PRIMERA PARTE

Cuando paseaba por las calles de Laredo,

cuando paseaba por Laredo un día,

seguí a un joven vaquero,

un guapo joven vaquero

vestido de lino blanco

y frío como el yeso.

Por tu atuendo veo

que eres un vaquero.

Esas fueron sus palabras

cuando osé acercarme.

Ven y siéntate a mi lado,

escucha mi triste historia,

que me han disparado en el pecho

y ahora voy a morir.

PRÓLOGO

Nueva York, 1985

Poco antes de morir, mi madre hizo una cosa que me sorprendió muchísimo: regaló el Tiziano. En un primer momento me pareció una chifladura. La edad la había vuelto muy obstinada, y una vez que hubo entregado el cuadro al Metropolitan, se negó en redondo a comentar su decisión, ni siquiera conmigo. Mi madre era así. Podía mostrarse fría y decidida, con ese aire contenido y arrogante que atribuimos a los franceses. Pero si perseverabas, con el tiempo llegabas a descubrir bajo las espinas a una delicada rosa mosqueta. De todas formas, ningún periodista consiguió de ella una declaración, por más que insistiera. Mi madre nunca cedió al acoso de la prensa.

Pero mi madre no estaba chiflada en absoluto, únicamente exasperada. En su mirada inquieta y enfebrecida brillaba un deseo intenso que yo no alcanzaba a interpretar. Era consciente de que se moría, de que le quedaba poco tiempo. Cuando se acerca el momento de la muerte, muchas personas tienen la necesidad de atar todos los cabos sueltos para irse con la conciencia tranquila. Pero el sentimiento de mi madre iba más allá del deseo natural de arreglar los asuntos personales antes de emprender un viaje.

– No lo entiendes, Mischa. -Parecía tremendamente angustiada-. Tengo que devolver el cuadro.

Y era cierto que no lo entendía. ¿Cómo iba a entenderlo?

Yo estaba furioso. Mi madre y yo lo compartíamos todo. Debido a lo que habíamos vivido, estábamos unidos con un lazo más estrecho que el que ata normalmente a un hijo con su madre. Éramos dos frente al mundo, maman y su pequeño chevalier. De niño, yo soñaba con derrotar a todos sus enemigos con mi espada. Sin embargo, ella nunca me había hablado del Tiziano.

Ahora está muerta y sus labios sellados para siempre. El viento se ha llevado su aliento, las palabras que a veces me susurra en sueños. Una noche me dejó y se llevó consigo sus secretos, o eso creía yo. Pero pasado un tiempo, al recorrer el camino de los recuerdos de mi niñez, fui encontrando los secretos; estaban a mi alcance, sólo tenía que atravesar el cerco de fuego que me separaba de ellos. Fue un viaje lleno de dolor y de dicha, pero sobre todo de sorpresas. Yo era un niño, y lo interpretaba todo con una mirada joven e inocente. Hoy, con más de cuarenta años, la experiencia me ha dado sabiduría, y puedo ver las cosas tal como fueron. Confiaba en descubrir de dónde provenía el Tiziano; nunca me imaginé que me encontraría a mí mismo.

1

Todo empezó un día nevoso de enero. Enero es un mes deprimente en Nueva York. Los árboles están desnudos, las fiestas se han terminado y las luces navideñas se las han llevado para el año siguiente. Un viento cargado de escarcha barría las calles, y yo caminaba a paso rápido con las manos en los bolsillos, mirando el suelo. No pensaba en nada en particular, sólo en el trabajo de cada día. Intentaba no pensar en mi madre. Soy experto en evitar cosas: si algo me resulta doloroso, no pienso en ello. Si no pienso en ello, no sucede; si no lo veo, no está… ¿no? Hacía una semana que había muerto mi madre, y ya se había celebrado el funeral. Los periodistas, insistentes como moscardones, no paraban de preguntar cómo era posible que sólo ahora saliera a la luz un Tiziano tan valioso, no catalogado. ¿No entendían que yo sabía tan poco como ellos? Si ellos luchaban en la oscuridad, yo me debatía en el aire.

Llegué a mi oficina en West Village, una tienda de antigüedades en la planta baja de un edificio de ladrillo rojo. En la puerta contigua, Zebedee Hapstein, un excéntrico relojero, se afanaba en imprimir armonía a su discordante orquesta de tictacs. Me había olvidado de ponerme los guantes, y con los dedos entumecidos no atinaba a encontrar la llave. Al levantar la vista me vi reflejado en el espejo de la entrada: la cara fantasmal de un hombre envejecido, de mirada torva. Me desprendí de la tristeza, y mientras avanzaba me sacudí la nieve de los hombros. Stanley no había llegado, ni tampoco Esther, que contestaba el teléfono de la tienda y limpiaba. Subí la escalera como si arrastrara un enorme peso. Olía a madera y a cera de muebles, y había una luz mortecina. Cuando encendí la luz de mi oficina me llevé un susto de muerte: un vagabundo esperaba tranquilamente sentado en una silla.

Le pregunté qué demonios hacía allí y cómo había entrado. No había ninguna ventana abierta y la puerta principal estaba cerrada con llave; por un momento tuve miedo. Cuando el individuo se volvió hacia mí con una media sonrisa, me desconcertó el inusitado azul turquesa de sus ojos, que relucían como dos aguamarinas en medio del rostro barbudo y surcado de arrugas. Se envolvía en un pesado abrigo, se cubría la cabeza con un sombrero de fieltro, y uno de sus sucios zapatos tenía la punta agujereada. Por un instante tuve una sensación de déjà vu,que desapareció tan rápidamente como había aparecido. Me miró de arriba abajo, evaluando mi aspecto, y su impertinencia me enfureció.

– Te has convertido en un joven muy apuesto -dijo, como hablando para sí y asintiendo con la cabeza.

Lo miré ceñudo, sin saber qué responder.

– Así que no sabes quién soy. -Su sonrisa ocultaba un fondo de tristeza.

– Por supuesto que no, y creo que debería marcharse de aquí.

El hombre asintió sin decir ni una palabra y se encogió de hombros.

– En realidad no hay razón para que te acuerdes, maldita sea. Pero esperaba… ¿qué más da? ¿Te importa que fume un pitillo? Ahí fuera hace un frío de narices.

Por alguna razón, su acento sureño me puso la carne de gallina. Antes de que yo pudiera contestar, el vagabundo sacó un Gauloise y encendió una cerilla. El olor del tabaco me produjo un cierto mareo y desató una avalancha de recuerdos, pero me dije que eran imaginaciones mías. Lo miré fijamente y, para ocultar mi emoción, me quité el abrigo y lo colgué en la percha detrás de la puerta. Luego me senté frente al escritorio. El hombre pareció relajarse, pero no me quitaba los ojos de encima.

– ¿Quién es usted? -Hice la pregunta a bocajarro y me preparé para la respuesta mientras me decía que no era posible, no después de tanto tiempo. No quería que fuera así, apestando a tabaco y a sudor.

Me sonrió y exhaló una nube de humo por un lado de la boca.

– ¿Te dice algo el nombre de Jack Magellan?

Tenía la boca seca y no supe qué responder.

Enarcó una de sus pobladas cejas y se inclinó sobre la mesa.

– ¿A lo mejor te resulta más familiar el nombre de Coyote, Junior?

Me quedé boquiabierto. Busqué en su rostro las facciones del hombre que había tenido mi corazón en sus manos, pero sólo vi una barba con flecos grises y un rostro castigado por el aire y el sol, surcado de profundas arrugas. Ya no quedaba nada de su magia y de su juventud. Aquel apuesto norteamericano que nos prometió un mundo entero, hacía años que había muerto. Tenía que haber muerto, ¿no? De no ser así, ¿por qué no había regresado?

– ¿Qué quiere?

– He leído lo de tu madre en la prensa. He venido a verla.

– Mi madre ha fallecido -le solté con brusquedad. Quería ver su reacción, quería hacerle daño, causarle auténtico dolor. Yo no le debía nada, y él me debía una explicación y treinta años. Me alegró ver que se le llenaban los ojos de lágrimas y que inclinaba la cabeza sobre el pecho. Me dirigió una mirada de inmensa pena y le sostuve la mirada. No pretendí ignorar su emoción, me limité a contemplar cómo boqueaba como un pez fuera del agua.

– Ha muerto -musitó al fin con voz quebrada-. ¿Cuándo?

– Hace una semana.

– Una semana -repitió, sacudiendo la cabeza-. Si por lo menos…

Dio una calada al cigarrillo, y el olor del tabaco me envolvió de nuevo en una oleada de recuerdos que intenté rechazar. Volvía a ver las largas hileras de viñedos, los cipreses, las paredes amarillentas y descoloridas por el sol del château que una vez había sido mi hogar. Los postigos azul celeste estaban abiertos, soplaba una brisa cargada de olor a pino y a jazmín, y una voz, en algún recóndito lugar de mi memoria, cantaba Laredo.

– Tu madre era una mujer excepcional -dijo con tristeza-. Me habría gustado verla antes que muriera.

Quería decirle que mi madre se había aferrado mucho tiempo a la esperanza de que él volvería, que en los treinta años que pasaron desde su marcha nunca había dudado de él. Sólo cuando llegó al final del camino se resignó a aceptar la verdad: él no volvería. Yo quería gritarle, agarrarlo del cuello del abrigo y levantarlo del asiento, pero no hice nada. Lo miré fijamente sin mostrar emoción alguna.

– ¿Cómo me has encontrado?

– He leído la noticia sobre el Tiziano.

«Ah, el Tiziano -me dije-. Eso es lo que le interesa.»

Apagó el cigarrillo y rió entre dientes.

– He leído que se lo ha donado a la ciudad.

– ¿Ya ti qué te importa?

Se encogió de hombros.

– Ese cuadro vale una fortuna.

– Por eso estás aquí, por el dinero.

De nuevo se inclinó sobre la mesa y clavó en mí sus hipnóticos ojos azules.

– No he venido por dinero, no busco nada -dijo con voz ahogada de indignación-. En realidad, soy un viejo estúpido. Aquí no me espera nada.

– Entonces, ¿por qué has venido?

Sonrió tristemente, dejando ver una dentadura ennegrecida y cariada. Más que una sonrisa, era una mueca de dolor, y me sentí incómodo.

– Voy tras un espejismo, Junior, eso es. Siempre fue un espejismo, pero tú no lo podrías entender.

Desde la ventana pude ver cómo se alejaba cojeando, encorvado para protegerse del viento frío y con el sombrero calado hasta las orejas. Me rasqué pensativo la barbilla y noté la aspereza de mi barba incipiente. Por un momento creí oírle cantar: «Cuando paseaba por las calles de Laredo». No pude soportarlo ni un momento más. Cogí el abrigo y bajé corriendo las escaleras. Cuando abrí la puerta me encontré con Stanley que entraba. Se sorprendió de verme.

– Salgo un momento -dije simplemente.

En la calle caía una espesa nevada, así que empecé a seguir sus huellas. No sabía lo que le diría cuando lo encontrara, pero sabía por qué un sentimiento muy profundo había ahogado mi enfado. Era difícil de explicar, pero aquel hombre me había hecho un regalo muy especial, un regalo que nadie más podía hacerme, ni siquiera mi madre. Y a pesar del dolor que nos había ocasionado, entre nosotros seguía existiendo un vínculo que no se rompería nunca.

Pronto perdí su rastro, que se confundió entre los de millones de personas anónimas de Nueva York. Sentí un dolor profundo en el alma, el intenso dolor de la pérdida. Recorrí las calles con la mirada en busca de un anciano que cojeara, pero mi corazón anhelaba a otra persona, al hombre apuesto que había sido, de cabello pajizo y ojos de un azul intenso, el color de los mares tropicales. Cuando sonreía, tenía en la mirada un brillo de picardía, y junto a los ojos se le formaban unas arrugas que resaltaban su tez morena por el sol. Incluso cuando quería mostrarse solemne, las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba, como si sonreír fuera su estado natural y le costara estar serio. Caminaba muy tieso y con la barbilla levantada, con paso elástico, con un aire vulgar y atrevido capaz de ablandar al más cínico. Ése era el Coyote que yo conocía, y no el vagabundo viejo y maloliente que había aparecido como un buitre para picotear los restos de la mujer que lo amó.

Tras una última mirada alrededor, di media vuelta y emprendí el triste regreso. La nieve había borrado prácticamente mis huellas. ¿Y las suyas? Habían desaparecido también, como si no hubieran existido nunca.

2

Burdeos, Francia, 1948

– ¡Mira, Diana, aquí está otra vez ese niño encantador!

Joy Springtoe se inclinó y me dio un buen pellizco en la mejilla. Aspiré su perfume y noté que me ponía rojo. Con sus abundantes rizos dorados y su piel pálida y suave como la gamuza, era la mujer más hermosa que había visto jamás. Tenía los ojos del mismo color que las palomas que zureaban en el tejado del château,y aunque iba pintada y arreglada según el gusto estadounidense, demasiado chillón para las francesas, a mí me gustaba. Estaba llena de colorido. Cuando se reía, querías reír con ella, aunque para mí era imposible, así que me limitaba a sonreír con timidez y me dejaba acariciar con el corazón henchido de agradecimiento.

– Eres un niño muy guapo. Pero ¡si no tendrás más de seis o siete años! ¿Aque no? ¿Dónde están tus padres? Me gustaría conocerlos. ¿Son tan guapos como tú?

Su amiga se acercó un poco nerviosa. Era gruesa como una tetera, de mejillas sonrosadas y tiernos ojos castaños. Aunque llevaba una blusa floreada, al lado de Joy parecía gris, como si Dios hubiera gastado todos los colores al pintar a Joy y a ella se hubiera olvidado de colorearla.

– Se llama Mischa -dijo Diane-. Es francés.

– No pareces francés, pequeño, con este pelo rubio y esos preciosos ojos azules, desde luego que no pareces francés.

– Su madre trabaja en el hotel -aclaró Diane-. He hecho averiguaciones por curiosidad.

Joy frunció el ceño. Diane se encogió de hombros y sonrió como excusándose.

– ¿Y no vas al colegio? -me preguntó Joy-. Est-ce que tu ne vas pas à l'école?

– Es mudo, Joy.

Joy se incorporó llena de consternación. Me miró con ternura y me acarició la mejilla.

– ¿No puede hablar? -Sus ojos estaban llenos de compasión-. ¿Quién te ha robado la voz, pequeño?

Mientras yo me dejaba envolver por la ternura de Joy, apareció Madame Duval. Al verme, su rostro se endureció, pero volvió a colocarse la máscara de amabilidad para saludar a las clientas.

Bonjour -dijo con voz azucarada.

Me puse rígido como un ratón asustado que no puede escaparse.

– Espero que hayan descansado.

Joy se apartó el pelo de la cara.

– Oh, hemos dormido muy bien. Esto es tan bonito… Mi ventana da a los viñedos, y esta mañana parecían destellar al sol.

– Me alegro mucho. Están sirviendo el desayuno en el salón.

Por su cara me di cuenta de que Joy había percibido mi terror. Me guiñó un ojo y me dio unas palmaditas en la cabeza antes de bajar las escaleras con Diane. Cuando las dos se hubieron marchado, la expresión de Madame Duval adquirió la dureza del hielo, como si se hubiera congelado.

– ¡Y tú! ¿Qué estás haciendo en esta parte de la casa? ¡Largo de aquí! ¡Fuera!

Me espantó con un gesto despectivo, y mi corazón, momentos antes tan abierto, volvió a su concha. Salí corriendo antes que pudiera pegarme.

Mi madre estaba limpiando la plata en la antecocina.

– ¡Mischa! -exclamó aliviada. Me abrazó con fuerza y me besó en la sien-. ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño? -Al mirarme a la cara, comprendió-. Cariño, no debes entrar en la Zona Privada. Ahora esto es un hotel, ya no es tu hogar. -Yo lloraba tanto que le mojé el delantal de lágrimas-. Te cuesta entenderlo, pero así son las cosas. Tienes que aceptarlo y portarte bien. Madame Duval ha sido buena con nosotros.

Me separé de ella y negué furioso con la cabeza. Para mi vergüenza, volví a estallar en llanto, pero cuando mi madre intentó consolarme, la empujé y pateé el suelo. «La odio, la odio, la odio», grité. Pero mi madre no oía mi voz interior.

– Vamos, cariño, ya lo sé. Maman te entiende perfectamente.

Incapaz de resistirme a la ternura de sus besos, dejé que me abrazara y me acurruqué en su regazo. Con los ojos cerrados aspiré el olor a limón de su piel y dejé que posara sus labios sobre mi pómulo. Notaba su aliento en mi mejilla y sentía su amor, un amor intenso, incondicional, que yo bebía con avidez.


Mi madre era mi mejor amiga. Sin embargo, aquel horrible episodio que viví al acabar la guerra me trajo también a una persona muy especial, sólo para mí. Sé llamaba Pistou, y yo era el único que podía verlo. Tenía mi edad, pero no nos parecíamos en nada. Él era moreno, de ojos oscuros, pelo crespo y piel aceitunada. A él no tenía que explicarle nada, porque oía mi voz interior y lo entendía todo. Aunque sólo era un niño, era muy sabio.

La primera vez que lo vi era de noche. Desde el final de la guerra, yo dormía con mi madre. Me acurrucaba a su lado y me sentía a salvo. Y es que tenía pesadillas, unos sueños terribles de los que me despertaba llorando. Mi madre, medio dormida, me acariciaba la frente y me besaba para tranquilizarme. Como no podía explicarle mis pesadillas, me tumbaba en la oscuridad con los ojos abiertos, temeroso de que las imágenes volvieran y se me llevaran. Y entonces apareció Pistou. Se sentó en la cama y me sonrió con una expresión tan alegre y cálida que supe que seríamos amigos. Me miró lleno de compasión y comprendí que había visto mis sueños y que entendía mi terror. Mientras mi madre dormía, yo le hacía compañía a Pistou intentando mantenerme despierto hasta que el sueño me venció.

Tras algunos encuentros nocturnos, Pistou empezó a presentarse durante el día, y no tardé en comprender que nadie le veía, porque miraban a través de él. Pistou podía corretear entre la gente gastando bromas: pellizcaba el culo a las señoras, les daba capirotazos en el sombrero y les sacaba la lengua, pero nadie se daba cuenta. Cuando yo jugaba con él en nuestra pequeña habitación en el edificio de las caballerizas, incluso mi madre fruncía el ceño y me miraba preocupada. No hubiera podido hablarle de mi nuevo amigo ni aunque hubiera querido.

Yo no iba al colegio, no porque fuera mudo, sino porque no me aceptaban. Mi madre intentaba enseñarme lo que sabía, pero para ella representaba un esfuerzo. Trabajaba muchas horas en el château,y cuando volvía por la tarde estaba rendida. Pero pese a sus duras jornadas, encontró el tiempo para enseñarme a leer. Fue un proceso lleno de frustraciones debido a mi incapacidad para comunicarme, pero los dos pusimos mucho empeño y lo logramos. Siempre estábamos nosotros dos, y Pistou.

Yo sabía cuánto apenaba a mi madre que no tuviera amigos para jugar. Yo sabía muchas cosas que ella ni siquiera sospechaba. Y es que mi madre pensaba a menudo en voz alta, como si no pudiera oírla, como si además de mudo fuera sordo. Se sentaba frente al tocador para cepillarse la larga melena y se miraba muy seria al espejo. Echado en la cama de hierro, yo me hacía el dormido, pero lo oía todo.

– Qué miedo tengo por ti, Mischa -decía-. Te he traído al mundo, pero no soy capaz de protegerte. Hago lo que puedo, pero no es suficiente.

Otras veces se echaba a mi lado y me susurraba al oído:

– Eres todo lo que tengo, amor mío. Estamos tú y yo solos, maman y su pequeño chevalier.

Crecí rodeado de enemigos. Éramos como una isla en un mar infestado de tiburones. Para mí, el peor enemigo era Madame Duval. A causa de ella tuvimos que salir del château para instalarnos en el edificio de las caballerizas. Mi madre decía que era buena con nosotros y hablaba de ella con respeto y gratitud, como si le debiéramos la vida. Sin embargo, Madame Duval nunca nos sonreía ni se mostraba amable con nosotros. Sus ojillos de reptil contemplaban a mi madre con condescendencia. Y a mí me consideraba una alimaña, peor que las ratas a las que cazaban con trampas en las bodegas. Sólo de verme se ponía nerviosa. Cuando el hotel se inauguró, yo me escabullí hasta la primera línea para ver los lujosos coches que llegaban por el camino de grava, conducidos por hombres serios y bien vestidos, con guantes y sombrero. Madame Duval me agarró por la oreja y me arrastró hasta la cocina, donde me pegó en la cabeza con tanta fuerza que me tiró ai suelo. Sus gritos furibundos llamaron la atención de la cocinera, Yvette, y de su pequeño equipo. Todos se agruparon alrededor para ver lo que ocurría, pero nadie me ayudó. Yo me acurruqué en el suelo asustado, igual que en otras ocasiones, porque me rodeaban rostros llenos de odio. Mi madre me ayudó a levantarme, y una vez más sus lágrimas eran la prueba de que, a pesar de todo, me amaba profundamente.

Como el personal del hotel me daba miedo y como no podía hablar, me refugié en mi mundo. Con Pistou jugaba al escondite durante horas entre los viñedos. Él sabía esconderse y aparecía de repente en los sitios más insospechados, muerto de risa. Se reía tan fuerte que sacudía los hombros y tenía que sujetarse la barriga. Yo le imitaba, y entonces él se reía todavía más. Nos sentábamos en el puente de piedra y arrojábamos piedras al agua. Pistou las hacía rebotar, como la pelota de caucho que yo llevaba en el bolsillo. Era una pelota muy especial para mí, mi tesoro más preciado. Me la había regalado mi padre, y era lo único que me quedaba de él. Jugábamos a lanzarla y a recogerla, y la sosteníamos en la nariz, como hacen las focas. Una vez, la pelota cayó al agua con un sonoro plop, y al contrario de las piedras que arrojábamos, no se hundió, sino que bailó sobre el agua mientras la corriente la arrastraba río abajo. Me metí rápidamente en el río, y sólo me acordé de que no sabía nadar cuando el agua me llegó hasta la cintura. Aterrorizado, agarré mi pelota y me abrí paso jadeante entre el lodo y las algas. Pistou no parecía preocupado. Me miraba con los brazos en jarras y se reía. Salí del agua arrastrándome. Había estado a punto de ahogarme, pero tenía la pelota y estaba eufórico. Para celebrar mi acto de heroísmo, Pistou y yo bailamos sobre la hierba como pieles rojas, agitando los brazos y golpeando los pies contra el suelo. Con la pelota en la mano, juré que nunca volvería a ser tan descuidado.

Cuando los Duval compraron el château y lo convirtieron en un hotel, Pistou y yo empezamos a espiar a los huéspedes. Yo conocía el lugar mejor que nadie, sin duda mejor que los Duval. Había vivido allí, y me sabía todos los escondites, las puertas tras las que uno podía escuchar, las vías de escape. Bueno, no me escondía de personas como Joy Springtoe, que sabía guardar un secreto, pero sí que me escondía de Madame Duval y de su desagradable marido, que era feo como un sapo y fumaba cigarros, y besaba a las criadas cuando su mujer no le veía. A Pistou también le desagradaban los Duval. Le divertía esconderles cosas. Escondió los cigarros de Monsieur Duval y las gafas de Madame Duval, y nos ocultamos para contemplar cómo buscaban furiosos sus cosas.

Mi fascinación por Joy Springtoe llegó a superar mi miedo a Madame Duval. Sólo tenía seis años y tres cuartos, pero estaba enamorado. Para verla, me arriesgaba a cualquier cosa. Me colaba en la Zona Privada y me escondía tras los muebles y las plantas. El castillo, lleno de corredores estrechos, rincones y recovecos, tenía múltiples escondites para un niño de mi tamaño. Madame Duval pasaba una gran parte del día en su despacho, en la planta baja. Habían colocado una alfombra feísima, azul y dorada, que cubría las grandes losas de piedra sobre las que yo jugaba a deslizarme cuando era un bebé. Odiaba esa alfombra. El despacho del vestíbulo era la guarida de Madame Duval. Como una araña, aguardaba allí a los huéspedes que llegaban de Inglaterra y de Estados Unidos con los bolsillos bien provistos. Y mientras ella desplegaba su encanto, tan falso para los que conocíamos su verdadero rostro, yo me deslizaba por los pasillos para ver un momento a Joy Springtoe.

Un día me subí a la silla tapizada que había en el rincón junto a la ventana, y me puse a contemplar las idas y venidas de los huéspedes. Era temprano, y la suave luz matinal inundaba de verano el suelo alfombrado y las paredes blancas. Fuera se oía un clamor de trinos. Las primeras en llegar fueron los Tres Faisanes, como las llamaba mi madre, tres damas inglesas, algo mayores, que habían venido a pintar. A mí me gustaban los extranjeros. A los franceses los odiaba, excepto a Jacques Reynard, el hombre que cuidaba de los viñedos, el único que era amable conmigo. Los Tres Faisanes siempre estaban discutiendo, y me hacían sonreír. Llevaban semanas en el hotel, y me imaginaba sus habitaciones repletas de cuadros. La más alta, Gertie, tenía un cuello tan largo que parecía un faisán a punto de convertirse en cisne. Tenía el pelo blanco, y un rostro estrecho y anguloso donde brillaban dos ojillos negros. Cuando caminaba, sus grandes pechos se balanceaban a un lado y a otro y me recordaban dos huevos duros envueltos en muselina. Por debajo de la estrecha cintura, ceñida por un cinturón, su cuerpo se expandía en un gran trasero como si toda la gordura se le hubiera acumulado allí. Siempre era la primera en expresar una opinión, y toqueteaba con sus largos y pálidos dedos un collar de perlas, largo hasta la cintura.

Mi favorita era Daphne, la de las plumas en el pelo. Daphne era una excéntrica, se vestía siempre de forma sorprendente, a veces con vestidos llenos de puntillas, otras veces con adornos que semejaban flecos de cortinas. Tenía una cara redonda y sonrosada como un melocotón maduro, y una boca de labios llenos que siempre parecía sonreír, como si sólo discutiera por diversión. Iba siempre con un perrito lanudo que había logrado esconder a los aduaneros. El animal tenía tanto pelo que yo nunca le veía los ojos y no podía saber hacia dónde estaba mirando. En una ocasión llegué a agitar ante él una galleta para averiguarlo, y entonces me di cuenta de que lo que yo creía que era su cara era su trasero. Daphne tenía una voz ronca y grave, y me hablaba despacio para que la entendiera, aunque en realidad yo me había criado oyendo hablar inglés. Lo que más me gustaba eran sus zapatos: parecía tener un par para cada día, cada uno más colorido que el anterior. Estaban los de terciopelo rosa y los de satén rojo, unos tenían taconcitos y otros eran planos y de punta estrecha, y había un par que se ataban al tobillo con unas cintas de las que colgaban plumas o abalorios. Daphne tenía los pies pequeños y una figura menuda y femenina.

Luego estaba Debo, una mujer de aspecto lánguido, con vestidos floreados y vaporosos. Llevaba el pelo corto -una melenita oscura y brillante-, lo que acentuaba su mandíbula prominente y sus labios pintados de rojo intenso. Tenía los ojos grandes, de un verde muy pálido, y todavía era hermosa. Mi madre decía que se teñía, porque a su edad debía tener el pelo gris. También decía que las tres se vestían como si pertenecieran a otra época, pero como yo sólo tenía seis años y tres cuartos no sabía de qué época me hablaba. Desde luego, no se parecían a nadie que yo conociera; no tenían nada que ver con Joy Springtoe, en cualquier caso. Debo fumaba mucho. Aspiraba por su boquilla de marfil, y la punta del cigarrillo se encendía como una luciérnaga. Luego expulsaba el humo por un lado de su boca o lo sacaba formando nubecillas como una locomotora. No dejaba salir el humo, sino que jugaba con él como si la divirtiera. Su voz, a diferencia de la de Daphne, era aguda y quebradiza, y su risa parecía un cacareo. Hablaba como si tuviera la boca llena, sin mover las mandíbulas.

– No miréis detrás de la silla, chicas -susurró Daphne-. Aquel niño tan mono se ha escondido otra vez.

– Pero no tiene que esconderse de nosotras -cacareó Debo-. ¿No le han explicado que no mordemos?

– Se esconde de «la señora Danvers» -dijo Daphne-, y la verdad es que lo entiendo.

– Pues parece una señora muy amable -dijo Gertie.

– A ti te lo parece, desde luego -respondió Debo, esbozando una sonrisa de un rojo intenso.

– Nunca te enteras de nada, Gertie. ¡Es una mujer espantosa! -exclamó Daphne.

Cuando las tres desaparecieron de mi vista, aguardé a que llegara Joy Springtoe. Pasaron un par de hombres que no me vieron. Ya empezaba a perder la esperanza cuando Joy salió de su cuarto y se acercó a donde yo estaba. Pero esta vez no caminaba con su habitual paso elástico: estaba llorando. Me sentí tan conmovido que, arriesgándome a que me viera Madame Duval, salí de mi escondite.

– Mischa. ¡Me has asustado! -dijo Joy llevándose una mano al pecho. Se secó los ojos con un pañuelo y consiguió esbozar una sonrisa-. ¿Me estabas esperando? -Me miró con expresión pensativa-. Ven conmigo, quiero enseñarte una cosa. -Me cogió de la mano y me llevó hacia su cuarto. Yo estaba emocionado. Nunca antes me había cogido de la mano.

La habitación olía muy bien. Las ventanas, abiertas de par en par, daban al huerto y a los viñedos, y dejaban entrar un aire cargado de olor a hierba recién cortada. Joy había dejado el camisón de seda rosa extendido sobre la ancha cama, y en la almohada se apreciaba todavía el hueco dejado por su cabeza. Cerró la puerta, cogió una fotografía enmarcada sobre la mesita de noche y me hizo un gesto para que me acercara. Me senté tímidamente en la cama junto a ella, con los pies colgando. Nunca me había sentado en la cama de una mujer que no fuera mi madre, y me asustaba pensar que en cualquier momento se abriría la puerta y alguien me pillaría allí, me sacaría a rastras y me daría una paliza.

Era la fotografía de un hombre en uniforme.

– Era mi amor, mi corazoncito. -Suspiró hondamente y acarició la imagen con la mirada-. Mi sueño era casarme con él y tener un niño como tú. -Rió para sí-. Supongo que no entiendes lo que te digo, ¿verdad? Mi francés es un poco limitado, pero no importa. -Me abrazó y me dio un beso en la coronilla. Noté que me ponía rojo como un tomate, y confié en que ella no lo viera-. Murió aquí en Burdeos al final de la guerra. Era un hombre valiente, mi amor. Espero que nunca tengas que ir a la guerra. Es terrible para un hombre tener que luchar por la propia vida, perderlo todo. Mi Billy murió en acto de servicio, en una guerra que no era la suya. Sin embargo, a lo mejor sus esfuerzos te han salvado a ti, y eso me hace sentir un poco mejor. Si Estados Unidos no hubiera entrado en la guerra, podía haber ganado Alemania, ¿yqué habría sido de ti? Un día me gustaría tener un niño como tú, un niño muy guapo, de ojos azules y pelo rubio. -Me despeinó con la mano y sorbió por la nariz. Yo me puse rojo, y esto le pareció divertido, porque sonrió. Aunque no hubiera sido mudo, habría sido incapaz de hablar en aquel momento.

Joy ya no lloraba cuando bajó al comedor, y yo regresé al edificio de las caballerizas. Era domingo, el día libre de mi madre. Siempre la acompañaba a misa los domingos, aunque odiaba ir a la iglesia. Los vecinos del pueblo la detestaban tanto que si la hubiese dejado ir sola, temía que se le echasen encima.

Encontré a mi madre frente al tocador, muy formal con su vestido y su jersey negros, tocada con un elegante sombrero también negro. En cuanto me abrazó, notó el aroma a Joy Springtoe, y me olisqueó el cuello.

– ¿Hay otra mujer aparte de mí? -me preguntó divertida-. Me siento celosa.

Le sonreí y volvió a olisquearme, esta vez con mucho aparato.

– Es una mujer hermosa y huele a flores. Gardenias, creo. No es francesa, es… -hizo una pausa- de Estados Unidos, de ojos verdes y pelo rubio, con una risa muy contagiosa. Me parece que estás enamorado, Mischa. -Bajé la mirada, convencido de que, en efecto, había entregado mi corazón, igual que los hombres-. Oh, y me parece que ella lo sabe, porque el lenguaje del amor no necesita palabras. -Apoyó los labios sobre mi frente-. Me parece que tú también le gustas.

Mientras recorríamos el camino que atajaba a través de los campos, me sentía tan henchido de felicidad que mis pies no tocaban el suelo. Pensar en Joy Springtoe me libró de los temores que me inspiraba la iglesia. Recordé su rostro bañado en lágrimas y supe que había conseguido que dejara de llorar. Mi madre tenía razón: yo también le gustaba.

Pequeñas moscas planeaban en el aire cálido, con sus alas diminutas centelleando al sol. La brisa movía suavemente los cipreses, haciendo danzar sus ramas. Yo llevaba un palo en la mano con el que iba golpeando las piedras. Caminábamos en silencio, escuchando el trino de los pájaros y el rumor del viento. El cielo estaba despejado y el sol brillaba, aunque no estaba todavía en lo más alto. Cuando oí el tañido de las campanas de la iglesia y vislumbré las techumbres de tejas rosadas del pueblo, tomé a mi madre de la mano.

La iglesia de Saint-Vincent-de-Paul se yergue dominante sobre el pequeño pueblo de Maurilliac. Se me antojaba idónea para el padre Abel-Louis, cuya mirada severa y acusadora aparecía en mis pesadillas, pero no para Dios. Si aquella era la casa de Dios, hacía mucho tiempo que Él había emigrado, y el padre Abel-Louis se había instalado allí como un cucú. La iglesia estaba hecha de la misma piedra clara que las casas del pueblo, con el mismo tejado de un descolorido rosa pálido y una aguja larga y estrecha. El pueblo se había ido construyendo alrededor de la plaza cuadrada donde se alzaba la iglesia. Allí estaba la boucherie, con su toldo rojo y blanco y su pulido suelo de azulejos, con los salchichones colgando del techo, además de las reses muertas, cubiertas de moscas. La boulangerie-pâtisserie,en la misma plaza, olía a pan recién hecho y a los apetitosos pasteles que invitaban a entrar desde el escaparate. Si yo hubiera sido un niño como los demás, me habría escapado a menudo al pueblo para gastarme el dinero que me daba mi madre en chocolatines y tourtières. Pero no lo hacía porque no me querían allí. Luego estaba la pharmacie,donde mi madre compraba la crema para mi eccema, así como un pequeño café y algunos restaurantes que disponían sus mesas en la acera bajo los toldos que lucían los tres colores de la bandera francesa. Estaba seguro de que los Tres Faisanes comían aquí pato y foie gras, y bebían buen vino del château. Y tal vez Joy Springtoe compraba tarta de manzana en la pastelería; parecía una mujer amante de los dulces.

Caminábamos por la acera, a la sombra de las casas, porque mi madre prefería pasar desapercibida. Cuando llegamos a la plaza, me apretó la mano. Yo mantenía los ojos fijos en el suelo, y seguía con la vista los pasos de mi madre, con sus zapatos negros con hebilla y sus calcetines blancos. Notaba perfectamente que todo el pueblo nos estaba mirando, y ni siquiera la imagen de Joy Springtoe podía evitar que el miedo me oprimiera el pecho. Me acerqué a mi madre y alcé la mirada para comprobar que iba con la barbilla bien alta, desafiante, aunque su respiración era agitada, como si no pudiera llenarse el pecho de aire.

A pesar de lo horrible que resultaba la experiencia, mi madre nunca faltaba a misa; sólo había faltado un domingo en que yo estuve enfermo. Cada domingo iba a la iglesia, como había ido antes y durante la guerra. Decía que se sentía a salvo en la iglesia, y que nada podía privarla de rendirle culto a Dios. ¿Acaso no sabía que Él no estaba allí?

Entramos en la iglesia y avanzamos por el suelo de losetas, por delante de severas estatuas de santos y de los fieles que nos observaban con hostilidad, hasta las primeras filas de sillas donde solíamos sentarnos. Mi madre se arrodilló y apoyó la cabeza en las manos, como hacía siempre. Yo me atreví a mirar alrededor. La gente murmuraba y nos miraba. Las señoras mayores hacían gestos de asentimiento, como si aprobaran que mi madre estuviera de rodillas pidiendo perdón. Mi mirada se encontró con la de una señora y aparté la vista. Tenía ganas de llorar, me picaban los ojos.

El padre Abel-Louis entró -una imagen siniestra con su túnica púrpura- y los murmullos cesaron. No pude evitar una mueca de disgusto. Tarde o temprano, clavaría la mirada en nosotros y nos haría sentir el peso de su reprobación. Mi madre se sentó. Su movimiento habría llamado la atención del sacerdote, de no ser porque cada domingo nos sentábamos en las mismas sillas, frente a una melancólica Virgen María. El padre Abel-Louis volvió hacia nosotros su mirada severa y empezó a hablar. Me estremecí. ¿No se daba cuenta mi madre de que esta iglesia ya no era la casa de Dios?

Saqué del bolsillo mi pelotita de goma y jugueteé con ella, la única forma de superar mi terror. La hacía girar sobre la palma de la mano y me acordaba de mi padre. Si mi padre hubiera estado vivo, no habría permitido que pasáramos miedo. Habría atado al cura en medio de la plaza y le habría hecho pagar sus maldades. Nadie era más importante que mi padre, ni siquiera el padre Abel-Louis, que se creía el mismo Dios. Cómo deseaba que mi padre estuviera allí para protegernos. No me atrevía a alzar la vista por si el cura me leía los pensamientos. Como era imposible resistir el peso de su mirada acusadora, intentaba no mirarle. Si no le miraba, estaría a salvo. Si me tapaba los oídos para no oír su voz, casi podía creer que no estaba. Casi.

Finalmente, el reloj dio las doce y el cura invitó a los fieles a tomar la comunión. Era el momento de marcharnos. Me puse en pie de un salto y seguí a mi madre. Sus tacones resonaban en el suelo de piedra. Siempre deseaba que fuera más discreta a la hora de marcharse. Era como si quisiera que todo el mundo la oyera. Noté la mirada del cura clavada en mi espalda y pude oler su ira como si fuera humo. Pero no miré a mi alrededor y me limité a seguir a mi madre con la mirada fija en sus tobillos, en esos calcetines blancos que le daban un aspecto más de niña que de mujer.

En el camino de vuelta retocé como un perrito al que hubieran tenido encerrado un tiempo en una jaula: perseguía mariposas, pateaba las piedras y saltaba sobre las largas sombras que arrojaban los cipreses sobre el camino. No tendríamos que volver a la iglesia en una semana. Cuando finalmente apareció el château en todo su esplendor, sentí un gran alivio. Mi hogar estaba allí, tras las paredes color arena y las altas ventanas de postigos azules. La imponente puerta de hierro guardada por leones de piedra sobre los pedestales representaba un refugio frente a la hostilidad exterior. Aquella casa era todo mi mundo.

3

Yvette se mostraba desagradable con todos. Siempre estaba ceñuda, con una mirada iracunda y los finos labios apretados en una mueca desdeñosa. Era una mujer gruesa, que ejercía en la cocina un control férreo y absoluto, decidida a causar el mayor sufrimiento posible a sus subordinados. Cuando gritaba y golpeaba la mesa con el puño, la rabia la hacía resoplar como a un toro hasta el punto de que parecía salir vapor de sus narices. Sólo se mostraba sumisa y obediente cuando Madame Duval entraba en sus dominios. Ante ella inclinaba la cabeza y se frotaba las manos, pero nunca sonreía.

Yo era su víctima ideal. No me gustaba entrar en la cocina, pero a veces no quedaba más remedio. A Madame Duval no le gustaba que un niño de mi edad correteara por ahí todo el día sin nada que hacer, y le ordenó a Yvette que me encargara tareas en la cocina, así que me pusieron a trabajar. De rodillas, tenía que frotar las losas de piedra hasta que me dolían las rodillas y me escocían las manos. También ayudaba a secar la vajilla, con mucho cuidado de no romper nada, porque los coscorrones que la poderosa mano de Yvette me propinaba en la nuca resultaban más dolorosos que las bofetadas de Madame Duval. Me ponían a lavar las verduras, a pelarlas y a cortarlas, a recoger los huevos en el gallinero y a ordeñar las vacas. Aquel año, por extrañas razones, me convertí en indispensable. De ser un incordio pasé a ser una inesperada bendición.

La cocina era una estancia amplia. Del alto techo y de las paredes colgaban las cazuelas de cobre, las sartenes y otros utensilios, así como ristras de ajos y cebollas y ramitos de hierbas aromáticas. Y a pesar de su terrible carácter, Yvette era bajita, de manera que cada vez que quería algo tenía que subirse a la escalera de mano, que milagrosamente no llegaba a romperse bajo su enorme peso. Además, Yvette era mayor -por lo menos para mí- y tenía vértigo. En cuanto subía un peldaño le crujían las articulaciones y le temblaban los gruesos tobillos. A menudo les pedía ayuda a Armande o a Pierre, hasta que un día tuvo una inspiración.

– Niño, ven aquí -dijo mirándome con ojos brillantes.

Obedecí al instante, suponiendo que el suelo no había quedado lo bastante brillante o que había pelado las zanahorias que no debía. Yvette me agarró por el cuello de la camisa con su manaza y me levantó en vilo, como si fuera un pollo al que iban a sacrificar. Yo pataleaba y me debatía, lleno de miedo.

– ¡Estate quieto, bobo! -me gritó-. Quiero que me alcances esa sartén.

En cuanto descolgué la sartén del gancho, volvió a dejarme en el suelo. Sentí alivio, y luego una gran sorpresa cuando ella me tocó la cabeza y me dio unas cariñosas palmaditas de agradecimiento. Fue un gesto inesperado, también para ella, probablemente. Desde aquel instante dejé de ser el niño esclavo que trabaja en la penumbra para convertirme en una herramienta fundamental. A Yvette le gustó el invento y me utilizaba continuamente, más de lo necesario. En cuanto a mí, me aficioné a que me alzaran en el aire y estaba orgulloso de mi nuevo papel. Ahora que me había convertido en su «agarrador» especial, Yvette ya no me pegaba, ni siquiera cuando me dejaba una mancha en el suelo. En ocasiones, cuando estaba ahí en el aire con los pies colgando y los brazos extendidos, tratando de agarrar los objetos más altos, me pareció que Yvette se reía suavemente.

Pero lo que más me gustaba era ayudar a Lucie con las habitaciones. Era un hotel pequeño, de tan sólo quince habitaciones, y algunos huéspedes se quedaban durante semanas, como era el caso de los Tres Faisanes. Yo ignoraba cuánto tiempo pensaba quedarse Joy Springtoe. Según mi madre, venía cada año para recordar a su novio, muerto en acto de servicio un día después de liberar el pueblo, hacia el final de la guerra. A mi madre le parecía especialmente triste que hubiera muerto cuando todo estaba a punto de acabar, cuando los alemanes se retiraban.

Lucie no era tan bonita como Joy. Tenía el pelo negro, que se recogía en trenzas, la cara redonda y pálida como una tarta sin decorar. No hablaba mucho y, como otras muchas personas, dedujo que si yo era mudo, también debía de ser sordo. Yo la ayudaba a hacer las camas y a limpiar los baños. Me daba las tareas que no le gustaban, pero no me importaba porque así tenía la oportunidad de ver a Joy Springtoe.

Una mañana, Monsieur Duval entró en la habitación donde estábamos. Temeroso de que se enfadara si me veía, me escondí en el cuarto de baño y, a través de una rendija en la puerta, fui testigo de una escena sorprendente. Lucie estaba de pie ante la cama. Sin pronunciar palabra, Monsieur Duval la empujó sobre el colchón, se abalanzó sobre ella y, a ciegas, porque tenía el rostro enterrado en el cuello de la joven, se desabrochó los pantalones. Lucie volvió la cara hacia donde yo estaba. Avergonzado, me aparté de la puerta, pero cuando volví a atisbar por la rendija, ella seguía mirando la puerta del baño con los ojos entrecerrados. Sonreía, y el rubor teñía de rosa sus pálidas mejillas. Monsieur Duval daba sacudidas con las caderas como los perros cuando Yvette los separa a patadas, gemía y gruñía palabras ininteligibles. Yvette, con las piernas abiertas, le acariciaba el grueso pelo. No le importó que yo estuviera en el cuarto de baño y que lo viera. Después de todo, yo era mudo y no podía contarlo. No se imaginaba que supiera escribir.

Por la tarde le conté a mi madre lo sucedido durante el día. Mi madre no pareció sorprenderse de lo que le escribí sobre Lucie. Se limitó a enarcar las cejas y a mover la cabeza.

– Hay cosas que un niño pequeño como tú no debería presenciar -dijo revolviéndome el pelo-. Pero, hijo mío, esto no es hacer el amor. Más bien es como cuando un perro orina contra un árbol. Lucie era el árbol más cercano. -Tomó mis manos entre las suyas y me miró con los ojos llenos de lágrimas-. Cuando un hombre y una mujer se aman de verdad, como tu padre y yo, se abrazan y se besan con ternura; no quieren separarse nunca, su anhelo es estar siempre juntos. Cuando haces el amor así, tu corazón está tan repleto de amor que inunda todo tu pecho y te cuesta respirar. -Soltó una risita burlona-. Monsieur Duval es peor que un perro, es un cerdo. -Se puso a gruñir y a arrugar la punta de la nariz imitando a un cerdito, y empezó a hacerme cosquillas en la barriga hasta que me retorcí de risa.


– ¿El niño tiene padre? -preguntó Debo. Hacía quince minutos que había dejado el pincel sobre una hoja blanca de papel y fumaba un cigarrillo con su boquilla de marfil. Cada tanto se lo llevaba a los labios, pintados de rojo, para llenarse los pulmones de humo-. Su madre es una auténtica belleza. La he visto.

– Probablemente murió en la guerra, como tantos -dijo Daphne, que pintaba un paisaje con árboles y viñedos.

Tumbado en el suelo junto a Rex,el perrito, yo hojeaba el libro ilustrado que me habían dado. Días atrás, las tres salieron de picnic y me encontraron jugando en el puente con Pistou. Me llevaron con ellas y me dieron de su comida. Me gustaba estar con ellas, y me encantaba aquel libro con páginas y páginas con fotografías de Inglaterra. Desde mi puesto alcanzaba a ver los pies de Daphne con sus zapatitos de felpa verde, con campanitas doradas colgando de los cordones.

– Curiosa educación para un niño -comentó Gertie. Alzaba el pincel contra el sol para medir distancias, y la luz la hacía entornar los ojos.

– No puede hablar, así que no podría ir al colegio -dijo Debo-. Y esto no es Inglaterra, ¿no?

– ¿Quieres decir que Francia es un país retrasado? -preguntó irritada Daphne-. No creo que un niño mudo fuera a tener mucho mejor trato en Devon, ¿no te parece?

– ¡No seas tonta! ¡No irás a comparar Maurilliac con Devon! -exclamó Gertie.

– Es difícil que se convierta en un abogado. Lo más probable es que trabaje toda su vida en los viñedos -dijo Debo-. Y para eso no se necesita una educación.

– Supongo que tú sabes mucho de viñedos -replicóDaphne con un bufido-. No te creas que todo consiste en prensar uva y embotellarla.

– Entiéndeme. Me refería a recoger la uva, no a la técnica de convertirla en vino.

– Pues a mí me parece un lugar estupendo para un niño -continuó Daphne-. Viñedos y más viñedos, un precioso château con un riachuelo y un pueblecito encantador. Y, por supuesto, personas como nosotras, unas que llegan y otras que se van. Me parece que su vida es bastante variada.

Hubo un momento de silencio mientras las tres se concentraban de nuevo en sus cuadros. Luego Daphne se recostó en la silla y me miró sonriente por debajo de su sombrero verde.

– Es un niño encantador, pero me inquietan sus ojos -comentó pensativa. Yo aparté la vista y acaricié a Rex-. Veo tristeza en ellos.

– Bueno, el pobrecito ha nacido en tiempo de guerra, en plena ocupación -dijo Debo-. Tiene que haber sido espantoso crecer con todos esos horribles alemanes desfilando arriba y abajo y gritando «Heil Hitler».

– Se llevaron lo mejor de todo -continuó Daphne, hablando para sí-. El mejor vino, el mejor arte, lo mejor de cada cosa. Saquearon Francia, y encima los jóvenes tenían que luchar por Alemania. El padre del chico fue probablemente uno de esos pobres diablos.

– ¿Sabíais que los viticultores más famosos levantaban paredes para esconder los mejores vinos? -dijo Gertie-. Lo he leído. Recogían arañas y las llevaban a las bodegas para que tejieran telas, y así diera la impresión de que las paredes que habían levantado eran tan antiguas como el resto del château. Un truco muy ingenioso.

– Eso no impidió que Hitler se llevara todas esas maravillosas pinturas a su Nido de Águila. Ojalá las hubieran tapiado también.

– Al parecer, cuando llegaron a su casa en los Alpes encontraron medio millón de botellas del mejor vino y champán francés. ¡Y Hitler no bebía! -exclamó Gertie-. Bajaban las botellas en camillas. Ya conocéis a los franceses. Para ellos, el vino siempre es más importante que las personas.

Siguieron pintando y charlando. Luego extendieron en el suelo una mantita de cuadros y abrieron la cesta del picnic, que contenía galletas, pasteles y un termo con té. Aquella merienda me recordó la pastelería del pueblo con sus deliciosos escaparates. Al ver mi mirada golosa, Daphne me pasó el plato.

– Sírvete lo que quieras, cariño -dijo en francés.

Cogí una brioche y comí con apetito. Daphne me sonreía con la misma expresión tierna y melancólica con que me miraba mi madre. Yo le devolví la sonrisa con la boca llena de brioche.

4

Joy Springtoe fue mi primer amor. Estaba enamorado de ella, y recorría los pasillos del château como un perro abandonado con la esperanza de verla, de que otra vez me cogiera de la mano y me llevara a su habitación. Aproveché una tarde en que mi madre había ido al pueblo para deslizarme desde el jardín sin que nadie me viera. Sólo me estaba permitido entrar en la Zona Privada cuando ayudaba a Lucie a hacer las habitaciones, y siempre que desobedecía tenía miedo de que me descubrieran. Instalado en mi escondite habitual tras la butaca, vigilaba el pasillo y escuchaba las voces y los pasos que se acercaban. De tanto en tanto, cuando creía que era ella, mi corazón se hinchaba de gozo, y volvía a desinflarse si no era así.

Cuando la vi aparecer en compañía de su amiga Diane, salí de mi escondite.

– ¡Ah, mi querido amigo! -exclamó con alegría. Entregó las bolsas que llevaba a su amiga Diane y me cogió de la mano. La seguí emocionado-. Ven, te enseñaré lo que he comprado. Me conviene conocer la opinión de un hombre.

En su habitación me sentí a salvo de Madame Duval. Allí nunca me encontraría, y en todo caso yo estaba invitado por una clienta, así que no podría castigarme. Lucie había hecho la cama y doblado cuidadosamente el camisón sobre la almohada. Me estremecí al recordar la escena con Monsieur Duval. Confiaba en que no hubiera usado la cama de Joy Springtoe a modo de árbol. Diane dejó las bolsas en el suelo y se sentó en la silla. Yo rondaba alrededor de la cama. Joy palmeó el cobertor.

– Siéntate aquí un momento. Me voy a probar mi nuevo vestido.

Diane me sonreía incómoda sin decir nada. Me pareció que daba por sentado que yo no podía oír.

Joy había dejado entreabierta la puerta del cuarto de baño y la oía moverse de un lado a otro. De vez en cuando veía su sombra proyectarse en la entrada, pero como respetaba su intimidad, mantenía los ojos bajos. Tenía en la mano la pelotita de goma y la hacía girar entre los dedos. Finalmente, se abrió la puerta de par en par y apareció Joy con un vestido de tela azul y rosa, el más bonito que yo había visto en mi vida. Me dirigió una sonrisa radiante.

– ¿Qué te parece? -Estaba muy guapa y lo sabía. El vestido se adaptaba perfectamente a su cuerpo, como los pétalos a la flor. Era suelto, con un pronunciado escote en uve, y se ataba a un lado con un lazo que le llegaba a las rodillas. El escote dejaba ver su piel suave y cremosa, y bajo la tela se adivinaban sus pechos redondos como melocotones, y su estrecha cintura que se desplegaba en unas caderas generosas. El pelo rubio y ondulado le llegaba a los hombros. Estaba tan hermosa que no pude soportar la ternura de sus ojos grises y me sonrojé. Con una carcajada, ella se agachó y, tomando mi rostro en sus manos, me dio un beso en cada mejilla. Entonces comprendí lo que quería decir mi madre, porque sentí el corazón tan henchido de amor que me costaba respirar.

– ¿Qué te parece, Diane?

– Estás guapísima, de verdad. ¡Los dejarás a todos con la boca abierta!

Joy se volvió hacia mí con las manos en las caderas.

– Me encanta que te haya gustado. Necesitaba la opinión de un hombre -dijo.

Me ruboricé de nuevo y sonreí. Con la emoción, abrí la mano y la pelota de goma cayó al suelo y desapareció bajo la cómoda. Me habría gustado recogerla, pero me avergonzaba haberla dejado caer. Tendría que volver con Lucie al día siguiente para recuperarla. Pero no podría recuperar mi corazón. Se lo había entregado a Joy Springtoe y no quería que me lo devolviera nunca.

Estuve toda la noche preocupado por mi pelota. Al día siguiente ayudé a Lucie con las habitaciones. El cuarto de Joy Springtoe estaba al final del pasillo, y por desgracia empezamos a trabajar por el lado opuesto. Me angustiaba pensar que Yvette me pudiera llamar para alcanzarle cosas en la cocina antes de recuperar la pelota, que era irreemplazable. Lucie estaba especialmente irritada esa mañana y no paraba de regañarme y de chasquear la lengua. Parecía no tener prisa, en tanto que yo estaba impaciente por llegar al final. Cuando por fin llegamos a la habitación de Joy y yo iba a tirarme al suelo en busca de la pelota, entró Monsieur Duval, apestando a sudor y a tabaco.

Su rostro se contrajo en una mueca de incredulidad y espanto. Señalándome con el dedo, le gritó a Lucie:

– ¿Qué hace aquí? ¡Fuera! ¡Largo! -Se me acercó con la mano levantada para pegarme, pero yo lo esquivé y salí corriendo romo un conejo, dejando mi pelota bajo la cómoda. Se rieron al verme tan asustado, y su risa resonó en mis oídos. Los odiaba, los odiaba a los dos.

Cuando llegué al edificio de las caballerizas me sentí a salvo. Me tiré sobre la cama y me tapé la cabeza con la almohada para dejar de oírlos, pero en vano. Sus carcajadas burlonas seguían resonando en mi cabeza y en mi recuerdo, y se convirtieron en los abucheos de una multitud, hasta que todas aquellas voces me dieron dolor de cabeza. Mi corazón, hasta hacía un momento rebosante de amor, se había llenado de miedo. Para intentar acallar las voces empecé a balancearme, pero todavía las oía. Y cuando pensé que ya no podía aguantarlo más, mi madre me quitó la almohada de las manos y me contempló con preocupación. Sin saber cómo consolarme, empezó a besarme, a acariciarme el pelo y a darme besos.

– No pasa nada, cariño. Maman está contigo y nunca te dejará. Nunca jamás abandonaré a mi pequeño chevalier. Te necesito. Ya está, ya está, amor mío. Respira hondo.

Mi cuerpo empezaba a arder. Sentí que mi madre se ponía rígida. Ya nos había pasado otras veces: era un acceso de fiebre.

– ¿Qué ha sido esta vez? -me preguntó en voz baja-. ¿Qué ha pasado?

Pero yo no podía responder, aunque me habría gustado decírselo. Me sentía tan frustrado que se me llenaron los ojos de lágrimas.

De la siguiente semana guardo un recuerdo borroso. La fiebre iba y venía, y cuando abría los ojos, la habitación parecía haberse agrandado y el rincón opuesto a la cama se veía pequeño y lejano. Recuerdo que mi madre estaba siempre allí, contándome historias y acariciándome el pelo. Creo recordar que me susurró llorando al oído: «Eres todo lo que tengo en el mundo, Mischa. Nunca me dejes». Pero a lo mejor era un sueño.

Cuando por fin me recuperé lo suficiente para jugar sentado en la cama, mi madre también revivió, y su rostro hasta entonces pálido y tenso adquirió un tono rosado y luminoso.

– Ha venido a verte una persona muy especial -anunció un día.

La miré expectante. Mi madre se apartó y dejó paso a Joy Springtoe con su bonito vestido azul y rosa y una bolsita en la mano.

– Me han dicho que has estado enfermo. -Se sentó en la cama.

Me sentía feliz de verla y de respirar su perfume.

– Te he traído dos cosas. Una que habías perdido, y otra mía que quiero regalarte.

La contemplé con asombro cuando me entregó la bolsa. ¿Me regalaba una cosa suya? Miré dentro de la bolsa y, para mi sorpresa, allí estaba la pelota de goma, mi juguete preferido. La sostuve bien apretada en la mano. Nadie conocía la razón de que aquella pelota fuera tan importante para mí, salvo mi madre. Apreté la pelotita, y sentí que mi mundo que se había roto, se estaba recomponiendo. Volví a mirar dentro de la bolsa. Desde la puerta, mi madre contemplaba la escena con los brazos cruzados sobre el pecho, tan llena de ternura y de orgullo que irradiaba luz.

De la bolsa saqué un cochecito, un Citroën 2CV de un bonito amarillo limón. Las ruedas se movían y se podía abrir el capó, dejando al descubierto un diminuto motor plateado. Lo toqué con dedos temblorosos y deseé vivamente que las losas de piedra del vestíbulo no estuvieran cubiertas con una alfombra, para hacer rodar el cochecito. Lleno de amor y agradecimiento, me abracé a Joy y apoyé la cabeza en su hombro. Ella me abrazó fuerte durante lo que me pareció un largo rato. Yo no quería separarme, y creo que ella tampoco.

– Eres un niño muy especial -me dijo, mientras me acariciaba la mejilla con un dedo. Tenía lágrimas en los ojos-. No te olvidaré, Mischa.

Fue la última vez que vi a Joy Springtoe.

5

La ausencia de Joy Springtoe resonaba con fuerza en el château, yyo vagaba como alma en pena por los alrededores. Ya no me importaba si las piedras que arrojaba al río se hundían o rebotaban. Pasaba horas contemplando mi Citroën amarillo, abriendo y cerrando el capó y recordando la cara y el olor de Joy. Ni siquiera Pistou conseguía curarme de mi desconsuelo. La gente cree que un niño tan pequeño -al fin y al cabo sólo tenía seis años y tres cuartos- es incapaz de sentimientos tan profundos, pero Joy Springtoe había tenido mi corazón en sus manos y lo había tratado con bondad, de manera que le pertenecía para siempre.

Monsieur Duval me prohibió ayudar a Lucie, pero no me importó. Ahora que Joy no estaba, no tenía sentido rondar por la Zona Privada, y además Lucie estaba cada día más taciturna. Los Tres Faisanes me caían bien, pero incluso pasar las tardes mirándolas pintar había perdido su atractivo, así que me pasaba el día por ahí con la pelota de goma en las manos. Ahora la pelota tenía todavía más significado que antes, porque Joy me la había devuelto.

Un día me escondí en la fría y húmeda bodega del château. Las botellas, dispuestas en hileras, llenaban cajas y más cajas, como los cadáveres de las catacumbas. Las paredes estaban mohosas, y el aire olía a cerrado. Mis pasos resonaban con fuerza en aquel silencio. Recorrí los pasillos hasta llegar a un pequeño cuarto de un aire tan tenebroso que se me erizaron los pelos de la nuca. Sólo había una silla, pero yo notaba un extraño calor, como si alguien hubiera vivido allí. Entré lleno de curiosidad y me senté en la silla. Eché un vistazo alrededor preguntándome para qué serviría aquel lugar. En la pared de piedra había grabados unos nombres: Léon, Marthe, Felix, Benjamin, Oriane. Acaricié las inscripciones con el dedo. Me intrigaba que parecieran recientes. Tal vez eran personas que el malvado Monsieur Duval había retenido prisioneras. La idea me gustó, y grabé mi nombre en una piedra pequeña, escribiendo «Mischa» con letras bien grandes. Yo también era un prisionero del amor y el silencio.

Aunque ya no tenía fiebre, todavía estaba débil. Mi madre me vigilaba preocupada y por la noche me apretaba estrechamente contra su cuerpo, como temerosa de que un demonio viniera amparado en la oscuridad y me llevara consigo. Mis pesadillas se hicieron más frecuentes. Soñaba que el rostro de mi madre se transformaba en el de Joy, y me despertaba sudoroso, confuso y bañado en lágrimas. Cuando descubría que Joy me había dejado pero que mi madre seguía allí, sentía un alivio inmenso.

Una noche me despertó el rugido del viento, un vendaval que quebraba las ramas de los árboles y llegaba acompañado de una lluvia intensa, horizontal. Era un fenómeno muy raro en verano. Mi madre se despertó también y nos sentamos junto a la ventana para ver la tormenta en la oscuridad.

– ¿Sabes una cosa, Mischa? Mi madre, tu abuela, decía que los vendavales de verano anuncian un cambio. -Apoyó la cabeza en el brazo doblado y me miró con expresión infantil. Era muy supersticiosa, y por supuesto siempre tenía razón. Tenía razón en todo. Exhaló un hondo suspiro y sus suaves ojos castaños se llenaron de lágrimas-. Me pregunto qué pensaría ahora de mí. ¿Crees que puede verme desde el cielo? Seguro que cruza los brazos sobre el pecho y me mira con desaprobación, chasqueando la lengua. Pero a ti, pequeño chevalier,te habría adorado. Estaría muy orgullosa de ti. -Se inclinó hacia mí y me tocó el brazo-. Ya sé que estabas enamorado de Joy Springtoe, Mischa. A mí también me entristece que se haya ido, porque trajo el sol a esta casa. Quiero que sepas que te entiendo. El amor duele, cariño. Duele cuando están contigo y duele cuando se van, y duele todavía más cuando sabes que no volverás a verlos. Pero los momentos de felicidad que has vivido hacen que todo ese sufrimiento valga la pena. Y te prometo que con el tiempo podrás recordarla sin sufrir. Incluso es posible que vuelva el año próximo. Su novio murió cuando liberaba este pueblo, como un héroe, y ella vuelve aquí para recordarlo. Estoy segura de que también te echa de menos.

Conseguí esbozar una sonrisa y seguí contemplando el vendaval. Mi madre me leyó los pensamientos.

– Espero que nos traiga cambios a los dos.

Al día siguiente, sábado, mi madre propuso que fuéramos caminando al pueblo. Yo escondí la cabeza entre los hombros y puse mala cara. Odiaba el pueblo, para mí todavía lleno de malos recuerdos. Pero mi madre quería que afrontara mis miedos y los superara, así que dijo:

– Sólo con la práctica puede un chevalier aprender a luchar y a ganar.

A regañadientes, bajé con ella las escaleras de madera que llevaban al patio. Antes de que el château se convirtiera en hotel, el edificio de las caballerizas estaba lleno de caballos preciosos, musculosos y de pelo brillante. Cuando yo era muy pequeño, mi padre me subió a uno, y todavía recordaba la emoción que sentí cuando el caballo empezó a andar -clip, clop, clip, clop- sobre las losas de piedra mientras él llevaba las riendas. Ahora sólo quedaban dos caballos, y eran animales de carga, grandes y pesados, que se utilizaban para el trabajo en los viñedos. Jacques Reynard los había entrenado para caminar en línea recta entre los viñedos, y les había enseñado a utilizar la fuerza precisa para clavar el arado en el suelo y arrancar las raíces, pero sin dañar las raíces principales.

Cuando emprendimos el camino al pueblo, el miedo me atenazaba el estómago. Lejos de sentirme un pequeño chevalier, sólo tenía ganas de dar media vuelta y salir corriendo, pero la idea de que mi madre tuviera que verse sola en medio de tantos enemigos me dio fuerzas para seguir con ella. La tormenta de la pasada noche había pasado, dejando el suelo mojado y las hojas de los árboles limpias y relucientes, un poco estropeadas por el viento. Ya me había olvidado de lo que decía mi abuela sobre el cambio que traía la tormenta, y creo que mi madre se había olvidado también, porque no lo mencionó.

Recorrimos las calles del pueblo entre la hostilidad de costumbre, seguidos por las miradas que espiaban tras las cortinas de encaje. Al principio era peor: nos gritaban «bastardo alemán», «traidor», «pequeño nazi», «puta». Ahora sus insultos habían quedado reducidos a murmullos y miradas de odio. Siempre me fijaba en los niños. La mayoría imitaban a sus padres y me contemplaban con desprecio, y alguno ponía cara de desconcierto, como si no supiera qué hacer. Por eso me sorprendió que una niña me sonriera con simpatía. Era una niña ligeramente dentona, de pelo castaño y mejillas sonrosadas, y su sonrisa era cautelosa pero sincera. Hubiera querido corresponderle, pero el miedo torció mis labios en una mueca. Mi madre se detuvo delante de la boulangerie, un establecimiento que yo detestaba. Me gustaba lo que vendía, los dulces del escaparate, pero me aterraba el panadero, un tipo alto y grueso que solía aparecer en mis pesadillas.

Mi madre me apretó la mano y tomó aliento como si fuera a lanzarse al agua. Y entramos. La campanilla de la puerta anunció nuestra presencia. El panadero, con una amplia bata blanca que apenas le tapaba la inmensa tripa, salió de detrás de una cortina de cuentas de colores. Al vernos frunció el ceño y puso mala cara. Mi madre lo saludó con educación: «Bonjour, monsieur». Monsieur Cézade se limitó a contestar con un gruñido. Mi madre continuó con la farsa de que éramos clientes normales y corrientes.

– ¿Qué te apetece, Mischa? -me preguntó con despreocupación.

El panadero me miraba fijamente y su boca se torció en una mueca de repugnancia, como si le disgustara mi sola presencia. Atemorizado, me acerqué a mi madre, sin saber qué contestar. En aquel momento se abrió la puerta, y el sonido de la campanilla me libró de la atención de Monsieur Cézade, que saludó con efusión al nuevo cliente para enfatizar el desprecio que le inspirábamos.

Bonjour, monsieur -dijo con entusiasmo.

Bonjour.

El desconocido tenía un fuerte acento similar al de Joy Springtoe. En cuanto lo vi, me sentí mucho más tranquilo. Era el hombre más rematadamente guapo que había visto jamás. A continuación, se dirigió a mí.

– Eh, hola, Junior -me dijo sonriendo.

Me resultó muy simpático. Desprendía un encanto y una calidez irresistibles. Cuando sonreía, se encendía una chispa de malicia en sus ojos de un azul intenso, y las comisuras de su boca se curvaban tanto que sus mejillas se plegaban como un acordeón.

– ¿Qué te apetece? -me preguntó, haciéndose eco de la pregunta de mi madre de hacía poco rato.

– No puede hablar -le explicó el panadero, y su voz sonó despectiva-. Es mudo.

El estadounidense dirigió a mi madre una sonrisa de complicidad.

– Con lo guapo que es, no necesita hablar -dijo.

Mi madre se puso roja como un tomate y bajó la mirada. Noté que su mano estaba sudorosa.

El hombre se presentó.

– Coyote Magellan -dijo, tendiéndole la mano, y mi madre se la estrechó-. Bueno, ahora a lo mejor puede usted ayudarme. ¿Cuál es el mejor pastel de esta pastelería? -preguntó en inglés.

Mi abuelo materno era irlandés, de manera que mi madre entendía y hablaba bien el inglés. Yo deseé que Monsieur Cézade no entendiera nada.

– A mi hijo le gustan las chocolatines -dijo mi madre, señalando el escaparate.

– Qué buena elección. A mí también me gustan -dijo, satisfecho de que mi madre hablara su idioma-. J'en prendrais trois, s’il vous plaît -dijo, dirigiéndose a Monsieur Cézade, que asistía asombrado a la escena.

El panadero suspiró hondamente y metió los tres pastelillos en una bolsa de papel marrón. Al parecer había entendido por qué el norteamericano pedía tres.

Coyote se volvió hacia mi madre.

– Los invito a acompañarme al café de al lado. No podría comerme estos tres pasteles yo solo ni aunque lo intentara.

Y de no ser por Monsieur Cézade, estoy seguro de que mi madre habría declinado la invitación, pero le halagó que aquel desconocido atractivo y lleno de encanto la invitara delante del hombre que la había humillado. Y la atrajo también el desafío, porque no estaba bien visto aceptar la invitación de un hombre que acababa de conocer y del que nada sabía. Así que respondió con la cabeza bien alta.

– Nos encantaría.

Yo me sentí orgulloso de ella. Coyote le dio las gracias a Monsieur Cézade y salimos juntos de la panadería. De haber tenido yo una espada en aquel momento, le habría demostrado a mi madre que sabía usarla.

Mi madre y yo no frecuentábamos el café del pueblo, y todos se quedaron muy sorprendidos al vernos entrar. Se hizo un silencio total en el local, y hasta los camareros se quedaron mirándonos con la boca abierta. Todo el mundo conocía a mi madre de vista. No teníamos dónde escondernos. A algunos les podía parecer raro que no saliéramos nunca del château,pero mi madre se había casado allí con mi padre, y además era nuestro hogar. ¿A dónde podíamos ir, si además nadie nos quería?

Coyote se comportó como si no pasara nada. Sonrió a todos con aquella sonrisa encantadora y nos condujo a la mesa redonda del rincón. Mi madre apretaba los labios con resolución, decidida a no mostrar incomodidad por ser el centro de las miradas. Y era tanta la admiración que me inspiraba aquel hombre lleno de encanto, que por primera vez soporté la situación sin temor.

– ¿Qué desea tomar, Miss Anouk? -le preguntó en cuanto tomamos asiento-. Espero que no le moleste que la llame Miss Anouk.

Mi madre estaba desconcertada. No se había presentado.

– Debo confesarle -dijo él, bajando la voz- que un día la vi con su hijo por la calle y pregunté su nombre. Entiéndalo, usted es una mujer hermosa, y yo soy un hombre. -Se encogió de hombros y metió la mano en el bolsillo de su camisa en busca de un cigarrillo-. ¿Quiere fumar? -Mi madre contestó que no y le dirigió una mirada recelosa-. Hoy he visto que ese gordo patán estaba mostrándose insolente y por eso he intervenido. Espero que no le importe. -Lo dijo con tal sinceridad que mi madre fue incapaz de enfadarse-. Y a su hijo no le irá mal comer un poco más -añadió guiñándome un ojo.

– Mischa ha estado enfermo -dijo mi madre-. Él tomará una limonada y yo un café.

– ¿Qué edad tiene?

– Seis años.

«Y tres cuartos», añadí yo en silencio.

– Eres un chico muy guapo -dijo, mirándome.

– Se parece a su padre. -Mi madre lo miró a los ojos, poniéndolo a prueba. Me deprimí al comprender que mi limonada y mi chocolatina peligraban.

Coyote movió la cabeza comprensivo.

– Así que, a ojos de los franceses, es usted una traidora. Esto es lo trágico de las guerras.

– El amor no conoce fronteras. -La expresión de mi madre se dulcificó y mis posibilidades de una buena merienda aumentaron.

Coyote encendió un Gauloise y escrutó el local con los ojos entrecerrados.

– No es más que un niño -dijo con dulzura-. Vale, su padre es alemán, pero la guerra ha terminado. Ha llegado el momento de perdonar.

Era alemán -corrigió mi madre-. Mi esposo murió en la guerra.

Cuando el camarero trajo las bebidas, Coyote abrió la bolsa de papel y me dio mi chocolatina.

– Tenemos que alimentarte para que seas un chico alto y fuerte -dijo riendo-. ¿Sabe escribir? -le preguntó a mi madre.

– Sí que sabe. -Mi madre me miró con ternura. No le gustaba que la gente hablara delante de mí como si yo no entendiera nada. «Que no tenga voz no significa que no tenga entendimiento», replicaba siempre enfadada.

Coyote pidió al camarero lápiz y papel y dio un mordisco a su chocolatina.

– Está muy buena, ¿no te parece? -Yo asentí enérgicamente con la boca llena de chocolate-. La comida sabe mucho mejor en Francia.

Mi madre dio un sorbito a su café.

– ¿De dónde es usted?

– Del sur. Virginia. Me alojo en el château.

Mi madre asintió.

– Trabajo allí.

– Un sitio precioso, es una pena que lo hayan transformado en hotel. Seguro que era una casa muy bonita.

– No se la imagina. Una mansión preciosa, decorada con un gusto exquisito. Era una familia muy distinguida. Fue un honor trabajar para ellos.

El camarero trajo lápiz y papel y Coyote me los pasó.

– No me gusta dejar a nadie fuera de la conversación, sobre todo si se trata de un niño tan despierto como tú. Si tienes algo que decir, Junior, escríbelo, porque quiero leerlo.

Empecé a escribir al momento, lleno de emoción. Quería demostrarle que sabía.

«Gracias por mi chocolatine»,escribí en francés. Coyote esbozó una amplia sonrisa.

– Gracias a ti por acompañarme. Esto no resulta muy divertido para ti -dijo, alborotándome el pelo.

Volví a garabatear.

«Vivimos en el edificio de las caballerizas.»

– ¿Y hay caballos?

Levanté dos dedos y me encogí de hombros. Son de tiro, escribí, y añadí: «¿Cuánto tiempo piensa quedarse?»

– El que haga falta -contestó. Se apoyó en el respaldo y miró directamente a mi madre-. Me gusta esto -dijo sonriendo-. Por el momento, Junior, no pienso irme a ninguna parte.

6

Volvimos juntos al château a través de los campos. El sol brillaba en lo alto de un cielo totalmente azul, los pájaros saltaban de rama en rama, y las cigarras dejaban oír su monótono canto entre la maleza. En el aire flotaba una fragancia de tomillo. Era como estar en el paraíso. Me sentía tan ligero que caminaba dando brincos, y de vez en cuando echaba a correr detrás de una mariposa. Era consciente de que él me estaba mirando y quería impresionarle.

Mi madre, con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes, caminaba junto a él despaciosamente, como si quisiera alargar el momento. Llevaba en la mano una florecilla y la hacía girar entre los dedos, luego arrancó los pétalos de uno en uno y los fue tirando al suelo. Hablaba en voz baja y lánguida y de vez en cuando se reía con suavidad. No recordaba haberla visto nunca tan guapa y tan feliz. Al caminar, balanceaba las caderas de forma que la falda ondeaba y se ceñía alrededor de su cuerpo como si tuviera vida propia.

Cuando llegamos al edificio de las caballerizas, mi madre y Coyote se quedaron hablando. Los caballos habían salido con Jacques Reynard, pero el lugar olía a sudor, a heno y a estiércol. Años más tarde, cuando crucé el Atlántico para establecerme en un país extraño, el recuerdo de aquel olor me llenaba de insoportable nostalgia.

Trepé a la cerca y los observé con la curiosidad con que un mono enjaulado contempla a otras especies. Siempre estaba observando a los demás. Como no podía hablar, casi nunca se daban por enterados. Nunca había conocido a un hombre como Coyote, que me incluía en la conversación y me miraba con simpatía, como si la mudez fuera un rasgo curioso de mi personalidad. No me consideraba un bicho raro, como Madame Duval, ni un engendro del demonio, como la gente del pueblo. Para él, era sólo un chico que no podía hablar, tan normal como un pingüino, un ave que no puede volar. Me encantó que me entregara lápiz y papel y que «conversara» conmigo. Me sentía feliz. Sólo me había comunicado así con mi madre, pero Coyote no lo sabía; o tal vez sí, pero en cualquier caso se había ganado mi eterna amistad.

Cuando Coyote emprendió el regreso al château con paso elástico y decidido, mi madre se quedó mirándolo pensativa, con una sonrisa de incredulidad, y se acarició los labios con los dedos. Luego exhaló un profundo suspiro y aterrizó con desgana en la realidad.

– Vamos, Mischa, a casa.

No pude evitar que en mi rostro se dibujara una amplia sonrisa.

– A casa ahora mismo, Mischa. ¡Vaya, tengo suerte de que no puedas hablar! -Bromeó cuando avanzábamos en la oscuridad. Me acerqué a ella y la tiré del brazo para que me mirara otra vez-. Sí, me gusta. Es muy simpático -respondió mi madre-. Ha sido amable con nosotros y nada más.

Pero yo sabía que había sido más que amable. Le gustábamos, le gustábamos los dos.

Aquella noche mi madre se quedó largo rato sentada frente al tocador, mirándose en el espejo. Se había apartado el pelo de la cara, una cascada de rizos color chocolate se derramaba sobre sus hombros y su espalda, dejando ver el pico de viuda en lo alto de la frente. El sol había bronceado su piel, y tenía las mejillas suaves y sonrosadas. Me senté en la cama para contemplarla. A mis ojos no era vieja ni joven, siempre había sido mi madre, pero ahora intenté verla como una mujer, una mujer joven, porque sólo tenía treinta y un años. Intenté verla como la veía Coyote. A lo mejor se casaban y yo volvía a tener un padre. Y nadie hablaría mal de él porque era norteamericano.

Mi madre vio mi reflejo en el espejo.

– Nunca dejaré de querer a tu padre, Mischa. -A la mortecina luz de la bombilla que colgaba desnuda del techo, vi su expresión solemne y sus ojos brillantes-. A lo mejor estuvo mal enamorarse del enemigo, pero para mí él no era el enemigo. Era siempre amable y caballeroso, y no creo que le hiciera daño a nadie. No importa de dónde venga una persona, ni el color de su piel, el uniforme que lleve o el bando en el que luche. En el fondo sólo es un ser humano, y todos somos iguales. Lo que importa en una persona es el corazón. Tu padre era un buen hombre, Mischa, no lo olvides. No te creas anadie que diga lo contrario. Era un hombre de honor. Si los demás pudieran verle como era de verdad, como yo lo vi, me entenderían.

Sacó su fotografía enmarcada del cajón del tocador.

– Era muy guapo -dijo con dulzura, acariciando el cristal con los dedos.

Yo había visto la fotografía muchas veces. A menudo la sacaba y la estudiaba cuidadosamente, intentando rescatar recuerdos del fondo de mi memoria, entonces demasiado joven para recordar. Tenía pocos recuerdos y los atesoraba como objetos de gran valor, tan preciosos como la pelota de goma que me había regalado.

– Te pareces a él, Mischa -continuó mi madre-. Cada vez que te miro pienso en él. Tienes el mismo color de pelo, los mismos ojos azules y la misma boca bien dibujada. Él estaba muy orgulloso de ti, su hijo. Cuando pienso que nunca te verá crecer, se me parte el corazón. -Se detuvo para controlar el temblor de su voz-. Te convertirás en un hombre tan guapo y honorable como él, Mischa. Él ha muerto, pero sigue viviendo en ti.

Guardó la fotografía y empezó a cepillarse el pelo. Cuando volvió a la cama yo ya estaba adormilado. Noté su cuerpo frío y deduje que había estado sentada frente a la ventana abierta, contemplando las estrellas para ver si distinguía a mi padre, o reflexionando sobre el cambio que había traído la tormenta. Coyote Magellan había llegado con el vendaval, y yo confiaba en que se quedara. Tenía miedo de que se marchara y me abandonara, igual que Joy Springtoe. Entonces volveríamos a quedarnos solos, mi madre y yo, siempre solos los dos.

Aquella noche tuve la misma pesadilla de siempre. Estoy en brazos de mi madre, en la plaza del pueblo. La gente nos grita. Tengo miedo y me agarro con fuerza a ella, Unos vecinos cantan a voz en grito canciones triunfales, y otros, con los rostros congestionados de furia, aúllan como perros salvajes, En los ojos saltones de Monsieur Cézade leo una locura que nunca había visto. Veo el rostro impasible del padre Abel-Louis, que se comporta como si no nos conociera y deja que los demás se nos echen encima. No hace nada por evitar que ocurra lo peor; se limita a toquetear el crucifijo que le cuelga sobre el pecho. Aunque es un hombre de Dios, no siente compasión por nadie.

Intentan arrancarme de los brazos de mi madre, a los que me aferro como una lapa. Aterrorizado, grito y extiendo los brazos, abro las manos cuanto puedo. No entiendo lo que ocurre ni por qué nos hacen esto, sólo tengo dos años y medio. Soy demasiado pequeño para luchar, y por más que me debato y pataleo, alguien me pasa un fuerte brazo alrededor del vientre y me separa de mi madre, a la que gritan «traidora» y «puta». Todos se abalanzan sobre ella, y le hacen jirones la ropa hasta dejarla desnuda como un conejo despellejado. Entre tres mujeres la obligan a arrodillarse y le cortan el pelo a golpes de cuchillo. Mi madre no llora. Silenciosa y desafiante, me mira todo el rato, intentando tranquilizarme, pero yo intuyo su propio miedo. Aquel día, el mundo seguro y tranquilo que conocía desapareció para siempre. Maman! grito, pero mi voz se pierde entre los aullidos de los que quieren castigarla. Tengo que mirar cómo le cortan el pelo, un mechón tras otro, hasta que aparece la cabeza desnuda y sangrante. Ella repite, una y otra vez: «No hagáis daño a mi hijo», con una voz firme y decidida que no me resulta familiar. Pero la multitud está borracha de odio y es capaz de cualquier cosa.

Gritan: «¡Un niño alemán!», y me alzan en brazos para que todos me vean.

– Sólo es un niño. Por favor, no le hagáis daño -pide entre sollozos. Está temblando y tiene los ojos llenos de lágrimas-. No le hagáis daño a mi hijo, os lo ruego. Llevadme a mí, pero dejad al niño.

Los brazos que me sujetaban me dejan en el suelo. Gateo asustado hacia mi madre, convencido de que mi vida depende de que la alcance, pero está lejos y las piedras me hacen daño en las rodillas. Por fin me siento a salvo. Mi madre me coge en brazos y me mece, con el cuerpo sacudido por los sollozos. Me besa en la sien y me susurra al oído con voz quebrada por el llanto: «No te dejaré nunca. Nunca te abandonaré, hijo mío, mi pequeño chevalier».

De repente aparece un hombre y la multitud se dispersa. Viste un uniforme verde oliva que no había visto nunca. Se quita la camisa y se la echa a mi madre sobre los hombros.

– ¡Debería daros vergüenza atacar así a vuestra propia gente! -grita, pero nadie le oye. Me pone una mano en la cabeza-. Ya ha pasado todo, hijo.

Quiero responder y abro la boca, pero no sale ningún sonido. Me han quitado la voz.

Me desperté porque mi madre me estaba acariciando la cabeza y besándome en la frente.

– ¿Otra vez la pesadilla? -Asentí y enterré la cara en su cuello-. Ya nadie te puede hacer daño, cariño. Ahora estás a salvo.

Cuando estaba a punto de quedarme dormido, mi madre volvió a hablar.

– Mañana no iremos a misa, Mischa. Es hora de que nos enfrentemos al cureton.

Cureton era el término infantil para referirse al cura. Casi no podía creerlo. Olvidándome de mi pesadilla, me acurruqué junto a ella y le planté un beso en el cuello para demostrarle mi agradecimiento. Mi madre apoyó los labios en mi frente y me susurró:

– Es un hombre débil y asustado, cariño, un lobo desdentado, créeme.

A la mañana siguiente, me desperté lleno de ilusión. Coyote Magellan estaba en el hotel y todo iba a cambiar. Estaba seguro, tenía fe en el poder de las tormentas. Y supongo que mi madre también porque canturreaba mientras se vestía. Era la primera vez que la oía canturrear. Sentada ante el espejo, jugaba a ponerse el pelo de mil maneras, y luego iba distraída a un lado y a otro, como si su alma estuviera muy lejos de allí. Se maquilló y se salpicó el escote con agua de colonia. Cuando se agachó y me dio un beso en la nariz, me envolvió en una nube de aroma a limón.

– Pórtate bien, Mischa y no corras por ahí. Todavía te estás recuperando.

Yo le pasé la mano por el cabello y le dije con la mirada: «Estás guapa». Ella sonrió, me tocó la nariz con el dedo y se marchó.

Con la pelota de goma y el Citroën amarillo en el bolsillo salí al patio, donde encontré a Pistou. Por primera vez desde la partida de Joy Springtoe, me sentía feliz. Fuimos corriendo al jardín, donde había muchos lugares para esconderse: arbustos recortados, olorosas gardenias, macizos de magnolias y espesas matas de clavel moro. También eucaliptos, sauces llorones, y altos lirios de agua en tiestos de terracota. En la parte sur del château había una terraza con mesitas redondas, donde los huéspedes del hotel podían sentarse a tomar café o a leer bajo una pérgola cubierta de rosas blancas.

A Pistou no le hacía falta esconderse porque nadie lo veía, pero yo me agaché entre la hierba húmeda y me dediqué a mirar, oculto entre las sombras. Me complació ver que Coyote estaba sentado leyendo el periódico; en la silla que quedaba libre había una guitarra. Llevaba una camisa de manga corta, pantalones de tela clara y mocasines marrones, y se tocaba con un sombrero de paja. Recostado en la silla, con una pierna doblada y el tobillo apoyado sobre la rodilla, fumaba un Gauloise. No hablaba con nadie, pero aun así lucía una sonrisa de satisfacción, como si se divirtiera muchísimo. En la mesa de al lado, los Tres Faisanes tomaban el té y discutían acaloradamente mientras Rex,el perrito de Daphne, mordisqueaba una galleta a sus pies. Pistou tenía un día revoltoso, y cuando Gertie no miraba vertió una cucharada de azúcar en su taza de té. Cuando tomó un sorbo, la pobre hizo una mueca de asco y miró asombrada su taza, porque detestaba el dulce. Pero ¿qué podía decir? Daphne y Debo no tenían la culpa. Pistou y yo ahogamos nuestras risas.

Al cabo de un rato, Coyote se levantó, dobló el periódico y saludó tocándose el ala del sombrero a los Tres Faisanes, que respondieron con movimientos de cabeza y risitas contenidas. Estaban tan encantadas que olvidaron su edad y pestañearon con juvenil coquetería. El saludo de Coyote las dotó de vivacidad, tornó sus risas cantarinas y burbujeantes. El vendaval también leshabía traído cambios a ellas. La nube de tristeza que envolvía el château se disipó por arte de magia, dando paso a una hermosa luz que parecía brotar de su interior.

En cuanto Coyote entró en el edificio (lo que me llenó de pena), los Faisanes empezaron a hacer comentarios.

– Qué hombre tan encantador -observó Gertie. Olvidando que su té estaba demasiado dulce, dio un sorbito a su taza.

– Ah, si tuviera diez años menos -suspiró Daphne.

– Más bien cincuenta años menos, querida -replicó Gertie.

– Nunca caigo en lo vieja que soy. Ya sabes que me siento joven por dentro.

Vecchio pollo fa buon brodo. -Debo se colocó la boquilla entre los rojos labios y encendió el cigarrillo-. Quiere decir que la gallina vieja hace un buen caldo -aclaró, y las tres estallaron en risas.

Salí de entre las sombras y me acerqué a su mesa.

– ¡Mischa! -Daphne me recibió con una carcajada de alegría-. ¡Qué pálido estás!

Me agaché para acariciar a Rex,que me dio la bienvenida moviendo la colita. Así supe dónde tenía la cabeza.

– Te ha echado de menos -dijo Daphne-, y nosotras también. Hace días que no te vemos.

– Supongo que la señora Danvers lo ha encerrado en los sótanos. Por eso está tan pálido -dijo Debo.

– Ha estado enfermo -explicó Gertie, colocando su taza de té a medio acabar en el centro de la mesa-. Me tomé la libertad de preguntarle a su madre, que estaba muy preocupada, la pobre. Es triste tener que criar a un hijo sola, y todavía más si es deforme.

Daphne salió al momento en mi defensa.

– ¡No es deforme! -exclamó furiosa. Torció la boca en una fea mueca-. No digas tonterías. El niño no puede hablar, pero esto no es una deformidad. No se trata de una joroba o un pie zambo, no es… tuerto ni tiene una pierna torcida. Está muy bien formado, ¿entiendes?, por lo tanto no puede ser de-forme. Es un chico muy listo, además, y me parece vergonzoso que no te hayas dado cuenta.

Gertie se quedó callada un buen rato, con aspecto compungido. Asombrado, porque nunca había visto a Daphne tan furiosa, dejé a Rex y la miré. Daphne me acarició la cabeza.

– Es un niño precioso -dijo en voz baja.

Tras intercambiar una mirada con Gertie, Debo le tocó la mano a Daphne y ésta le sonrió con gratitud. Entre las dos se estableció una comunicación que no supe interpretar. Me pregunté si Daphne tenía hijos o nietos, o si las lágrimas que brillaban en sus ojos eran síntoma de un anhelo que quedaba lejos de la comprensión de un niño.

De pronto Coyote apareció por la puerta que daba a la terraza, seguido muy de cerca por Madame Duval, y Daphne me empujó rápidamente bajo la mesa. Cogí a Rex y me quedé quieto, medio oculto por las tres mujeres y el mantel azul pálido. Desde mi escondite veía a Coyote y Madame Duval pasear por el jardín señalando las plantas y pararse a cada momento para charlar. Él se mostraba interesado y miraba a su alrededor con los brazos en jarras. No era la primera vez que veía esa reacción. El château era muy bonito, desde luego, pero Coyote le había prestado algo más, un encanto del que antes carecía. Incluso Madame Duval parecía tocada por la magia y caminaba a saltitos, como si estuviera llena de burbujas.

Los Tres Faisanes volvieron a hablar de él, de sus andares casi militares, con la espalda recta, de su manera de pasarse los dedos por el abundante pelo de color arena. Pero sobre todo hablaron de sus ojos.

– Son del color de los nomeolvides -dijo Daphne, y por una vez estuvieron las tres de acuerdo.

Oculto bajo la mesa, yo compartía con Rex las galletas que me daba Daphne. De repente ocurrió algo extraordinario. Pistou apareció sonriente en medio del jardín, jugando con una pelota. Consciente de que no podían verlo, se dejó llevar por su espíritu travieso y al pasar corriendo junto a Madame Duval, le pellizcó el culo. La mujer se detuvo sorprendida, se llevó la mano a la nalga y, sin saber qué decir, le dedicó a Coyote una sonrisa coquetona que en mi opinión no la favorecía. Volví la mirada a Coyote y comprobé estupefacto que miraba a Pistou. No me cabía ninguna duda de que veía al niño correr tras la pelota y de que lo seguía con la mirada. Pistou se detuvo en seco. Miró fijamente a Coyote y éste le devolvió la mirada y le guiñó un ojo, ajeno a la cháchara de Madame Duval. Pistou se llevó tal susto que no le sonrió, como normalmente habría hecho, sino que siguió corriendo tras la pelota hasta un lugar donde ni siquiera yo podría encontrarlo. Coyote volvió a contemplar el jardín como si Pistou no hubiera existido, y yo me quedé preguntándome si todo habían sido imaginaciones mías, o si Coyote y yo compartíamos algo especial, una capacidad que no tenía nadie más que nosotros.

7

Madame Duval y Coyote bajaron por los escalones que llevaban a los estanques y a los viñedos, y yo salí con Rex de debajo de la mesa.

– Monsieur Duval debería vigilar a su mujer. -Gertie los miró alejarse con los ojos entornados a causa del sol.

– Por Dios, Gertie, esta mujer tiene edad suficiente para ser su madre -protestó Debo.

– ¿Por qué habrá venido? -dijo Daphne, y se colocó a Rex sobre las rodillas-. Quiero decir que es joven y está soltero, por lo que sabemos. Y no parece que tenga asuntos de negocios. Ha venido desde muy lejos…

– Probablemente esté de vacaciones -interrumpió Gertie-. ¿Es indispensable que cumpla una misión?

– Puede que haya venido atraído por el vino. Ya conocéis la canción. ¿Cómo era? -Debo entrecerró los ojos, intentando recordar-. «Dios creó al hombre frágil como una burbuja; Dios creó el amor, el amor creó el problema, y Dios creó las viñas. ¿Acaso es pecado que el hombre creara el vino para ahogar las penas?» -Soltó una alegre carcajada-. Creo que ha venido atraído por el vino.

– Pues claro que ha venido por el vino. ¿Por qué, si no, iba a venir alguien aquí si no está interesado en el vino? -Gertie estaba indignada.

– Me parece curioso, eso es todo.

– No es curioso en absoluto, Daphne -dijo Gertie-. Lo que pasa es que eres demasiado romántica, por eso ves problemas. Lees muchas novelas. ¿Acaso un hombre no puede disfrutar de unas vacaciones sin que se le atribuyan todo tipo de intrigas?

– A lo mejor ha venido huyendo de alguien. -Debo bebía pensativa su té. De repente, sus labios se curvaron y una sonrisa iluminó su rostro-. Puede que haya venido también buscando a alguien -añadió en tono misterioso-. Un amor perdido.

– Seguro que sí. -Daphne le dio otra galleta a Rex-. ¿Ytú qué piensas, Mischa?

Me encogí de hombros. No tenía ni idea de por qué había venido Coyote, ni me interesaba. Sólo me interesaba saber cuánto tiempo se quedaría.

– ¿Por qué no lo invitamos a cenar con nosotras? -sugirió Debo-. Así averiguaremos algo.

– Buena idea, Debo -asintió Daphne-. Gertie, te aseguro que hay algo raro. ¿De vacaciones? No parece el tipo de hombre que se toma unas vacaciones. Es demasiado… -entrecerró pensativa los ojos-, está demasiado ocupado.

Las dejé hablando de su próxima excursión pictórica y me fui en busca de Pistou. Lo encontré sentado a la orilla del río, perdido en la contemplación de una mariposa que se le había posado en el dorso de la mano. Me senté junto a él sin hacer ruido para no asustarla y me quedé mirando hasta que la mariposa extendió sus alas de colores y salió volando haciendo eses, como si hubiese bebido vino y estuviera ligeramente borracha. Pasamos toda la mañana juntos, tirando piedras al río para asustar a los peces, metiendo los pies en el agua helada y tumbados al sol. Entonces le hablé de Coyote.

– Sin duda te ha visto -le dije muy serio-. A lo mejor le dejo entrar en nuestro mundo secreto… a lo mejor. Primero tengo que pensarlo -añadí.

En realidad tenía muchas ganas de concederle el honor. Ni siquiera mi madre conocía a Pistou.

Supongo que me quedé dormido, porque me despertó un canto acompañado por una guitarra. Aturdido por haberme dormido al sol, me senté y me rasqué la cabeza. Pistou se había ido. Me quedé un rato en la orilla del río, escuchando la canción. Era la primera vez que la oía, una canción triste y melancólica, suave como un zumbido. Guiado por la música, llegué a un claro en un bosquecillo. Allí estaba Coyote, a la sombra de un plátano.

Al verme, no dejó de cantar, sino que me indicó con la mirada que tomara asiento. Me senté en la hierba frente a él, con las piernas cruzadas como un indio, y observé cómo movía los dedos sobre las cuerdas de la guitarra. Con la espalda recostada en el tronco y la guitarra apoyada sobre la pierna doblada, Coyote mantenía el rostro semioculto bajo el sombrero de paja, pero yo veía sus largas pestañas, la incipiente barba que le cubría las mejillas y la barbilla, y dos dientes que sobresalían un poco y le conferían un aspecto lobuno. Jacques Reynard aseguraba que antes de la guerra había lobos en Burdeos, pero nadie le creía. Coyote cantaba para mí, sin dejar de mirarme, envolviéndome con su cálido afecto. Sentí una expansión en el pecho, mi caja torácica se abrió para acoger aquel afecto, y sonreí. Coyote formaba parte de mi mundo aunque no le hubiera invitado a entrar en él. Su canción había penetrado hasta lo más profundo de mi corazón, frío e inanimado hasta entonces, y lo había inundado de calor y de vida.


Oh, tocad lentamente los tambores

y soplad suavemente las flautas,

oh, interpretad la marcha fúnebre

mientras me llevan hasta la tumba

y arrojan tierra sobre mi ataúd.

Porque soy un pobre vaquero

y sé que he actuado mal.


Nos quedamos allí mucho rato. Él cantaba una canción detrás de otra, y yo me balanceaba al ritmo de la música, batía palmas si las canciones eran alegres, y escuchaba inmóvil cuando eran tristes. Quería cantar con él, y cantaba mentalmente. Tal vez él pudiera oírme, porque interiormente mi voz sonaba clara y alegre como la plata. Finalmente, Coyote dejó de tocar.

– Me siento hambriento. ¿Tienes hambre, Junior?

Asentí, pero en realidad me habría gustado seguir cantando. No tenía ganas de volver a casa. En aquel claro del bosque, el mundo exterior había desaparecido, sólo estábamos nosotros dos en mi mundo secreto.

– ¿Me acompañas a comer algo?

Asentí de nuevo, sin imaginar que me iba a llevar al pueblo.

Me sentí asustado cuando llegamos, incluso junto a Coyote. Era la primera vez que iba al pueblo sin mi madre, y ella siempre me cogía de la mano. Tenía ganas de darle la mano a Coyote, pero no quería mostrar debilidad. Coyote me dio unas palmadas en la cabeza, como si percibiera mi inquietud.

– ¿Estás bien, Junior?

Me esforcé en sonreír, y él me dedicó una sonrisa tranquila y confiada que me infundió valor. Era mediodía cuando recorrimos la calle. Yo miraba de reojo las casas, con los postigos cerrados para evitar que entrara el calor, y me imaginaba cientos de ojos observándome. Imaginé el odio que se escondía tras las ventanas, y me pareció ver cómo se escapaba entre las grietas cual si fuera humo.

De pronto Coyote empezó a hablar largo y tendido. Hablaba y hablaba sin parar.

– Virginia está al sur, pero no totalmente al sur, ¿entiendes, Junior? -Sus descripciones me transportaron muy lejos, a un campo de maíz rodeado por un viejo muro-. Allí solía acampar un viejo que hablaba con los animales. Y te juro que le entendían porque comían de su mano como si fueran viejos amigos. Había ardillas y conejos, y esos curiosos perros de la pradera, y desde luego montones de pájaros. Y yo era un niño como tú, correteando todo el día como un animalito salvaje. Me acercaba al muro para ver al anciano, y me sentaba con él para oír sus historias. Aquel hombre había corrido mundo, había estado en todas partes. Apuesto a que había estado aquí, en este mismo château. Seguro que probó el vino de aquí, porque no era de los que dejan pasar las cosas buenas.

Tan absorto estaba en su relato que llegué sin darme cuenta a la plaza del pueblo. Coyote se dirigió al bar, y yo le seguí tímidamente, intentando confundirme con las sombras.

– Nos sentaremos en una mesa fuera. ¿Qué te parece, Junior?

Coyote apoyó en mi hombro una mano protectora. El camarero nos miró asombrado, una y otra vez, y nos indicó una mesa bajo una sombrilla azul. Casi todas las mesas estaban ocupadas. Por primera vez me fijé en las grandes jardineras de piedra con geranios rojos; delimitaban un espacio cuadrado alrededor de las mesas para evitar que éstas se esparcieran por toda la plaza. A poco llegó el camarero con una libreta y un lápiz. Coyote había dejado la guitarra sobre la silla que quedaba libre, y se quitó el sombrero en honor de las damas de una mesa cercana que le saludaban con la mano. La sonrisa que les dedicó provocó que las señoras se ruborizaran y se pusieran a hablar entre ellas animadamente. El camarero no tardó en llegar con un menú. Coyote le dio las gracias y le pidió otro «pour mon petit ami». Yo me puse tan rojo como antes las señoras: me había llamado «amigo».

Leí el menú cuidadosamente, sintiéndome muy mayor. Entendía casi todas las palabras, pero no los números.

– Escoge lo que te apetezca, Junior. Nos vamos a dar un banquete.

Señalé el filete. Mi madre había bajado al pueblo para comprarme uno cuando estuve convaleciente; dijo que me daría fuerzas para recuperarme. Yo estaba harto de recuperaciones, harto de tener cuidado y no poder corretear por ahí. Quería ponerme lo más fuerte posible.

Mientras esperábamos la comida, escribí en el bloc: «Cuéntame más cosas sobre el anciano». Así fue cómo Coyote me contó la historia más fascinante que había oído jamás, mientras yo me bebía la limonada y él saboreaba un vaso de vino. Me explicó que el anciano tenía un abrigo hecho de retales, tan largo que le llegaba al suelo, y cada retal venía de un país distinto. El de China era de tela roja con un dragón de escamas doradas que escupía fuego. El de África era anaranjado, con un feroz león y unos niños de caritas alegres y negras. Había un pedazo de tela azul procedente de Argentina, con hombres cabalgando, y otro amarillo que procedía de Brasil. Cada retal tenía su historia, y cada una era más fascinante que la anterior. Nos trajeron los platos, y cuando acabamos nos los retiraron. Cuando miré a nuestro alrededor, el bar se había quedado casi vacío. Parecía que llevábamos horas allí.

Después de comer nos sentamos junto a la fuente en la Place de l'Église. Miré con recelo la puerta cerrada y la oscura ventana de la iglesia, que me pareció fría y hostil, como si el propio padre Abel-Louis me estuviera reprochando que hubiera faltado a misa esa mañana. ¿Cómo nos habíamos atrevido a desafiarle? Unos niños jugaban a la gallinita ciega, se perseguían dando gritos entre los árboles, y estallaban en risas cada vez que uno de ellos perdía. Vi a la niña de pelo oscuro que me había sonreído el día anterior.

Coyote empezó a cantar «Cuando paseaba por las calles de Laredo», acompañándose de la guitarra, y me olvidé al momento de la iglesia, del padre Abel-Louis y de los niños que me excluían de sus juegos. El alma se me llenó de dicha, y sentí en el pecho la cálida emoción de ser capaz de cualquier cosa. Los niños habían parado de jugar y se acercaban a escuchar. En semicírculo frente a nosotros, como un rebaño de terneros curiosos, cuchicheaban entre sí con los ojos fijos en Coyote, aunque de vez en cuando me miraban a mí.

La niña me sonreía con simpatía. Mi incapacidad para hablar me había convertido en un experto a la hora de hacerme entender mediante la expresión y de leer la expresión de los demás. Lo que ella me decía con la mirada era: «No me tengas miedo, quiero ser tu amiga». Yo le sonreí tímidamente, agradecido por su generosidad.

Coyote cantaba y los niños se habían sentado en el suelo. Nos apretujábamos para escucharle, como amigos de toda la vida. La música nos había unido. Yo estaba muy pegado a un niño, y nuestros hombros se tocaban, pero él no se apartó, de modo que me quedé allí, consciente de nuestros cuerpos. Me parecía que mi hombro estaba ardiendo. Coyote nos hizo reír con una canción muy graciosa, se quitó el sombrero de paja y me lo encasquetó en la cabeza. Me sonrojé al ver que me había convertido en el centro de atención. El niño que estaba a mi lado me quitó el sombrero y se lo puso, y sus amigos se rieron. Pronto aquello se convirtió en un juego: Coyote cantaba sin dejar de mirarme y sonreír, y los demás se pasaban el sombrero una y otra vez.

Entonces la niña de pelo castaño se abrió paso hasta los niños de atrás, recuperó el sombrero de Coyote y me lo colocó en la cabeza, pero antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar me lo volvió a quitar y gritó: «¡A ver si me pillas!» Me levanté y corrí tras ella, y pronto todos corríamos por la plaza. Ahora yo era uno más entre los otros, y nuestros pasos resonaban contra el muro de la iglesia. Coyote seguía cantando, pero no me quitaba los ojos de encima, y yo me sentía feliz de tener tantos amigos.

Yo corría muy rápido, tan rápido como cuando jugaba con Pistou entre los viñedos, y descubrí con deleite que era más veloz que los demás niños. Era más bajito y más ligero, y corría en zigzag entre los árboles como un monito que saltara de rama en rama. No tardé en alcanzar a la niña y en quitarle el sombrero. Los otros gritaron «¡A por él!» y me persiguieron como una jauría de perros. Me asaltó el recuerdo de cómo tuve que huir de la multitud sedienta de sangre para llegar hasta mi madre, pero los niños sonreían y gritaban de placer, y me lanzaban pullas como si fuera uno más.

Estuvimos jugando toda la tarde mientras Coyote rasgueaba su guitarra, ora cantando, ora sólo tocando, y su música reverberaba contra las paredes de la iglesia mientras el sol se ponía. Las sombras se fueron alargando, y cuando por fin la formidable sombra de la iglesia acabó de tragarse las últimas luces, los niños se dispersaron. Era hora de volver a casa. Uno o dos se despidieron de mí con una palmadita en la espalda y un admirado «¡Eres muy rápido!» Había sido una tarde maravillosa, pero ¿volverían a dejarme jugar cuando Coyote no estuviera allí para encantarlos con su música? Me daba pena que se marcharan. Coyote dejó la guitarra y se puso de pie. La niña se acercó para devolverle el sombrero.

– Gracias, monsieur -le dijo, y luego me miró sonriente-. Me llamo Claudine Lamont. Sé que te llamas Mischa Fontaine y que no puedes hablar, pero no me importa.

Me embargó la emoción. La niña inclinó tímidamente la cabeza y se miró los pies.

– Corres muy rápido -dijo, lanzándome una mirada entre las largas pestañas. Tenía los ojos verdes como las hojas de los viñedos en otoño. -Gracias por la música, monsieur -añadió, y salió corriendo por las calles del pueblo-. ¡Laurent! Espérame.

Coyote se colocó el sombrero.

– Me parece que le gustas, Junior. El lenguaje del amor no necesita palabras. -Soltó una breve carcajada-. Venga, vamos a casa. Tu madre se estará preguntando dónde te has metido.

Volvimos al château en silencio, a través de los campos envueltos en la suave luz ambarina de la tarde. Los pájaros gorjeaban en las copas de los árboles, preparándose para la noche, y los grillos habían empezado su serenata entre las altas hierbas. Una liebre cruzó el camino de un salto. Coyote no pronunció palabra, pero no me importaba. Estaba acostumbrado al silencio. Lo disfrutaba. Me gustaba escuchar los sonidos de la naturaleza y mis propios pensamientos.

Me sentía profundamente feliz. Había estado jugando con los niños que hasta entonces me atemorizaban, y Claudine quería ser mi amiga. Miré a Coyote, que parecía pensativo. Lo que decía mi abuela era cierto: el vendaval había traído cambios. Ardía en deseos de contárselo todo a mi madre.

Cuando llegamos al edificio de las caballerizas, mi madre salió a recibirnos muy nerviosa.

– ¿Dónde te habías metido, Mischa? -dijo, abrazándome-. No te he visto en todo el día. ¡No tienes que desaparecer así!

– Lo lamento, señora. Hemos comido en el pueblo, y Mischa se ha pasado toda la tarde jugando con los niños en la plaza.

Mi madre miró con incredulidad.

– ¿Jugando con los otros niños? -repitió mientras me sacudía el polvo de la camisa.

– Se lo han pasado en grande, ¿verdad, Junior?

– ¿En serio? -Yo asentí, y mi madre me estampó un beso en la mejilla-. ¡Cómo me alegro, Mischa!

Se incorporó y contempló a Coyote mientras se recogía un rizo tras la oreja.

– Esto es obra suya. Muchas gracias.

Se quedaron mirándose un largo rato, hasta que la mirada de Coyote se hizo demasiado intensa y mi madre bajó los ojos. Pero antes de partir, Coyote me dio unas palmaditas en la cabeza.

– Es un valiente chevalier -dijo finalmente.

Mi madre le sonrió agradecida y se quedó contemplándole mientras se alejaba.

8

A la mañana siguiente mi madre canturreaba y movía las caderas al caminar, igual que el día en que volvimos a casa con Coyote. Se había dejado el pelo suelto y tenía los ojos brillantes. No me hacía falta nada más para comprender que los dos se gustaban. En realidad lo había sabido desde el principio.

Yo quería ir cuanto antes al château a cumplir mi misión con Yvette porque a lo mejor podría ver a Coyote. Me escondería en el pasillo y le esperaría, igual que solía hacer con Joy Springtoe. Así que me vestí a toda prisa y engullí el desayuno mientras mi madre tomaba su taza de café y hablaba sin parar. Estaba tan contenta de que yo hubiera hecho amigos que no me había dejado acostarme sin poner por escrito los acontecimientos del día. Aguardó pacientemente mientras yo escribía a mi manera lenta y dificultosa, y me insistió en que recordara todos los detalles.

– Es un mago, no hay otra explicación -dijo.

Tuve entonces deseos de hablarle de Pistou y de decirle que Coyote lo veía también, pero mi escritura era tan lenta que lo dejé correr.

Era temprano cuando atravesamos el patio enlosado que llevaba a las cocinas del château. Los primeros rayos del sol daban en las altas chimeneas, pero el edificio estaba todavía sacudiéndose el torpor de la noche. Mi madre llevaba el pelo suelto y su uniforme de trabajo, un vestido negro con florecillas blancas y amarillas. Estaba muy guapa y olía a limones. Me di cuenta de que tenía tantas ganas como yo de ver a Coyote.

Yvette ya estaba en la cocina y, para nuestra sorpresa, sonreía con una sonrisa beatífica, como transportada. Y no sólo eso, además cantaba. Cantaba horriblemente mal, con una voz torpe e insegura, como un pollo incapaz de volar, pero no parecía importarle; al contrario, cantaba a pleno pulmón. Su voluminoso pecho subía y bajaba mientras ella se esforzaba por alcanzar las notas más altas.

Bonjour,Anouk; bonjour,Mischa -nos cantó, a modo de saludo.

Nos quedamos petrificados de asombro. No nos hubiéramos sorprendido más si la hubiésemos visto con barba y bigote. Resultaba extraordinario que Yvette saludara. Nunca saludaba a nadie, tampoco a mi madre, y por supuesto que no a mí. A mí nunca me llamaba por mi nombre. Para ella yo era simplemente «chico», aunque desde que le ayudaba en la cocina me lo decía con cierto afecto. Y ahora danzaba por toda la cocina con su delantal blanco, y sus anchas caderas casi golpearon contra la esquina de la mesa central, donde había media res dispuesta para la comida.

Mi madre me hizo una mueca. Yvette parecía estar borracha. A lo mejor había bajado a la bodega y se había bebido una botella ella sola, era la única explicación posible. La vimos entrar danzando en la despensa y saludar con una amplia sonrisa a Pierre y a Armande, que se quedaron tan asombrados como nosotros. Pero, a pesar de las miradas de asombro, sólo dejaba de cantar para tomar aliento. Pierre movió la cabeza con aire de resignación, como quien se encuentra ante algo inexplicable, y salió al pasillo con una bandeja cargada de cafeteras de plata. El calvo Armande fue tras él con las cestas del pan.

Hacía calor en la cocina y olía a tostadas y a leche caliente. En la cazuela borboteaban alegremente unos cuantos huevos, y en la mesa donde yo solía cortar hortalizas había un jarrón con flores frescas. Nunca había visto flores en aquella cocina, y adiviné que todo tenía que ver con el viento, con Coyote: el buen humor de Yvette, las flores, el cambio de ambiente, ahora agradable y alegre. Yvette me alzó en el aire dejando oír un gorgorito largo y sostenido de cantante de ópera. Yo adiviné lo que necesitaba y se lo alcancé. Cuando me depositó en el suelo, me dio unas palmaditas en la cabeza, al ritmo de su canción.

Mi madre se dirigió a la antecocina, donde hacía su trabajo sin meterse con nadie. Le habían dado las tareas más insignificantes porque era, junto con Jacques Reynard, la persona que más tiempo llevaba trabajando en el château,y eso molestaba al resto del servicio, así que la habían puesto a lavar y planchar sábanas, a zurcir y a limpiar la plata. Mi madre era una excelente modista, pero nunca le encargaban esos trabajos, por despecho, me parece, lo que le producía frustración, pues le gustaba coser. Los vestidos que tenía se los había hecho ella misma con viejas cortinas y sábanas, y en una ocasión, durante la guerra, se hizo una camisa con la tela de un paracaídas roto que encontró cerca del pueblo. Durante la ocupación, cuando era imposible encontrar vestidos en Francia, mi padre le regaló algunos preciosos, pero ella no los llevaba porque habrían sido un recordatorio del colaboracionismo que tan caro le costó. Los tenía guardados en un baúl en el edificio de las caballerizas, donde nadie podía encontrarlos, y en ocasiones, cuando me creía dormido, los sacaba del baúl y se los llevaba a la nariz para aspirar el olor. Supongo que intentaba recordar el olor de mi padre, o tal vez suspiraba por tiempos mejores, cuando los zapatos que recorrían los pasillos del château eran botas negras y relucientes.

Yvette no paró de cantar en toda la mañana. Pierre y Armande lavaban y secaban los platos del desayuno y me los iban pasando para que los guardara en el aparador. Yo tenía que ir corriendo de un lado a otro con la loza, pero ellos apenas me veían; yo no era más que un mozo mudo.

– Está enamorada -rió Pierre.

Al parecer no consideraba adecuado que una mala pécora como Yvette pudiera enamorarse. Tanto él como Armande eran hombres fríos y desapasionados, que sólo veían lo negativo. Yo dudaba de que hubieran sentido verdadero amor por alguien, como lo sintieron mi padre y mi madre. Ellos buscaban el fallo hasta en la mariposa más bonita, y seguro que lo encontraban.

– Para mí, que ha perdido la cabeza -dijo Armande con voz inexpresiva-. Al final tendrán que encerrarla, ya lo verás.

– Alguien debería pedirle que dejara de cantar.

– Es su canto del cisne, Pierre, que se dé el gusto. -Armande soltó una carcajada y me pasó un plato.

– Te digo que está enamorada. Ahí tienes el jarrón con las flores.

– Se están marchitando.

– Mira cómo baila por la cocina. ¿No te parece extraño?

– En la Edad Media, la gente pagaba mucho dinero por ver a los locos. -Armande dejó de secar los platos y entornó los ojos-. Además, ¿de quién se iba a enamorar? ¿De Jacques Reynard?

– Del norteamericano, que parece haber encandilado a todas las mujeres del château. -Pierre apretó los labios con mal disimulada envidia. Ya resultaba suficientemente irritante que un hombre tuviera tanto éxito con las mujeres sin esforzarse, pero que además fuera de Estados Unidos le ponía furioso. Armande inclinó su calva cabeza.

– Monsieur Magellan. Todo el mundo habla de él.

Pierre sacó los brazos del agua jabonosa y procedió a secárselos con un trapo.

– Todo ha cambiado desde su llegada. Mira a Yvette y a Lucie. Me gustaba más cuando se sentían desgraciadas, por lo menos uno sabía a qué atenerse.

Armande se encogió de hombros.

– Ahora Lucie sonríe y Monsieur Duval vaga como un buey enfurecido al que le han negado su desayuno. Ella lo evita y él se está volviendo loco. Y esto tenemos que agradecérselo a Monsieur Magellan.

– Yo le agradecería que se marchara. No me gustan los cambios, sobre todo en las mujeres. No hay nada más inquietante que una mujer enamorada.

Armande se frotó la frente, pensativo.

– Es una plaga, Pierre. Madame Duval se ha pintarrajeado como una muñeca. Las muy tontas se creen que no nos damos cuenta, pero hacen el ridículo tonteando con un hombre que podría ser su hijo.

– Y ni siquiera es especialmente guapo.

– Su francés es lamentable.

– Es simple gratitud, Armande. Si los estadounidenses no hubieran entrado en la guerra, estaríamos todos hablando alemán. -Diciendo esto, me miró, y yo me oculté rápidamente entre las sombras.

En el rostro de Armande se dibujó una sonrisa cruel.

– Si el chico pudiera hablar, hablaría alemán -dijo con inmenso despecho.

– Entonces tiene que dar las gracias por ser mudo.

– Su silencio es un regalo -añadió burlón Armande-. Porque si lo oyera hablar, le lavaría la boca con jabón.

Dirigiéndome una mirada maliciosa, movió el brazo en dirección al jabón y yo salí corriendo por el pasillo, con sus carcajadas resonándome en los oídos. No encontré a mi madre en la antecocina ni en la lavandería, y la busqué por todas partes con desespero. Cuando estaba asustado, ella era mi único refugio. Y mientras la buscaba, por dos veces tuve que esconderme. La primera vez, cuando vi a Madame Duval taloneando decidida por el pasillo en dirección a la cocina, mientras ladraba órdenes a Étiennette, su secretaria, y jugueteaba con las gafas que llevaba siempre colgando sobre el pecho. Y la segunda cuando Yvette entró como una tromba en la lavandería, seguramente en busca de mi madre. Se detuvo, escrutó la habitación con sus ojillos negros y, antes de marcharse, se lanzó a cantar. Yo no me atreví a salir por la misma puerta que ella y lo hice trepando por la ventana.

Finalmente encontré a mi madre en el huerto, hablando con Coyote. Me deslicé a través de un hueco en la cerca y me acuclillé junto al muro, donde quedaba oculto por los altos tallos de las judías y podía verlos. Mi madre, arrodillada en el suelo, arrancaba zanahorias, les sacudía las raíces y les quitaba la tierra con las manos. Pensé que era una lástima que se cubriera la cabeza con un pañuelo, porque estaba muy guapa con el pelo suelto y quería que Coyote la viera así. Además, llevaba un sucio delantal encima del vestido, pero no parecía importarle. Coyote fumaba sentado en la hierba. Se había quitado el sombrero y tenía el pelo alborotado como el de un cachorro. Desde mi escondite distinguía incluso sus ojos azules, tan brillantes como si tuviera dentro el mismo sol. Como se reía a carcajadas, sus mejillas se arrugaban y las patas de gallo se le hacían más profundas. Un calor inundó mi pecho y ensanchó mi corazón hasta que se me hizo difícil respirar. Me acerqué un poco más para oír lo que decían. Estaba acostumbrado a esconderme y lo hacía muy bien.

– Trabajo aquí desde los veintiún años -dijo mi madre. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano-, pero antes de la guerra las cosas eran distintas.

– ¿Qué le pasó a la familia que vivía aquí? -preguntó Coyote, aspirando su cigarro. Ni por un momento le quitaba a mi madre los ojos de encima.

– No lo sé. Cuando llegaron los alemanes, los obligaron a marcharse. Hablaron de ir a Inglaterra, donde tenían familia, pero lo aplazaron. Estaban muy apegados al château,a los viñedos, a Maurilliac… esto era su hogar. Además, nunca se imaginaron que el mariscal Pétain llegara a firmar un armisticio con Alemania. Fue un golpe terrible para ellos, que estaban acostumbrados a luchar, no a huir. Se quedaron destrozados, y no les quedó más remedio que marcharse. Nos pidieron que nos quedáramos para cuidar del lugar, y no volví a saber de ellos, así que no sé si consiguieron llegar a Inglaterra.

– Es posible que hayan muerto.

– Cómo les dolería ver lo que los Duval han hecho con su hogar.

– Pero usted se ha quedado.

– A pesar de todo lo ocurrido, yo me he quedado. -Bajó la mirada y continuó arrancando zanahorias.

– Porque es el hogar de Junior…

– Y también es mi hogar. -Puso el último manojo de zanahorias en el cesto y se levantó-. Además, no tengo a dónde ir.

De repente me acometió un deseo de estornudar tan grande que no pude evitarlo. Mi madre se sobresaltó, pero Coyote se limitó a esbozar una sonrisa.

– Hola, Junior -dijo simplemente-. No nos habría ido mal un espía como tú en la guerra.

Mi madre estaba un poco enfadada.

– ¡Mischa! No está bien que vayas por ahí espiando. -Pero cuando me vio aparecer entre las matas de judías me sonrió-. ¿Estás bien? -Yo asentí-. ¿Yvette sigue cantando? -Yo volví a asentir, y mi madre se volvió hacia Coyote-. Dios mío, está todo revolucionado.

– El hotel está lleno de gente excéntrica -dijo Coyote-. Ahí tenemos, por ejemplo, a las tres damas inglesas. Son unos personajes. Me han invitado a cenar con ellas esta noche, y seguro que no me aburriré.

Apagó la colilla en el suelo y la aplastó con el zapato. Luego se acercó a mí y me revolvió el pelo.

– ¿Y tú qué vas a hacer, Junior?

Mi madre indicó con la barbilla el capazo lleno de zanahorias.

– Puede ayudarme con esto.

– Pero ¡esto es un trabajo de esclavos! -bromeó Coyote-. ¿No prefieres venir conmigo a explorar?

– No creo que sea lo más… -empezó a decir mi madre, y se me notó la desilusión en la cara, porque se detuvo a media frase y se encogió de hombros, incapaz de negarme nada-. Está bien, a lo mejor esta tarde.

– Cogeré la guitarra y nos iremos a cantar por ahí. ¿Qué te parece, Junior? -Se volvió hacia mi madre y se quedó mirándola con ternura, como si sus ojos inquietos hubieran encontrado por fin un lugar donde reposar-. ¿No querrá acompañarnos?

Mi madre se ruborizó y ladeó la cabeza como solía hacer cuando se sentía incómoda.

– No sé si…

– Vamos, soy un huésped del hotel y le pido que me haga compañía. Dios mío, estoy pagando una fortuna por quedarme aquí, y sólo les pido que prescindan de usted por unas horas.

– Bueno, tal vez -dijo mi madre. Pero yo sabía por su expresión que estaba diciendo que sí, sólo que no quería ceder tan fácilmente. Y Coyote se dio cuenta también porque sonrió con la alegría de un chiquillo.

– Nos encontraremos en el puente de piedra -dijo, guiñándome un ojo-. Es nuestro lugar especial, ¿verdad, Junior?

Me senté en la cocina a pelar y cortar zanahorias con renovada energía, con el pensamiento puesto en Coyote y en lo bien que lo pasaríamos por la tarde. Yvette seguía cantando y contoneándose por la cocina, y de vez en cuando golpeaba suavemente las ollas con la cuchara de madera. Pierre y Armande ponían los ojos en blanco ante sus canciones desafinadas y, cuando ella no podía oírles, intercambiaban comentarios mordaces. En un par de ocasiones, Yvette se acercó a mí y, apoyando en mi hombro su mano enharinada, miró con aprobación lo que estaba haciendo, como si mi especial entusiasmo de aquel día tuviera relación con la magia que la había puesto de tan buen humor. Incluso llegó a dar las gracias a mi madre -a la que siempre había tratado con desdén- por haber ido al huerto a arrancar zanahorias, y le preguntó, como un favor, si no le importaría recoger unas cuantas frambuesas para el postre.

Mi madre no sabía cómo reaccionar ante la extraña actitud de Yvette. No acababa de fiarse de ella, sospechando que en cualquier momento podía volver a transformarse en un ogro, así que simulaba que todo era normal. Si Yvette tenía conciencia del escándalo que había causado, no lo demostraba, pero a mí me pareció que en el fondo lo sabía, porque a veces, entre una canción y otra, sonreía con picardía.

Cuando acabé de cortar las zanahorias, me encontré solo en la cocina. Yvette se había ido a otra parte con sus cantos, Pierre y Armande estaban sirviendo en el comedor, y mi madre debía de estar en la lavandería. Decidí entrar a escondidas en la Zona Privada para ver si encontraba a Coyote. Era un reto. Coyote me había dado confianza en mí mismo, y pensé que, en efecto, podía convertirme en un excelente espía, así que me interné por los pasillos con el sigilo de un gato, y cuando alguien se acercaba me escondía rápidamente detrás de un mueble.

En el comedor -amplio, de techos altos, con altas ventanas de guillotina- había una confusión de voces y un chinchín de cubiertos contra la vajilla de porcelana. Era una estancia magnífica, y la luz que entraba a raudales del jardín hacía brillar los suelos de madera. Mi madre me contó que había sido el salón de su señora, que entonces daba a un invernadero, y desde allí al jardín. Más tarde los alemanes lo convirtieron en sala de reuniones.

Me deslicé sin que nadie me viera hasta las ventanas y vi a Coyote sentado con una pareja que no conocía. Charlaban y reían con gran animación. En la mesa contigua estaban los Faisanes, y Rex comía un pedazo de pan sobre el regazo de Daphne. En los últimos tiempos, tanto el perro como su ama habían engordado bastante. Daphne llevaba un vestido de encendido color púrpura y lucía un escote en forma de uve con festón dorado. Se había puesto unos gruesos pendientes de pedrería a juego con el collar que le caía entre los pechos, y calzaba unos zapatos de terciopelo púrpura decorados con plumas blancas y perlitas. Las tres parecían seguir la conversación que tenía lugar en la mesa de Coyote.

De repente Yvette irrumpió en el comedor luciendo un bonito traje azul cielo con margaritas blancas y una radiante sonrisa en el rostro. Iba saludando amablemente a los clientes y deteniéndose de vez en cuando para charlar, un comportamiento increíble, casi impropio en una mujer que raramente sonreía, que se alegraba de las desgracias de los demás y que sufría arranques de cólera ante el más mínimo contratiempo. Deseé que mi madre hubiera estado allí para presenciar el desconcierto en el pálido rostro de Madame Duval.

Yvette permaneció un buen rato en la mesa de Coyote, con la mano apoyada en el respaldo de su asiento. No paraba de reírse, y sus grandes pechos se bamboleaban a cada carcajada. Pensé que a Coyote le molestaría la intrusión, pero en lugar de poner cara de fastidio o resoplar, como hubieran hecho Pierre y Armande, le sonrió abiertamente, mostrando su blanca dentadura y los colmillos torcidos que le daban un aire lobuno, y la miró con ojos brillantes. Incluyó a sus nuevos amigos en la conversación: hizo unos gestos para explicarles una broma y, volviéndose a Yvette, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír. Yo intenté vislumbrar falta de sinceridad en sus gestos y en sus expresiones, cualquier detalle que viniera a indicar que aquella mujer le desagradaba tanto como a mí. Pero por más que lo intente, no descubrí más que un sincero deseo de mostrarse agradable.

Entonces recordé lo educado que había sido con Monsieur Cézade, y cómo había saludado a los demás clientes cuando entramos en el bar a comer, lo amable que era con todo el mundo, incluso, me imaginé, con las personas que no le gustaban. Me pregunté por qué. ¿Cómo era posible ser amable con todo el mundo?

9

El aire cálido de la tarde estaba repleto de moscas pequeñitas y del chirriar de las cigarras cuando mi madre y yo bajamos por el camino que atravesaba los campos en dirección al río. Mi madre se había quitado el pañuelo de la cabeza y el delantal de trabajo, y se abanicaba con el sombrero de paja. La brisa agitaba alegremente su fino vestido veraniego. Se recogió el pelo detrás de las orejas, pero una ráfaga de viento se lo alborotó enseguida. Caminaba con gracia, moviendo las caderas, y de tanto en tanto se detenía a mirarme para leer mis pensamientos.

Yo quería decirle que sabía que le gustaba Coyote, que lo había sabido desde el primer momento. Había visto cómo se ruborizaba, había notado su mano sudorosa contra la mía. Quería preguntarle qué había pasado entre ellos aquella mañana en el huerto, pero sobre todo quería explicarle el comportamiento de Yvette en el comedor. El viento nos había traído grandes cambios; se había llevado a Joy Springtoe y me había traído a Coyote en su lugar. En el fondo, sabía que Coyote acabaría marchándose, pero no quería pensar en ello. Aunque mi madre también debía de saberlo, intentaba centrarse en el presente al igual que yo, ya que el futuro se presentaba demasiado incierto y desalentador.

– ¿En qué piensas, Mischa? -me preguntó, con una tierna sonrisa. Alcé la mirada y le sonreí-. Ah, así que ahora que eres un espía piensas que puedes leerme el pensamiento, ¿no? -Miró sonriente a lo lejos-. La verdad es que es un buen hombre. Aparte de Jacques, es el único que ha sido amable con nosotros en mucho tiempo. A lo mejor soy una tonta, no sé, pero hemos sufrido mucho… La gente ha sido cruel con nosotros. ¿No nos merecemos un poco de felicidad? Quiero decir que se equivocan con respecto a tu padre, porque era un buen hombre, pero ya no está aquí para protegernos. Ahora tenemos que cuidar de nosotros mismos. Nunca pensé que volvería a enamorarme. Cuando tu padre murió, se me congeló el corazón, se me quedó frío como una bola de nieve. Sólo me funcionaba una parte, y es la que te pertenece a ti, cariño. -Me tomó por el hombro y me acercó a ella-. Estoy asustada, mi pequeño chevalier -susurró-. Me asusta amar de nuevo.

Supimos que estábamos cerca de Coyote antes de verlo, cuando una ráfaga de aire con aroma a pino nos trajo su voz y el rasgueo de su guitarra. Mi madre se puso el sombrero y yo salí disparado como un perro tras un conejo. Lo encontré en el mismo claro que la primera vez, apoyado contra el tronco de un árbol y el sombrero ladeado en la cabeza. Me dirigió una sonrisa tan torcida como su sombrero, pero no dejó de cantar, ni siquiera cuando llegó mi madre y se sentó en la hierba.

«Cuando paseaba por las calles de Laredo», cantaba. Tenía una voz profunda y melodiosa, un poco áspera, igual que el toffee antes de que el azúcar se funda completamente: pastoso, oscuro, granuloso, y se sentía a sus anchas; cantar con su guitarra le resultaba tan natural como al pájaro trinar en la rama. Se quedó mirando a mi madre y ella le devolvió la mirada. Era la mirada íntima e intemporal de dos amantes que llevaran años separados, con un silencio cargado de significado. Yo entonces no era consciente, pero mi madre llevaba los sentimientos pintados en la cara y en el cuerpo. El rubor de sus mejillas, el balanceo de sus caderas, la dulzura de su expresión, antes endurecida por la tragedia, todo en ella gritaba que estaba enamorada, pero nada resultaba tan elocuente como aquella mirada con la que expuso su corazón desnudo.

Me pregunté cuántas veces se habrían visto en los últimos días. Mientras yo alcanzaba cosas para Yvette o correteaba por los campos con Pistou, ¿se habrían estado viendo en secreto, como aquella vez en el huerto? Tal como se miraban, parecía que sí, pero yo no me sentía excluido. Estaba encantado. Quería que se casaran, que fuéramos felices para siempre. Coyote era el príncipe de un cuento de hadas en el que yo podía creer.

Mientras Coyote cantaba, mi madre arrancó una florecilla azul y la hizo girar entre los dedos. Coyote sólo apartaba los ojos de ella para mirarme a mí. Fue como una flor cuando recibe los rayos del sol. Mi cara se encendió de placer y le devolví la sonrisa, en una abierta expresión de confianza. Por mi cuerpo se esparció un calor que me penetró hasta lo más íntimo y deshizo el frío de mi alma. Mi corazón suspiraba con nostalgia por ese hombre que una vez me había mirado con tanto afecto, y se me llenaron los ojos con lágrimas de emoción. Avergonzado, miré al suelo, y cuando alcé la cabeza Coyote seguía cantando para mí.

Mi madre estaba tan encandilada que por una vez se desentendió de mí. En aquel momento la vi a través de los ojos de Coyote, tierna y vulnerable como una fruta madura, con su larga cabellera suelta sobre los hombros, suavemente agitada por la brisa, mientras jugaba con una florecilla entre los dedos. No parecía mi madre, sino una joven tímida y ruborizada.

Cuando Coyote paró de tocar, mi madre aplaudió entusiasmada.

– ¡Ha sido precioso!

– No hay nada más inspirador para un hombre que la presencia de una mujer hermosa -dijo Coyote, y mi madre soltó una ronca carcajada-. ¿No te gustaría aprender a cantar, Junior?

Por un momento, pensé que había olvidado que no podía hablar.

– Siéntate a mi lado y te enseñaré.

Colocó la guitarra sobre mi regazo, me pasó un brazo por la cintura y llevó mi mano izquierda bajo el mástil para enseñarme a pulsar el acorde de sol mayor. Mis manos eran demasiado pequeñas para aquella guitarra, pero Coyote me colocó cada dedo en la posición correcta y rasgueamos juntos. Aquella tarde aprendí a tocar tres acordes: do, sol y fa. Es sorprendente la cantidad de canciones que se pueden tocar con sólo estos acordes, y Coyote las cantó todas.

Yo tenía inmensos deseos de cantar. La voz me brotaba del pecho como lava ardiente, y en la nariz se me formaban gotitas de sudor por el calor que sentía, pero la salida estaba bloqueada. Pormás que estaba a punto de estallar, no me salía la voz. Seguía siendo un pingüino, un pájaro incapaz de volar.

El sol se puso tras los árboles y nos quedamos envueltos en sombra. Coyote charlaba y rasgueaba su guitarra. Yo observaba con atención sus dedos sobre los trastes y reconocía los acordes que acababa de aprender. Nos habló de su infancia en Virginia y del anciano que conoció en el campo de maíz.

– Él me enseñó a tocar la guitarra. -Dio unas suaves palmadas al instrumento-. Decía que la música es un remedio para el alma. Nos sentábamos en lo alto de la colina, con la espalda apoyada en el muro, y mientras el sol se ponía en el horizonte, él cantaba. Tenía una voz grave, de contrabajo. Era muy triste. Tenía una grieta en su persona, una hendidura, como si su alma clamara desde el interior. Movía sus oscuras manos sobre el mástil de la guitarra y curaba poco a poco su pena. Me emocionaba tanto que me hacía llorar.

Mi madre lo observaba con atención. Ella podía ver lo que yo no veía: a un niño que correteaba descalzo en busca de cariño, como un perrillo abandonado. Había muchas cosas de Coyote que yo no entendía, pero mi madre percibió su soledad y su nostalgia con la misma claridad que si hubiera oído el lloro de un niño.

Para mí, Coyote era un mago, un hombre irresistible que se ganaba a todo el mundo con su sonrisa. Había venido a rescatarnos a mi madre y a mí y nos estaba sacando de la oscuridad para llevarnos a la luz. Con su música y su voz había hechizado a Yvette y a Madame Duval, y hasta los niños del pueblo habían olvidado su desprecio y me habían incluido en sus juegos. Había llegado de repente con un corazón lleno de compasión por todos, y nadie había podido resistirse. No me pregunté por qué había venido, no necesitaba saberlo. Estaba convencido de que nos lo había traído el viento.

Mi madre y Coyote empezaron a hablar, y yo me puse a pensar en mis cosas, en el puente sobre el río y en Pistou, que estaría esperándome con las manos llenas de piedras. Empezaba a aburrirme y me moría de ganas de correr y jugar con mi pelota. Miré a mi madre, que contemplaba a Coyote con embeleso, iluminada por una luz interior que la hacía más hermosa que nunca. Sólo tenían ojos el uno para el otro, y había largos momentos de silencio en que Coyote rasgueaba la guitarra y clavaba en mi madre una mirada llena de deseo. Me sentí incómodo y decidí marcharme sin decir nada, pensando que estarían mejor solos.

Al llegar al puente no encontré a Pistou, sino a Claudine contemplando el agua. Llevaba un sombrero de paja, y el pelo suelto le caía sobre la cara como una cortina. En un primer momento no supe qué hacer, pero recordé su sonrisa y reuní valor para acercarme. Una ramita se quebró con un crujido bajo mis pies y Claudine se volvió sobresaltada como si la hubieran pillado haciendo algo indebido. Al verme, su expresión se suavizó y me sonrió con dulzura.

– Ah, eres tú.

Me acerqué con expresión interrogativa.

– No debería estar aquí -me respondió. Y añadió, con el rostro encendido de admiración-: No estabas en misa.

Me incliné sobre el pretil y me estremecí de temor al vislumbrar en las aguas el rostro del padre Abel-Louis. Para alejar estos pensamientos tan sombríos, me volví rápidamente y le quité el sombrero a Claudine. Ella chilló asombrada y corrió tras de mí para recuperarlo, pero yo la esquivaba con facilidad y la llevé hasta la orilla, donde se puso a perseguirme entre protestas y carcajadas.

– ¡Mischa! ¡Vuelve aquí!

Cuando finalmente dejé que me alcanzara y le devolví el sombrero, Claudine tenía los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Se puso el sombrero, se recogió el pelo en una cola de caballo y me sonrió mostrando sus dientes saltones. Tenía las comisuras de los ojos un poco caídas, lo que le daba una expresión triste.

– ¡Qué bestia eres! -dijo.

Pero yo sabía que no lo decía en serio. Con gestos, le indiqué que fuéramos a sentarnos en la orilla, donde todavía daba el sol, que ya estaba bajo y colgaba en el cielo como una inmensa naranja. Escribí en mi bloc: «El norteamericano me está enseñando a tocar la guitarra». Me gustaba poder comunicarme con ella.

Claudine pareció impresionada.

– Todo el mundo habla de él -dijo. Enarqué las cejas con aire interrogativo-. Siempre está en el bar del pueblo, leyendo los periódicos. Es guapo.

«Es un mago.»

– Canta muy bien. El otro día, en la plaza, hasta los chicos se pararon a escucharle. Puede que sea un mago. En realidad, nadie sabe nada de él, es un hombre muy misterioso.

«Todas las chicas están enamoradas de él.»

– Ah, sí. Madame Bonchance, la del quiosco, ha empezado a pintarse los labios de un color rojo brillante que queda fatal con su pelo. El norteamericano siempre es amable con todo el mundo, incluso con Monsieur Cézade.

«No me gusta Monsieur Cézade.»

– No le gusta a nadie -rió Claudine-. Es gordo y colorado como un cerdo.

«¿Cuántos años tienes?»

– Siete. ¿Y tú?

«Seis y tres cuartos. Cumpliré siete en octubre.»

– Y no vas al colegio -dijo Claudine, mirándome con ojos llenos de compasión.

Sentí un nudo en el estómago. Nunca había hablado con nadie de mi condición de paria. Pero a Claudine podría contarle cualquier cosa, porque me apreciaba de verdad.

«No me quieren allí. Mi padre…»

Claudine me detuvo poniendo su mano sobre la mía.

– Ya lo sé. Tu padre era alemán. A mí no me importa lo que fuera. Seguro que era un buen alemán, ¿no? O tu madre no se habría enamorado de él.

Me escocían los ojos y tuve que tragarme las lágrimas. ¡Con qué sencillez había resumido la situación! Me quedé contemplando la frase que había empezado a escribir.

– ¿Por eso no puedes hablar? -preguntó Claudine.

Su mano seguía sobre la mía, pero ¿cómo podía explicarle que me habían quitado la voz?

– Un día volverás a hablar -me dijo ella con aplomo.

Eso no se me había ocurrido nunca. Estaba tan acostumbrado a hablar sólo mentalmente, a no tener voz, que no podía imaginarme su sonido.

– La gente es muy cruel. Han sido injustos con tu madre y contigo. El cureton habla siempre de perdonar, pero su corazón no perdona. Lo que dice no vale nada -dijo, apartando su mano de la mía. Sólo tenía siete años, pero en aquel momento parecía una mujer adulta.

«Tú eres distinta a los demás. ¿Por qué?»

Claudine rió suavemente.

– Porque tengo corazón y no sigo a los otros. No tengo miedo del cureton como los demás. Y te contaré un secreto, porque tú no se lo dirás a nadie. El cureton bebe, bebe mucho y se emborracha. Le he visto haciendo eses. Lo vi con Laurent un día que mirábamos por la ventana, y se lo conté a mi madre pero no me creyó. Incluso me castigó por decirlo, me encerró en mi habitación hasta que pidiera perdón, pero no lo hice porque había dicho la verdad. Al final mi madre me levantó el castigo y dijo que Dios me castigaría. Y todavía estoy esperando el castigo -añadió con una risita.

«Eres valiente.»

– No, Mischa. Tú sí que eres valiente. Cada domingo, tú y tu madre vais a misa y el cura encuentra una nueva forma de humillaros. La gente… ya sabes, pero vosotros seguís en Maurilliac. Eso es ser valiente.

«Es nuestro hogar», escribí. Se lo había oído decir a mi madre muchas veces.

– No serías tan guapo si tu padre no fuera alemán -dijo Claudine con una sonrisa.

La miré asombrado. Siempre me había avergonzado de mi aspecto. Mis ojos azules y mi pelo rubio eran un constante recordatorio de mis orígenes, de la razón por la que todo el mundo me rechazaba. Nunca me había considerado guapo.

– Eres el único chico rubio de Maurilliac, Mischa. Un díaesto será una ventaja para ti.

Seguimos sentados en silencio. El sol se había puesto tras el horizonte y el cielo se había teñido de gris. A través de la bruma se veía el centelleo de la primera estrella de la tarde. Me sentía bien junto a Claudine. En aquellas dos horas nos habíamos hecho amigos de verdad, como si nos conociéramos desde siempre. Ella me entendía mejor que nadie. A pesar de mi padre alemán, del colaboracionismo de mi madre, de nuestra condición de parias, yo le gustaba, y eso me hacía inmensamente feliz. Y como para completar mi felicidad, oí la voz de Coyote rompiendo el silencio y la quietud de la tarde.

«Cuando paseaba por las calles de Laredo.»

Mi madre me llamaba, pero yo no quería irme, no quería dejar a Claudine. Ella me sonrió.

– Me lo he pasado muy bien -dijo.

«¿Puedo ser tu amigo secreto?», garabateé apresuradamente, deseoso de sellar nuestra amistad.

Claudine me miró muy seria.

– ¿Secreto? Pero yo no me avergüenzo de ser tu amiga -dijo con aplomo.

Se oyó otra vez la voz de mi madre llamándome.

– Será mejor que vayas -dijo Claudine. Cogió mi bloc y mi lápiz y tachó la palabra «secreto». Y debajo de la pregunta escribió con letras mayúsculas: SÍ.

Ya era casi de noche cuando me reuní en el claro con Coyote y con mi madre. No le habían dado importancia a mi desaparición, pensando que había estado jugando solo, como de costumbre. Mi madre estaba demasiado ocupada sacudiéndose las hierbas de la falda y peinándose con los dedos. Coyote esperaba con la guitarra colgando a la espalda, con una mano en el bolsillo y un Gauloise en la otra.

– ¿Lo has pasado bien esta tarde, Junior? -me preguntó.

Yo asentí con convicción, esperando que percibieran el aura de felicidad que Claudine había encendido en mi pecho.

– Estarás hambriento, Mischa. Vamos a casa -dijo mi madre.

Emprendimos el camino a través del bosque.

– Hoy ceno con las damas inglesas -dijo Coyote, ahogando una carcajada.

– Yo las llamo les Faisans.

– Me parece que Daphne Halifax es más bien un ave del paraíso, ¿no crees? ¿Te has fijado en que lleva cada día un par de zapatos distintos, cada par más extraordinario que el anterior? ¡Esos zapatos parecen tener vida propia!

Siguieron charlando todo el camino, pero yo sólo escuchaba a medias, perdido en mis propios pensamientos. Pensaba en Claudine, en la tierna expresión de su rostro, y seguía pensando en ella cuando me metí en la cama.

10

Mi madre había cambiado. Ahora tenía un aspecto más joven, se pasaba el día tarareando con aire ausente, iba y venía sin prisas, y su voz subía y bajaba al ritmo de una música lenta y melodiosa. Las líneas de su rostro se habían suavizado como si hubiera utilizado el método de Daphne, que frotaba con el dedo las líneas de carboncillo de sus dibujos. Tenía las mejillas rojas como las manzanas del huerto y fijaba los ojos en la distancia, hipnotizada por una visión que yo no era capaz de vislumbrar. El mundo que nos rodeaba estaba patas arriba, pero no parecía importarle. Ni siquiera tenía conciencia de que el viento la había cambiado a ella también.

Habíamos sufrido un mes de agosto largo y caluroso, y ahora, a comienzos de septiembre, la temperatura se había suavizado, la luz era más dorada y los días se estaban acortando poco a poco, como la marea. Dejé a mi madre perdida en sus pensamientos y fui hacia el château en busca de Pistou, que me esperaba en el patio con las manos en los bolsillos y el flequillo alborotado sobre los ojos, como un pony retozón, pegando patadas a las piedras. Fuimos corriendo hasta el puente, lanzándonos la pelota el uno al otro.

Cada vez que me sacaba la pelota del bolsillo me acordaba de Joy Springtoe, y a veces entraba a escondidas en la Zona Privada del château y me parecía reconocer su olor, un inconfundible aroma a gardenia que no desaparecía a pesar de las ventanas abiertas, que impregnó mi ropa cuando me abrazó. Hacía tiempo que no tenía pesadillas, sólo sueños agradables. Ya no me tenía que abrazar a mi madre para dormirme, y me solía despertar en mi propio lado de la cama, a veces con el brazo de mi madre sobre mi cintura.

Estuve jugando con Pistou en la orilla del río, construyendo un campamento en el bosque cerca del claro donde Coyote solía tocar la guitarra. Apilamos palos y rellenamos los huecos con hierbas para levantar el campamento, mientras yo canturreaba interiormente «Cuando paseaba por las calles de Laredo». Me sabía toda la letra de memoria, y sentía unas ganas inmensas de cantar a voz en grito. Pistou, que oía mi voz interior, estaba impresionado. Dijo que mi voz sonaba clara y melodiosa como una flauta, y me miró con admiración cuando le conté que estaba aprendiendo a tocar la guitarra. Dirigí la mirada hacia el claro, casi esperando ver a Coyote con su sombrero y su sonrisa torcida, rasgueando su guitarra, y me sentí feliz de saberle cerca.

Luego jugamos a perseguirnos entre los viñedos. Ya faltaba poco para la vendimia, cuando decenas de vecinos venían con grandes cestas a recoger la uva. Nunca me incluyeron. Yo me dedicaba a mirar con Pistou, y entre los dos contábamos la cantidad de veces que se llevaban las uvas a la boca en lugar de ponerlas en el cesto.

Poco antes del mediodía nos acercamos al viejo y olvidado pabellón, semioculto entre las enredaderas de hiedra, tan frágil y quebradizo como la casita de chocolate de Hansel y Gretel. Llevaba mucho tiempo abandonado y a menudo lo usábamos para nuestros juegos. Mi madre me contó que antes de la guerra era el lugar de las meriendas, porque estaba situado sobre la colina y permitía una bonita panorámica de los viñedos hasta el río. Ahora era un lugar triste y umbrío a la sombra de los nogales y se utilizaba para guardar maquinaria oxidada y sacos de tierra, pero guardaba el recuerdo del esplendor de antaño, como las brasas que quedan entre las cenizas y que se avivan al menor golpe de viento. A mí me gustaba imaginar a las personas que se habían sentado entre las columnas del porche y habían tomado el café con vajilla de porcelana y cucharitas de plata mientras el sol se ponía en el horizonte y teñía el río de rojo. Los veía bailando entre las alargadas sombras de los nogales, y me parecía encantador que alguien hubiera construido un edificio tan bonito y caprichoso por el simple placer de comer en el campo.

Recorrimos el camino persiguiéndonos y lanzándonos la pelota, sin que nunca se nos cayera al suelo, y llegamos al pabellón sin aliento. Nada mas llegar, me di cuenta de que no estábamos solos, y Pistou también lo percibió, porque dejó de reírse, se metió las manos en los bolsillos y olfateó el aire como un perrito. Me guarde la pelota en el bolsillo y me acurruqué en el porche, junto al muro. Oí ruidos que venían de dentro: gruñidos, gemidos, y de repente una carcajada de mujer tan aguda que más parecía el chillido de un cerdo. Reconocí la risa al instante y le hice una mueca a Pistou. Mi amigo enarcó las cejas y nos acercamos a la ventana.

A través de los sucios cristales vimos una escena sorprendente que me llevó a recordar la conversación que había oído entre Pierre y Armande: «Además, ¿de quién se iba a enamorar? ¿De Jacques Reynard?» La idea les había hecho mucha gracia, pero allí estaba Yvette con el moño deshecho y el pelo revuelto cayéndole sobre el rostro, con su cuerpo rechoncho y carnoso totalmente liberado de los cierres y botones que habitualmente lo mantenían sujeto dentro del vestido y el delantal, sentada a horcajadas sobre Jacques Reynard, nada menos. Estaban demasiado ocupados para percibir nuestra presencia. Jacques no se había quitado las botas polvorientas. Tumbado boca arriba, con los pantalones bajados hasta los tobillos, se dejaba montar por Yvette, y sus peludas piernas temblaban con cada embate.

Apreté la nariz contra el cristal para verlos mejor. No era el primer apareamiento que veía. Después de todo, vivía en el campo, donde había cerdos, vacas y cabras. Sabía perfectamente lo que estaban haciendo, y no me parecía tan diferente de otros apareamientos: la misma entrega, el mismo deseo primitivo y bestial, la misma capacidad de olvidarse del entorno. Sólo una cosa los diferenciaba de los animales: el placer, la sonrisa beatífica que se dibujaba en el rostro regordete de Yvette, y la mueca, casi de dolor, que aparecía en la cara de Jacques. Me recordaron a Monsieur Duval y a Lucie. Siguieron unos minutos más en la misma posición, como unidos por un imán, Yvette cabalgando arriba y abajo, y Jacques agarrándole el trasero como si quisiera guiarla, una tarea imposible debido a su enormidad. Pistou y yo nos hicimos un guiño y sofocamos unas risitas. De repente, todo acabó, Yvette se desplomó sobre Jacques como si fuera un suflé, y él la tomó amorosamente entre sus brazos. Me pareció una escena sorprendentemente tierna para una pareja que, momentos antes, se había comportado de una forma animal.

Para que no nos pillaran espiando, nos alejamos y nos tumbamos entre las hierbas a esperar. Sabíamos algo que nadie más sabía. Tardaban tanto en salir que me entretuve arrancando hierbas, observando las diminutas criaturas que encontraba en ellas. Me pregunté si se habrían quedado dormidos, y qué pensaría Madame Duval si los viera. Yvette nunca me había gustado. Conmigo siempre había sido antipática, aunque desde que me convertí en su «agarrador» se mostraba un poco más amable, y ya no le tenía tanto miedo. Ahora entendía por qué se había puesto a sonreír, y comprendí que ya no la odiaba. Al fin y al cabo, tendría algo bueno si Jacques la quería. Algo así había dicho Claudine sobre mi padre. Tal vez Yvette se había estado mostrando antipática porque se sentía desgraciada. Y ahora Jacques la había hecho feliz. ¿Era la vida tan sencilla? ¿Las personas infelices eran desagradables, y las felices eran simpáticas?

Finalmente los vimos salir del pabellón. Yvette se había recogido el pelo en un moño, como siempre, y se había abrochado el vestido hasta arriba. Jacques se había subido los pantalones y abrochado el cinturón. Tenían un aspecto radiante como si hubieran estado nadando en las frescas aguas del río o como si volvieran de un paseo por la montaña. Iban de la mano y se despidieron con un beso. A Yvette no parecía importarle que Jacques le hiciera cosquillas con el bigote. Él la miró con ternura y le acarició la mejilla con un dedo. Me gustaba mucho Jacques, tenía una expresión honesta y comprensiva.

– Eres deliciosa, como una uva tierna y jugosa -le dijo a Yvette.

Se separaron y tomaron direcciones opuestas. Él se dirigió hacia los viñedos y ella hacia el château.

Yvette empezó a cantar de nuevo con su voz desafinada, y después de oír lo bien que cantaba Coyote me pareció más horrible todavía, pero como sabía el motivo ya no me importaba.

Aquella misma tarde encontré a los faisanes pintando en los jardines. El inimitable Monsieur Autruche les estaba dando clase. Al parecer, los Duval se habían ido a pasar el día a París y habían dejado a Étiennette a cargo del hotel, y por eso Yvette había podido escaparse un momento al pabellón. Me dije que si me quedaba con los Faisanes nadie me molestaría. Sólo tenía que procurar no llamar la atención.

Daphne se mostró muy encantada de verme.

– Mi querido Mischa, no te veíamos desde el domingo. ¿Dónde te habías metido?

Sonreí y me encogí de hombros. ¡Si supiera todo lo que me había ocurrido!

Rex también te ha echado de menos. -Cogió al perrito, que descansaba en su regazo, y me lo puso en los brazos-. Hemos tenido la inmensa suerte de conocer a Monsieur Autruche. Dicen que es el mejor profesor de París, y aquí está, con nosotras. ¿Teimaginas qué privilegio?

Autruche (que quiere decir «avestruz» en francés) me pareció un apellido ridículo. Y no se parecía en nada a un avestruz. Tenía el pelo negro y brillante, y un rostro melancólico y bien proporcionado. Me miraba tan intensamente con sus ojos oscuros que aparté la mirada. Como acababa de llegar de París, no tenía ni idea de quién era yo. Yo podría ser nieto de Daphne, de modo que no me miraba con desdén, sino con algo más que no supe descifrar. Con sus pómulos muy marcados que reflejaban la luz y su nariz aquilina semejaba un halcón. Llevaba unos pantalones de pinza y un pañuelo de seda del mismo color amarillo que su chaleco de cuello en uve. Supuse que estaría pasando bastante calor así vestido.

Bonjour -me dijo, saludándome con una anticuada inclinación de cabeza. No sonreía, pero parecía más pomposo que antipático.

Daphne se apresuró a presentarnos.

– Se llama Mischa. No puede hablar, pero es muy inteligente.

– Ah, Mischa. ¿Te gusta pintar? -Tenía una voz un poco nasal.

Me encogí de hombros. No recordaba haber pintado nunca.

Bon. Ya tengo un nuevo alumno -anunció complacido.

Me puso delante una hoja de papel y una caja de pinturas, y me puso un pincel. Saqué a Rex de mis rodillas y Monsieur Autruche se sentó junto a mí, tan cerca que pude oler su perfume dulce y penetrante, similar al que llevaría una mujer. Pensé que Coyote nunca se pondría un perfume así.

– Quiero que experimentes con el color, no importa lo que pintes ni cómo te salga. Limítate a usar los colores que te apetezcan.

– Monsieur Autruche -dijo Debo-. Este maldito cielo es tremendamente aburrido. No consigo que parezca interesante. Es tan azul como un aburrido lago suizo.

Monsieur Autruche resopló con impaciencia. Debo y Gertie podían ponerse muy pesadas. Parecían enfurruñadas, como les sucedía a menudo, y apenas se hablaban. Debo fumaba sentada ante su caballete. Un pañuelo de seda de vivos colores le caía sobre el hombro izquierdo. Monsieur Autruche se acercó a ella sin levantar los pies, patinando sobre la hierba como si tuviera minúsculas ruedas en las suelas de los zapatos.

– Lo que te pasa es que ayer noche bebiste demasiado -le dijo Gertie a Debo-. Si no tuvieras tanta resaca, podrías pintar el cielo con más gracia.

– Tonterías. Sólo tomé un par de copas. ¿Qué cree que debería hacer, señor avestruz? -Gertie la miró horrorizada y Debo musitó entre dientes-: La verdad es que no me acostumbro a llamarlo Monsieur Autruche.

Gertie chasqueó la lengua y movió la cabeza con impaciencia. Daphne continuó hablando sin hacer caso de sus discusiones.

– Jack me ha parecido encantador, un caballero como los de antes. No hay más que ver cómo se dirige al servicio -dijo pensativa.

– La verdad es que se mostró muy amable con el pueblo bajo -dijo Debo, mientras contemplaba cómo Monsieur Autruche pintaba de nuevo su cielo.

– ¡No son enanos! -exclamo indignada Gertie, pero Debo no le hizo ningún caso.

– Tiene que distinguir los colores que hay dentro de los colores -dijo Monsieur Autruche. Debo arrugó la nariz con fastidio-. Hay rosa y amarillo en el azul, ¿no le parece?

– Por supuesto -aseguró Debo, aunque estaba claro que no veía nada-. Pero ¿no te das cuenta de que casi no nos contó nada de sí mismo?

– Tienes razón -respondió Daphne-. Cada vez que le preguntábamos algo personal nos contestaba con otra pregunta.

– ¿Qué estará ocultando? -Debo se recostó en la silla y dio una calada a su cigarrillo.

Monsieur Autruche, consciente de que su alumna había perdido el interés en la pintura, dejó el pincel y se apartó del cuadro.

– ¡Por todos los santos! Tiene derecho a su intimidad, digo yo -soltó Gertie.

– ¡Ynosotras tenemos derecho a querer saber! -replicó con igual energía Debo.

– Es un hombre fascinante. Debería unirse a nosotras. Al fin y al cabo, es casi un experto -dijo Daphne.

– Un experto en todo -asintió Gertie.

– O simplemente sabe un poco más que nosotras -intervino Debo-. No es difícil, en realidad. No me atrevería a decir que mi conocimiento de las pinturas de los grandes maestros sea muy profundo.

– Y yo sé muy poco de los manuscritos del Mar Muerto -admitió Daphne.

– O sobre Pedro el Grande, la medicina china o el hecho de que la mariquita nace primero como una oruga -rió Debo-. Parece que sabía lo suficiente de todo como para impresionarnos.

Gertie estaba indignada.

– Pero ¡de antigüedades sabe más que nadie! Ha demostrado un conocimiento muy detallado.

– Bueno, al fin y al cabo vive de eso. De antigüedades tiene que saber -observó juiciosamente Debo.

– Venga, confiésalo -le espetó Gertie volviéndose hacia ella-. Admite que no te fías de él.

Debo se encogió de hombros.

– Demasiado perfecto para ser real. Sólo los personajes de las novelas pueden ser tan encantadores.

– ¡Eres de un escepticismo tremendo! -Gertie chasqueó la lengua, exasperada.

– Es posible, pero tengo buen olfato para la gente. Claro que me gusta, me parece encantador, me gusta mucho. Es inteligente, divertido, amable y agudo, pero es… -se detuvo, buscando la palabra exacta- es impenetrable. Parece que estuviera actuando. Ves su sonrisa, pero no sabes quién es realmente Jack Magellan.

– Te llevarías un chasco si lo supieras, Debo -dijo Daphne. Sus labios pintados de granate esbozaron una sonrisita.

– Oh, no lo creo, todo lo contrario. El verdadero Jack Magellan debe de ser fascinante.

Me lo estaba pasando bien con las pinturas, arrastrando el pincel sobre el papel a derecha e izquierda. Utilizaba el rojo, el azul, el amarillo, el verde. Me gustaba dibujar, pero en casa no teníamos pinturas. Cuando vivíamos en el château solía pintar con lápices de colores. Le pedía a mi padre que me dibujara aviones y tanques, y él accedía con infinita paciencia. Un día construyó bombarderos alemanes con papel y me enseñó a hacerlos volar a través de la habitación. Me encantaba verlos planear y posarse suavemente sobre la alfombra del salón. Mi padre llevaba siempre en el bolsillo del uniforme un dibujo que había hecho yo; eso me lo contó mi madre. Entonces yo era muy pequeño, le dije, así que debía de ser un dibujo bastante malo. Eso no tenía importancia, dijo mi madre. Le gustaba porque lo había hecho yo. Me pregunté qué pensaría ahora mi padre de mis creaciones.

Dibujé una barca en medio del mar, con un sol amarillo y redondo como un balón y pececillos en el agua. Me pareció que me había quedado muy bien. Monsieur Autruche se inclinó a mirar mi dibujo y se sorbió la nariz.

– Para ser tan pequeño, tienes un estupendo sentido del color -comentó.

Me molestaba que se inclinara por encima de mi hombro para mirar lo que hacía, pero tenía que aguantarme, porque Monsieur Autruche no parecía dispuesto a marcharse. Rex se había vuelto a acomodar en el regazo de Daphne, y ella lo acariciaba distraída mientras pintaba.

– ¿No os pareció mágico cuando se puso a tocar la guitarra? -preguntó.

– Canta muy bien -asintió Gertie, y añadió, más animada-: Qué romántico estar cantando ahí fuera, bajo las estrellas. -Se quedó pensativa un momento, inclinando a un lado su largo y blanco cuello.

– No te pongas romántica, querida -dijo Daphne con ternura-. Somos demasiado viejas.

– ¡Tonterías! -exclamó Debo-. Tienes la edad que sientes en el corazón.

– Pues yo me siento vieja -dijo Daphne.

– ¡O la edad del hombre que sientes! -dijo Debo con una carcajada.

– Debo, en serio, eres demasiado mayor para este tipo de comentarios -la regañó Daphne, pero sin ocultar una sonrisa.

– Hace tantos años que Harold murió, que ya no recuerdo lo que es tener a un hombre cerca -dijo Gertie con tristeza.

Debo señaló con la barbilla a Monsieur Autruche y enarcó las cejas con intención.

– ¡Por Dios, Debo! -exclamó Daphne-. Yo diría que le interesa más nuestro joven amigo que nuestra hermana pequeña.

Gertie se tapó la boca con la mano y Debo sonrió con picardía mientras sacudía la ceniza del cigarrillo sobre la hierba.

– Dios mío, Daphne. Vigílalo, porque es sólo un niño, y es muy mono -dijo, dando una calada.

Monsieur Autruche se había olvidado por completo de las tres mujeres y sólo prestaba atención a mi talento incipiente. Me disgustaba su presencia y su olor a perfume. Había algo en su mirada que me resultaba repulsivo. No podía reconocerlo porque no lo había visto nunca, pero no me gustaba, así que al cabo de un rato dejé el pincel.

– ¿Nos dejas tan pronto? -preguntó extrañado Monsieur Autruche.

Asentí en silencio. Por una vez, me sentía aliviado de no poder hablar.

11

A Joy Springtoe la había querido con toda mi alma, con un amor donde se mezclaba la admiración y la emoción, un sentimiento parecido al que nos inspira una hermosa puesta de sol o el milagro de un arco iris, el que se siente por algo inalcanzable, idealizado. Y la verdad es que la echaba mucho de menos. Pero con Claudine descubrí que existía otra clase de amor: el que nacía de la gratitud y del entendimiento sin necesidad de palabras. Aunque éramos muy niños, el amor por Claudine vino a suplir el hueco que había dejado Joy. Pensaba en ella a todas horas, y pasaba largos ratos en el puente con la esperanza de que ella vendría a buscarme en cuanto pudiera. Cuando yo no estaba con Coyote o con mi madre, estaba con Claudine. Gracias a ella, ya no tenía pesadillas por la noche, porque cuando me iba a la cama pensaba en su risa contagiosa y en su imbatible optimismo.

Al principio no podía creer que me hubiera elegido a mí entre todos los niños de Maurilliac. Desde que la vi jugando en la plaza con el sombrero de Coyote me di cuenta de que Claudine era una niña muy popular, y aunque no fuera guapa resultaba atractiva, porque no le tenía miedo a nada. Mientras yo luchaba a diario con mis demonios personales, ella no parecía tener preocupaciones, Y tal vez lo que la atrajo de mí fue el reto de lo prohibido, porque estaba mal visto hacer amistad con el pequeño alemán. Su madre le había advertido que no jugara conmigo, y a ella le divertía desobedecer sus numerosas prohibiciones.

– A maman le preocupa más la apariencia de las cosas que lo que son en realidad -me dijo un día-. Delante de los demás tenemos que estar sonrientes, con las manos limpias, y no podemos cuchichear entre nosotros. No le gusta que cuchicheemos porque no sabe lo que decimos. Le daría un ataque si supiera que tú y yo somos amigos.

Más adelante, cuando la conocí mejor, entendí que yo le gustaba por mí mismo. Lo veía en su mirada y en lo que no me decía con palabras. En realidad, Claudine nunca llegó a sospechar lo mucho que me ayudó. Por las tardes nos veíamos a escondidas para jugar. Por su cumpleaños, su padre le regaló una caja preciosa, hecha a mano, con todo tipo de juegos de mesa: ajedrez, Ludo, la Oca, dominó, cartas… Nos gustaba mucho jugar a la Oca, y teníamos feroces discusiones. Estar con ella me animaba, me llenaba de luz, me daba tanta energía que me sentía capaz de volar. Nos pasábamos largo rato charlando, yo con mi bloc y mi lápiz, y ella discurriendo sobre cualquier cosa, saltando de un tema a otro sin previo aviso y riéndonos a carcajadas por la menor tontería. Otras veces nos sentábamos en silencio y mirábamos el río y las mosquitas que revoloteaban sobre el agua y nos sonreíamos sin decir nada, conscientes de que disfrutábamos de la escena. A veces escarbábamos en la tierra en busca de lombrices y descubríamos un curioso hormiguero, o perseguíamos conejos, o intentábamos cazar grillos, pero lo que más nos gustaba era contemplarlo todo en silencio mientras la naturaleza zumbaba y bullía a nuestro alrededor, ajena a nuestra presencia.

Yo le estaba muy agradecido a Claudine por su amistad, y nunca pensé que sería capaz de mostrarle cuánto, pero un día me llegó la oportunidad de hacerlo. Nunca me había considerado valiente, nunca me había sentido capaz de desenvainar la espada y usarla de verdad, pero aquel día hice algo más, tuve un pequeño gesto que dejaría en Claudine un recuerdo imborrable.

Empezó todo como un juego en un cobertizo abandonado. Habíamos encontrado unas viejas redes de pesca y decidimos usarlas para pescar, pero no conseguíamos pescar nada. Éramos buenos para encontrar gusanos, pero malísimos para engañar a un pez. Los peces se escurrían rápidamente, saltaban fuera del agua un instante, dejándonos ver el brillo de sus cuerpos plateados, y se zambullían de nuevo en las aguas oscuras de la orilla. Nos reíamos de nuestra propia torpeza. En broma, le di un empujón a Claudine y alcancé a sujetarla justo a tiempo, cuando estaba a punto de caer al agua. Habría sido un autentico desastre, porque ninguno de los dos sabíamos nadar, pero a ella le pareció muy divertido y estalló en carcajadas.

De repente, cortó la risa en seco yse quedó inmóvil con la mirada fija en su red. Allí se debatía un pez, no muy grande, pero vivo y coleando. Entre los dos sacamos la red del agua y la dejamos sobre la orilla. El pez siguió debatiéndose un rato hasta quedarse inmóvil, con los ojos bien abiertos y el cuerpo cubierto de limo. Le pasamos los dedos sobre el lomo, para ver qué se sentía. Claudine se llevó los dedos a la nariz y los olfateó.

– ¡Puf, qué mal huele! -exclamó-. Lo podría llevar a misa como perfume, así maman tendrá algo de qué quejarse.

Saqué mi bloc y garabateé a toda prisa:

«¡Las bragas de Madame Duval!»

A Claudine le encantó la idea.

– ¡Qué asco! -dijo con una risita. Pero se le ocurrió una idea mejor-. ¿Por qué no lo escondemos entre los pasteles y los cruasanes de Monsieur Cézade? Con este calor, el pescado no tardará en apestar.

Asentí con entusiasmo y me reí, pero en realidad no pensé que se atreviera a hacerlo.

Cuando volvimos al pueblo, yo llevaba el pescado en el bolsillo; en el otro llevaba la pelota de goma; no quería que se manchara de escamas y limo. Le advertí a Claudine que la gente del pueblo nos vería juntos y avisaría a su madre, pero ella respondió que no le importaba; en realidad disfrutaba metiéndose en líos.

– Detesto al gordo de Cézade -dijo-. Es un antipático y es amigo del cureton. ¿Recuerdas que te conté que había visto al cureton borracho? Pues también lo he visto bajar por nuestra calle de madrugada haciendo eses y con el gordo de Cézade apoyándose en él. Son una pareja de cerdos, y ahora Cézade apestará como un auténtico cochino.

Yo no las teníatodas conmigo. Monsieur Cézade me daba miedo, pero se mostraba respetuoso con Coyote. Deseé que Coyote estuviera con nosotros. Ahora que mi madre era amiga suya, tal vez Monsieur Cézade me trataría mejor, pensé sin demasiada convicción. Mientras mi madre nolo viera, seguro que se sentía impune para sacarme de su tienda a patadas. Todos pensaban lo mismo: que como yo no hablaba, no podía contar nada.

En el pueblo, al vernos juntos, nos miraban con curiosidad. Los viejos que dormitaban en los bancos abrían los ojos, la gente corría las cortinas a nuestro paso, las señoras que hacían la compra murmuraban entre ellas por encima de sus cestos, seguramente aliviadas de que Claudine no fuera su hija. Yo empecé a sentirme cada vez más inquieto y solo, incluso junto a Claudine. Al fin y al cabo, ella era uno de ellos, por más que desaprobaran su conducta, mientras que yo era un paria.

Claudine estaba pálida pero caminaba con la cabeza bien alta y la mirada desafiante al frente, y su boca esbozaba una media sonrisa. Me apretó la mano con fuerza. Yo forcé una sonrisita.

– Vamos a darle una lección al viejo Cézade. ¿Has visto qué pandilla de idiotas; cómo nos miran? Seguro que si doy un grito salen todos corriendo como conejos.

Cuando llegamos a la boulangerie-pâtisserie,le entregué el pescado a Claudine, que se lo metió debajo de la manga. Yo tenía un nudo en el estómago. No lo estaba pasando nada bien. No sabía qué me asustaba más, si entrar en aquel establecimiento o no ser capaz de hacerlo. Supongo que el miedo se me notaba en la cara, porque Claudine me puso la mano en el hombro y me sonrió.

– Quédate aquí, no entres. Si te ven, sabrán que estamos preparando algo.

Casi me desmayo de alivio.

– Vigila la entrada -me dijo Claudine.

Ignoro qué quería que vigilara, y no sabía qué esperaba que hiciera si llegaba alguien, pero no tuve tiempo de sacar el bloc y el lápiz para preguntárselo. Claudine entró en la tienda y cerró la puerta.

Esperé. No se oía nada más que el lejano tañido de las campanas. El plan de Claudine consistía en ocultar el pescado donde nadie pudiera encontrarlo para que se pudriera lentamente. La peste sería tan horrorosa que Monsieur Cézade tendría que vender la tienda y marcharse para siempre del pueblo. Me pareció un buen plan. A lo mejor una persona amable compraría el establecimiento, y yo podría comer tantas chocolatinas como quisiera.

Esperé lo que me pareció mucho tiempo, jugando con la pelota de goma que llevaba en un bolsillo. El otro estaba manchado de limo, y me pregunté si mi madre notaría el olor a pescado cuando lavara la chaqueta. De repente vi que se acercaba un grupo de gente y me asusté. ¿Qué hacía Claudine tanto rato allí dentro? No me había dicho qué hacer si llegaba gente. Entonces se abrió la puerta y Claudine salió corriendo.

– ¡Corre!

Monsieur Cézade apareció hecho una furia y corrió tras ella tan velozmente como se lo permitía su inmensa barriga. Me aplasté contra la pared y contemplé atónito la persecución hasta que los dos doblaron la esquina. Claudine no me llamó, era demasiado leal. ¿Qué le haría Monsieur Cézade si la cogía? Me asaltaron recuerdos de los gritos de una multitud enfurecida y me recorrió un escalofrío. Mi amiga corría peligro. Sentí miedo por ella y reaccioné de una forma contraria a mi naturaleza: en lugar de huir, salí tras ellos.

No fue un acto racional sino instintivo. El recuerdo de aquel día espantoso me heló la sangre y me provocó auténtico pánico, pero ahora me veía capaz de luchar, de devolver los golpes, y esto me dio fuerzas. El aire que llenaba mis pulmones parecía arder, pero salí tras ellos. Monsieur Cézade estaba a punto de alcanzar a Claudine. Aquel gordo inmenso persiguiendo a una niña pequeña y flaquita, como un perrazo a la caza de un conejo. Mi amiga volvió la cabeza y vi su mirada aterrorizada. Hubiera querido decirle algo, pero sólo podía correr. Cuando ya me encontraba cerca, Cézade la hizo caer al suelo. Claudine dio un grito y el hombre empezó a gritarle. Cuando alzaba la mano para pegarle, la gente hizo un corro alrededor y no pude ver más. Lleno de furia, me abrí paso entre los mirones y me abalancé sobre Cézade. Claudine intentó advertirme con la mirada que me marchara cuanto antes, pero yo me interpuse entre mi amiga y el gordo, y le obligué a soltarla.

– ¿Qué demonios haces aquí? -rugió Monsieur Cézade.

– No tenías que haber venido, Mischa -siseó Claudine.

Quería preguntarle si se encontraba bien, pero no pude. Claudine yacía en el suelo pálida y jadeante, y nadie la ayudó. Se limitaban a mirarla con la boca abierta. Se parecía tanto a la escena de mis pesadillas que me sentí mareado. ¿Serían capaces de hacerle daño? La gente se apartó para dejar pasar a la madre de Claudine, que se arrodilló junto a su hija y la abrazó.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó furiosa.

Claudine se había hecho daño en la rodilla. Empezó a llorar.

– ¡Esta gamberra ha intentado esconder un pescado en un pastel, y la he pillado! -replicó Cézade, hinchado y sudoroso por el esfuerzo.

Claudine no respondió.

– Claudine, ¿has hecho eso? Dime la verdad.

No me gustó nada el tono que empleaba la madre de mi amiga. Saqué rápidamente mi bloc y escribí. Antes de que Claudine pudiera responder, le pasé la hoja escrita a su madre. Madame Lamont me miró con espanto, como si no pudiera soportar mi presencia. Se apresuró a leer la nota que absolvería a su hija.

– Así que la idea fue tuya. Debería haberlo imaginado -dijo en tono de absoluto desprecio-. ¿Cómo iba mi hija a poner las manos sobre un pescado?

– ¡No es cierto! Mischa no ha tenido nada que ver -exclamó Claudine, pero nadie la escuchaba. Habían encontrado al criminal y estaban encantados.

Cézade movió la cabeza pensativo.

– Así que era el pequeño bastardo alemán. Eres una espina clavada en este pueblo. -Me miraba a los ojos, pero yo le sostuve la mirada-. ¿Sabes lo que se hace con las espinas? -Me sentía el blanco de todas las miradas, pero por una vez en mi vida devolví la mirada desafiante. Nunca me había defendido, pero aquel día defendía a otra persona y me sentía orgulloso-. Se arrancan -dijo. Unas gotas de su saliva me salpicaron la cara-. Se arrancan y se tiran lejos.

– ¡Cómo te atreves a intentar corromper a mi hija! -Madame Lamont ayudó a Claudine a levantarse.

– ¡No es cierto!

Mi amiga intentó defenderme, pero fue inútil. Su madre había descubierto la razón de la rebeldía de su hija y se sentía muy aliviada.

– No te acerques a ella -me dijo-. Vamos, Claudine.

Los mirones deshicieron el corro y se marcharon tras ellas. Claudine volvió la cabeza y me dirigió una mirada cargada de pesar y de agradecimiento. Me consideró valiente y leal, y tal vez aquel día lo fui,pero en el fondo sabía que había cargado con la culpa porque era un chivo expiatorio natural. Yo era un paria, siempre lo había sido. ¿Qué tenía que perder? Yo volvería al château,mientras que ella siempre estaría con los vecinos y tenía que llevarse bien con ellos. Sin embargo, aquel juego que había empezado como una tontería acabó por costarnos la amistad, y yo estaba destrozado.

Cézade me gritó insultos, pero no lo oí, y cuando me dio un bofetón en la cabeza con el dorso de su mano, casi no lo sentí, sino que me marché con la cabeza bien alta. No quería que me viera llorar.

¡Oh! ¡Cuánto hubiera dado aquel día por tener voz! Todo habría sido muy distinto.

12

En mitad de la noche me levanté y me senté en la butaca junto a la ventana, donde solía sentarse mi madre para mirar las estrellas. Siempre me decía que cuando viera una estrella fugaz tenía que pedir un deseo. Pues bien, aquella noche vi una que pasó veloz como un cohete. Dibujó un arco de luz en el oscuro firmamento y se perdió rápidamente en el espacio. Cerré fuerte los ojos y formulé un deseo que me llegó de lo más profundo del corazón. No pedí que volviera mi padre, ya era mayor para saber que ese tipo de deseos no se podían cumplir; pedí que me devolvieran la voz.

La llegada de Coyote había cambiado tanto las cosas que ya no me bastaba con mi bloc y mi lápiz, y enloquecía de frustración al ser incapaz de expresar los pensamientos que llenaban mi cabeza. A veces tenía el corazón tan repleto de emociones que sentía dolor en el pecho. Había tantas cosas que quería decir y no podía…

Me quedé mirando el firmamento y deseé que a la mañana siguiente mi voz hubiera vuelto sin más, tal como había desaparecido. De repente abriría la boca y podría hacerme oír, y pronto sería incapaz de recordar cómo era ser mudo.

Mi madre seguía durmiendo, ajena a mi deseo. Parecía contenta, transportada a un sitio mejor en brazos de un sueño agradable. Yo pensé en Claudine, en sus ojos tristes y en su sonrisa dentona, y sentí el dolor de haberla perdido. Era la primera vez que tenía una amiga a la que todos podían ver. Y la había perdido.

Cuando me desperté por la mañana, me decepcionó comprobar que mi deseo no se había cumplido. Intenté hablar, pero de mi boca sólo salió aire. Ajena a mi desesperación, mi madre canturreaba como todas las mañanas mientras se cepillaba el pelo sonriente delante del espejo y se ponía carmín cuidadosamente, sin notar mi desesperación.

Para colmo de males, era domingo. La semana anterior no habíamos ido a misa, pero mi madre no iba a estar dos semanas sin pisar la iglesia, pasara lo que pasara. Me encerré en el cuarto de baño, me senté en el inodoro y apoyé la cabeza entre las manos. Un pingüino no podía volar, pero tenía su lugar en el mundo. Yo no. Coyote y Claudine habían hecho un esfuerzo por comunicarse conmigo, pero ellos eran especiales. Los demás no se esforzarían, y yo me pasaría la vida detrás de una pared de cristal, contemplándolo todo desde mi burbuja de silencio, excluido para siempre.

Antes del vendaval yo aceptaba sin quejarme el hecho de no poder hablar. Para sentirme feliz me bastaba jugar con Pistou entre los viñedos. Me había acostumbrado a la situación, y además no tenía más compañía que la de Pistou y mi madre. Ahora, en cambio, Coyote me había abierto nuevos horizontes, y Claudine me había hecho un lugar en su corazón. Yo quería romper con canciones el muro de cristal que me separaba de ellos, hablarles con palabras que pudieran oír. Quería dejar de ser un paria.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y me las sequé con el dorso de la mano. Estaba furioso. Mi madre llamó a la puerta.

– ¿Mischa? ¿Estás bien?

La ira me había formado un nudo en la garganta y se me hacía difícil respirar. Como no podía gritar, arrojé la pastilla de jabón contra la bañera. El ruido alarmó a mi madre.

– ¡Mischa! ¿Qué haces? Déjame entrar, por favor.

Forcejeó con la manija de la puerta, pero no le abrí, sino que me puse a dar patadas a la bañera. Los jadeos se convirtieron en sollozos, y mi madre debió oírme porque empezó a golpear la puerta para romper la cerradura. Yo cogía todo lo que encontraba y lo arrojaba contra la pared. Estaba tan fuera de mí que no me reconocí cuando me vi en el espejo.

Inmerso en mi afán de destrucción, no me di cuenta de que mi madre se había marchado hasta que la puerta se abrió de golpe y apareció Coyote, con mi madre tras él, llorosa y asustada. Coyote no me preguntó lo que ocurría, simplemente me estrechó entre sus brazos.

– Ya está, Junior, ya está -dijo con ternura.

Noté el picor de su barba contra mi frente y el calor de su cuerpo me envolvió como una manta. Mi ira se desvaneció como si se hubiera escapado por el desagüe. Rompí a llorar como un niño pequeño, sin vergüenza alguna. No me importaba llorar delante de Coyote. Me sentía bien en brazos de un hombre, en familia, en casa.

Nos sentamos los tres en la cocina y mi madre me puso delante el bloc y el lápiz con una mirada suplicante.

– ¿Qué te ocurre, Mischa?

«No quiero seguir siendo diferente», escribí. No podía hablarles del deseo que había formulado, un acto infantil y absurdo. Mi madre miró a Coyote y éste le sostuvo la mirada largamente antes de dirigirse a mí.

– Todos somos diferentes, hijo -dijo suavemente-. Cada uno de nosotros es un ser único.

No era eso lo que yo quería decir. ¿No entendían que yo era más diferente que cualquiera? Exasperado, golpeé mi escrito con la punta del lápiz. Mi madre me miraba apenada, intentando encontrar las palabras adecuadas. Se sentía culpable, y ese sentimiento prestaba a su rostro la marca de un cansancio profundo. Me agarró la muñeca para detener mi movimiento compulsivo.

– Lo siento mucho -dijo.

Coyote me sonrió, pero en sus ojos leí la pena y la compasión.

– Eres un chevalier,Junior, y los chevaliers no abandonan el campo de batalla. Se quedan hasta vencer.

«¡Quiero que vuelva mi voz!», escribí. Estaba tan exasperado que mi letra resultaba ilegible. Se la quedó mirando un momento antes de contestar.

– Volverá -me dijo con una seguridad que me sorprendió. ¿En serio lo creía?-. Un día podrás hablar. Debes tener paciencia.

Me cayó un lagrimón sobre el papel y las palabras quedaron borrosas. Coyote no podía saber que yo había formulado un deseo y que no se había cumplido.

«No quiero ir a misa», escribí.

Coyote me miró sonriente.

– Iremos los tres juntos. ¿Estás de acuerdo, Anouk?

Mi madre fijó en Coyote una mirada que yo no conseguí descifrar. Al cabo de un momento, en su rostro se encendió una sonrisa tan dulce y maravillosa que me hizo olvidar mi dolor.

– Sí, iremos los tres juntos. Esto causará una gran sorpresa en el pueblo, ¿no?

Dejé el lápiz y el papel con aire abatido. Ya no creía en los deseos.

Cuando bajamos al pueblo por el polvoriento sendero, el cielo estaba oscurecido por pesados nubarrones y caía una llovizna tan ligera que parecía una calina marina. Yo caminaba delante, aislado en mi propio silencio, sumido en negros pensamientos. Llevaba las manos en los bolsillos y hacía rodar la pelota de goma entre los dedos. Di una patada a una piedra. Mi madre y Coyote conversaban en voz baja. Cuando no me interesaba, su inglés era como si hablasen en japonés. Me sentí muy incomprendido y seguí concentrado en la piedra. De repente, capté unas palabras sueltas y agucé el oído. Tal vez fue un cambio en el tono de la conversación lo que me despertó, como un pescador adormilado que se despabila al oír un chapoteo. Ellos debían de pensar que no les oía y que hablaban en un tono íntimo.

– Os llevaré a los dos muy lejos de aquí -dijo Coyote.

Sentí una descarga de emoción, y mis negros pensamientos se llenaron súbitamente de luz. Acababa de salir de la triste ciénaga donde había estado hundiéndome. Seguí pateando la piedra con las manos en los bolsillos, simulando no haber oído nada, pero ahora estaba lleno de esperanza.

Cuando llegamos a Maurilliac, dejé la piedra en medio del camino para la vuelta y me puse a andar junto a mi madre. La gente salía de su casa ataviada con sus mejores galas: las mujeres con vestido y sombrero, los hombres con traje y boina, los niños bien lavados y cepillados hasta que el pelo les relucía. Percibí un cambio en su manera de mirarnos: la curiosidad había sustituido al desdén. Miraban ora a mi madre, ora a Coyote, y éste saludaba a todo el mundo con una sonrisa, llevándose la mano al sombrero. Derrochaba tal encanto y simpatía que resultaba irresistible. Las mujeres bajaban la cabeza un poco sonrojadas, con una sonrisita aleteando en los labios, los hombres devolvían el saludo para no parecer maleducados. Los niños con los que había jugado en la plaza me saludaron alegremente con la mano. Coyote los tenía impresionados. El hecho de acompañarle me daba prestigio, así que erguí los hombros, cambié mi andar desganado por un paso vivo y elegante como el de Coyote y empecé a sonreír a los vecinos con los que nos cruzábamos. No sospechaban lo mucho que sus saludos y atenciones suponían para mí, aunque en realidad sólo había una persona a la que quería ver. Me pregunté si vendría a misa.

Coyote conocía personalmente a algunos vecinos, y a todos les decía algo en su francés imperfecto: comentaba lo bien que le sentaba el vestido, preguntaba cómo había ido la semana, se interesaba por el estado de un niño enfermo, por la salud de una madre anciana. Su escaso conocimiento del idioma no le impedía en absoluto hacer amigos. Incluso le alabó a Monsieur Cézade la calidad de las chocolatinas, y éste, para mi sorpresa, respondió con una sonrisa. Pero nadie saludó a mi madre.

Vi a Claudine en la Place de l'Église. El corazón me dio un vuelco y aceleré el paso. Sabía que su madre no permitiría que me acercara a ella, pero no me podía impedir entrar en la iglesia. Claudine llevaba una tirita en la rodilla y un codo vendado. Presintió que estaba detrás de ella y se volvió. En su rostro se pintó la vacilación entre el deseo de hablarme y la necesidad de obedecer a su madre. Y una vez más, decidió desobedecer, porque entre nosotros dos existía un vínculo muy estrecho, como sólo se forja en la infancia. Claudine abandonó a sus padres y a sus hermanos y corrió a mi encuentro. Fue una demostración pública de afecto que me dejó atónito. Nadie había hecho algo así por mí. Claudine se me acercó con una tierna sonrisa que dejaba ver sus dientes saltones.

– Gracias, Mischa. Nunca olvidaré lo que hiciste.

Me sentí más frustrado que nunca por no poder responder.

Bonjour, madame -Claudine saludó a mi madre con inocencia, y la dejó tan atónita como a mí, porque ni siquiera se acordó de sonreír. Haciendo caso omiso de su familia, que la llamaba, me guiñó un ojo como diciendo «¿Recuerdas lo que te prometí?» Yo hubiera querido decirle que había guardado el papel donde ella tachó la palabra «secreto» y escribió «SÍ» en letras mayúsculas.

– ¡Claudine! Ven aquí inmediatamente. -Su madre estaba furiosa y miraba con nerviosismo a su alrededor, temerosa de lo que pensarían los vecinos sobre la amistad entre su hija y el bastardo alemán.

– Nos veremos más tarde -me susurró Claudine. Su madre la recibió con una seria reprimenda en voz baja, pero ella seguía mirando al frente y sonriendo.

La iglesia era un hervidero de murmuraciones. Todos miraban a mi madre y a Coyote y se susurraban cosas de un banco a otro, con la cara oculta bajo el velo negro, tapándose la boca con la mano. Yo entonces no me daba cuenta, pero aquel día mi madre y Coyote formalizaron su relación. Coyote había decidido hacerla oficial. Quería a mi madre y deseaba que todo el mundo la quisiera.

Sentado entre mi madre y Coyote yo me sentía a punto de estallar de emoción, de orgullo, de amor, y notaba la tensión entre ellos dos tan claramente como si fuera algo físico. Formábamos un trío magnífico. Mi madre, nerviosa y desafiante, estaba muy erguida y con la barbilla bien alta, y aquel día no se arrodilló para rezar. Coyote, por su parte, parecía no ser consciente de los cuchicheos, sino que respondía a las miradas con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Cuando el padre Abel-Louis recorrió el pasillo con la sotana revoloteando en torno a su cuerpo como un grupo de diablillos danzarines, me encogí de miedo. Me aterrorizaba pensar lo que haría cuando viera a mi madre y a Coyote.

El padre Abel-Louis era para mí un ser oscuro y aterrador, mucho más poderoso que cualquier otra persona que yo conociera. Nunca olvidaría su expresión impasible cuando la muchedumbre nos atacó a mi madre y a mí. No hizo nada por detener a la gente, cuando hubiera bastado con unas palabras. Cuando mi madre me habló de Dios y del demonio, yo identifiqué al padre Abel-Louis con el demonio, y así se había quedado. Él había expulsado a Dios de Su propia casa y había azuzado a la gente contra nosotros. Me aterraba que fuera capaz de expulsar al propio Dios del cielo, de manera que yo no pudiera ir allí cuando muriera.

Intenté encogerme todo lo posible para que no me viera, pero sus ojos fríos nos localizaron al momento, probablemente porque habíamos faltado un domingo a misa. Sorprendentemente, no parecía enfadado, sólo desconcertado. Nos contempló a los tres y los finos labios le temblaron. Se quedó mirando a Coyote y éste le sostuvo la mirada largo rato. El padre Abel-Louis parecía hipnotizado como una rata ante una serpiente. Yo no veía a Coyote, pero conocía perfectamente su expresión: miraba al sacerdote con respeto y atención, pero con total seguridad en sí mismo. El cureton había sido vencido sin que yo entendiera por qué. Sólo sé que aquel día obtuvimos una pequeña victoria.

Finalmente, el padre Abel-Louis salió de su estupor y saludó a la congregación. No volvió a dirigirnos la mirada, actuó como si no estuviéramos, pero parecía empequeñecido, como si Coyote hubiera adivinado que en realidad era un usurpador en la Casa de Dios, y como si este conocimiento le hubiera arrebatado el poder. Entonces comprendí que el cielo estaba a salvo, que cuando yo muriera tendría un sitio adonde ir, y que allí estaría mi padre esperándome.

Aquella mañana pensé en Dios más que ningún otro día. Por primera vez, sentí su presencia en la iglesia. Su luz era más grande que la oscuridad que el padre Abel-Louis traía consigo, y Su amor absorbió mi miedo hasta dejarme libre de temores. Recordé a mi padre, su rostro, sus bonitos ojos azules y su amable sonrisa. Recordé con ternura el día en que me cogió en brazos y bailó conmigo por la habitación. Notaba cómo me abrazaba y me apoyaba la cara contra su mejilla mientras en el gramófono sonaba una música de violines. Casi sentía la vibración de su risa, y hubiera querido reírme como me reí entonces, con una risa alta y clara como una campana.

No me hundí en el asiento, sino que miré al padre Abel-Louis a los ojos, sin miedo, igual que el día que encontré el valor de enfrentarme a Monsieur Cézade y a los mirones. Con Coyote a mi lado, me sentía capaz de cualquier cosa. Miré a Claudine, a mi derecha, y vi que me miraba llena de orgullo. Ella detestaba al cureton tanto como yo y entendió nuestra victoria. Mi pecho se expandió todavía más, se llenó de calor, el nudo interior se deshizo, llenándome y haciendo que me costara respirar.

Los fieles recitaron el padrenuestro y el sacerdote canturreó las preces con voz débil y vacilante. «Pax Domini sit semper vobiscum». De pronto noté un hormigueo en todo el cuerpo y una nueva ligereza, como si me hubiera desprendido de una pesada capa. Sin razón aparente, me sentía inmensamente feliz. Supongo que el cielo se había despejado mientras tanto, porque la iglesia se iluminó de repente con una luz gloriosa, y en medio de esa luz radiante oí una voz hermosa y pura como una flauta. Y también los fieles la oyeron, porque se fueron callando para escuchar aquel canto que se elevaba bellísimo por encima de sus voces: «Et cum spiritu tuo».

Transcurrieron unos segundos antes de que me diera cuenta de que esa voz angélica era la mía.

13

Dejé de cantar al ver la expresión horrorizada del padre Abel-Louis. Se había hecho un silencio absoluto. Nadie se atrevía a moverse en medio de aquel suceso milagroso. Todas las miradas estaban puestas en mí, y casi me derrumbo bajo su peso. Incluso mi madre y Coyote se habían quedado sin habla.

El padre Abel-Louis, en medio del rayo de luz que entraba por la ventana de la iglesia, se había quedado pálido y sin sangre, como los cerdos que cuelgan de un gancho en la boucherie. Movía los labios nerviosamente, pero no sabía qué hacer ni qué decir. Dios había hablado, y su voz era infinitamente más poderosa que la suya, nadie podía negarlo. El padre Abel-Louis deseaba atribuirse el milagro, y se acercó a mí con expresión expectante. Yo me había quedado tan perplejo al oír mi voz que permanecí inmóvil, sin parpadear siquiera. No me atrevía a hablar, por si me había quedado mudo otra vez, pero cuando el sacerdote estuvo tan cerca que me llegaba el olor de su ropa, mezcla de sudor y de alcohol, retrocedí. Él me tendió la mano y yo dudé, porque mi odio por él estaba tan arraigado que me daba miedo tocarlo. Pero sus ojos negros se clavaron en mí, y finalmente me vencieron. Para mi vergüenza, algo en el fondo de mi alma, pequeño y secreto, deseaba su aceptación. Le tendí una mano vacilante, esperando recibir un poderoso apretón, pero sólo noté su palma blanda y sudorosa.

– Hoy Dios ha bendecido esta casa con un milagro. El chico habla. Encontremos en nuestros corazones la fuerza para perdonar, siguiendo el ejemplo de Nuestro Señor.

Habló con voz fuerte y autoritaria. Había recuperado el control de su iglesia y de su gente, y esbozaba una sonrisita de suficiencia que venía a decir: «Yo soy el puente entre vosotros, gente sencilla, y el Señor. Que no piense nadie que puede llegar a Dios sin mí». De nuevo me vino a la mente la muchedumbre airada y estuve a punto de llorar de miedo. Me ardían las mejillas y el corazón me galopaba en el pecho, pero Claudine me miraba con ojos grandes como platos y una sonrisa de ánimo.

– ¡Mischa! -Haciendo caso omiso del sacerdote, mi madre me habló en susurros-.¡Mischa! -Me tomó por los brazos y me miró intensamente. Leí en sus ojos la duda y, en el fondo de ellos, que tenía miedo por mí. No acababa de creer en el milagro, por si hubiera sido un extraño fenómeno o una ilusión-. ¿Es cierto, Mischa? ¿Puedes hablar?

Tragué saliva. Tenía la boca seca de angustia. Todos esperaban la confirmación del milagro. Yo estaba tan asombrado como ellos, pero si fallaba ahora, sufriría un ostracismo todavía mayor y me acusarían de fraude. Recordé la estrella fugaz y el deseo que formulé. Me pregunté si habría sido un regalo, o -según me inclinaba a creer- más bien obra de Coyote, que vino con el vendaval. Respiré hondo.

Maman -grazné.

Mi madre estaba tan aliviada que casi se desmaya. Yo carraspeé antes de hablar.

– ¿Podemos marcharnos a casa?

Mi madre me estrechó entre sus brazos.

– Hijo mío, hijo mío -me susurró con el rostro contra mi cuello.

Coyote me revolvió el pelo, y el gesto me llenó de gratitud. Mi madre se puso de pie.

– Claro que nos podemos ir a casa.

– Los invito a tomar la comunión con nosotros. -El sacerdote tendió los brazos, pero mi madre no era tan débil como yo. No deseaba que el cura la aceptase. No tenía conciencia de haber hecho nada malo, y nunca podría perdonar ni olvidar.

Coyote iba el primero, mi madre y yo lo seguíamos. Tan grande es el poder de la religión, que la gente de Maurilliac estaba convencida de que Dios había hablado, y alargaban los brazos para tocarme, esperando que Su gracia, que había descendido sobre mí, les trajera suerte. Me sonreían, se santiguaban y bajaban la cabeza mientras el padre Abel-Louis alzaba las manos para bendecirnos. Pese al rechazo de mi madre, estaba decidido a formar parte del milagro. Claudine me dirigió una sonrisa triunfal. ¿Acaso no me había dicho ella que volvería a hablar?

Cuando salimos a la plaza, las campanas de la iglesia tañían alegremente. Mi madre, que no quería ningún trato con el cura, me hizo apresurarme.

– Después de todo lo que nos ha hecho, ahora pretende secuestrarnos -murmuró con rabia-. Pues no pienso permitirlo. Pongo a Dios por testigo que no lo permitiré.

Coyote caminaba tranquilamente junto a nosotros, con las manos en los bolsillos y el sombrero ladeado. Mi madre iba murmurando, pero él y yo no decíamos nada. Yo llevaba tantos años sin hablar, con la mente llena de pensamientos sin formular, que no era capaz de decir palabra. Finalmente, Coyote rompió el silencio.

– Ahora podemos cantar juntos.

Su tono desenfadado fue para mí la confirmación de que el milagro era obra suya. No parecía impresionado. Mientras que el resto de la comunidad se había quedado sin habla, él se había limitado a encogerse de hombros, como si lo estuviera esperando.

– Me alegra comprobar que no te has olvidado de cantar -dijo.

Esto me animó a hablar.

– Pero es que nunca he dejado de cantar. Lo que pasa es que nadie podía oírme. -Oír mi propia voz me resultaba extraño. Me había acostumbrado al sonido de mis pensamientos-. Los hemos dejado con la boca abierta, ¿verdad? -Solté una carcajada-. Claudine me dijo que un día recuperaría la voz, y tenía razón.

– ¿Claudine? -Mi discurso había hecho que mi madre olvidara su enfado.

– Es amiga mía -le dije con orgullo.

– Es la niña con los dientes saltones -le aclaró Coyote.

Mi madre sonrió.

– ¿Qué habéis estado tramando vosotros dos?

– ¿Junior y yo? Tenemos una vida secreta. ¿No es cierto, Junior? -bromeó Coyote.

Yo acababa de encontrar la piedra en medio del camino y procedí a darle patadas.

– ¿Me enseñarás a cantar canciones de vaqueros? También quiero aprender a tocar la guitarra.

– Con mucho gusto -respondió.

Mientras me alejaba dando patadas a la piedra, oí que le decía a mi madre:

– Este chico tiene carácter. Más de lo que te imaginas.

Pronto corrió la voz y el milagro estuvo en boca de todos. En el château la noticia se extendió con rapidez, y el chismorreo provocaba un zumbido como el de una colmena. Y la que más intrigada estaba era la Abeja Reina, que aquella mañana no había ido a la iglesia. Cuando llegamos al edificio de las caballerizas, Lucie nos estaba esperando.

– Madame Duval quiere veros a los dos -dijo, sin dejar de mirarme-. ¿Es cierto que puedes hablar, Mischa?

Estaba muy nerviosa, y dadas las relaciones ilícitas con Monsieur Duval que yo había presenciado, no me extrañó lo más mínimo. De repente comprendí el poder que me daba haber recuperado el habla.

– Es cierto -dije despacio. Alcé la cabeza y miré a Lucie a los ojos. Ella pareció empequeñecerse, aunque lo cierto es que no era muy alta.

– Los espera en la biblioteca -informó Lucie. Acto seguido dio media vuelta y se fue corriendo a la cocina.

Sonreí para mis adentros y me pregunté cuántas personas me tendrían miedo ahora que había sido tocado por Dios. Coyote acarició el brazo de mi madre.

– Será mejor que vayáis a verla -dijo tocando tiernamente su brazo.

Mi madre no titubeó y se apoyó contra él. En su rostro apareció una sonrisa tímida que tenía un significado más allá de mi comprensión de niño. Aunque me había pasado los últimos años interpretando y emitiendo mensajes no verbales, era incapaz de comprender las miradas y las sonrisas que intercambiaban mi madre y Coyote.

– Vamos a la playa esta tarde -sugirió Coyote.

– Buena idea -dijo mi madre-. Te apetece ir a la playa, ¿verdad, cariño? -me preguntó.

– Tendrás que esconderte de los peregrinos -dijo Coyote con una sonrisita-. Pronto vendrán de toda Francia para tocarte. Los enfermos, los moribundos, los solitarios, los pobres… Dios mío -dijo soltando una carcajada-, será mejor que os saque de aquí a los dos antes de que levanten un altar en el edificio de las caballerizas.

Mi madre rió con él, pero porque lo encontraba divertido, no porque dudara del milagro. Ella ignoraba que la recuperación de mi voz era cosa de Coyote. Al igual que el resto de los fieles, estaba convencida de que había sido obra de Dios. Pero Coyote y yo sabíamos la verdad. De todas formas, decidí guardar el secreto y no decirle nada a mi madre. Era lo que Coyote esperaba de mí.

– Le pediré a Yvette que nos prepare algo para comer -dijo Coyote, y añadió en tono jocoso, dándome una palmadita en el hombro-: ahora que eres un santo, nos hará una comida excelente.

Esperamos largo rato en la biblioteca. Supongo que a Madame Duval le gustaba hacernos esperar; era su manera de dominar la situación. Mi madre no tomó asiento, y cuando yo me dejé caer en una silla me riñó. Pero yo quería probar hasta dónde podía salirme con la mía. Después de todo, era un santo, podía hacer lo que quisiera. Sin embargo, mi madre se apenaba tanto si le desobedecía que finalmente me puse de pie.

Madame Duval entró seguida por Étiennette.

Bonjour -le dijo secamente a mi madre-. Siéntese.

No esperé a que me diera permiso, sino que tomé asiento junto a mi madre.

– ¿Es cierto lo que me han dicho, que el chico puede hablar? -Me dirigió una mirada severa, como si no le gustara mi olor.

– Es cierto -dije con aplomo.

Madame Duval se quedó con la boca abierta.

– Dios mío -dijo, santiguándose-. Así que es un auténtico milagro.

– Dios se ha mostrado muy compasivo con nosotros, madame -dijo mi madre.

Me irritó su tono respetuoso, y decidí divertirme un rato.

– Vi una luz, Madame Duval, una luz más brillante que el sol -dije-. Empecé a oír la voz del cureton cada vez más distante, muy lejos.

La mirada de mi madre me advertía que parara de hacer el tonto, pero no le hice caso. Más bien al contrario, su temor me empujó a seguir. ¿Cómo nos habíamos dejado asustar por esa horrible mujer?

Madame Duval se mostró muy interesada.

– Continúa -dijo.

Étiennette, sentada en una butaca, parpadeaba como si me viera envuelto en una luz brillante.

– Oí voces.

– ¿Qué voces?

Adopté una expresión piadosa.

– Sólo podían ser las voces de los ángeles. Eran muy hermosos… Me vi envuelto en sus voces y… lo vi a él.

– ¿Aquién?

– A Jesús -dije en un susurro, para acentuar el efecto.

Sentada en el borde de la silla, inclinada hacia mí para no perderse ni una palabra, Madame Duval me escuchaba sobrecogida.

– ¿Jesús? ¿Tuviste una visión?

– Lo vi de pie en medio de esa luz brillante, con los brazos extendidos y el rostro lleno de amor. -Parpadeé y dejé escapar unas lagrimitas de cocodrilo.

– ¿Yqué te dijo?

– Dijo… -inspiré profundamente- dijo: «Habla, hijo mío, para que pueda hablar a través de ti a las gentes de Maurilliac. Canta, para que tu voz lleve mi mensaje muy lejos. Da a conocer el mensaje de Cristo y te sentarás a mi derecha por toda la eternidad». De modo que abrí la boca y canté para Él.

– ¡Dios santo! ¡Es realmente un milagro! -exclamó Madame Duval. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Me tomó la mano y me la apretó con sus dedos fríos y huesudos-. Perdóname, Mischa. He sido una estúpida, que Dios me perdone. Sólo hice lo que creía correcto, pero no debí… -Su voz se fue apagando.

Avergonzada por mi brillante interpretación, mi madre intentó consolarla.

– Ha sido usted amable con nosotros, madame. No llore, se lo ruego. Nos permitió seguir viviendo aquí cuando nadie más nos habría abierto la puerta; me contrató cuando nadie más lo habría hecho. Ha sido usted amable y buena. Sólo podemos darle las gracias, madame.

Madame Duval me soltó la mano y cogió un pañuelo para secarse los ojos. En su boca había aparecido una mueca que le desfiguraba el rostro.

– Le pediré a Madame Balmain que acepte a Mischa en clase. Ahora que puede hablar, debe ir a la escuela.

– Muchas gracias, madame -exclamó mi madre, pero yo sólo podía sentir odio por aquella mujer que me había tratado con tanto desprecio.

– Dios te ha bendecido, Mischa -me dijo Madame Duval. Noté que le temblaban las manos, y me dije que tenía motivos, porque se iría derecha al infierno-. Ahora dejadme, por favor. Tú también, Étiennette, necesito estar sola.

No volvió a mirarme. Me tenía miedo, lo vi en sus ojos. Salí de la biblioteca muy contento conmigo mismo. Cuando estuvimos en el pasillo, mi madre se inclinó hacia mí y me susurró al oído:

– A la derecha de Cristo por toda la eternidad: ¡por Dios bendito! Ten cuidado con lo que dices o irás derecho al infierno con ella.

Alcé los ojos y vi que no podía ocultar del todo su regocijo y su orgullo. Una sonrisita le bailaba en los labios.

– Era mejor cuando no podías hablar.

Salimos por la cocina. Yvette, Armande y Pierre dejaron de cuchichear entre ellos y nos miraron fascinados. Mi madre levantó la barbilla y los saludó con educación. Yo estaba tan emocionado con el poder que acababa de descubrir que meacerqué tranquilamente a Yvette.

– ¿Es cierto lo que dicen? -me preguntó-. ¿Es verdad que mi pequeño agarrador puede hablar? -Tenía el moño deshecho y las mejillas coloradas como manzanas. Estaba claro que venía de revolcarse en el cobertizo con Jacques Reynard.

– Es cierto -dije, y no pude resistirme a seguir-. Tiene ustedmuy buen aspecto, madame,como una uva jugosa.

Yvette se quedó pálida y me miró con asombro. Yo le devolví una mirada inocente.

– Me siento débil -balbució-. Armande, acércame una silla.

Armande se apresuró a poner una silla bajo su trasero. Yvette se sentó. Armande y Pierre vieron en la súbita debilidad de Yvette la confirmación del milagro y me contemplaron temerosos.

– Ya veis que puedo hablar francés -anuncié-. Y si alguien necesita que le laven la boca con jabón eres tú. -Armande abrió la boca, pero de sus labios sólo salió aire-. Mi padre era un buen hombre, y se sienta a la derecha del Padre. Lo sé porque lo he visto allí, en mi visión.

Estaba yendo demasiado lejos, pero me sentía incapaz de parar, y ellos eran tan devotos que no dudaron de mis palabras. Salí de la cocina triunfante en busca de mi madre, que me esperaba en el jardín.


Coyote sacó su reluciente descapotable del edificio de las caballerizas. Tal como prometió, le había pedido a Yvette que nos preparara un picnic a base de carne fría y queso, bocadillos, ciruelas y una botella de vino blanco. Me revolvió el pelo y me dirigió una sonrisa de complicidad, como si entendiera mi juego y lo encontrara divertido. Recorrimos en coche la avenida arbolada y en sombra salvo por los escasos rayos de sol que se colaban entre las ramas de los plátanos y que dibujaban sobre el asfalto trémulas islas de luz. Cuando salimos a la carretera y noté en el rostro el viento cargado de aromas a pino y a tierra mojada, me sentí más feliz de lo que me había sentido en mucho tiempo. Me recosté sobre el asiento y cerré los ojos para disfrutar del calor del sol, aunque el aire ya tenía un frescor otoñal. Ya casi no podía recordar lo que era ser mudo, tan natural sonaba mi voz. El viento me había traído a Coyote. ¿Cómo podría agradecérselo?

Cuando abrí los ojos vi que la mano de Coyote reposaba sobre la pierna de mi madre, y ella nola apartó, sino que colocó su mano encima y la estrechó. Estaban hablando, pero el viento me impedía oír lo que decían. De vez en cuando, mi madre echaba la cabeza hacia atrás y se reía, sujetándose el sombrero para que no volara. Parecían una pareja de enamorados. Me pregunté si mi madre había hecho eso mismo con mi padre, si había viajado en coche cogiéndole de la mano y riendo con una risa alegre como un cascabel. Si mi padre nos estuviera viendo desde el cielo, ¿qué pensaría? ¿Le apenaría que su mujer quisiera a otro o se alegraría de verla feliz? Yo sabía que mi madre había tenido esa misma duda; por la noche, cuando me creía dormido, se pasaba largo rato mirando la foto de mi padre. En una ocasión me confesó que tenía miedo de volver a enamorarse, tal vez porque no quería traicionar la memoria de mi padre. Pero yo entendía que podía haber distintas clases de amor. No me parecía mal que mi madre amara a otro hombre, y estaba seguro de que a mi padre no le importaría. Al fin y al cabo, él ya no podía cuidar de ella.

Extendimos el mantel sobre la arena, al abrigo del viento. Ante nuestros ojos se extendía el océano Atlántico hasta el lejano horizonte. El mar estaba picado, las olas subían y bajaban como cuchillos y el viento se notaba más frío, aunque al sol se estaba bien todavía. Tantas emociones nos habían abierto el apetito, y devoramos nuestros bocadillos. Luego Coyote tocó la guitarra y cantamos canciones de vaqueros. Mi voz sonaba clara como una flauta, tal como me la había descrito Pistou. Mi madre, que ya se sabía las letras de memoria, cantó con nosotros. Luego Coyote me entregó la guitarra y me recordó las posiciones de los acordes, Empecé a tocar, primero vacilante y luego más seguro.

– Creo que conseguiremos convertirte en un vaquero, Junior -dijo riendo, y luego se tomó un trago de vino.

Después de comer nos tumbamos al sol con los ojos cerrados y Coyote empezó a contar historias del anciano de Virginia. Supongo que me quedé dormido, y cuando me desperté los vi paseando de la mano por la playa. Mi madre se sujetaba el sombrero con la otra mano, y el viento le azotaba la falda contra las piernas. Cuando me cansé de observarlos decidí ir en busca de conchas. Me pregunté dónde se habría metido Pistou. Hacía tiempo que no lo veía y quería explicárselo todo: la recuperación de mi voz, Madame Duval, Yvette… pero no lo vi por ninguna parte.

Me quité los zapatos y dejé que las frías olas me lamieran los pies. Encontré montañas de conchas, y vi en la orilla medusas muertas cuyos cuerpos transparentes la marea arrastraba y empujaba a su antojo. Buscando tesoros me fui alejando de mi madre y de Coyote y empecé a cantar, feliz de notar cómo vibraba la voz en mi pecho. Estaba borracho de contento, ya no tenía miedo. El pequeño chevalier había aprendido a manejar la espada. Absorto en mis juegos, no me di cuenta de que el sol se ponía y teñía el mar de un color anaranjado.

Cuando finalmente regresé a nuestro campamento, me encontré con una escena sorprendente y me escondí detrás de las rocas para observar. Coyote estaba besando a mi madre. Tumbados en el suelo, se abrazaban y juntaban los rostros con ternura. No tenía nada que ver con lo que presencié entre Yvette y Jacques Reynard, no había nada animal en lo que hacían, ni jadeos ni movimientos bruscos; sólo se besaban y se acariciaban entre risas y susurros.

Sentí el corazón henchido de gozo. Ahora que se habían besado, tendrían que casarse. Recordé lo que había dicho Coyote de llevarnos lejos. Tal vez, cuando cambiara el viento.

14

Siempre me había gustado la vendimia, y aquel año la esperaba con más ilusión que nunca. Pistou y yo solíamos escondernos para observar a los vendimiadores. Los veíamos recorrer los senderos entre los viñedos y llenar sus cestos de uvas. Cuando los cestos estaban llenos, los llevaban en carros tirados por bueyes hasta unos enormes cobertizos donde la uva quedaba a salvo de la lluvia y los fríos vientos otoñales. Nos gustaba espiar a las muchachas que se levantaban las faldas hasta las caderas para pisar la uva con los pies descalzos, dejando ver sus piernas suaves y bronceadas. Y nos fascinaba el banquete que se celebraba en el granero, la mesa cubierta de un mantel a cuadros rojos y blancos: los patés, las enormes soperas, las jarras de vino. Monsieur y Madame Duval presidían la mesa como un rey y una reina, y los demás cantaban, bailaban, charlaban y reían. Sólo Jacques Reynard parecía triste y solitario como una hoja otoñal. Lo tachaban de gruñón, pero se equivocaban. Él formaba parte del château,amaba las viñas y los campos de aquella tierra, donde su familia había echado raíces mucho tiempo atrás. Cuando le pregunté a mi madre por qué Jacques Reynard estaba siempre tan triste, me acarició la cabeza y me dijo con ternura:

– Algunas personas no han conseguido superar la guerra, cariño. Eres demasiado pequeño para entenderlo.

Jacques Reynard siempre se mostraba amable con nosotros. Nos unía un lazo invisible y silencioso. Mi madre nunca se quejaba ante él de la arrogancia de Madame Duval, o de lo mal que trataban a su hijo. Tampoco hablaban de la guerra, ni de mi padre ni de cuando los alemanes ocuparon el château,ni siquiera de la familia que había vivido allí. Eran recuerdos demasiado dolorosos. Pero yo veía en sus ojos una mirada tierna y comprensiva, y si le pedía ayuda, nunca me la negaba. Me encargaba tareas y yo las llevaba a cabo con absoluta responsabilidad, porque me enorgullecía trabajar para él, en tanto que los encargos que cumplía en la cocina, bajo la mirada suspicaz de Pierre y Armande, me dejaban vacío y triste.

Pero casi no había visto a Jacques desde la llegada de Coyote, tan ocupado estaba cantando Laredo. Él, por su parte, estaba inmerso en la preparación de la vendimia. Un día lo fui a buscar al taller, y lo encontré reparando una rueda, sentado sobre un tronco. Para disimular su calvicie se había puesto una boina, y sólo le asomaban algunos mechones -antes rojizos y ahora ya casi grises- de las sienes y del cogote. Estaba clavando un clavo con un martillo, y por los movimientos del bigote comprendí que apretaba los dientes con furia. Iba vestido como siempre, con pantalones marrones, chaleco de cuero y camisa blanca arremangada hasta los codos, dejando ver sus brazos morenos y sus manos fuertes y habilidosas. Cuando me vio en el umbral, una sonrisa iluminó su rostro melancólico.

Bonjour,Monsieur Reynard -le saludé sonriente.

Reynard dejó el martillo sobre su rodilla.

– Así que es cierto. -Yo asentí, y en sus ojos asomó un brillo malicioso-. Así que eres un santo, San Mischa. -Se encogió de hombros-. Suena bien.

Me paseé por el taller con las manos en los bolsillos. A él no podía mentirle.

– Pero no es un milagro -dije con timidez. Agaché la cabeza y el flequillo me tapó los ojos.

– Si no es un milagro, ¿qué es?

– Coyote.

– ¿Quién?

Lo miré sorprendido. Me parecía asombroso que no hubiera oído hablar de Coyote, todo el mundo hablaba de él.

– El norteamericano.

– ¿Así es como llaman ahora a Dios? -Soltó una carcajada y cogió un tornillo-. Supongo que es mejor que Abel-Louis.

– Coyote no es Dios, pero es mágico.

– ¿En serio?

– Lo trajo el viento, y desde que llegó todo ha cambiado para mejor. -A pesar de mis explicaciones, vi que no me creía. ¿Acaso no había visto la transformación de Yvette?

– Estupendo, seguro que tendremos una buena cosecha.

– Le dije a Madame Duval que había visto a Jesús.

Monsieur Reynard me miró divertido, haciendo girar el tornillo entre sus dedos manchados de aceite.

– ¿Y qué dijo ella?

– Se echó a llorar y me pidió que la perdonara -respondí con una sonrisa de orgullo.

– El perdón no la salvará del infierno -murmuró él-. A veces el perdón no es suficiente.

– El padre Abel-Louis invitó a maman a comulgar.

Monsieur Reynard asintió con la cabeza.

– Por supuesto. Y supongo que tu madre se negó.

– Así es.

– ¿Por qué tendría que aceptar algo de ese malvado? Debería sentirse avergonzado por todo lo que ha hecho. -Se enjugó el sudor con el dorso de la mano y se manchó la frente de grasa-. Apuesto a que te abrazó como si fueras el hijo pródigo. Sería muy propio de él aprovechar este milagro para aumentar su poder sobre ese rebaño de ignorantes. Tu madre haría mejor en no acudir a la iglesia, hace años que se lo digo, después de, después de… -Inhaló profundamente y se le puso la cara como una antigua magulladura-. Pero es muy testaruda. Me parece que va a misa sólo para atormentarle. Tu madre no le tiene miedo a nadie. -Se quedó mirándome un rato y añadió-: Tu padre era un buen hombre, Mischa. No dejes que nadie te diga lo contrario.

Con la mano que tenía en el bolsillo, yo hacía girar la pelota entre los dedos.

– ¿Cree que es un milagro? -le pregunté.

– Tal vez. -Se encogió de hombros y movió el mostacho-. El amor es un milagro, y el retorno de tu voz es también un milagro debido al amor de tu madre. No habías perdido la voz del todo, Mischa, sólo se heló como las semillas en invierno, quebrotan cuando les das suficiente sol y agua.

– Todos quieren tocarme para que les dé suerte.

– Son una pandilla de ignorantes y primitivos. En tu lugar, yo intentaría sacar tajada de la ocasión. Te lo mereces. ¡Que se cubran de vergüenza!

– ¿Ha estado alguna vez enamorado? -le pregunté de repente. Me puse rojo. Todavía no sabía controlar mis palabras. Se lo pregunté pensando en Yvette, pero Jacques Reynard no pensaba en ella.

– Una vez me enamoré de una chica, pero ella no me correspondía. Yo pensé que no importaba, que yo tenía suficiente amor para los dos, y que ella acabaría por quererme. Y supongo que me quería, a su manera, pero no fue suficiente.

– ¿Y qué pasó?

– Se enamoró de otro. Lo malo del amor es que no puedes pararlo como si cerraras un grifo. -Se quedó con la mirada perdida-. Yo siempre la amaré. A pesar de todo, no he dejado de quererla. Me resulta imposible -añadió encogiéndose de hombros, como si fuera consciente de que eso era una tontería.

– ¿Dónde está ahora?

– Eso fue hace mucho tiempo -dijo con un suspiro-. Ahora no es más que un recuerdo. Además, hay muchas formas de amor, eso es algo que he aprendido con los años.

Hubiera querido preguntarle por Yvette, pero me pareció que era ir demasiado lejos. Jaques Reynard se puso de pie con la rueda entre las manos.

– Y ahora, basta de charla, perezoso. Ayúdame a colocar esta rueda en el carro, o tendremos que cargar nosotros mismos con los toneles.

Me pasé el resto de la mañana con él, ayudándole. Me gustaba su compañía, era acogedor y familiar. Con él no tenía necesidad de hablar, aunque pudiera.

Comí con mi madre y con Coyote a la orilla del río, y luego los dejé solos y fui en busca de los Faisanes. Encontré a Daphne sentada con Rex en la terraza. Parecía triste.

– Mola, missis Halifax.

Me acerqué a ella cruzando por el césped, y su rostro se abrió como un girasol al recibir los rayos del sol.

– Hola, cariño. Así que es verdad lo que me han dicho, eres un milagro andante. Alabado sea el Señor.

– ¿Por qué está usted sola?

– Cielo santo, resulta que hablas inglés, y nosotras pensábamos que no nos entendías. ¿Qué habremos estado diciendo? -Se ruborizó sin dejar de sonreírme-. Ven, siéntate conmigo y con Rex. Ahora podemos tener una auténtica conversación. ¿Cómo es que hablas inglés, jovencito?

– Mi abuelo era irlandés, y mis padres hablaban inglés entre ellos. -Me encogí de hombros-. Supongo que lo aprendí oyéndolos.

– Eres un chico muy listo, siempre lo he sabido. ¿No te lo había dicho? Y veo que ya no te escondes.

– Madame Duval cree que soy un elegido de Dios. Ahora le doy miedo.

Daphne dejó escapar una carcajada.

– Nunca me gustó esa mujer -susurró-. No es amable, es fría y calculadora.

– ¿Por qué no está pintando?

– Hoy no me sentía con ánimos. -Suspiró profundamente.

– ¿Está triste?

– Un poco. ¿Cómo lo sabes?

– Ahora ya no parece triste.

– Ahora estoy mejor, Mischa, puedo hablar contigo. Siempre me has gustado. Ya lo sabías, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

– A mí también me gusta usted, y Rex. Me gustan sus zapatos.

Daphne estiró un pie y lo movió haciendo círculos. Llevaba unos zapatos de terciopelo carmesí con una gran rosa de color rosa en la punta.

– Éstos me encantan. Me gusta la mezcla de rojo y rosa, es muy poco frecuente.

– No puede estar triste con unos zapatos así.

– Así parece, ¿no? Pero en realidad… -se quedó pensativa- nos vamos mañana, y yo no me quiero ir -dijo bajito, con la mirada perdida entre los viñedos más allá del jardín.

La noticia me dejó desolado.

– No quiero que se vayan -dije con total sinceridad-. ¿Tienen que irse?

– No podemos quedarnos aquí para siempre, cariño. Llevamos semanas, y nos cuesta mucho dinero. Inglaterra es triste y monótona ahora. Todavía hay racionamiento y Londres está medio en ruinas, siempre gris. Resulta muy duro. Yo no vivo en la ciudad, desde luego, pero me parten el corazón tanto dolor, tantas muertes. Aquí, en cambio, todo es verde, fragante y soleado. En este lugar tan encantador podrías olvidarte de todo.

– ¿Tiene hijos? -le pregunté de repente, sin saber por qué.

Daphne se volvió hacia mí. Aquella simple pregunta la había envejecido muchos años, y ahora tenía las mejillas caídas y bolsas bajo los ojos.

– Tenía un niño como tú, Mischa -respondió.

– ¿Qué le ocurrió? -susurré, presintiendo una tragedia.

– El pobre tuvo la polio. Era muy cojito. Sólo lo tuve conmigo un tiempo, luego se murió. Era tan especial que Dios lo llamó enseguida a su lado. Le pedí que me lo dejara un tiempo más, pero no me concedió ese deseo. Lo llevo aquí. -Se llevó la mano al pecho y esbozó una sonrisa, aunque sus ojos seguían llenos de tristeza-. Siempre está conmigo.

Me incliné hacia ella y le tomé una mano temblorosa.

– Eres un niño muy especial, Mischa, no eres como los demás -dijo apretándome la mano-. Pareces mayor de lo que eres, y sólo tienes seis años. George era un hijo único, igual que tú. Bill y yo intentamos tener más, pero no pudo ser. Una se imagina que el tiempo lo cura todo. Han pasado muchos años, y yo ya soy vieja. No tengo hijos ni nietos, pero sigo siendo una madre. No pasa un día sin que piense en él.

Todavía tenía su mano entre las mías.

– ¿Cómo era? -le pregunté.

– Era rubio y guapo, igual que tú. -El recuerdo pareció animarla y rejuvenecerla-. Tenía los ojos del color del jerez, dorados. Era muy travieso. Le gustaba jugar a la pelota. Bill y él se pasaban muchas horas jugando a fútbol en el jardín. Se llevaban muy bien. Claro que él era cojo, y no podía jugar con otros niños, pero Bill jugaba con él. Era su amigo. En una ocasión le pregunté si le dolía no tener amigos, y él me sonrió y me dijo: «Papá es mi amigo». Fue muy tierno.

– ¿La está esperando Bill en Inglaterra? ¿Por eso tiene que volver a casa? -le pregunté. No quería que se marchara.

– No, cariño. Bill murió hace unos años. Ahora está con George, y esto es un gran consuelo para mí. Están jugando al fútbol, y George está sano y no cojea. -Sacó su mano de entre las mías y me acarició la cara-. No estoy sola, tengo a Rex y a mis amigas. Gracias a Dios, no estoy sola, pero te echaré de menos, Mischa. Te echaré mucho de menos.

– Yo también la echaré de menos, missis Halifax.

– Dios mío, cariño, llámame Daphne. Me hace sentir muy vieja que me llames missis Halifax.

15

Al día siguiente fui al colegio con mi madre. Iba muy orgulloso con mi bata azul, y el corazón me latía a toda prisa, como los domingos cuando íbamos a misa. No le daba la mano a mi madre, sino que caminaba junto a ella con las manos en los bolsillos. Como siempre, para tranquilizarme jugueteaba con la pelotita de goma de la que nunca me desprendía.

Ahora provocábamos más curiosidad que nunca en el pueblo. El milagro me había convertido en una prueba viviente de la existencia de Dios. El milagro de Jesús les había enseñado a perdonar de una forma más efectiva que cualquier sermón del padre Abel-Louis, y los ojos que atisbaban entre las cortinas de encaje no estaban cargados de malicia, sino de gratitud. Un anciano que fumaba su pipa sentado en un banco al pálido sol de la mañana me saludó con la cabeza, y una pareja de ancianas vestidas de negro se apresuraron a santiguarse antes de desaparecer entre las sombras, cojeando como los cuervos. Ahora estaban más convencidas que nunca de que la muerte, cuando llegara, se las llevaría a un lugar mejor.

Sin embargo, con los niños del colegio las cosas fueron muy distintas. Los niños no piensan en la muerte, no necesitan que un milagro los convenza de que existe un poder superior, lo saben por instinto. No siguen las pautas del sacerdote, y a menudo ignoran los consejos de sus padres. Los niños se imitan unos a otros, y el más fuerte del grupo impone las pautas. Por instinto se rigen por la brutalidad, por la ley de la selva, y desprecian la debilidad. Los más fuertes sobreviven, y los que son diferentes, como yo, se ven apartados del grupo y vilipendiados. Pero yo había jugado con ellos en la plaza, y confiaba en que mi relación con Coyote me protegiera de su crueldad.

Me di cuenta de que mi madre estaba nerviosa. Llevaba toda la mañana con el ceño fruncido, como si estuviera malhumorada, pero no era así. El milagro que me había devuelto la voz la sumió a ella en un estado de confusión. Era religiosa, y al igual que el resto de los fieles estaba convencida de que mi recuperación era obra de Dios. La vi rezar arrodillada junto a la cama, dando gracias a Dios una y otra vez en un susurro apenas audible, con las mejillas mojadas de lágrimas. Pero ése no era el problema; lo que la confundía era el cambio de actitud de la gente. Estaba más contenta antes, cuando sabía a qué atenerse. Ahora se mostraba indignada. No olvidaba lo sucedido en el verano de 1944, y desde luego no iba a perdonar. Según ella, no debían habernos maltratado.

Nos detuvimos frente a la puerta del colegio. Mi madre se agachó para alisarme las arrugas de la bata y me dio un beso en la mejilla.

– Te lo pasarás bien -dijo para tranquilizarme-. Aprenderás mucho, y en realidad les llevas bastante ventaja porque sabes inglés.

– No te preocupes de mí, maman. Sé cuidarme.

Una sonrisa de orgullo iluminó la seriedad de su semblante.

– Ya lo sé. Eres mi chevalier -dijo. Me di cuenta de que esta vez había omitido la palabra «pequeño».

Tuve que armarme de valor para reunirme con los otros niños. No me dijeron nada, se me quedaron mirando abiertamente, como hacen los niños. Me sentí un bicho raro, como un pez que abandona la seguridad del arrecife de coral y se encuentra en mar abierto, sin un lugar donde esconderse. De pronto una profesora se me acercó corriendo.

– Mischa, ven conmigo -me dijo con amabilidad. Tenía el pelo liso y castaño, bonitos ojos dorados y una sonrisa amplia y sincera-. Es tu primer día. Seguro que estás un poco nervioso, pero no tienes por qué. Me llamo Mademoiselle Rosnay y soy tu profesora.

Apoyó una mano en mi hombro y me condujo hasta la clase a través del ruidoso enjambre de niños. El aula olía a desinfectante. Había varias hileras de mesas de madera, una pizarra, y dibujos de los alumnos clavados con chinchetas en las paredes. Un grupo de niños jugaban con un yoyó, pero pararon el juego para observarme. En el aula se hizo el silencio.

– ¡Mischa!

Sentí un inmenso alivio al reconocer la voz.

– ¡Claudine!

– Ah, qué bien que seáis amigos -dijo Mademoiselle Rosnay.

– ¡Estás en mi clase! -exclamó alegremente Claudine-. Yo puedo cuidar de él, ¿verdad que puedo, Mademoiselle Rosnay?

– Por supuesto. -Mademoiselle Rosnay me señaló mi pupitre-. Tú te sientas aquí.

Contemplé mi pupitre con orgullo. La superficie estaba rayada, cubierta de manchas de tinta y de mensajes grabados en la madera por anteriores generaciones de niños, pero era mío. Tenía mi lugar en la escuela, igual que los demás niños. Levanté la tapa y guardé dentro del pupitre el plumier que me había dado mi madre.

– Estoy muy contenta de que hayas recuperado la voz, Mischa. -Claudine me tocó el brazo-. Sabía que la recuperarías.

– Me resulta un poco extraño -dije.

No era cierto, pero la situación me resultaba abrumadora. No sabía qué decir.

– Desde luego. El cureton se quedó muy parado. Se puso blanco, luego azul, luego gris, y finalmente rosa, de ese rosa sudoroso y horrible que apesta a alcohol. Eres un santo, Mischa. Mi madre dice que si te toco me darás buena suerte… ha cambiado de opinión.

– ¿Quieres decir que no le importa que seamos amigos?

– De ninguna manera. En realidad quiere que lo seamos, y que yo te toque todas las veces que pueda para que sucedan cosas maravillosas.

Le dirigí una mirada de complicidad.

– No creo que pase nada, porque en realidad no soy un santo.

Claudine sonrió.

– No importa, prefiero que seas normal. Los santos son muy aburridos. Te voy a presentar a los otros -dijo, haciendo un gesto de saludo al grupo de niños.

Los chicos se nos acercaron con desgana y me miraron recelosos, con las manos en los bolsillos.

– ¿Así que eres un milagro? -dijo uno.

– Dios le devolvió su voz -explicó Claudine- y él tuvo una visión. ¿No es cierto, Mischa?

– ¿Una visión? -preguntó otro.

– ¿En serio? -exclamaron varios a la vez.

– ¿Y qué viste?

Sacaron las manos de los bolsillos, se apartaron el flequillo que les tapaba los ojos y me contemplaron con admiración. Yo me senté en el pupitre, apoyé los pies en una silla y les conté lo mismo que le había explicado a Madame Duval, un poco más exagerado porque me fui animando al ver sus ojos como platos y sus bocas abiertas de asombro. Claudine, como buena cómplice, me ayudó con preguntas y sugerencias. Fue una representación de dos actores, y nos salió francamente bien. Actuamos como auténticos amigos, y la sensación de camaradería y complicidad me envolvió en una cálida emoción.

Las niñas se acercaron atraídas por la historia. Querían oírla de primera mano, porque en sus casas no se hablaba de otra cosa desde la misa del día anterior. Se la repetí. Para entonces ya casi me la creía. Me acribillaron a preguntas. ¿Cómo era Jesús? ¿Había visto a Dios? ¿Llevaba mi padre uniforme en el cielo? ¿Cómo era el cielo? Respondí lo mejor que pude, inspirándome en lo que me había explicado mi madre y en las imágenes religiosas que había visto en la iglesia. Supongo que se quedaron satisfechas, porque cuando Mademoiselle Rosnay dio unas palmadas llamándonos a volver a los pupitres, se despidieron de mí palmeándome la espalda.

Bonjour, tout le monde -dijo Mademoiselle Rosnay, de pie frente a su mesa.

Bonjour,Mademoiselle Rosnay -cantamos todos a la vez.

Imité al resto de los niños y me senté. Claudine, que ocupaba el pupitre vecino, me dedicó una sonrisa dentona. Al otro lado de Claudine había un pupitre vacío.

– Quiero que deis la bienvenida al miembro más joven de la clase, Mischa Fontaine, y os pido que le ayudéis para que se sienta cuanto antes integrado y a gusto con nosotros.

Me sentía inmensamente feliz. Claudine estaba orgullosa de ser amiga mía, y yo me había ganado al resto de la clase. El asunto del milagro me había resultado de gran ayuda, y no me sentía en absoluto culpable por inventarme una visión. Después de todo, ¿quién podía asegurar que el milagro no era obra divina? Tal vez Dios había provocado el viento que había traído a Coyote. Además, le hacía un gran favor reforzando la fe del pueblo. Estaba haciendo algo bueno.

Por otra parte, estaba deseoso de aprender. Mi madre había hecho lo posible por darme una educación, pero no podía compararse con la del colegio. Era emocionante tener auténticos libros de texto y a una profesora escribiendo en la pizarra. Acabábamos de empezar la lección cuando se abrió la puerta y entró en clase un niño desaliñado, de pelo negro y ojos vivos. Mademoiselle Rosnay, disgustada, lo recibió con una mirada severa y los brazos en jarras.

– Laurent, estoy cansada de que llegues tarde. O vienes puntual, o recibirás un castigo.

El niño se encogió de hombros.

– Lo siento, problemas en casa.

Mademoiselle movió la cabeza y suspiró.

– Esto no es una excusa, ya lo sabes. Bueno, ahora siéntate.

Pareció sorprendido al verme. Entonces lo reconocí. Era uno de los chicos que jugaron conmigo en la plaza: fue el que me dio una palmada en la espalda y me dijo: «Eres muy rápido». Vi que se sentaba junto a Claudine y le susurraba algo. A partir de ese momento lo miré por el rabillo del ojo. Notaba que me observaba, y también que no le caía bien.

A la hora del recreo, la clase se dispersó por el patio. Claudine se quedó a mi lado, como leal conspiradora, y me susurraba ideas al oído para adornar mi historia. Laurent nos observaba con mirada hosca. Pronto me vi rodeado por todos los que todavía no habían oído mi historia y por los que la querían escuchar otra vez, y volví a interpretar mi papel como un actor consumado. Me sabía el discurso de memoria, y además ya sabía dónde hacer pausas para enfatizar mis palabras.

Claudine se había convertido en mi representante. Cuando se daba cuenta de que la actuación empezaba a cansarme, pedía una pausa. Después de la actuación, nos sentamos en los escalones que llevaban a una de las aulas, contentos de nuestro éxito.

– ¡Lo has hecho muy bien! -exclamó entusiasmada-. Se lo han tragado todo.

– Pero no todo es mentira -protesté. No quería que me considerara un completo mentiroso.

– Ya lo sé. No pasa nada si lo adornas un poco. Yo siempre digo que no hay que dejar que la verdad te estropee una buena historia.

– Pero es cierto que sentí algo-dije, en tono serio-. No vi a Dios o a Jesús, pero los sentí, y también sentí a mi padre. La iglesia estaba inundada de luz, y noté un hormigueo en todo el cuerpo. Es la verdad. No se la he explicado a nadie más que a ti.

Claudine me sonrió con ternura.

– Te creo, Mischa. Podemos reírnos cuanto queramos, pero lo cierto es que has recuperado la voz. Hayas tenido o no una visión, estos milagros sólo vienen de Dios. Lo único que importa es que puedes hablar. -Se encogió de hombros-. No importa cómo.

Me acordé de Laurent y de la mirada hosca que me lanzó al entrar en clase.

– Me parece que no le caigo bien a Laurent.

– Está celoso. Él y yo siempre estábamos juntos, por eso se ha enfadado. Sus padres viven peleándose porque él tiene una amiguita.

– ¿Una amiguita? -A sus siete años, Claudine tenía mucho mundo.

– Está enamorado de Madame Bonchance, la señora del quiosco.

– ¿La pelirroja?

Claudine soltó una risita.

– Desde que es la amante del padre de Laurent, se cuida mucho. Se pinta los labios de rojo, se riza el pelo y se pone sombra verde en los párpados. ¡Está horrible! Pero, claro, lo cierto es que al padre de Laurent le gusta.

Pensé en Yvette y en Jacques Reynard, otra pareja curiosa. Al volver a clase vi que Laurent estaba muy sombrío, como si se hubiera pasado todo el rato pensando en el nuevo amigo de Claudine. No le hice caso, y contesté a las preguntas que me hacían sobre Dios y el cielo. De repente, lo vi delante de mí.

– Puede que Dios haya hecho un milagro contigo -me dijo con desdén-, pero tu padre sigue siendo un cerdo nazi.

Se hizo el silencio. Claudine estaba a punto de intervenir, pero verla blanca como el papel me dio el ánimo necesario para desenvainar la espada. Aunque no era tan alto como Laurent, me cuadré delante de él, bien erguido.

– ¿Sabes por qué mi padre no era un auténtico nazi? Porque ser nazi no es una nacionalidad, es un estado mental -dije, con toda la arrogancia que conseguí reunir-. Puede que tú seas francés, Laurent, pero eres más nazide lo que mi padre fue jamás.

Estaba tan orgulloso de mi réplica que me ruboricé. Ignoraba de dónde había sacado esas palabras, ni conocía su significado, pero sonaban bien. Y al parecer a él también se lo había parecido, porque me lanzó una mirada de odio y retrocedió.

Claudine se volvió hacia él.

– ¿Cómo te atreves a hablarle así a Mischa? Creía que eras una buena persona, pero veo que estás tan lleno de prejuicios como tus padres.

Cuando entró Mademoiselle Rosnay, todos volvimos a nuestros asientos. Yo con un sentimiento de victoria, Laurent con la cabeza gacha.

Aquella tarde se levantó una ventolera que arrancaba las hojas de los árboles, las levantaba en el aire y las dejaba caer al suelo, donde eran barridas de un lado a otro. Yo no volví a dirigirle la palabra a Laurent y Claudine tampoco, lo que debió de costarle un esfuerzo porque se quedó callada y triste. Al caer la tarde volví a casa victorioso, pero con un sabor amargo. Le hablé a mi madre de Mademoiselle Rosnay y de Claudine, pero no le dije nada acerca de mis historias ni de mi pelea con Laurent.

Por la noche, el viento se había convertido en tormenta. Caía una lluvia torrencial que rebotaba en el suelo y formaba grandes charcos en el barro. Mi madre pensaba en Jacques Reynard y en la vendimia que tendría lugar en una semana. Yo pensaba en Coyote. ¿Acaso no lo había traído una tormenta al Château Lecrusse? Si mi abuela estaba en lo cierto, ¿no volvería a llevárselo la tormenta? No quería creer en supersticiones, pero por otra parte me daba miedo que fueran verdad. Me quedé despierto en la cama, escuchando la respiración pausada de mi madre y el golpeteo de la lluvia contra la ventana. El viento aullaba como los lobos de los que hablaba Jacques Reynard. Me tapé con las mantas y me sumergí en un sueño intranquilo, atormentado por imágenes de Laurent, de Claudine, Yvette y Madame Duval. Luego las imágenes desaparecieron y volví a tener mi pesadilla de siempre. Me resultaba tan familiar que incluso dormido sabía que no era real, pero no por eso me resultaba menos aterradora. Soñé otra vez con las mismas caras llenas de odio, sentí el mismo miedo, pero esta vez el desenlace fue distinto…

De repente aparece un hombre y la muchedumbre se dispersa. Lleva un uniforme que yo no conozco, de color verde oliva. Se quita la chaqueta y se la echa a mi madre por los hombros. «¡Debería daros vergüenza atacar a vuestra propia gente!», grita, pero los demás no le oyen. El hombre me coloca la mano sobre la cabeza. «Ya ha pasado todo, hijo.» Yo alzo la mirada y él me sonríe y me revuelve el pelo. Veo sus ojos turquesa y su piel morena. «Ya ha pasado todo, Junior», repite, «no tengas miedo».

Me desperté ahogando un grito de asombro. Mi madre seguía durmiendo junto a mí con una sonrisa y un rubor en las mejillas que delataban la naturaleza de sus sueños. Me levanté sigilosamente de la cama y busqué mi ropa, pero no encontré nada para ponerme, a pesar de que en el recibidor había una luz encendida. Abrí un cajón y me quedé boquiabierto al verlo vacío. Me rasqué la cabeza, intentando pensar. No podía estar todavía soñando, no entendía nada. Finalmente, no me quedó más opción que ponerme el abrigo sobre el pijama y calzarme las botas. Todavía adormilado y desorientado, bajé al jardín y me dirigí al château en medio de la tormenta. No sabía cómo encontrar a Coyote, pero quería decirle que no se marchara sin nosotros. A pesar de que me tapaba la cabeza con el abrigo, la lluvia me empapó y se me coló espalda abajo, tocándome con sus dedos helados. Me estremecí de frío, me sacudí el agua de la cara y seguí corriendo. No podía pensar con claridad. ¿Qué había pasado con mi ropa? No estaba completamente seguro de que aquello no fuera un sueño.

Al llegar al château, me puse de espaldas al viento y me apoyé un momento contra los muros de piedra. ¿Estuvo aquí Coyote en 1944, cuando los norteamericanos liberaron Maurilliac? ¿Había sido él quien nos rescató de la multitud? ¿Era él nuestro salvador? ¿Era ése el vínculo que tenía con mi madre? Tal vez por eso era capaz de ver a Pistou cuando nadie más lo veía, porque era mágico. Un riachuelo de agua me caía por la espalda. Me estremecí y entré en el hotel. Tenía que encontrar a Coyote. No podía irse sin nosotros.

Estaba muy oscuro. De tanto en tanto, las nubes se apartaban lo suficiente para permitir un atisbo de la luna llena que brillaba en lo alto, más allá de la tormenta y de los vientos. Las puertas estaban cerradas y los postigos también, pero yo sabía que había una forma de entrar a través del invernadero. Aproveché que las nubes se apartaban momentáneamente para correr a la parte trasera, al huerto que había contemplado Joy Springtoe desde su ventana. Llegué al invernadero calado hasta los huesos y congelado. Totalmente despabilado a causa del frío, me acurruqué ante la pared de cristal con el rostro entre las manos, sin saber qué hacer, y entonces oí unos golpes continuados que parecían de una pala cavando en la tierra. Al principio me dije que sería un postigo mal cerrado, pero tras prestar atención deduje que había alguien cavando en el jardín. La oscuridad era total, y por mucho que me esforzaba no conseguía ver nada más que la lluvia. Contuve la respiración para escuchar. Oía los fuertes latidos de mi corazón, y de repente percibí claramente los golpes. Las nubes se apartaron un instante y un rayo de luna cayó sobre un extremo del jardín, junto al muro. Un hombre arrodillado estaba cavando un agujero. Me quedé aterrado. Sólo podía pensar en un motivo para cavar un hoyo en plena noche de tormenta: esconder un cadáver después de haber cometido un asesinato. En cuanto el cielo volvió a taparse, salí corriendo. Sentía tanto pánico que me temblaban las piernas y olvidé mi obsesión por impedir que Coyote desapareciera en mitad de la noche. Sólo pensaba en alejarme cuanto antes del château,no fuera que el asesino me descubriera y decidiera acabar también conmigo.

Regresé a la seguridad del edificio de las caballerizas. Dentro la temperatura era cálida y en el aire flotaba el olor a limón de la colonia de mi madre mezclado con aroma de pino. Me desvestí y colgué el pijama mojado en el cuarto de baño para que se secara. Me metí desnudo en la cama, tan cerca de mi madre como me fue posible sin tocarla. Ayudado por el agradable calor y demasiado cansado para preocuparme por el asesino del jardín, no tardé en dormirme. Cuando mi madre me despertó, todavía era de noche y ya no llovía.

– Chitón -me dijo. Estaba vestida y se había recogido el pelo. Me miró con ojos brillantes. Si vio mi pijama en el cuarto de baño, se guardó mucho de hacer comentarios-. Tus ropas están sobre la silla. Vístete.

– ¿Adónde vamos?

– A América -respondió sonriente.

– ¿América? -No me lo podía creer. Todo era muy extraño.

– Coyote nos espera en el coche. Ahora no te lo puedo explicar, cariño, no tenemos tiempo.

Se guardó en el bolsillo del abrigo un sobre donde había escrito con su florida caligrafía: «Jacques Reynard».

Ésa era la razón de que los cajones estuvieran vacíos. La habitación había quedado desnuda como si nunca hubiéramos vivido allí. De repente me sentí muy triste. Toda mi vida había vivido en Maurilliac. El espíritu de mi padre seguía vagando por el Château Lecrusse, y a veces me parecía oír sus botas sobre el suelo de madera, la música de orquesta que provenía del gramófono y la risa cantarina de mi madre cuando él la hacía bailar por la habitación. Se me rompía el corazón al pensar en abandonar todo aquello que me gustaba: las verdes hileras de viñedos, la vendimia, las puestas de sol que teñían de oro las aguas del río, el panorama que se divisaba desde el pabellón, Daphne Halifax, Jacques Reynard… Claudine. Un lagrimón me bajó por la mejilla.

– Es normal que estés triste, cariño -dijo mi madre, también llorosa-. Pero vamos a embarcarnos en una aventura -añadió para animarme-. Nos vamos a otro país, tenemos la oportunidad de empezar una nueva vida.

– ¿Yqué pasará con papá? -grazné. No hacía falta que dijera más. Mi madre me entendió y me abrazó con fuerza.

– Papá no está aquí, Mischa. Está en el cielo. -Me colocó ante ella para que le viera la cara-. Lo llevamos en el corazón, siempre estará con nosotros. No he dejado de quererle. A Coyote lo quiero de otra manera. Hay muchas maneras de amar, Mischa. Nuestros corazones tienen una inmensa capacidad para amar, algún día hablaremos de eso. Pero si nos quedamos aquí, nunca nos veremos libres del pasado. -Dejó oír una carcajada triste-. Ahora eres un santo, Mischa, y es difícil estar a la altura de la santidad. No creo que debas cargar con ese peso. Venga, tenemos que darnos prisa. Créeme, es mejor que nos vayamos. El chevalier haluchado y ha salido vencedor. Ya no tenemos nada que hacer en este lugar.

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