, Laurana, Sturm nos aseguró que no nos acechaba ningún dragón. ¿Por qué arriesgamos a utilizar el Orbe? Fizban declaró que sólo osan hacerlo los magos más poderosos.

—Escúchame, Tasslehoff Burrfoot —le susurró la elfa arrodillándose junto a él y clavando en su rostro una penetrante mirada—. Si nos ataca un solo reptil en estos parajes, todo habrá terminado. Y si nos han dado un plazo para rendirnos en lugar de arrasarnos es porque necesitan ganar tiempo hasta que lleguen los dragones. ¡No podemos desperdiciar semejante ocasión!

Un camino oscuro y una liviana senda. Tasslehoff recordó las predicciones de Fizban y bajó la cabeza: ...puede que algunos de los que amamos pierdan la vida... pero tú tienes el coraje necesario para recorrer el camino oscuro...

Despacio, el kender embutió la mano en el bolsillo de su lanuda zamarra, extrajo los anteojos y acopló a sus puntiagudas orejas la montura de alambre

13 Sale el sol. Desciende la tiniebla.

La bruma se disipó con la llegada del nuevo día. Despuntó una mañana despejada y clara, tanto que Sturm, al recorrer las almenas, vislumbró los prados ahora cubiertos de nieve de su lugar natal, próximo al alcázar de Vingaard y ahora totalmente bajo el dominio de los ejércitos de los dragones. Los primeros rayos solares iluminaron el estandarte de los Caballeros de Solamnia, un martín pescador que, bajo un corona dorada, sostenía en sus garras una espada decorada con una rosa. El áureo emblema destellaba en la intensa luz. De pronto Sturm oyó unos estridentes clarines.

Provenían de las huestes enemigas que, poco después del alba, iniciaron la marcha hacia la torre.

Los jóvenes caballeros —el centenar que quedaban en la fortaleza— se congregaron en las almenas para contemplar en silencio cómo el numeroso ejército desfilaba por el llano, con la inexorable avidez de una marabunta.

Al principio Sturm no comprendía el sentido de las palabras del moribundo Derek: «Se dieron a la fuga al divisarnos». ¿Por qué habían huido los ejércitos de los dragones? Tras una breve reflexión, no obstante, se hizo la luz en su mente. Las tropas hostiles habían sabido sacar partido de la arrogancia de los caballeros al valerse de una táctica antigua, aunque eficaz: «Finge desmoronarte frente al enemigo, de un modo que no sea demasiado ostensible sino haciendo que la avanzadilla muestre el miedo suficiente para resultar verosímil. Ordena que tus hombres rompan filas como si les atenazara el pánico. El adversario se desplegará y se lanzará a la carga. Cuando esté cerca, tus soldados podrán cerrarse sobre el mismo, rodearlo y despedazarlo sin remedio.»

No precisaba Sturm ver los cadáveres que yacían en la nieve ensangrentada para constatar que estaba en lo cierto. Se hallaban todos en el lugar donde habían tratado de reagruparse a fin de resistir el embate. En cualquier caso, poco importaba cómo habían muerto. Se preguntó quién contemplaría su inerte cuerpo cuando todo hubiese concluido.

Flint se asomó por una grieta del muro.

—Al menos sucumbiré en terreno seco —declaró.

Sturm esbozó una sonrisa, mientras se atusaba el bigote. Al reflexionar sobre la muerte no pudo por menos que otear la región donde naciera, un hogar que apenas había conocido, un padre que casi no recordaba y un país, en suma, que había condenado a su familia al exilio. Estaba a punto de sacrificar su vida para defender este país. ¿Por qué? ¿No sería acaso más lógico abandonarlo y regresar a Palanthas?

Durante toda su existencia había respetado el Código y la Medida de la Orden. Est Sularis oth Mithas, Mi Honor es mi Vida: esta divisa era todo cuanto le quedaba. La Medida se había esfumado, había demostrado ser un completo error. Rígida e inflexible, sus dictados agarrotaron a los caballeros solámnicos en una funda de acero más pesada que sus armaduras. Al verse aislados, luchando para sobrevivir, sus compañeros se habían aferrado a ella en un acto desesperado, sin comprender que era un ancla que los hundía en lugar de sacarlos a flote.

«¿Por qué adopté yo una actitud diferente?», se preguntó. Pero adivinó la respuesta al oír rezongar a Flint. Fue a causa del enano, del kender, del mago, del semielfo... Ellos le habían enseñado a ver el mundo a través de otros ojos, almendrados unos, redondos y saltones los otros, incluso pupilas con forma de relojes de arena. Los caballeros como Derek sólo admitían el blanco y el negro, mientras que él había observado su entorno en su radiante colorido, en los incontables matices del gris.

—Ha llegado la hora —le anunció a Flint, y ambos descendieron del elevado punto de mira en cuanto las primeras flechas enemigas, con sus envenenadas puntas, trazaron su circular trayectoria sobre los muros.

Entre gritos y amenazas, clamores de trompetas, estruendo de escudos y espadas, los ejércitos de los dragones atacaron la torre del Sumo Sacerdote en el instante en que la luz del sol inundaba el cielo.

Al anochecer, el estandarte ondeaba aún en su mástil. La torre estaba incólume, pero la mitad de sus defensores habían muerto.

Durante el día los vivos no tuvieron tiempo de cerrar sus párpados ni de recomponer sus miembros, retorcidos en agónicas posturas. Debían concentrar sus esfuerzos en conservar su propia integridad. Llegó la paz con la penumbra, cuando los ejércitos se retiraron para descansar y esperar un nuevo amanecer.

Sturm caminaba de un lado a otro de las almenas, dolorido su cuerpo tras la agotadora jornada. Pero cada vez que intentaba relajarse sufría violentos calambres, sentía su cerebro a punto de estallar. Reanudaba entonces su deambular con paso lento y mesurado, sin saber que su aparente firmeza borraba de las mentes de los jóvenes caballeros los terribles recuerdos del día. Aquéllos que, en el patio, trasladaban los cadáveres de amigos y compañeros pensando que quizá mañana alguien haría lo mismo con ellos, oían las pisadas de su Comandante y veían aliviarse sus temores.

Lo cierto era que las sonoras pisadas del caballero reconfortaban a todos salvo a él mismo. Sus cavilaciones lo sumían en un auténtico tormento. Presagiaba la derrota y se decía que moriría de una forma innoble, sin honor; recordaba como una tortura el sueño en el que se le apareciera su cuerpo mutilado por las siniestras criaturas que ahora se hallaban acampadas a escasa distancia.

«¿Se hará realidad la pesadilla? ¿Desfallecería al final, incapaz de controlar su miedo? ¿Le decepcionaría el Código como lo había hecho la Medida?», se preguntaba con un estremecimiento.

Un paso, otro, otro más... «¡Ya es suficiente! —se ordenó enfurecido—. No tardarás en volverte loco como el pobre Derek.»

Al girarse repentinamente sobre sus talones, Sturm se tropezó con Laurana. Se entrecruzaron sus miradas, y la luz que de ella dimanaba iluminó sus negros pensamientos. Mientras existieran en el mundo una serenidad y una belleza como las suyas quedaría esperanza. Le sonrió y la muchacha ensanchó también sus labios, borrándose al instante de su rostro los surcos de la fatiga y la preocupación.

—Descansa —dijo Sturm—. Pareces agotada.

—He intentado dormir —contestó la elfa—, pero he tenido espantosas pesadillas. He visto manos aprisionadas en urnas de cristal, enormes dragones que volaban por pasillos de piedra —meneó la cabeza y se sentó, exhausta, en un rincón resguardado de la gélida brisa.

Sturm desvió los ojos hacia Tasslehoff que, tumbado al lado de la joven, dormía profundamente con el cuerpo encogido. El caballero lo miró sonriente. Nada inquietaba a Tas, que había tenido un día glorioso destinado a pervivir para siempre en su memoria.

—Nunca antes tomé parte en un sitio —había oído Sturm, durante la contienda, que le confesaba a Flint cuando este último se disponía a decapitar a un goblin con su hacha guerrera.

—Todos moriremos —refunfuñó el enano, limpiando la sangre que dejara el caído en la hoja de su arma.

—Eso mismo afirmaste en aquella batalla contra un dragón negro en Xak Tsaroth —protestó el kender— y también en Thorbardin, o a bordo de la barca.

—¡Esta vez acertaré en mis predicciones! —le espetó furioso Flint—. Si no lo hace el enemigo, yo mismo acabaré contigo...

«No habían sucumbido, por lo menos, hoy. Veremos qué ocurre mañana», recapacitó Sturm, a la vez que posaba su mirada en el enano. El hombrecillo estaba apoyado en el muro, tallando un grueso leño.

—¿Cuándo arremeterán de nuevo? —preguntó Flint, que había alzado los ojos al sentirse observado..

Sturm lanzó un suspiro y desvió la vista hacia el horizonte.

—Al amanecer —contestó—. Todavía faltan unas horas.

—¿Resistiremos? —La voz del enano no delataba ninguna emoción, la mano con que sostenía el tronco se mantuvo firme.

—Tenemos que hacerlo —explicó el caballero—. El heraldo llegará a Palanthas esta noche. Aunque actúen de inmediato, necesitarán dos días para enviarnos refuerzos. Debemos darles ese tiempo.

—¡Si actúan de inmediato! —repitió el enano con un gruñido.

—En efecto —admitió Sturm—. Creo que sería mejor que regresarais a Palanthas—añadió mirando en dirección a Laurana, quien salió enseguida de su modorra—. Id a Palanthas y convencedlos del peligro.

—Tu mensajero se encargará de hacerlo —replicó la muchacha entre bostezos—. Si él no lo logra, tampoco mis palabras los conmoverán.

—Laurana, escucha...

—No, escucha tú —le interrumpió la princesa—. Quizá me equivoque, pero creo que puedo serte útil aquí.

—Sabes que sí. —Sturm había quedado maravillado durante la refriega de la fortaleza inquebrantable de la elfa, de su valor y de su pericia con el arco.

—En ese caso, me quedaré —se limitó a concluir Laurana, antes de arrebujarse en la manta y cerrar los ojos. Aunque había declarado que no podía conciliar el sueño, su respiración no tardó en tomarse tan regular como la del kender.

Sturm meneó la cabeza, diluyendo el asfixiante nudo de su garganta. Intercambió una mirada con Flint, que suspiró y reemprendió su tarea. Ninguno de ellos habló. Ambos pensaron lo mismo, que su muerte sería atroz si los draconianos penetraban en la torre. Lo que imaginara Laurana podía ser algo más que una pesadilla.


El horizonte comenzaba a iluminarse, augurando la próxima aparición del sol, cuando los caballeros fueron despertados de sus inquietos letargos por un clamor de trompetas. Se apresuraron a levantarse, empuñar sus armas y apostarse en las murallas para escudriñar el aún oscuro llano.

Las fogatas del campamento ardían ya sin llama, desatendidas ante el inminente despuntar del alba. Llegaban a oídos de los caballeros los ecos del ajetreo que reinaba entre las temibles huestes. Todos aferraron sus armas en una tensa espera, pero sucedió lo imprevisto. Los soldados se miraron unos a otros, atónitos.

¡Los ejércitos de los dragones se retiraban! Aunque apenas se les vislumbraba en la media luz, resultaba evidente que la negra marea se alejaba. Sturm observaba la escena desconcertado. Sí, las tropas se diseminaban por el horizonte, pero seguían allí. El caballero lo sabía, lo presentía.

Algunos de los soldados más jóvenes comenzaron a elevar gritos de júbilo.

—¡Silencio! —ordenó Sturm. Aquel griterío desquiciaba sus ya erizados nervios. Laurana se situó a su lado y miró perpleja su rostro, ceniciento y desencajado bajo las antorchas. El caballero cerraba una y otra vez los enguantados puños, apoyados sobre una almena. Sus ojos, convertidos en meras rendijas, oteaban la parte oriental de la planicie.

Al sentir el creciente miedo que invadía a Sturm, la muchacha se puso rígida. Recordó lo que le había dicho a Tas.

—¿Es lo que temíamos? —inquirió, posando la mano en el robusto brazo.

—¡Ojala me equivoque! —exclamó Sturm con voz entrecortada—.

Transcurrieron varios minutos. Nada sucedió. Flint se reunió con los compañeros, aunque tuvo que encaramarse a una fragmentada roca para asomarse al otro lado del muro. Tas despertó al fin, impertérrito.

—¿Cuándo desayunamos? —preguntó. Pero nadie le prestó la menor atención.

Vigilaron, esperaron. Todos los caballeros, presas de un miedo inexplicable, se alinearon en las almenas y contemplaron el horizonte sin saber por qué.

—¿Qué está pasando aquí? —susurró Tas sin atreverse a alzar la voz. Se irguió sobre la roca que sustentaba a Flint y vio cómo el rojizo contorno del sol bañaba el panorama, cubriendo el negro cielo de matizaciones purpúreas y eclipsando a las estrellas.

—¿Qué es lo que miramos? —insistió, pero, de pronto contuvo el aliento—. Sturm...—balbuceó.

—¿Qué quieres? —El caballero se volvió alarmado hacia él.

Tas fijó los ojos en un punto lejano. Sus vecinos lo imitaron aunque no vislumbraron lo que tanto le llamaba la atención, pues su vista no era tan aguda como la del kender.

—Dragones —anunció Tasslehoff—. Dragones azules.

—Eso suponía —confirmó Sturm—. Si las tropas se han replegado es porque los humanos que luchan en su filas no han podido resistir el pánico que inspiran los reptiles. ¿Cuántos hay?

—Tres —contestó Laurana—. Yo también los veo.

—Tres —repitió el caballero con voz anodina.

—Escúchame, Sturm —le rogó Laurana a la vez que ambos se alejaban de las almenas—. No pensaba revelártelo, ya que en principio carecía de importancia. Pero ahora la situación ha cambiado. Tasslehoff y yo sabemos cómo utilizar el Orbe de los Dragones.

—¿El Orbe de los Dragones? —preguntó el caballero, que estaba absorto en sus cavilaciones.

—Sí, el que se encuentra en las entrañas de la torre —insistió la elfa, zarandeándolo para que atendiera a sus palabras —. Me lo mostró Tas. Conducen a él tres vastos pasillos y... —su voz se apagó y visualizó de nuevo, con tanta claridad como lo hiciera su subconsciente la noche anterior, a aquellos dragones que volaban por pétreos corredores.

—¡Sturm! —exclamó nerviosa, sin cesar de agitar sus brazos—. ¡He desentrañado el secreto del Orbe! Sé qué hay que hacer para matar a esos reptiles. Si disponemos de unos minutos, deseo...

Sturm se agarró a ella, cerrando sus fuertes manos sobre los hombros de la muchacha. Aunque se conocían desde hacia tiempo, no recordaba haberla visto nunca tan hermosa. Su rostro, lívido a causa del cansancio, recibía la llama de la excitación en un indecible contraste.

—Habla, deprisa —la apremió.

Laurana inició su relato, describiendo imágenes que adquirían vivacidad a medida que se aclaraban sus ideas. Flint y Tas los observaban apostados detrás de Sturm, espantado el enano, y el kender con la consternación dibujada en el semblante.

—¿Quién utilizará el Orbe? —inquirió Sturm.

—Yo —respondió la elfa.

—Pero Laurana —protestó Tas —, Fizban dijo...

—¡Cállate! —lo imprecó ella con los dientes apretados—. Por favor, Sturm, accede. Es nuestra única esperanza. Quizá las dragonlance y ese objeto nos darán la victoria —le razonó.

El caballero miró de hito en hito a la muchacha y a los reptiles, que avanzaban a gran velocidad por el este.

—De acuerdo —dijo al fin—. Flint y Tas, bajad al patio y agrupad a los hombres. ¡Rápido!

Tras estudiar una última vez el inmutable rostro de Laurana, Tasslehoff bajó de la roca que le servía de atalaya seguido por Flint, más lento de movimientos. El enano, en ademán meditabundo, se dirigió a Sturm cuando se hubo posado en el suelo.

«¿Tienes que hacerlo?», le preguntó sin palabras, hablando con los ojos.

El caballero asintió y esbozó una sonrisa con la mirada fija en la muchacha.

—Yo me encargaré de comunicar a Laurana mi decisión —susurró Sturm—. Cuida del kender, Flint. Adiós, amigo.

El enano tragó saliva y meneó su vieja cabeza. Transfigurada su faz en una máscara de dolor, el enano se enjugó las lágrimas que afloraban bajo sus párpados y dio a Tas un empellón.

—¡Vamos, muévete! —lo espetó.

El kender se volvió perplejo mas, sin proferir ninguna queja, se encogió de hombros y jalonó las almenas impartiendo órdenes a los desprevenidos caballeros.

—¡Acompáñame, Sturm!—le rogó Laurana mientras tiraba de su brazo como un niño ansioso por mostrar a su padre un mágico descubrimiento—. Si quieres, yo misma explicaré el plan a los hombres. Luego dejaré que des las instrucciones pertinentes para la formación de combate.

—Eres tú quien está ahora al mando —la atajó Sturm.

—¿Cómo? —Laurana se detuvo y el temor reemplazó a la esperanza en su ánimo, tan bruscamente que sintió un insoportable dolor.

—Necesitas tiempo para preparar la estrategia —declaró Sturm, ajustándose el cinto en un intento de evitar sus ojos—. Debes organizar a los soldados y concentrarte a fondo, si quieres que el Orbe responda. Yo te proporcionaré ese tiempo —asió un arco y una aljaba llena de flechas.

—¡No, Sturm! —vociferó temblorosa la elfa—. ¡No puedo ponerme al mando ni prescindir de ti! No te hagas eso a ti mismo —sus palabras se redujeron a un quedo susurro —, no me lo hagas a mí.

—Estás capacitada para dirigir la operación —la tranquilizó Sturm, tomando aquel bello rostro entre sus manos y besándolo con ternura—. Adiós, querida muchacha. Tu luz brillará en este mundo. Ha llegado la hora de que se extinga la mía. No te apenes, no llores —añadió a la vez que la estrechaba en un abrazo—. El Señor del Bosque Oscuro nos recomendó que no lamentáramos la pérdida de quien ha cumplido su tarea. La mía ha concluido y ahora apresúrate, Laurana. Cada segundo es vital.

—Por lo menos llévate la dragonlance —le suplicó.

Sturm meneó la cabeza y apoyó la mano en la empuñadura de la antigua espada que perteneciera a su padre.

—No sabría manejarla. Despidámonos, hermosa elfa. Dile a Tanis que... —se interrumpió—. No —añadió melancólico—. Él comprenderá qué sentimientos alberga mi corazón.

—Sturm... —ahogada por las lágrimas, se sumió en el silencio. No acertaba sino a contemplar al caballero en una muda plegaria.

—Vete —ordenó él.

Ciega, a trompicones, la muchacha dio media vuelta y bajó sin saber cómo la escalera hasta llegar al patio. Una vez allí, una mano firme aferró la suya..

—Flint —dijo, entre sollozos, al reconocerlo—. Sturm va a...

—Lo he leído en su rostro, no es preciso que me lo expliques. Creo que ya estaba escrito mucho antes de que lo conociera. Ahora todo depende de ti, no le falles.

La elfa emitió un largo suspiro y se secó las lágrimas que fluían por sus mejillas. Tras respirar hondo, irguió de nuevo la cabeza.

—Estoy preparada —anunció sin permitir que se le quebrara la voz—. ¿Dónde se ha metido Tas?

—Aquí —se apresuró a responder el kender.

—En una ocasión pudiste interpretar las palabras que se arremolinaban en el Orbe. Baja y hazlo otra vez, pero asegúrate de que no te equivocas.

—Sí, Laurana. —Tas tragó saliva y se alejó a todo correr.

—Los caballeros están reunidos —le informó Flint—. Aguardan tus órdenes.

—Mis órdenes —repitió la Princesa con ademán ausente.

Alzó los ojos. Los rojizos rayos de sol se reflejaban en la brillante armadura de Sturm mientras el caballero subía la angosta escalera que conducía a un alto muro, situado cerca de la Torre central. Laurana bajó la mirada hacia el patio, donde le esperaban los soldados.

Inhaló aire de nuevo y avanzó hacia ellos, ondeando el penacho de su yelmo, reluciendo su áureo cabello en la luz matutina.


El sol, tibio y frágil, tiñó el cielo de unos tonos sanguinolentos que se intensificaron al mezclarse con el aterciopelado azul de la moribunda noche. La torre se erguía todavía entre sombras, aunque los rayos del astro hacían destellar los dorados hilos del estandarte.

Sturm alcanzó la cúspide del muro. La torre se erguía sobre él, y el parapeto en el que se había instalado se extendía unos cien pies a su izquierda. Su superficie de piedra era lisa, carente de nichos o rincones donde cobijarse.

Al mirar hacia el este, vio a los dragones.

Eran reptiles azules, y a lomos del cabecilla de la formación cabalgaba un Señor del Dragón revestido de una armadura de escamas que refulgía a la luz del sol. Podía distinguir la espantosa máscara y la capa negra ondeando en torno a sus hombros. Otros dos animales, con sus respectivos jinetes, seguían al primero. Sturm los observó desdeñoso. Nada le importaban, con quien debía librar su batalla; era con el comandante.

El caballero bajó los ojos hacia el lejano patio, por cuyas, paredes comenzaban a encaramarse los haces luminosos del día. Vio cómo éstos se reflejaban en tonalidades rojizas sobre las puntas de las dragonlance que empuñaban los hombres, y cómo se enmarañaban en el áureo cabello de Laurana. Algunos de los soldados alzaron la cabeza hacia donde él se encontraba y, aferrando su espada, la blandió en el aire. Refulgió la tallada hoja entre purpúreos destellos.

Sonriéndole, aunque apenas lo vislumbraba a través de las lágrimas, Laurana levantó su lanza en señal de saludo, en señal de despedida.

Reconfortado por el ánimo que ella le transmitía, Sturm dio media vuelta dispuesto a enfrentarse al enemigo.

Se situó en el centro del parapeto. Era, apenas, una pequeña figura entre la tierra y el cielo. Los dragones podían planear sobre él o trazar círculos en su derredor, pero no era eso lo que deseaba. Tenían que verlo como una amenaza y tomarse un tiempo antes de arremeter.

Tras envainar el acero, ajustó una flecha a su tenso arco y apuntó al animal que encabezaba la escuadra. Esperó paciente, conteniendo el aliento.

«No puedo echarlo todo a perder. Debo aguardar», se decía.

El dragón se puso a tiro. La flecha de Sturm surcó certera la refulgente atmósfera matutina, para golpear el cuello de su diana. Sin casi lastimarle el proyectil, rebotó contra las azuladas escamas, pero el reptil levantó la cabeza a causa del molesto aguijonazo. La sorpresa y la irritación hicieron que aminorase la marcha, justo lo que su agresor deseaba. Disparó de nuevo, esta vez al dragón que volaba detrás del cabecilla.

La flecha desgarró la membrana de un ala, y el herido lanzó un bramido de rabia. Sturm reanudó su ataque, Si bien en esta ocasión el jinete logró esquivar el dardo. No importaba, el caballero había logrado su propósito: llamar su atención, demostrar que era un reto, obligarlos a embestir. Oyó ecos de pisadas en el patio, sucedidos por el agudo chirriar de los manubrios que izaban los rastrillos.

El Señor del Dragón se puso en pie sobre la silla. Confeccionada como una cuadriga, ésta podía sostener a su jinete en pie sin que corriera el riesgo de caer. El dignatario portaba una lanza, que sujetaba con la mano enguantada. Sturm se deshizo del arco y, desenvainando la espada, se mantuvo firme mientras veía acercarse a la fiera de furibundos ojos ígneos y brillantes colmillos blancos.

En lontananza sonó el clamor de una trompeta, gélida su música como el aire de las nevadas montañas que albergaban su olvidado hogar. Las puras y agudas notas de la llamada le traspasaron el corazón al elevarse majestuosas por encima de la muerte y la desesperanza que lo rodeaban.

Sturm respondió al clarín con un salvaje grito de guerra. Empuñó su acero, dejando que el sol iluminase de nuevo su hoja. El dragón dibujó una pirueta hacia él.

Sonó de nuevo la trompeta, y, de nuevo, contestó el caballero. Alzó la voz cuanto pudo, pero no alcanzó el timbre deseado porque, de pronto, comprendió que había oído antes aquellos acordes. ¡El sueño!

Se detuvo, cerrando en torno a la empuñadura unos dedos que sudaban bajo el guante. El dragón se cernía sobre él, cabalgado por un ser siniestro cuya córnea máscara se teñía de púrpura. La lanza del enemigo, en posición horizontal, parecía presta a ensartarlo.

El miedo atenazó el vientre de Sturm, su piel se heló. Por tercera vez hendió el aire el clamor de la trompeta. Igual que en el sueño; si sus augurios se cumplían no tardaría en caer. El pánico hizo presa en su ánimo. «¡Escapa!, le ordenaba su instinto.»

¡Escapar! Los dragones se abalanzarían sobre el patio. Quizá los caballeros aún no estaban preparados y morirían en el acto, así como Laurana, Flint y Tas. La torre se desmoronaría.

Sturm logró dominarse. Todo lo demás se había diluido en la nada: sus ideales, sus ambiciones, sus sueños. La Orden se hallaba al borde de la destrucción, la Medida había fracasado. Su vida entera carecía de sentido. No podía ocurrir lo mismo con su muerte. Daría tiempo a Laurana mediante el sacrificio de su existencia, que era cuanto le quedaba por ofrecer. Perecería según dictaba el Código, era lo único a lo que podía aferrarse.

Alzando su espada dedicó al enemigo el saludo propio de los caballeros solámnicos. Para su sorpresa, su llamada fue respondida con grave dignidad por el adversario. Sin más preliminares el dragón se lanzó en picado, abiertas sus mandíbulas a fin de desgarrar la carne de su víctima entre sus ristras de afilados colmillos. Sturm trazó un agresivo arco, obligando al atacante a retirar la cabeza bajo riesgo de morir decapitado. Abrigaba la esperanza de interrumpir su vuelo, pero las alas de la criatura permanecieron impávidas. El jinete guiaba su montura con mano segura, sosteniendo equilibrada la refulgente lanza en todo momento.

El caballero estaba de cara a levante, tan cegado por el brillo del sol que sólo vislumbraba a su rival como un inmenso punto de negrura. El animal descendió a increíble velocidad hasta situarse por debajo del parapeto, y entonces Sturm se percató de que pretendía absorberlo en sentido opuesto a la vez anterior para que fuera el jinete quien le atacase. Los otros dos dragones se rezagaron, dispuestos a entrar en acción si su jefe precisaba su ayuda llegado el momento de aniquilar a tan insolente individuo.

El cielo se vació durante un momento de criaturas siniestras hasta que el dragón surgió abruptamente por el borde del parapeto, lanzando estruendosos rugidos que hicieron estallar los tímpanos de Sturm. Le mareaba el aliento del reptil, le dolía la cabeza de forma irresistible. Aunque se balanceó un instante, logró mantener el equilibrio y arremeter con su espada. La vetusta hoja abrió un surco en el hocico del animal, del que brotó una cascada de sangre negra. El dragón bramó enfurecido.

El golpe fue certero, pero letal para Sturm. No tuvo tiempo de recobrarse.

El Señor del Dragón empuñó la lanza, brillando su punta bajo los nacientes rayos solares. Se inclinó entonces hacia adelante y embistió. El acero traspasó armadura, carne y hueso.

La luz del caballero se extinguió, su sol se ensombreció.

14 El Orbe de los Dragones. Las dragonlance.

Los caballeros corrían hacia el interior de la torre del Sumo Sacerdote a uno y otro lado de Laurana, apostándose donde ella les había indicado. Aunque escépticos al principio, renacieron las esperanzas cuando la elfa les expuso su plan.

El patio quedó vacío al abandonarlo los soldados. Laurana sabía que debía apresurarse. En aquel momento tendría que haber estado junto a Tas, preparándose para utilizar el Orbe, pero no lograba desviar los ojos de la solitaria figura que se erguía sobre el parapeto.

Se recortó la silueta de los dragones frente al sol, y lanza y espada relampaguearon en el luminoso día que no había hecho más que comenzar.

El universo de la elfa cesó de girar. El tiempo transcurría lento, como en su sueño.

El acero se tiñó de sangre. El reptil aulló. La lanza permaneció equilibrada durante una eternidad. El astro rey se detuvo. El arma enemiga se incrustó en su diana.

Un objeto destellante cayó despacio al patio. Era el acero de Sturm, desprendido de su inerte mano, el único movimiento que detectó Laurana en un mundo estático. El cuerpo del caballero se paralizó, ensartado en la lanza del Señor del Dragón. El animal quedó suspendido en las alturas con las alas extendidas. Nada se agitaba, reinaba una quietud absoluta.

Liberó la lanza de su presa el dignatario hostil y los despojos de Sturm se desplomaron sobre el muro, convertidos en una masa oscura que se perfilaba a contraluz. El dragón rugió encolerizado, y un ígneo relámpago brotó de su boca ensangrentada para estrellarse contra la torre del Sumo Sacerdote. Con un resonante estallido, las piedras se partieron. Ardieron llamas que eclipsaron al sol. Los otros dos reptiles se lanzaron en picado hacia el patio, en el mismo momento en que la espada de Sturm aterrizaba con un ominoso repiqueteo.

El tiempo reanudó su avance.

Laurana vio a los dragones que la acosaban. El suelo tembló bajo sus pies cuando los fragmentos de roca llovieron sobre ella, levantando una densa nube de humo y polvo. Aun así, no pudo moverse. Hacerlo significaba transformar en realidad la pesadilla. Una voz inane le susurraba al oído: «Si permaneces donde estás, nada de esto habrá ocurrido.»

La espada, no obstante, yacía a unos pies de ella. Y, bajo su hipnótica mirada, el Señor del Dragón agitaba su lanza para incitar al ataque a las tropas que aguardaban en el llano. Laurana oyó el clamor de las trompetas. Visualizaba en su imaginación a los ejércitos avanzando por la planicie cubierta de nieve.

De nuevo azotó su cuerpo un intenso temblor. Vaciló un instante más, mientras se despedía en silencio del espíritu del caballero. Al fin echó a correr, tropezando contra las protuberancias del resquebrajado patio y abrumada por los espantosos relámpagos que rasgaban el aire. Se detuvo para recoger la espada del suelo y blandirla en actitud de desafío.

—¡ Soliasi Arath! —exclamó en lengua elfa, y su voz resonó más poderosa que el estruendo de la destrucción. No pretendía sino excitar a los dragones que se aprestaban a atacarla.

Los jinetes se rieron, y respondieron a su llamada con desdeñosos retos. Los animales, a coro con sus monturas, emitieron bramidos de júbilo ante la matanza que se avecinaba. Los dos rezagados que escoltaban al Señor del Dragón emprendieron la persecución de su víctima.

Laurana corrió hacia los enormes y abiertos rastrillos, aquellas absurdas entradas de la torre. Los pétreos muros retrocedían en una nebulosa, tal era la velocidad que imprimía a sus piernas. Oía a su espalda las evoluciones de un reptil, sus estentóreos resoplidos y el aire que desplazaban sus alas. También alcanzó sus tímpanos la orden que impartía a su animal uno de los jinetes, que interrumpió la persecución hacia las entrañas de la mole. «¡Espléndido!», se dijo la muchacha con una triste sonrisa.

Tras cruzar la primera sala, atravesó otro rastrillo. Había allí algunos caballeros, preparados para bajar la reja.

—¡Mantenedlo abierto! —les recordó casi sin aliento.

Asintieron, y la elfa siguió corriendo. Se hallaba ahora en la sombría cámara de extrañas y dentadas columnas, que parecían volcarse sobre ella como amenazadores colmillos. Detrás de los pilares, vio varios rostros lívidos embutidos en los metálicos yelmos. La luz reverberaba en las puntas de las lanzas dragonlance. Los caballeros espiaban su paso en silencio.

—¡Retroceded, ocultaos tras las columnas! —vociferó.

—¿Y Sturm? —preguntó alguien.

Laurana meneó la cabeza, demasiado agotada para hablar. Traspasó el tercer rastrillo, aquel que exhibía un boquete en su centro. Aguardaban junto a él cuatro caballeros, y también Flint. Era la posición clave. Laurana quería que la ocupase uno de sus amigos, uno de los seres en quien podía confiar. Sólo tuvo tiempo para intercambiar una mirada con el enano, pero fue suficiente. Flint leyó el desenlace de la batalla de Sturm en su rostro. Inclinó un momento la cabeza, a la vez que cobijaba el rostro entre sus manos.

Laurana no titubeó. Al fondo de la pequeña sala, salvó la doble puerta de recio acero y se introdujo en la estancia donde reposaba el Orbe de los Dragones.

Tasslehoff había limpiado el polvo del objeto con su pañuelo. La elfa veía en su interior una bruma rojiza, que se arremolinaba en medio de destellos multicolores. El kender estaba frente a él, escudriñándolo, calados los anteojos mágicos en su exigua nariz.

—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó Laurana con voz entrecortada, casi sin aliento.

—Recapacita —le suplicó él—. He leído que si no logras controlar la esencia de los Dragones que contiene esta esfera serán ellos quienes vendrán, Laurana, y se adueñarán de ti.

—Dime qué debo hacer —repitió ella con resuelto ademán.

—Coloca tus manos sobre el Orbe y... —se quebró su voz—.¡No, detente!

Era demasiado tarde. La muchacha ya había posado sus delicados dedos sobre el gélido globo de cristal. Se produjo en el torbellino un estallido de luz, tan brillante que el kender tuvo que apartar los ojos

—¡Laurana, escúchame! —vociferó con su agudo timbre—. Debes concentrarte, descartar todo pensamiento que no sea el de doblegar el Orbe a tu voluntad. Laurana, por favor...

Si lo oyó, no emitió ninguna respuesta. Tas comprendió que estaba ya enzarzada en la batalla que debía librar para; dominar la esencia del poder. Recordó tembloroso la advertencia de Fizban, su augurio de muerte y, peor aún, la pérdida del alma. Apenas interpretaba las palabras escritas en los llameantes colores del Orbe, pero era consciente de que la integridad espiritual de Laurana pendía de un hilo.

La contemplaba desencajado, ansioso por ayudarla pero a sabiendas de que no osaría actuar. La princesa permaneció varios minutos inmóvil, extendidas sus manos sobre el objeto y tan pálida que la vida parecía escapar en pos de la bruma. Tenía la mirada absorta en los arremolinados colores y, cuando el kender trató de imitarla, se sintió mareado y se alejó unos pasos. Se produjo otra explosión en el exterior. El polvo que se acumulaba en el techo se esparció por la cámara. Tas se estremeció, mas Laurana se mantuvo impertérrita.

Cerró los ojos e inclinó la cabeza sin apartar las manos: del Orbe. Tal era la fuerza con que ahora lo aferraba, que sus dedos se tornaron blancos. De pronto comenzó a convulsionarse y a gemir, como si intentara desesperadamente soltar la maligna esfera. Si era ésa su intención no lo logró, el objeto la atenazaba.

Tas se preguntó desconcertado qué podía hacer. Deseaba correr junto a Laurana y liberarla. Lamentó no haber roto el Orbe. No le restaba sino contemplar la escena en una total impotencia.

El cuerpo de la elfa se retorció en un estremecimiento y el kender la vio caer de rodillas, aunque sin desasir la redonda superficie. Su sumisión, sin embargo, duró poco. Meneó la cabeza iracunda y, farfullando frases ininteligibles en lengua elfa, forcejeó para incorporarse ayudada por la fuerza que manaba de su singular contrincante. Sus manos palidecieron aún más debido al esfuerzo, y el sudor goteó sobre su frente. Era ostensible que aplicaba a su empeño toda la fuerza que albergaba en su ser. Al fin, con agónica lentitud, se levantó.

El Orbe derramó un nuevo fulgor y sus colores se fundieron en uno solo, indescriptible. Una luz pura, fúlgida, brotó de su circunferencia. Laurana, erguida ante ella en majestuosa postura, relajó sus facciones en una sonrisa.

No había hecho más que esbozarla cuando se derrumbó, inconsciente, sobre el suelo.


En el patio de la torre del Sumo Sacerdote, los dragones se afanaban en reducir a escombros los muros de piedra. El ejército se aproximaba al recinto con los draconianos en primera línea, preparados para atravesar las brechas de las paredes y matar a toda criatura viviente. Su comandante trazaba círculos sobre el caos, teñido el hocico de su animal por su propia y negruzca sangre, mientras supervisaba la destrucción. Todo parecía desarrollarse de un modo satisfactorio cuando la luz diurna fue eclipsada por un resplandor puro, deslumbrador, surgido de las tres enormes entradas que conducían a las entrañas de la mole.

Los jinetes contemplaron los misteriosos fulgores, preguntándose su significado sin darle excesiva importancia. Pero los dragones que montaban tuvieron una reacción muy distinta. Alzaron sus cabezas, se empañó su vista. Habían oído la señal.

Capturada por antiguos magos, sometida al control de la muchacha elfa, la esencia de los dragones que se revolvía en el Orbe hizo lo que debía al recibir órdenes: lanzó su irresistible llamada y los reptiles no tenían otra opción que responder al reclamo y tratar de hallar su fuente.

En vano se esforzaron los jinetes para detener a sus cabalgaduras. Los dragones no oían las imperativas voces de quienes hasta ahora los conducían, sino el mensaje del Orbe. Los animales volaron en dirección a los incitantes rastrillos mientras los gritos y forcejeos de los desesperados humanos se malgastaban sin atraer su atención.

La alba luz se extendió más allá de la torre, bañando las filas de las tropas, y los comandantes tuvieron que contemplar inermes cómo sus subordinados se dispersaban enloquecidos.

La llamada del Orbe era oída con total claridad por los dragones. Pero los draconianos, que sólo eran reptiles en parte, la captaron como una voz ensordecedora que impartía confusos mandatos. A cada uno le llegaba de forma distinta, cada uno recibía un estímulo diferente.

Unos caían de rodillas, sujetándose la cabeza en medio de un dolor agónico. Otros huían en desbandada como si un horror invisible les acechara en la torre, y no faltaron los que soltaron las armas para echar a correr hacia aquélla. En escasos momentos un ataque organizado, bien concebido, se convirtió en un caos irrefrenable en el que los draconianos corrían en todas las direcciones posibles. Al ver cómo se rompían las formaciones, los goblins también se dieron a la fuga y los humanos quedaron aturdidos en el campo de batalla, a la espera de órdenes que nadie había de comunicarles.

La cabalgadura del Señor del Dragón mantuvo la serenidad, aunque a duras penas, merced a la fuerza de voluntad de su jinete. Mas los otros dos reptiles y el deshecho ejército eran ingobernables. El dignatario se agitaba en su ira impotente, tratando de averiguar qué significaba aquella luz blanca y de dónde procedía para desvirtuarla si podía.


Uno de los dos dragones azules llegó al primer rastrillo y se adentró en la enorme sala, con tal ímpetu que su montura apenas tuvo tiempo de bajar la cabeza para no estrellarse contra el muro. Obediente a la llamada del Orbe, el animal atravesó rápidamente la estancia con las puntas de sus alas rozando la piedra.

Franqueó la segunda reja y se introdujo en la cámara de los pilares aserrados. Olió aquí a acero y carne humana, pero era tal el poder de atracción del haz luminoso que hizo caso omiso de los efluvios. La anchura de la sala, inferior a la de la precedente, le obligó a doblar las alas sobre su cuerpo y dejarse llevar por el impulso.

Flint observó su accidentado vuelo. En sus ciento cuarenta años de existencia nunca había presenciado una escena semejante, y esperaba que no se repitiera. El miedo a los dragones se enseñoreó de los hombres apostados en la cámara como una ola hipnotizadora. Los jóvenes caballeros se arrimaron a las paredes y sin desasir las lanzas, cubrieron sus ojos cuando aquel monstruo de escamas azules pasó por su lado.

El enano tropezó hacia atrás, apoyando débilmente su temblorosa mano en el mecanismo que debía bajar el rastrillo. Nunca le había invadido un terror tan intenso, hasta la muerte se le antojó acogedora si debía poner fin a aquel espanto. El dragón, ignorante de todo salvo de la llamada del Orbe, siguió su camino ajeno a todo lo que le rodeaba.

La descomunal cabeza se asomó por el rastrillo con el boquete en el centro. En un acto instintivo, consciente tan sólo de que no debía alcanzar su objetivo, Flint liberó el manubrio. Cerrose la verja que cubría el curioso hueco en torno al cuello del animal, aprisionándolo. Su forcejeante cuerpo se debatió inútilmente, se apretaron las alas contra los flancos en la estancia donde los caballeros lo espiaban con las dragonlance prestas para el ataque.

El dragón comprendió demasiado tarde que estaba atrapado. Rugió con tal furia que las rocas temblaron y se resquebrajaron, antes, incluso, de que abriera la boca para destruir el Orbe mediante su ígneo aliento. Tasslehoff, absorto hasta entonces en reanimar a Laurana, se encontró frente a dos ojos llameantes. Vio un par de gigantescas mandíbulas que se abrían, al parecer para tomar aliento.

Brotó el relámpago de la cavernosa garganta, arrojando al kender al suelo. Estalló la piedra en la estancia y la mágica bola se tambaleó sobre su pedestal. Tas yacía cuan largo era, anonadado por el impacto. No podía moverse, pero tampoco deseaba hacerlo. Permaneció donde estaba aguardando la segunda bocanada, que sin duda mataría a Laurana —si aún vivía y a él mismo. Llegado a este punto, poco le importaba.

El dragón nunca lanzó su segunda llama. Después de activarse el mecanismo que desplomó la primera verja, la doble puerta de acero se cerró frente al hocico de reptil y dejó inmovilizada su cabeza en la estancia intermedia.

Se sumió el recinto en un letal pero breve silencio, que rompió un estremecedor aullido. Retumbaron en la sala agudas, quejumbrosas y agónicas notas, provocadas por los caballeros al salir de sus escondrijos tras los pilares y hundir sus plateadas dragonlance en el cuerpo azul y convulsionado del dragón.

Tas se cubrió las orejas con las manos a fin de amortiguar los terribles ecos. Evocó una y otra vez las imágenes de la destrucción infligida por los reptiles malignos al asolar las ciudades, al matar a centenares de inocentes. Sabía que aquel monstruoso animal lo habría aniquilado sin piedad, que quizá ya habría acabado con la vida de Sturm. Se lo repitió incesantemente, deseoso de endurecer su corazón, pero no pudo sino enterrar la cabeza entre sus manos y prorrumpir en sollozos.

—Tas —susurró una voz, a la vez que lo acariciaban unos suaves dedos.

—¡Laurana! —El kender alzó la vista—. Lo lamento, Laurana. No debería importarme lo que hacen con esa criatura abyecta, y sin embargo su sufrimiento se me hace insoportable. ¿Por qué matar? ¡Es superior a mis fuerzas! —las lágrimas fluían por sus mejillas.

—Lo comprendo —lo reconfortó la elfa, mezclándose en su mente los recuerdos de la muerte de Sturm con los gemidos del dragón—. No te avergüences, Tas. Alégrate por ser capaz de compadecerte de la muerte de un enemigo. El día en que cese de afectarnos, aunque se trate de seres hostiles, habremos perdido la batalla.

Se intensificaron los alaridos de dolor y Tas se abrazó a Laurana, quien lo estrujó contra su cuerpo. Ambos se aferraban el uno al otro para aliviar el horror que les producían aquellos gritos desgarradores. De pronto oyeron un sonido distinto, la llamada de alerta de unos caballeros. El segundo dragón había penetrado en la estancia contigua, aplastando a su jinete contra el muro en un intento de traspasar la estrecha estancia para responder a los designios del Orbe.

En aquel instante la Torre se agitó sobre sus cimientos, sacudida por la violenta lucha del reptil torturado.

—¡Sígueme! —vociferó Laurana—. Tenemos que salir de aquí.

La elfa incorporó a Tas de un fuerte tirón y emprendió carrera hacia una pequeña puerta empotrada en el muro, que los conduciría al patio, a través de un túnel. Abrió la puerta de madera, en el mismo momento en que aparecía en la sala la cabeza del segundo animal. Los caballeros habían corrido la tapia de acero al comprobar que tenían dominado al que volaba en cabeza, preparados para repetir la estratagema. Tas no pudo evitar el detenerse, y contemplar tan fascinante espectáculo. Vio los furibundos ojos del gigantesco animal, enloquecido al oír los estertores del moribundo y comprendiendo que había caído en la misma trampa. Retorció la boca en una agresiva mueca, y tomó aliento. La doble puerta comenzó a cerrarse frente al prisionero, pero se detuvo a medio camino.

—¡Laurana, se ha atascado la tapia! —advirtió el kender—. El Orbe...

—¡Vámonos! —lo apremió ella, arrastrándolo hacia el pasadizo. Brotó el relámpago de fuego y Tas percibió cómo las llamas prendían en la cámara. Al volver la mirada, reticente a abandonar la escena, vio que el rocoso techo se derrumbaba sobre la estancia. La alba luz del Orbe quedó enterrada entre los escombros cuando la Torre se desmoronó sin remisión.

La sacudida hizo perder el equilibrio a Laurana y a Tas, arrojándolos contra el sólido umbral de la cámara. Tas ayudó a la elfa a ponerse en pie y reanudaron la precipitada marcha en pos de la luz del día.

La tierra cesó de agitarse, se disipó el retumbar de las rocas al desprenderse. Sólo se oían ocasionales zumbidos, ecos difusos que anunciaban nuevas resquebrajaduras. Deteniéndose para recobrar el aliento, Tas y Laurana giraron la cabeza y vieron que el final del pasadizo había sido bloqueado por las rocas de la Torre.

—¿Qué ocurrirá con el Orbe? —preguntó Tas.

—Supongo que se ha destruido. Es mejor para todos.

Ahora que la luz diurna alumbraba el rostro de la elfa, Tasslehoff la contempló. Quedó atónito. Su tez revestía una lividez mortal, incluso sus labios se habían tomado blancos. Tan sólo había color en sus verdes ojos, que espantaban por las dilatadas pupilas y las sombras purpúreas que los cercaban.

—No podría volver a utilizarlo —murmuró, más para sus adentros que para el kender—. Casi abandoné. Mis manos... ¡No quiero hablar de ello!

Se cubrió los ojos, aún temblorosa..

—De pronto recordé a Sturm erguido en el parapeto, afrontando la muerte en solitario. Si me dejaba vencer, su sacrificio carecería de sentido. No podía permitirlo, no podía defraudarlo. Obligué al Orbe a obedecer, pero sería incapaz de repetirlo. ¡No soportaría de nuevo tan terrible trance!

—¿Ha muerto Sturm? —inquirió Tas. Casi no le salían las palabras.

—Discúlpame, Tas, olvidé que lo ignorabas —respondió Laurana ya más serena—. Pereció en la lucha contra el Señor del Dragón.

—¿Fue...?

—Sí, fue rápido —explicó la elfa en tonos apagados—. Apenas sufrió.

Tas inclinó afligido la cabeza, pero la alzó de nuevo cuando otra explosión agitó lo que quedaba de la fortaleza.

—¡Los ejércitos de los dragones! La batalla no ha concluido —Laurana apoyó la mano en la empuñadura de la espada de Sturm, que había ajustado a su delgado talle —. Ve a buscar a Flint.

Laurana abandonó el túnel para aparecer en el patio, donde la luz la hizo parpadear. Le sorprendió que no hubiera anochecido. Tantos eran los sucesos acaecidos que tenía la impresión de que habían transcurrido años enteros. Sin embargo, el sol estaba empezando a elevarse tras los muros del recinto.

La Torre del Sumo Sacerdote había desaparecido, derruyéndose sobre sí misma hasta convertirse en un montón de escombros acumulados en el centro del patio. Las entradas y salas que conducían al Orbe no habían sufrido más daño que el provocado por los dragones al atravesarlas. Los muros exteriores estaban en pie, aunque presentaban numerosas brechas y manchas negras allí donde los reptiles habían lanzado sus bocanadas.

Ningún ejército se filtraba a través de las grietas. Reinaba una extraña paz, que apenas mancillaban los gemidos del segundo dragón y los ásperos gritos de sus verdugos al otro lado de los abiertos túneles.

¿Qué les había sucedido a las tropas? se preguntó Laurana, examinando asombrada su entorno. Deberían haber traspasado las murallas. Miró temerosa hacia las almenas, convencida de ver a las fieras criaturas dispuestas a abalanzarse.

Lo único que vislumbró fue el reverberar de los rayos solares sobre una armadura, la masa informe de Sturm tendida en el parapeto.

Recordó entonces el sueño, la imagen que ofrecían las ensangrentadas manos de los draconianos al despedazar el cuerpo del caballero.

«¡Impediré que cometan semejante atrocidad!», se dijo. Desenvainando la antigua espada de su amigo, atravesó presurosa el patio. Unos pocos pasos la persuadieron de que el arma era demasiado pesada para ella. Pero ¿de qué otro artilugio podía valerse? Escudriñó el patio en busca de una alternativa. ¡Las lanzas dragonlance! Dejó caer el acero para hacerse con una de aquéllas más livianas que portaban los soldados pedestres, e inició la escalada sin el más mínimo entorpecimiento.

Llegó a las almenas y oteó el panorama, esperando divisar en el llano la negra marea de las huestes enemigas. No ocupaban la vasta superficie más que algunos grupos dispersos de humanos, que miraban desconcertados a su alrededor.

¿Qué significaba todo aquello? La elfa no acertaba a adivinarlo, y además, estaba demasiado cansada para pensar. Decayó su momentáneo ánimo, sustituido por el agotamiento y una pesadumbre que parecía aplastarla. Culminó el ascenso y, arrastrando la lanza, se acercó a trompicones al cadáver que yacía en la nieve manchada de sangre.

Laurana se arrodilló junto al caballero, extendió la mano y apartó el enmarañado cabello para contemplar una vez más el rostro de su amigo. Descubrió en sus ojos sin vida una paz que nunca antes había observado.

—Duerme, querido Sturm —susurró cogiéndole la ya rígida mano y apoyándola contra su mejilla—, no permitas que los dragones enturbien tus sueños.

Al depositar de nuevo la amoratada mano sobre la armadura, distinguió un brillante destello en la nieve. Recogió el objeto que lo despedía, tan ensangrentado que al principio no lo identificó. Al limpiarlo minuciosamente, se reveló a sus ojos una joya. La elfa no sabía a qué atenerse, estaba perpleja.

Pero antes de que acertara a preguntarse de dónde procedía, una oscura sombra se cernió sobre ella. Oyó el crujido de unas enormes alas, el pálpito de un cuerpo gigantesco. Asustada, se puso en pie y dio media vuelta.

Un dragón azul se disponía a aterrizar a su espalda. La quebrantada piedra cedió bajo sus garras y, al sentirse desprovista de apoyo, la criatura batió las alas. En la silla del ancho lomo un Señor del Dragón estudiaba a Laurana, con ojos impenetrables tras la horrenda máscara.

La elfa dio un paso atrás, presa del pánico. La dragonlance se deslizó por su mano inerte y también la joya, que cayó en la nieve. Quiso escapar, pero no tenía dónde ir. Se desplomó sobre el suelo, al lado de Sturm, sacudida por violentos temblores.

En su acceso de parálisis, no lograba apartar el sueño de su mente. La muerte le había sobrevenido estando junto a Sturm. Llenó su visión un manto de escamas azules cuando la criatura irguió el cuello a escasa distancia.

¡La lanza! Gateó por la humedecida nieve hasta que sus dedos se cerraron en torno al mango de madera. Hizo ademán de incorporarse, resuelta a hundir el arma en la garganta del dragón.

Un bota negra se posó firme sobre la lanza, aplastando casi la mano de Laurana. La muchacha estudió la bruñida caña, decorada con una áurea filigrana que centelleaba al sol. Examinó la figura que pisaba la sangre de Sturm y respiró hondo, antes de amenazarle:

—Si osas tocar este cuerpo, morirás. Ni siquiera tu dragón podrá salvarte. Este caballero fue mi amigo, y no consentiré que su asesino lo mutile.

—No tengo intención de mutilar a nadie —declaró el dignatario enemigo. Con exagerada lentitud, el individuo se inclinó hacia adelante y cerró los párpados de Sturm para dar reposo a aquellos ojos que miraban al sol sin verlo.

El Señor del Dragón se situó frente a ella, que permanecía arrodillada en la nieve, y retiró la bota de la dragonlance.

—También fue mi amigo. Lo reconocí en el momento en que me disponía a matarle.

—No te creo —replicó Laurana, observando al mandatario con inequívocas muestras de cansancio —. No es posible.

Despacio, el Señor del Dragón se desprendió de la córnea máscara.

—Supongo que has oído hablar de mí, Lauralanthalasa. Así te llamas, ¿verdad?

Laurana asintió en silencio, a la vez que se ponía en pie.

—Yo soy... —quiso presentarse, con una sonrisa encantadora pero ambigua.

—Kitiara.

—¿Cómo lo sabes?

—Te me apareciste en un sueño —explicó la elfa.

—¡Ah, sí, el sueño! —Kitiara pasó una mano enguantada por su oscuro y ensortijado cabello—. Tanis me lo mencionó en una ocasión. Imagino que todos lo compartisteis. Al menos, él piensa que sus amigos lo conocen —bajó la mirada hacia el yaciente Sturm—. Resulta extraña la forma en que la muerte de este caballero ha confirmado el vaticinio. Tanis me comentó que también en su caso se ha realizado, al menos la parte en que yo le salvaba la vida.

Laurana comenzó a temblar una vez más. Su semblante blanquecino por el agotamiento, se tornó casi translúcido al dejar de regarlo la sangre.

—¿Has visto a Tanis?

—Hace dos días. Lo dejé en Flotsam para ocuparse de todo durante mi ausencia.

Las frías palabras de la señora del Dragón traspasaron el alma de la elfa como hiciera su lanza con la carne de Sturm. La muchacha sintió que la piedra se deslizaba bajo sus pies, dejándola en el vacío. Se mezclaron el cielo y la tierra, el dolor la partió en dos. «Miente», pensó para aliviar su desasosiego. Pero sabía con punzante certeza que, aunque Kitiara no reparaba en contar embustes si lo convenía, ahora decía la verdad.

Laurana se bamboleó y estuvo a punto de desmayarse. Sólo la determinación de no revelar su flaqueza delante de aquella humana la mantuvo erguida. Kitiara no advirtió su titubeo. Agachándose, asió el arma que la elfa había soltado y la estudió con vivo interés.

—De modo que ésta es la famosa dragonlance —afirmó más que preguntó.

Laurana se recompuso y contestó, esforzándose por conferir firmeza a su voz:

—Sí. Si quieres ver de lo que es capaz, puedes entrar en la fortaleza y examinar los despojos de tus dragones.

La humana dirigió una fugaz mirada hacia el patio, una mirada más desdeñosa que inquieta.

—No son las dragonlance las que han atraído a mis reptiles a la trampa —declaró, escudriñando a su oponente con sus ojos pardos—, ni tampoco las que han dispersado a mi ejército a los cuatro vientos.

Al oírle mencionar a las tropas, Laurana volvió una vez más la vista hacia el llano.

—Sí —prosiguió la Señora del Dragón al constatar que la elfa empezaba a comprender—Hoy me has derrotado. Saborea tu victoria, porque no ha de perdurar.

La comandante manipuló diestramente la lanza en su mano y apuntó al corazón de Laurana, que permaneció frente a ella inmóvil con su delicado rostro vacío de emociones.

Kitiara sonrió. Un hábil sesgo le bastó para voltear la mortífera arma y clavarla en la nieve.

—Gracias por obsequiármela —dijo—. Nos han informado sobre estos artefactos y ahora podré averiguar si son tan invencibles como proclamáis.

La humana hizo una leve reverencia a la princesa. Se ajustó de nuevo la máscara, empuñó la lanza y se dispuso a partir. Antes de alejarse, no obstante, miró con respeto el cadáver de Sturm.

—Encárgate de que se le dispensen los honores que merece —ordenó—. Tardaré por lo menos tres días en reagrupar mis tropas, te concedo ese tiempo para organizar la ceremonia fúnebre.

—Sabemos cómo enterrar a nuestros muertos —la espetó Laurana altiva—. No necesitamos tus consejos.

El recuerdo de la muerte de Sturm y la visión de su cadáver, restituyeron a la elfa a la realidad como el agua fría que se vierte sobre la faz de un durmiente. Colocándose en actitud protectora entre los despojos de su amigo y la Señora del Dragón, desafió a los ojos pardos que refulgían detrás de la máscara.

—¿Qué vas a explicarle a Tanis? —la interrogó.

—Nada —se limitó a contestar Kit—. Nada en absoluto.

Mientras regresaba junto a su reptil, Laurana contempló su grácil andar, la negra capa que ondeaba, movida por la tibia brisa del norte. El sol se reflejaba en el trofeo que le había arrebatado, y le asaltó la idea de impedir que se lo llevase. Había un ejército de caballeros en la fortaleza, no tenía más que llamarlos.

Pero su agotamiento de cuerpo y de mente no la dejó actuar. Ya hacía un esfuerzo sobrehumano para no desmoronarse, sólo el orgullo la mantenía en pie.

«Quédate con la dragonlance —accedió sin palabras—. Te prestará un gran servicio.»

Kitiara se detuvo junto al gigantesco dragón. Los caballeros se habían reunido en el patio, donde varios hombres depositaban ahora la cabeza de uno de los reptiles que cayeron en la trampa. Skie meneó su propia testa al ver la de su compañero, y un salvaje gruñido resonó en su pecho. Atraídos por su eco, los soldados se volvieron hacia el parapeto y distinguieron al reptil, a la dignataria hostil y a Laurana. Algunos de ellos aprestaron sus armas, pero la princesa elfa levantó la mano para indicarles que no debían atacar. Fue el último gesto que sus fuerzas le permitieron hacer.

La Señora del Dragón dedicó a los caballeros una despreciativa mirada y, posando su mano en el cuello de Skie, lo acarició en un intento de apaciguarlo. Se tomó unos minutos, quería demostrarles que no le inspiraban ningún temor.

Aunque a regañadientes, los soldados depusieron las armas. Con una desagradable risa Kitiara se encaramó a su montura.

—Adiós, Lauralanthalasa —se despidió.

Empuñando la dragonlance, la comandante ordenó a Skie que alzara el vuelo. El descomunal reptil desplegó las alas y se lanzó al aire sin esfuerzo para, guiado por su hábil jinete, trazar un círculo sobre Laurana.

La muchacha elfa observó los llameantes ojos del dragón. Descubrió la herida de su hocico, aún ensangrentada, y los colmillos que surcaban su boca abierta en una siniestra mueca. A su grupa, sentada entre las gigantescas alas, se hallaba Kitiara. El sol iluminaba la refulgente armadura de escamas y también la máscara, que despedía innegables fulgores. Los dorados rayos conferían una especial majestad a la dragonlance al reflejarse en su punta.

De pronto el arma cayó de la enguantada mano de la Señora del Dragón para, tras hacer en el aire aparatosas piruetas que realzaron aún más su destellante contorno, aterrizar con estruendo a los pies de Laurana.

—¡Consérvala! —vociferó Kitiara—. ¡Vas a necesitarla!

El dragón azul batió las alas, alcanzó las corrientes de aire y surcó el cielo hasta desvanecerse en lontananza

15 El funeral.

La noche invernal era oscura y sin estrellas. La brisa se había convertido en un huracán que arrastraba cellisca y nieve, cuyos copos traspasaban las armaduras con la crudeza de las flechas hasta congelar la sangre y el ánimo. No se establecieron turnos de vigilancia, cualquier hombre apostado en las almenas de la torre del Sumo Sacerdote habría muerto bajo los rigores del ventisquero.

Tampoco eran necesarios los centinelas. Durante todo el día, mientras brilló el sol, los caballeros otearon el llano sin percibir indicios del regreso de los ejércitos de los dragones. Ni siquiera después de anochecer se distinguieron más que algunas fogatas aisladas en el horizonte.

En esta impenetrable oscuridad, con el vendaval aullando entre las ruinas de la derrumbada torre, como si pretendiera imitar los gritos de los dragones asesinados, los Caballeros de Solamnia enterraron a sus muertos.

Los cadáveres fueron trasladados a un sepulcro cavado en la roca debajo de la torre. Tiempo atrás, se había utilizado para albergar los despojos de los miembros de la Orden. Pero eso ocurrió en un pasado inmemorial, cuando Huma cabalgó hacia su gloriosa muerte en los campos. La cámara mortuoria habría caído en el olvido de no ser por la curiosidad de un kender. En una época debió estar custodiada e incólume pero el transcurrir de los años la había arruinado. Cubría los pétreos ataúdes una capa de polvo. Una vez la hubieron limpiado, nada pudo leerse de las inscripciones talladas en la roca.

Llamado la Cámara de Paladine, el sepulcro era una estancia rectangular construida en un subterráneo donde no pudo sufrir los efectos de la destrucción de la mole. Una larga y angosta escalera conducía a sus entrañas desde una inmensa puerta de hierro en la que aparecía grabado el emblema de Paladine: el dragón de platino, antiguo símbolo de la muerte y el renacer. Los caballeros iluminaron la sala con antorchas, que ajustaron a oxidados pedestales metálicos sujetos por herrumbrosas tachuelas a los muros.

Los féretros de piedra de los caballeros muertos en viejas lides jalonaban las paredes de la estancia. Sobre cada uno de ellos una placa de hierro anunciaba el nombre de su ocupante, su familia y su fecha de nacimiento. Un pasillo central conducía, entre las hileras de tumbas, hacia un altar de mármol. Fue en este corredor de la Cámara de Paladine donde los caballeros depositaron a los fallecidos de las últimas jornadas.

No había tiempo para construir ataúdes. Todos sabían que las hordas hostiles volverían y los caballeros tuvieron que consagrar cada minuto disponible a reforzar las murallas de la fortaleza, no a confeccionar moradas eternas para quienes no habían de precisarlas. Llevaron los restos de sus compañeros a la Cámara y los distribuyeron en una larga fila sobre el frío suelo de piedra. Amortajaron sus cuerpos mediante vetustas telas de lino que en principio estaban destinadas a las ceremonias de investidura. Tampoco había tiempo para confeccionar lienzos adecuados. Se colocaron las espadas encima de los pechos de los yacientes, mientras que a sus pies se dispusieron algunas pertenencias del enemigo: aquí una flecha, allí un escudo abollado o las garras de un dragón.

Una vez hubieron transportado a la cámara todos los despojos, los caballeros se reunieron. A la luz de las antorchas, cada uno se situó junto al cuerpo del amigo, del compañero o del hermano. Al fin, en medio de un silencio tan impenetrable que todos odian su propio pálpito, fueron entrados en la sala los tres últimos cadáveres. Tendidos sobre parihuelas, los escoltaba una solemne guardia de honor.

Debería haberse celebrado un regio funeral, resplandeciente, con los requisitos prescritos por la Medida. En el altar se habría erguido el Gran Maestre, revestido con la armadura de gala. Le habrían acompañado el Sumo Sacerdote, ataviado también con una armadura engalanada por el manto blanco de los clérigos de Paladine, y el Juez Supremo, que se reconocía gracias a la capa negra de la judicatura. El altar habría sido circundado por guirnaldas de rosas, y los dorados emblemas del martín pescador, la corona y la espada habrían refulgido sobre la marmórea superficie.

Pero en el ara sólo había una muchacha elfa, vestida con una armadura abollada y manchada de sangre. La flanqueaban un viejo enano, con la cabeza inclinada a causa del dolor, y un kender cuyo rostro exhibía también los surcos del sufrimiento. La única rosa que adornaba el altar era una de color negro, hallada en el cinto de Sturm, al lado de una dragonlance de plata ennegrecida por la sangre seca.

La guardia llevó los cuerpos al fondo de la cámara y los depositó, en actitud reverente, frente a los tres amigos.

A la derecha estaba el cadáver del comandante Alfred Markenin, ocultos piadosamente sus mutilados restos bajo un retazo de lino blanco. A la izquierda se hallaba el también comandante Derek Crownguard, al que habían tapado el rostro con un paño para que nadie viese la espantosa mueca adoptada al sobrevenirle la muerte. En el centro yacía Sturm Brightblade. Ningún lienzo lo cubría, tan sólo la armadura que luciera durante el día. La espada de su padre descansaba en su pecho, sujeta por sus rígidas manos. Se vislumbraba otro ornamento sobre su devastado pectoral, una prenda que no reconoció ninguno de los caballeros.

Era la joya Estrella, que Laurana había encontrado en un charco de sangre del propio caballero. Su superficie estaba opaca, habiéndose extinguido su brillo mientras la elfa la sostenía en su palma. Más tarde comprendió su secreto, cuando tuvo ocasión de estudiarla. Era así como habían compartido el sueño en Silvanesti. ¿Había descubierto Sturm el poder de la gema? ¿Conocía la dimensión del vínculo que lo unía a Alhana? Probablemente no, se dijo la muchacha con tristeza, ni tampoco había adivinado la intensidad del amor que representaba. Ningún humano podía hacerlo. Pensó, afligida, en aquella mujer elfa de cabello azabache, que debía saber que el corazón sobre el cual yacía había enmudecido para siempre.

La guardia de honor retrocedió, manteniéndose en posición de firmes. Los caballeros allí congregados inclinaron unos segundos la cabeza, antes de alzar los ojos hacia Laurana.

Había llegado el momento de los discursos, de las inflamadas evocaciones de las proezas realizadas por los caballeros muertos. Sin embargo, no se oían en la sala sino los sollozos del viejo enano y los quedos gemidos de Tasslehoff. Laurana contempló el sereno rostro de Sturm, y se ahogaron las palabras que afloraban ya a sus labios.

Por un instante envidió al caballero con toda su alma. Estaba más allá del dolor, del sufrimiento y de la soledad. Había librado su batalla, saliendo victorioso del trance.

«¡Me has abandonado! ¡Permites que me enfrente a la situación sin ayuda! Primero Tanis, luego Elistan y ahora tú. ¡No puedo, no soy lo bastante fuerte! No dejaré que te vayas, Sturm. ¡Tu muerte carece de sentido! Ha sido un fraude y una vergüenza. No dejaré que te vayas. ¡No en silencio, no sin cólera!», le imprecó en plena agonía.

Cuando levantó la cabeza, sus ojos centelleaban bajo las antorchas.

—Esperáis una noble arenga —declaró, con voz tan fría como el ambiente del sepulcro—Una noble arenga para honrar las hazañas de estos tres caballeros. ¡Pues bien, no vais a oírla! No por mi boca.

Los presentes intercambiaron sombrías miradas.

—Estos hombres, que deberían haber permanecido unidos en una hermandad forjada cuando Krynn era aún joven, murieron en una abyecta discordia provocada por el orgullo y la ambición. Vuestros ojos confluyen en Derek Crownguard, pero guardaos de culparle sólo a él. Mis reproches se dirigen a todos vosotros. ¡Sí, a vosotros que habéis tomado partido en tan cruenta lucha por el poder!

Algunos de los caballeros palidecieron, presas de sentimientos encontrados como el arrepentimiento y la cólera, mientras Laurana hacía una pausa. El llanto le impedía continuar, pero, de pronto, palpó la mano que Flint deslizaba en la suya para apretársela. Su contacto la reconfortó. Tragó saliva, respiró hondo y dijo:

—Sólo un hombre se mantuvo ajeno a tales intrigas, sólo uno entre vosotros vivió el Código cada día de su existencia. Y, sin embargo, durante la mayor parte del tiempo no fue un caballero. O si lo fue no constaba así en las listas oficiales, tan sólo en su corazón y en su alma. En lo más importante.

Estirando la mano hacia atrás, Laurana asió la ensangrentada dragonlance que yacía en el altar y la alzó sobre su cabeza. Al hacerlo, sintió que su espíritu también se elevaba y que se desvanecían las alas de negrura esparcidas en su derredor. Se fortaleció su voz, y los caballeros la contemplaron admirados. Su belleza los bendecía como un amanecer primaveral.

—Mañana abandonaré este lugar —anunció, fijando su mirada en la lanza—. Iré a Palanthas como portadora de la historia de este día. Llevaré conmigo este arma y la cabeza de un dragón. ¡Arrojaré la siniestra cerviz en la escalinata del magnífico palacio de los Caballeros Solámnicos, me erguiré sobre ella y los obligaré a escucharme! Los habitantes de Palanthas oirán mi relato, comprenderán el peligro. Luego viajaré a Sancrist, a Ergoth y a todos aquellos rincones de nuestro mundo donde las personas rehúsan olvidar sus mezquinos odios y unirse contra el enemigo común. Porque hasta que no venzamos la mediocridad que anida en nosotros, como hizo este hombre, no conquistaremos la perversa fuerza que amenaza con aniquilarnos.

«¡Paladine! —exclamó vuelta hacia el invisible cielo, y sus palabras resonaron como la llamada de una trompeta—. ¡Paladine, te invocamos como leal escolta de los caballeros que murieron en la torre del Sumo Sacerdote. Otorga a quienes quedamos en un mundo arrasado por la guerra la nobleza de espíritu que encarnó Sturm durante toda su existencia!»

Laurana cerró los ojos y dejó que las lágrimas fluyeran por sus mejillas. Ya no lloraba por Sturm. El pesar que la abrumaba era por sí misma, por añorar su presencia, por tener que revelar a Tanis la muerte de su amigo, por seguir viviendo sin el respaldo de tan digno caballero.

Despacio, depositó la lanza en el altar. Se arrodilló unos instantes frente a ella, sintiendo el brazo de Flint en torno a su hombro y los acariciadores dedos de Tasslehoff en su mano.

Como respuesta a su plegaria oyó las voces de los caballeros a su espalda, unidas en el cántico que todos dedicaban a Paladine, el gran dios de la Antigüedad.

Devuelve a este hombre el seno de Huma.

Deja que se pierda en el sol luminoso,

en el coro de aire donde se funde el aliento;

recíbelo en la frontera del firmamento.

Más allá del cielo imparcial

asentaste tu morada,

en constelaciones de estrellas donde la espada traza

un arco anhelante, donde nuestro canto se realza.

Concédele el descanso de un guerrero;

por nuestras voces alentados, por la música del mundo,

converjan los lustros de paz en un día

en el que habitar pueda las entrañas de Huma.

Y guarda el último destello de sus ojos

en un lugar seguro, sagrado,

por encima de palabras y de esta tierra que tanto estimamos,

mientras de las eras recuento pasamos.

Libre de la asfixiante nube de la guerra,

como un infante que sano crece,

vivirá en un mundo eterno y brillante

donde Paladine será el estandarte.

Sobre las antorchas de las estrellas

se dibuja la gloria inmaculada de la inocencia;

de este país errado, nido de violencia

líbrale ¡oh, Huma!

Haz que la última bocanada de su aliento

perpetúe el vino, la esencia de las rosas;

del amor abyecto, de lides no venturosas,

líbrale ¡oh, Huma!

Haz que se refugie en el tibio aire

de la espada de acero que gélida desciende,

del peso de la batalla siempre inclemente

líbrale ¡oh, Huma!

Por encima de los sueños de las aves de rapiña, donde

quiso descansar, sin rendirse, en un mundo inmutable;

si allí encuentra ahora el estigma abominable de la guerra,

líbrale ¡oh, Huma!

Sólo el halcón recuerda la muerte

en un universo perdido; de la oscuridad,

de la aniquilación de los sentidos,

te lo suplicamos agradecidos

líbrale ¡oh, Huma!

Pronto se alzará la sombra de Huma

del seno de la muerte, quebrando su vaina,

del cobijo de la mente en una bruma vana,

te lo suplicamos agradecidos

líbrale ¡oh, Huma!

Más allá del cielo imparcial

asentaste tu morada,

en constelaciones de estrellas donde la espada traza

un arco anhelante, donde nuestro canto se realza

Devuelve a este hombre al seno de Huma,

más allá del cielo imparcial,

concédele el descanso del guerrero

y guarda el último destello de sus ojos,

libre de la asfixiante nube de la guerra, sobre las antorchas de las estrellas.

Haz que la última bocanada de su aliento,

haz que se refugie en el tibio aire,

por encima de los sueños de las aves del rapiña, donde

sólo el halcón recuerda la muerte.

Pronto se alzará la sombra de Huma

más allá del cielo imparcial.

Terminado el cántico, los caballeros desfilaron despacio, uno tras otro, con paso solemne, por delante de los muertos. Todos se arrodillaron unos momentos frente al altar para rendir el debido homenaje a quienes los habían guiado. Abandonaron acto seguido la Cámara de Paladine, regresando a sus fríos lechos en un intento de hallar cierto reposo antes de que amaneciera.

Laurana, Flint y Tasslehoff quedaron solos junto a su amigo, estrechados en un abrazo y con los corazones palpitantes. El gélido viento penetró, con su poderoso silbido, en la sala de los sepulcros donde la Guardia de Honor esperaba para sellar su puerta.

—Kharan bea Reorx —susurró Flint en lengua enanil, a la vez que se frotaba el rostro con su mano ajada y temblorosa. «Los amigos se reunirán en el seno de Reorx.» Revolvió en su saquillo, extrajo un pequeño tronco tallado en forma de rosa y colocó tan delicada obra de artesanía en el pecho de Sturm, al lado de la joya Estrella de Alhana.

—Adiós, Sturm —dijo Tas trastornado—. Sólo puedo hacerte un obsequio que merezca tu aprobación. No creo que comprendas su significado, aunque nunca se sabe. Quizá lo conozcas mejor que yo mismo —el kender introdujo una liviana pluma blanca en la inerte mano del caballero.

—Quisalan elevas —le tocaba ahora el turno a Laurana, que habló en elfo. «El nexo de nuestro amor es eterno.» Hizo una pausa, incapaz de abandonarlo en la penumbra.

—Vamos, Laurana —le ordenó Flint con dulzura—. Nos hemos despedido de él, debemos dejar que se vaya. Reorx lo aguarda.

La muchacha obedeció. En silencio, sin volver la mirada atrás, los tres amigos ascendieron la angosta escalera del sepulcro y salieron al exterior, donde la cellisca de aquella cruda noche invernal azotó sus rostros.


Muy lejos de la helada región de Solamnia, otra persona se despidió de Sturm Brightblade.

Silvanesti no había cambiado con el paso de los meses. Aunque había concluido la pesadilla de Lorac y su cuerpo yacía bajo la tierra de su amado país, en la superficie quedaban vestigios del espantoso sueño. El aire olía a muerte y podredumbre, los árboles se inclinaban y retorcían en una interminable agonía y los maltrechos animales vagaban por el bosque, ansiosos de poner fin a su torturada existencia.

En vano acechaba Alhana, desde su alcoba en la torre de las Estrellas, una señal que anunciara el cambio

.Los grifos habían regresado, de acuerdo con sus predicciones, al desaparecer el dragón. En un principio abrigaba la intención de dejar Silvanesti para volver a Ergoth, junto a su pueblo. Pero los grifos trajeron inquietantes noticias: había estallado la guerra entre elfos y humanos.

El hecho de que la perturbasen tales nuevas demostraba la transformación que se había obrado en Alhana, sobre todo, después de tantos meses de sufrimiento. Antes de conocer a Tanis y a los otros habría aceptado una contienda entre ambas razas, quizá incluso la habría aplaudido. Pero ahora sólo veía en ella la evidencia de que unas fuerzas malignas querían destruir el mundo.

Sabía que debía regresar al lado de su pueblo, desde donde quizá podría poner fin a aquella locura. Pero no cesaba de repetirse que el tiempo era inadecuado para emprender el viaje. En realidad, temía enfrentarse a la sorpresa y desconfianza que manifestarían los suyos cuando les contase la destrucción de su tierra y la promesa que hiciera a su padre moribundo de que los elfos volverían y la reconstruirían, después de ayudar a los humanos en su lucha contra la Reina de la Oscuridad y sus esbirros.

Vencería, no le cabía la menor duda. Pero le asustaba la idea de abandonar la soledad del exilio que ella misma se había impuesto para mezclarse con el tumulto que bullía fuera de Silvanesti.

También la espantaba, aunque en el fondo lo deseaba, el encuentro con el humano que amaba, aquel caballero cuya noble y orgullosa faz se le aparecía en sueños, cuya alma compartía a través de la joya Estrella. Sin que él lo supiera Alhana sufrió su agonía y llegó a descubrir los íntimos recodos de su espíritu. Crecía cada día su amor, a la vez que el miedo que le causaba amarlo.

La elfa posponía su marcha, inmersa en tales cavilaciones. «Partiré —se decía—, cuando vea una señal que pueda transmitir a mi pueblo a fin de infundirle nuevas esperanzas.De otro modo no regresarán. Se hundirán en el desánimo.»

Día tras día, se asomaba a su ventana. No recibió la señal.

Las noches invernales se alargaron, la oscuridad se tomó más intensa. Un atardecer Alhana paseaba por las almenas de la torre de la Estrellas mientras en Solamnia, en plena mañana, Sturm Brightblade combatía a un dragón azul y su jinete, la Dama Oscura. De pronto asaltó a la elfa una extraña y lacerante sensación, como si el mundo hubiera cesado de girar. Un dolor insoportable se adueñó de su cuerpo, arrojándola sobre la piedra. Entre sollozos de pesar y miedo, aferró la joya Estrella que pendía de una cadena ceñida a su cuello y contempló angustiada la progresiva extinción de su brillo.

—Así que ésta es mi señal—balbuceó amargamente, estrujando en su mano la empañada gema y agitándola frente al cielo—. ¡No hay esperanza! ¡No nos resta sino morir en el más hondo de los desalientos!

Sujetando la joya con tal fuerza que sus afiliados cantos se hundían en su carne, Alhana atravesó a ciegas la penumbra hacia su alcoba en la torre. Desde allí espió una vez más su agostada tierra antes de cerrar los postigos de madera de su ventana con un estremecimiento.

«Dejemos que el mundo siga su camino. Mi pueblo elegirá cuál ha de ser su fin. El Mal prevalecerá, y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Yo moriré aquí, junto a mi padre», pensó entristecida.

Aquella misma noche hizo su última excursión por los dominios que la rodeaban. Cubrió sus hombros, en actitud despreocupada, con una liviana capa y se encaminó hacia una tumba situada bajo un árbol nudoso y torturado. Sostenía en su mano la joya Estrella.

Se lanzó al suelo y empezó a cavar frenéticamente con las manos desnudas, arañando la helada tierra con los dedos hasta hacerlos sangrar. Agradeció aquel dolor, más llevadero que el que atenazaba su corazón.

Abrió un pequeño agujero. Lunitari, la luna roja, se alzó en el cielo y al hacerlo tiñó de sangre la plateada esfera de su hermana Solinari. Alhana clavó sus ojos en la joya Estrella hasta que las lágrimas le impidieron verla, instante en que la arrojó al hoyo. Hizo un esfuerzo de voluntad para contener el llanto, se enjugó el humedecido rostro y comenzó a llenar el hueco.

De pronto se detuvo. Las manos le temblaban cuando, vacilante, se inclinó y limpió de polvo a la joya Estrella mientras se preguntaba si el exceso de pesar le había trastornado el juicio. No, de la gema brotaban tenues resplandores que se intensificaron bajo su mirada. Alhana retiró de la tumba paterna el refulgente objeto.

—El ha muerto —se repetía en voz alta sin apartar los ojos de la alhaja, que se iluminaba bajo el influjo de Solinari—. Sé que la muerte lo ha reclamado. Nadie puede cambiar este hecho. Mas entonces, ¿por qué esta luz?

Un repentino crujido interrumpió sus meditaciones retrocedió sin incorporarse, temerosa de que el deformado árbol que custodiaba la última morada de su padre hubiese estirado sus resecas ramas para aprisionarla. Pero, al levantar la vista, descubrió que los retorcidos miembros se liberaban de su tormento y, tras permanecer un instante suspendidos, se volvían hacia el cielo entre quedos suspiros. El tronco se enderezó y la corteza, alisada su superficie, reavivó los reconfortantes rayos de plata. Las hojas, antes sin vida, sintieron de nuevo en sus venas el fluir de la savia vital.

Alhana emitió una ahogada exclamación. Se puso en pie para, tambaleándose, otear el horizonte. Nada había cambiado en su entorno, los otros árboles conservaban sus siniestros perfiles. Únicamente se había transformado el guardián de la tumba de Lorac.

—Estoy perdiendo la razón —murmuró y, temiendo ver confirmada su sospecha, centró su atención en el árbol, la metamorfosis era real. Todo su contorno se embellecía por segundos.

Alhana restituyó la joya Estrella a su lugar, prendida de su pecho. Giró entonces sobre sus talones y regresó a la torre. Le quedaba mucho por hacer antes de partir hacía Ergoth.

A la mañana siguiente, cuando el sol derramó su pálida luz sobre la maltrecha tierra de Silvanesti, Alhana escudriñó el bosque. No había sufrido la menor alteración, una bruma verdosa. se extendía sobre los retorcidos árboles. Supo que nada cambiaría hasta que los elfos regresasen y trabajaran para recuperarlo. Sólo el custodio de la tumba de Lorac ofrecía un esperanzador contraste con el fantasmal paisaje.

—Adiós, Lorac —se despidió Alhana—. Prometo volver.

Llamó a su grifo, trepó a su fornido lomo y pronunció una orden. El animal desplegó sus emplumadas alas y se alzó en el aire, trazando raudas espirales sobre la marchita tierra de Silvanesti. Al recibir una breve indicación de Alhana, giró la cabeza hacia el oeste y emprendió el largo vuelo rumbo a Ergoth.

A sus pies, en lontananza, las verdeantes hojas de un árbol se destacaban en la negra desolación del bosque. Se mecían en el viento invernal, entonando dulces acordes mientras sus ramas se desplegaban para proteger la tumba de Lorac de los rigores de la estación. La primavera estaba cerca.

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