LIBRO IV

Canción del quebrantador de hielo

La historia del viaje de los compañeros al castillo del Muro de Hielo y la derrota de Feal-thas, Señor del Dragón, se convirtieron en toda una leyenda para los bárbaros de Hielo que habitaban esas desoladas tierras. Los clérigos del lugar la seguían relatando esas largas noches de invierno, en las que se cantan canciones y se recuerdan hazañas del pasado.


Canción del Quebrantador de hielo

Yo soy el que los traje de vuelta.

Soy Raggart y esto es lo que os digo.

Nieve sobre nieve anula las huellas del hielo,

el sol sangra blancura sobre la nieve

con una luz fría eternamente insufrible.

Y si yo no os dijera esto,

la nieve descendería sobre las hazañas de los héroes, y su fuerza en mi canción

se tendería en un corazón de escarcha,

que no se levantaría nunca más,

nunca más mientras el aliento perdido se deshace.

Eran siete de las tierras cálidas.

Yo soy el que los traje de vuelta.

Cuatro espadachines de una orden del norte,

la mujer elfa Laurana,

el enano de las colinas,

el kender de huesos de halcón.

Empuñando tres espadas llegaron al túnel

de la garganta del único castillo.

Descendieron entre los Thanoi, los viejos guardianes,

donde sus espadas labraron el aire caliente,

destrozando tendones, destrozando huesos,

mientras los túneles se teñían de rojo.

Descendieron sobre el minotauro, sobre el oso de hielo, y las espadas silbaron de nuevo,

brillando al borde de la locura.

En el viejo túnel hallaron brazos,

hallaron garras, hallaron cosas indecibles,

mientras los espadachines descendían,

y un brillante vapor se helaba tras ellos.

Llegaron a las habitaciones del corazón del castillo donde los aguardaba Feal-thas,

señor de lobos y dragones, con armadura blanca,

que cubre el hielo cuando el sol sangra blancura.

Y llamó a los lobos, raptores de niños,

que se amamantaban de la muerte en el cubil de los ancestros.

Los héroes fueron rodeados por un círculo de cuchillos de ansia,

mientras los lobos avanzaban bajo la mirada de su señor.

Y Aran fue el primero en romper el círculo.

Un viento ardiente de la garganta de Feal-thas desenredó la devanadera de la caza perpetrada.

El siguiente fue Brian, la espada del señor de los lobos.

Lo envió en busca de tierras más cálidas.

Todos quedaron congelados en el filo de la navaja.

Todos quedaron congelados, excepto Laurana.

Cegada por una ardiente luz, que inflamaba la corona de la mente,

donde la muerte se funde con el sol poniente,

detuvo al quebrantador de hielo.

Y sobre el hervor de los lobos, sobre la muerte,

enfrentándose a una espada de hielo, enfrentándose a la oscuridad,

abrió la garganta del señor de los lobos.

Y, al ver su cabeza desplomarse, los lobos retrocedieron.

El resto es rápido de contar.

"Destrozando los huevos, el violento engendro de los dragones,

un túnel de escamas e inmundicia

los llevó a la terrible alacena,

los llevó más allá, los llevó al tesoro.

Allí el Orbe danzaba en azul, danzaba en blanco

henchido como un corazón en su interminable latir.

Me lo dejaron sostener. Yo soy el que los traje de vuelta.

Fuera del túnel más sangre, más sangre bajo el hielo.

Portando su propia e increíble carga,

los jóvenes caballeros silenciosos y andrajosos.

Ahora quedaban sólo cinco.

El último era el kender saltando con sus pequeñas bolsas.

Yo soy Raggart, y esto es lo que os digo.

Yo soy el que los traje de vuelta.

1 El viaje desde el muro de hielo.

El viejo enano estaba muriéndose.

Las piernas ya no lo sostenían. Notaba cómo sus intestinos y su estómago se retorcían como serpientes. Se sentía sacudido por oleadas de náuseas. Ni siquiera podía levantar la cabeza de la litera. Observó la lámpara de aceite que se balanceaba lentamente sobre su cabeza. Su luz parecía cada vez más tenue. « Ya está, esto es el fin. La oscuridad se cierne sobre mí...», pensó el enano.

En ese momento oyó un ruido a poca distancia, un crujir de tablas de madera, como si alguien estuviese acercándose furtivamente. Haciendo un esfuerzo, Flint se las arregló para volver la cabeza.

—¿Quién va? —graznó.

—Tasslehoff —susurró una voz solícita. Flint suspiró, extendiendo una nudosa mano. La mano de Tas se cerró sobre la suya.

—Amigo mío, me alegro de que hayas llegado a tiempo de despedirte —dijo el enano con debilidad—. Me estoy muriendo, muchacho. Voy camino de Reorx...

—¿Cómo? —preguntó Tas acercándose más.

—Reorx —repitió el enano irritado—. Voy a los brazos de Reorx.

—No, no nos dirigimos ahí. Vamos en dirección a Sancrist. A menos que te refieras a una posada. Se lo preguntaré a Sturm. «Los Brazos de Reorx». Hummm...

—¡Reorx, el dios de los Enanos, estúpido!

—¡Ah! —dijo Tas un segundo después — Ese Reorx.

—Escucha, muchacho—dijo Flint más sosegadamente—. Quiero que te quedes con mi casco, el que me diste en Xak Tsaroth, el de la melena de grifo.

—¿De verdad? Es muy amable de tu parte, Flint, pero ¿qué casco vas a utilizar tú?

—Donde yo voy no me va a hacer falta ningún casco.

—En Sancrist tal vez lo necesites. Derek cree que los Señores de los Dragones están tramando lanzar una ofensiva a gran escala, y en ese caso el casco puede serte de gran utilidad...

—¡No estoy hablando de Sancrist! —profirió Flint, haciendo un esfuerzo por incorporarse—. ¡No voy necesitar un casco porque estoy muriéndome!

—Yo una vez casi me muero —dijo Tas en tono grave. Tras colocar un humeante plato sobre la mesa, se instaló confortablemente en una silla para relatar su historia—. Fue en Tarsis, cuando un dragón derribó un edificio sobre mí. Elistan dijo que había estado a punto de fallecer. En realidad sus palabras no fueron exactamente éstas, pero dijo que sólo gracias a la inter...interces... oh, bueno, interalgo de los dioses, hoy estoy vivo.

Flint profirió un sonoro bufido y se dejó caer de nuevo sobre la litera.

—¿Es demasiado pedir que se me permita morir en paz en vez de estar rodeado de molestos kenders? —dijo dirigiéndose a la lámpara que se balanceaba sobre su cabeza.

—Oh, vamos... No estás tan mal, ¿sabes? Tan sólo estás mareado.

—Estoy muriéndome —dijo el enano obcecadamente—. He sido atacado por un peligroso virus y sé que estoy muriéndome. ¡Y la culpa pesará sobre vuestras cabezas! Vosotros me arrastrasteis a este maldito bote...

—Barco —interrumpió Tas.

—¡Bote! —repitió Flint furioso—. Me arrastrasteis a este maldito bote, y luego me abandonasteis moribundo en una habitación infestada de ratas...

—Te podíamos haber dejado en el Muro de Hielo, ¿sabes? con los hombres —morsa y...–Tasslehoff se detuvo.

Flint intentó incorporarse de nuevo, pero esta vez con un brillo de furia en la mirada. El kender se puso en pie y comenzó a caminar en dirección a la puerta.

—Bueno, creo que será mejor que me vaya. Sólo bajé para ver ...para ver si querías comer algo. El cocinero del barco ha hecho algo que él llama sopa de guisantes verdes...


Laurana, acurrucada en la parte anterior de la cubierta para evitar ser derribada por el viento, oyó un potente gruñido seguido de un ruido de cacharros rotos y se puso en pie alarmada. Le lanzó una mirada a Sturm, que se hallaba a su lado. El caballero sonrió.

—Flint —dijo.

—Sí —comentó Laurana preocupada—. Tal vez debería... Pero se vio interrumpida por la aparición de Tasslehoff, que iba cubierto de sopa de guisantes de la cabeza a los pies.

—Creo que Flint se siente mejor —dijo Tas solemnemente—. ¡Pero aún no lo suficiente para comer algo!


Los compañeros habían viajado al Muro de Hielo ya que, según Tasslehoff, en el castillo de este lugar se conservaba uno de los Orbes de los Dragones. En efecto, lo habían encontrado y habían vencido a su maligno guardián, Feal-thas, uno de los poderosos Señores de los Dragones. Tras escapar de la destrucción del castillo con la ayuda de los bárbaros de Hielo, ahora se encontraban en un barco rumbo a Sancrist.

El trayecto desde el Muro de Hielo había sido rápido. El pequeño barco surcaba velozmente las aguas marinas en dirección norte, ayudado por las corrientes y por los potentes vientos reinantes.

Aunque el valioso Orbe se hallaba a buen recaudo en una de las cabinas bajo cubierta, los horrores experimentados en el Muro de Hielo aún atormentaban sus sueños nocturnos.


Pero esas pesadillas no eran nada comparadas con el extraño y vívido sueño que habían tenido hacía ya más de un mes. Ninguno de ellos volvió a mencionarlo pero Laurana, de vez en cuando, percibía en el caballero una mirada de temor y soledad —bastante extraña en él—, lo cual le hizo pensar que también debía recordarlo.

Sin embargo, el grupo estaba animado, —a excepción del enano, que se había mareado poco después de haber sido arrastrado al interior del barco. El viaje al Muro de Hielo había sido una indudable victoria. También habían encontrado el asta rota de una antiguaarma, que se creía era una dragonlance, pero llevaban algo todavía más importante, aunque al hallarlo no se hubieran percatado de ello...


Los compañeros, acompañados por Derek Crownguard y los otros dos jóvenes caballeros que se les habían unido en Tarsis, habían estado buscando el Orbe de los Dragones en el castillo del Muro de Hielo. Su intento había entrañado grandes dificultades, ya que se vieron obligados a luchar contra los malignos hombres—morsa y contra lobos y osos. Los caballeros, amigos de Derek, perecieron. Comenzaron a pensar que su misión estaba condenada al fracaso, pero Tasslehoff juró que en el libro que había leído en Tarsis se decía que uno de los Orbes estaba en aquel lugar, por lo que continuaron buscándolo.

Además consiguieron descubrir una imagen sorprendente: un inmenso dragón, de más de cuarenta pies de largo y de reluciente piel plateada, completamente incrustado en una pared de hielo. Las alas del dragón estaban extendidas, en posición de vuelo. Su expresión era fiera, pero su porte era noble y no les inspiraba el temor y la aversión que recordaban haber sentido ante los Dragones Rojos. En lugar de ello, sintieron una inmensa y abrumadora pena por aquella magnífica criatura.

Pero lo que más les llamó la atención fue el jinete que lo montaba. Habían visto a los Señores de los Dragones cabalgando sobre sus despiadados corceles, pero ese hombre, por su antigua armadura, ¡parecía un Caballero de Solamnia! En su enguantada mano sostenía con firmeza el asta partida de lo que parecía haber sido una larga lanza.

—¿Por qué montaría un Caballero de Solamnia un dragón? —preguntó Laurana.

—Ha habido caballeros que pactaron con el mal —dijo Derek Crownguard secamente—.Aunque me avergüence admitirlo.

—Aquí no tengo ninguna sensación maligna —murmuró Elistan—. Tan sólo una gran pena. Me pregunto cómo murieron. No se les ve ninguna herida...

—Esto me resulta familiar —interrumpió Tasslehoff frunciendo el ceño—. Como un cuadro. Un caballero montando un dragón plateado... Una vez vi...

—¡Bah! —resopló Flint—. Tú has llegado a ver hasta elefantes peludos...

—Lo digo en serio.

—¿Dónde fue, Tas? —preguntó Laurana amablemente, al ver la expresión dolida del kender—. ¿Puedes recordarlo?

—Creo que... esto me recuerda a Pax Tharkas y a Fizban...

—¡Fizban! —explotó Flint—. ¡Ese viejo mago estaba más loco que Raistlin, si es que eso es posible!.

—No sé de qué habla Tas —dijo Sturm mirando pensativamente al dragón y a su jinete—, pero recuerdo que mi madre me contó que Huma, en su última batalla, montaba un Dragón Plateado y llevaba la Dragonlance.

—Y yo recuerdo que mi madre me decía que guardara pastelillos para un anciano de blancos ropajes que algún día vendría a nuestro castillo... —se mofó Derek—. No, indudablemente se trata de algún caballero renegado, esclavizado por el mal.

Derek y los otros dos caballeros se dispusieron a marcharse, pero los demás se quedaron contemplando al personaje que montaba al dragón.

—Tienes razón, Sturm. Es una dragonlance —dijo Tas pensativamente—. No sé cómo lo sé, pero estoy seguro de ello.

—¿Tal vez lo viste en el libro de Tarsis? —preguntó Sturm, intercambiando miradas con Laurana, pensando ambos que la seriedad del kender era muy poco habitual, incluso inquietante.

—No lo sé —dijo con un hilo de voz—. Lo siento.

—Quizás deberíamos llevárnosla —sugirió Laurana vacilante.

—¡No os entretengáis, Brightblade! —oyeron gritar a Derek—. Puede que los Thanoi hayan perdido la pista por el momento, pero no tardarán mucho en descubrirnos.

—¿Cómo podríamos alcanzarla? —preguntó Sturm , ignorando la orden de Derek—. ¡Está aprisionada en un bloque de hielo de, por lo menos, tres pies de grosor!

—Yo lo haré—dijo Gilthanas.

Saltando sobre la inmensa roca de hielo que se había formado alrededor del dragón y su jinete, el elfo encontró un lugar donde agarrarse y comenzó a trepar por el monumento. Al llegar a una de las alas congeladas se deslizó por ella hasta llegar a la lanza que el jinete sostenía. Gilthanas posó una mano sobre la capa de hielo que recubría la lanza y habló el extraño lenguaje de la magia.

De su mano surgió un rojo destello que fundió el hielo rápidamente. Un segundo después la introdujo en el agujero e intentó tomar la lanza. Pero el caballero muerto la sujetaba con firmeza.

Gilthanas tiró de ella e intentó incluso separar los helados dedos que la sostenían. Finalmente, al no poder soportar por más tiempo el frío que emanaba del hielo, descendió al suelo tembloroso.

—No hay manera –dijo. La tiene agarrada con fuerza.

—Rómpele los dedos —sugirió Tas.

Sturm silenció al kender con una mirada furibunda.

—No permitiré que profanéis su cuerpo. Tal vez podamos deslizar la lanza fuera de su mano. Voy a intentarlo...

—No servirá de nada —le dijo Gilthanas a su hermana mientras contemplaban a Sturm trepar por la montaña de hielo—. Es como si la lanza formara parte de su mano. Yo... —el elfo se interrumpió.

Cuando Sturm introdujo su mano en el agujero hecho en el hielo y tocó la lanza, la figura del caballero pareció moverse ligeramente. Su mano rígida y helada dejó de sujetar con firmeza la lanza partida. Sturm casi se cae de la sorpresa. Soltando el arma rápidamente, retrocedió por el ala helada del dragón.

—Te la está dando —gritó Laurana—. ¡Tómala, Sturm! ¡Tómala! ¿No lo ves...? Se la está dando a otro caballero.

—Yo no lo soy —dijo Sturm con amargura—. Aunque eso tal vez sea indicativo, o quizás maligno...

Dubitativo, volvió a deslizarse hasta el agujero y agarró la lanza una vez más. La rígida mano del caballero muerto volvió a aflojarse de nuevo. Sosteniendo la lanza rota, Sturm la sacó cuidadosamente del hielo y saltó al suelo.

—¡Esto ha sido maravilloso! —exclamó Tass asombrado—. ¿Flint, has visto cómo cobraba vida el cadáver?

—¡No! —gruñó el enano—. Ni tú tampoco. Salgamos de aquí —añadió tiritando.

En ese momento apareció Derek.

—¡Te he dado una orden, Sturm Brightblade! ¿Qué ha sucedido? —al ver la lanza, el rostro de Derek se ensombreció.

—Le pedí que me la trajera —dijo Laurana con voz tan fría como la pared de hielo que había tras ella. Tomando el fragmento de la lanza, lo envolvió rápidamente en una capa de pieles que llevaba en su bolsa.

Enojado, Derek la contempló durante un instante, luego inclinó la cabeza y se giró sobre sus talones.

—Caballeros muertos... caballeros vivos... no sé cuáles son peores —refunfuñó Flint agarrando a Tas y arrastrándolo con él en pos de Derek.

—¿Qué ocurrirá si es un arma maligna? —le preguntó Sturm a Laurana mientras caminaban por los gélidos corredores del castillo.

Laurana se volvió para mirar por última vez al caballero muerto, montado sobre el dragón. El pálido y frío sol de las tierras del sur se estaba poniendo, y su luz proyectaba acuosas sombras sobre ambos cadáveres, otorgándoles un aspecto casi siniestro. Mientras lo contemplaba, le dio la impresión de que el cuerpo del caballero se desplomaba sin vida.

—¿Crees en la historia de Huma? —preguntó a su vez Laurana en voz baja.

—Ahora ya no sé en qué creer —dijo Sturm con la voz teñida de amargura—. Para mí todo era blanco o negro, las cosas eran claras y bien definidas. Creía en la historia de Huma. Mi madre me habló de ella como de la verdad. Luego fui a Solamnia... —hizo una pausa, como si no deseara continuar. Finalmente, al ver la expresión de Laurana, llena de interés y compasión, tragó saliva y prosiguió, Nunca le he dicho esto a nadie, ni siquiera a Tanis. Cuando regresé a mi tierra natal, encontré que la Orden de Caballería no era la orden de hombres honorables y sacrificados que mi madre me había descrito. Estaba llena de intrigas políticas. Los mejores hombres eran como Derek, honorables, pero estrictos e inflexibles, poco amables con aquellos que consideraban inferiores a ellos. Lo peor fue que... cuando yo hablaba de Huma, se reían de mí. Decían que había sido un caballero itinerante. De acuerdo con su historia, Huma había sido expulsado de la orden por desobedecer sus leyes, por lo que vagó por los campos, buscando el afecto de los labradores, quienes entonces comenzaron a crear leyendas sobre él.

—Pero, ¿realmente existió? —insistió Laurana, entristecida por la pena reflejada en el rostro de Sturm.

—Oh, sí. De eso no hay duda alguna. Los documentos que sobrevivieron al Cataclismo incluían su nombre en una de las órdenes más bajas de los caballeros. Pero, en cuanto a las historias del dragón plateado, la Batalla Final, incluso la de la propia Dragonlance...ya nadie cree en ellas. Como dice Derek, no hay prueba alguna. De acuerdo con la leyenda, la tumba de Huma era una estructura en forma de torre... una de las maravillas del mundo. Pero no he encontrado a nadie que la haya visto. Como diría Raistlin, todo lo que queda son historias para niños —Sturm se llevó una mano al rostro, cubriéndose los ojos, y lanzó un profundo y tembloroso suspiro.

—¿Sabes? —prosiguió en voz baja—. Nunca pensé que diría una cosa así, pero echo de menos a Raistlin. Los echo de menos a todos. Siento como si una parte de mí hubiera sido arrancada, y así es como me sentía cuando estuve en Solamnia. Por eso regresé, en lugar de quedarme a completar las pruebas para mi investidura. Esa gente, mis amigos, estaban haciendo más por combatir el mal del mundo que todos los caballeros juntos. Incluso Raistlin, aunque de una forma que me resulta difícil comprender. Él podría decirnos qué significa todo esto —dijo señalando atrás, hacia el caballero envuelto en hielo—. Él por lo menos creería en ello. Si Tanis estuviera aquí... —Sturm no pudo seguir.

—Sí —dijo Laurana en voz baja—. Si Tanis estuviera aquí...

Recordando el inmenso pesar de la elfa, mayor aún que el suyo propio, Sturm la rodeó con el brazo y la estrechó contra sí. Ambos permanecieron así durante unos segundos, cada uno reconfortado por la presencia del otro. Un momento después oyeron la cortante voz de Derek llamándoles la atención por quedarse atrás.


El pedazo de lanza, envuelto en la capa de pieles de Laurana, estaba ahora en un arcón con el Orbe de los Dragones y Wyrmslayer, la espada de Tanis que Laurana y Sturm habían traído desde Tarsis. Junto al arcón yacían los cuerpos de los dos jóvenes caballeros, quienes habían dado sus vidas en defensa del grupo, y a los que llevaban a su tierra natal para ser enterrados allá.

Los fuertes vientos del sur, que provenían de los glaciares, eran fríos y veloces e impulsaban el barco por el Mar de Sirrion. El capitán había dicho que si el viento se mantenía, era probable que llegaran a Sancrist en dos días.

—Allí queda Ergoth del Sur —le dijo el capitán a Elistan señalando a estribor—. Nosotros pasaremos cerca del extremo más meridional. Esta noche, veremos la isla de Cristyne. Luego, si el viento nos acompaña, llegaremos a Sancrist. Es extraño lo que ocurre en Ergoth del Sur —añadió el capitán mirando a Laurana—, dicen que está lleno de elfos, aunque como no he estado allí, no sé si es cierto.

—¡Elfos! —exclamó Laurana entusiasmada, acercándose al capitán.

—Oí que tuvieron que abandonar su hogar perseguidos por los ejércitos de los dragones —afirmó éste.

—¡Puede que se trate de nuestra gente! —dijo Laurana aferrándose a Gilthanas, que estaba a su lado. La elfa se asomó por la proa del barco, mirando fijamente el horizonte como si quisiera hacer aparecer la tierra.

—Seguramente debe tratarse de los Silvanesti —dijo Gilthanas—. De hecho, creo que la princesa Alhana mencionó algo sobre Ergoth. ¿Lo recuerdas, Sturm?

—No —respondió bruscamente el caballero.

Volviéndose rápidamente, caminó hacia babor y se inclinó sobre la barandilla, contemplando el mar teñido de rosa. Laurana vio que se sacaba algo del cinturón y lo sostenía entre sus manos amorosamente. Hubo un brillante destello cuando los rayos del sol loiluminaron, luego el caballero volvió a meter el objeto en su cinturón. Cuando Laurana se disponía a ir hacia él, percibió algo raro y se detuvo bruscamente.

—¿Qué es aquella extraña nube en el sur?

El capitán se volvió inmediatamente y sacando un catalejo de su chaqueta de piel, se lo llevó a los ojos.

—Envía un hombre a lo alto de la arboladura —le dijo a su primer oficial.

Un momento después, un marinero trepaba por las jarcias. Desde las vertiginosas alturas del mástil, se colgó de las cuerdas con una mano y con la otra sostuvo el catalejo, mirando hacia el sur.

—¿Puedes ver de qué se trata? —le gritó el capitán.

—No, capitán —respondió el hombre—. Si es una nube, no se parece a ninguna de las que he visto hasta ahora.

—¡Le echaré un vistazo! —se ofreció Tas voluntarioso.

El kender comenzó a trepar por las sogas tan diestramente como el marinero. Al llegar arriba, se colgó del mástil y miró hacia el sur.

Desde luego era como una nube. Era blanca e inmensa y parecía flotar sobre el agua. Pero se movía a mucha más velocidad que cualquier otra nube del cielo y...

Tasslehoff dio un respingo.

—Déjame esto un momento —dijo, alargando la mano para que le tendieran el catalejo. El hombre se lo dio de mala gana. Tas se lo llevó a los ojos y profirió un suave gruñido—.Vaya, vaya... —murmuró.

Bajando el catalejo, lo cerró de golpe y lo deslizó en su túnica distraídamente. Cuando se disponía a descender, el marinero lo agarró por el cuello.

—¿Qué ocurre...? —preguntó Tas sorprendido—. ¡Oh! ¿Esto es tuyo? Disculpa —tomando el catalejo de nuevo, se lo tendió al marinero. Tas se deslizó habilidosamente por las sogas, aterrizó en la cubierta y corrió hacia Sturm.

—Es un dragón —informó jadeante.

2 El dragón blanco. ¡Capturados!

El nombre del dragón era Sleet. Era un ejemplar hembra blanco de una especie más pequeña que el resto de las que habitaban Krynn. Nacidos y crecidos en las regiones árticas, los dragones blancos eran capaces de soportar un frío extremo, por lo que controlaban las regiones heladas del sur del continente de Ansalon.

Debido a su menor tamaño, pertenecían a la raza de vuelo más veloz. Los Señores de los Dragones los utilizaban a menudo para las misiones de espionaje. Por esa razón Sleet había estado ausente de su cubil del Muro de Hielo cuando los compañeros habían entrado en él para buscar el Orbe. La Reina de la Oscuridad había recibido noticias de que Silvanesti había sido invadido por un grupo de aventureros. Éstos habían conseguido —no se sabía cómo vencer a Cyan Bloodbane y, según los informes, se hallaban en posesión del Orbe de los Dragones.

La Reina de la Oscuridad pensó que el grupo tal vez pudiera estar atravesando las praderas de Arena, por el camino de los Reyes, que era la ruta más directa por tierra hacia Sancrist, donde le habían informado que los Caballeros de Solamnia intentaban reagruparse. Así pues, ordenó a Sleet y a su escuadrilla de dragones blancos que volaran hacia el norte, hacia las praderas de Arena, que ahora estaban cubiertas de una pesada y espesa capa de nieve, para recuperar el Orbe.

Al ver la nieve relucir debajo suyo, Sleet dudó que los humanos fueran tan temerarios como para intentar cruzar aquellas devastadas tierras. Pero cumplía órdenes y se atuvo a ellas. Sleet exploró cada pulgada de terreno, desde los límites de Silvanesti en el este hasta las montañas Kharolis en el oeste. Algunos de sus dragones volaron incluso en dirección norte, hasta la Nueva Costa, que estaba controlada por los dragones azules.

Sus enviados se reunieron para informar que no habían visto huellas de ningún ser viviente en las praderas, y entonces Sleet recibió un mensaje notificándole que, mientras ella se hallaba explorando esa zona, había habido problemas en el Muro de Hielo.

Sleet regresó furiosa, pero llegó demasiado tarde. Feal-thas estaba muerto, y el Orbe había desaparecido. No obstante, sus aliados, los Thanoi u hombres-morsa, fueron capaces de describirle al grupo que había cometido tamaña atrocidad. Incluso pudieron indicarle la dirección que había tomado su barco, a pesar de que desde el Muro de Hielo sólo se podía navegar en una dirección, rumbo al norte.

Sleet informó de la pérdida del Orbe a la Reina de la Oscuridad, quien se sintió sumamente enojada y asustada. ¡Ahora los Orbes desaparecidos ya eran dos! A pesar de saber que su poder maligno era el más fuerte de todo Krynn, la Reina Oscura sabía también con enojosa seguridad que las fuerzas del bien aún rondaban aquellas tierras, y que podía haber alguien lo suficientemente sabio y poderoso para descubrir el secreto de la mágica esfera.

Por tanto a Sleet se le ordenó encontrar el Orbe para llevarlo, no al Muro de Hielo, sino a la propia reina. El dragón no debía, bajo ninguna circunstancia, perderlo o dejar que se perdiera. Los Orbes eran inteligentes y estaban imbuidos de un fuerte sentido de supervivencia. Por eso llevaban tanto tiempo con vida, cuando hasta aquellos que los habían creado estaban ya muertos.

Sleet sobrevoló velozmente el mar de Sirrion y sus poderosas alas blancas no tardaron en acercarla al barco. No obstante, a Sleet se le presentaba ahora un interesante problema intelectual que no estaba preparada para afrontar.

Los dragones blancos eran los menos inteligentes de todas las razas de dragones, lo cual tal vez se debía a la pureza.. de raza necesaria para engendrar un reptil que pudiera tolerar climas tan fríos. Sleet nunca había necesitado pensar por sí misma. Feal-thas siempre le decía lo que tenía que hacer. Por tanto, mientras volaba en círculos sobre el barco, Sleet se sintió bastante confusa ante el problema que se le planteaba: ¿Cómo podría conseguir el Orbe?

Al principio planeó congelar el barco con su gélido aliento. Luego comprendió que así sólo conseguiría encerrar el Orbe en un helado bloque de madera, dificultando enormemente su rescate. Además, había muchas probabilidades de que el barco se hundiera antes de que ella pudiera destruirlo y si realmente se las arreglaba para destrozarlo, era posible que el Orbe se hundiera con la nave. El barco era demasiado pesado para poder alzarlo con sus garras y volar a tierra firme. Sleet continuaba describiendo círculos sobre el barco, reflexionando, mientras contemplaba a los desgraciados humanos corriendo arriba y abajo como ratones asustados por la cubierta.

El dragón hembra consideró la posibilidad de enviar otro mensaje telepático a su reina, pidiéndole ayuda. Pero Sleet desechó la idea de recordarle tanto su existencia como su ignorancia. El dragón siguió al barco todo el día, revoloteando sobre él, cavilando. Dejándose mecer cómodamente por los vientos marinos, permitió que el temor que inspiraba a los humanos llevara a éstos a un estado de verdadero terror. De pronto, justo cuando se ponía el sol, Sleet tuvo una idea. Sin pararse a pensar, decidió ponerla en práctica inmediatamente.


Cuando Tas informó que el velero estaba siendo seguido por un dragón blanco, cundió el pánico entre la tripulación. Todos se armaron con sables y se dispusieron a luchar contra la bestia, a pesar de saber perfectamente cómo podía acabar un combate semejante. Gilthanas y Laurana, ambos habilidosos arqueros, colocaron flechas en los arcos. Sturm y Derek prepararon sus espadas y escudos. Tasslehoff agarró su vara jupak. Flint intentó levantarse de la cama, pero no consiguió ni sostenerse en pie. Elistan conservó la calma y comenzó a rezar a Paladine.

—Tengo más fe en mi espada que la que ese anciano tiene en su dios —le dijo Derek a Sturm.

—Los Caballeros de Solamnia siempre han honrado a Paladine —respondió Sturm en tono de reproche.

—Yo lo respeto... respeto su recuerdo—dijo Derek pero encuentro perturbadora toda esta palabrería sobre el «regreso» de Paladine, Brightblade. Y lo mismo opinará el Consejo cuando lo sepa. Cuando se debata la cuestión de tu investidura harías bien en reconsiderar el tema.

Sturm se mordió el labio, tragándose su enojada réplica igual que si se estuviera tomando una medicina amarga.

Pasaron largos minutos. Todos los ojos estaban posados sobre la criatura de alas blancas que volaba sobre ellos. Pero no podían hacer nada, y esperaron, y esperaron.

Y esperaron. Pero el dragón no atacó.

Este volaba sobre ellos incansablemente, su sombra cruzaba y volvía a cruzar la cubierta con una escalofriante y monótona regularidad. Los marineros, dispuestos a luchar sin hacer preguntas, pronto comenzaron a murmurar entre ellos, ya que la espera resultaba insoportable. Para empeorar las cosas el dragón parecía absorber el viento, pues las velas ondearon y cayeron deshinchadas. El barco perdió su raudo ritmo de avance y comenzó a navegar a trompicones. De pronto un grupo de nubes tormentosas, proveniente del norte, comenzó a avanzar lentamente sobre el agua, proyectando una negra sombra sobre el reluciente mar.

Finalmente Laurana bajó el arco y se frotó la dolorida espalda y los músculos del cuello. Sus ojos estaban acuosos e irritados, deslumbrados de tanto mirar al sol.

—Metedlos en un bote y lanzadlos por la borda —oyó que le sugería un viejo marinero a un compañero en un tono de voz lo suficientemente alto para ser oído—. Seguro que esa inmensa bestia nos dejará marchar. Es a ellos a quien busca, no a nosotros.

«Ni siquiera nos busca a nosotros. Probablemente se trata del Orbe de los Dragones. Por esto no nos ha atacado», pensó Laurana inquieta. Pero no podía decírselo, ni siquiera al capitán. El valioso objeto debía ser mantenido en secreto.

La tarde continuó avanzando, y el dragón siguió volando como una terrible ave marina. El capitán estaba cada vez más irritado. No solamente tenía que enfrentarse a un dragón, sino también a la probabilidad de un motín. Cuando era casi la hora de la cena, ordenó a los compañeros que descendieran a la cubierta inferior.

Tanto Derek como Sturm se negaron pero, cuando parecía que las cosas iban a empeorar, un marinero gritó:

—¡Tierra, tierra a estribor!

—Ergoth del Sur —dijo ceñudo el capitán—. La corriente nos está arrastrando hacia las rocas y si no tenemos algo de viento, no tardaremos en estrellamos.

En ese preciso momento el dragón dejó de volar. Se detuvo durante un instante, y luego ascendió hacia el cielo. Los marineros se alegraron, pensando que se alejaba de allí. Pero Laurana se acordó de Tarsis, y comprendió lo que iba a suceder

—¡Va a descender! —gritó—. ¡Se dispone a atacarnos!

—¡Id abajo! —gritó Sturm y los marineros, tras una dubitativa mirada hacia la fiera, se precipitaron por las escotillas. El capitán se dirigió velozmente hacia el timón.

—Ve abajo —le ordenó al timonel.

—¡No puedes quedarte aquí arriba! —le chilló Sturm corriendo hacia él—. ¡Te matará!

—Nos iremos a pique si no lo hago.

—¡Nos iremos a pique si mueres! —exclamó Sturm.

Lamentando ser agresivo, golpeó al capitán y lo arrastró hasta la cubierta inferior.

Laurana descendió a toda prisa por las escaleras, seguida de Gilthanas. El elfo aguardó hasta que Sturm hubiera bajado al inconsciente capitán y sólo entonces cerró la escotilla.

Un segundo después el dragón lanzó contra el barco una bocanada de aire de tal potencia que casi consigue hundirlo. El velero escoró peligrosamente. Todos perdieron pie, hasta los marineros más experimentados, tropezando los unos con los otros en las atestadas estancias de popa, bajo cubierta. Flint rodó por el suelo, maldiciendo.

—Ha llegado el momento de rezarle a tu dios —le dijo Derek a Elistan.

—Ya lo estoy haciendo —respondió éste mientras ayudaba al enano a levantarse.

Laurana, agarrada a un poste, aguardó temerosa la destellante luz naranja, el fragrante calor, las llamas. En lugar de ello, se propagó un frío cortante que quitaba la respiración y helaba la sangre. La muchacha podía oír cómo las jarcias y los aparejos crujían al quebrarse, y las velas cesaban de batir. Al elevar la mirada, vio filtrarse una blanca escarcha entre las grietas de la cubierta de madera.

—¡Los dragones blancos no lanzan llamas! —exclamó Laurana horrorizada—. ¡Expulsan hielo! ¡Elistan! ¡Tus oraciones han sido escuchadas!

—¡Bah! Es lo mismo que las llamas —dijo el capitán que ya había vuelto en sí, sacudiendo la cabeza y frotándose las mandíbulas —. El hielo va a acabar congelándonos.

—¡Un dragón que expulsa hielo! —exclamó Tas pensativamente—. ¡Ojalá pudiera verlo!

—¿Qué ocurrirá? —preguntó Laurana mientras el barco se enderezaba lentamente, crujiendo y gimiendo.

—No podemos hacer nada —le gritó el capitán—. La jarcia se partirá bajo el peso del hielo, arrastrando las velas con ella. El mástil se romperá como un árbol herido por un rayo. Si no podemos gobernar el barco, la corriente nos estrellará contra las rocas, y ése será nuestro final. ¡Maldición!

—Podríamos intentar disparar contra él cuando vuelva a pasar —dijo Gilthanas.

Sturm sacudió la cabeza, presionando la escotilla.

—Debe haber más de un pie de hielo sobre nosotros —informó el caballero—. Estamos totalmente encerrados aquí dentro.

«Así es como el dragón piensa conseguir el Orbe. Llevará el barco a tierra, nos matará y luego, cuando ya no corra el riesgo de que se hunda en el océano, lo recuperará», pensó Laurana acongojada.

—Otra bocanada más y nos hundiremos hasta el fondo —predijo el capitán. Pero no hubo otra ráfaga como la primera. La siguiente bocanada fue más suave, y todos ellos comprendieron que el dragón estaba utilizando su aliento para acercarlos a la costa.


Era un plan excelente, Sleet podía sentirse orgullosa. Se deslizó tras el barco, dejando que la corriente y la marea lo llevaran hacia la costa, dando un pequeño soplido de vez en cuando. Pero al ver las puntiagudas rocas emergiendo del mar iluminado por las lunas, comprendió el grave error de su plan. De pronto la luz de aquellas desapareció, borrada por las nubes tormentosas, y el dragón no pudo ver nada. Todo era más oscuro que el alma de su reina.

Sleet maldijo las nubes de tormenta, que tanto convenían a los propósitos de los Señores de los Dragones que se hallaban en el norte, pero que tanto la perjudicaban a ella, pues anulaban la luz de las lunas. Oyó los chasquidos y crujidos de la madera astillándose cuando el barco golpeó las rocas. Pudo oír, incluso, los gritos y lamentos de la tripulación... ¡pero no podía ver! Descendió a poca distancia de las aguas, confiando en poder paralizar a aquellas miserables criaturas con hielo hasta la mañana siguiente. Pero entonces escuchó un atemorizante sonido en la oscuridad... el del vibrar de las cuerdas de los arcos.

Una flecha pasó silbando junto a la cabeza. Otra atravesó la frágil membrana de una de sus alas. Chillando de dolor, Sleet alzó el vuelo. ¡Debía haber elfos allí abajo! comprendió furiosa. Las flechas seguían silbando a su alrededor ¡Malditos elfos de visión nocturna! Para ellos debía ser una fabulosa diana, especialmente estando herida de una ala.

Sintiendo flaquear sus fuerzas, el dragón hembra resolvió regresar al Muro de Hielo. Estaba cansada de volar todo el día, y la herida del ala le dolía terriblemente. Debería informar de su nuevo fracaso a la Reina Oscura, aunque, al volver a pensar en ello se dio cuenta de que, después de todo, no era un fracaso. Había evitado que el Orbe llegara a Sancrist, y había destrozado el barco. Además, conocía la situación exacta del Orbe. La reina, con su vasta red de espionaje en Ergoth, podría recuperarlo fácilmente.

Apaciguado, el dragón blanco voló lentamente en dirección al sur. Por la mañana había alcanzado ya su vasto territorio de glaciares y, tras comunicar su informe, que fue bastante bien recibido, Sleet pudo deslizarse en su caverna de hielo y curar la herida de su ala hasta restablecerse.


—¡Se ha ido! —exclamó Gilthanas asombrado.

—Por supuesto —dijo Derek cansinamente mientras ayudaba a recuperar todas las provisiones que podía del barco naufragado—. Su visión no puede compararse a la tuya de elfo. Además, una de tus flechas le ha dado.

—Ha sido un disparo de Laurana, no mío —dijo Gilthanas, sonriéndole a su hermana, quien se encontraba en la orilla con el arco en las manos.

Derek esbozó una mueca de duda. Dejando cuidadosamente en el suelo la caja que llevaba, el caballero volvió a meterse en el agua. Pero de la oscuridad surgió una figura que lo detuvo.

—Es inútil, Derek. El barco se ha hundido —dijo Sturm. Sturm llevaba a Flint sobre la espada. Al ver que el caballero se tambaleaba de cansancio, Laurana corrió hacia el aguapara ayudarle. Entre ambos llevaron al enano a la orilla y lo tendieron sobre la arena. En el mar, los crujidos de la madera ya habían cesado, y esos sonidos se veían ahora reemplazados por los del interminable romper de las olas.

De pronto se oyó un chapoteo. Tasslehoff alcanzó la orilla tiritando pero con la misma sonrisa de siempre. Le seguía el capitán ayudado por Elistan.

—¿Dónde están los cadáveres de mis hombres? —preguntó Derek con sólo ver al capitán—.¿Dónde están?

—Había cosas más importantes que llevar —respondió ceñudo Elistan—. Cosas que necesitan los vivos, como armas y comida.

—Muchos hombres buenos han encontrado su morada final bajo las aguas. Me temo que vuestros hombres no serán los primeros... ni los últimos —añadió el capitán.

Derek pareció disponerse a responder, pero el capitán. con expresión triste y fatigada dijo:

—He dejado allí a seis de mis hombres esta noche, señor. A diferencia de los vuestros, estaban vivos cuando iniciamos el viaje. Por no mencionar el hecho de que mi barco, mi forma de ganarme la vida, también ha quedado allí. No creo que pueda añadir nada más, si comprendéis lo que quiero decir.

—Siento vuestra pérdida, capitán —respondió Derek con torpeza—. Y os admiro a vos y a vuestra tripulación por todo lo que intentasteis hacer.

El capitán murmuró algo y se quedó en pie, mirando vagamente la playa, como si se sintiera perdido.

—Enviamos a vuestros hombres por la orilla, en dirección norte —le dijo Laurana señalando—. Allí, entre aquellos árboles, podremos refugiarnos.

Súbitamente, como verificando sus palabras, apareció una luz brillante: las llamas de una inmensa hoguera.

—¡Están locos! ¡El dragón volverá a lanzarse sobre nosotros! —exclamó Derek furioso.

—Una de dos, o sucede eso, o moriremos de frío. Haga su elección, señor caballero. A mí poco me importa —dijo el capitán desapareciendo en la oscuridad.

Sturm se estiraba y gruñía, intentando relajar sus helados y ateridos músculos. Flint yacía sobre la arena, dolorido y tembloroso. Cuando Laurana se arrodilló para cubrirle con su capa, se dio cuenta del frío que ella misma sentía.

Con la agitación de intentar escapar del barco y la lucha contra el dragón, se había olvidado del frío. Casi no podía recordar los detalles de la huida, salvo que cuando alcanzaban la orilla había visto al dragón lanzarse sobre ellos, y que, entonces, había buscado su arco con dedos temblorosos y ateridos. Aún se preguntaba cómo alguno había tenido la suficiente presencia de ánimo como para intentar salvar algo.

—¡El Orbe de los Dragones! —exclamó temerosa.

—Aquí, en el arcón —respondió Derek—. Con el pedazo, de lanza y esa espada elfa a la que llamáis Wyrmslayer y, ahora, supongo que deberíamos aprovechar esa hoguera.

—Yo creo que no —una extraña voz resonó en la oscuridad, y al mismo tiempo numerosas antorchas llameantes rodearon al grupo.

Los compañeros se sobresaltaron e inmediatamente desenvainaron sus armas, agrupándose alrededor del indefenso enano. Pero tras un breve instante de paralización, Laurana reparó en los rostros iluminados por las antorchas.

—¡Esperad! —gritó—. ¡Son de los nuestros! ¡Son elfos!

—¡Sois de Silvanesti! —exclamó Gilthanas vehementemente. Dejando caer su arco al suelo, caminó hacia el elfo que había tomado la palabra—. Hemos viajado durante mucho tiempo en la oscuridad —dijo en idioma elfo, alargando una mano—. Bien hallado, herman...

Nunca pudo acabar de formular el antiguo saludo, pues el que dirigía el grupo de elfos dio un paso hacia delante, golpeó a Gilthanas en el rostro con el extremo de su vara y le hizo caer en tierra inconsciente.

Sturm y Derek alzaron inmediatamente sus espadas. El acero relampagueó a la luz de las antorchas.

—¡Deteneos ! —gritó Laurana en el idioma de los elfos. Arrodillándose junto a su hermano, echó hacia atrás la capucha de su capa para que la luz iluminara su rostro—.Somos vuestros primos. ¡Somos de Qualinesti y estos humanos son Caballeros de Solamnia!

—¡Sabemos perfectamente quienes sois! —el jefe elfo escupió las palabras—. ¡Espías de Qualinesti! y no nos parece nada extraño que viajéis en compañía de humanos. Hace mucho que vuestra sangre ha sido contaminada. Lleváoslos —dijo haciendo una señal a sus hombres—. Si no os acompañan pacíficamente, ya sabéis lo que tenéis que hacer. y averiguad qué han querido decir al mencionar el Orbe de los Dragones...

Los elfos dieron un paso hacia adelante.

—¡No! —gritó Derek dando un salto y situándose junto al arcón—. ¡Sturm, no deben arrebatamos el Orbe!

Pero Sturm ya había pronunciado el saludo de los Caballeros ante el enemigo y avanzaba empuñando la espada.

—Parece que va a haber pelea. Que así sea —dijo el cabecilla de los elfos alzando su arma.

—¡Os digo que esto es una locura! —chilló Laurana furiosa, situándose entre las relucientes espadas.

Los elfos se detuvieron indecisos. Sturm la agarró para hacerla retroceder, pero la muchacha consiguió soltarse.

—Los goblins y los draconianos, malignos y repugnantes, no caen en la bajeza de luchar entre ellos —la voz le temblaba de rabia—, mientras que nosotros, los elfos, antigua encarnación del bien, ¡pretendemos matarnos los unos a los otros! ¡Mirad! —la muchacha levantó la tapa del arcón y lo abrió—. ¡Aquí tenemos la esperanza de la salvación del mundo! Es uno de los Orbes de los Dragones. Lo sacamos del Muro de Hielo corriendo un grave riesgo. Nuestro barco ha quedado destrozado en las aguas. Conseguimos hacer huir al dragón que intentaba arrebatárnoslo. Y, después de todo esto... ¡resulta que lo más peligroso es nuestra propia gente! Si esto es verdad, si hemos caído tan bajo, entonces matadnos ahora y os juro que ninguna persona de este grupo intentará deteneros.

Sturm, que no comprendía el idioma elfo, vio que los elfos bajaban las armas.

—Bueno, sea lo que sea lo que les ha dicho, parece que ha funcionado, —de mala gana, envainó su espada. Derek, tras un instante de vacilación, bajó su arma pero no la guardó en la funda.

—Tomaremos en consideración vuestra historia —comenzó a decir torpemente en común el jefe elfo, pero se interrumpió al oír gritos y chillidos a cierta distancia.

Los compañeros vieron que unas oscuras sombras rodeaban la hoguera. El elfo miró hacia allí, aguardó hasta que se hizo el silencio, y luego se volvió al grupo de nuevo, en particular a Laurana, que se había inclinado sobre su hermano.

—Puede que hayamos actuado precipitadamente, pero cuando hayáis vivido aquí durante algún tiempo, lo comprenderéis.

—¡Nunca llegaré a entenderlo! —exclamó Laurana entre sollozos.

Un elfo apareció en la oscuridad.

—Humanos, señor —Laurana le escuchó informar en el idioma elfo—. Por su apariencia son marineros. Dicen que su barco ha sido atacado por un dragón y se ha estrellado en las rocas.

—¿Lo habéis comprobado?

—Encontramos restos del naufragio flotando en la orilla. Los humanos están exhaustos y medio ahogados, no han ofrecido ninguna resistencia. No creo que hayan mentido.

El jefe elfo se volvió hacia Laurana.

—Parece que vuestra historia es cierta —dijo, hablando una vez más en común—. Me han informado que los humanos capturados son marineros. No os preocupéis por ellos. Desde luego los haremos prisioneros. No podemos permitir que los humanos ronden esta isla, con todos los problemas que tenemos. Pero los trataremos bien. No somos goblins—añadió agriamente—. Lamento haber golpeado a vuestro amigo...

—Hermano —replicó Laurana—. E hijo menor del Orador de los Soles. Soy Lauralanthalasa, y él es Gilthanas. Somos de la casa real de Qualinesti.

El elfo pareció palidecer al oír las noticias, pero inmediatamente recuperó la serenidad.

—Vuestro hermano será bien atendido. Haré llamar a un sanador ...

—¡No necesitamos a vuestro sanador! —dijo Laurana—. Ese hombre... —explicó señalando a Elistan— es clérigo de Paladine. El ayudará a mi hermano...

—¿Un humano? —preguntó el elfo en tono incrédulo.

—¡Sí, un humano! —chilló Laurana con impaciencia—. ¡Los elfos han golpeado a mi hermano! y recurro a los humanos para que lo curen. Elistan...

El clérigo dio un paso hacia adelante pero, a una señal de su cabecilla, varios elfos lo sujetaron rápidamente, inmovilizándolo. Sturm se dispuso a acudir en su ayuda, pero Elistan lo detuvo con un gesto, mirando a Laurana intencionadamente. El caballero retrocedió, comprendiendo el silencioso mensaje de Elistan. Sus vidas dependían de la elfa.

—¡Soltadlo! —ordenó Laurana—. ¡Dejadle ayudar a mi hermano!

—No puedo creer que sea un clérigo de Paladine, princesa Laurana —dijo el elfo—. Todos sabemos que los clérigos desaparecieron de Krynn cuando los antiguos dioses nos abandonaron. No sé quién es este charlatán ni cómo ha conseguido que le creyerais, pero no permitiré que este humano ponga sus manos sobre un elfo.

—¿Ni siquiera sobre un elfo enemigo?

—Ni aunque hubiera matado a mi propio padre y ahora, princesa Laurana, debo hablar con vos en privado para intentar explicaros lo que está sucediendo en Ergoth del Sur.

Al ver titubear a Laurana, Elistan dijo:

—Ve, querida. Eres nuestra única posibilidad de salvación. Yo me quedaré junto a Gilthanas.

—Muy bien —dijo Laurana incorporándose. Con expresión pálida se alejó del grupo con el elfo

—Esto no me gusta nada —dijo Derek frunciendo el entrecejo—. Les explicó demasiado cosas sobre el Orbe, y no hubiera debido hacerlo.

—Nos oyeron hablar de él—respondió Sturm fatigado.

—Sí, ¡Pero les dijo dónde estaba! No confío en ella... ni en su gente. ¿Quién sabe qué tipo de trato estarán haciendo...?

—¡Esto ya es demasiado! —rechinó una voz.

Ambos hombres se volvieron sorprendidos y descubrieron a Flint poniéndose en pie. Aunque sus dientes aun castañeaban, el enano le dirigió a Derek una helada mirada.

—Estoy com..completamente harto d...de ti, señor Su..supremo y Poderoso —el enano apretó los dientes para que dejaran de castañear el tiempo suficiente para poder hablar.

Sturm se dispuso a intervenir, pero el enano lo apartó a un lado para enfrentarse a Derek. La imagen era bastante cómica, y Sturm la recordó a menudo con una sonrisa. ¿Podría en alguna ocasión explicársela a Tanis? Flint, con su larga barba blanca empapada y desgreñada, con las ropas goteando, formando charcos a sus pies, y llegándole a Derek sólo a la altura del cinturón, regañó al alto y orgulloso caballero solámnico como podría haber regañado a Tasslehoff.

—¡Vosotros , los caballeros, habéis vivido tanto tiempo protegidos por las espadas y las armaduras que vuestros cerebros se han convertido en una masa amorfa! —profirió el enano—. Si es que alguna vez habéis tenido cerebro, cosa que dudo. He visto a esa muchacha pasar de ser una joven mimada, a convertirse en la bella mujer que es ahora y te digo que no existe persona más noble y valiente en todo Krynn. Lo que no puedes tolerar es que acabe de salvar tu pellejo. ¡Eso no puedes soportarlo!

El rostro de Derek enrojeció bajo la luz de las antorchas.

—No necesito que los enanos ni los elfos me defiendan... —comenzaba a decir Derek cuando Laurana regresó corriendo con ojos relampagueantes.

—¡Cómo si el mal no fuera ya suficiente, lo encuentro extendido entre los de mi propia raza! —murmuró la elfa con los labios apretados.

—¿Qué sucede? —preguntó Sturm.

—La situación es la siguiente: En estos momentos hay tres razas de elfos viviendo en Ergoth del Sur...

—¿Tres razas? —interrumpió Tasslehoff mirando a Laurana con profundo interés—. ¿Cuál es la tercera raza? ¿De dónde vienen? ¿Podría verlos? Nunca había oído...

Aquello era demasiado para Laurana.

—Tas, ve a quedarte con Gilthanas y dile a Elistan que venga —dijo en tono severo.

—Pero...

Sturm le dio al kender un empujón.

—Ve —le ordenó.

Tasslehoff, dolido, se dirigió desconsolado hasta donde se encontraba Gilthanas. El kender se dejó caer sobre la arena haciendo mohines. Antes de reunirse con los demás, Elistan le dio unos golpecillos en el hombro.

—Los elfos Kalanesti, conocidos en el idioma común como los Elfos Salvajes, son la tercera raza —prosiguió Laurana—. Lucharon a nuestro lado durante las guerras de Kinslayer. Como recompensa por su lealtad, Kith-Kanan les otorgó las montañas de Ergoth —eso fue antes de que Qualinesti y Ergoth quedaran divididos por el Cataclismo —. No me sorprende nada que nunca hayáis oído hablar de los Elfos Salvajes, o Elfos Limítrofes, como también se les llamaba. Son reservados y se mantienen apartados, son feroces luchadores que sirvieron bien a Kith-Kanan, pero nunca han amado las ciudades. Se mezclaron con los Druidas y aprendieron de su saber. También recuperaron las costumbres de los antiguos elfos. Mi gente los considera unos bárbaros —tal como vuestra gente considera bárbaros a las razas de las Llanuras.

—Hace algunos meses, cuando los Silvanesti se vieron obligados a dejar su antiguo hogar, se refugiaron aquí, pidiendo la aprobación de los Kalanesti para morar temporalmente en estas tierras. Luego llegó mi gente, los Qualinesti. De esta forma, una raza que había estado separada durante tantos cientos de años, ha acabado reuniéndose.

—No veo la importancia que esto pueda tener... —interrumpió Derek.

—Acabarás comprendiéndolo, ya que nuestras vidas dependen, en parte, de la comprensión de lo que está ocurriendo en esta triste isla... —a la elfa le falló la voz. Elistan se acercó a ella y la rodeó con el brazo intentando reconfortarla.

—Todo empezó bastante pacíficamente. Después de todo, las dos razas exiliadas tenían mucho en común —ambas habían tenido que abandonar su amada tierra natal debido al mal reinante en el mundo—. Establecieron sus hogares en la isla; los Silvanesti en la costa oeste y los Qualinesti en la este. Ambas costas están separadas por un estrecho conocido con el nombre de Thon-Tsalarian, que en Kalanesti significa «río de los Muertos». Los Kalanesti viven en las praderas que hay al norte del río. Al principio tanto los Silvanesti como los Qualinesti intentaron iniciar una relación amistosa entre ellos, pero pronto empezaron los problemas, ya que ambas familias de elfos no pudieron convivir ni siquiera después de cientos de años, sin que los viejos odios y diferencias salieran a la luz —Laurana cerró un instante los ojos—. El río de los Muertos bien podría llamarse Thon-Tsararoth, río de la Muerte.

—Venga, muchacha —dijo Flint tocando la mano de la elfa—. Los enanos también hemos pasado por ello. Ya viste como fui tratado en Thorbardin —un enano de las Colinas entre los enanos de las Montañas. De todos los odios, el más cruel de todos es el que se da entre familias.

—Todavía no había muerto nadie, pero los ancianos estaban tan horrorizados al pensar en lo que pudiera ocurrir —los elfos matándose los unos a los otros—, que decretaron que nadie podría cruzar el estrecho, bajo pena de arresto —continuó diciendo Laurana—. Ya sí es como están las cosas. Ninguno de los bandos confía en el otro. ¡Incluso se han acusado unos a otros de venderse a los Señores de los Dragones! En ambos bandos se han capturado espías del bando contrario.

—Esto explica que nos atacaran —murmuró Elistan.

—¿Y qué ocurre con los Kal—Kal... —balbuceó Sturm sin conseguir pronunciar la palabra en elfo.

—Los Kalanesti. Ellos, que nos permitieron compartir su territorio, han sido los que han llevado la peor parte. Siempre han sido pobres en bienes materiales. Pobres para nosotros, pero no para ellos. Viven en los bosques y montañas, tomando lo que necesitan de la tierra, y son cazadores. No cultivan cosechas ni tampoco forjan metales. Cuando llegamos aquí, nuestras joyas de oro y nuestras armas de acero les hicieron pensar que éramos ricos. Muchos de sus jóvenes se dirigieron a los Qualinesti y a los Silvanesti para intentar aprender los secretos de hacer brillar la plata, el oro... y el acero.

Laurana se mordió el labio y sus rasgos se endurecieron.

—Tengo que decir, avergonzada, que mi gente se ha aprovechado de la pobreza de los Elfos Salvajes. Los Kalanesti trabajan de esclavos entre nosotros. Por este motivo sus ancianos son cada vez más salvajes y agresivos, pues han visto marchar a sus jóvenes y presienten que su vida está amenazada.

—¡Laurana! —gritó Tasslehoff. La elfa se volvió.

—Mira —le dijo en voz baja a Elistan—. Ahí está uno de ellos —el clérigo vio a una ágil mujer joven, o al menos supuso que lo era por su larga cabellera, que iba vestida con ropa masculina. El personaje se arrodilló junto a Gilthanas y le tocó la frente. Gilthanas se agitó y gimió de dolor. La Kalanesti rebuscó en una bolsa que llevaba y comenzó a mezclar algo en una pequeña copa de arcilla.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Elistan.

—Por lo que parece es el «sanador» que enviaron a buscar —dijo Laurana examinándola atentamente—. Los Kalanesti destacan por sus habilidades druídicas.

Elfos Salvajes era un nombre apropiado, decidió Elistan observando atentamente a la muchacha. Nunca había visto en Krynn a un ser, supuestamente inteligente, de aspecto tan salvaje. Iba vestida con unos calzones de cuero, enfundados dentro de unas botas del mismo material. Sobre sus hombros llevaba una camisa de hombre, seguramente robada a algún elfo noble. Su piel era pálida y estaba demasiado delgada, desnutrida. Su enmarañado cabello estaba tan sucio que era imposible distinguir su color, pero la mano que tocó a Gilthanas era esbelta y proporcionada, y en su amable rostro podía apreciarse preocupación y compasión por el elfo herido.

—Bien —dijo Sturm—, ¿y qué hacemos nosotros en medio de todo esto?

—Los Silvanesti han accedido a escoltamos hasta donde se encuentra mi gente —dijo Laurana enrojeciendo. Evidentemente ése había sido el punto de mayor controversia—. Al principio insistieron en llevarnos ante sus ancianos, pero les dije que no iría a ninguna parte sin antes saludar a mi padre y discutir el tema con él. No podían negarse. Entre todas las familias de elfos, una hija pertenece a la casa de su padre hasta que es mayor de edad. Si me hubieran retenido aquí contra mi voluntad, hubiera sido considerado como un secuestro, lo que hubiera causado hostilidades. Ninguno de ambos bandos está preparado para ello.

—¿Nos dejan marchar a pesar de saber que tenemos el Orbe de los Dragones? —preguntó Derek asombrado

—No nos dejan marchar —respondió Laurana secamente—. Dije que van a escoltarnos hasta la zona habitada por los Qualinesti.

—Pero hay una avanzada solámnica en el norte —discutió Derek—. Allí podríamos tomar un barco que nos llevara a Sancrist...

—Si intentaras escapar no vivirías lo suficiente ni para llegar a esos árboles —declaró Flint, estornudando.

—Tiene razón —dijo Laurana—. Debemos ir con los Qualinesti y convencer a mi padre para que nos ayude a transportar el Orbe a Sancrist.

Una pequeña línea oscura apareció entre sus cejas, lo cual hizo pensar a Sturm que la muchacha no creía que aquello fuera a resultar tan fácil como parecía.

—Y ahora, ya hemos hablado suficiente —continuó Laurana. Me dieron permiso para explicaros la situación, pero están ansiosos por partir. Debo atender a Gilthanas. ¿Estamos de acuerdo?

Laurana miró a los caballeros no tanto en espera de su aprobación sino más bien como si esperara una confirmación de su liderazgo. Por un instante se pareció tanto a Tanis en su actitud calma y firme que Sturm sonrió. Pero Derek no sonreía. Se sentía frustrado y furioso, sobre todo porque sabía que no había nada que él pudiera hacer.

No obstante, al final farfulló algo así como que debían intentar que todo fuera lo mejor posible y se dirigió enojado a recoger el arcón. Flint y Sturm lo siguieron.

Laurana caminó hacia su hermano, pisando silenciosamente la arena con sus botas de piel. Pero la Elfa Salvaje la oyó acercarse. Alzando la cabeza, lanzó a Laurana una temerosa mirada y se echó hacia atrás, como un pequeño animal aterrorizado ante la presencia de un hombre. Tas, que había estado charlando con ella en una extraña mezcla de Común y elfo, la tomó suavemente del brazo.

—No te vayas —dijo el kender alegremente—. Ella es la hermana del elfo noble. Mira, Laurana. Gilthanas está volviendo en sí. Debe ser esa sustancia lodosa que le ha puesto sobre la frente. Hubiera jurado que seguiría inconsciente varios días. —Tas se puso en pie —. Laurana, ésta es mi amiga... ¿cómo dijiste que te llamabas?

La muchacha temblaba violentamente sin osar alzar la mirada. Tomaba puñados de arena en la mano, que un segundo después dejaba caer. Murmuró algo que ninguno de los dos pudo oír.

—¿Cómo has dicho, pequeña? —le preguntó Laurana en un tono tan dulce y amable que la elfa alzó la mirada tímidamente.

—Silvart —dijo en voz baja.

—Ese nombre, en dialecto Kalanesti, significa «cabello de plata», ¿no? —preguntó Laurana arrodillándose junto a Gilthanas y ayudándole a incorporarse. Aturdido, Gilthanas se llevó la mano al rostro, en el que la muchacha también había extendido una espesa pasta sobre sus sangrantes mejillas.

—No lo toques —recomendó Silvart, tomando rápidamente la mano de Gilthanas entre las suyas —. Te hará bien —hablaba el idioma común sin rudeza, clara y concisamente.

Gilthanas gimió de dolor, cerrando los ojos y dejando caer la mano. Silvart lo miró preocupada. Se disponía a frotar con suavidad su rostro, cuando —tras mirar rápidamente a Laurana retiró la mano y comenzó a levantarse.

—Espera —dijo Laurana—. Espera, Silvart.

La muchacha se quedó quieta, contemplando a Laurana con tal temor en sus grandes ojos, que ésta se sintió avergonzada.

—No te asustes. Quiero darte las gracias por cuidar de mi hermano. Tasslehoff tiene razón. Pensé que la herida era realmente grave, y tú le has ayudado. Por favor, si no te importa, quédate con él.

Silvara miró hacia el suelo.

—Señora, me quedaré con él, si eso es lo que ordenáis.

—No te lo ordeno, Silvart. Sencillamente eso es lo que desearía y mi nombre es Laurana.

—Entonces me quedaré con él gustosa, seño... Laurana, si ése es tu deseo —hablaba en voz tan baja que apenas podían oír sus palabras —. En efecto, mi verdadero nombre, Silvara, significa «cabello de plata». Silvart es como me llaman ellos —dijo mirando a los guerreros Silvanesti. Luego volvió a mirar a Laurana—. Por favor, quisiera que me llamaras Silvara.

Los Silvanesti trajeron una litera que habían construido ingeniosamente con una manta y ramas de árbol, y colocaron cuidadosamente a Gilthanas en ella. Silvara comenzó a caminar a su lado acompañada de Tasslehoff, quien continuó charlando, satisfecho de encontrar a alguien que todavía no hubiera escuchando sus historias. Laurana y Elistan caminaban al otro lado de la litera. Laurana sostenía la mano de Gilthanas entre las suyas, observando a su hermano con ternura. Tras ellos avanzaba Derek, con expresión oscura y sombría, llevando sobre el hombro el arcón que contenía el Orbe de los Dragones. Les seguía uno de los guardias de los elfos de Silvanesti.

El día comenzaba a caer, lúgubre y gris, cuando llegaron a la hilera de árboles que bordeaba la orilla. Flint se estremeció. Torciendo la cabeza, contempló el mar.

—¿Qué es eso que ha dicho Derek sobre... sobre tomar un barco en dirección a Sancrist?

—Me temo que sea nuestra única posibilidad de llegar allá. También es una isla —le respondió Sturm.

—¿Y tenemos que ir allá?

—Sí.

—¿Para manejar el Orbe? ¡Si no sabemos nada de él!

—Los caballeros lo aprenderán —dijo Sturm en voz baja—. El futuro del mundo depende de ello.

—¡Puf! —resopló el enano. Lanzando una aterrorizada mirada a las oscuras aguas, sacudió la cabeza apesadumbrado—. Sólo sé que ya me he ahogado dos veces, azotado por una enfermedad mortífera...

—Estabas mareado.

—Azotado por una enfermedad mortífera —repitió Flint, desesperado, en voz alta—.Recuerda mis palabras, Sturm Brightblade, los barcos nos traen mala suerte. No hemos tenido más que problemas desde que pisamos aquel maldito bote en el lago Crystalmir. Allí fue donde ese mago loco vio por primera vez que las constelaciones habían desaparecido, y a partir de ahí, nuestra suerte ha ido empeorando. Mientras sigamos confiando en botes, nuestro viaje va a ir de mal en peor.

Sturm sonrió mientras contemplaba al enano caminar pesadamente sobre la arena. Pero su sonrisa se convirtió en un suspiro. «Ojalá fuera todo tan simple», pensó el caballero.

3 El Orador de los Soles. La decisión de Laurana.

El Orador de los Soles, señor de los elfos de Qualinesti, estaba sentado en la tosca choza de madera y barro que los elfos de Kalanesti le habían construido como vivienda. Él la consideraba insuficiente, aunque los Kalanesti pensaban que era inmensa y bien construida, apropiada para que, al menos, cinco o seis familias habitaran en ella. De hecho, la habían construido para tal fin, y quedaron muy sorprendidos cuando el orador la declaró escasamente adecuada para sus necesidades y se instaló en ella únicamente con su esposa.

Desde luego, lo que los Kalanesti no podían saber era que la casa del señor de los elfos en el exilio iba a convertirse en la sede central de todos los asuntos de los Qualinesti. Los maestros de ceremonia asumieron los mismos puestos que habían tenido en las ornamentadas salas del palacio de Qualinost. El orador, ayudado por su sobrina que le hacía de escriba, celebraba audiencias cada día a la misma hora y en el mismo tono cortesano, como lo hacía en su país, a pesar de que ahora el techo era una cúpula cubierta de barro y cañas en lugar de brillantes mosaicos, y las paredes eran de madera en lugar de cristal de cuarzo.

Vestía los ropajes de antaño y llevaba los asuntos con el aplomo de siempre. Pero había diferencias. En los últimos meses, el orador había cambiado dramáticamente, aunque aquello no había sorprendido a ninguno de los Qualinesti, porque había enviado a su hijo menor a una misión que la mayoría de ellos había considerado suicida. Y aún peor, su adorada hija había huido en pos de su amado, un semielfo. El orador no confiaba en volver a ver de nuevo a ninguno de ambos. Podía aceptar la pérdida de su hijo, Gilthanas. Después de todo, se trataba de un acto noble y heroico. El joven había guiado a un grupo de aventureros a las minas de Pax Tharkas, con el fin de liberar a los humanos prisioneros allá y, además, conseguir alejar a los ejércitos de los dragones que amenazaban Qualinesti. El plan había sido un éxito, un inesperado éxito. Los ejércitos de los dragones habían sido reclamados en Pax Tharkas, lo cual permitió a los elfos escapar hacia la costa oeste de sus tierras, y desde allí cruzar el mar en dirección a Ergoth del Sur. Pero lo que no podía aceptar era la pérdida de su hija... ni su deshonor.

Había sido Porthios, su hijo mayor, quien le había explicado fríamente el asunto, una vez descubierta la desaparición de Laurana. La muchacha había huido de su casa en pos de su amigo de infancia, Tanis el semielfo. El orador quedó desconsolado, consumido por la pena. ¿Cómo podía Laurana haber hecho una cosa así? ¿Cómo podía atraer tal desgracia sobre su familia? ¡Una princesa siguiendo a un bastardo mestizo! La huida de Laurana había enfriado la luz del sol para él. Afortunadamente, la necesidad de guiar a su gente le dio la fuerza suficiente para seguir adelante. Pero había veces en las que el orador se preguntaba si todo aquello valía la pena. Podía retirarse, ceder el trono a su hijo mayor. En cualquier caso, Porthios era el que se ocupaba de casi todo, sometiendo algunos asuntos a la opinión de su padre, pero tomando él mismo la mayoría de las decisiones. El joven y noble elfo, muy serio pese a su edad, estaba demostrando ser un jefe excelente, aunque algunos lo consideraran demasiado duro en sus tratos con los Silvanesti y los Kalanesti.

El Orador también opinaba de esta manera, y ésa era la razón principal por la que no dejaba todos los asuntos en manos de Porthios. De vez en cuando intentaba enseñarle que la moderación y la paciencia ganaban más victorias que las amenazas y el empleo de las armas. Pero Porthios consideraba a su padre blando y sentimental.

Los Silvanesti, con su rígida estructura de castas, juzgaban que los Qualinesti apenas formaban parte de la raza elfa y que los Kalanesti no formaban parte en absoluto. Los contemplaban como a una subraza de los elfos, de la misma forma que se consideraba a los enanos gully una subraza de los enanos. Porthios estaba convencido, aunque no se lo dijera a su padre, que aquello sólo podía acabar en derramamiento de sangre.

Esa opinión era compartida —al otro lado de Thon-Tsa-larian— por un noble elfo de cuello rígido y sangre fría llamado Quinath, quien, se rumoreaba, era el prometido de la princesa Alhana Starbreeze. Quinath era ahora el jefe de los Silvanesti, debido a la inexplicable ausencia de la princesa Alhana. Él y Porthios fueron quienes dividieron la isla entre dos naciones guerreras de elfos, ignorando por completo a la tercera raza.

En ambas fronteras se impedía con arrogancia la entrada a los Kalanesti; se comunicaba con ellos como uno puede comunicarse con un perro al que no se quiere dejar entrar en la cocina. Los Kalanesti, conocidos por su carácter huraño, se enfurecieron al descubrir que sus tierras estaban siendo divididas y parceladas. La caza resultaba cada vez más difícil. Los animales de los que los Elfos Salvajes dependían para sobrevivir, estaban siendo aniquilados en gran número para alimentar a los refugiados. Como Laurana había dicho, el río de los Muertos podía, en cualquier momento, teñirse de sangre y cambiar trágicamente de nombre.

Por tanto el orador se encontró viviendo en un campamento armado. Pero cada vez que se lamentaba de ello, se perdía en tal multitud de lamentos que, poco a poco, se fue insensibilizando. Nada le afectaba. Se retiró a su casa de barro y fue permitiendo que Porthios se ocupara de más y más asuntos.

El orador se había levantado temprano la mañana en que los compañeros llegaron a lo que ahora se denominaba Qualin-Mori. Siempre se levantaba temprano. No tanto porque tuviera muchas cosas que hacer, sino porque ya se había pasado la mayor parte de la noche contemplando el techo. Cuando estaba tomando notas para las reuniones del día con los jefes de la Casa Real—una tarea desagradable, ya que lo único que éstos hacían era quejarse—, oyó un tumulto en el exterior de su vivienda. Se le encogió el corazón. «¿Qué ocurrirá ahora?», se preguntó temeroso. Aquellas situaciones de alarma se producían una o dos veces al día. Probablemente Porthios habría sorprendido a alguna pareja de fogososjóvenes Qualinesti y Silvanesti enzarzados en una pelea. Continuó escribiendo, con la esperanza de que el tumulto cesara. Pero en lugar de ello, fue en aumento, sonando cada vez más cercano. Supuso que habría ocurrido algo más serio, y se preguntó una vez más qué haría si los elfos entraran en guerra de nuevo.

Dejando caer la pluma de ave, se envolvió todavía más en su regia túnica y aguardó con horror. Oyó que los centinelas se ponían en posición de firmes, así como la voz de Porthios pronunciando el tradicional saludo a los que piden entrada. Miró temerosamente hacia la puerta que comunicaba con sus habitaciones privadas, temiendo que su esposa pudiera ser molestada; estaba enferma desde que salieron de Qualinesti. Temblando, se puso en pie y, asumiendo la fría y ceñuda expresión que se había acostumbrado a utilizar, anunció que podían entrar.

Uno de los centinelas abrió la puerta con la pretensión de anunciar a alguien. Pero la voz le falló y, antes de que pudiera hablar, un esbelto y alto personaje vestido con una pesada capa de pieles con capucha, empujó al guardia a un lado y corrió hacia el jefe de los elfos. Asustado y reparando sólo en que el personaje iba armado con arco y espada, éste retrocedió alarmado.

El personaje se sacó la capucha. El orador vio caer una cabellera de color miel enmarcando un rostro de mujer... un rostro que destacaba, incluso entre los elfos, por su delicada belleza.

—¡Padre! —gritó Laurana arrojándose a sus brazos.


El regreso de Gilthanas, a quien su gente creía muerto desde hacía tiempo, fue motivo de la mayor celebración que los Qualinesti hubieran organizado desde la noche que los compañeros habían sido agasajados, antes de partir hacia el Sla-Mori.

Gilthanas ya se había recuperado lo suficiente de sus heridas como para poder asistir al festejo, y la única señal que le quedaba de ellas era una pequeña cicatriz en el pómulo. Este hecho llamó la atención a Laurana y a sus amigos, pues habían visto el terrible golpe que le había asestado el elfo de Silvanesti. No obstante, cuando Laurana se lo mencionó a su padre, el orador dijo que los Kalanesti tenían amigos druidas que habitaban los bosques; probablemente habrían aprendido de ellos los procedimientos de las artes curativas.

Esta respuesta molestó a Laurana, quien sabía que esas artes eran muy escasas en Krynn. Deseó discutirlo con Elistan, pero el clérigo se había encerrado durante horas con su padre, quien pronto quedó muy impresionado por los verdaderos poderes de aquel hombre.

A Laurana le alegró mucho que su padre aceptara a Elistan —aún recordaba cómo había tratado el orador a Goldmoon cuando la mujer bárbara llegó a Qualinesti llevando el medallón de Mishakal, diosa de la Curación. Pero Laurana echaba de menos a su sabio mentor. A pesar de sentirse muy feliz de estar con los suyos, estaba comenzando a comprender que para ella su hogar había cambiado y que nunca volvería a ser el mismo.

Todos parecían muy contentos de verla, pero la trataban con la misma cortesía con la que trataban a Derek, a Sturm, a Flint y a Tas. Era una extraña. Hasta sus propios padres, una vez pasada la emoción inicial de la bienvenida, la trataron de forma fría y distante. Esto quizá no le hubiera preocupado de no ser por lo efusivos que se habían mostrado ante el regreso de Gilthanas. ¿Cuál era la diferencia? Laurana no podía comprenderlo. Fue su hermano mayor, Porthios, quien le abrió los ojos.

El incidente comenzó en la fiesta.

—Encontrarás nuestras vidas muy diferentes a la vida que llevábamos en Qualinesti —le dijo esa noche su padre a su hermano cuando tomaban asiento en el banquete, que se celebraba en una gran sala construida por los Kalanesti—. Pero pronto te acostumbrarás a ello.

Volviéndose hacia Laurana, se dirigió a ella con solemnidad:

—Me gustaría mucho que volvieras a ocupar tu viejo lugar de escriba junto a mí, pero sé que te hallarás muy ocupada en otros asuntos de la corte.

Laurana se sorprendió. Desde luego no tenía intención de quedarse, pero le dolió sentirse reemplazada en lo que se suponía era la ocupación tradicional de la hija de una casa real. También le dolía el que, a pesar de haber hablado con su padre de su propósito de llevar el Orbe a Sancrist, él, aparentemente, ignorara el hecho.

—Orador —dijo lentamente, intentando evitar todo matiz de enojo en su voz—, ya te lo he dicho. No podemos quedarnos. ¿Es que no nos has escuchado cuando Elistan y yo te hablábamos? ¡Hemos descubierto uno de los Orbes de los Dragones! ¡Ahora tenemos los medios para controlar a esas fieras malignas y poner fin a esta guerra! Hemos de llevar el Orbe a Sancrist...

—¡Ya basta, Laurana! —exclamó su padre con severidad, intercambiando miradas con Porthios. Su hermano la contempló con el ceño fruncido—. No sabes de lo que hablas, Laurana. El Orbe de los Dragones es una verdadera conquista, y no deberíamos discutir sobre él aquí. En cuanto a lo de llevarlo a Sancrist, eso es totalmente imposible.

—Le ruego me disculpe, señor —dijo Derek poniéndose en pie e inclinando respetuosamente la cabeza—, pero vos no podéis opinar sobre ese asunto. El Orbe no es vuestro. Fui enviado por el Consejo de los Caballeros a recuperar uno de los Orbes de los Dragones, si era posible. Lo he conseguido y mi intención es llevarlo allí, tal como me ordenaron. Vos no tenéis derecho a detenerme.

—¿Ah, no? —los ojos del orador centellearon con furia—. Mi hijo, Gilthanas, lo trajo a esta tierra, la cual los Qualinesti consideramos nuestra patria en el exilio. Esto lo hace nuestro por derecho.

—Yo nunca dije eso, padre —intervino Gilthanas, enrojeciendo al ver que los ojos de sus compañeros se volvían hacia él—. No es mío. Pertenece a todos nosotros...

Porthios le dirigió a su hermano menor una furiosa mirada. Gilthanas balbuceó y guardó silencio.

—Si es de alguien, es de Laurana —declaró Flint Fireforge, sin dejarse intimidar por las enojadas miradas de los elfos—, ya que ella fue la que mató a Feal-thas, el maligno hechicero elfo, convertido en Señor del Dragón.

—Si es de Laurana —dijo el Orador—, entonces es mío por derecho. Ya que ella no tiene aún edad... los suyo es mío, puesto que soy su padre. Esa es la ley elfa y, si no me equivoco, también es la ley de los enanos.

—¡Qué extraño me resulta esto! —comentó alegremente el kender, que se había perdido la mayor parte de la conversación—. Según la ley de los kenders, si es que existe alguna ley entre los kenders, todo el mundo es dueño de todas las cosas.

Eso era bastante cierto. El poco respeto de los kenders hacia las posesiones de los demás se extendía a las suyas propias. En casa de un kender nada duraba demasiado tiempo, a menos que estuviera clavado en el suelo. Cualquier vecino podía entrar, admirar un objeto, y llevárselo despistadamente. Entre los kenders, la herencia de una familia consistía en todo lo que permaneciera en la casa durante más de tres semanas.

Después de esto nadie abrió la boca. Flint le dio una patada a Tas por debajo de la mesa, y el kender, dolido, guardo silencio y se estuvo quieto hasta que descubrió que su vecino de mesa, un elfo noble que se había levantado de la mesa, había olvidado su bolsa. El kender se entretuvo felizmente el resto de la velada revolviendo las posesiones del elfo.

Flint, que normalmente hubiera mantenido al kender estrechamente vigilado, no reparó en ello debido a sus otras preocupaciones. Era obvio que iba a haber problemas. Derek estaba furioso. Lo único que le mantenía sentado a la mesa era el rígido Código de los Caballeros. Laurana estaba callada y no comía nada, su piel morena había palidecido. La muchacha se entretenía haciendo pequeños agujeros en el mantel de hilo con el tenedor. Flint le dio un codazo a Sturm.

—Pensamos que haber sacado el Orbe del Muro de Hielo había sido una ardua tarea —dijo Flint en voz baja—. Allá sólo tuvimos que escapar de un mago chalado y de unos pocos hombres-morsa. ¡Ahora estamos rodeados por tres naciones de elfos!

—Tendremos que hacerles entrar en razón —le respondió Sturm.

—¡Entrar en razón! ¡Me parece que sería más fácil hacer entrar en razón a una piedra!

Después de la cena, y cuando los elfos se hubieron marchado, los compañeros permanecieron en la mesa por expreso deseo del Orador. Gilthanas y su hermana estaban sentados uno al lado del otro con expresión preocupada y sombría, mientras Derek se ponía en pie ante el Orador para intentar hacerle «entrar en razón».

—El Orbe es nuestro —declaró Derek fríamente—. Vos no tenéis ningún derecho sobre él. Desde luego no pertenece ni a vuestra hija ni a vuestro hijo. Ellos viajaron conmigo solamente debido a mi cortesía, después de que yo los rescatara de la destrucción de Tarsis. Me alegro de haber sido capaz de escoltarlos de vuelta a su tierra, y os agradezco a vos vuestra hospitalidad, pero parto mañana hacia Sancrist, y pienso llevar el Orbe conmigo.

Porthios se puso en pie para enfrentarse a Derek.

—El kender puede decir que el Orbe de los Dragones es suyo, pero eso no tiene ninguna importancia. Ahora está en manos de los elfos, y aquí va a quedarse. ¿Crees que estamos tan locos como para permitir que algo tan valioso caiga en manos de los humanos y pueda causar más problemas a este mundo?

—¡Más problemas! —exclamó Derek—. ¿Te das cuenta de las tribulaciones que tiene el mundo ahora? Los dragones os sacaron de vuestra tierra natal. ¡Ahora se están aproximando a nuestras tierras! Nosotros, a diferencia de vosotros, no tenemos intención de salir corriendo. ¡Nos quedaremos allí y lucharemos! Este Orbe podría ser nuestra única esperanza...

—Tienes mi permiso para regresar a tu tierra y arder vivo, si eso es lo que deseas—respondió Porthios—. Vosotros los humanos fuisteis los que hicisteis revivir este antiguo mal. Es justo que seáis vosotros los que luchéis contra él. Los Señores de los Dragones tienen lo que quieren de nosotros. Indudablemente nos dejarán en paz. Aquí, en Ergoth, el Orbe estará a salvo.

—¡Estúpido! —Derek golpeó la mesa con el puño—. Los Señores de los Dragones tienen un único propósito, ¡conquistar todo Ansalon! ¡Eso incluye esta miserable isla! Puede que estéis seguros aquí durante un tiempo, pero si nosotros caemos, vosotros también caeréis.

—Sabes que está diciendo la verdad, padre —dijo Laurana con gran osadía.

Las mujeres elfas no asistían a las reuniones de guerra, y mucho menos intervenían en ellas. Laurana estaba presente únicamente por su especial posición. Poniéndose en pie, se enfrentó a su hermano, que la contempló con furia, y dijo:

—Porthios, nuestro padre nos dijo en Qualinesti que el Señor del Dragón quería, no sólo nuestras tierras, ¡sino el exterminio de nuestra raza! ¿Lo has olvidado?

—¡Bah! Eso lo dijo Verminaard, y ya está muerto...

—Sí, gracias a nosotros, ¡No a ti!

—¡Laurana! —el Orador de los Soles se puso en pie. Era más alto que su hijo mayor, y que todos los allí reunidos—. Te olvidas de ti misma, joven mujer. No tienes ningún derecho a hablarle de esta forma a Porthios. En nuestro viaje nosotros también nos enfrentamos a grandes peligros. El recordó su obligación y sus responsabilidades, igual que Gilthanas. Ellos no salieron corriendo tras un bastardo semielfo como una descarada humana prostit... —el orador se interrumpió con brusquedad.

Laurana palideció totalmente, tambaleándose, se sujetó a la mesa para no perder el equilibrio. Gilthanas se puso en pie con la intención de sostenerla, pero ella lo empujó a un lado.

—Padre —dijo con una voz que ella misma no pudo reconocer como propia—, ¿qué ibas a decir?

—Déjalo, Laurana —le rogó Gilthanas—. Él no quiso decir eso. Hablaremos por la mañana.

El orador no dijo nada, pero su expresión era fría y sombría.

—¡Ibas a decir «prostituta»!

—Ve a tus habitaciones, Laurana —le ordenó el orador con voz tensa.

—O sea que eso es lo que piensas de mí. Ése es el motivo por el que todo el mundo me mira y deja de hablar en cuanto yo me acerco. Una prostituta humana...

—Hermana, haz lo que tu padre dice —dijo Porthios—. Por lo que se refiere a lo que pensamos de ti... recuerda que tú misma te lo has buscado. ¿Qué esperas? ¡Mírate, Laurana! Vas vestida como un hombre. Llevas con orgullo una espada manchada de sangre. ¡Hablas con locuacidad de tus «aventuras»! Viajas con esa gente... ¡enanos y humanos! Pasas las noches con ellos. Pasas las noches con tu amante bastardo. ¿Dónde está él? Se ha cansado ya de ti y...

La luz del fuego centelleó ante los ojos de Laurana. El calor de las llamas recorrió su cuerpo para ser reemplazado un segundo después por un frío terrible. No podía ver nada, y sólo recordaba una horrible sensación de caída... Recordaba haber oído voces en la distancia, y unos rostros deformados que se inclinaban sobre ella.

—Laurana, hija mía...

Luego ya no oyó nada más.


—Señora...

—¿Qué? ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? No... ¡no puedo ver nada! ¡Ayúdame!

—Señora, tomad mi mano. Shhh... Estoy aquí. Soy Silvara. ¿Me recordáis?

Laurana sintió que unas manos suaves tomaban las suyas y la ayudaban a incorporarse.

—¿Podéis beber esto, señora?

La muchacha le acercó una copa a los labios. Laurana bebió un sorbo, saboreando el agua fría y transparente. Tomando la copa la bebió con avidez, sintiendo que refrescaba su ardiente sangre. Recuperó las fuerzas y se encontró con que podía ver de nuevo. Cerca de su cama ardía una pequeña vela. Se encontraba en una habitación en casa de su padre. Sus ropas estaban sobre un tosco banco de madera, junto a su espada. Su bolsa se hallaba en el suelo. Al otro lado del lecho, estaba sentada una niñera, profundamente dormida, con la cabeza apoyada sobre una mesa.

Laurana se volvió hacia Silvara, quien al percibir la pregunta que se adivinaba en los ojos de la princesa elfa, se llevó un dedo a los labios.

—Hablad en voz baja —le dijo la Elfa Salvaje—. No, no lo digo por ella —Silvara dirigió una mirada a la niñera—, dormirá profundamente durante muchas horas antes de que se le pase el efecto de la poción. Pero hay más gente en la casa y puede que no estén dormidos. ¿Os encontráis mejor?

—Sí —respondió Laurana, aturdida—. No recuerdo...

—Os desmayasteis. Les oí comentarlo cuando os trajeron aquí. Vuestro padre está verdaderamente apenado. El no quería decir lo que dijo, pero creo que le heristeis terriblemente...

—¿Cómo lo sabes?

—Estaba escondida, entre las sombras, en aquel rincón. La vieja niñera dijo que estabais bien, que sólo necesitabais un poco de descanso, y ellos se marcharon. Cuando ella fue a buscar una manta, le puse un somnífero en el te...

—¿Por qué? —preguntó Laurana. Al mirar más atentamente a la muchacha, Laurana pensó que la Elfa Salvaje debía ser una mujer muy bella o que podía serlo si se deshacía de la capa de mugre y porquería que llevaba encima.

Silvara, notando el escrutinio de Laurana, enrojeció avergonzada.

—Me escapé de los Silvanesti, señora, cuando os trajeron a esta parte de la isla.

—Laurana. Por favor, pequeña, llámame Laurana.

—Laurana —corrigió Silvara aún colorada—. Regresé para preguntaros si podéis llevarme con vos cuando partáis.

—¿Partir? Yo no me voy...

—¿Ah, no?

—No... no lo sé —respondió Laurana confusa.

—Puedo seros de utilidad. Conozco un camino entre las montañas para llegar al puesto de avanzada de los Caballeros, donde los barcos de alas blancas se hacen a la mar. Os ayudaré a dejar la isla.

—¿Por qué harías eso por nosotros? —le preguntó Laurana—. Lo siento, Silvara, no pretendo ser suspicaz, pero no nos conoces, y lo que propones es muy peligroso. Seguramente podrías escapar más fácilmente si te fueras sola

—Sé que lleváis con vosotros el Orbe de los Dragones —susurró Silvara.

—¿Cómo lo sabes?

—Oí a los Silvanesti comentarlo cuando os dejaron en el río.

—¿Y cómo sabías lo que era?

—Mi... gente sabe historias... sobre él. Sé que es importante para poner fin a esta guerra. Vuestra gente y los elfos de Silvanesti regresarán entonces a sus hogares y dejarán vivir en paz a los Kalanesti. Esta es una de las razones y... —Silvara se quedó callada durante un instante, y después habló tan bajo que Laurana a duras penas consiguió oírla —. Eres la primera persona que encuentro que conoce el significado de mi nombre.

Laurana la miró atónita. La muchacha parecía sincera, pero no la creía. ¿Por qué iba a arriesgar su vida para ayudarles? Tal vez fuera una espía de los Silvanesti, enviada para conseguir el Orbe. Parecía poco probable, pero cosas más extrañas...

Laurana intentó pensar. ¿Podían confiar en Silvara? ¿Podría ella ayudarles a salir de la isla? Aparentemente no tenían elección. Si tenían que internarse en las montañas, deberían atravesar las tierras de los Kalanesti. La ayuda de Silvara podía resultar muy valiosa.

—Debo hablar con Elistan —dijo Laurana—. ¿Podrías traerlo hasta aquí?

—No habrá necesidad, Laurana —respondió Silvara—. Ha estado esperando aquí fuera a que despertaras.

—¿Y los demás? ¿Dónde está el resto de mis amigos?

—Gilthanas está en la casa de vuestro padre, por supuesto, —¿era imaginación de Laurana, o en verdad Silvara se había sonrojado al pronunciar ese nombre ?—. A los demás se les ha instalado en las dependencias para invitados.

Silvara se alejó de su lado. Caminando de puntillas por la habitación, se dirigió hacia la puerta, la abrió e hizo una señal.

—¿Laurana?

—¡Elistan! —Laurana se lanzó a los brazos del clérigo. Posando la cabeza sobre su pecho, la muchacha cerró los ojos, sintiendo que los fuertes brazos de Elistan la abrazaban con ternura. Entonces tuvo la sensación de que todo iba a ir bien, Elistan se encargaría de todo, él sabría qué hacer

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó el clérigo—. Tu padre...

—Sí, ya lo sé. —Laurana lo interrumpió. Sentía una dolorosa punzada en el corazón cada vez que alguien mencionaba a su padre —. Tienes que decidir qué es lo que hemos de hacer, Elistan. Silvara se ha ofrecido a ayudarnos a escapar. Podríamos partir esta noche y llevarnos el Orbe.

—Si esto es lo que quieres hacer, querida, no deberías perder más tiempo —dijo Elistan tomando asiento a su lado.

Laurana parpadeó.

—Elistan, ¿qué quieres decir? Debes venir con nosotros...

—No, Laurana —dijo Elistan tomando la mano de la elfa entre las suyas—. Si haces esto, tendrás que hacerla tú sola. He solicitado la ayuda de Paladine, y debo quedarme aquí, con los elfos. Creo que si me quedo, podré convencer a tu padre de que soy un clérigo de los verdaderos dioses. Si me voy, siempre creerá que soy un charlatán, como dice tu hermano.

—¿Y qué ocurrirá con el Orbe de los Dragones?

—Eso depende de ti, Laurana. En esto los elfos se equivocan. Seguramente llegará el día en que lo comprendan. Pero desgraciadamente no disponemos de siglos para convencerlos. Creo que deberías llevar el Orbe a Sancrist.

—¿Yo? —Laurana dio un respingo—. ¡No puedo!

—Querida —dijo Elistan con firmeza—, debes comprender que si tomas esta decisión, la carga del mando recaerá sobre ti. Sturm y Derek están demasiado ocupados en su propia discusión y, además, son humanos. Tendréis que tratar con elfos; con los tuyos y con los Kalanesti. Gilthanas está del lado de tu padre. Eres la única que tiene probabilidades de conseguirlo.

—Pero no soy capaz...

—Eres mucho más capaz de lo que tú crees, Laurana. Tal vez, todo lo que has pasado hasta ahora haya sido una preparación para esto. No debes perder más tiempo. Adiós, querida —Elistan se puso en pie y posó su mano sobre la cabeza de Laurana—. Que la bendición de Paladine, y la mía propia, te acompañen.

—¡Elistan! —susurró Laurana, pero el clérigo se había ido. Silvara cerró cuidadosamente la puerta.

Laurana volvió a tenderse en la cama, intentando pensar. «Elistan tiene razón. El Orbe de los Dragones no puede quedarse aquí. Y si tenemos que escapar, debe ser esta noche.¡Pero todo está sucediendo tan deprisa! ¡Y todo depende de mí! ¿Puedo confiar en Silvara? ¿Pero por qué preguntármelo? Ella es la única que puede guiarnos. Entonces todo lo que tengo que hacer es tomar el Orbe y la lanza, y liberar a mis amigos. Sé cómo conseguir los objetos pero, y mis amigos...

De pronto Laurana supo lo que debía hacer. Se dio cuenta de que, sin ser consciente de ello, lo había estado planeando, incluso mientras hablaba con Elistan.

«Esto me compromete», pensó. «No podré volverme atrás. Robar el Orbe, huir en la oscuridad de la noche en un país extraño y hostil... Y, además, está Gilthanas. Hemos pasado muchas cosas juntos para que ahora lo deje atrás. Pero a él la idea de robar el Orbe y huir le aterrará. Y si elige no acompañarme, ¿sería capaz de traicionarnos?

Laurana cerró los ojos por un instante, sintiéndose muy fatigada. «Tanis, ¿dónde estás? ¿Qué debo hacer? ¿Por qué depende de mí? Yo no he elegido esto», se dijo a sí misma.

Y entonces recordó haber percibido en Tanis la misma preocupación y tristeza que ahora la invadía a ella.

«Tal vez Tanis se hiciera las mismas preguntas. Siempre pensé que era muy fuerte, y quizá estaba tan perdido y asustado como yo estoy ahora. Desde luego no me cabe la menor duda de que él se había sentido abandonado por los suyos y nosotros dependíamos de él, le gustara o no. Pero lo aceptaba. Hacía lo que creía correcto», siguió pensando Laurana.

—Y eso es lo que debo hacer yo.

Rápidamente, negándose a permitirse pensar nada más, Laurana alzó la cabeza y le hizo un gesto a Silvara para que se acercara.


Sturm paseaba de un lado a otro de la pequeña y tosca cabaña que se les había asignado, incapaz de conciliar el sueño. El enano estaba tumbado sobre una cama, roncando ruidosamente. Al otro lado de la habitación, Tasslehoff yacía hecho un ovillo, encadenado a la pata de la cama por el pie. Sturm suspiró. ¿Qué nuevos problemas podían surgir?

La velada había transcurrido de mal en peor. Después de que Laurana se hubiera desmayado, Sturm se había visto obligado a contener al furioso enano. Flint había prometido destrozar a Porthios en pedazos. Derek había declarado que se consideraba un prisionero retenido por el enemigo y, como tal, su deber era intentar escapar; más adelante regresaría con los caballeros para recuperar el Orbe de los Dragones por la fuerza. Tras esta declaración fue inmediatamente arrestado y escoltado por soldados y justo cuando Sturm acababa de conseguir que el enano se calmara, apareció un elfo noble y acusó a Tasslehoff de haberle robado la bolsa.

Ahora, vigilados por una guardia doble, eran los «invitados» del Orador de los Soles.

—¿No puedes dejar de andar de un lado para otro? —preguntó Derek fríamente.

—¿Por qué? ¿Es que no te dejo dormir?

—No se trata de eso, desde luego. Sólo un necio podría dormir en estas circunstancias. Estás rompiendo mi concentrac...

—¡Shhh! —susurró Sturm.

Derek se calló al instante. Sturm le hizo una seña, y el caballero de más edad caminó hacia él, que estaba de pie en el centro de la habitación mirando hacia el techo. La cabaña era rectangular, tenía puerta pero no tenía ventanas, y en el centro de la estancia ardía una hoguera. Un agujero en el techo la mantenía ventilada.

A través de ese agujero Sturm había oído el extraño sonido que había llamado su atención. Era un sonido rasposo. Las vigas de madera del techo crujieron como si algo muy pesado estuviera arrastrándose sobre ellas.

—Suena como si fuera una extraña bestia —murmuró Derek—. ¡Y estamos desarmados!

—No —dijo Sturm escuchando atentamente—. El ruido no es de animal. Quien quiera que sea se mueve muy silenciosamente, como si no quisiera ser visto ni oído. ¿Qué están haciendo los centinelas allá fuera?

Derek se acercó a la puerta y se asomó cautamente al exterior.

—Están sentados alrededor del fuego. Dos de ellos están dormidos. No parece que se preocupen mucho por nosotros.

—¿Por qué deberían hacerlo? —dijo Sturm, sin apartar la mirada del techo—. Estamos rodeados de millares de elfos capaces de oír el más leve suspiro. ¿Qué puede...?

Sturm retrocedió alarmado al ver que las estrellas que había estado contemplando a través del agujero desaparecían repentinamente, borradas por una masa amorfa y oscura. Sturm se agachó con rapidez y agarró un tronco de la humeante hoguera, sosteniéndolo por el extremo, como un garrote.

—¡Sturm! ¡Sturm Brightblade! —dijo la masa amorfa.

Sturm siguió mirando hacia arriba, intentando localizar la voz. Le resultaba conocida. A su mente acudieron recuerdos de Solace.

—¡Theros! —exclamó —. ¡Theros Ironfeld! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡La última vez que te vi estabas al borde de la muerte en el reino de los elfos!

El corpulento herrero de Solace se deslizó trabajosamente por la obertura, llevándose parte del techo con él. Su pesado aterrizaje despertó al enano, quien se incorporó, contemplando con ojos soñolientos la aparición.

—¿Qué suced...? —el enano se sobresaltó y comenzó a buscar a tientas su hacha de guerra, la cual ya no estaba a su lado.

—¡Silencio! —ordenó el herrero—. No hay tiempo para responder preguntas. La Princesa Laurana me ha enviado a rescataros. Debemos encontrarnos con ella en el bosque que hay más allá del campamento. ¡Daos prisa! Sólo faltan unas horas para que amanezca y para entonces, deberíamos haber cruzado el río —Theros se acercó a Tasslehoff, que estaba intentado liberarse de la cadena sin éxito—. Bien, pequeño ladrón, veo que por fin te han pescado...

—¡No soy ningún ladrón! —exclamó Tas indignado—. Me conoces mejor que eso, Theros. La bolsa estaba ante mí y...

El herrero soltó una risita. Tomando la cadena en sus manos, tiró de ella con fuerza y consiguió partirla. No obstante Tas no se dio ni cuenta, pues se hallaba absorto contemplando el brazo del herrero. Uno de sus brazos, el izquierdo, era de color oscuro, el color de la piel de Theros. Pero el otro, el derecho, ¡era de brillante y reluciente plata!

—Theros —dijo Tas con voz ahogada—. Tu brazo...

—Las preguntas más tarde, bribonzuelo —dijo el herrero con expresión severa. Ahora tenemos que movernos rápidamente y en silencio.

—Tenemos que cruzar el río —gruñó Flint sacudiendo la cabeza—. ¡Más botes! ¡Más botes...!


—Quiero ver al Orador—le dijo Laurana al centinela que guardaba la puerta de los aposentos de su padre.

—Es tarde. El Orador está durmiendo.

Laurana se sacó la capucha. El guardia inclinó la cabeza.

—Disculpadme, Princesa. No os he reconocido. ¿Quién va con vos? —dijo mirando a Silvara con suspicacia.

—Mi doncella. Yo nunca iría sola de noche.

—No, claro, por supuesto que no —dijo apresuradamente el guardia mientras le abría la puerta—. Adelante. La habitación donde duerme el Orador es la tercera, a la derecha del corredor.

—Gracias —respondió Laurana pasando ante el guardia. Silvara, semioculta en una voluminosa capa, se apresuró a seguirla.

—El arcón está en su habitación, a los pies de su cama —le susurró Laurana a Silvara—.

¿Estás segura de que podrás llevar el Orbe? Es grande y muy pesado.

—No es tan grande —murmuró Silvara perpleja, mirando a Laurana—. Solo más o menos... —hizo un gesto con las manos, abarcando el tamaño de una pelota de niños.

—No —dijo Laurana frunciendo el ceño—. No lo has visto. Tiene casi dos pies de diámetro. Por eso te hice poner esa capa tan grade.

Silvara la miró asombrada. Laurana se encogió de hombros.

—Bueno, no podemos quedarnos aquí discutiendo. Ya se nos ocurrirá algo llegado el momento.

Las dos se deslizaron por el corredor tan silenciosamente como un kender, hasta llegar a la habitación.

Conteniendo la respiración, temiendo incluso que los latidos de su corazón fueran demasiado ruidosos, Laurana empujó la puerta. Ésta se abrió con un crujido que le hizo rechinar los dientes. A su lado, Silvara temblaba de miedo. En la cama, una figura se movió y se volvió... era su madre. Laurana vio que su padre, aún dormido, sacaba una mano para acariciarla tranquilizadoramente. Los ojos de Laurana se llenaron de lágrimas. Apretando los labios con resolución, sostuvo con firmeza la mano de Silvara y penetró en la habitación.

El arcón se encontraba a los pies de la cama. Estaba cerrado, pero cada uno de los compañeros llevaba una copia de la pequeña llave de plata. Laurana abrió el arcón rápidamente y levantó la tapa. Pero casi la dejó caer, asombrada. El Orbe de los Dragones estaba allí, reluciendo aún con la pálida luz blanca y azulada. ¡Pero no era el mismo Orbe! ¡Y, si lo era, había encogido! Como Silvara había dicho, no era más grande que una pelota de juguete. Laurana se dispuso a tomarlo entre sus manos. Todavía era pesado, pero pudo alzarlo fácilmente. Sosteniéndolo delicadamente entre sus temblorosas manos, lo sacó del arcón y se lo tendió, a Silvara. La Elfa Salvaje lo ocultó inmediatamente bajo su capa. Laurana tomó el asta de madera de la dragonlance partida, preguntándose, mientras lo hacía, por qué se molestaba en llevarse la vieja arma rota.

«Me la llevaré porque el caballero se la dio a Sturm. El quería que Sturm la tuviera», pensó.

En el fondo del arcón estaba Wyrmslayer, la espada de Tanis, la que le había sido entregada por Kith-Kanan. Laurana miró la espada y luego la dragonlance. «No puedo llevarme ambas», pensó, y se dispuso a depositar la lanza en el arcón. Pero Silvara la cogió del brazo.

—¿Qué estás haciendo? ¡Tómala! ¡Llévatela también!

Laurana miró asombrada a la muchacha. Entonces volvió a tomar la lanza rápidamente, la escondió bajo su capa y cerró la tapa del arcón cuidadosamente, dejando dentro la espada. En ese preciso instante, su padre se movió en la cama, incorporándose.

—¿Qué...? ¿Quién está ahí? —preguntó alarmado.

Laurana notó que Silvara estaba temblando y tomó su mano para tranquilizarla, haciéndole una señal para que guardara silencio.

—Soy yo, padre —dijo casi en un susurro —. Quería decirte que lo siento, padre, y te pido que me perdones.

—Ah, Laurana —el orador volvió a tenderse en la cama, cerrando los ojos—. Te perdono, hija mía. Ahora vuelve a la cama. Hablaremos por la mañana.

Laurana aguardó hasta que la respiración de su padre volvió a ser tranquila y regular. Luego salió con Silvara de la habitación, sosteniendo con firmeza la dragonlance bajo su capa.


—¿Quién va? —preguntó una voz humana en elfo.

—¿Quién lo pregunta? —respondió otra, indudablemente elfa.

—¿Gilthanas, eres tú?

—¡Theros! ¡Amigo mío! —el joven elfo surgió rápidamente de la penumbra para abrazar al herrero. Por un instante Gilthanas se sintió tan emocionado que no pudo formular palabra. Un momento después, asombrado, se deshizo del abrazo de oso del herrero—. ¡Theros! ¡Tienes dos brazos! Pero los draconianos en Solace te cortaron el brazo derecho! Hubieras muerto si Goldmoon no te hubiera sanado.

—¿Recuerdas lo que me dijo entonces el cerdo de Fewmaster? La única forma que tienes de conseguir un brazo .. nuevo, ¡es forjándotelo tú mismo! Bien, pues ¡hice justamente eso! La historia de mis aventuras para encontrar el brazo de plata que ahora llevo, es larga...

—Y no es para contarla ahora —gruñó una voz tras él—. A menos que quieras que millares de elfos la escuchen con nosotros.

—O sea que te las arreglastes para escapar, Gilthanas —dijo Derek semioculto entre las sombras—. ¿Has traído el Orbe?

—No me he escapado —respondió Gilthanas fríamente—. He dejado la casa de mi padre para acompañar a mi hermana y a Sil... y a su doncella hasta aquí. Llevarse el Orbe ha sido idea de mi hermana, no mía, pero aún hay tiempo para reconsiderar este asunto, Laurana —Gilthanas se volvió hacia ella—. Devuélvelo. No dejes que las apresuradas palabras de Porthios te hagan cometer una imprudencia. Si lo guardamos aquí, podremos utilizarlo para defender a nuestra gente. Podríamos averiguar cómo manejarlo, hay hechiceros entre los nuestros.

—¡Entreguémonos a los guardias ahora! ¡Así podremos dormir un poco en algún lugar caliente! —resopló el enano aterido de frío.

—O das la alarma ahora, elfo, o nos dejas marchar. Antes de traicionarnos, danos por lo menos algo de tiempo —dijo Derek.

—No tengo ninguna intención de traicionaros —declaró Gilthanas enojado. Ignorando al resto, se volvió una vez más hacia su hermana—. ¿Laurana?

—Estoy decidida a hacer las cosas de esta forma —respondió ella lentamente—. He estado reflexionando sobre ello, y creo que estamos haciendo lo más correcto. Elistan piensa lo mismo. Silvara nos guiará a través de las montañas...

—Yo también conozco las montañas —dijo Theros—. No he estado muy ocupado, por lo que he tenido tiempo de recorrerlas. Además, me necesitaréis para que los centinelas no os descubran.

—Entonces está decidido.

—Muy bien —Gilthanas suspiró—. Iré con vosotros. Si me quedara aquí, Porthios siempre sospecharía de mi complicidad.

—Perfecto —profirió Flint—. ¿Podemos escaparnos ya? ¿O necesitamos despertar a alguien más?

—Por aquí —dijo Theros—. Los guardias ya están acostumbrados a mis paseos nocturnos. Quedaos entre las sombras y dejadme hablar a mí —inclinándose, agarró a Tasslehoff por el cuello de su pesado abrigo de pieles y alzó al kender del suelo hasta tenerlo justo a la altura de sus ojos—. Eso va por ti, pequeño ladrón, así que ten la boca cerrada —dijo el herrero con el ceño fruncido.

—Sí, Theros —respondió el kender dócilmente, agitándose bajo la mano de plata hasta que Theros volvió a depositarlo en el suelo. Algo inquieto, Tas resituó sus bolsas e intentó recuperar su dignidad.

Los compañeros siguieron al herrero de piel oscura hasta el limite del adormecido campamento elfo, avanzando lo más silenciosamente posible. Aunque para Laurana eran más ruidosos que el cortejo de una boda.

Pero los elfos dormían arropados en su complacencia, que era como una manta suave y lanuda. Habían huido del peligro y estaban a salvo. Ninguno de ellos creía que volviera a acosarles de nuevo. Por tanto siguieron durmiendo mientras los compañeros escapaban en la oscuridad.

Silvara, que llevaba el Orbe bajo la capa, sentía como el frío cristal iba caldeándose con el calor de su cuerpo, lo sentía moverse y latir con vida.

—¿Qué voy a hacer? —se susurraba a sí misma en el dialecto de los Kalanesti, avanzando casi a ciegas por la oscuridad—. ¿Por qué yo? ¿Por qué? No lo entiendo... ¿Qué voy a hacer.

4 El río de los Muertos. La leyenda del dragón plateado.

La noche era queda y fría. Unas nubes tormentosas ocultaban la luz de las lunas y de las estrellas. No llovía, no hacía viento, reinaba únicamente una opresiva sensación de espera. Laurana sintió que la propia naturaleza estaba alerta, cauta, temerosa. En la distancia, los elfos dormían en su refugio tejido con sus insignificantes temores y odios. «¿Qué terrible criatura alada surgiría de aquel nido?», se preguntó Laurana.

Los compañeros tuvieron pocos problemas para despistar a los centinelas elfos. Al reconocer a Theros, los guardias charlaron amigablemente con él mientras los demás se deslizaban entre los árboles cercanos. Alcanzaron el río poco antes del amanecer.

—¿Y cómo vamos a cruzarlo? —preguntó el enano, contemplando las aguas apesadumbrado—. No me gustan nada los botes, pero son mejores que tener que nadar.

—Eso no debería ser un problema —Theros se volvió hacia Laurana—. Preséntale a tu pequeña amiga.

Asombrada, Laurana miró a la Elfa Salvaje, y lo mismo hicieron los demás. Silvara, avergonzada al sentir que todos la miraban, se ruborizó y asintió con la cabeza.

—Kargai Sargaron tiene razón —murmuró—. Esperad aquí, entre las sombras de los árboles.

La muchacha se alejó, corriendo hacia la orilla con ligereza, de forma tan libre y salvaje, que embelesaba mirarla. Laurana percibió que Gilthanas la seguía con la mirada.

Silvara se llevó los dedos a los labios y silbó imitando el canto de un pájaro. Aguardó durante un instante y luego repitió el silbido tres veces. Poco después se oyó la respuesta a su llamada, que resonó a través de las aguas desde la orilla opuesta del río. Satisfecha, regresó con el grupo. Laurana; vio que, aunque Silvara hablara con Theros, la muchacha miraba fijamente a Gilthanas. Al darse cuenta de que el elfo también lo hacía, Silvara enrojeció y desvió rápidamente la mirada.

—Kargai Sargaron —dijo apresuradamente—, mi gente viene hacia aquí, pero tú deberías estar conmigo cuando lleguen, para explicarles las cosas. Me temo que no les va a gustar nada que los humanos entren en nuestras tierras, ni tampoco otros elfos —dijo lanzando una mirada de disculpa a Laurana y Gilthanas.

—Yo hablaré con ellos —dijo Theros. Mirando hacia el río, hizo un gesto—. Allí vienen.

Laurana vio dos sombras oscuras deslizarse por el río. «Los Kalanesti deben mantener una guardia constante» razonó.

Habían reconocido la llamada de Silvara. Era extraño para una esclava disponer de tanta libertad. Si escapar era tan fácil, ¿por qué se habría quedado Silvara con los Silvanesti. No tenía ningún sentido... a menos que su objetivo no fuera escapar.

—¿Qué significa «Kargai Sargaron»? —le preguntó bruscamente a Theros.

—El del brazo de plata —respondió Theros sonriendo.

—Parecen confiar en ti.

—Sí. Te dije que había pasado gran parte de mi tiempo vagando por las montañas. Esto no es exactamente cierto. Pasé mucho tiempo entre los Kalanesti. No pretendo ser irrespetuoso, princesa elfa, pero no tienes idea de las injusticias que les está causando tu gente a los salvajes: disparando al gamo o alejándolo de aquí, haciendo esclavos a sus jóvenes, engatusándolos con el oro, la plata y el acero —Theros lanzó un suspiro de enojo —. He hecho lo que he podido. Les enseñé cómo forjar armas de caza y herramientas. Pero me temo que el invierno será frío y duro. Los gamos son ya cada vez más escasos. Puede que lleguen a morir de hambre, si antes no los han matado ell...

—Tal vez, si me quedara —murmuró Laurana—, podría ayudar ..., —pero enseguida se dio cuenta de que aquello era ridículo. ¿Qué podía hacer ella? ¡Ni su propia gente la aceptaba!

—No puedes estar en varios sitios a la vez—dijo Sturm—. Los elfos deben resolver sus problemas, Laurana. Estás haciendo lo que debes.

—Ya lo sé —dijo suspirando. Volviendo la cabeza, miró hacia el campamento Qualinesti—. Yo era igual que ellos, Sturm. Mi bello y organizado mundo había girado tanto tiempo en torno a mí, que creí que yo era su centro. Corrí tras Tanis porque estaba segura de que podría conseguir que él me amara. ¿Por qué no iba a hacerlo? Todos los demás me amaban. Y entonces me di cuenta de que el universo no giraba en torno a mí. ¡Yo ni siquiera contaba para el mundo! Vi muerte y sufrimiento. Me vi obligada a matar para que no me mataran. Vi el verdadero amor. Amor como el de Riverwind y Goldmoon, el amor de los que están dispuestos a sacrificarlo todo, incluso la propia vida. Me sentí pequeña e insignificante. Y ahora eso es lo que me parece mi gente: pequeños e insignificantes. Yo pensaba que eran perfectos, pero ahora comprendo cómo se sentía Tanis... y por qué se fue.

Los botes de los Kalanesti habían llegado a la orilla. Silvara y Theros caminaron hacia allá para hablar con los elfos que los manejaban. A una señal de Theros, los compañeros salieron de las sombras de los árboles y se acercaron a la orilla —con las manos alejadas de las armas—, para que aquéllos pudieran verlos. Al principio pareció que no había esperanza alguna. Los elfos charlaban en su extraño y tosco dialecto, que la propia Laurana tenía dificultad en comprender. Aparentemente se negaban rotundamente a prestar cualquier tipo de ayuda al grupo.

De pronto se oyó un sonido de cuernos proveniente de los bosques que habían dejado atrás.. Gilthanas y Laurana se miraron el uno al otro alarmados. Theros señalaba coninsistencia al grupo con su dedo de plata, y luego se señalaba a sí mismo, golpeándose el pecho, como si diera su palabra de responder por los compañeros. Los cuernos sonaron una vez más. Silvara añadió sus propios ruegos. Finalmente, los Kalanesti accedieron, aunque con resquemor.

Los compañeros corrieron hacia el agua, todos ellos conscientes de que su ausencia había sido descubierta y de que la persecución había comenzado. Uno por uno, fueron entrando cuidadosamente en los botes, que no eran más que troncos vaciados. Todos, excepto Flint, quien gimió y se tiró al suelo, sacudiendo la cabeza y refunfuñando en el idioma de los enanos. Sturm lo miró preocupado, temiendo que se repitiera el incidente de Crystalmir, en el que el enano se había negado rotundamente a entrar en el bote. No obstante, esta vez fue Tasslehoff quien lo convenció, consiguiendo, finalmente, que el enano se pusiera en pie.

—Aún acabaremos haciendo de ti un marinero —dijo el kender alegremente, empujando a Flint por la espalda con su vara jupak.

—¡No lo haréis! ¡Y deja de empujarme con esa cosa!

Al llegar al agua se detuvo, jugueteando nervioso con un trozo de madera. Tas saltó dentro del bote y aguardó expectante con la mano extendida.

—¡Maldita sea, Flint, entra en el bote! —ordenó Theros.

—Dime sólo una cosa —suplicó el enano tragando saliva—. ¿Por qué lo llaman el río de los Muertos?

—Lo sabrás muy pronto —gruñó Theros, alargando su fuerte brazo, agarró al enano como si fuera una liviana pluma y lo dejó caer en el bote—. Vámonos —les dijo el herrero a los Elfos Salvajes, quienes ya habían sumergido los remos de madera en el agua.

Los botes , llevados por la corriente, avanzaron rápidamente río abajo, en dirección oeste. Los compañeros se acurrucaron en ellos para evitar que el frío viento azotara sus rostros y les cortara la respiración. No vieron signos de vida a lo largo de la costa sur, donde los Qualinesti habían construido su hogar. Pero Laurana vislumbró fugaces imágenes de oscuras siluetas que se asomaban entre los árboles de la costa norte. Entonces se dio cuenta de que los Kalanesti no eran tan ingenuos como parecían, ya que mantenían a sus primos bajo estrecha vigilancia, y se preguntó cuántos de ellos, que vivían como esclavos, eran, en realidad, espías. Su mirada se desvió hacia Silvara.

La corriente los transportó hacia una confluencia del río, donde se unían dos corrientes. Una fluía procedente del norte, la otra —la misma por la que se hallaban viajando—provenía del este. Ambas se unían formando un río más ancho que transcurría hacia el sur en dirección al mar. De pronto Theros señaló algo.

—Allí, enano, ahí tienes tu respuesta.

En el ramal del río que venía del norte había otro bote. Al principio creyeron que había perdido su anclaje, pues no pudieron ver a nadie dentro. Luego vieron que estaba demasiado sumergido en el agua para ir vacío. Los Elfos Salvajes disminuyeron la velocidad de sus propios botes, dirigiéndolos hacia aguas menos profundas. Allí los detuvieron e inclinaron las cabezas en respetuoso silencio.

Entonces Laurana comprendió:

—Un bote funerario —murmuró.

—Sí —dijo Theros contemplándolo con una mirada de tristeza. El bote pasó ante ellos, empujado por la corriente. En su interior pudieron ver el cuerpo de un joven Elfo Salvaje que, a juzgar por su ruda vestimenta de cuero, se trataba de un guerrero. Sus manos, dobladas sobre el pecho, sostenían una espada de hierro entre sus fríos dedos. A su lado había un arco y una aljaba con flechas. Sus ojos estaban cerrados en un pacífico sueño del que nunca despertaría.

—Ahora ya sabéis por qué se le llama Thon-Tsalarian, el río de los Muertos —dijo Silvara en su tono de voz bajo y musical—. Durante siglos, mi gente ha devuelto los muertos al mar del que procedemos. Esta antigua costumbre se ha convertido en un polémico asunto entre los Kalanesti y nuestros primos.

Su mirada se dirigió hacia Gilthanas y afirmó:

—Los vuestros consideran este rito una profanación del río. Han intentado obligarnos a no hacerlo más.

—Algún día el cuerpo que flote en el río será el de un Qualinesti o Silvanesti, con una flecha Kalanesti en el pecho —predijo Theros—. Y entonces comenzará la guerra.

—Creo que todos los elfos tendrán que enfrentarse a enemigos mucho más peligrosos. ¡Mirad! —exclamó señalando al difunto.

A los pies del guerrero muerto había un escudo, el escudo del enemigo contra el que había luchado. Reconociendo el símbolo trazado sobre el abollado escudo, Laurana contuvo la respiración.

—¡Un escudo draconiano!


El viaje por el Thon—Tsalarian fue largo y difícil, ya que el río era cada vez más rápido y caudaloso. Tuvieron incluso que darle un remo a Tas para que ayudara, pero al poco rato se le escurrió de las manos hasta el agua y él casi se cae al intentar recuperarlo. Agarrando a Tas por el cinturón, Derek lo empujó hacia el interior del bote, mientras los Kalanesti le indicaban por señas que si causaba más problemas, lo arrojarían al río.

Tasslehoff pronto comenzó a aburrirse y se asomó por la borda esperando ver algún pez.

—¡Oh, qué extraño! ¡Mirad! —exclamó, de repente, el kender.

Inclinándose más, metió su pequeña mano en el agua. Cuando la sacó estaba cubierta de una fina capa de plata y relucía bajo la temprana luz de la mañana.

—¡El agua brilla! Mira, Flint —le gritó al enano que viajaba en otro bote—. Mira el agua...

—No pienso hacerlo —dijo el enano con los dientes castañeándole. Flint remaba pese a que había algunas dudas: sobre su efectividad. Siguió negándose rotundamente a mirar hacia el agua.

—Tienes razón, kender—dijo Silvara sonriendo—. De hecho los Silvanesti llamaron a este río Thon-Sargon, que quiere decir «Camino de Plata». Es una pena que el clima sea tan malo. Cuando Solinari está llena, el río parece de plata fundida y es realmente bello.

—¿Cómo es eso? ¿Qué es lo que lo produce? —preguntó el kender, examinando con entusiasmo su reluciente mano.

—Nadie lo sabe, aunque entre los míos existe una leyenda... —Silvara se interrumpió bruscamente, enrojeciendo.

—¿Qué leyenda? —preguntó Gilthanas. El elfo estaba sentado frente a Silvara, quien se hallaba en la proa del bote. La forma de remar de Gilthanas no era mucho mejor que la de Flint, ya que el elfo estaba mucho más interesado en el rostro de la Elfa Salvaje que en su trabajo. Cada vez que Silvara alzaba la mirada, se lo encontraba mirándola. A medida que pasaban las horas se sentía cada vez más agitada y confundida.

—Seguramente no te interesará mucho —dijo la muchacha, mirando las aguas grises y plateadas, intentando eludir la mirada de Gilthanas—. Es una historia sobre Huma...

—¡Huma! —exclamó Sturm que estaba sentado tras Gilthanas, y cuya forma fuerte y rápida de remar compensaba la ineptitud tanto del elfo como del enano—. Cuéntanos tu leyenda de Huma, Silvara.

—Sí, cuéntanos tu leyenda —repitió Gilthanas sonriendo.

—De acuerdo. Según los Kalanesti, en los últimos días de las terribles guerras de los dragones, Huma viajó por las tierras, con el propósito de ayudar a la gente. Pero con gran tristeza descubrió que le era imposible acabar con la desolación y destrucción de los dragones. Rezó a los dioses pidiéndoles una respuesta —Silvara miró a Sturm, quien asintió solemnemente con la cabeza.

—Es verdad —dijo el caballero y Paladine respondió a sus oraciones enviándole el ciervo blanco. Pero nadie sabe hacia dónde lo guió.

—Mi gente lo sabe —dijo Silvara en voz baja—, porque el ciervo guió a Huma, tras muchas pruebas y peligros, a una tranquila gruta, aquí, en la tierra de Ergoth. En la gruta encontró a una mujer, bella y virtuosa, que lo ayudó a aliviar su tristeza. Ambos se enamoraron profundamente. Pero durante muchos meses, ella rehusó manifestarle su amor. Finalmente, incapaz de negar el ardiente fuego que quemaba en su interior, correspondió al amor de Huma. La felicidad de la pareja fue como la luz de Solinari en una noche de terrible oscuridad.

Silvara guardó silencio durante un instante, con la mirada perdida. Distraídamente se inclinó para tocar el tosco tejido de la capa que cubría el Orbe de los Dragones que yacía a sus pies.

—Continúa —le urgió Gilthanas. El elfo había dejado de remar y estaba sentado muy quieto, hechizado por los bellos ojos de Silvara y por su voz musical.

Silvara suspiró. Soltando la capa, dirigió su mirada más allá de las aguas, hacia los sombríos bosques.

—Su felicidad fue breve, pues ella guardaba un terrible secreto, ya que no era hija de una mujer, sino de un dragón. Su magia le había permitido tomar una forma humana. Pero no podía mentir a Huma por más tiempo. Le amaba demasiado. Con gran temor le reveló a Huma lo que era, apareciendo una noche ante él en su forma verdadera, la de un dragón plateado. Esperaba que él la odiara, incluso que la destrozara, ya que su pena era tan intensa que no quería seguir viviendo. Pero al mirar a la radiante y magnífica criatura que tenía ante él, el caballero reconoció en su ojos el noble espíritu de mujer que amaba. La magia le devolvió la forma de mujer, y rezó a Paladine para que le concediera esa forma para siempre. Ella renunciaría a su magia y a la larga vida de los dragones para vivir en el mundo con Huma.

Silvara cerró los ojos y su rostro se tiñó de tristeza. Gilthanas, al contemplarla, se preguntó por qué estaría tan afectada por la leyenda. Alargando el brazo, le rozó la mano. La muchacha se asustó como un animal salvaje, apartándose tan bruscamente que el bote se tambaleó.

—Lo siento —dijo Gilthanas—. No pretendía asustarte. —¿Qué ocurrió? ¿Cuál fue la respuesta de Paladine?

Silvara respiró profundamente.

—Paladine le concedió su deseo... pero con una terrible condición. Les mostró a ambos el futuro. Si ella continuaba siendo un dragón, Paladine les entregaría a ella y a Huma la Dragonlance y el poder de vencer a los dragones malignos. Si ella se convertía en mortal, vivirían juntos como hombre y mujer, pero los dragones malignos se quedarían en el mundo para siempre. Huma prometió que renunciaría a todo, a su honor, a su Orden de Caballería... con tal de permanecer con ella. Pero la mujer vio morir la luz en sus ojos mientras lo decía y llorando, supo qué respuesta daría. Los dragones malignos no debían permanecer en el mundo y el río plateado, se dice, se formó con las lágrimas derramadas por el dragón cuando Huma partió en busca de la Dragonlance.

—Una bonita historia, aunque algo triste —dijo Tasslehoff bostezando—. ¿Regresó el viejo Huma? ¿Tiene la historia un final feliz?

—La historia de Huma no acaba felizmente —explicó Sturm mirando ceñudamente al kender—. Pero murió gloriosamente en la batalla, venciendo al cabecilla de los dragones, a pesar de hallarse él mismo mortalmente herido. No obstante, he oído —añadió el caballero pensativamente—, que en la batalla montaba un dragón plateado.

—Y vimos un caballero sobre un dragón plateado en el Muro de Hielo —dijo Tas—. Le dio a Sturm un...

El caballero le dio al kender un rápido golpecillo en la espalda. Tas recordó, demasiado tarde, que habían acordado que aquello debía ser un secreto.

—No sé nada de un dragón plateado —dijo Silvara encogiéndose de hombros—. Mi gente sabe poco sobre Huma. Después de todo era un humano. Creo que cuentan esta leyenda sólo porque habla del río que ellos aman, del río que se lleva a sus muertos.

Al llegar a este punto uno de los Kalanesti señaló a Gilthanas y pronunció con sequedad unas palabras. Gilthanas miró a Silvara sin comprender. La doncella elfa sonrió.

—Pregunta si eres un elfo demasiado noble para remar, porque, si lo eres, dice que permitirá que vuestra señoría continúe el viaje a nado.

Gilthanas hizo una mueca, enrojeció y rápidamente volvió a tomar el remo.

A pesar de todos sus esfuerzos —al llegar el atardecer hasta Tasslehoff volvió a remar de nuevo el viaje río arriba fue lento y fatigoso. Cuando finalmente recalaron, les dolían los músculos y tenían las manos ensangrentadas, llenas de ampollas. Todo lo que pudieron hacer fue arrastrar los botes hasta la orilla y ayudar a ocultarlos.

—¿Crees que habremos conseguido escapar de nuestros perseguidores? —le preguntó Laurana a Theros.

—¿Responde eso a tu pregunta? —dijo el herrero señalando hacia el río.

Laurana pudo apenas entrever en el sombrío crepúsculo, varias oscuras siluetas sobre el agua. Aún se hallaban a bastante distancia pero Laurana comprendió que aquella noche los compañeros podrían descansar muy poco. Uno de los Kalanesti se dirigió a Theros, señalando río abajo. El fornido herrero asintió con la cabeza.

—No te preocupes. Estamos a salvo hasta mañana. Dice que ellos también tendrán que recalar. Nadie osa viajar por estas aguas de noche. Ni siquiera los Kalanesti, y ellos conocen cada recodo y cada meandro. Acamparemos aquí, en la orilla, pues según él, unas extrañas criaturas rondan los bosques por las noches —hombres con cabeza de reptiles—.Mañana viajaremos por el río tan lejos como nos sea posible, pero llegará un momento en que tendremos que dejarlo , viajar por tierra.

—Pregúntale si su gente detendría a los Qualinesti si éstos nos siguieran hasta sus tierras —le dijo Sturm a Theros.

Theros se volvió hacia el elfo Kalanesti, hablando el dialecto salvaje torpemente, pero suficientemente bien para ser comprendido. El elfo sacudió la cabeza. Era una criatura de aspecto salvaje. Laurana comprendió por qué su mente los consideraba poco más evolucionados que los animales, a pesar de que sus rostros revelaran trazos de sus lejanos ancestros humanos. Aunque no llevaba barba —la sangre elfa corría con demasiada pureza por las venas de los Kalanesti para que así fuera —, aquel elfo le recordaba Tanis, por su forma de hablar rápida y decidida, su complexión fuerte y musculosa, y sus gestos enfáticos.

Theros tradujo:

—Dice que los Qualinesti deben seguir el protocolo y pedir el permiso de los ancianos para entrar en tierras Kalanesti para seguiros. Los ancianos seguramente les otorgarán el permiso, e incluso puede que se ofrezcan a ayudarles. Ellos, como sus primos, tampoco quieren que haya humanos en Ergoth del Sur. De hecho, ha dejado bien claro que la única razón por la que él y sus amigos nos están ayudando es para devolver los favores que les he hecho en el pasado y para ayudar a Silvara.

Laurana dirigió su mirada hacia la muchacha. Silvara estaba en la orilla del río hablando con Gilthanas.

Theros vio que la expresión de Laurana se endurecía. Al ver a la Elfa Salvaje y el elfo noble juntos adivinó sus pensamientos.

—Es extraño apreciar celos en el rostro de alguien que según los rumores, huyó para convertirse en la amante de mi amigo, Tanis, el semielfo. Pensaba que eras diferente de los tuyos, Laurana.

—¡No es eso! —exclamó la elfa secamente, sintiendo que le ardía la piel—. No soy la amante de Tanis, aunque ello no suponga diferencia alguna. Lo que ocurre es que no confío en esa muchacha. Es como si estuviera demasiado ansiosa por ayudarnos. Ese interés,¿tiene algún sentido?

—¡Puede que tu hermano tenga algo que ver con todo esto.

—El es un elfo noble... —comenzó a decir Laurana enojada. Pero al darse cuenta de lo que había estado a punto de decir, se interrumpió—. ¿Qué sabes de Silvara?

—Poco—respondió Theros, contemplando a Laurana con tal mirada de decepción que consiguió enfurecerla—. Sé que es muy respetada y amada por los suyos, especialmente por su destreza curativa.

—¿Y su destreza como espía?

—Esta gente está luchando por su propia supervivencia. Hacen lo que deben. Fue un discurso fantástico el que hiciste en la playa, Laurana. Casi me lo creo.

El herrero se dirigió a ayudar a los Kalanesti a ocultar los botes. Laurana se mordió el labio, furiosa y avergonzada. ¿Tenía razón Theros? ¿Estaba ella celosa de la atención que Gilthanas le estaba demostrando a Silvara? ¿Consideraba a Silvara indigna de él? Así era como Gilthanas había considerado siempre a Tanis. ¿Era esto diferente?

Escucha tus sentimientos, le había dicho Raistlin. Eso estaba muy bien, pero primero debía entender sus sentimientos. ¿Es que su amor por Tanis no le había enseñado nada?

Sí, decidió Laurana finalmente, viéndolo más claro. Realmente creía en lo que le había dicho a Theros. Si había algo en Silvara de lo que ella desconfiara, no tenía nada que ver con el hecho de que Gilthanas se sintiera atraído por la muchacha. Era algo que no podía definir. A Laurana le dolió que Theros la hubiera interpretado mal, pero seguiría el consejo de Raistlin y confiaría en sus instintos:

Mantendría vigilada a Silvara

5 Silvara

A pesar de que todos los músculos del cuerpo de Gilthanas clamaban por descansar y de que el elfo pensaba que no podría tenderse a dormir tan pronto como él quisiera, cuando finalmente pudo hacerlo, se encontró totalmente despejado, contemplando el cielo con los ojos abiertos de par en par. Las nubes tormentosas aún poblaban el firmamento, pero una brisa teñida de sal comenzaba a dispersarlas. De vez en cuando podían verse las estrellas, y, en un momento dado, Lunitari titiló en el cielo como la luz de una vela, aunque las nubes no tardaron en cubrirla de nuevo.

El elfo intentó ponerse cómodo, moviéndose y dando vueltas hasta que su camastro de campamento quedó todo revuelto. Finalmente desistió, decidiendo que era imposible dormir sobre aquel suelo duro y helado.

Observó con amargura que ninguno de los demás parecía tener problemas. Laurana dormía profundamente, con la mejilla posada sobre la palma de la mano, tal como lo hacía desde la infancia.

«Qué extraño está resultando su comportamiento últimamente», pensó Gilthanas. Pero luego comprendió que no podía culparla. Había renunciado a todo para hacer lo que consideraba correcto y llevar el Orbe a Sancrist. Su padre hubiera podido aceptarla de nuevo en su familia una vez, ¡pero ahora ya era una proscrita para siempre!

Gilthanas suspiró. ¿Y qué ocurriría con él? Hubiera deseado mantener el Orbe en Qualin-Mori. Opinaba que su padre tenía razón... ¿o no?

«Aparentemente no, ya que estoy aquí», se dijo Gilthanas a sí mismo. ¡Por todos los dioses, su escala de valores comenzaba a estar tan trastocada como la de Laurana! En primer lugar, su odio por Tanis —un odio que había alimentado durante años—, empezaba a decaer, y estaba siendo sustituido por la admiración, e incluso por el afecto. En segundo lugar, su odio hacia las otras razas también estaba desapareciendo. Había conocido a pocos elfos tan nobles o sacrificados como el humano Sturm Brightblade; y a pesar de que no le gustaba Raistlin, envidiaba la inmensa habilidad del joven mago. Aquello era algo que Gilthanas, un aficionado a la magia, nunca hubiera tenido la paciencia o el coraje de conseguir. Finalmente debía admitir que hasta le gustaba el kender y el viejo enano gruñón. Pero lo que nunca hubiera imaginado es que acabaría enamorándose de una Elfa Salvaje.

—¡Eso es! —dijo Gilthanas en voz alta—. Lo he admitido. ¡Estoy enamorado de ella! —pero «¿era amor o simple atracción física?», se preguntaba. Al pensar esto no pudo evitar hacer una mueca, recordando el sucio rostro de la muchacha, su enmarañado cabello y sus ropas hechas jirones. «Los ojos de mi alma deben estar viendo con más claridad que los de mi cabeza», siguió reflexionando mientras miraba orgullosamente hacia el camastro de la muchacha.

Ante su asombro vio que se hallaba vacío. Asustado, Gilthanas echó una rápida mirada por el campamento. No se habían atrevido a encender una hoguera —no sólo porquelos Qualinesti fueran tras ellos, sino también porque Theros había dicho que los draconianos rondaban la zona.

Al pensar en esto, Gilthanas se puso rápidamente en pie y comenzó a buscar a Silvara. Se movió silenciosamente, con la intención de evitar las preguntas de Sturm y de Derek, que estaban haciendo guardia. De pronto un pensamiento escalofriante cruzó por su mente. Se dirigió a paso rápido hacia donde debía estar el Orbe de los Dragones. Afortunadamente seguía donde Silvara lo había dejado, y junto a él estaba el asta partida de la dragonlance.

Gilthanas respiró con tranquilidad. En ese instante, sus finos oídos captaron un sonido de chapoteo de agua. Al prestarle más atención llegó a la conclusión de que no se trataba ni de un pez ni de un pájaro nocturno que buscaran una presa en el río. El elfo miró a Derek y a Sturm. Ambos estaban sobre una roca que dominaba el campamento. Gilthanas pudo oírlos discutir en tono enojado. El elfo se alejó del campamento, encaminándose en la dirección de la que provenía el ruido.

Gilthanas caminó por el oscuro bosque sin oír otro murmullo que el de las propias sombras de la noche. A veces vislumbraba el río reluciendo tenuemente entre los árboles. Poco después llegó a un lugar donde el agua, que fluía entre las rocas, había quedado atrapada formando un pequeño estanque. Gilthanas se detuvo y su corazón casi dejó de latir. Había encontrado a Silvara.

La silueta de un oscuro círculo de árboles se dibujaba claramente contra las raudas nubes. El silencio de la noche sólo se veía interrumpido por el suave rumor del río plateado, que descendía por las rocas hacia el estanque, y por el chapoteo que había llamado la atención de Gilthanas. Ahora ya sabía de qué se trataba.

Ignorando el frío reinante, la doncella elfa se estaba bañando. Sus ropas yacían esparcidas en la orilla junto a una deshilachada manta. Gilthanas sólo podía ver sus hombros y sus brazos. Tenía la cabeza echada hacia atrás mientras se lavaba la larga cabellera negra, que flotaba en las oscuras aguas. El elfo contuvo la respiración, contemplándola. Sabía que hubiera debido marcharse, pero estaba paralizado, hechizado.

En ese momento las nubes se dispersaron, Solinari, aunque sólo medio llena, apareció en el cielo nocturno con fría brillantez. Entonces Silvara salió del estanque. El agua se tornó de plata fundida, reluciendo sobre su piel y sobre su argentífera cabellera, y descendiendo en brillantes riachuelos por su cuerpo teñido por la luz de la luna. Su belleza impresionó tanto a Gilthanas que el elfo dio un respingo.

Silvara se sobresaltó, mirando a su alrededor aterrorizada. Su salvaje y poco cuidada belleza aumentaban su encanto de tal forma que, Gilthanas, a pesar de desear intensamente tranquilizarla, no pudo pronunciar palabra.

Silvara corrió hacia la orilla donde estaban sus ropas. Pero no las tocó. En lugar de ello rebuscó en uno de los bolsillos y agarrando un cuchillo, se volvió, dispuesta a defenderse.

Gilthanas podía verla temblar a la luz de la luna de plata, lo que le recordó vivamente a una antílope que había acorralado tras una larga persecución. Los ojos del animal habían brillado con el mismo temor que ahora veía en las luminosas pupilas de Silvara. La Elfa Salvaje miraba a su alrededor con verdadero pánico. ¿Por qué no me ve?, se preguntó Gilthanas, sintiendo que los ojos de la elfa pasaban varias veces sobre él.

De pronto Silvara se volvió, disponiéndose a huir del peligro que era capaz de presentir, pero que no podía ver. Gilthanas sintió que su voz se liberaba.

—¡No! ¡Espera! ¡Silvara! No te asustes. Soy yo, Gilthanas —dijo en tono firme aunque susurrante, tal como le había hablado a la antílope acorralada—. No deberías haber salido sola, es peligroso...

Silvara se detuvo, medio iluminada por la luz plateada, medio protegida por las sombras, con los músculos tensos, a punto de escapar. Gilthanas, siguiendo su instinto de cazador, avanzó lentamente y continuó hablando, reteniéndola con su voz firme y su mirada.

—No deberías estar aquí sola. Yo me quedaré contigo. De todas formas quería hablarte. Quiero que me escuches un momento. Necesito hablarte, Silvara. Yo tampoco quiero estar aquí solo. No me dejes Silvara. He perdido tantas cosas en este mundo. No me dejes...

Hablando suavemente, sin parar, Gilthanas avanzó lenta pero deliberadamente hacia Silvara hasta que vio que la elfa retrocedía un paso. El elfo, alzando las manos, se sentó rápidamente sobre una roca de la orilla opuesta. Silvara se detuvo, contemplándolo. No hizo ningún movimiento para cubrirse el cuerpo, decidiendo, aparentemente, que la defensa era más importante que el recato. Todavía sostenía el cuchillo entre las manos.

Gilthanas admiró su valentía, a pesar de sentirse cohibido por la desnudez de la muchacha. A estas alturas, cualquier elfa de buena cuna se hubiera desmayado. Sabía que debería apartar la mirada, pero se hallaba demasiado sobrecogido por su belleza. La sangre le ardía. Haciendo un inmenso esfuerzo, continuó hablando, sin saber siquiera lo que estaba diciendo. Aunque, de pronto, se dio cuenta de que le estaba relatando los pensamientos más íntimos de su corazón.

—Silvara, ¿qué estoy haciendo? Mi padre me necesita y mi gente también. Y no obstante estoy aquí, infringiendo sus leyes. Mi pueblo se halla en el exilio. Encuentro lo único que puede salvarles —uno de los Orbes de los Dragones ¡Y arriesgo mi vida para arrebatárselo a los míos y entregárselo a los humanos, para ayudarles en su guerra! Ni siquiera se trata de mi guerra, ni de la de mi pueblo —Gilthanas se dio cuenta de que la muchacha no le había quitado ,los ojos de encima —. ¿Por qué, Silvara? ¿Por qué he caído en tal deshonor? ¿Por qué me he portado así con los míos? Contuvo la respiración. Silvara miró hacia la oscuridad y la seguridad de los bosques y luego volvió a mirarle a él.

«Va a huir», pensó Gilthanas, latiéndole el corazón con violencia. Pero Silvara bajó lentamente el cuchillo. Había tal pena y tristeza en sus ojos que, finalmente, Gilthanas desvió la mirada, avergonzado de sí mismo.

—Silvara, perdóname. No pretendía involucrarte en mis problemas. No comprendo qué es lo que debo hacer. Solo sé...

—... que debes hacerlo —dijo Silvara finalizando la frase por él.

El elfo alzó la mirada. Silvara se había tapado con la manta deshilachada. Este pudoroso gesto sirvió sólo para avivar la llama de su deseo. La plateada cabellera de la muchacha, que le llegaba más allá de la cintura, refulgía bajo la luz de la luna. La manta eclipsaba su piel de plata.

Gilthanas se levantó lentamente y comenzó a caminar por la orilla en dirección a ella. Ella siguió en pie junto al límite del bosque. Todavía estaba asustada, pero había dejado caer el cuchillo.

—Silvara, lo que he hecho va en contra de las costumbres de los elfos. Cuando mi hermana me habló de su plan de robar el Orbe, debería haber ido directamente a hablar con mi padre. Debería haber dado la alarma. Debería haber tomado yo mismo el Orbe...

Silvara dio un paso hacia él, envuelta aún en la manta.

—¿Por qué no lo hiciste? —preguntó en voz baja.

Gilthanas se estaba acercando a los escalones de piedra del extremo norte del estanque. A la luz de la luna, el agua que fluía sobre ellos parecía una cortina de plata.

—Porque sé que mi gente está equivocada y que Laurana tiene razón... y Sturm también tiene razón. ¡Llevarles el Orbe a los humanos es lo correcto! Debemos luchar en esta guerra. Mi gente se equivoca, sus leyes y sus costumbres son erróneas . ¡Sé esto... en el fondo de mi corazón! Pero no puedo hacer que mi mente crea en ello. Esto me atormenta...

Silvara caminó lentamente por la orilla del estanque. También ella se iba acercando hasta donde se encontraba el elfo.

—Te comprendo —dijo con dulzura—. Mi propia gente no comprende lo que hago, ni por qué lo hago. Pero yo sí lo comprendo. Sé lo que está bien, y creo en ello.

—Te envidio Silvara.

Gilthanas avanzó hasta la roca más grande, un pequeño islote en medio de la reluciente cascada. Silvara, con los cabellos mojados, estaba sólo a unos pocos pies de distancia.

—Silvara —dijo Gilthanas con voz temblorosa—, hay otra razón por la que he dejado a mi gente. Tú la conoces.

El elfo extendió su mano hacia ella. Silvara retrocedió, negando con la cabeza. Su respiración se hizo más rápida. Gilthanas avanzó un paso más hacia ella.

—Silvara, te amo. Pareces tan sola, y yo también lo estoy. Por favor, Silvara, nunca volverás a sentirte abandonada lo juro...

Titubeante, Silvara extendió su mano hacia él. Con un rápido movimiento Gilthanas la sujetó por el brazo y, alzándola sobre el agua, la depositó sobre la roca, a su lado.

La «antílope» salvaje comprendió demasiado tarde que estaba atrapada. No por los brazos del hombre —se podía haber deshecho fácilmente de su abrazo, sino que era su propio amor hacia él lo que la atrapaba. A su vez el amor que él sentía por ella era tierno y profundo, y sellaba el destino de ambos. También él estaba atrapado.

Gilthanas sintió que el cuerpo de la elfa temblaba, pero al mirarla a los ojos supo que su temblor era de pasión, no de temor. Tomando su rostro entre las manos, la besó con ternura. Silvara aún sostenía la manta alrededor de su cuerpo con una mano, pero Gilthanas notó cómo la otra mano se cerraba sobre la suya. Los labios de Silvara eran suaves y ardientes. De pronto Gilthanas saboreó en sus propios labios una lágrima salada. Se apartó, sorprendido de verla llorar.

—¡Silvara, no...! Lo siento —dijo soltándola.

—¡No! No lloro porque esté asustada de tu amor. Lloro por mí misma. No puedes entenderlo.

Tímidamente la muchacha le rodeó el cuello con la mano y lo atrajo hacia sí. Mientras la besaba, Gilthanas sintió que la otra mano de Silvara, la mano que había estado sosteniendo la manta sobre su cuerpo, se acercaba a su rostro para acariciarle.

La manta cayó al agua y fue arrastrada lentamente por las plateadas aguas.

6 Persecución. Un plan desesperado.

A mediodía del día siguiente los compañeros se vieron obligados a abandonar los botes, pues habían llegado ya a las fuentes del río que brotaban de las montañas. El agua era poco profunda y espumosa, debido a los ondeantes rápidos que había un poco más adelante. En la orilla había muchas embarcaciones de los Kalanesti. Mientras arrastraban sus botes a tierra los compañeros vieron acercarse a un grupo de elfos Kalanesti provenientes de los bosques. Transportaban los cuerpos de dos jóvenes guerreros. Algunos de ellos sacaron sus armas, y hubieran atacado si Theros Ironfeld y Silvara no se hubieran apresurado a hablar con ellos.

Ambos conversaron con los Kalanesti durante un largo rato, mientras los compañeros, inquietos, vigilaban el río. A pesar de haberse levantado antes del amanecer y de haberse puesto en marcha tan pronto como los Kalanesti consideraron seguro viajar por las raudas aguas, habían podido divisar los negros botes que los seguían en más de una ocasión.

Cuando Theros regresó, su expresión era sombría. El rostro de Silvara estaba encendido por la ira.

—Mi gente no hará nada por ayudarnos —informó Silvara—. En los últimos días han sido atacados por los hombres-largarto en dos ocasiones. Culpan de la llegada de este nuevo mal a los humanos, quienes, dicen, lo han traído a estas tierras en un barco de alas blancas...

—¡Eso es ridículo! —profirió Laurana—. Theros, ¿no les hablaste de los draconianos?

—Lo intenté —declaró el herrero—. Pero me temo que la evidencia está contra vosotros. Los Kalanesti vieron al dragón blanco sobrevolar el barco, pero aparentemente no vieron cómo conseguíais herirlo y hacer que huyera. De todas formas, finalmente han accedido a que cruzáramos sus tierras, pero no nos facilitarán ninguna ayuda. Además, tanto Silvara como yo hemos tenido que comprometernos a responder de vuestra buena conducta con nuestras vidas.

—¿Qué están haciendo aquí los draconianos? —preguntó Laurana, acosada por los recuerdos—. ¿Se trata de un ejército? ¿Piensan invadir Ergoth de Sur? Si es así, tal vez deberíamos regresar...

—No, creo que no —respondió Theros pensativamente—. Si los ejércitos de los Señores de los Dragones estuvieran decididos a tomar esta isla, hubieran enviado dragones y miles de tropas. Creo que sólo se trata de pequeñas patrullas destacadas para intimidar y dar la sensación de que la situación se deteriora aún más de lo que lo está. Los Grandes Señores esperan seguramente que los elfos les eviten la molestia de atacar y, en cambio, se destrocen entre ellos.

—El ejército de los dragones aún no está preparado para conquistar Ergoth —dijo Derek—. Todavía no tienen dominado el norte. Pero es sólo cuestión de tiempo. Por eso esurgente que llevemos el Orbe a Sancrist y convoquemos una reunión del Consejo de la Piedra Blanca para determinar lo qué debemos hacer con él.

Recogiendo rápidamente sus pertenencias, los compañeros se pusieron en marcha en dirección a las montañas. Silvara los guió por un sendero que discurría junto al plateado río que nacía en las colinas. Todos pudieron sentir las hostiles miradas de los Kalanesti siguiéndolos hasta que los perdieron de vista.

La tierra comenzó a ascender casi inmediatamente. Theros comentó que estaban internándose en regiones en las que él nunca había estado; por tanto, la única que podía guiarles era Silvara. A Laurana esta situación no le gustaba demasiado. Adivinó que algo había ocurrido entre su hermano y la muchacha al sorprenderlos compartiendo una dulce y secreta sonrisa.

Silvara había aprovechado para cambiarse de ropas, cuando encontraron a su gente antes de internarse en las montañas. Ahora iba vestida como una mujer Kalanesti, con una larga túnica de cuero sobre unos pantalones también de cuero, y se cubría con una capa de pieles. Al llevar el cabello lavado y peinado, todos ellos comprendieron por qué le habían puesto el nombre que llevaba. Su melena, de un extraño tono plateado, fluía desde su frente, cayendo sobre sus hombros con radiante belleza.

Silvara resultó ser una guía excepcionalmente buena, haciéndoles avanzar a paso rápido. Ella y Gilthanas caminaban juntos, charlando en elfo. Poco antes del atardecer llegaron a una gruta.

—Podemos pasar aquí la noche —dijo Silvara—. Seguramente hemos dejado atrás a nuestros perseguidores. Pocos conocen estas montañas tan bien como yo. Pero será mejor que no encendamos fuego. Me temo que la cena deberá ser fría.

Exhaustos por la escalada del día, tras comer frugalmente, prepararon sus lechos en la gruta. Los compañeros, acurrucados bajo las mantas que transportaban, durmieron a intervalos. Establecieron turnos de guardia y tanto Laurana como Silvara insistieron en hacer algún turno. La noche transcurrió tranquilamente, el único sonido que oyeron fue el del viento silbando entre las rocas.

Pero a la mañana siguiente, Tasslehoff, que con la intención de echar un vistazo había salido al exterior a través de una grieta que había en la entrada oculta de la gruta, regresó rápidamente al interior. Llevándose un dedo a los labios, Tas les hizo un gesto para que le siguieran afuera. Theros empujó a un lado el inmenso pedrusco que habían colocado para tapar la entrada, y los compañeros siguieron silenciosamente a Tas. Al llegar a una distancia de unos veinte pies de la caverna, el kender señaló ceñudamente el suelo cubierto de nieve.

Había huellas de pisadas y, eran tan recientes, que la nieve impulsada por el viento aún no había llegado a cubrirlas. Las ligeras y delicadas pisadas no se habían hundido profundamente en la nieve. Nadie habló. No había necesidad. Todos reconocieron la definida y clara silueta de las botas elfas.

—Deben haber pasado por aquí esta noche —dijo Silvara—. Pero será mejor que partamos de inmediato. No tardarán en descubrir que han perdido nuestra pista y desandarán el camino. Debemos irnos.

—No creo que eso cambie mucho las cosas —refunfuñó Flint señalando las claras huellas que acababa de dejar el grupo. Alzando la mirada contempló el cielo azul y despejado—. También podríamos sentarnos y esperarlos. Nos ahorraría tiempo y esfuerzo. ¡No tenemos forma de ocultar nuestras huellas!

—Tal vez no podamos ocultar nuestro rastro —dijo Theros—, pero probablemente podamos alcanzarlos.

—Probablemente —repitió Derek ceñudo. Bajando la mano, desató la espada en la vaina y caminó de vuelta hacia la gruta.

Laurana se acercó a Sturm.

—¡No debe haber derramamiento de sangre! —le susurró nerviosa, asustada por el gesto de Derek.

Mientras seguían a los otros Sturm sacudió la cabeza.

—No podemos permitir que vuestra gente nos impida llevar el Orbe a Sancrist.

—¡Lo sé! —exclamó Laurana inclinando la cabeza para entrar en la caverna.

Los demás estuvieron listos en pocos minutos. Derek, de pie a la entrada de la gruta, contempló a Laurana con impaciencia.

—Ve con los demás —le dijo la elfa, intentando evitar que la viera llorar—. En seguida voy.

Derek salió inmediatamente al exterior. Theros, Sturm y los otros se movieron más lentamente, mirando a Laurana con inquietud.

—Empezad a caminar —les dijo haciendo un gesto.

Necesitaba estar sola un momento, pero únicamente podía pensar en Derek llevándose la mano a la espada.

—¡No! —se dijo a sí misma con severidad—. No lucharé contra los míos. El día que eso ocurra será el día en que los Dragones habrán vencido. Antes de hacer una cosa así entregaría mi propia espada.

Oyó un movimiento detrás suyo. Laurana se giró con rapidez.

—¿Silvara? —dijo sorprendida al ver a la muchacha entre las sombras—. Pensaba que ya te habías marchado. Qué estás haciendo?

—Na...nada —murmuró Silvara—. Sólo estoy recogiendo mis cosas.

Tras Silvara, sobre el frío suelo de la gruta, a Laurana le pareció ver el Orbe con su superficie de cristal reluciendo con una extraña y palpitante luz. Pero antes de que pudiera observarlo con más atención, Silvara lo cubrió rápidamente con su capa. Al hacerlo, Laurana advirtió que la muchacha, pese a haberse incorporado, se situaba de forma que ocultaba lo que había estado manejando en el suelo.

—Vamos, Laurana —dijo Silvara—, debemos apresurarnos. Siento haber ido tan lenta.

—Un momento —dijo Laurana con expresión severa. Pero al pasar ante la Elfa Salvaje, ésta la cogió firmemente del brazo.

—Debemos apresuramos —dijo Silvara en un punzante tono de voz. Su mano apretaba el brazo de Laurana con tanta fuerza, que a pesar de la gruesa capa de pieles que llevaba la princesa elfa, el apretón resultaba doloroso.

—Suéltame —dijo Laurana con frialdad, mirando fijamente a la muchacha y sin mostrar enojo o temor en sus verdes ojos. Silvara la soltó, bajando la mirada.

Laurana caminó hasta el fondo de la gruta. No obstante, al bajar la mirada no vio nada que le resultara sospechoso. Había un montón de ramas, cortezas y madera chamuscada, algunas piedras, pero eso era todo. Si se trataba de una señal, era algo torpe. Laurana les dio una patada, esparciendo las piedras y las ramas. Luego se volvió y tomó a Silvara del brazo.

—Ya ves. Sea cual fuere el mensaje que les hayas dejado a tus amigos, será difícil leerlo.

Laurana estaba preparada para cualquier reacción de la muchacha —enfado o vergüenza al ser descubierta—, incluso esperaba que Silvara la atacara. Pero Silvara comenzó a temblar. Sus ojos, al mirar a Laurana, eran suplicantes, casi pesarosos. Por un momento Silvara intentó hablar, pero no pudo. Sacudiendo la cabeza, se soltó del apretón de Laurana y salió corriendo de la gruta.

—¡Apresúrate, Laurana! —gritó Theros.

—¡Ya voy! —respondió, volviendo la mirada hacia el montón de ramas y pedruscos. Pensó en tomarse un momento para volverlo a examinar, pero sabía que no podían entretenerse.

«Tal vez esté siendo demasiado suspicaz sin razón», pensó Laurana lanzando un suspiro mientras se apresuraba a salir de la gruta. Pero cuando ya habían comenzado a ascender por el sendero, se detuvo tan bruscamente que Theros, que caminaba en la retaguardia, tropezó con ella. El herrero la agarró del brazo, sosteniéndola.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—S...sí —respondió Laurana casi sin oírlo.

—Estás pálida. ¿Has visto algo?

—No. Estoy perfectamente —respondió, comenzando a trepar por el escarpado sendero de nuevo. ¡Qué estúpida había sido! ¡Qué estúpidos habían sido todos!

Una vez más pudo ver claramente en su mente a Silvara poniéndose en pie y dejando caer su capa sobre el Orbe de los Dragones que brillaba con aquella extraña luz.

Se disponía a interrogar a Silvara sobre su actitud cuando, de repente, algo interrumpió sus pensamientos. Una flecha voló por los aires y se clavó en un árbol tras pasar muy cerca de la cabeza de Derek.

—¡Elfos! ¡Al ataque, Brightblade! —gritó el caballero desenvainando la espada.

—¡No! —Laurana corrió hacia él, sujetándole el brazo—. No lucharemos! ¡No habrá matanzas!

—¡Estás loca! —chilló Derek. Enojado, deshaciéndose de ella, la empujó hacia Sturm.

Otra nueva flecha voló por los aires.

—¡Tiene razón! —rogó Silvara, retrocediendo—. No podemos luchar contra ellos. ¡Debemos llegar al desfiladero! allá podremos detenerlos.

Otra flecha, casi gastada, golpeó la cota de mallas que Derek llevaba sobre su túnica de cuero. Derek se la arrancó furioso.

—Su intención no es matar —añadió Laurana—. Si así fuera, ya estarías muerto. Debemos correr hacia el desfiladero. De todas formas no podemos luchar aquí —dijo señalando el bosque.

—Envaina tu espada, Derek —dijo Sturm desenvainando a suya—. O tendrás que luchar conmigo primero.

—Eres un cobarde, Brightblade —chilló Derek con voz temblorosa de rabia—. ¡Estás huyendo del enemigo!

—No. Estoy huyendo de mis amigos. Empieza a moverte, Crownguard, o los elfos encontrarán que han llegado tarde para hacerte prisionero.

Una cuarta flecha pasó volando, clavándose en un árbol cercano a Derek. El caballero, con el rostro desencajado por la furia, envainó su espada y volviéndose, comenzó a ascender por el sendero. Pero antes le lanzó a Sturm una mirada de enemistad tal, que Laurana se estremeció.

—Sturm... —comenzó a decir, pero el caballero la agarró del codo y la empujó hacia arriba con tal presteza que no pudo hablar. Treparon rápidamente. Tras ella, podía oír a Theros avanzar por la nieve, deteniéndose de vez en cuando para hacer rodar pedruscos montaña abajo. Al poco rato pareció como si toda la falda de la montaña estuviera deslizándose hacia abajo, y dejaron de volar las flechas.

—Pero esto es sólo momentáneo —gruñó el herrero alcanzando a Sturm y a Laurana—. No los detendrá por mucho tiempo.

Laurana no pudo responder. Sus pulmones ardían como el fuego. Veía estrellas azules y doradas ante sus ojos. Pero ella no era la única que sufría. También Sturm estaba sin aliento. Incluso el fuerte herrero resoplaba como un caballo. Al dar la vuelta a una roca, encontraron al enano de rodillas y Tasslehoff intentando vanamente levantarlo.

—Debemos... descansar dijo Laurana con la garganta dolorida. Se disponía a sentarse cuando dos manos firmes la agarraron.

—¡No! —dijo Silvara con urgencia—. ¡Aquí no! ¡Sólo un poco más! ¡Vamos! ¡Hay que seguir adelante!

La Elfa Salvaje empujó a Laurana hacia arriba. Sturm ayudó a Flint a ponerse en pie, mientras el enano gruñía y maldecía. Entre Theros y Sturm lo arrastraron por el sendero. Tasslehoff avanzaba tras ellos, demasiado cansado hasta para hablar.

Finalmente llegaron a la cima del desfiladero. Laurana se dejó caer sobre la nieve, sin importarle lo que pudiera ocurrirle. Los demás se sentaron junto a ella, todos excepto Silvara, que siguió mirando montaña abajo.

«¿De dónde sacará las fuerzas?», pensó Laurana. Pero se sentía demasiado exhausta para pensar. En ese momento estaba tan cansada que ni siquiera le preocupaba que los elfos les encontraran. Silvara se volvió hacia ellos.

—Debemos separarnos —dijo decidida.

Laurana la miró sin comprender.

—No —comenzó a decir Gilthanas, intentando ponerse en pie sin éxito.

—¡Escuchadme! —dijo Silvara apremiantemente, arrodillándose—. Los elfos están demasiado cerca. Seguro que nos alcanzan, y entonces deberemos luchar o rendirnos.

—Luchar —murmuró Derek.

—Hay una fórmula mejor —susurró Silvara—. Tú, caballero, deberás llevar el Orbe a Sancrist solo. Nosotros despistaremos a nuestros perseguidores.

Durante un momento nadie habló. Todos contemplaron silenciosamente a Silvara, considerando esta nueva posibilidad. Derek alzó la cabeza con los ojos relucientes. Laurana miró a Sturm alarmada.

—No creo que una sola persona deba cargar con tan grave responsabilidad —dijo Sturm jadeante—. Por lo menos deberíamos ir dos de nosotros...

—¿Te refieres a ti mismo, Brightblade? —preguntó Derek.

—Sí, desde luego, si alguien ha de ir debería ser Sturm —dijo Laurana.

—Puedo dibujar un mapa de las montañas —dijo Silvara—. El camino no es difícil. El puesto de avanzada de los Caballeros está solo a dos días de viaje de aquí.

—Pero no podemos volar —protestó Sturm—, ¿qué ocurrirá con nuestro rastro? Seguramente los elfos se darán cuenta de que nos hemos dividido.

—Una avalancha —sugirió Silvara—. Cuando Theros arrojó las rocas por la montaña me dio una idea.

Miró hacia arriba y los demás siguieron su mirada. Sobre ellos se alzaban picos cubiertos de nieve.

—Con mi magia puedo provocar una avalancha —dijo lentamente Gilthanas—. Borraré las huellas de todos.

—No del todo —previno Silvara—. Debemos permitir que las nuestras vuelvan a ser encontradas, aunque no de forma demasiado clara. Después de todo, nosotros queremos que nos sigan.

—¿Pero adónde iremos? —preguntó Laurana—. No tengo intención de vagar sin rumbo por la espesura.

—Conozco un..un lu..lugar —a Silvara le falló la voz y bajó la mirada al suelo—. Es secreto, sólo lo conoce mi gente. Os llevaré allí. Por favor, debemos apresuramos. ¡No tenemos mucho tiempo!

—Yo llevaré el Orbe a Sancrist —dijo Derek—, pero iré sólo. Sturm debería ir con vosotros. Necesitaréis un guerrero.

—Tenemos guerreros —dijo Laurana—. Theros, mi hermano, el enano. Yo misma ya he tenido experiencia en la batalla...

—Y yo —añadió Tasslehoff.

—Y el kender —añadió Laurana ceñuda—. Además, no llegará a correr la sangre.

Sus ojos captaron la expresión de preocupación de Sturm, se preguntó qué estaría pensando el caballero. Su voz se suavizó.

—Por supuesto la decisión debe tomarla Sturm. Debe hacer lo que mejor le parezca, pero yo creo que debería acompañar a Derek.

—Estoy de acuerdo —murmuró Flint—. Después de todo, seremos nosotros los que corramos mayor peligro. Estaremos más seguros sin el Orbe de los Dragones, porque, en definitiva, eso es lo que los elfos quieren.

—Sí —asintió Silvara—. Nosotros correremos menos peligro sin el Orbe. Seréis vosotros los que estaréis en una situación comprometida.

—Entonces estoy decidido —dijo Sturm—. Iré con Derek.

—¿Y si te ordeno que permanezcas con ellos? —preguntó Derek.

—No tienes ninguna autoridad sobre mí. ¿Lo has olvidado? Todavía no he sido nombrado caballero.

Se hizo un profundo silencio. Derek observó a Sturm fijamente.

—No, y si está en mis manos, ¡nunca lo serás!

Sturm se encogió, como si Derek le hubiera asestado un golpe físico. Luego se puso en pie, suspirando pesadamente.

Derek ya había comenzado a recoger sus cosas. Sturm se movió con más lentitud, pensativo. Laurana se levantó y se dirigió hacia él.

—Ten —le dijo rebuscando en su bolsa—. Necesitarás comida...

—Podrías venir con nosotros —dijo Sturm en voz baja mientras ella dividía las provisiones —. Tanis sabe que vamos a Sancrist. Seguramente irá hacia allá, si puede.

—Tienes razón —dijo Laurana con ojos relucientes—. Tal vez sea una buena idea pero...—Su mirada se desvió hacia Silvara. La Elfa Salvaje sostenía el Orbe todavía envuelto en la capa. Los ojos de Silvara estaban cerrados, casi como si estuviera comunicándose con algún espíritu invisible. Suspirando, Laurana negó con la cabeza.

—No, debo quedarme con ella, Sturm. Algo va mal. No comprendo... —se interrumpió, incapaz de articular sus pensamientos—. ¿Qué ocurre con Derek? ¿Por qué insiste tanto en viajar solo? El enano tiene razón. Si los elfos os capturan sin estar nosotros, no dudarán en mataros.

La expresión de Sturm era sombría.

—¿Cómo puedes preguntar? El gran Derek Crownguard regresa solo tras pasar terribles peligros, llevando con él el codiciado Orbe... —Sturm se encogió de hombros.

—Pero hay mucho en juego —protestó Laurana.

—Tienes razón, Laurana —dijo Sturm agriamente—. Hay mucho en juego. Más de lo que tú sabes... el liderazgo de los Caballeros de Solamnia... No puedo explicártelo ahora...

—Vamos, Brightblade, ¡si es que vienes! —gruñó Derek.

Sturm tomó la comida y la metió en su bolsa.

—Adiós, Laurana—dijo inclinando la cabeza con la silenciosa caballerosidad con la que marcaba todos sus actos.

—Adiós, Sturm, amigo mío —susurró ella, rodeando al caballero con sus brazos.

Él la abrazó y luego la besó gentilmente en la frente.

—Llevaremos este extraño objeto a los sabios para que lo estudien. El Consejo de la Piedra Blanca se reunirá pronto, —dijo—. Los elfos serán invitados a asistir, ya que sonmiembros consultivos. Debes venir a Sancrist tan pronto como puedas, Laurana. Necesitaremos tu presencia.

—Estaré allí, si la voluntad de los dioses lo permite —dijo Laurana, desviando la mirada hacia Silvara, que estaba entregándole a Derek el Orbe de los Dragones. Una inmensa expresión de alivio apareció en el rostro de la muchacha cuando Derek se volvió para marchar.

Sturm se despidió y luego avanzó por la nieve tras Derek. Los compañeros vieron relucir un destello de luz cuando un rayo de sol iluminó su escudo.

De pronto Laurana dio un paso hacia adelante.

—¡Esperad! —gritó—. Debo detenerlos. También deberían llevarse la dragonlance.

—¡No! —chilló Silvara, corriendo para bloquear el paso a Laurana.

Ésta, enojada, alzó el brazo para empujar a la muchacha a un lado, pero al ver el rostro de Silvara, su mano se detuvo.

—¿Qué estás haciendo, Silvara? —preguntó Laurana—. ¿Por qué has hecho que partieran? ¿Por qué tenías tantas ganas de separarnos? ¿Por qué les has dado el Orbe y no la lanza...?

Silvara no respondió. Simplemente se encogió de hombros y contempló a Laurana con ojos más azules que la medianoche. Laurana sintió que su voluntad quedaba anulada por aquellos ojos tan azules. Aquello le recordó terroríficamente a Raistlin.

Gilthanas observó a Laurana con expresión perpleja y preocupada. Theros, ceñudo, miró a Laurana como si comenzara a compartir sus dudas. Pero todos ellos fueron incapaces de moverse. Se hallaban totalmente bajo el control de Silvara... pero, ¿qué les había hecho? Cuando la Elfa Salvaje avanzó lentamente hacia donde Laurana había dejado el envoltorio con la dragonlance, únicamente pudieron contemplarla asombrados. Inclinándose, Silvara sacó el pedazo roto de madera y lo alzó en el aire.

La luz del sol refulgió en el cabello plateado de Silvara, como imitando el destello de luz del escudo de Sturm.

—La dragonlance se queda conmigo —dijo Silvara. Echando un rápido vistazo al hechizado grupo añadio —, y vosotros también

7 Un viaje tenebroso.

La nieve retumbó y cayó tras ellos por la ladera de la montaña. Descendiendo en blancas cortinas, bloqueando e interrumpiendo el paso, destruyendo su rastro. El eco del trueno mágico de Gilthanas aún resonaba en el aire, o tal vez fuera el estruendo de las rocas al caer rodando por las laderas.

Los compañeros, guiados por Silvara, viajaban por los senderos del este lenta y cautelosamente, caminando sobre la parte pedregosa y evitando, en lo posible, las zonas cubiertas de nieve. Cada uno pisaba las huellas que había dejado el que le precedía, para que los elfos que los seguían no supieran nunca con seguridad cuántos eran en el grupo.

De hecho fueron tan extremadamente cuidadosos, que llegó un momento en que Laurana comenzó a preocuparse.

—Recuerda que queremos que nos encuentren —le dijo a Silvara mientras avanzaban por la cima de un rocoso desfiladero.

—No te preocupes. No les será muy difícil encontrarnos —le respondió Silvara.

—¿Cómo estás tan segura? —comenzó a preguntar Laurana, pero entonces resbaló, cayendo sobre las manos y las rodillas. Gilthanas le ayudó a ponerse en pie. Haciendo una mueca de dolor, Laurana contempló a Silvara en silencio. Ninguno de ellos, ni siquiera Theros, entendía el súbito cambio que se había producido en la Elfa Salvaje desde la partida de los caballeros. Todos desconfiaban de ella, pero la única opción que tenían era seguirla.

—Porque saben hacia dónde nos dirigimos —respondió Silvara—. Fuiste muy lista al pensar que les había dejado una pista en la gruta. Lo hice. Afortunadamente no la encontraste. Bajo aquellas ramas que tan amablemente esparciste por mí, había dibujado un tosco mapa. Cuando lo encuentren, pensarán que lo dibujé para explicaros nuestra ruta. Hiciste que quedara de lo más real, Laurana —el tono de su voz fue desafiante hasta que se encontró con la mirada de Gilthanas.

El elfo desvió la mirada, con expresión severa. Silvara titubeó. Su voz se tomó suplicante.

—Lo hice por una razón... una buena razón. Ya entonces supe, al ver las huellas, que tendríamos que separarnos. ¡Debéis creerme!

—¿Y qué me dices del Orbe de los Dragones? ¿Qué hacías con él? —preguntó Laurana.

—Na..nada. ¡Debéis confiar en mí!

—No veo por qué —respondió Laurana fríamente.

—No os he hecho ningún daño...

—¡A parte de enviar a los caballeros y al Orbe a una trampa mortal! —gritó Laurana.

—¡No! ¡No lo he hecho! Créeme. Estarán a salvo. Ese fue mi plan desde el principio. Nada debe sucederle al Orbe. Sobre todo no debe caer en manos de los elfos. Ese es el motivo por el que pensé que debíamos separarnos. ¡Ése es el motivo por el que os ayudé a escapar! —la muchacha miró a su alrededor, husmeando el aire como un animal—. ¡Vamos! Nos hemos entretenido demasiado.

—¡Si es que decidimos ir contigo! —dijo Gilthanas agriamente¡ ¿Qué sabes sobre el Orbe de los Dragones?

—¡No me preguntéis! —la voz de Silvara se tornó repentinamente bronca y llena de tristeza. Sus ojos azules miraron a los de Gilthanas con tal amor que él no pudo sostener su mirada. El elfo sacudió la cabeza. Silvara lo tomó del brazo.

—¡Por favor, shalori, amado mío, confía en mí! Recuerda lo que hablamos en el estanque. Dijiste que tenías que hacer esas cosas... decepcionar a los tuyos, convertirte en un proscrito... porque debías hacer lo que creías en el fondo de tu corazón. Yo te dije que te comprendía, porque tenía que hacer lo mismo. ¿No me creíste?

Gilthanas asintió con la cabeza.

—Te creí —le dijo en voz baja, y acercándose más a ella le besó el plateado cabello—. Iremos contigo. Vamos, Laurana —rodeando a Silvara con el brazo, ambos comenzaron a avanzar de nuevo por la nieve.

Laurana miró desconcertada a los demás. Ellos evitaron su mirada, pero Theros se acercó a ella.

—He vivido en este mundo casi cincuenta años, joven mujer —le dijo amablemente—. Para vosotros los elfos no es mucho. Pero nosotros, los humanos, vivimos esos años, no dejamos simplemente que transcurran. Y voy a decirte algo, esa muchacha ama a tu hermano con verdadera intensidad, como nunca había visto a una mujer amar a un hombre y él la ama a ella. Un amor semejante no puede ser maligno. Tan sólo a causa de ese amor, sería capaz de seguirlos hasta la guarida de un dragón.

El herrero comenzó a caminar tras ellos.

—¡Tan sólo a causa de mis pies helados, los seguiría hasta la guarida de un dragón, si supiera que allí conseguiría calentarme! —Flint pateó el suelo—. Vamos, pongámonos en marcha y agarrando a Tas, lo arrastró tras el herrero.

Laurana se quedó en pie, sola. Desde luego, no había duda de que iba a seguirlos. No tenía elección. Quería confiar en las palabras de Theros. Hace un tiempo hubiera creído que el mundo se desarrollaba de aquella forma. Pero ahora sabía que muchas cosas en las que había depositado su fe anteriormente eran falsas. ¿Por qué no amar?


Los compañeros viajaban hacia el este en la suave penumbra del atardecer. Al descender por el desfiladero de las altas montañas, la atmósfera se hizo más fácil de respirar. Las rocas heladas dieron paso a desgreñados pinos, y más adelante los bosques les envolvieron de nuevo. Finalmente, Silvara los guió con decisión hacia un brumoso valle.

A la Elfa Salvaje ya no parecía importarle disimular las huellas. Ahora todo lo que le preocupaba era la velocidad. Les hacía avanzar como si tuvieran que ganar al sol en una carrera por el cielo. Cuando cayó la noche, se tumbaron junto a la oscuridad de los árboles, demasiado fatigados hasta para comer, aunque consumieron algunas previsiones. Silvara les permitió tenderse tan pocas horas que casi no pudieron ni descansar. Cuando Solinari y Lunitari ascendieron en el cielo, ahora casi llenas, insistió en que debían volver a ponerse en marcha.

Si alguien le preguntaba cansinamente, por qué iban tan deprisa, ella sólo respondía:

—Están cerca. Están muy cerca.

Todos suponían que se refería a los elfos, aunque Laurana hacía ya tiempo que no tenía la sensación de ser perseguida por aquellas oscuras siluetas.

Finalmente amaneció, pero la luz estaba tamizada por una niebla tan densa, que Tasslehoff creyó que podría agarrar un puñado y guardarla en una de sus pequeñas bolsas. Los compañeros caminaban muy juntos, tomándose de las manos en algunos tramos para evitar perderse. La atmósfera se hizo más cálida. Se quitaron sus húmedas y pesadas capas mientras avanzaban por un sendero que parecía materializarse bajo sus pies, salido de la niebla. Silvara caminaba ante ellos. La pálida luz que iluminaba su cabello plateado les servía de guía.

Finalmente el suelo volvió a ser llano, dejó de haber tantos árboles, y caminaron sobre una mullida hierba, ahora oscurecida por el invierno. Aunque ninguno de ellos podía ver más que a unos pocos pies de distancia, tuvieron la impresión de que se hallaban en un extenso claro.

—Esto es el valle de Foghaven —respondió Silvara como contestación a sus preguntas —. Hace muchos años, antes del Cataclismo, era uno de los lugares más bellos de Krynn... por lo menos eso es lo que dice mi gente.

—Puede que siga siendo muy bello —refunfuñó Flint—, pero no hay manera de distinguir nada.

—No —dijo Silvara con tristeza—. Como muchas otras cosas en este mundo, la belleza de Foghaven se ha evaporado. Hubo una época en que el fuerte de Foghaven flotaba sobre la bruma como si estuviera sobre una nube. El sol teñía la niebla de rosa al amanecer, y la disipaba completamente al mediodía, de forma que los elevados chapiteles del fuerte podían divisarse a muchas millas de distancia. Al atardecer, la niebla volvía a envolver el fuerte como una capa. Por la noche, Lunitari y Solinari brillaban sobre la niebla con su reluciente luz. Venían peregrinos de todas partes de Krynn... —Silvara se interrumpió bruscamente—, acamparemos aquí esta noche.

—¿Qué peregrinos? —preguntó Laurana, dejando caer su bolsa.

Silvara se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo desviando la mirada—. Es sólo una leyenda de mi gente. Tal vez no sea ni siquiera cierta. Desde luego ahora ya no viene nadie.

«Está mintiendo», pensó Laurana, pero no dijo nada. Estaba demasiado cansada para preocuparse. No obstante, el tono de voz bajo y suave de Silvara le había sonado alto y discordante en la misteriosa quietud de la noche. Los compañeros extendieron sus mantas en silencio. Y también comieron en silencio, mordisqueando los frutos secos que llevaban sin ningún apetito. Hasta el kender estaba rendido. El ambiente era opresivo, abrumante.

—Ahora dormid —dijo Silvara suavemente, tendiéndose junto a Gilthanas— ya que cuando la luna plateada se acerque a su zenit, deberemos marchamos.

—¡Pero si no podremos ni verla! —exclamó el kender bostezando.

—De todas formas deberemos partir. Yo os despertaré.

—Cuando regresemos de Sancrist, después del Consejo de la Piedra Blanca, podremos casarnos —le dijo Gilthanas en voz baja a Silvara mientras yacían juntos, envueltos en su manta.

La muchacha se movió en sus brazos. Gilthanas sintió como el suave cabello de Silvara rozaba su mejilla. Pero ella no respondió.

—No te preocupes por mi padre —dijo Gilthanas, sonriendo y acariciando la bella cabellera de Silvara, que relucía incluso en la oscuridad—. Durante un tiempo estará serio y ceñudo, pero soy su hijo pequeño, a nadie le importará lo que me suceda. Porthios se enfurecerá y gritará, pero seguirá con sus asuntos. No le haremos caso. No tenemos que vivir con mi gente. No estoy muy seguro de llegar a acostumbrarme a vivir con los tuyos, pero podría intentarlo. Soy un buen arquero y me gustaría que nuestros hijos crecieran en la espesura, libres y felices... ¿qué...? ¡Silvara, estás llorando!

Gilthanas la estrechó entre sus brazos y ella apoyó la cabeza en su hombro, sollozando amargamente.

—Tranquilízate, pequeña —le susurró apaciguándola, sonriendo en la oscuridad. Las mujeres eran unas criaturas tan extrañas. Gilthanas se preguntó qué habría dicho—. Cálmate, Silvara —murmuró—. Todo irá bien —y se quedó dormido, soñando con criaturas de cabello plateado correteando por los verdes bosques.


—Ya es la hora. Debemos irnos.

Laurana sintió que una mano le tocaba el hombro, sacudiéndola. Sobresaltada, despertó de un borroso y atemorizante sueño que no consiguió recordar, para encontrar a la Elfa Salvaje inclinada sobre ella.

—Despertaré a los demás —dijo Silvara, desapareciendo.

Sintiéndose tal vez más cansada que si no hubiera dormido, Laurana recogió sus cosas casi automáticamente, y se quedó en pie esperando. Cerca de ella oyó gruñir al enano. Aquella atmósfera húmeda estaba haciendo que las articulaciones de Flint se resintieran. El viaje estaba resultando muy duro para él, reflexionó Laurana. Después de todo tenía...¿Cuántos años? ¿Casi ciento cincuenta? Era una edad respetable para un enano. Su rostro había perdido parte de sus colores a causa de la enfermedad sufrida durante la travesía. Sus labios, que apenas eran visibles bajo la barba, tenían un tinte azulado, y de vez en cuando el enano se llevaba una mano al pecho. Pero siempre insistía tozudamente en que estaba bien, y seguía el ritmo del resto.

—¡Todo dispuesto! —gritó Tas. Su aguda vocecilla resonó extrañamente en la niebla, y el kender tuvo la sensación de que había interrumpido algo—. ¡Caramba! —le susurró a Flint—, es como estar en un templo.

—¡Oh, cállate y comienza a moverte! —exclamó el enano. De pronto llameó una antorcha. Los compañeros se sobresaltaron ante la repentina y cegadora luz que sostenía Silvara.

—Debemos tener luz —dijo ella antes de que alguno protestara —. No temáis. El valle en el que nos encontramos está sellado. Tiempo atrás había dos entradas: una llevaba a las tierras de los humanos, donde los caballeros tenían su puesto de avanzada, la otra llevaba hacia el este. Ambos pasos quedaron cerrados durante el Cataclismo. No tenemos por qué tener miedo. Os he guiado por un camino que sólo yo conozco.

—Tú y tu gente —le recordó Laurana secamente.

—Sí... mi gente... —dijo Silvara, y a Laurana le sorprendió ver palidecer la muchacha.

—¿Adónde nos llevas? —insistió Laurana.

—Ya lo verás. Llegaremos allí en una hora.

Los compañeros se miraron unos a otros, y luego todos ellos miraron a Laurana.

«¡Malditos sean!», pensó Laurana.

—¡No me miréis en busca de respuestas! —les gritó enojada—. ¿Qué queréis hacer? ¿Quedarnos aquí, perdidos en medio de esta bruma...?

—¡No voy a traicionaros! —murmuró Silvara con desaliento—. Por favor, confiad en mí sólo un poco más.

—Adelante —dijo Laurana fatigada—. Te seguimos.

La niebla parecía cada vez más densa, hasta que lo único que mantuvo a raya la oscuridad fue la luz de la antorcha de Silvara.

Ninguno tenía ni idea de la dirección en la que estaban viajando. El paisaje no varió, caminaban sobre hierba crecida y no había árboles. A veces aparecía algún gran pedrusco en medio de la oscuridad, pero eso era todo. No había rastro de pájaros ni animales nocturnos. Todos tenían una sensación de urgencia que iba acrecentándose a medida que avanzaban, por lo que apresuraron el paso, manteniéndose siempre bajo la luz de la antorcha.

De pronto, sin aviso previo, Silvara se detuvo.

—Hemos llegado —dijo alzando la antorcha en alto.

Todos pudieron entrever a poca distancia una forma entre las sombras. Al principio se materializaba tan fantasmagóricamente entre la niebla, que los compañeros no pudieron reconocerla.

Silvara se acercó más y la siguieron, curiosos y temerosos.

Entonces el silencio nocturno se vio interrumpido por un borboteo, como de agua hirviendo en una gigantesca tetera. La atmósfera era húmeda y pegajosa.

—¡Aguas termales! —dijo Theros comprendiendo súbitamente—. Por supuesto, eso explica la constante niebla. Y esa oscura forma...

—Es el puente que las atraviesa —respondió Silvara, alzando la antorcha sobre un reluciente puente de piedra que cruzaba la corriente de agua hirviendo, la cual inundaba la noche de una vaporosa bruma.

—¡Tenemos que cruzar eso! —exclamó Flint, contemplando las oscuras y ardientes aguas horrorizado—. Tenemos que cruzar...

—Se llama el Puente de la Travesía —dijo Silvara.

La única respuesta del enano fue un ahogado suspiro.

El Puente de la Travesía era un arco largo y liso de puro mármol blanco. A ambos lados —talladas en vívido relieve—esbeltas columnas de caballeros atravesaban simbólicamente la corriente de agua. Era tan elevado, que la ondulante niebla les impedía ver la parte superior. Y era antiguo, tan antiguo, que Flint, tras tocar con sus manos la gastada piedra, no pudo reconocer el trabajo. No estaba hecho por enanos, ni por elfos, ni por humanos. ¿Quién habría construido algo tan maravilloso? En ese momento se dieron cuenta de que no tenía pasamanos, no había nada, sólo el simple arco de mármol, lustroso y reluciente.

—No podemos cruzarlo —dijo Laurana con voz temblorosa y ahora estamos atrapados...

Podemos cruzarlo —dijo Silvara—. Ya que hemos sido convocados.

—¿Convocados? —repitió Laurana exasperada—. ¿Por quién? ¿Dónde?

—Esperad —ordenó Silvara.

Esperaron. No podían hacer otra cosa. Todos miraron a su alrededor bajo la luz de la antorcha, pero lo único que podían ver era la niebla que ascendía de la corriente, y lo único que oían era aquel curioso sonido de las aguas en ebullición.

—Es la hora de Solinari —dijo Silvara de repente y, ondeando el brazo, arrojó la antorcha al agua.

La oscuridad los envolvió. Sin darse cuenta, se acercaron más los unos a los otros. Silvara parecía haber desaparecido con la luz. Gilthanas la llamó, pero ella no respondió.

De pronto la bruma tomó el tono de la plata reluciente. De nuevo podían ver, y vislumbraron a Silvara, una oscura y sombría silueta que se recortaba contra la niebla plateada. Estaba donde comenzaba el puente, con la mirada alzada hacia el cielo. Lentamente elevó los brazos y lentamente también la niebla se dispersó en largos y gráciles dedos para revelar a Solinari, llena y fúlgida en el estrellado cielo.

Silvara pronunció unas extrañas palabras y los rayos de la luna cayeron sobre ella, bañándola en su luz. Solinari brilló sobre las aguas, haciéndolas cobrar vida, haciéndolas bailar en plata. Relució sobre el puente de mármol, confiriendo vida a los caballeros que cruzaban eternamente la corriente.

Pero esas maravillosas imágenes no fueron las que motivaron que los compañeros se agarraran los unos a los otros con manos temblorosas. La luz de la luna sobre las aguas no fue la causa de que Flint repitiera el nombre de Reorx en la oración más ferviente que hubiera pronunciado jamás, ni la que hizo que Laurana reclinara la cabeza sobre el hombro de su hermano, con los ojos empañados de lágrimas, ni lo que motivó que Gilthanas estrechara a su hermana con firmeza, inundado por un sentimiento de temor, sobrecogimiento y respeto.

Elevándose sobre ellos, tan alto que su cabeza podría haber arrancado una luna del cielo, aparecía la figura de un dragón tallado en la ladera de una montaña, reluciendo plateado bajo la luz de Solinari.

—¿Dónde estamos? —susurró Laurana—. ¿Qué lugar es éste?

—Cuando cruces el puente de la Travesía, te hallarás ante el monumento del Dragón Plateado —respondió Silvara en voz baja—. Protege la tumba de Huma, Caballero de Solamnia.

8 La tumba de Huma.

Bajo la luz de Solinari, el puente de la Travesía —que cruzaba las termas del valle de Foghaven—, relucía como un hilo de brillantes perlas ensartadas en una cadena de plata.

—No temáis —repitió Silvara de nuevo—. Sólo les es difícil atravesarlo a aquellos que desean entrar en la tumba con intenciones malignas.

Pero los compañeros seguían sin estar muy convencidos. Subieron los escalones que llevaban al inicio del puente temerosamente. Y una vez allí, vacilantes, pisaron el arco de mármol que se alzaba ante ellos, reluciendo por la humedad del vapor de las termas. Silvara pasó la primera, caminando con ligereza y facilidad. Los demás la siguieron con cautela, avanzando por el centro.

Al otro lado del puente se alzaba el monumento del Dragón. A pesar de saber que debían vigilar cuidadosamente dónde pisaban, la mirada parecía desviárseles constantemente hacia el monumento. Se vieron obligados a detenerse varias veces y lo contemplaron sobrecogidos, mientras bajo sus pies las aguas ardían y se evaporaban.

—¡Estoy seguro de que ese agua está tan caliente que podría cocinarse un pedazo de carne en ella! —dijo Tasslehoff.

Tendiéndose sobre su estómago, se asomó por el borde de la parte más alta del arqueado puente.

—Yo es..estoy se..seguro de que po..podría co..cocinarte a ti —farfulló el aterrorizado enano, arrastrándose sobre manos y rodillas.

—¡Mira, Flint! Mira. Llevo este pedazo de carne en una de mis bolsas. Conseguiré una cuerda y la bajaremos hasta el agua...

—¡Sigue avanzando! —rugió Flint.

Tas suspiró y guardó la bolsa.

—Desde luego no eres nada divertido. No se te puede llevar a ningún lado.

Pero para el resto de los compañeros fue un momento terrorífico, y todos ellos suspiraron aliviados cuando hubieron descendido las escaleras del extremo opuesto del puente de mármol.

Mientras lo atravesaban, ninguno de ellos se había dirigido a Silvara, pues sus mentes se hallaban demasiado ocupadas en conseguir cruzar el puente de la Travesía sin percances. Pero cuando llegaron al otro lado, Laurana fue la primera en hacer preguntas.

—¿Por qué nos has traído aquí?

—¿Aún no confiáis en mí? —preguntó Silvara apesadumbrada.

Laurana titubeó. Su mirada se desvió una vez más hacia el inmenso dragón de piedra, cuya cabeza estaba coronada de estrellas. La boca permanecía abierta en un silencioso grito y los ojos miraban con fiereza. Las alas habían sido talladas de las laderas de la montaña. Una garra se extendía hacia delante, tan inmensa como los troncos de cien árboles vallenwood.

—¡Enviaste el Orbe lejos de aquí, y luego nos trajiste a un monumento dedicado a un dragón! —dijo Laurana un segundo después con voz temblorosa—. ¿Qué debo pensar? Nos traes a este lugar, al que llamas la tumba de Huma. Ni siquiera sabemos si Huma vivió o si fue un personaje legendario. ¿Qué puede probar que éste sea el lugar donde descansan sus restos? ¿Está su cadáver en el interior?

—N...no —farfulló Silvara—. Su cuerpo desapareció, igual que...

—¿Igual que... qué?

—Igual que la lanza que llevaba, la Dragonlance utilizada para destruir al dragón de Todos los Colores y Ninguno —Silvara suspiró y bajó la cabeza—. Entrad —les rogó—, y descansad esta noche. Por la mañana todo se aclarará, os lo prometo.

—No creo que... –comenzó a decir Laurana.

—¡Vamos a entrar! —exclamó Gilthanas con firmeza—. ¡Te estás comportando como una niña mimada, Laurana! ¿Por qué querría Silvara que corriéramos peligro? ¡Seguramente, si un dragón habitase este lugar, todo Ergoth lo sabría! Podría habernos destruido hace mucho tiempo. No percibo nada maligno en este lugar, sólo una gran sensación de paz. ¡Y es un lugar perfecto para ocultarse! Dentro de poco los elfos se enteraran de que el Orbe ha llegado a salvo a Sancrist. Dejarán de buscarnos y podremos irnos. ¿No es verdad, Silvara? ¿No es ésta la razón por la que nos trajiste aquí?

—Sí —dijo Silvara en voz baja—. Es...ése era mi plan. Ahora venid, venid, rápido, mientras aún brille Solinari. Pues si no, no podremos entrar.

Gilthanas, cogiendo a Silvara de la mano, caminó hacia la reluciente niebla plateada. Tas se deslizó delante de ellos. Flint y Theros los siguieron más lentamente y Laurana aún más despacio. Los temores de la elfa no habían desaparecido tras la locuaz explicación de Gilthanas, ni tras el renuente asentimiento de Silvara. Pero no había otro lugar al que poder ir y —como admitió para sí—, sentía una gran curiosidad.

La hierba del otro lado del puente era suave y llana, pero al acercarse al cuerpo de dragón labrado en la escarpada montaña, el terreno comenzó a ascender. De pronto la voz de Tas, que se había adelantado considerablemente al grupo, llegó flotando entre la niebla.

—¡Raistlin! —le oyeron gritar con voz ahogada—. ¡Se ha convertido en un gigante!

—Ese kender se ha vuelto loco —dijo Flint con lóbrega satisfacción—. Siempre lo supe...

Los compañeros corrieron hacia adelante y encontraron a Tas dando saltos y señalando. Se detuvieron junto a él, intentando recuperar el aliento.

—¡Por las barbas de Reorx! —exclamó Flint sobrecogido—. ¡Es Raistlin!

En medio de la ondeante niebla, aparecía una estatua de piedra de nueve pies de altura, que representaba con exacta similitud al joven mago. Fiel a los más mínimos detalles, reflejaba incluso su expresión amarga y cínica así como sus ojos de pupilas de relojes de arena.

—¡Y allí está Caramon! —gritó Tas.

A pocos pies de distancia había otra estatua, representando la imagen del hermano gemelo de Raistlin.

—Y Tanis... —susurró Laurana impresionada—. ¿Qué magia maligna es ésta?

—No es maligna —dijo Silvara—, a menos que traigáis el mal a este lugar. En ese caso veréis los rostros de vuestros peores enemigos. El horror y el temor que os causarán no os permitirán avanzar. Pero sólo estáis viendo a vuestros amigos, por lo que podéis pasar con tranquilidad.

—La verdad es que no sé si contaría a Raistlin entre mis amigos —murmuró Flint.

—Ni yo —dijo Laurana. Temblando, pasó titubeante ante la fría imagen del mago. La túnica de obsidiana del joven hechicero relucía negra a la luz de la luna. Laurana recordó con viveza la pesadilla de Silvanesti, y se estremeció al avanzar hacia el círculo de estatuas de piedra. Cada una de ellas tenía un curioso parecido con sus amigos, casi atemorizante. En medio de ese silencioso círculo había un pequeño templo.

El simple edificio rectangular se alzaba sobre una base octogonal de relucientes escalones. También estaba construido en obsidiana, y su negra estructura centelleaba, siempre húmeda debido a la perpetua bruma. Parecía como si cada trazo hubiera sido labrado pocos días antes, ya que ningún signo de desgaste desfiguraba las claras y limpias líneas de la entalladura. También aquí había labradas esculturas de caballeros, cada uno de los cuales llevaba una dragonlance, y atacaba a un inmenso monstruo. Los dragones chillaban silenciosamente en una muerte detenida, atravesados por las largas lanzas.

—Depositaron el cuerpo de Huma en el interior de este templo —dijo Silvara en voz baja guiándolos escaleras arriba.

Unas frías puertas de bronce se abrieron sobre silenciosos goznes al tocarlas Silvara. Los compañeros se detuvieron titubeantes en las escaleras que rodeaban el templo cuajado de columnas. Pero como Gilthanas había dicho, aquel lugar no infundía ninguna sensación maligna. Laurana recordó la tumba de la Guardia Real en el Sla-Mori, y el terror generado por los espíritus guerreros que debían vigilar eternamente al rey muerto Kith-Kanan. No obstante, en este templo sólo se respiraba pena y tristeza, disminuidas por el conocimiento de una gran victoria —una batalla ganada a un terrible coste, pero que traía con ella la paz eterna y un dulce descanso.

Laurana sintió que su carga se aliviaba, y que su corazón se hacía más ligero. Aquí su propia tristeza parecía decrecer; era como si le recordaran sus propios triunfos y victorias. Uno por uno, todos los compañeros entraron en la tumba. Las puertas de bronce se cerraron tras ellos, sumiéndolos en una total oscuridad. De pronto llameó una luz. Silvara sostenía una antorcha en sus manos, que aparentemente había tomado de la pared. Laurana se preguntó por un instante cómo se las había arreglado para prenderla. Pero aquella pregunta trivial voló de su mente cuando, sobrecogida, comenzó a examinar el lugar.

En el centro de la estancia había un féretro tallado en obsidiana, sostenido por cinceladas figuras de caballeros, pero el cuerpo que se suponía debía descansar en el ataúd, no estaba. Un antiguo escudo yacía a los pies, junto a una espada muy parecida a la de Sturm. Los compañeros contemplaron dichos objetos en silencio. Hablar les hubiera parecido profanar la triste serenidad del lugar, y nadie los tocó, ni siquiera Tasslehoff.

—Desearía que Sturm pudiera estar aquí —murmuró Laurana mirando a su alrededor con lágrimas en los ojos—. Este debe ser el lugar de reposo de Huma... pero... —la elfa no podía explicar la sensación de inquietud que la invadía. No era temor, se parecía a lo que había sentido al entrar en el valle, una sensación de apremio.

Silvara prendió más antorchas de la pared y los compañeros caminaron más allá del féretro, observando la tumba con curiosidad. No era muy grande. El ataúd estaba en el centro y, alineados en las paredes, había bancos de piedra, presumiblemente para que los asistentes al duelo pudieran descansar mientras presentaban sus respetos. Al fondo había un pequeño altar de piedra. Labrados en su superficie, se apreciaban los símbolos de las Órdenes de los Caballeros: la corona, la rosa y el martín pescador. Sobre el altar había pétalos de rosa secos y hierbas, y, pese a los cientos de años transcurridos, su fragancia aún flotaba dulcemente en la atmósfera. Bajo el altar, sobre el suelo de piedra, había una gran placa de hierro. Mientras Laurana la contemplaba con curiosidad, Theros se acercó a ella.

—¿Qué supones que debe ser? —preguntó la elfa—. ¿Un pozo?

—Veamos —murmuró el herrero. Inclinándose, levantó con su inmensa mano de plata la anilla que había en el centro de la placa y tiró de ella. Al principio no ocurrió nada. Theros agarró la anilla con las dos manos y volvió a estirar con todas sus fuerzas. La placa de hierro chirrió y se deslizó sobre el suelo con un estridente sonido que les hizo rechinar los dientes.

—¿Qué habéis hecho? —Silvara, que se encontraba junto al féretro contemplándolo con tristeza, se volvió hacia ellos.

Theros se enderezó, asombrado por el agudo tono de voz de la elfa. Laurana se apartó rápidamente del agujero abierto en el suelo. Ambos se quedaron mirando a Silvara.

—¡No os acerquéis ahí! —les previno Silvara temblorosa—. ¡Apartaos! ¡Es peligroso!

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Laurana con calma, recuperando la sangre fría—. Nadie ha estado aquí desde hace cientos de años. ¿No es así?

—¡Sí! —dijo Silvara mordiéndose el labio—. Lo—lo sé... por las leyendas de mi gente...

Ignorando a la muchacha, Laurana se acercó al borde del agujero y asomó la cabeza. Estaba oscuro. Pese a que lo iluminaron con una antorcha que Flint trajo de la pared, no se podía ver nada. Un débil olor a rancio ascendía por el agujero, pero eso era todo.

—No creo que sea un pozo —dijo Tas, asomándose para ver.

—¡Aléjate de él! ¡Por favor! —rogó Silvara.

—¡Tiene razón, ladronzuelo! —Theros agarró a Tas y lo apartó del agujero—. Si cayeras ahí, puede que descendieras hasta el otro lado del mundo.

—¿De verdad? —preguntó Tasslehoff conteniendo el aliento—. ¿Realmente caería hasta el otro lado, Theros? ¿Me pregunto qué tal resultaría? ¿Habrá gente? ¿Cómo nosotros?

—¡Espero que no fueran como los kenders! —refunfuñó Flint—. Si así fuese estarían muertos de idiotez. Además, todos los hombres saben que el mundo descansa sobre el yunque de Reorx. Aquellos que caen al otro lado quedan atrapados entre los golpes de su martillo y el mundo que sigue forjando.

El enano contempló cómo Theros intentaba inútilmente volver a colocar la placa. Tasslehoff seguía observando con curiosidad. Theros se vio obligado a renunciar, pero miró fijamente al kender hasta que éste lanzó un suspiro y se alejó del lugar, acercándose al féretro de piedra para contemplar con ojos anhelantes la espada y el escudo.

Flint tiró de la túnica de Laurana.

—¿Qué ocurre? —le preguntó ella con aire ausente.

—Sé cómo se trabaja la piedra, y hay algo extraño en todo esto —dijo haciendo una pausa para ver si Laurana se reía de él. Pero la elfa lo escuchaba con atención—. La tumba y las estatuas que hemos visto afuera están trabajadas por humanos. Son antiguas...

—¿Lo suficientemente antiguas para que se trate de la tumba de Huma?

—Cada pedazo de ellas —el enano asintió enfáticamente—. Pero esa inmensa bestia de ahí afuera —hizo un gesto señalando el monumental dragón de piedra—, no ha sido construido por manos de humano, ni de elfo ni de enano.

Laurana parpadeó sin comprender.

—Y todavía es más antiguo —dijo el enano con voz cada vez más ronca—. Tan antiguo, que convierte esto —Flint señaló la tumba— en algo moderno.

Laurana comenzó a comprender. Flint, al ver que los ojos de la elfa se abrían de par en par, asintió lenta y solemnemente.

—Ningún ser que camine sobre dos piernas ha labrado con sus manos la ladera de esa montaña —declaró Flint.

—Debe haber sido una criatura con una impresionante fuerza... —murmuró Laurana—.

Una criatura inmensa...

—Con alas...

—Con alas...

De pronto Laurana interrumpió su frase, la sangre se le heló en las venas al oír entonar unas palabras, palabras que identificó con el extraño y enmarañado lenguaje de la magia.

—¡No! —volviéndose, alzó la mano instintivamente para protegerse del encantamiento, aunque al hacerlo se dio cuenta de que era inútil.

Silvara estaba en pie junto al altar, desmenuzando pétalos de rosa con las manos y hablando con suavidad.

Laurana luchó contra la hechizada somnolencia que la invadía. Cayó de rodillas, maldiciéndose a sí misma por su estupidez y se sostuvo como pudo en uno de los bancos de piedra. Pero no le sirvió de nada. Alzando los párpados con esfuerzo vio a Theros desplomarse y a Gilthanas derrumbarse en el suelo. A su lado, el enano comenzó a roncar antes, incluso, de que su cabeza cayera pesadamente sobre un banco.

Laurana oyó un estruendo, el ruido de un escudo estrellándose contra el suelo. Un segundo después una fragancia de rosas inundó la atmósfera.

9 El asombroso descubrimiento del kender.

Tasslehoff oyó hablar a Silvara. Al reconocer las palabras de la magia, el kender reaccionó instintivamente agarrando el escudo que había sobre el féretro y tirando de él. El pesado escudo cayó encima suyo, golpeando el suelo con un estruendoso ruido. El escudo cubrió a Tas por completo.

Se quedó inmóvil hasta que oyó a Silvara finalizar su cántico. Después esperó unos instantes para ver si iba a convertirse en un sapo, a arder en llamas, o algo parecido. No ocurrió nada, lo cual en cierta manera le decepcionó. Ni siquiera pudo oír a Silvara. Finalmente, aburrido de estar tumbado en la oscuridad sobre el frío suelo de piedra, Tas salió de debajo del escudo tan silenciosamente como el caer de una pluma.

¡Todos sus amigos estaban dormidos! Osea que ése era el encantamiento que había formulado Silvara. Pero ¿dónde estaba la Elfa Salvaje? ¿Habría ido a algún lugar en busca de un terrible monstruo que los devorara?

Cautelosamente, Tas se enderezó y asomó la cabeza por encima del féretro. Ante su sorpresa vio a Silvara acurrucada sobre el suelo, cerca de la entrada de la tumba. Mientras Tas la miraba, la elfa se movía agitada, emitiendo pequeños gemidos.

—¿Cómo puedo soportar esto? —Tas la oyó murmurar para sí—. Los he traído aquí. ¿No es eso suficiente? ¡No! —Silvara sacudía la cabeza afligida—. No, he enviado el Orbe lejos de aquí. Ellos no saben cómo utilizarlo. Debo romper la promesa. Es como tú dices, hermana... la decisión es mía. ¡Pero es dura! Le amo...

Sollozando, murmurando para sí como una posesa, Silvara hundió la cabeza entre las rodillas. El kender, tierno de corazón, nunca había visto a alguien tan afligido, y deseó reconfortarla. Pero, también era consciente de que lo que la elfa decía no sonaba demasiado esperanzador: «La decisión es dura, romper la promesa...»

«No, será mejor que intente salir de aquí antes de que se dé cuenta de que su hechizo no me ha hecho efecto», pensó Tas.

Pero Silvara se hallaba justo en la entrada de la tumba. Podía intentar deslizarse junto a ella... Tas sacudió la cabeza. Demasiado arriesgado.

¡El agujero! A Tas se le iluminaron los ojos. De todas formas había querido examinarlo más detenidamente. Confió en que la placa estuviera todavía descubierta.

El kender rodeó el féretro de puntillas y se dirigió al altar. Ahí estaba el agujero, aún abierto. Theros yacía junto a él, profundamente dormido, con la cabeza apoyada sobre su brazo de plata. Mirando atrás hacia Silvara, Tas se deslizó silenciosamente hasta el borde.

No había duda de que sería un lugar más adecuado para ocultarse que donde ahora se encontraba. No había peldaños, pero pudo ver asideros en la pared. Un kender hábil como él no debería tener problemas para descender por allí. Tal vez llevara al exterior. De pronto Tas oyó un ruido tras él. Era Silvara suspirando y agitándose...

Sin volverlo a pensar, Tas se metió silenciosamente en el agujero y comenzó a descender. Las paredes estaban resbaladizas por el moho y la humedad y los asideros estaban bastante distanciados unos de otros. «Construido para humanos. ¡Nadie tenía en consideración a la gente pequeña!», pensó irritado.

Estaba tan preocupado que no vio las piedras preciosas hasta casi estar encima de ellas.

—¡Por las barbas de Reorx! —exclamó, sintiéndose orgulloso de ese juramento, que había aprendido de Flint.

Había seis maravillosas joyas —cada una de ellas tan grande como su mano— espaciadas entre sí y formando un anillo alrededor de las paredes del pozo. Estaban cubiertas de moho pero, sólo con mirarlas, Tas pudo apreciar lo valiosas que eran.

—¿Por qué razón pondría alguien unas joyas tan maravillosas en este agujero?—preguntó en voz alta—. Seguro que fue un ladrón. Si consigo sacarlas de aquí, se las devolveré al verdadero propietario —dijo alargando una mano hacia una de las piedras preciosas.

Una tremenda corriente de viento inundó el conducto, arrancando al kender de la pared tan fácilmente como un temporal de invierno arranca las hojas de los árboles. Mientras caía, Tas miró hacia arriba, observando cómo la luz del extremo superior del pozo se hacía cada vez más pequeña. Se preguntó cuán grande sería el martillo de Reorx y, un segundo después, dejó de caer.

Por un momento el viento le hizo dar vueltas sobre sí mismo. Luego cambió de dirección, haciéndole ir de un lado a otro.

«Después de todo no voy a ir al otro extremo del mundo», pensó el kender con tristeza. Suspirando, flotó a lo largo de otro túnel. ¡Y, de pronto, sintió que estaba comenzando a subir! ¡Un potente viento le estaba haciendo ascender por el pozo! Era una sensación muy extraña, bastante estimulante. Instintivamente extendió los brazos para ver si podía tocar las paredes de donde quiera que estuviera. Al hacerlo, se dio cuenta de que ascendía a mayor velocidad, impulsado hacia arriba por rápidas corrientes de aire.

«Tal vez estoy muerto. Estoy muerto y por eso soy más ligero que el aire», pensó Tas.

Bajando los brazos, palpó desesperadamente todas sus bolsas. No estaba seguro —el kender tenía ideas muy inciertas del más allá pero tenía la sensación de que no le dejarían llevar sus cosas con él. No, todo estaba en su sitio. Respiró aliviado, pero un segundo después se atragantó al descubrir que estaba descendiendo, empezaba a caer de nuevo.

«¿Qué ocur...?», pensó preocupado, pero enseguida se dio cuenta de que había bajado ambos brazos, manteniéndolos pegados al cuerpo. Rápidamente volvió a subirlos y, por supuesto, volvió a ascender de nuevo. Convencido de que no estaba muerto, se dispuso a disfrutar del vuelo.

Aleteando con las manos, el kender miró hacia arriba para ver hacia dónde se dirigía. Divisó una luz en la lejanía que cada vez se hacía más brillante. Vio que se encontraba en un pozo, pero era mucho más largo que por el que había descendido antes.

—¡Espera a que Flint se entere de esto! —se dijo alegremente. Entonces vislumbró seis joyas como las que había visto anteriormente. El viento comenzó a amainar.

Justo cuando acababa de decidir que, realmente, disfrutaría si pudiera vivir volando, Tas llegó al final del pozo. Las corrientes de aire lo mantuvieron junto al suelo de piedra de una estancia iluminada por antorchas. Tas aguardó unos segundos, para ver si volvía a despegar de nuevo, e incluso movió arriba y abajo los brazos para ayudar, pero no sucedió nada. Aparentemente su vuelo había terminado.

«Ya que estoy aquí arriba, podría aprovechar para echar un vistazo», pensó el kender lanzando un suspiro. Saltando fuera de las corrientes de aire, aterrizó ligeramente sobre el suelo de piedra y comenzó a mirar a su alrededor.

De las paredes pendían varias antorchas que iluminaban la estancia con una radiante luz blanquecina. La habitación era mucho más grande que la de la tumba y Tas vio junto a él una gran escalera curvada. Las grandes losas de los peldaños —así como toda la piedra que había en la estancia— eran de un blanco puro, muy diferentes de las negras piedras de la tumba. La escalera torcía hacia la derecha, ascendiendo hacia lo que parecía ser otro nivel de la misma estancia. Vio una especie de barandilla que protegía las escaleras aparentemente había algún tipo de galería allá arriba. Casi partiéndose el cuello para intentar ver algo, Tas descubrió unos remolinos y manchas de brillantes colores reluciendo bajo la antorcha de la pared opuesta.

«¿Quién ha prendido las antorchas? ¿Qué es este lugar? ¿Parte de la tumba de Huma? ¿O habré llegado volando a la montaña del Dragón? ¿Quién vive aquí? ¡Esas antorchas no se encendieron ellas mismas!», Tas se iba preguntando y contestando a sí mismo.

Al pensar esto último —para sentirse más seguro Tas rebuscó en el interior de su túnica y sacó su pequeño cuchillo. Sosteniéndolo en la mano, ascendió por la gran escalera y llegó a la galería. Era una habitación inmensa, aunque bajo la titilante luz de las antorchas no se pudiera ver mucho. Unos gigantescos pilares sostenían la masa del techo. Otra gran escalera ascendía desde el nivel en el que se encontraba hasta uno superior. Tas se volvió, apoyándose contra la barandilla para echar un vistazo a las paredes.

—¡Por las barbas de Reorx! ¿Qué es eso?

Eso era un cuadro. Una pintura al fresco, para ser más precisos. Comenzaba exactamente enfrente de donde Tas se encontraba, al pie de las escaleras, y se extendía por toda la galería. El kender no estaba muy interesado en los trabajos artísticos, pero no recordaba haber visto nunca algo tan bello. ¿O sí? Había algo que le resultaba familiar. Sí, cuanto, más lo miraba, más convencido estaba de haberlo visto antes.

Tas examinó la pintura mural, intentando recordar. En la pared que tenía enfrente se representaba una imagen de una horrible escena de dragones, de todos los colores y formas, descendiendo sobre la tierra. Había ciudades ardiendo como en Tarsis, edificios derrumbándose, gente huyendo. Era una imagen terrible, Y el kender pasó anteella rápidamente.

Continuó avanzando por la galería. Cuando llegó a la parte central del mural, se detuvo, dando un respingo.

—¡La montaña del Dragón! ¡Ahí está, en la pared! —susurró para sí, asombrándose al escuchar el eco de su susurro. Mirando a su alrededor rápidamente, corrió hacia el otro lado de la galería. Inclinándose sobre la barandilla observó atentamente las pinturas. Sí, no había duda, era la montaña del Dragón, donde ahora se encontraba. Sólo que era como si una gigantesca espada hubiera cortado verticalmente por la mitad la imagen que el mural mostraba de la montaña.

—¡Qué maravilla! ¡Ah, claro! ¡Es un mapa! ¡Y aquí es donde estoy ahora! ¡He ascendido por el interior de la montaña! —miró a su alrededor comprendiendo súbitamente—.Estoy en la garganta del dragón, por eso esta habitación tiene esta forma tan extraña —se volvió de nuevo hacia el mapa—. Ahí está esa pintura de la pared y la galería en la que me encuentro. Y los pilares... Sí, la escalera... ¡Lleva a la cabeza del dragón! y ahí está también el conducto por el que ascendí. Una especie de cámara de viento. ¿Quién construyó esto... y por qué?

Tasslehoff prosiguió investigando confiando en encontrar una pista en las imágenes. En el extremo derecho de la galería había un retrato de otra batalla. Pero éste no era horrible. Había dragones rojos, negros, azules y blancos —exhalando fuego y hielo—, pero había otros dragones que luchaban contra ellos, dragones plateados y dorados...

—¡Ya me acuerdo! —gritó Tasslehoff.

El kender comenzó a pegar saltos arriba y abajo, chillando como un salvaje.

—¡Ya me acuerdo! ¡Ya me acuerdo! Fue en Pax Tharkas. Fizban me lo enseñó. Hay dragones buenos en el mundo. ¡Estos nos ayudarán a luchar contra los malignos! Simplemente hemos de encontrarlos. ¡Y ahí están las dragonlances!.

—¡Maldita sea! —gritó una voz tras el kender—. ¡Es que se no puede dormir un poco! ¿Qué es todo este barullo? ¡Estás haciendo ruido suficiente como para despertar a un muerto!

Tasslehoff se giró alarmado, con el cuchillo en la mano. Hubiera jurado que estaba solo allí arriba. Pero no. En un banco de piedra que había en una zona sombría, alejada de la luz de las antorchas, un personaje se incorporó. Sacudiéndose a sí mismo, se desperezó, se puso en pie y comenzó a subir las escaleras, acercándose rápidamente al kender. Tas no hubiera podido huir, aunque hubiese querido, pero, además, sentía una tremenda curiosidad por saber quién había en la estancia. Cuando abrió la boca dispuesto a preguntarle a aquella extraña criatura quién era y por qué había elegido la garganta del Dragón de la Montaña para hacer la siesta, el personaje apareció a la luz de las antorchas. Era un anciano. Era...

El cuchillo de Tasslehoff cayó al suelo. El kender retrocedió hasta la barandilla. Por primera, última y única vez en su vida, Tasslehoff Burrfoot no pudo pronunciar palabra.

—F—F—F... —de su garganta no salió nada, solo un graznido.

—Bien, ¿qué ocurre? ¡Habla! Hace un momento hacías una barbaridad de ruido. ¿Qué sucede? ¿Te has atragantado?

—F—F—F...

—Ah, pobre chico. ¿Algo crónico? ¿Un impedimento del habla? Triste, muy triste.

Mira... —el curioso personaje rebuscó en su túnica, abriendo numerosas bolsitas mientras Tasslehoff permanecía clavado ante él, temblando.

—Aquí está —sacando una moneda la depositó sobre la palma de la mano del kender y le ayudó a cerrar los pequeños e inertes dedos sobre ella —. Ahora vete. Busca a un clérigo...

—¡Fizban! —exclamó Tasslehoff finalmente.

—¿Dónde? —el anciano se giró. Alzando su bastón, miró temerosamente hacia la oscuridad. Entonces pareció ocurrírsele algo. Volviéndose de nuevo hacia Tas, le preguntó—: ¿Estás seguro de que viste a Fizban? ¿No está muerto?

—Yo creía que sí...

—¡Entonces no debería estar rondando, asustando a la gente! Tendré que hablar con él. ¡Eh, tú!

Tas alargó una mano temblorosa y tiró de la túnica del anciano.

—No estoy seguro, pe..pero cr..creo que tú eres Fizban.

—No, ¿en serio? Esta mañana me sentía un poco raro, pero no tenía ni idea de que estaba tan mal. O sea que estoy muerto. —Se arrastró hacia un banco y se dejó caer—. ¿Fue un bonito funeral? ¿Asistió mucha gente?

—Hmmm... Bueno, fueron más bien... más bien... unas exequias conmemorativas, podría decirse. Sabes, es que... bueno... no pudimos encontrar tus... ¿cómo podría explicarlo?

—¿Restos?

—Hmmm... restos —Tas enrojeció—. Los buscamos, pero había todas esas plumas de gallina... y un elfo oscuro... y Tanis dijo que habíamos tenido suerte de escapar con vida...

—¡Plumas de gallina! ¿Qué tienen que ver unas plumas de gallina con mi funeral?

—Nosotros... hmm... tú, yo y Sestun. ¿Te acuerdas de Sestun, el enano gully? Bien, había una enorme, inmensa cadena en Pax Tharkas. Y ese inmenso dragón rojo. Nosotros estábamos colgados de la cadena y el animal expulsaba su flamígero aliento sobre ella. La cadena se rompió y nosotros caímos... y supe que todo se había acabado. Íbamos a morir. Había más de setenta pies de distancia hasta el suelo —esa distancia aumentaba cada vez que Tas relataba la historia—, y tú estabas debajo mío, y oí que formulabas un encantamiento...

—Sí, soy un mago bastante bueno, ¿sabes?

—Sí, bueno. Tú formulaste ese encantamiento: Pveatherf.. o algo así. Bueno, de cualquier forma, sólo dijiste la primera palabra, Pveatherf.. y, de pronto, había millones y millones y millones de plumas de gallina...

—¿Y qué ocurrió después?

—Oh, bueno, ahí es donde todo se vuelve un poco... hum...embrollado. Oí un grito y un golpe. Bueno, en realidad fue más parecido a un chapoteo, y me..me imaginé qu..que eras tú.

—¿Yo? ¡Chapoteo! —miró fijamente al kender, furioso—. ¡Nunca en mi vida he chapoteado!

—Entonces Sestun y yo caímos sobre el montón de plumas junto con la cadena. Miré si encontraba... de verdad lo hice —los ojos de Tas se llenaron de lágrimas al recordar su acongojada búsqueda del cadáver del anciano—. Pero había demasiadas plumas... y fuera había esa terrible conmoción, esos dragones peleando. Sestun y yo conseguimos llegar a la puerta y allí encontramos a Tanis, y yo quería regresar para buscarte un rato más, pero Tanis dijo que no.

—¿O sea que me dejaste enterrado bajo un montón de plumas de gallina?

—Fueron una exequias conmemorativas terriblemente emocionantes —farfulló Tas—.Goldmoon habló, y Elistan, no conociste a Elistan, pero recuerdas a Goldmoon, ¿no? ¿Y a Tanis?

—Goldmoon... Ah, sí. Una muchacha muy bonita. Había un personaje de mirada ceñuda enamorado de ella.

—Riverwind —dijo Tas agitado—. Y Raistlin.

—Un sujeto muy flaco. Muy buen mago, pero nunca conseguirá nada si no consigue curarse esa tos.

—¡Eres Fizban! —exclamó Tas. Saltando alegremente, se arrojó sobre el anciano y lo abrazó con fuerza.

—Ya está bien, ya está bien —dijo éste desconcertado, dándole a Tas golpecillos en la espalda—. Ya es suficiente. Vas a arrugar mi túnica. No gimotees. No puedo soportarlo. ¿Necesitas un pañuelo?

—No, tengo uno...

—Bien, eso está mejor. ¡Oh! yo diría que ese pañuelo es mío. Ésas son mis iniciales.

—¿Ah, sí? Debe habérsete caído.

—¡Ahora te recuerdo! Eres Tassle..., Tassle algo más.

—Tasslehoff. Tasslehoff Burrfoot.

—Y yo soy... ¿Cuál dijiste que era mi nombre?

—Fizban.

—Sí. Fizban... —el anciano reflexionó unos instantes y luego sacudió la cabeza —.Hubiera jurado que ese tal Fizban estaba muerto...

10 El secreto de Silvara.

—¿Cómo sobreviviste? —preguntó Tas, sacando de una de sus bolsas unos frutos secos para compartir con Fizban.

—La verdad es que no creía haberlo hecho. Me temo que no tengo ni la más remota idea. Aunque ahora que lo pienso, desde entonces no he sido capaz de comer carne de gallina. Pero, cuéntame —preguntó mirando sagazmente al kender ¿qué estás haciendo aquí?

—Vine con algunos de mis amigos. El resto están vagando por ahí, si es que aún están vivos —dijo, empezando a lloriquear de nuevo.

—Lo están. No te preocupes.

—¿De verdad lo crees? Bueno, la cuestión es que estamos aquí, con Silvara...

—¡Silvara! —el anciano se puso en pie de un brinco. Los pelos se le pusieron de punta, la mirada vaga desapareció de su rostro —. ¿Dónde está? ¿Y tus amigos, dónde están?

—Ab..abajo —balbuceó Tas, asombrado por la súbita transformación de Fizban—. ¡Silvara formuló un encantamiento sobre ellos!

—¡Ah!, lo hizo... Bueno, veremos lo que podemos hacer. Vamos.

El anciano comenzó a andar por la galería, a tal velocidad, que Tas se vio obligado a correr para mantener el paso.

—¿Dónde dijiste que estábamos? —preguntó Fizban deteniéndose junto a las escaleras—Procura ser concreto —añadió.

—Hum... ¡la tumba! ¡La tumba de Huma! Creo que en la tumba de Huma. Eso es lo que dijo Silvara.

—Puf... Bueno, al menos no tendremos que andar. Descendieron las escaleras y se acercaron al agujero del suelo por el que había llegado Tas. Una vez allí, el anciano se colocó en el mismísimo centro del agujero. Tas, tragando saliva, se situó junto a él, agarrándose a su túnica.

—Abajo —ordenó el anciano. Comenzaron a ascender, elevándose hacia el techo de la galería del piso superior.

—¡He dicho abajo! —chilló Fizban furioso, inclinado amenazadoramente su bastón hacia el agujero.

Se oyó un sonido absorvente y ambos fueron devorados por el agujero a tal velocidad, que el sombrero de Fizban salió volando. «Es como el que perdió en el cubil del dragón», pensó Tas. Estaba todo arrugado, había perdido su forma original y aparentemente poseía vida propia. Fizban intentó agarrarlo pero falló. No obstante, el sombrero cayó flotando tras ellos, a unos cincuenta pies de distancia.

Tasslehoff, fascinado, miró hacia abajo y se dispuso a preguntar algo, pero Fizban le hizo callar. Asiendo firmemente su bastón, comenzó a susurrar para sí, trazando un extraño signo en el aire.


Laurana abrió los ojos. Estaba tendida sobre un frío banco de piedra, contemplando el oscuro y reluciente techo. No tenía ni idea de dónde estaba. Entonces recuperó la memoria. ¡Silvara!

Incorporándose inmediatamente, echó un rápido vistazo a la habitación. Flint gruñía y se frotaba el cuello. Theros parpadeaba y miraba a su alrededor, aturdido. Gilthanas estaba en pie cerca de la puerta de la tumba, observando algo que había en el suelo. Cuando Laurana avanzó hacia él, el elfo se volvió. Llevándose un dedo a los labios, asintió con la cabeza en dirección a la puerta.

Silvara estaba allí sentada, con la cabeza entre los brazos, sollozando amargamente.

Laurana vaciló, olvidando las furiosas palabras que había pensado dirigirle a la Elfa Salvaje. Desde luego aquello no era lo que había imaginado. ¿Qué es lo que esperaba?, se preguntó a sí misma. No volver a despertar nunca más, o algo parecido. Debía haber una explicación.

—Silvara... —comenzó a decir.

La muchacha alzó la mirada. Tenía el rostro salpicado de lágrimas y pálido de temor.

—¿Qué hacéis despiertos? ¿Cómo habéis conseguido liberaros de mi encantamiento? —balbuceó la elfa recostándose contra la pared.

—¡Qué importa eso! —respondió Laurana, a pesar de no tener ni idea de cómo había despertado—. Dinos...

—¡Fue obra mía! —anunció una voz profunda.

Laurana y los demás se volvieron y vieron a un anciano de barba cana aparecer solemnemente por el agujero del suelo.

—¡Fizban! —susurró Laurana atónita.

Se oyó un golpe seco. Flint cayó desmayado. Los demás ni siquiera le prestaron atención, pues se hallaban absortos ante la aparición del viejo mago. Entonces, tras proferir un agudo gemido, Silvara se arrojó sobre el frío suelo de piedra temblando y sollozando.

Ignorando las miradas de los demás, Fizban avanzó por la estancia, pasó ante el féretro y ante el inconsciente enano y se acercó a Silvara. Mientras tanto Tasslehoff apareció por el agujero.

—¡Mirad a quien he encontrado! —exclamó el kender con orgullo—. ¡A Fizban! Y he volado, Laurana. Me metí en el agujero y volé hacia arriba por el aire. Y arriba hay unas pinturas con dragones dorados, y entonces Fizban se incorporó y me gritó y... debo admitir que me sentí realmente extraño durante unos instantes. Me quedé sin voz y... ¿qué le ha sucedido a Flint?

—Cállate, Tas —dijo Laurana en voz baja, sin apartar la mirada de Fizban. Este, arrodillándose en el suelo, zarandeó a la Elfa Salvaje.

—¿Silvara, qué has hecho? —le preguntó con expresión severa.

Al oír esto Laurana pensó que debía haberse equivocado —aquel debía ser otra persona vestida con la vieja túnica de Fizban—, era imposible que aquel hombre poderoso y de semblante severo fuera el viejo y torpe mago que recordaba. Pero no, hubiera reconocido su rostro en cualquier lugar, por no mencionar el sombrero.

Mientras los contemplaba ante ella, Laurana percibió como si un extraño e inmenso poder fluyera entre Silvara y Fizban. Sintió un apremiante deseo de salir corriendo de aquel lugar y de seguir corriendo hasta caer exhausta. Pero no podía moverse. Sólo podía contemplarlos.

—¿Qué has hecho, Silvara? —repitió Fizban—. ¡Has roto tu promesa!

—¡No! —gimió la muchacha, retorciéndose sobre el suelo a sus pies —. No, no lo he hecho. Aún no...

—Has caminado por el mundo con otro cuerpo, entrometiéndote en los asuntos de los hombres. Esto debería haberte bastado. ¡Pero has tenido que traerles aquí!

El rostro cuajado de lágrimas de Silvara tenía una expresión de angustia. Laurana notó que sus propias mejillas Se inundaban de lágrimas.

—¡De acuerdo! —gritó Silvara desafiante—. Rompí mi promesa o por lo menos pretendía hacerlo. Los traje aquí. ¡Tenía que hacerlo! He visto tanta miseria y sufrimiento. Además... —la voz le falló y su mirada se perdió en la distancia—, tenían uno de los Orbes...

—Sí —dijo Fizban en voz baja—. Un Orbe de los Dragones. Tomado del castillo del muro de Hielo. Cayó en tus manos. ¿Qué has hecho con él, Silvara? ¿Dónde está ahora?

—Lo envié lejos de aquí...

Fizban pareció envejecer. Suspirando profundamente, se apoyó pesadamente sobre su bastón.

—¿Dónde lo enviaste, Silvara? ¿Dónde está ahora el Orbe?

—Lo tie..tiene Sturm —interrumpió Laurana temerosa—. Se lo ha llevado a Sancrist. ¿Qué significa todo esto? ¿Está Sturm en peligro?

—¿Quién? —Fizban volvió la cabeza—. Oh, hola querida —dijo sonriéndole—. Qué agradable verte de nuevo. ¿Cómo está tu padre?

—Mi padre... —Laurana sacudió la cabeza, confundida—. Mira, anciano, qué más da mi padre... ¿Quién...?

—¡Y también está tu hermano! —Fizban alargó una mano hacia Gilthanas—. Qué alegría verte, hijo y a vos, señor —inclinó la cabeza ante el asombrado Theros—. ¿Un brazo de plata? Mi, mi... —volvió la cabeza de nuevo hacia Silvara—, que coincidencia. Theros Ironfeld, ¿no es así? He oído hablar mucho de ti. Mi nombre es...

El viejo mago hizo una pausa, frunciendo el ceño.

—Mi nombre es...

—Fizban —apuntó Tasslehoff.

—Fizban, eso es.

Laurana creyó ver que el mago le dirigía a Silvara una mirada de advertencia. La muchacha inclinó la cabeza, como dándole a entender que había comprendido su silencioso y secreto mensaje. Pero antes de que Laurana pudiera ordenar sus confusos pensamientos, Fizban le habló de nuevo.

—Y ahora, Laurana, te preguntarás quién es Silvara. Pero es ella la que debe decidir si contároslo o no, ya que yo debo irme. Debo emprender un largo viaje.

—¿Debo decírselo? —preguntó Silvara en voz baja.

Aún se hallaba de rodillas y, mientras hablaba, sus ojos miraban a Gilthanas. Fizban siguió su mirada. Al ver el aspecto abatido del noble elfo, su expresión se suavizó y sacudió la cabeza con tristeza.

—No, Silvara, no tienes que decírselo. La decisión es tuya, «aquella otra» fue la de tu hermana... Puedes hacerles olvidar que han estado aquí.

De pronto el único color que quedó en el rostro de Silvara fue el azul intenso de sus ojos.

—Pero eso significaría...

—Sí, Silvara. La decisión es tuya —dijo besando a la muchacha en la frente—. Adiós, Silvara.

Dándose la vuelta, miró a los demás.

—Adiós, adiós. Encantado de veros de nuevo. Estoy un poco disgustado por lo de las plumas de gallina, pero... no os guardo rencor —mirando a Tas con impaciencia le dijo—: ¿Vienes o no? ¡No dispongo de toda la noche para esperarte!

—¿Ir? ¿Contigo? —dijo Tas, soltando la cabeza de Flint que volvió a golpear el banco de piedra con un ruido sordo. El kender se puso en pie —. Por supuesto, déjame recoger mis cosas... —pero entonces se detuvo, volviéndose a mirar al desmayado enano—. Flint...

—Se pondrá bien —prometió Fizban—. No estarás separado de tus amigos mucho tiempo. Los veremos dentro de... —frunció el ceño, murmurando para sí —siete días, añade tres, me llevo una, ¿cuánto es siete veces cuatro? Oh, bueno, dentro de poco. Cuando se celebre la reunión del Consejo. Bien, no perdamos más tiempo. Tengo mucho que hacer. Tus amigos están en buenas manos. Silvara se ocupará de ellos, ¿no es así, querida?

—Voy a decírselo —le prometió ella apenada, mirando a Gilthanas.

El elfo los observaba a ella y a Fizban con expresión pálida.

—Tienes razón. Hace tiempo rompí la promesa. Debo finalizar lo que decidí hacer.

—Lo que creas mejor —Fizban posó su mano sobre la cabeza de Silvara, acariciando su plateado cabello. Luego Se volvió para marcharse.

—¿Seré castigada? —preguntó Silvara cuando el anciano estaba a punto de desaparecer en la penumbra.

Fizban se detuvo. Sacudiendo la cabeza, se volvió a mirar a la elfa.

—Algunos dirían que estás siendo castigada precisamente ahora, Silvara. Pero lo que haces, es fruto del amor. Tanto la decisión que tomes, como el castigo, dependen únicamente de ti.

El anciano desapareció en la oscuridad. Tasslehoff corrió tras él.

—¡Adiós, Laurana! ¡Adiós, Theros! ¡Cuidad de Flint! —en el silencio que siguió, Laurana pudo oír la voz del viejo mago.

—¿Cómo dijiste que me llamaba? Fizbut, Furball...

—¡Fizban! —chilló el kender con su voz aguda.

—Fizban... Fizban...


Todas las miradas se volvieron hacia Silvara.

Ahora la muchacha estaba tranquila, en paz consigo misma. Aunque en su rostro se reflejaba tristeza, no era el atormentado y amargo sentimiento de momentos anteriores, sino la sensación de la pérdida. Era la callada y asumida tristeza de alguien que no tiene nada de qué arrepentirse. Silvara caminó hacia Gilthanas. Tomando sus manos le miró a los ojos con tanto amor, que Gilthanas se sintió bendecido, a pesar de saber que ella se disponía a despedirse de él.

—Te estoy perdiendo, Silvara —murmuró él con la voz rota—. Lo veo en tus ojos. ¡Pero no sé porqué! Tú me amas...

—Yo te amo, elfo. Te amé cuando te vi herido, tendido sobre la arena. Cuando alzaste la mirada y me sonreíste, supe que el mismo destino que había caído sobre mi hermana, iba a ser también el mío. Pero ése es el riesgo que corremos cuando elegimos tomar esta forma pues, aunque al tomarla no perdemos nuestra fuerza, nos inflige sus debilidades. Pero, ¿amar es una debilidad...?

—Silvara, ¡no comprendo! —gritó Gilthanas. —Lo comprenderás.

Gilthanas la tomó en sus brazos, abrazándola. Silvara apoyó la cabeza sobre su pecho. El elfo besó su bella cabellera plateada y la estrechó contra sí con un sollozo.

Laurana se dio la vuelta. Aquella tristeza le parecía demasiado sagrada para que sus ojos la contemplaran. Tragándose sus propias lágrimas, miró a su alrededor y entonces recordó al enano. Tomando un poco de agua de la cantimplora, la esparció sobre el rostro de Flint.

El enano parpadeó y abrió los ojos. Contempló a Laurana durante un instante y luego extendió una mano temblorosa.

—Fizban —susurró con voz ronca.

—Lo sé —dijo Laurana, preguntándose cómo se tomaría el enano la marcha de Tasslehoff.

—¡Fizban está muerto! —Flint dio un respingo—. ¡Tas lo dijo! ¡En medio de un montón de plumas de gallina! —el enano hizo un esfuerzo por incorporarse—. ¿Dónde está ese maldito kender?

—Se ha ido, Flint. Se marchó con Fizban.

—¿Se ha ido? ¿Le habéis dejado marchar? ¿Con ese anciano?

—Me temo que sí...

—¿Le habéis dejado marchar con un anciano muerto?

—La verdad es que no he podido hacer otra cosa. Fue decisión suya. Estará bien...

—¿Dónde han ido? —preguntó Flint poniéndose en pie y agarrando sus cosas.

—No puedes ir tras ellos. Por favor, Flint. Yo te necesito. Eres el mejor amigo de Tanis y mi consejero...

—Pero se ha ido sin mí. ¿Cómo ha podido dejarme? No lo he visto marchar...

—Te desmayaste...

—¡Yo nunca he hecho una cosa así! ¡Nunca me desmayo! Debe ser una reaparición de ese virus mortífero que me atacó a bordo del bote... —Flint soltó sus cosas y se dejó caer en el suelo—. Ese estúpido kender, irse con un viejo mago muerto...

Theros se acercó a Laurana.

—¿Quién era ese anciano: —le preguntó con curiosidad.

—Es una larga historia. Además, ni siquiera estoy muy segura de poder responder a tu pregunta.

—Me resulta familiar —Theros frunció el entrecejo y sacudió la cabeza—. Pero no puedo recordar dónde lo he visto antes. No obstante me hace recordar Solace y «El Último Hogar». y él me conocía... —el herrero miró su brazo de plata—. ¿Y qué ocurre con los demás?

—Creo que estamos a punto de averiguarlo —dijo Laurana.

—Tenías razón —dijo Theros—. No confiabas en ella...

—Pero no por las razones correctas —admitió Laurana sintiéndose culpable.

Lanzando un pequeño suspiro, Silvara se separó de Gilthanas.

—Gilthanas —dijo la elfa temblorosa—, toma una antorcha de la pared y sostenla frente a mí.

Gilthanas titubeó. Un segundo después, casi enojado, siguió sus instrucciones.

—Sostén la antorcha ahí... —le dijo ella guiando su mano para que la luz brillara justo en frente suyo—. Ahora... mirad mi sombra en la pared que hay detrás mío —dijo con voz trémula.

La tumba estaba silenciosa, sólo el chisporroteo de la llameante antorcha emitía algún sonido. La sombra de Silvara cobró vida en la fría pared de piedra. Los compañeros la contemplaron y, por un instante, ninguno de ellos pudo pronunciar palabra.

La sombra que Silvara proyectaba sobre la pared no era la sombra de una joven doncella elfa....

Era la sombra de un dragón.

—¡Eres un dragón! —exclamó Laurana sin poder dar crédito a lo que veía. Se llevó la mano a la espada, pero Theros la detuvo.

—¡No! —exclamó de pronto el herrero—. Ahora recuerdo. Ese viejo anciano... Ahora lo recuerdo. ¡Acostumbrada a venir a la posada «El Ultimo Hogar»! Iba vestido de otra forma. ¡No era un mago, pero era él! ¡Podría jurarlo! Les contaba historias a los niños. Historias sobre dragones buenos. Dragones dorados y...

—Dragones plateados —dijo Silvara, mirando a Theros—. Yo soy un dragón plateado. Mi hermana fue el Dragón Plateado que amó a Huma y libró junto a él la gran batalla final...

—¡No! —Gilthanas dejó caer la antorcha al suelo. Silvara, mirándolo con ojos tristes, alargó una mano para reconfortarle.

Gilthanas retrocedió, contemplándola horrorizado.

Silvara bajó la mano lentamente. Suspirando suavemente, asintió.

—Lo comprendo —murmuró—. Lo siento.

Gilthanas comenzó a temblar violentamente. Rodeándole con sus fuertes brazos, Theros lo acompañó hasta un banco y lo cubrió con su capa.

—Me recuperaré —susurró Gilthanas—. Pero, por favor dejadme solo, dejadme pensar. ¡Esto es una locura! Una pesadilla. ¡Un dragón! —cerró los ojos con firmeza, como si quisiera borrar aquella imagen para siempre—. Un dragón... —susurró con la voz rota. Theros apoyó su mano izquierda en la espalda del elfo para animarlo y luego volvió con los demás.

—¿Dónde están los otros dragones buenos? —preguntó Theros—. El anciano dijo que había muchos. Dragones plateados, dragones dorados...

—En efecto, hay muchos —respondió Silvara de mala gana.

—Como el dragón plateado que vimos en el Muro de Hielo —dijo Laurana—. Era un dragón bueno. ¡Si sois muchos, reuniros! ¡Ayudadnos a luchar contra los dragones malignos!

—¡No! —gritó Silvara con rabia. Sus ojos azules relampaguearon y, al verla tan furiosa, Laurana dio un paso atrás.

—¿Por qué no?

—No puedo decíroslo —Silvara se retorcía las manos, nerviosa.

—¡Tiene algo que ver con esa promesa! ¿No? —insistió Laurana—. La promesa que rompiste. Y el castigo del que le hablaste a Fizban...

—¡No puedo decíroslo! —repitió Silvara habló en voz baja y apasionada—. Lo que he hecho hasta ahora es ya suficientemente malo. ¡Pero tenía que hacer algo! ¡No podía vivir por más tiempo en este mundo viendo sufrir a gente inocente! Pensé que tal vez pudiera ayudar, por lo que torné forma de elfa e hice lo que pude. Trabajé mucho tiempo, intentando que los elfos se uniesen. Conseguí evitar que entraran en guerra, pero las cosas iban de mal en peor. Entonces llegasteis vosotros, y vi que estabais en gran peligro, un peligro mucho mayor de lo que ninguno de nosotros hubiera imaginado nunca. Ya que llevabais el... —la voz le falló.

—¡El Orbe de los Dragones! —exclamó Laurana.

—Sí. Supe que debía tomar una decisión. Teníais el Orbe, pero también teníais la lanza. ¡De pronto me encontraba con ambos objetos! ¡Los dos juntos! «Es una señal», pensé, pero no sabía qué hacer. Decidí traer el Orbe a este lugar para mantenerlo a salvo para siempre. Pero cuando emprendimos el viaje, comprendí que los Caballeros de Solamnia nunca accederían a que se quedara aquí. Habría problemas. Por tanto, cuando encontré la oportunidad, lo envié lejos pero, por lo que se ve, esta decisión fue equivocada, ¿cómo iba yo a saberlo?

—¿Por qué? —preguntó Theros—. ¿Qué es lo que hace el Orbe? ¿Es maligno? ¿Has enviado a esos caballeros a su perdición?

—Es inmensamente maligno. E inmensamente benigno. ¿Quién puede decirlo? Ni yo misma entiendo a los Orbes de los Dragones. Fueron creados hace mucho tiempo por los hechiceros más poderosos.

—¡Pero el libro que leyó Tas decía que podían utilizarse para dominar a los dragones! —declaró Flint—. Lo leyó con unos extraños anteojos. «Anteojos de visión verdadera», los llamó él. Dijo que no mentían...

—No —le interrumpió Silvara con tristeza—. Eso es cierto. Demasiado cierto... como me temo descubrirán tus amigos para su desgracia.

Los compañeros, cada vez más atemorizados, guardaron silencio, interrumpido únicamente por los entrecortados sollozos de Gilthanas. Las antorchas creaban sombras que danzaban y revoloteaban por la silenciosa tumba como espíritus. Laurana recordó a Huma y al Dragón Plateado. Pensó en aquella terrible batalla final... los cielos llenos de dragones, la tierra cubierta de llamas y sangre...

—Entonces, ¿por qué nos trajiste aquí? —le preguntó Laurana a Silvara—. ¿Por qué no dejaste simplemente que nos lleváramos el Orbe de estas tierras?

—¿Puedo decírselo? ¿Tendré la fuerza suficiente? —le susurró Silvara a un espíritu invisible.

Durante un rato se quedó callada, con el rostro inexpresivo, retorciéndose nerviosamente las manos. Sus ojos se cerraron, inclinó la cabeza y comenzó a mover los labios. Cubriéndose el rostro con las manos, se quedó quieta, callada. Momentos después, estremeciéndose, tomó una decisión.

Poniéndose en pie, Silvara caminó hasta la bolsa de Laurana. Arrodillándose, desenvolvió lentamente el asta de madera partida que los compañeros habían transportado durante tanto tiempo. Silvara se puso en pie, su rostro estaba nuevamente inundado de paz. Pero ahora también emanaba fuerza y orgullo. Por primera vez Laurana comenzó a creer que la muchacha era algo tan poderoso y magnificante como un dragón. Caminando orgullosamente, con su plateada melena reluciendo bajo la luz de las antorchas, Silvara caminó hasta donde se encontraba Theros Ironfeld.

—Otorgo el poder de forjar de nuevo la Dragonlance a Theros, el Ser del brazo de plata.

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