TERCERA PARTE

Oh, montado en mi caballo

qué gallardo iba,

montado en mi silla

qué feliz cabalgaba.

Pero me di a la bebida

y también al juego.

Un tiro me dispararon

y ahora me estoy muriendo.

Que alguien me traiga

un vaso de agua,

un vaso de agua,

dijo el pobre vaquero.

Pero no pudo beber.

Su alma partió,

su alma partió.

El pobre vaquero murió.

27

Divisé las torres del château mucho antes de llegar a Maurilliac. Las agujas gris oscuro rematadas por finos triángulos se elevaban tentadoras por encima de los árboles, tal como las recordaba, y parecían encontrarse al alcance de la mano. Sobresaltadas por un ruido, una bandada de palomas levantó el vuelo y se desparramó por el cielo gris pálido como una oscura nube de perdigones. Se me aceleró el pulso y empecé a sentir calor dentro del coche. Abrí la ventanilla para tomar una bocanada de aire fresco. Estaba en casa por fin.

Al pie de la colina detuve el coche. La carretera subía dibujando una suave curva, y a la luz lechosa del invierno, la hierba junto al arcén parecía relucir. Pensé en todas las veces que me habrían llevado de niño por esa misma carretera. Parecía que había sucedido en otra vida, y sin embargo lo recordaba como si hubiera sido ayer. Me había convertido en un hombre, pero en mi pecho latía el corazón de un niño.

Era invierno y la tierra estaba desnuda. El viento que entraba en el coche estaba cargado de escarcha, y sin embargo yo recordaba aquel día de verano en que Coyote nos llevó a la playa en su descapotable. Podía revivir la sensación del viento alborotándome el pelo, el sentimiento de libertad y de optimismo ante un futuro repleto de posibilidades, el cariño y el orgullo que me henchían el corazón. Recordaba que Coyote había puesto una mano sobre la rodilla de mi madre y que ella se la había apartado con suavidad, pero había dejado la mano sobre la de él. Yo lo veía todo y lo oía todo, pero no podía recordar qué se sentía al no poder hablar. Y a pesar del aire frío que me congelaba las narices, podía sentir el calor y oler el aire cargado de aroma a pino, a hierba fresca, a chopo y a jazmín. Podía oír las cigarras, el suave zumbido de las abejas y el canto estridente de los pájaros, y a pesar de que los únicos animales que tenía cerca eran una pareja de cuervos que buscaban gusanos en el frío suelo, notaba en la piel la caricia de unas alas de mariposa. Era como si volviera a ser un niño, pero las manos que agarraban el volante pertenecían a un hombre de mediana edad. Suspiraba por hacer revivir un pasado que estaba muerto y frío como el invierno.

Puse el coche en marcha, y el ruido del motor perturbó mi ensoñación como cuando se arroja una piedra a la superficie quieta de un lago. Fui directamente al lugar que siempre había amado, a pesar del odio que me profesaban sus gentes. Me preguntaba si Yvette seguiría con vida, y qué habría sido de Monsieur y Madame Duval. ¿Me reconocerían, o acaso yo había cambiado tanto que resultaba imposible? Me miré en el retrovisor y pensé que aunque me vieran no sabrían quién era, había pasado demasiado tiempo. Sólo quien me hubiera querido podría reconocer al niño solitario en los ojos de un hombre que aparentaba más edad de la que tenía.

El château seguía tal como lo recordaba, no había cambiado en lo más mínimo: las paredes de piedra clara, las altas ventanas de guillotina, los postigos azul pálido abiertos para dejar entrar el sol, el tejado de tejas grises con sus bonitas ventanas abuhardilladas, sus esbeltas chimeneas y sus dos bonitas torres. Hasta entonces no había apreciado su belleza, sólo lo que significaba. Representaba un tiempo pasado, pero seguía siendo bonito. Aparqué el coche, y un joven con uniforme blanco y gris salió de recepción y se ofreció a llevarme la maleta. Me llamó la atención el bonito suelo de losas de piedra del vestíbulo. La alfombra azul y dorada que yo recordaba ya no existía. Me recibió un hombre atractivo de unos treinta años, alto y tieso, con el pelo negro peinado hacia atrás. Se presentó como Jean-Luc Lavalle y, dando por supuesto que yo era extranjero, se dirigió a mí en inglés.

– Bienvenido a Château Lecrusse. ¿Viene de lejos?

Su sonrisa dulzona y su aire de suficiencia me irritaron desde el primer momento. No podía imaginarse que mi padre había pisado estas mismas losas con sus botas negras, y que yo había jugado aquí mismo con mis cochecitos; que este lujoso hotel había sido un día mi hogar. Como no tenía ganas de conversar, fui breve.

– De Estados Unidos.

– Tenemos muchos huéspedes de Estados Unidos -dijo con orgullo-. Sobre todo a causa de la historia. Este château es del siglo dieciséis, y creo que en Estados Unidos no tienen muchos lugares con historia.

– Sabe muy pocas cosas del mundo, monsieur -le respondí. Pero mi respuesta no lo amilanó en absoluto.

– A los estadounidenses les fascina la cultura europea.

– Tal vez porque no tienen cultura -repliqué. Pero el hombre no detectó mi sarcasmo.

Exactement. En cambio en Maurilliac hay mucha cultura, ya lo verá.

– Desde luego, no lo dudo. Pero ahora me gustaría ir a mi habitación.

– Claro, monsieur. Si es tan amable, tendría que rellenar un formulario. He hecho que le subieran la maleta a la habitación.

Tomé asiento en el lugar que me indicaba y aproveché para hacer unas preguntas.

– Dígame, ¿a quién pertenece el hotel?

– Pertenecía a un matrimonio llamado Duval, pero hace unos diez años lo compró una empresa, Stellar Châteaux, que tiene mansiones de este tipo en Francia.

– ¿Y usted es…?

– El gerente. Si tiene usted un problema o alguna pregunta, estoy a su disposición.

– Es muy amable por su parte -respondí-. ¿Quién se ocupa de los viñedos?

La pregunta le sorprendió.

– Alexandre Dambrine.

– ¿Yla iglesia? ¿Cómo se llama el párroco?

– El padre Robert Denous.

– Ah, ¿ya no está el padre Abel-Louis?

– Se ha jubilado. Vive en el pueblo, en la Place de l'Église.

Empecé a rellenar el formulario.

– Perdone que se lo pregunte, monsieur,¿ya había estado aquí otras veces?

Alcé la vista del papel y le miré a la cara.

– Yo vivía aquí -respondí. Y luego añadí con cierto humor-: antes de que usted naciera.

Jean-Luc pareció animarse. Parecía deseoso de hacerme un montón de preguntas, pero se dio cuenta de que yo no tenía ganas de hablar y desistió. Cuando acabé de rellenar el formulario, me acompañó a mi habitación. En el pasillo descubrí la silla tapizada que utilizaba de niño para esconderme. Estaba en el mismo sitio, y hasta la tela del tapizado era la misma, aunque ahora estaba más ajada, y los colores apagados por el sol que entraba por la ventana cercana. Me pareció demasiado pequeña para ocultarme tras ella; no me imaginaba que hubiera sido tan pequeño. Llegamos a mi habitación y Jean-Luc abrió la puerta. Más allá, siguiendo el pasillo, estaba la habitación de Joy Springtoe, la recordaba bien. Saqué del bolsillo la pelotita de goma que estuve a punto de perder para siempre detrás de la cómoda, y recordé con nostalgia cómo Joy me la había devuelto. Al rememorar su último beso y el sabor de su piel se me encogió el corazón pensando lo triste que me sentí tras su partida. Pocas personas me dieron tanto cariño en mi infancia, y no las olvidaría nunca.

– Desde aquí se ven muy bien los viñedos, es un panorama precioso -dijo Jean-Luc-. Aunque, como usted ya sabe, es mucho más bonito en verano.

– Muchas gracias. -Estaba deseando que se marchara. Quería quedarme solo, y él tenía ganas de charla.

– Muy bien. Si necesita algo, marque el cero, el servicio de habitaciones. Si no quiere nada más, le dejo descansar.

Me acerqué a la ventana y contemplé ensimismado los campos donde jugaba de pequeño. En cuanto acabé de deshacer mi escaso equipaje, decidí dar una vuelta por los alrededores. Tenía ganas de ver el resto del château y el edificio de las caballerizas. Era un fastidio que los Duval ya no estuvieran; me hubiese divertido atormentándolos un poco, porque seguro que no me habrían reconocido. Había planeado comportarme como un huésped exigente e insoportable sólo para hacerlos sufrir. Era un placer estar al otro lado de la valla. Recordé una ocasión en que Madame Duval me descubrió espiando la llegada de los huéspedes y me arrastró de la oreja hasta la cocina, donde me propinó una paliza delante de Yvette y sus horribles empleados. Ahora que yo era un huésped y no podía vengarme, esperaba una justicia divina, que a causa de sus duros corazones se hubieran convertido en seres desgraciados, condenados a envejecer en triste soledad.

Bajé las escaleras y di una vuelta por la planta baja. Todo me parecía mucho más pequeño de lo que lo recordaba, los lugares donde me escondía eran minúsculos, y el comedor que recordaba tan grande y ruidoso era en realidad una sala acogedora pero con mala acústica. Sin embargo, el olor era el mismo, una mezcla de cera de muebles, humo de leña de la chimenea del recibidor y cuatrocientos años de historia que me entró por la nariz, me impregnó los huesos y me transportó al pasado, inundándome de agridulce nostalgia. Entré en el invernadero y miré hacia fuera: la terraza estaba húmeda y cubierta de musgo. Las sillas donde los Faisanes se habían sentado para hablar de Coyote mientras yo jugaba con Rex debajo de la mesa estaban cubiertas de hojas secas. Como estábamos en pleno invierno, no había mesas en el jardín, y la hierba se veía castigada por el viento y cubierta de desechos otoñales. Rememoré cómo me escondía con Pistou entre los arbustos para espiar a los huéspedes que tomaban el té. No eché un vistazo alrededor para ver si lo veía, porque sabía que no estaba, y sentí el dolor de su ausencia. Ya no podía conjurarlo como antes. Al hacerme mayor lo había perdido.

Entré en la cocina. Un chef con gorro blanco metía un largo cucharón en la olla de la sopa mientras un miembro de su equipo aguardaba sus comentarios. Le oí decir algo en voz baja, todo lo contrario de los berridos que daba Yvette. Cuando me vio, alzó las cejas e inclinó la cabeza a modo de saludo antes de volver a su trabajo. Había un ambiente eficiente y agradable. Eché un vistazo a las cazuelas de los últimos estantes y a los diversos utensilios, cazos y sartenes que colgaban del techo. Los habría podido coger sin esfuerzo, alargando la mano, y sin embargo, convertirme en el «agarrador» de Yvette me había cambiado la vida en el château: de ser un inútil había pasado a ser importante. Sonreí para mis adentros y salí de la cocina.

El edificio de las caballerizas estaba muy cambiado desde que la maquinaria había venido a sustituir al caballo y al arado. Ahora en los establos había tractores y otras máquinas, y el piso de arriba se había transformado en oficinas. El taller de Jacques Reynard todavía existía, pero ahora era un lugar sin alma. Me inundó la tristeza. Desde la desaparición de Coyote, no había permitido que nadie ocupara el hueco que dejaron en mi corazón Jacques Reynard, Daphne Halifax y Joy Springtoe. Cuando salí del edificio de las caballerizas me sentía derrotado. Seguí caminando sin rumbo por los terrenos del château,recordando detalles, tocando cosas, prestando atención a los ecos de las voces que me llegaban del pasado. Deseaba con toda mi alma poder compartir esos recuerdos con alguien. Pero mi madre había muerto, Pistou sólo había existido en mi imaginación; y en cuanto a Yvette y los Duval, ya no estaban, aunque no tenía ganas de verlos. Sin embargo, una parte de mi ser clamaba venganza; quería acabar con mis demonios. El chevalier anhelaba probar su espada en los que le habían atormentado, quería disfrutar infligiéndoles dolor, como si de una forma perversa fuera a mitigar así su sufrimiento. Y con la esperanza de encontrar al padre Abel-Louis me encaminé al pueblo.

El sol estaba alto en el cielo. A pesar del café y los cruasanes que había tomado con Caroline, me sentía hambriento. Los rayos del sol eran demasiado débiles y hacía frío, pero no quise coger el coche. Me puse el abrigo y el sombrero, metí las manos en los bolsillos y decidí que iría por la carretera, ya que los caminos que atravesaban los campos estaban demasiado embarrados y yo no tenía el calzado adecuado. Hacer el camino a pie resultó más agradable que en coche. Los recuerdos no resultaban tan opresivos, y el aire frío me llenaba de vigor. Disfruté del paisaje, de los campos abiertos, del amplio horizonte. De vez en cuando se oía algún que otro pájaro. Estaba preparado para enfrentarme a mi mayor enemigo.

El pueblo había cambiado muy poco en cuarenta años. Había unas cuantas casas más en las afueras, y ya no quedaban carros ni caballos, sólo había coches. No vi una sola cara conocida. Paseé por las calles, miré los escaparates y atisbé el interior de los cafés. Ya no me emocionaba el anonimato. Hacía tiempo que me había acostumbrado, y además ahora era otra persona, por lo menos exteriormente. Era un adulto que recorría los lugares de su infancia, y lo que de niño me pareció inmenso ahora se me antojaba pequeño e insignificante.

Llegué a la Place de l'Église y me senté en el borde de la fuente. De la boca del pez que yacía al pie del santo ya no manaba agua, porque estaba tan helada como los árboles. La plaza estaba llena de vida: críos, madres que charlaban al sol, palomas que picoteaban las migajas del suelo. Parecía imposible que allí mismo, al pie de la iglesia, mi madre hubiera sido desnudada, rapada y humillada por una muchedumbre sedienta de sangre, y que me hubieran alzado como a un corderito pascual para que presenciara el sacrificio. Por supuesto, mi madre y yo no fuimos los únicos. Otros fueron castigados de la misma forma, desnudados y exhibidos como animales, pero yo no los conocía, y sólo recordaba el horror vivido. Pero Maurilliac había progresado, y ahora era un pueblo alegre y bullente de vida. No había ninguna estatua de Mischa Fontaine, el chico que tuvo una visión y vivió un milagro. No venían peregrinos buscando una experiencia similar y no me habían levantado un santuario. Nadie se acordaba de mí. O eso me parecía.

28

La iglesia de Saint-Vincent-de-Paul ya no me asustaba. Había arrojado una sombra siniestra sobre mi infancia, pero ahora irradiaba serenidad, y las estatuas de los santos sobre los pedestales no me contemplaban con reprobación, sino llenos de espiritualidad. Al fin y al cabo, eran de piedra, no de carne y hueso. Unos rayos de sol caían sobre los asientos que mi madre y yo ocupábamos los domingos. Ahora que el padre Abel-Louis ya no estaba, pensé que notaría la presencia de Dios, pero no noté nada. Sólo podía sentir a Dios al aire libre, en los campos, bajo el cielo abierto, cuando podía mirar el horizonte; entonces tenía la sensación de que percibía la existencia de un poder superior, pero no entre las frías paredes de una iglesia.

Sentado en el silencio de la iglesia me olvidé del hambre que hacía rugir mis entrañas. Pero mis piernas eran demasiado largas para aquel asiento duro e incómodo, y finalmente me puse de pie. El aire olía a cerrado y a viejo. Recordé que había gente enterrada bajo las losas de la iglesia y me pareció oler los viejos huesos. Las flores del altar eran hermosas, pero había habido mucha infelicidad aquí. Bajo la apariencia de serenidad latía la desgracia de lo ocurrido en aquel lugar. No podía borrarse la historia. El padre Abel-Louis había echado a Dios de su casa, y Dios no había regresado.

Comí en un restaurante que daba a la plaza. Los vecinos estaban acostumbrados a los turistas, y aunque me miraban con desconfianza, como miran las gentes que no han salido nunca de su pueblo, me dejaron comer en paz. La comida era buena. De niño había comido allí con Coyote, pero el viejo restaurante ya no existía y ahora era un local moderno donde servían foie gras y champán. Iba ya por el postre cuando me llamó la atención una pareja que salía. Vi el perfil de la mujer un instante, pero resultaba inconfundible: era Claudine. Me quedé de piedra. Miré por la ventana para ver si se volvía y conseguía verla mejor. Llevaba el pelo más corto, sobre los hombros. Aunque vestía un grueso abrigo, vi que tenía las espaldas un poco encorvadas, pero reconocí su pequeña nariz y su boca, con el labio superior un poco levantado. Ya no era dentona, pero era ella. De todas maneras nada pude hacer, porque cuando llegué a la puerta había desaparecido.

Me entró calor. Se me aceleró el pulso y la sangre me empezó a correr por las venas con renovada energía. Me tomé el café, me quité el jersey y me aflojé el nudo de la corbata. Claudine vivía todavía en Maurilliac y podía encontrarla. No sería difícil, era un pueblo pequeño. Podía esperar al domingo y tropezarme con ella en misa. De pequeña iba cada domingo a la iglesia, la obligaban a ir igual que a mí. Ambos odiábamos al cureton y nos habíamos reído de él en el puente de piedra. Era una de las pocas personas que me entendían, y deseé hablar con ella del pasado. Al igual que Coyote y Jacques Reynard, Claudine me había prestado atención.

Pagué la cuenta y le pregunté al camarero si sabía dónde vivía el padre Abel-Louis. El hombre me miró con desconfianza y me preguntó por qué quería saberlo.

– Soy un viejo amigo suyo -le dije.

El camarero dudó un instante.

– Le advierto que está muy enfermo y no le gustan las visitas -dijo entornando los ojos.

– Entonces es igual que yo -dije sonriendo. El camarero se encogió de hombros y me dio los datos. Le di una buena propina y me marché.

El padre Abel-Louis vivía en una casa fea y anodina, como si hubiera querido desaparecer en el anonimato. No era en absoluto la residencia elegante de un antiguo cura, el hombre más importante del pueblo. Me quedé pensando ante la puerta. Ignoraba lo que le iba a decir cuando lo viera, sólo quería verlo, y cuanto más viejo y decrépito estuviera, mejor. Llamé a la puerta, y como no respondió nadie, insistí. Oí unos pies que se arrastraban y a continuación un tintineo de llaves y cerrojos que se corrían. Parecía la puerta de una cárcel. Me pregunté por qué tantas medidas de seguridad, de quién se escondía.

Un anciano encogido y demacrado me miró con suspicacia. Tenía mucho menos pelo, y bajo unos mechones blancos se adivinaba el cráneo rosado, pero lo reconocí de inmediato. Con el rostro gris y las mejillas hundidas, los labios se habían quedado reducidos a una fina línea desdeñosa, pero los ojos conservaban el brillo cruel que en otro tiempo conseguía dominarme. Él no sabía quién era yo. Me dirigió una mirada inexpresiva y se pasó sobre los labios una lengua reseca.

– Padre Abel-Louis -dije.

– ¿Quién es usted? -gruñó él.

– Mischa Fontaine. -El cura metió rápidamente la lengua dentro de la boca y pestañeó.

– No conozco a nadie con ese nombre. -Se apresuró a intentar cerrar la puerta, pero yo paré la hoja con el pie.

– Creo que sabe quién soy.

– Estoy enfermo.

– He venido a visitarle -dije, y abrí la puerta. El anciano tenía tan poca fuerza que no necesité desenvainar mi espada.

– No quiero ver a nadie. ¿Quién le ha dado mi dirección? ¿Por qué no ha telefoneado antes? ¿No tiene educación?

Entré en la casa y cerré la puerta. El padre Abel-Louis me precedió por el pasillo cojeando, apoyándose en un bastón. Había sido un hombre alto, pero ahora yo era mucho más alto que él. Vi que temblaba. ¿Acaso no sabía que los niños se convierten en hombres? Llegamos a un salón en penumbra. Los estores, casi cerrados, sólo dejaban pasar un rayo de luz. Apestaba a cerrado, a incontinencia y a muerte. El cura se dejó caer en un sillón. Tiré de la cuerda para que los estores se abrieran un poco, y la luz le obligó a cerrar los ojos y taparse la cara con la mano.

– ¿Qué quiere?

– Quería verle, padre Abel-Louis. Quería vengarme por lo que me hizo sufrir, pero veo que se está muriendo.

– Soy viejo y estoy débil. Déjeme morir en paz.

Casi podía oír el crujido de sus huesos, pero no sentía compasión, sino odio.

– Usted es un hombre de Dios, ¿no es así? -dije. Vi que apartaba la mirada y que le temblaban los labios-. ¿Cómo cree que lo juzgará Dios?

– Dios obró un milagro en mi iglesia.

– Eso no tuvo nada que ver con usted, padre Abel-Louis, y usted lo sabe. Pero consiguió utilizarlo en su favor, ¿no es eso?

– Yo le perdoné, ¿qué más quiere?

– ¿Me perdonó? -Solté una carcajada-. ¿Dice que usted me perdonó? -Mis carcajadas lo aterrorizaron. Torció los labios en una mueca y miró de un lado a otro como un animal enjaulado. Empezó a jadear y apareció espuma blanca en las comisuras de su boca-. Dejó que castigaran a mi madre y que me torturaran. ¿Cómo explica esto un hombre de Dios?

La frialdad había desaparecido de su mirada. Tenía los ojos inyectados en sangre y parecía aterrado.

– ¿Ataca a un hombre enfermo y débil que no puede defenderse?

– Usted atacó a un niño demasiado pequeño para responder.

– Eso forma parte del pasado.

– ¿Cree que para mí está enterrado y olvidado?

– Sólo hice lo que me parecía correcto.

– ¿Cuántos inocentes murieron porque usted hizo la vista gorda? Dígame, padre Abel-Louis, ¿cuántos castigos tuvieron lugar al amparo de su iglesia?

– No sé de qué me habla. -Era presa de temblores, y me di cuenta de que había tocado un punto sensible, aunque no sabía cuál.

– Que el demonio se lleve su alma -dije suavemente-. Porque usted se la prometió, ¿no es así, padre Abel-Louis?

– Que Dios me perdone -dijo de repente. Estaba congestionado y me miraba con temor-. Perdóname, Mischa. -Cerró los ojos y se quedó totalmente quieto. Hacía un calor sofocante y me faltaba el aire. Sentí claustrofobia, como si las paredes se cerraran sobre nosotros. Me quité el abrigo y me senté en el sofá. Nadie limpiaba allí, todo estaba mugriento-. Lamento lo que hice. -Su voz eraapenas un susurro-. Me he escondido del pasado, he cerrado las puertas con llave y apenas salgo de casa. Espero la muerte porque no puedo vivir sabiendo lo que he hecho.

– Todavía puede limpiarse de culpa. ¿No acoge Jesús al pecador que se arrepiente?

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Yo he hecho cosas terribles, Mischa, para conseguir bienes materiales. Ahora que me enfrento a la muerte me doy cuenta de que esas cosas no valen nada. Me presentaré desnudo y solo ante Dios. No tengo nada, absolutamente nada. Tú no puedes entenderlo, eras sólo un niño.

– Ahora soy un hombre y lo entiendo.

– No, no lo entiendes. Pero deja que te lo explique, y luego te irás y no volverás a verme. Sabía que un día esto me alcanzaría. Y ahora que ha llegado no tengo miedo.

– Se lo prometo -dije. Notaba las manos húmedas de sudor y el corazón como un tambor enloquecido. Al contrario que el padre Abel-Louis, yo tenía miedo del pasado, miedode sus palabras.

– Cuando llegaron los alemanes no me quedó más remedio que darles la bienvenida. No sabíamos cuánto tiempo iban a quedarse, ni si los aliados podrían vencerlos. Creí que los alemanes se quedarían para siempre y aposté por el caballo perdedor. Eran amables y nos trataron con respeto. Nadie resultó herido. Simplemente fueron en formación hasta el château y se instalaron allí. Tu madre trabajaba con la familia Rosenfeld, y cuando se marcharon se quedó a cuidar de aquello con Jacques Reynard, pensando que los Rosenfeld volverían después de la guerra. Los alemanes eran astutos, sabían que yo era el pastor del rebaño y que la gente me hacía caso. Si yo estaba de su parte, el pueblo me seguiría, así que me invitaban a comer, asistían a misa y se mostraban generosos. Eran malos tiempos para los franceses, y ellos se aseguraron de que a mí no me faltara de nada. Tu madre se enamoró de tu padre el primer día en que lo vio. Se querían, pero lo mantuvieron en secreto. Yo lo sabía porque lo vi con mis propios ojos. Cuando tu madre se quedó embarazada, tu padre me pidió que los casara. No querían que nacieras como un hijo ilegítimo. Los casé en la pequeña capilla del château,y durante un tiempo fuisteis una familia como cualquier otra. Tu padre era un hombre poderoso, y tu madre era encantadora, inteligente y de una gran belleza. Me gustaba mucho. -Se detuvo un momento y carraspeó. Me pidió un vaso de agua para aclararse la garganta y fui a buscarlo a la cocina.

– Ya ves. Anouk y yo éramos amigos, por extraño que te resulte.

– ¿Qué ocurrió?

– Llegaron los aliados y los alemanes se marcharon. Tu madre sabía demasiado.

– Y por eso la castigó.

– La traicioné. Le dije a la gente que se había casado con Dieter Schulz y que su bebé era hijo de alemán, un retoño del diablo.

Oír el nombre de mi padre me produjo un agudo dolor.

– ¿Por eso dejó que la maltrataran?

– No hice nada para impedir que la castigaran.

– ¿Y yo? Sólo tenía tres años.

– Eras un bebé. -Exhaló un suspiro tan hondo que se quedó sin aliento, y de su pecho salió un ruido de matraca. Carraspeó para aclararse las vías respiratorias-. Lo hice para salvarme, y pensé que tu madre se marcharía, pero se quedó para atormentarme. Ella conocía mis acuerdos con los alemanes, sabía a cuánta gente había traicionado, sabía que tenía las manos manchadas con sangre inocente, pero no dijo nada.

– ¿Por qué?

– Nadie le habría creído. Yo era un hombre de Dios. ¿Quién hubiera creído a una mujer caída en desgracia antes que a mí?

Tenía los codos apoyados en los muslos. Incliné la cabeza y me rasqué la frente mientras asimilaba las palabras del padre Abel-Louis: nos sacrificó para salvar el pellejo. Ahora entendía por qué mi madre insistía en ir a misa cada domingo: sabía que su presencia lo atormentaría, que le recordaría sus pecados. Por eso no quería marcharse, no quería verse derrotada. Pero me extrañaba que nunca me hubiera dicho nada, ni siquiera años más tarde, cuando el pasado no era más que un recuerdo. Nunca me hablo de mi padre, ni de la guerra, ni del padre Abel-Louis. Tal vez estos recuerdos se convirtieron en el cáncer que la envenenó y le causó la muerte. Tal vez se habría salvado de haberlos compartido conmigo.

– Perdí la voz, padre Abel-Louis. Éramos parias.

– No podía hacer otra cosa -siseó, evitando mi mirada.

– Podía haber hablado con mi madre. Si eran amigos, ella le habría guardado el secreto.

– Anouk no era ese tipo de mujer. Era terca, no obedecía a nadie.

– Pero le gustaban los alemanes.

– ¡No! -rugió-. Ella amó a un alemán, a tu padre, pero también amaba Francia y a los franceses. Cuando llegaron los aliados lo celebró con el resto del pueblo. Yo sabía que con el tiempo acabaría por traicionarme, no podía correr el riesgo. Y Maurilliac necesitaba un sacerdote, no los podía abandonar.

– No era usted digno de servirlos.

– Necesitaban un guía.

– Usted les mostró el camino del odio y la venganza.

– Estaba confuso y asustado. No lo entiendes.

Tuve la certeza de que me ocultaba algo. Miraba en derredor, pero evitaba mis ojos, hacía lo posible por no mirarme.

– Ayúdeme a entenderlo para que pueda perdonarle.

El padre cerró los ojos y pareció encogerse. Estaba blanco e inmóvil, con las manos en el regazo, tan indefenso y encorvado como si la muerte se lo estuviera llevando poco a poco. No me iba a contar nada más, así que me marché, tal como le había prometido.

No tenía intención de regresar a aquel salón que apestaba a cerrado. Al padre no le faltaba mucho para reunirse con aquellos a los que había traicionado. Tendría que enfrentarse a su juicio. Yo quería creer en Dios y en el cielo sólo para que se hiciera justicia.

Cuando salí al exterior, me apoyé en un muro y bebí con avidez el aire frío, que me quemó los pulmones pero me hizo sentirme bien.

Cuando caminaba de vuelta deseaba con toda mi alma poder compartir con alguien aquella experiencia. Podía ir en busca de Jacques Reynard, pero me temía que hubiera fallecido, y tras mi encuentro con el padre Abel-Louis no me veía capaz de enfrentarme a una mala noticia. Prefería conservar la esperanza de que estaba vivo y de que me lo podía topar en cualquier momento en Maurilliac. No soportaba la idea de que todo lo que me quedara del pasado fuera aquel horrible sacerdote. Tal vez incluso la mujer que tomé por Claudine no era más que una señora que se le parecía. No me fiaba ya de mis sentidos, todo podía ser una ilusión. Agaché la cabeza y metíla mano en el bolsillo del pantalón para tocar la pelotita de goma regalo de mi padre. Me dije que tal vez había hecho mal en volver, que sólo estaba desenterrando recuerdos dolorosos. El padre Abel-Louis había descargado su conciencia, pero ¿yyo? Sus declaraciones habían cambiado en algo la imagen que yo tenía de mi madre, pero ¿y qué? Era demasiado tarde para cambiar mi relación con ella.

De repente me pareció oír una voz conocida que me recordaba a un tiempo muy lejano, cuando yo me sentía solo y desgraciado. Los años desaparecieron como por encanto, y volví a ser un niño emocionado ante su primer amor. Me volví lentamente, temeroso de que todo fuera un producto de mi propio deseo.

– ¿Mischa?

– Claudine, entonces eras tú, no estaba seguro.

Claudine estaba frente a la oficina de Correos y me miraba con expresión de incredulidad.

– ¿Qué haces aquí?

Me encogí de hombros.

– Tenía que volver. -La miré a los ojos, asombrado de verla convertida en una mujer.

– Has crecido -dijo sonriente. Todavía tenía los dientes un poco saltones. Su sonrisa me recordó a la niña con la que jugaba en el puente.

– Tú también.

– Pero sigues siendo Mischa.

– Y tú sigues siendo Claudine.

Ella movió la cabeza. Una arruga se dibujó en su entrecejo.

– No, no lo soy. -Suspiró y apartó la mirada-. Ojalá lo fuera, pero ya no lo soy.

Un hombre moreno y mal afeitado salió de la oficina de Correos. Era alto, de espaldas anchas, y tenía una expresión desagradable.

Bonjour -dijo en tono arrogante. No me reconoció, pero yo sabía quién era.

– Te acuerdas de Laurent, ¿verdad, Mischa? Laurent es mi marido.

29

Se marcharon juntos, uno al lado del otro, marido y mujer, y me quedé mirándolos estupefacto. Estaba furioso, y la mirada de ternura que me dirigió Claudine al marcharse hizo que el corazón me diera un brinco pero no aplacó mi rabia. Mi enfado no estaba justificado, porque éramos muy niños, pero ella había sido mi amiga especial y Laurent mi enemigo. Es increíble cuánto duran los agravios de la niñez: el tiempo no los borra. Sabía que Claudine había sido mi primer amor, porque volvía a sentir un ligero mareo, flojedad en las piernas y dolor en el pecho, como si se me acelerara el corazón. Tenía que luchar contra la gravedad para asirme a alguien que se me escapaba, y me aterraba perderla. Aunque nunca había sido mía, sentía el impulso de aferrarme a ella.

Con las manos en los bolsillos, me encorvé para hacer frente al aire frío y los miré con resignación hasta que doblaron la esquina. Claudine no volvió la cabeza. Para ella no era más que un viejo conocido. Tal vez nos encontraríamos en la plaza, pero luego yo regresaría a mi vida en Estados Unidos y ella se quedaría aquí entre los recuerdos que yo tanto apreciaba. Hechos que habíamos compartido pero que seguramente ella había olvidado. Emprendí el camino de vuelta hacia el château con el corazón pesaroso.

Entré en el hotel sin responder a los saludos entusiastas de los empleados. Era una suerte que Jean-Luc no estuviera, porque no me sentía con humor para aguantar su parloteo. Dejando una estela de hostilidad que impediría a cualquiera acercarse, fui a mi habitación y me senté en la cama con la cabeza entre las manos. Ya no pensaba en la charla con el padre Abel-Louis, aquello no era nada comparado con el encuentro con Claudine. Repasé en mi mente una y otra vez cada instante: me había vuelto, y allí estaba aquella niña dentona convertida en una mujer atractiva; ella me había sonreído, se había apartado el pelo de la cara con una mano enguantada y me había dirigido una mirada tímida y gozosa. Y entonces tuve esa revelación que fue como el amanecer tras una larga noche; supe que para mí sólo había habido una mujer en el mundo, y allí estaba frente a mí, mirándome como si pensara lo mismo. Y luego el horror de ver a Laurent, que fue como caer y no encontrar nada a lo que agarrarme. Le estreché la mano, pero no le sonreí porque no podía simular que me alegraba verle. Fui incapaz de ocultar mis celos: él era el marido de la mujer que amaba. Olvidé las buenas maneras y el disimulo. Claudine me había desestabilizado y ahora todo estaba patas arriba.

Tenía que verla a solas. Pero ¿ysi Laurent estaba conella? No era tan idiota, sospecharía mis motivos. Podía pasearme por la Place de l'Église para intentar encontrarla, o seguirla hasta su casa y esperar a que Laurent se marchara. Tenía mis astucias, no en vano había sido un experto espía. Pero ¿de qué me serviría? Claudine estaba casada, tenía su vida. No me quedaba otro remedio que volver a mi propia existencia vacía y olvidarme de ella.

Estaba anocheciendo y soplaba un fuerte viento. Miré hacia los viñedos que se extendían más allá del jardín, ahora sumidos en la oscuridad, y recordé las creencias de mi abuela acerca del viento. Bien, hoy soplaba un buen vendaval. Me sentía contrariado y triste, yempezaba a desear no haber venido. Lo único que había conseguido era atormentar al padre Abel-Louis, una triste victoria que no me hacía sentir mejor. Al contrario, estaba más obsesionado con el pasado que antes. Los demonios seguían ahí, no había conseguido matar a ninguno. Y me había enamorado precisamente de la persona equivocada.

Me di un baño y me vestí para la cena, que una vez más tomaría en solitario. Estaba harto de mi propia compañía, pero me negaba a que mi soledad despertara compasión, porque la compasión iría acompañada de alguna invitación. Resolví mostrarme malhumorado y me dirigí a la biblioteca para tomar una copa antes de cenar. Cuando atravesaba el vestíbulo donde de niño jugaba con mis cochecitos de juguete, un recepcionista me dijo: «Perdone, monsieur».Le dirigí una mirada iracunda que lo acobardó, y con mano temblorosa me entregó un sobre escrito con letra clara y de trazos curvos, al estilo de la caligrafía francesa. Perplejo, cogí el sobre y me dirigí a la biblioteca, y sólo allí recordé que no le había dado las gracias.

En la biblioteca reinaba un agradable silencio. Unas pocas personas leían el periódico y en la chimenea ardía un alegre fuego. Me senté en un sillón de cuero y pedí un martini. Leí la nota: Mischa, por favor, ven al puente mañana a las nueve y media. Tu vieja amiga, Claudine. ¿Habría sentido ella también la llamada del destino? No podía creerlo. Releí la nota, esta vez fijándome en la caligrafía, como si en los trazos de tinta se encontrara la esencia de su personalidad. Cuando me trajeron el martini, me retrepé en el sillón y contemplé el fuego de la chimenea. De repente me sentía mucho más animado.

Bonsoir, monsieur.

Era Jean-Luc, el director. De no ser por la nota de Claudine, habría contestado con un gruñido y me habría puesto a leer el periódico para evitarlo, pero ahora me sentía eufórico. Sin apenas darme cuenta, le indiqué que tomara asiento en un sillón frente a mí.

– Confío en que lo encuentre todo a su gusto -dijo Jean-Luc.

Doblé la carta y me la metí en el bolsillo de la americana.

– Todo está perfecto, gracias.

– Quería preguntarle acerca de su infancia aquí, en el château.

– Nací aquí -dije, y probé mi martini.

– Tal vez le interesen entonces las viejas fotografías de este lugar antes de que se convirtiera en un hotel, cuando era una mansión familiar.

– Me interesaría mucho -dije, aunque no podía dejar de pensar en Claudine.

– Afortunadamente, los Duval lo guardaron todo, y en los archivos hay montones de álbumes de fotos, libros de visita, libros de juegos, inventarios y hasta listas de la compra. Usted, que ha vivido aquí, puede encontrar hasta fotografías de viejos familiares.

Que me considerara tan viejo no me ofendió, más bien me pareció divertido.

– Nací en mil novecientos cuarenta y uno, Jean-Luc, no soy un fósil. No estaba aquí antes de la guerra. Mi madre trabajaba aquí, eso es todo. No recuerdo apenas el château antes de que se convirtiera en un hotel. -No mencioné a mi padre ni la estancia de los alemanes durante la ocupación.

– Lo lamento.

– Me alegro de que se hayan deshecho de la horrible alfombra que había en el vestíbulo.

– La belleza de estos viejos châteaux está en su forma original. Cuanto menos se cambie, mucho mejor, ¿no le parece?

– Cuando yo era niño, Jacques Reynard se ocupaba de los viñedos. ¿Está…? -Me estremecí. La bebida y la nota de Claudine me habían llevado demasiado lejos. Pero Jean-Luc esbozó una sonrisa.

– Vive a las afueras de Maurilliac, a unos cuarenta minutos de aquí.

Me quedé perplejo.

– ¿Está vivo?

– Desde luego. Compró una pequeña granja. Ahora ya se ha retirado, pero todavía se ocupa de la granja.

– ¿Por qué se marchó?

Jean-Luc se encogió de hombros.

– No lo sé. Se había hecho mayor.

– Pero este lugar le gustaba mucho. Pensaba que se habría ido a vivir a una de las casas de la propiedad, o por lo menos a Maurilliac.

– Tendrá que preguntárselo a él.

– Lo haré. ¿Está casado?

– Su mujer murió hace unos ocho años.

– ¿Recuerda cómo se llamaba?

– Yvette, era la…

– La cocinera, sí, la recuerdo. Bueno, quién me lo iba a decir. -Los recordé juntos en el viejo pabellón. Había sido un espectáculo para un niño pequeño. Él la llamaba por un nombre extraño. Intenté recordarlo pero no lo conseguí.

– Era una señora muy agradable -dijo Jean-Luc.

Yo no respondí. Aunque me ascendió al cargo de «agarrador», Yvette nunca me gustó, y siempre le tuve miedo.

Aquella noche no pude pegar ojo. Me quedé despierto mirando al techo y viendo pasar toda mi infancia como si fuera una película que pudiera acelerar o rebobinar a mi gusto. Por una parte parecía que todo hubiera sucedido en otra vida, y al mismo tiempo resultaba muy cercano, casi tangible. En los ojos de Claudine vislumbré el brillo de antaño, pero también una cálida madurez y -estaba seguro- una sombra de tristeza. Era la misma persona bajo las capas de experiencia que se habían depositado a lo largo de los años, sólo que más sabia y más vieja, con las costuras raídas. Estaba tan desesperado por verla que me desesperaba deseando que amaneciera. Ignoraba lo que ocurriría, si es que ocurría algo, pero aquella noche se me hicieron eternas las horas que faltaban para hablar con ella. Supongo que me dormí finalmente, porque me desperté a las ocho. Ya era de día. Corrí la cortina y vi que el suelo estaba cubierto con una delgada capa de escarcha. Una fina niebla flotaba sobre el jardín y los campos cercanos, envolviéndolo todo en un manto de magia. Era un día lleno de promesas. Me vestí, me afeité, intenté arreglarme un poco el pelo largo y rebelde, que en las sienes adquiría un color grisáceo de arena mojada, y me pregunté qué se había hecho del pelo rubio y brillante que tenía de niño. Desayuné en el hotel leyendo los periódicos, aunque sólo con la mirada, porque mentalmente me encontraba ya en el puente.

Me puse el abrigo y el sombrero y salí al jardín por el invernadero. El suelo estaba tan endurecido que no importaba que mis zapatos no fueran los adecuados para el campo. En el aire helado mi aliento se convertía en vapor y las mejillas me ardían. Con las manos en los bolsillos me encaminé hacia el río por el mismo sendero que tantas veces recorriera con Pistou. Cazábamos conejos y pájaros, jugábamos con mi pelota o sencillamente íbamos dando patadas a las piedras. El paisaje no había cambiado en todos aquellos años: la colina conservaba su elegante curvatura y el bosque seguía oliendo a pino, el río discurría por el valle y el puente estaba en el mismo sitio. Sólo nuestras vidas, transitorias como las hojas que nacen y mueren, se veían arrastradas por el viento del destino, ora calentándose al sol, ora mojándose bajo la lluvia. Sobre aquel puente de piedra que separaba las dos orillas fui más consciente que nunca de mi propia mortalidad. Si mi pasado era un parpadeo, también lo era mi futuro. Un día yo no estaría, pero el puente y el río seguirían allí, y todo continuaría en mi ausencia. ¿Dónde estaría? ¿Sumido en un sueño eterno, o en un mundo de espíritus con todos los que se habían ido antes que yo? Había perdido demasiado tiempo llenando mis años de odio y de amargura. No quería perder más.

Miré el reloj. Eran más de las nueve y media. Miré a lo lejos, intentando ver a Claudine. La niebla caía como un manto sobre el paisaje y no dejaba ver más allá de unos metros. La recordé corriendo y gritando para recuperar su sombrero. En un par de ocasiones me pareció oír pasos que se acercaban, pero debió de ser un animal que aplastaba una ramita al pasar, una liebre o un gamo. Un crujido asustó a los pájaros, que salieron volando en bandada, pero no era Claudine. De repente me pregunté si habría entendido bien el mensaje y busqué la nota del bolsillo, pero recordé que todavía estaba en la chaqueta que me había puesto para cenar. ¿Y si había querido decir las nueve de la noche? Tal vez no se había atrevido a venir, o Laurent se lo había impedido. Para no quedarme helado, empecé a caminar por el puente arriba y abajo, golpeando el suelo con los pies. Los minutos transcurrían lentamente, y cada vez era más improbable que Claudine viniera.

A las diez empezó a levantarse la neblina y apareció el sol. Me pareció ofensivo que todo estuviera tan bonito, porque hacía más penosa mi decepción. El rocío brillaba en las hojas de los árboles, las partículas de neblina llenaban el aire de pequeñas perlas y la escarcha que quedaba sobre la hierba relucía como un manto de plata y diamantes. En medio de tanta belleza resultaba difícil sentirse desgraciado. Mis sueños se habían desvanecido igual que la niebla, y no tenía sentido seguir esperando con aquel frío. Una vez más me enfrentaba a la idea de abandonar Maurilliac sin volver a ver a Claudine. Hubiese preferido no verla, por lo menos no hubiera sufrido una desilusión. Pero el encuentro del día anterior fue la promesa de algo muy importante, y ahora mi vida se me antojaba más monótona y aburrida que nunca, y sin duda más solitaria. Di media vuelta y emprendí el camino de regreso.

30

– ¡Mischa! -Me volví y la vi corriendo por el camino junto al río-. ¡Mischa! ¡Espera!

Corrí eufórico a su encuentro y, demasiado emocionado para atender a formalidades, la alcé en brazos unos centímetros sobre el suelo y enterré mi rostro en su cuello.

– ¡Claudine! ¡Qué contento estoy de verte!

– Siento haber llegado tarde. No he podido salir antes.

– No pasa nada. Ahora ya estás aquí y no sabes lo feliz que me hace.

Rió con su risa suave y cantarina de criatura, y el corazón se me encogió de nostalgia. Me eché a reír y la dejé en el suelo, pero seguíamos abrazados. Nos miramos largo rato en silencio, intentando familiarizarnos con nuestros rostros cincelados por el tiempo y la madurez, y descubrimos que tampoco habíamos cambiado tanto, después de todo.

– Sigues siendo Mischa -dijo ella al fin, sonriendo.

– Ya no eres tan dentona.

Claudine se rió.

– Gracias a Dios. Parecía un burrito.

– No es cierto. Tus dientes me gustaban.

– Todavía están un poco salidos, pero parece como si hubieran encontrado su sitio con los años, o a lo mejor ya estoy acostumbrada. Pero ¿por qué hablo de mis dientes? -Movió la cabeza y sonrió-. Dios mío, Mischa, han pasado casi cuarenta años. ¿Dónde te has metido todo ese tiempo? ¿Qué has hecho?

Se quedó mirándome, y sus ojos traslucían tanto cariño que me sentí inundado de ternura. No había perdido el don que tenía de niño de percibir cosas que los demás no veían, simplemente no lo había necesitado. Cuando era mudo, sabía leer más allá de las palabras, y ahora podía hacerlo de nuevo, podía leer en la mirada.

Por el camino que discurría junto al río nos dirigimos a un viejo banco de hierro que de niño, con Pistou, había convertido en un barco pirata. Claudine se apoyaba en mi brazo.

– Es una larga historia -dije cogiéndole de la mano-. Vivimos en Nueva Jersey durante siete años y luego mi madre y yo nos fuimos a Nueva York.

– ¿Cómo está tu madre?

– Murió de cáncer.

– Lo siento mucho. Tiene que haber sido un golpe muy duro para ti. Con los años comprendí por lo que habíais pasado. Claro que sabía quién era tu padre y por qué trataron a tu madre como a una apestada, pero de niña no entendía lo que significaba. Tú y tu madre habéis pasado por tantas cosas que estabais unidos por un lazo muy estrecho. Siento mucho que haya muerto. ¿Estás casado? -Noté un cambio en su tono de voz, como si intentara sonar alegre pero en realidad temiera mi respuesta.

– No me he casado nunca.

– ¿Un hombre tan guapo como tú? -Rió. Su tono había vuelto a la normalidad.

– La verdad es que no tengo muy buen aspecto.

– Pero sigues siendo Mischa. Parece que fue ayer, ¿no? -Se sentó en el banco con un suspiro-. Éramos unos críos, pero contigo tengo la sensación de que no he cambiado tanto. -Me senté junto a ella-. Quiero decir que, cuando nos vimos ayer, era como si hubiéramos estado siempre en contacto. Para mí no eras un extraño, eras mi viejo amigo. -Se volvió y sonrió con timidez-. Todavía eres mi viejo amigo, Mischa. Te quería más que a nada ni a nadie.

– ¿Y por qué? Siempre he querido preguntarte por qué te preocupaste por mí. Al fin y al cabo, yo no podía hablar.

– No lo sé, pero supongo que te veía como otro ser humano, no como un bicho raro. Todo el mundo hablaba de ti y de tu madre, y decían que eras un engendro del diablo, pero yo sabía que no era cierto, que eras igual que yo. Me dije que los adultos eran estúpidos y supersticiosos, y que los niños los seguían como corderitos, incapaces de pensar por su cuenta. Me parecía mal, quería demostrarles que eran unos tontos. Al principio te sonreí y me acerqué a ti para chincharles, pero cuando me miraste con esos ojos llenos de miedo, como un animalito asustado, me dio mucha pena. No me importaba que no pudieras hablar, al contrario, hizo que me gustaras más. Me dabas lástima, pero al mismo tiempo te admiraba porque eras diferente. Tenías una personalidad increíble, y además eras guapo, con tu pelo rubio y tus ojos azules. La gente hablaba de ti en susurros, eras como una fruta prohibida. Y siempre me han atraído las cosas prohibidas.

– ¿Como Laurent? -Los celos me ahogaban. No pude evitar la pregunta, pero hubiera deseado que mi voz no sonara tan rabiosa.

Claudine negó con la cabeza.

– Era muy joven cuando me casé con Laurent. Éramos amigos de toda la vida, parecía natural que nos casáramos.

– ¿Tenéis hijos?

– Dos. Mi hijo Joël tiene veinticinco años y trabaja en Londres para Moët & Chandon. Mi hija, Delphine, tiene veintitrés años y trabaja en una revista en París. Se han hecho mayores. -Suspiró y agachó la cabeza.

– ¿Y tú a qué te dedicas?

– No hago gran cosa. Cuido de Laurent.

– ¿Necesita mucha atención?

– Me da más trabajo que mis dos hijos juntos. Todos tenemos que hacerle caso a Laurent.

Al observar sus ojos ensombrecidos no pude evitar la pregunta:

– ¿Eres feliz, Claudine?

Se volvió hacia mí con la cara encendida y turbada.

– Esas cosas no se preguntan. ¡No me puedes preguntar algo así, Mischa! ¡Es de mal gusto!

– ¿Por qué no? Yo no soy feliz. Hasta ayer, pensaba que estaba bien, pero cuando te vi me di cuenta de que llevaba años sintiéndome desgraciado. El sentimiento de infelicidad estaba tan integrado en mi vida que ni siquiera lo notaba. Pero tú lo has cambiado todo, Claudine, y ya nunca volveré a ser el mismo.

– ¿Qué estás diciendo, Mischa? Ni siquiera me conoces.

– Eso no es cierto. -Claudine apartó la mirada-. ¿Me habrías escrito una nota si no te sintieras desgraciada, si no hubieras sentido algo por mí?

– Quería verte -dijo encogiéndose de hombros-. A Laurent no le gusta que tenga amistades masculinas, dice que no está bien visto. Tenía miedo de que te marcharas sin hablar conmigo.

– No, si me enviaste esa nota fue porque sentiste lo mismo que yo. -Cuando se volvió hacia mí, vi que le brillaban los ojos-. Dime que tú también lo sentiste. -Claudine inspiró profundamente el aire helado. Los labios le temblaban, y aunque estaba pálida, tenía en las mejillas dos manchas rojas, como dos picaduras de abeja. Era un momento irreal, como si estuviéramos fuera del tiempo-. Sé que parece una tontería -insistí- porque hace tantísimo tiempo que no te veo, pero no me lo parece. Siento como si te hubiera conocido de toda la vida. Claudine, confiesa que tú sientes lo mismo.

– Tienes razón -dijo en un susurro apenas audible-. He sentido lo mismo.

La estreché entre mis brazos y besé su boca cálida y tentadora. Tenía la cara fría y la nariz roja, pero sus labios eran suaves y me acogieron con ternura. No se resistió, se entregó a mis caricias como si también ella hubiera estado esperando aquel momento, como si su vida entera la hubiera conducido hasta allí. Llevaba un grueso abrigo, un polo, un pañuelo al cuello, guantes y sombrero. Sólo su cara quedaba libre. Para sentirla más cerca le quité el sombrero y metí las manos entre su espesa mata de pelo, ligeramente húmedo alrededor de la frente. Ninguno de los dos rompió el silencio. Sólo queríamos estar muy juntos. Saboreé la sensación de su piel bajo mis labios, inhalé su olor y probé el sabor salado de sus lágrimas. Supe que llevaba toda la vida esperándola.

– ¿Es posible? -Claudine se apartó un poco y me escrutó con incredulidad.

– Si me lo hubieras preguntado hace una semana te habría contestado que no, que no se puede uno enamorar en un instante. Yo estaba convencido de que ese tipo de amor sólo existía en las malas novelas y en las películas, no pensé que pudiera sucederme a mí.

– Siento que te conozco desde siempre, que estás hecho para mí. He pensado mucho en ti, ¿sabes? Te eché de menos, y más aún porque te fuiste sin decirme nada. Mi mundo se quedó vacío. Me sentí abandonada. Todo me recordaba a ti, todo el mundo hablaba de ti. Eras el tema central del pueblo, y sin embargo te fuiste sin decir adiós.

– Me arrastraron en mitad de la noche. No tuve tiempo de despedirme, pero lloré durante todo el viaje a América.

– Yo también lloré. Eras mi amigo. Entonces comprendí que eras algo especial para mí, pero mucho más después que te habías ido, porque sentí un dolor largo tiempo y nunca te olvidé.

– Yo también he pensado mucho en ti. Al principio estaba contento de haber dejado atrás Maurilliac, y Estados Unidos me pareció un país brillante y colorido. Pero luego, después de que Coyote se marchara, aquellos años en que me odiaba y odiaba a todo el mundo, te estuve buscando sin saberlo. Inconscientemente me sentía atraído por las mujeres francesas, pero con ninguna funcionó. No me enamoré de verdad, no me entregué, sabía que no funcionaría. Oh, Claudine, ¿adónde han ido a parar todos esos años? Ahora me parecen un suspiro, como si nunca nos hubiéramos separado. Pero los dos somos ya personas maduras.

– Eso no tiene importancia. Ahora estás aquí, en Maurilliac, y todo está bien. Deberías haberte quedado. No tendrías que haberme abandonado.

– Lo sé, y ojalá hubiese tenido el valor de volver. Lo único que he hecho hasta ahora es sobrevivir. Tengo el sentimiento de que he estado buscándote todo este tiempo, y ahora te he encontrado.

Ninguno de los dos osaba plantear la cuestión inevitable: ¿qué hacemos ahora?

– ¿Por que has vuelto a Maurilliac? -le preguntó Claudine.

– Es una larga historia.

– Tengo todo el día. Laurent trabaja en Burdeos, es abogado. No volverá hasta tarde.

– Entonces no te soltaré hasta la puesta del sol.

– ¿Por qué has tardado tanto en regresar?

– Tenía miedo de volver.

– ¿Miedo? Pero eras el chico milagroso, todo el pueblo estaba a tus pies.

– Era un bicho raro, diferente a todos los demás. Era el niño alemán, el crío cuya madre había colaborado con el enemigo, y ningún milagro -por más que el padre Abel-Louis diera su aprobación- podía lavar esa mancha. He seguido soñando con este pueblo. A veces me despierto con la sensación de que es verano. -En realidad ni yo mismo sabía por qué había venido-. Supongo que se ha dado una combinación de circunstancias. Al morir mi madre, se rompió el último vínculo que me unía al pasado, y hay preguntas para las que no tengo respuesta, sombras que necesito iluminar. Me di cuenta de que el pasado me seguiría atormentando mientras no descubriera todos sus secretos.

– ¿Has visto al cureton?

– Era mi peor enemigo, pero ahora no es más que un anciano triste y decrépito que se balancea al borde de su tumba. Me pregunto por qué le tenía tanto miedo.

– ¿Has hablado con él? -Claudine me miraba con asombro.

– Le he hecho una visita.

– ¿Y qué dijo? ¿Te reconoció? ¿Estaba sorprendido de verte?

– No me reconoció hasta que le dije quién era, y entonces simuló que no me conocía. Estaba aterrorizado.

– Cómo lo detestaba. Era un hombre malo.

– Más malo de lo que te imaginas. Colaboraba con los alemanes. Casó a mis padres en secreto, y cuando los aliados liberaron Maurilliac, se volvió contra mi madre porque sabía demasiado.

– ¿Dejó que os torturaran a los dos para salvar el pellejo?

Asentí muy serio.

– Una vez que mi madre quedara marcada como colaboracionista, ya no podría acusarle, porque nadie le creería. Tiene las manos manchadas de sangre, te lo aseguro. Y creo que hay algo más que no me ha contado, aunque ya no me importa. Por mí, es como si ya estuviera enterrado, como si no existiera.

– Seguro que traicionó a luchadores de la Resistencia a cambio de ventajas materiales -dijo Claudine-. Conocía los secretos de todos, porque todo el mundo confiaba en él, y los fieles le confesaban sus pensamientos más íntimos. Es un miserable, y espero que se pudra en el infierno.

Recordé la puerta cerrada a cal y canto y la atmósfera irrespirable de su casa.

– No te preocupes, Claudine. Ya está en el infierno, hace años que vive allí.

– Me avergüenzo de formar parte de este pueblo, me avergüenzo del papel de mi familia en todo esto. Entiendo que no quisieras volver, y te admiro por tu valor ahora.

– Hay algo más -dije. Necesitaba contárselo todo.

– ¿Sí?

– Justo antes de morir, mi madre hizo entrega de una pintura muy valiosa, se la regaló al Metropolitan.

– Un gesto muy generoso.

– Yo ignoraba que poseyera ese cuadro. Se trata de un Tiziano, La Virgen Gitana. Al parecer es la primera versión del cuadro que está expuesto en Viena. El primero fue robado y por eso pintó otro. Es una pintura muy valiosa.

– ¿Ycómo llegó a sus manos?

– Eso es loque me gustaría saber.

– ¿Crees que lo encontró aquí?

Me encogí de hombros, pero entendí lo que quería decir Claudine.

– No creo que lo robara -afirmé, pero en realidad no estaba seguro. La posibilidad del robo iba adquiriendo cada vez más peso. Me sentí un poco mareado.

– Entonces, ¿quién se lo dio?

– No lo se.

– ¿Conocía a gente del mundo del arte?

– Sí, debido a su trabajo.

– ¿A qué se dedicaba?

– Vendía antigüedades.

– ¿También cuadros?

– No.

– Entonces tal vez lo guardaba para alguien. ¿Por qué iba a regalar al Metropolitan un cuadro robado? Esto hubiera supuesto hacerte cargar con un montón de problemas, y ella no quería eso, ¿verdad? -Se rascó pensativa la barbilla-. ¿Y qué ocurrió con Coyote?

La mera mención de su nombre me hizo dar un salto como si me hubiera picado una avispa.

– ¡El escurridizo Coyote! -exclamé con amargura-. Desapareció cuando yo tenía unos diez años. Un día estaba allí, y al día siguiente se había ido para no volver. Ahora sé que llevaba una doble vida, que tenía esposa e hijos en Virginia. No era lo que parecía. Sin embargo, si el cuadro hubiera sido suyo, se lo habría llevado consigo, o habría vuelto a buscarlo.

– ¿Crees que aquí encontrarás las respuestas?

– Mi instinto me dice que aquí hay algo. Tengo recuerdos vagos que no puedo fijar del todo, imágenes sueltas que van y vienen. Si pudiera unirlas, estoy seguro de que descubriría algo importante.

– No puedo creer que tu madre nunca te dijera nada, ni siquiera antes de morir.

– Se negaba a hablar del tema. -La miré angustiado-. Dicho así, parece sentimiento de culpabilidad, ¿verdad?

Claudine me estrechó la mano.

– Si lo hubiera obtenido por medios legales, lo habría compartido contigo. Un cuadro tan valioso es para admirarlo y mostrarlo, no para esconderlo. Tal vez se lo dieron para que lo guardara y luego el propietario murió. ¿Quién sabe lo que pudo ocurrir en la guerra? O tal vez lo encontró y no conocía su verdadero valor. Hay muchas posibilidades, pero no deberías angustiarte por eso, no es tu problema. De haber querido que lo supieras, tu madre te lo habría contado.

– Hay algo más que no te he dicho.

– Adelante.

– Hace unas semanas, Coyote se presentó en mi oficina. Apareció como si tal cosa después de más de treinta años.

– ¿Te explicó dónde había estado?

– No, pero parecía un vagabundo. Iba cubierto de ropas harapientas, y hacía días que no se lavaba.

– Me acuerdo de lo elegante que estaba con su sombrero y su guitarra, tan guapo como un actor de cine. Todo el pueblo estaba revolucionado, y durante años siguieron hablando de él, sobre todo porque se fue del château sin pagar, y eso que parecía un hombre acomodado.

– Pues no lo era, pero lo simuló toda su vida.

– Y ejerció su encanto con tu madre.

– Yo creo que quería a mi madre, y que me quiso a mí también.

– Te devolvió la voz.

– ¿Lo recuerdas? Después de todo, no fue un milagro.

Claudine sonrió, y el corazón me dio un brinco.

– Me acuerdo de todo lo que se refiere a ti, Mischa -dijo, ruborizándose. Le cogí la mano y la miré a los ojos-. ¿Qué quería de ti?

– Preguntó por mi madre. No sabía que había muerto. No sabía que ella lo había seguido queriendo hasta el final, y yo no se lo dije. ¿Para qué? No volvía por ella, sino por el cuadro. Como puedes imaginarte, el asunto suscitó el interés de la prensa, así que Coyote se enteró por los periódicos. Por eso regresó.

– Pero no dijo que el cuadro le perteneciera.

– No. Se imaginaba que éramos ricos y acudió como un buitre.

– Pero algo te diría.

– Dijo que no quería nada de mí, que iba tras un espejismo.

– ¿A qué se refería?

– Lo ignoro. Deposité un beso en su frente-. Pero sí que sé por qué yo he regresado. El destino me ha devuelto a tu lado, Claudine, y tú eres la razón por la que me quedo.

Fuimos hasta el viejo pabellón paseando de la mano, como una pareja de amantes, no como dos viejos amigos a punto de cometer adulterio. Recordamos viejos tiempos. Claudine me fascinó hablando de su vida. Yo hubiera querido saber más acerca de Laurent, pero ella no quería hablar del tema. Deseaba saber si lo quería, si la trataba bien. Sabía que ella no era feliz, pero ¿era una infelicidad con la que podía vivir o tan terrible como para marcharse? Quería pedirle que viniera conmigo a Estados Unidos, pero no me atrevía a preguntárselo. Era demasiado pronto, y además me daba miedo que me dijera que no.

Llegamos al pabellón en lo alto de la colina donde estuve espiando a Jacques Reynard y a Yvette. Era un pequeño palacio de invierno, elegante y discreto, pero abandonado a las inclemencias del tiempo. Cubierto de hierba y de musgo, estaba envuelto en una neblina que le concedía un mágico encanto. La vegetación se había apoderado de él: la hiedra se abrazaba a los pilares de piedra y las matas de zarzamora cubrían los muros. Hubiera tenido un aspecto abandonado y triste de no ser por la escarcha, que le daba una belleza especial y nos recordaba la brevedad del momento. Cuando el sol fundiera la escarcha y la niebla se disipara, el encanto desaparecería.

– Esta belleza me entristece -dijo Claudine-. Nos estamos haciendo viejos, y ¿qué he hecho con mi vida?

– Has criado a dos hijos. Eso es todo un logro. -La hice dar media vuelta sobre sí misma para verle la cara. Tomé su rostro entre las manos y acaricié con los pulgares sus rojas mejillas. Claudine bajó tímidamente los ojos.

– No debería estar aquí -murmuró-. Estoy casada.

– Mírame, Claudine. -Me miró mansamente, parpadeando-. Si no fuera un sentimiento tan serio, no te pondría en un compromiso, pero he recorrido medio mundo con un enorme agujero en el corazón. He intentado llenarlo con mujeres de todas las formas y tamaños, pero ninguna era la adecuada. ¿Y sabes por qué? Porque tú fuiste la primera que entró en mi corazón, y eres la única que encaja en ese hueco. Ya de niño sabía que eras especial. Eras valiente y no te importaba desafiar a la autoridad, no temías ser impopular o hacer el ridículo, y me ofreciste tu amistad cuando nadie me quería. Tú eres la única que encaja, Claudine, pues el hueco de mi corazón ha ido creciendo contigo. Te quiero, no puedo evitarlo.

Claudine me tomó las muñecas y me dirigió una sonrisa.

– No lamento haber venido y no lamento haberte besado. Lo que lamento es que el destino te llevara a Estados Unidos. Me equivoqué de hombre al casarme.

– No tienes por qué seguir casada con él.

– Acabamos de encontrarnos.

– Confía en mí.

– Tengo miedo. Si Laurent se entera, se pondrá furioso. Tengo miedo, Mischa.

Besé sus pálidos labios confiando en persuadirla de que no iba a cambiar de opinión. ¿Cómo convencerla de que no me había enamorado hasta ayer cuando la vi? De pequeño quería a los que me demostraban cariño, como Joy Springtoe, Jacques Reynard o Daphne Halifax, y por supuesto a mi madre. Pero nunca, en toda mi vida, amé a una mujer como debe amarla un hombre. Isabel me recordaba a Francia, y nada más. Con Linda no había verdadera comunicación. Me dio los mejores años de su vida, pero a la postre no llegó a conocerme mejor que el primer día. Sin embargo, la sola visión de Claudine derribó el muro protector que había levantado a mi alrededor. En un momento ella leyó mi corazón como ninguna otra mujer. Si me hubiese conocido mejor, comprendería que nunca la iba a dejar escapar.

– No me dejes -le susurré-. No me dejes Claudine, te necesito. -Claudine no respondió. Se limitó a abrazarme muy fuerte.

Con el viaje a Chile había reanudado mi relación con Matías y María Elena. El viaje al château me demostró que el pasado nunca vuelve, por más que uno lo desee. Claudine era el amor que quería llevar conmigo, el hogar que había estado buscando.

31

Los dos días siguientes pasamos juntos todo el tiempo que nos fue posible. Por la noche tenía tantos deseos de estar con ella que me dolía el cuerpo. Quería abrazarla y besarla, poseerla por completo. Imaginarme a Claudine en la cama con Laurent me atormentaba. Incapaz de dormir, andaba por la habitación como un animal enjaulado, preguntándome si harían el amor, si dormían separados o abrazados, si Laurent sería capaz de forzarla. Y si pretendía ejercer su derecho marital, ¿se resistiría ella o estaría demasiado asustada? ¿Tendría miedo de hacerle daño, o más bien temía que él le hiciera daño? Tenía que averiguarlo.

Me juré que desenvainaría mi espada si Laurent le ponía la mano encima a Claudine. Imaginé que le propinaba un puñetazo en toda la cara y acababa con su actitud arrogante. Yo era más alto y más corpulento que Laurent, y sobre todo tenía más experiencia en ese campo de la que él se imaginaba. No tenía ninguna posibilidad de ganarme. Me representé una escena en la que cogía a Claudine en brazos y me la llevaba, mientras Laurent yacía en el suelo magullado. Yo la rescataba de su vida infeliz y empezábamos una nueva vida juntos en Estados Unidos.

Anhelaba conocer a mi enemigo y me frustraba no cumplir mis sueños, de manera que decidí ir a misa. En realidad no era una persona religiosa. La Iglesia me daba cierto reparo, su aura de misterio me fascinaba y me asustaba a un tiempo. Me parecía una institución formada por personas que pretendían dominar a los más débiles, y no quería formar parte del rebaño. Sin embargo, mis deseos de ver a Claudine y de saber más de Laurent me llevaron a superar todo recelo. Entré en la iglesia y me senté en uno de los últimos bancos para ver a los fieles que iban entrando. Reconocí algunos rostros, aunque la mayoría me resultaban desconocidos, y me pareció oír los ecos de sus voces: «Bastardo alemán, maldito nazi de mierda». Nadie me prestó atención, ni siquiera las personas que yo reconocía, que con la edad habían perdido vista. Al igual que el padre Abel-Louis pensaban en la próxima vida, y no en el pasado. Ya no llamaba la atención como de pequeño; ahora era uno más entre la multitud.

Estaba seguro que vería a Claudine y a Laurent. Claudine y yo habíamos estado recordando al padre Abel-Louis, y ella me habló muy bien del actual sacerdote: un respetable sirviente de Dios. Me aseguró que confiaba en él como sacerdote y como hombre. Pese a sus brotes de rebeldía, era una buena católica. Me pregunté qué le habría dicho en confesión, y cuánta influencia tendría sobre ella el padre Robert.

Entraron finalmente detrás de una madre con cinco hijos. Yo estaba tan ocupado mirando a los niños y lamentando no tener hijos que por poco no los vi entrar. Laurent caminaba con la cabeza bien alta, los hombros echados hacia atrás y los brazos colgando. Claudine iba a su lado, un poco encorvada, con las manos en los bolsillos y la mirada puesta en el grupo que iba delante. Tenía una expresión calmada y solemne. No se tocaban. Se sentaron al otro lado del pasillo y ocho filas más adelante. No había peligro de que me vieran. ¿Ypor qué iba a tener miedo? Pensé en abordarlos a la salida, pero ganó mi faceta de espía y decidí que los seguiría hasta su casa para observarlos. Quería ver cómo trataba Laurent a Claudine. Quería conocer a mi enemigo para elaborar una estrategia. No me marcharía del pueblo sin Claudine, de ninguna manera.

El padre Robert Denous era joven y enérgico, tenía una mirada cálida y hablaba con voz suave. Como una brisa de primavera tras el crudo invierno, dotaba al lugar de vitalidad, lejos del aura gris y siniestra que siempre había rodeado al padre Abel-Louis. Ofició la mayor parte de la misa en francés, y no en latín, y sus palabras eran positivas y animosas. Aunque al principio toda mi atención estaba puesta en Claudine y Laurent, poco a poco fui asimilando el significado del sermón y entendí por qué la gente acudía cada domingo a misa. Si el padre Robert era la puerta que llevaba al cielo, se trataba de una puerta que daba la bienvenida a todo el mundo. No pude evitar preguntarme qué habría pasado si el padre Abel-Louis se hubiera parecido más a él.

Cuando acabó la misa, fui de los primeros en salir de la iglesia. Me despedí del sacerdote con un apretón de manos y esperé donde Laurent y Claudine no pudieran verme. Al poco rato los vi salir y despedirse del sacerdote con un apretón de manos. Laurent no cambió su mueca desagradable, pero Claudine le sonrió abiertamente y le dijo algo mientras le estrechaba la mano entre las suyas y le dirigía una mirada cargada de respeto. El sacerdote le devolvió una cálida sonrisa. Daba la sensación de que Claudine lo conocía mucho mejor que su marido. Tal vez se había refugiado en la iglesia para escapar de su desgraciado matrimonio. Ella y el cura intercambiaron una broma, pero Laurent no sonrió, sino que permaneció un poco apartado como si, lo mismo que yo, sintiera poco interés por la institución que tanto significaba para su mujer. Cuando acabaron de hablar, Laurent se llevó a su mujer del brazo.

Los seguí a poca distancia. Ya no iban del brazo y apenas intercambiaron palabra. Claudine intentó iniciar una conversación, pero desistió porque Laurent contestaba con monosílabos. Recorrieron el pueblo por un entramado de callejuelas. Me pregunté qué habría sido de su amistad. Los silencios entre ellos no eran de los que se dan entre dos viejos amigos, sino las incómodas pausas de un matrimonio que se ha enfriado.

Finalmente se detuvieron frente a una bonita casa, reconstruida con la misma piedra de tonos claros del resto del pueblo, con tejado de tejas rojas, postigos blancos y balcones de hierro en la primera planta. No parecía una casa acogedora, sino fría y desolada. Me escondí rápidamente detrás de una triste peluquería mientras Laurent abría la puerta. Antes de entrar, Claudine miró a un lado y a otro con cara preocupada, y me pregunté si habría notado que la seguía.

Como era una mañana gris, encendieron las luces del salón y los pude ver claramente. Primero desaparecieron un rato y tuve que armarme de paciencia y esperar a que volvieran. Laurent encendió el fuego en la chimenea y Claudine se quedó de pie frente ala ventana, mordiéndose las uñas. Comprendí que pensaba en mí, porque tenía esa expresión soñadora que yo también tenía a veces.

Laurent apareció tras ella sigilosamente y le puso una mano en el hombro. Claudine lo rechazó encogiendo el hombro, y eso pareció irritarle. Alzó las manos al techo y soltó una retahíla que no alcancé a oír. Ella movió la cabeza y se apartó de la ventana. Unos minutos más tarde se encendieron las luces de la planta superior. Claudine miró por la ventana antes de correr las cortinas, pero él siguió un rato en la planta baja con las manos en las caderas, y luego desapareció. Me quedé lo más que pude, pero hacía frío y me rugían las tripas, así que no me quedó más remedio que volver al château.

Comí solo. Claudine dominaba mis pensamientos y me robó el apetito. Comí porque tenía que comer y porque era una manera de soportar la larga espera hasta volver a ver a Claudine, pero no tenía hambre. Hacerla entrar a escondidas en el hotel era demasiado arriesgado; si alguien la reconocía, nuestros planes se irían a pique. Me devané los sesos pensando en un lugar donde pudiéramos estar juntos y desnudos. Me parecía que si hacíamos el amor, sellaríamos un acuerdo que Claudine no se atrevería a romper. Estaba dispuesto a cualquier cosa para que se viniera conmigo a Estados Unidos.

Después de comer me senté en la biblioteca y estuve hojeando libros, aunque era incapaz de leer, nervioso y reconcomido por los celos. Sólo pensaba en Laurent y lo veía como un demonio, la suerte de demonio que el padre Abel-Louis había sido en mi infancia. Seguía dándole vueltas a estos pensamientos cuando Jean-Luc se me acercó con una amplia sonrisa y un viejo álbum de fotos en la mano.

– Perdone, monsieur. Tal vez le gustaría echar un vistazo a las viejas fotos de familia de los Rosenfeld.

Agradecido por la interrupción, le indiqué que tomara asiento en el sillón frente a mí y me dispuse a hojear el álbum.

– ¿Qué fue de los Rosenfeld? -pregunté, por decir algo.

– Murieron todos en la guerra.

– Claro, eran judíos -dije, algo más interesado. Mi madre nunca me habló de ellos, y yo nunca había pensado en la suerte que corrieron-. Seguramente murieron en los campos de concentración.

Abrí el álbum con cierta emoción. Era como abrir una ventana a un mundo secreto, el mundo secreto de mi madre. Había fotografías de la familia en el hipódromo de Longchamp, en el Bois de Boulogne de París. Los hombres llevaban trajes claros y las mujeres bonitos vestidos y grandes sombreros a la moda. Se los veía en banquetes y bailes, en fiestas al aire libre, en cenas benéficas. Aparecían en Londres, donde asistían a las carreras y a la exposición floral de Chelsea, y haciendo turismo en Viena, Nueva York y la India; había fotos de sus safaris a África y de su viaje anual a Jerusalén. Sus chóferes llevaban guantes y uniformes con gorras negras, conducían automóviles de brillante carrocería y volantes de cuero y tenían una expresión solemne. Los Rosenfeld parecían generosos y amables, siempre alegres y sonrientes. Lo que me resultaba chocante y poco acorde con las costumbres de la época era el amor, patente en las fotografías, que profesaban a sus niños. Siempre aparecían acariciando, besando y abrazando a los pequeños, y en algunas escenas familiares se veía a los cinco niños rodando con su padre encima del césped o jugando con la madre. Y también quedaba constancia de momentos de ternura en que parecían ignorar que los estaban fotografiando. Era un mundo protegido que ignoraba que al otro lado de la frontera se estaba preparando el régimen que iba a aplastarlos. Saber lo que estaba a punto de ocurrirles hacía que su alegría resultara dolorosa. Se me encogió el corazón al pensar en lo que aquellos niños bellos e inocentes sufrirían a manos de los nazis. Sus rostros alegres y despreocupados palidecerían de terror, y sus cuerpos llenos de vida se verían reducidos a cenizas.

Mi madre había conocido a esos niños, los había tenido en sus brazos, había convivido con ellos. Ahora comprendí por qué nunca me habló de ellos: era demasiado doloroso. Pero ¿por qué se había quedado en el château después de la desaparición de aquel mundo preservado de todo mal? No lo entendía.

Resultaba extraño ver el château cuando era una casa familiar. El mobiliario era diferente, pero las habitaciones eran las mismas, igual que las molduras del techo y la enorme chimenea del vestíbulo, donde también ardía un fuego. Sobre las baldosas de piedra había alfombras, y allí dormían los perros negros que guardaban la finca antes de la llegada de los alemanes. Aunque mi mente racional me decía lo contrario, yo intentaba creer en la inocencia de mi padre. No quería creer que hubiera formado parte de un régimen que torturó y destruyó a millones de inocentes. Me sentía tan apenado por el destino de los Rosenfeld que decidí cerrar el álbum, cuando algo me llamó poderosamente la atención: en la pared, junto a un retrato de la familia, estaba La Virgen Gitana. El horror me paralizó y el pulso se me aceleró; Jean-Luc se alarmó.

– ¿Se encuentra bien, monsieur? -Incapaz de hablar, asentí con la cabeza-. Le traeré un vaso de agua.

Apenas me di cuenta de que Jean-Luc se levantaba y atravesaba la biblioteca a grandes zancadas. La imagen del cuadro me dejó perplejo y me sumió en un torbellino de suposiciones. ¿Lo habría robado mi madre? ¿Lo habría guardado para ponerlo a salvo de los nazis, en la creencia de que la familia regresaría después de la guerra? ¿Lo habría requisado mi padre y se lo habría regalado a mi madre? No cabía duda de que era un objeto valioso que había pertenecido a una familia judía. Su robo constituía un crimen de guerra. Abrumado por la tristeza, entendí que mi madre hubiera sentido demasiada vergüenza para darme explicaciones.

Jean-Luc volvió con el vaso de agua y me lo bebí de un trago.

– Supongo que le ha causado impresión volver a ver su pasado. Han cambiado tantas cosas…

– En realidad sólo las personas. Le sorprendería los pocos cambios que hay -respondí, cerrando el álbum.

– Lo siento, tal vez no debería habérselo enseñado.

– Me alegro de haberlo visto, Jean-Luc, pero creo que necesito algo más fuerte que un vaso de agua.

Absolument! -Jean-Luc cogió el álbum de fotos y se levantó de un salto.

Me quede mirando el fuego y pensando en lo que habían perdido los Rosenfeld durante la guerra. En realidad sabía muy poco sobre ellos. Mi madre no tocaba el tema. Como sucede a menudo, las personas que han sufrido mucho no pueden o no quieren compartir su experiencia. Pero el château era la base sobre la que se había levantado mi vida. Aquí se conocieron mis padres, aquí contrajeron matrimonio y aquí había nacido yo. Mis primeros recuerdos eran escenas que tenían lugar en el vestíbulo, donde la figura de mi padre todavía arrojaba una sombra fantasmal. Por horrible que fuera lo que había sucedido entre estas paredes, por grande que resultara mi desilusión, había valido la pena saberlo.

El whisky que me trajo Jean-Luc me calentó el gaznate y me hizo sentir mejor.

– Me ha dicho que Jacques Reynard vivía en las inmediaciones. ¿Podría darme su dirección?

– Por supuesto, encantado.

Sentía la necesidad de saber algo más sobre el pasado de mi madre, y Jacques era la única persona que podía decirme algo. Mientras Jean-Luc iba en busca de la dirección, volví a mi habitación en busca de la cartera y las llaves del coche. Desde mi ventana contemplé los viñedos que se extendían hasta el horizonte bajo el cielo encapotado y gris y me acordé de Jacques. ¡Cómo debía de echar de menos sus viñedos! Me di cuenta de que llevaba un rato sin pensar en Claudine y que se habían aplacado mis celos. Por lo menos la había encontrado y estaba viva. Había sido muy afortunado.

El frío me golpeó como un bofetón. Me llené los pulmones de aire helado y me sentí tonificado y lleno de energía ante el misterio que iba a intentar desvelar. Nunca me había parecido tan emocionante investigar el pasado. Ya no me asustaba, tan sólo me intrigaba.

El paisaje de invierno era gris y monótono, pero el viaje me dio ánimos. Fui pensando en la sorpresa que había supuesto descubrir de dónde procedía La Virgen Gitana. Supuse que mi madre lo había donado al Metropolitan porque sabía que los Rosenfeld estaban muertos. Por eso dijo que «tenía que devolverlo». Tal vez lo había guardado todos estos años con la esperanza de que apareciera un miembro de la familia para reclamarlo, o tal vez se había decidido a hablar sólo cuando estaba al borde de la muerte y a salvo de la justicia. Cuando regresara a Estados Unidos, telefonearía a mi abogado y se lo explicaría.

Finalmente llegué a una casa de campo y entré con el coche por el sendero. A ambos lados se levantaban unos cobertizos de paredes claras y tejados de tejas rojas como los de las casas de Maurilliac. Sonreí al ver un tractor; cuando yo era niño, Jacques usaba caballos. Aparqué el coche frente a una casa coquetona, con gráciles chimeneas, postigos blancos y las paredes cubiertas de hiedra. Salí del coche y me quedé de pie sobre la gravilla, empapándome de la calidez que exhalaba la casa de Jacques. Sabía que estaba en mi hogar, podía sentirlo. Jacques apareció en la puerta de entrada y abrió los brazos para darme la bienvenida. Una triste sonrisa iluminó su rostro envejecido. Como he dicho, los que me habían querido me reconocían desde el primer momento.

32

Jacques se quitó la gorra y me abrazócon fuerza como si fuera un hijo pródigo. Sus lágrimas me mojaron el abrigo, porque yo era mucho más alto. Aunque no dijimos nada, los dos pensamos lo mismo: ¿por qué había tardado tanto en volver a Maurilliac? Jacques tendría lo menos 85 años y estaba arrugado y marchito, pero cuando por fin pude mirarle a los ojos, vi que irradiaban la misma luz de siempre.

– Me alegro de verte -le dije al fin. Él sacudió la cabeza y soltó una carcajada.

– Ni siquiera me has escrito. Debería de regañarte.

– Me da mucha vergüenza -admití.

– ¡Desaparecer así en mitad de la noche!

– No era más que un niño.

– Por eso te perdono -suspiró y se puso serio-. Pero no perdono a tu madre.

– Entremos, por favor, me estoy congelando -dije, frotándome las manos.

Atravesamos el vestíbulo y entramos en el salón, donde ardía un buen fuego. Tras la majestuosidad del château,la casa de Jacques me pareció acogedora y sencilla, repleta de objetos gastados y libros viejos, con valor sentimental. Todo tenía un aspecto ordenado, al igual que los cobertizos junto al camino de entrada. Me senté en un sillón y acerqué las manos al hogar para calentarme. Jacques me sirvió una copa y se arrodilló con dificultad frente a la chimenea para atizar el fuego, removiendo las brasas con un atizador.

– Así está mejor. Este invierno está siendo muy crudo.

– Te fuiste de Maurilliac.

Jacques asintió.

– Nada me retenía allí, y ya era mayor para el trabajo.

– Así que compraste esta casa y te instalaste aquí con Yvette.

– Yvette -rió, y en sus ojos apareció un brillo malicioso-. Yvette fue una buena esposa. Con ella comía bien, y acabé teniendo la tripa de un marido satisfecho. ¡Además era una mujer de las de verdad, con curvas!

– ¿Sabes que una vez os vi juntos?

Jacques se dejó caer en el sillón con un suspiro de satisfacción.

– ¿En serio?

– Sí, os vi haciendo el amor en el pabellón.

– ¡Qué granuja! -rugió, encantado de recordar el pasado.

– Ahora me acuerdo. ¡Dijiste que era como una uva tierna y jugosa!

– Yvette me gustaba mucho.

Yo no le dije que de pequeño la odiaba, porque estaba claro que Jacques veía un aspecto de ella que a mí se me escapaba. Pero entonces dijo algo que me sorprendió.

– A ti te quería mucho.

– Pero si me odiaba -repliqué.

– Puede que detestara lo que representabas, Mischa, pero yo le aclaré ese punto.

– Cuando me convertí en su agarrador empezó a tratarme mejor.

– ¿Su agarrador?

– No le gustaban las alturas, y cuando necesitaba algo de los estantes más altos o uno de los utensilios que colgaban del techo, me levantaba para que se lo cogiera.

– Le costaba tenerte manía, aunque quisiera. Tienes que entender que este país sentía vergüenza de lo ocurrido durante la guerra. Tú eras un inocente recordatorio de una desgracia nacional: la derrota y la violación de Francia. Pero eras un niño bueno y cariñoso, y yo te quería como a un hijo. A lo mejor te cuesta creerlo, pero Yvette lloró mucho cuando te marchaste. -Bebió pensativo un sorbo de café-. Incluso hasta yo lloré entonces.

– Tú y Daphne Halifax erais los únicos que me tratabais bien, y otra mujer, una norteamericana que se llamaba Joy Springtoe. Ya ves que no me olvido de la gente -dije, mirándole a los ojos.

– Dime, Mischa, ¿cómo está tu madre?

Hubo un cambio en el ambiente, como si faltara el oxígeno, y tuve una súbita iluminación. De repente estaba tan claro como la luz del día que Jacques había amado a mi madre. Lo vi tan triste, tan perdido y desolado, que aparté la mirada. No podía mirarle a los ojos.

– Ha muerto -dije. La tristeza de Jacques me cayó como una losa sobre mis hombros. Cuando alcé la mirada, vi sus ojos llenos de lágrimas-. ¿Sabía ella que la amabas? -le pregunté en voz baja. Jacques asintió.

– Sí lo sabía.

– Por eso nos apoyabas.

– Es la razón de que te apoyara, y de otras muchas cosas.

Me pareció que Jacques tenía ganas de hablar de mi madre, así que lo sondeé un poco más.

– ¿Cuánto tiempo hacía que la conocías?

– Desde que éramos niños. -Mi madre no me lo había dicho. Yo simplemente di por supuesto que se habían conocido trabajando en el château-. Anouk y yo nos criamos juntos en Maurilliac, y cuando se marchó no soporté quedarme, así que me marché lo más lejos que pude.

– Háblame de ella, Jacques.

– Anouk era la muchacha con la que todo el mundo quería casarse, coqueta, pícara y presumida -dijo. Su rostro volvió a iluminarse con el recuerdo-. Era muy hermosa, con un maravilloso sentido del humor y un corazón grande y generoso. Yo tenía quince años más que ella, pero nos hicimos amigos. Nos reíamos mucho. Comprendía bien a los demás, y tenía mucha capacidad para amar.

»Cuando ella tenía veintiún años vivimos un romance. Yo trabajaba desde los dieciséis años para el padre de Gustave Rosenfeld. Cuando el padre murió y Gustave y su esposa, Pauline, heredaron la propiedad, intercedí para que contrataran a tu madre. Gustave y Pauline tenían niños pequeños, y Anouk entró a trabajar con ellos como chica de servicio. Los Rosenfeld era una importante familia de vinicultores. Sus vinos eran conocidos en todo el mundo, y recibían muchas visitas. Era un trabajo duro, pero a tu madre le gustaba y adoraba a los niños, sobre todo a la segunda hija, Françoise. -Se quedó contemplando el fuego y siguió hablando para sí mismo-. Los tres años anteriores a la guerra trabajábamos juntos durante el día y nos amábamos por la noche. Le pedí que se casara conmigo, pero me dijo que era demasiado joven. Yo le dije que esperaría. -Se encogió de hombros-. ¿Qué hombre no hubiera esperado por Anouk?

– Entonces llegaron los alemanes.

– Primero se anexionaron Austria, luego conquistaron Checoslovaquia, invadieron los Sudetes y tomaron Praga. Cuando Hitler invadió Polonia, se declaró la guerra. Pensábamos que ganaríamos. Creíamos que todo se solucionaría en unos días. ¿Cómo iba Hitler a aplastar el poder de Francia? Era impensable. La cosecha de 1939 se arruinó a causa de las lluvias; el vino quedó sin cuerpo, aguado. Se cumplió la creencia de los agricultores sobre la relación entre las guerras y las cosechas: para anunciar la llegada de una guerra, el Señor envía una mala cosecha; mientras la guerra dura, las cosechas son mediocres, y cuando la guerra acaba, el Señor envía una cosecha abundante y rica. ¡Y la cosecha de 1939 fue la peor de los últimos cien años!

»Los Rosenfeld se quedaron en el château. Desde la subida al poder de Hitler, miles de judíos salían de Alemania y llegaban a Francia, a Inglaterra y a los países del este de Europa. Se rumoreaba que mataban a los judíos, pero nadie daba crédito. Hasta que en noviembre de 1938 asesinaron a casi un centenar en una sola noche.

– La noche de los cristales rotos -dije. Jacques asintió con tristeza.

– A pesar de eso, los Rosenfeld se sentían a salvo en Francia. Hicieron lo posible por poner su vino a resguardo. Guardaban cientos de miles de botellas en el laberinto de bodegas debajo del château,y Gustave Rosenfeld decidió tapiar los accesos para esconder las mejores cosechas, la de 1929 y la de 1938. Los niños lo encontraron emocionante, pero lo tomamos como una simple medida de precaución, porque no creíamos que Hitler pudiera atravesar la frontera. Así que Gustave y yo pusimos los ladrillos mientras Anouk, Françoise y los demás correteaban por allí. Pauline estuvo recogiendo arañas para que tejieran telas y así pareciera que las paredes de ladrillos eran mucho más viejas. De hecho, algunas partes de la bodega tienen más de cuatrocientos años.

– ¿Cómo es que no te reclutaron?

– Tenía treinta y siete años y era asmático, así que me dejaron ocuparme de los viñedos, pero los chicos con los que trabajaba se unieron a la guerra con entusiasmo. Ninguno de ellos regresó.

– ¿Qué fue de los Rosenfeld cuando llegaron los alemanes?

Jacques agachó la cabeza. Estaba casi calvo, pero tenía sobre el cráneo una fina pelusa, como la tela que las arañas tejieron en la bodega.

– Gustave se alistó en el ejército y a los demás se los llevaron. Pensábamos que los liberarían al acabar la guerra, teníamos esa esperanza, pero no volvimos a tener noticias de ellos nunca más. Murieron en los campos de concentración. Me resulta insoportable pensar en su sufrimiento y pido a Dios que tuvieran un final rápido e indoloro. El château fue requisado por el coronel Dieter Schulz.

– Mi padre.

– Era alto y guapo, y un gran hombre. No me extraña que tu madre se enamorara de él. Prometió que no tocaría el vino de las bodegas, y que trataría a todos con respeto. Pero hubo que enviar cajas de botellas a Alemania, y hacia el final de la guerra el propio Goering vino para seleccionar las obras de arte que había que enviar a Berlín en su tren privado. Goering se apropió de valiosos objetos de arte de las familias judías, como sabes.

– ¿Fue Goering el que robó la colección de arte de los Rosenfeld? -No entendía nada-. ¿Ypor qué no se llevó La Virgen Gitana?

¿La Virgen Gitana?

– Es un cuadro de Tiziano, y estaba en el château. Poco antes de morir, mi madre se lo entregó al Metropolitan.

– De eso no tengo ni idea. Lo único que sé es que Goering lo saqueó todo. Lo recuerdo perfectamente: un hombre de pelo claro, gordo y presumido, con el pecho repleto de medallas. Seguro que se pasaba horas mirándose al espejo y admirándose. Se pavoneaba por ahí seguido de un cortejo de oficiales vestidos con extravagantes uniformes, bebiendo champán y comportándose como si fuera el amo y señor del lugar. Seleccionó tres o cuatro cuadros, un tapiz y la cubertería de plata. No sé exactamente todo lo que se llevó, pero Anouk me contó que se había apropiado de los objetos más valiosos del château.

– ¿Sabes si mi madre escondió algo?

– ¿Además del vino? No estoy seguro, pero no me sorprendería. Anouk tenía cultura, y sabía distinguir un Miguel Ángel de un Rafael.

– ¿Tenían en la casa pinturas de valor semejante?

– Goering lo creía así, o no se las hubiese llevado.

– ¿Ymi padre?

– Tu madre se enamoró de él nada más verlo. Tenía carisma. Era alto como tú, de espaldas anchas. Y por supuesto, como alto oficial alemán irradiaba poder, lo que resulta irresistible para una mujer joven. Yo lo detestaba por haberme robado a Anouk, pero reconozco que era un caballero y un buen hombre. Y él también estaba enamorado. No lo culpo, porque todo el mundo se enamoraba de Anouk.

– ¿Por qué seguiste trabajando en el château?

– Allí estaba mi vida, y además yo no podía imaginarme lejos de Anouk.

– He ido a ver al padre Abel-Louis.

– Que el diablo se lo lleve -murmuró con rencor.

– Me parece que no tardará mucho.

– ¿Para qué querías verle? -Me dirigió una mirada acusadora, como si la sola mención de aquel nombre constituyera una traición.

– Quería hacerle sufrir, pero en realidad vive atormentado por el recuerdo de lo que ha hecho. Me contó que había casado a mis padres en secreto.

– Sí, y también fue un colaborador. Comerciaba con seres humanos, Mischa. ¿Eso no te lo dijo?

– Supuse…

– Él es el culpable de que los Rosenfeld murieran en las cámaras de gas de Auschwitz, de que se condenara a muerte a aquellos niños indefensos: Hannad, Françoise, Mathilde, André y Marc. -Me lanzó los nombres como si fueran balas. Yo me sentía desconcertado-. Y no sólo a ellos, traicionó a todos los judíos de Maurilliac. ¿Por qué crees que vivía tan bien cuando Francia se moría de hambre? ¡A que eso no te lo contó!

– Me dijo que había traicionado a mi madre de manera que ella no pudiera revelar lo que había hecho.

– La marcaron como a un animal. -La sorpresa se pintó en mi rostro-. No te lo dijo, ¿verdad? -Soltó un gruñido y siguió hablando en voz muy baja-. A tu madre y a otras tres mujeres acusadas de colaborar con los alemanes las llevaron a la plaza de la iglesia y las desnudaron. Les afeitaron la cabeza y les marcaron el trasero con hierros candentes, como si fueran ganado. ¿Te lo contó? ¿No? ¿Y sabes con qué las marcaron? Con la esvástica. Tu madre tendría que llevar la marca en el cuerpo hasta el día de su muerte. Monsieur le curé se quedó mirando sin intervenir, y de esta manera dio su consentimiento. ¿Y tú? ¿No te acuerdas?

– Me acuerdo -murmuré.

– Querían matarte. Intenté impedirlo, pero no podía hacer nada contra tanta gente. Los estadounidenses te salvaron, Mischa, y salvaron a tu madre. De no haber sido por ellos os habrían matado a los dos.

– ¿Y tú?

– Os defendí lo mejor que pude. Y a partir de aquel día me trataron también como a un paria, pero nunca me arrepentí de lo que hice. Amaba a Anouk y siempre la he amado.

– Dices que mi padre era un buen hombre.

– Así era.

– ¿Qué le pasó?

– Lo ignoro, Mischa. Se fue en el verano de 1944 y no regresó.

– ¿Mi madre no quiso saber lo que fue de él?

– No lo sé. Nunca lo mencionaba. Cuando él se marchó, ella tuvo que sobrevivir sola con un niño pequeño. Supongo que tu padre murió en el campo de batalla. Quería llevarse a tu madre a Alemania, y de haber sobrevivido no dudo de que hubiera cumplido su palabra.

Jacques me miró en silencio y dejó la taza de café sobre la mesa. Con un gemido se levantó de la silla. De repente parecía envejecido, como si el hecho de recordar el pasado le hubiese añadido años.

– Quiero enseñarte una cosa.

Un poco envarado, como si le costara moverse, se acercó a un mueble, abrió el primer cajón y rebuscó dentro hasta dar con un sobre de color marrón. Antes de entregármelo lo acarició con el pulgar. En el sobre leí «Jacques Reynard», escrito con la letra de mi madre. Entonces até cabos: era la nota que le había dejado la noche en que nos fuimos a Estados Unidos, lo último que Jacques había sabido de ella. Abrí el sobre con dedos temblorosos y extraje una hoja de papel cuidadosamente doblada.


Querido Jacques: Esta noche me voy a Estados Unidos para empezar una nueva vida. No podría irme si tuviera que decírtelo en persona. Me has querido siempre, desde hace más tiempo del que puedo recordar, y yo te he querido también, aunque no de la misma manera. Siento tanta gratitud hacia ti que no puedo expresarla con palabras. ¿Recuerdas aquellos días en el château, cuando reíamos al sol, merendábamos en la playa y bebíamos buen vino? ¿Recuerdas cuando levantamos aquel muro en la bodega y nos besábamos sin que nadie nos viera? Estoy abriendo los lugares oscuros de mi corazón, Jacques, porque esos son mis recuerdos más queridos. ¿Recuerdas cuando escondimos a aquellos judíos en la bodega y conseguimos sacarlos de Francia? Cuando me raparon y me marcaron como a un animal, tú estabas a mi lado, ¿recuerdas? ¿Y recuerdas que has querido a mi hijo como si fuera tuyo, que jugabas con él entre las viñas y montabas con él a caballo? ¿Recuerdas que, a pesar del dolor y la desesperación, a pesar del terror, nos teníamos el uno al otro y conseguíamos reírnos juntos? Siempre lo recordaré, querido Jacques. No nos olvides a mí y a Mischa, porque nosotros siempre te recordaremos. Con todo mi amor, Anouk.


Leí y releí la carta hasta que las letras me aparecieron borrosas por las lágrimas. Doblé la carta y la guardé en el sobre. Jacques contemplaba con tristeza el fuego encendido. Con la carta todavía en la mano, medité sobre las palabras de mi madre. La gente de Maurilliac la había castigado, cuando ella no había dejado de trabajar para la Resistencia y había arriesgado su vida para salvar la de otros. Nunca me contó que la habían marcado con un hierro candente. Tal vez pensaba que yo me acordaba. No sabía que recordaba mejor mi propio horror que el de ella. Ojalá hubiéramos hablado, en lugar de dar tantas cosas por sentadas.

– ¿Mi madre y tú salvasteis judíos?

– En Maurilliac había una familia judía de la que el padre Abel-Louis no había informado a los alemanes. Cuando los Rosenfeld fueron deportados, Anouk temió por ellos. Los escondimos y alimentamos durante un mes hasta que conseguimos enviarlos a Suiza sanos y salvos.

– ¿Tú también trabajabas para la Resistencia?

– De una manera modesta. Empezamos con una familia y acabaron siendo muchas más. El nombre en clave de tu madre era Papillon. Era una mariposa muy valiente. -Me miró como si quisiera leerme el pensamiento. Sus ojos rodeados de arrugas estaban llenos de sabiduría-. Cuando dije que tu padre era un buen hombre, Mischa, lo dije en serio. Sabía que escondíamos judíos en la bodega, pero hizo la vista gorda por amor a Anouk. Hubiera hecho cualquier cosa por ella, incluso a riesgo de su posición y su propia vida.

– Recuerdo los nombres grabados en la pared de la bodega: Léon, Marthe, Felix, Benjamin, Oriane.

– Tienes mejor memoria que yo.

– Hay algo más -dije, recordando al joven que aparecía en el álbum de fotos de mi madre-. ¿Sabes si mi madre tenía un hermano?

– Sí. Se llamaba Michel.

– ¿Qué fue de él? Nunca lo mencionó.

– Tu madre era una superviviente. Si tenía que cerrar un capítulo para seguir adelante, lo hacía. Y eso es lo que ocurrió con tu tío. Eran inseparables de niños, y de adolescentes estaban muy unidos. Cuando estalló la guerra, Michel se alistó y luchó junto a los mejores jóvenes de Francia.

– ¿Lo mataron?

Jacques negó con la cabeza.

– No. Descubrió la relación de Anouk con tu padre y se lo dijo a sus padres. No quisieron saber nada más de ella. Había sido una familia muy unida, pero esto abrió una herida entre ellos que nunca se cerró. Michel se fue a la guerra y no volvió. Por eso Anouk te puso el nombre de su hermano: Mischa.

– ¿Qué pasó con mis abuelos?

– Cuando acabó la guerra se marcharon. Se habían visto salpicados por el escándalo y no querían seguir viviendo en Maurilliac. Nunca se repusieron del castigo público de Anouk. Y tú, Mischa, eras un recordatorio de que su hija había sido una colaboracionista. Se marcharon a Italia, donde tenían familia, y por lo que yo sé, tu madre no se puso nunca en contacto con ellos. Supongo que murieron sin perdonarla. Tu abuelo luchó en la Primera Guerra Mundial, y para él constituía una terrible traición enamorarse del enemigo. No lo entendieron, y desde luego no la perdonaron.

– ¿Por qué mi madre no me dijo nada? -exclamé, exasperado.

– Quería olvidar los asuntos dolorosos. ¿Para qué dejar que te hicieran daño a ti también? Te quería más que a nada en el mundo. Eras todo lo que tenía y quería que crecieras sin ese peso. Ahora ya eres un adulto, lo has descubierto todo por ti mismo y puedes asumirlo.

– Supo que se iba a morir, estuvo meses angustiosos perdiendo fuerzas día a día. ¿Por qué no me lo contó? Yo ya no era un niño.

Jacques se encogió de hombros.

– No lo sé. Todo estaba enterrado ya. ¿Para qué remover el pasado?

– ¿No tenía derecho a saber algo sobre mi padre?

– ¿Qué más te podía haber contado?

– ¿Por qué no me contó que había salvado a judíos? Me habría sentido orgulloso de ella.

– Si empezaba a explicarte cosas, tú le habrías hecho preguntas y más preguntas. A Anouk no le gustaba pensar en los temas que la entristecían, prefería cerrar página y seguir adelante. No quedaba más remedio que aceptarla tal como era.

– ¿Y tú?

– Yo he tenido una buena vida, he sido feliz. Que amara a tu madre no significa que me privara del placer con otras mujeres. Tuve que transigir y apañármelas. -Se inclinó hacia mí y me tomó de la mano. Tenía una mano más pequeña que la mía, pero de repente volví a sentirme niño-. Tú eres mi único consuelo, Mischa. No he tenido hijos, pero te tengo a ti. No hablemos más del pasado. Quiero formar parte de tu futuro. -Miró su reloj de pulsera-. Nunca es demasiado pronto para un vaso de vino. Vamos a brindar por tu regreso y por el futuro. Quiero que me hables de tu vida, para que yo también pueda formar parte de ella.

33

Estuve con Jacques hasta la medianoche, bebiendo vino. Ahogamos las lágrimas y las risas en el vino, que es la sangre de Burdeos. Había bebido demasiado para volver en coche, pero quería estar en el hotel para encontrarme con Claudine por la mañana. Nos despedimos con un abrazo. Creo que Jacques sabía que no nos volveríamos a ver. A su edad, el tiempo se le acababa. Pasarían años antes de que yo volviera, si es que volvía a Francia algún día, y para entonces él ya no estaría. Jacques hizo un intento de retenerme.

– ¿Por qué no te vienes a vivir aquí? -me preguntó.

– Tengo mivida en Estados Unidos -respondí. Pero él conocía la verdadera razón y asintió comprensivo.

– Aquí ha habido demasiada tristeza. Tienes que dejarlo todo atrás, Mischa, y seguir adelante, como hizo tu madre. Y yo debo hacer lo mismo.

Nos abrazamos, felices de que el vínculo entre nosotros fuera lo bastante fuerte para unirnos media vida más tarde. Jacques se quedó en el umbral, haciendo girar la gorra entre las manos, viva estampa de un anciano frágil y vulnerable. Me alejé en el coche por el sendero y saqué la mano por la ventanilla para decir adiós. Cuando volví a mirar por el retrovisor ya no estaba en la puerta.

Conduje en la oscuridad inclinado sobre el volante, intentando concentrarme y disipar la neblina de mi cabeza, no sólo por el vino sino por todo lo que me había contado Jacques. Lo que más me impresionó fue saber que había amado a mi madre todos estos años y que no guardaba ningún rencor. La había visto enamorarse de mi padre y tener un hijo con él, y sin embargo me había querido como a un hijo. Entendí que el auténtico amor es incondicional y generoso. Yo no me sentía capaz de amar de esa manera. Quería que Claudine fuera sólo mía. Cierto que pretendía salvarla de la infelicidad, pero sobre todo para aliviar mi propia desgracia. Mi amor era egoísta, y esto me hizo apreciar más el de Jacques.

Logré llegar al hotel sin perderme en el camino y sin dormirme. El portero de noche pareció sorprendido al verme salir del coche tambaleante, intentando caminar en línea recta, y palideció cuando le sonreí y le saludé con entusiasmo, incapaz de entender mi extraño comportamiento. En cuanto llegué a mi habitación me desplomé sobre la cama, diciéndome que descansaría un poco antes de desvestirme, pero cuando abrí los ojos ya era de día. Pedí que me trajeran el desayuno, corrí las cortinas y abrí las ventanas para que entrara el aire frío de la mañana. Era un día despejado, y el sol hacía relucir las diminutas partículas de hielo que flotaban en el aire. Me sentí tranquilo y en paz. Jacques había despejado muchos misterios de mi pasado. Ahora comprendía a mi madre mejor que nunca, y deseé que estuviera viva para hablar con ella de todas esas cosas. Deduje que había guardado La Virgen Gitana de buena fe, confiando en que los Rosenfeld volverían al finalizar la guerra. No podía saber lo que les ocurriría. Probablemente había temido durante años que la acusaran de robo. Era comprensible. ¡Qué satisfacción para ella cuando Goering requisó todos los objetos artísticos de la casa y dejó aquel cuadro tan valioso! Me sentí orgulloso de Papillon.

Mientras me duchaba y me afeitaba pensé en Claudine. Estaba esperando que me telefonara. El sonido de su voz acrecentó mi deseo y despertó de nuevo mis celos.

– ¿Cuándo podemos vernos? -le pregunté, con mi habitual impaciencia.

– Esta mañana, en el puente.

La idea de otro paseo me produjo un sentimiento de frustración, pero me pareció que era preferible no expresarlo por teléfono.

– Te echo de menos -dije, en cambio-. Te he echado de menos todo el fin de semana.

– Yo también te he echado de menos -dijo Claudine. Pero su voz sonaba diferente, con una contención que me llenó de espanto.

– Ven ahora mismo -le dije-. Tengo que explicarte muchas cosas. Te estaré esperando.

No tuve que esperar mucho rato. Claudine apareció con abrigo, sombrero y un pañuelo de rayas alrededor del cuello. Llevaba botas forradas de borrego y medias marrones. Cuando la abracé, la noté tensa.

– ¿Estás bien? -le pregunté.

– Vamos a sentarnos -me dijo. El estómago me dio un vuelco. La seguí hasta el banco de piedra donde nos habíamos sentado la mañana de nuestro primer encuentro.

– ¿Qué ocurre? ¿Tienes dudas? ¿Qué problema hay?

Claudine tomó mi mano entre las suyas y me miró a los ojos. Vi miedo tras su capa de seguridad.

– Estuviste en misa -me dijo.

Me quedé atónito, pero intenté disimular.

– Así es -dije-. Tú estabas con Laurent y no quería molestar.

– Y me seguiste hasta casa.

De nuevo me dejó sorprendido. No me quedaba más remedio que decir la verdad. Apoyé los codos sobre los muslos y me froté la cara con las manos.

– Siento haber hecho el tonto -le dije.

– ¿Por qué me seguiste, Mischa?

– Quería ver cómo te trataba Laurent.

– ¿Por qué no me lo preguntaste?

– Me parecía que no querías hablar de él.

– No quiero que estropee lo que tenemos.

– Lo estropea por ser tu marido.

– Si estoy contigo no quiero pensar en él. -Me sentí aliviado cuando vi las lágrimas en sus ojos. No la había perdido, después de todo-. Te quiero, Mischa. Cuando estamos juntos puedo fingir que Laurent no existe.

Me incorporé y tomé sus manos entre las mías.

– Y puedes hacer que no exista, Claudine, puedes abandonarle y venirte a Estados Unidos conmigo.

– No puedo. -Volvió la cara y se secó la nariz con el dorso de la mano-. No lo entiendes.

– Claro que puedes. Tus hijos son mayores. Maurilliac es un desierto, aquí no te retiene nada. En Nueva York podemos empezar una nueva vida juntos. -Claudine se volvió para mirarme-. Eres joven y hermosa -le dije, acariciando su fría mejilla con la punta de los dedos.

Claudine me cogió la mano y se la llevó a los labios.

– Tengo miedo -susurró.

– ¿De Laurent?

– No, Laurent me da lástima. No para hasta que controla todo lo que le rodea, yo incluida. Se ha convertido en un hombre amargado, siempre enfadado. Ahora percibe que yo me alejo de él y se aferra a mí con desesperación. Nunca quería hacer el amor, y ahora me desea más que nunca. Estoy cansada de poner excusas.

– Entonces, ¿de qué tienes miedo?

Claudine me miró con timidez. Una arruga de preocupación ensombrecía su rostro.

– Tengo miedo de hacer algo incorrecto. Tengo miedo de Dios.

– ¡De Dios! -Me sentí tan aliviado que me entró risa, pero recordé la estrecha relación de Claudine con el padre Robert-. ¿Te has confesado? -Ella asintió-. Pero ¿por qué? Un sacerdote no puede aprobar el adulterio.

– Pero tenía que decírselo. Todos estos años ha sido amable conmigo, mi único apoyo. Al principio no podía hacer frente a Laurent y él me enseñó a decirle que no. No estaba bien mentirle.

– No puedes quedarte con un hombre que no te hace feliz simplemente para contentar a un sacerdote. Tienes que seguir tus instintos y luchar por tu felicidad.

– Me siento culpable. Laurent es el padre de mis hijos. Nos conocemos desde niños y llevamos veintiséis años durmiendo juntos. Hicimos nuestras promesas ante Dios. Estoy incumpliendo uno de los diez mandamientos, algo que no había hecho nunca.

– Todavía no has hecho nada.

– Pero tengo la intención de hacerlo.

Lo decía totalmente en serio. Me parecía increíble que se dejara engañar de esa manera. ¿Acaso no sabía que no eran más que tonterías inventadas por los curas para controlar a la gente?

– Maldita sea, Claudine, no dejaré que otro sacerdote destruya mi felicidad. -La tomé en mis brazos y la besé con pasión-. Atrévete, deja de esconderte. Puedo entender que tengas miedo de Laurent, que tengas miedo del futuro, o de ti misma, pero no utilices la Iglesia de excusa. ¿Me quieres?

– Sí.

– Eso es lo único que importa. No me iré sin ti.

Me sonrió con gratitud. Pareció tranquilizarse al verme tan decidido, como si buscara una muestra de mi amor. Necesitaba asegurarse de que la quería y de que no la iba a dejar tirada. Al fin y al cabo, estaba a punto de abandonar el mundo que conocía, y una vez que se marchara no podría volver.

– Quiero acostarme contigo, Mischa -dijo de repente-. Quiero que me hagas el amor, que me hagas tuya.

– ¿Dónde? -me limité a preguntar. No necesitaba saber nada más.

– Conozco un lugar. -Se puso de pie y me tomó de la mano-. Ven, Mischa, empecemos nuestro futuro juntos.

Caminamos junto al río cogidos de la mano, como una pareja de jóvenes amantes. El corazón se me llenó de nostalgia al recordar aquellos veranos: la hierba repleta de grillos y saltamontes, los árboles de frondosas ramas donde piaban los pajarillos, el aire cargado de aroma a romero y a pino. Claudine representaba todas esas cosas, y si venía conmigo a Estados Unidos me traería lo mejor del verano. Al cabo de un rato llegamos a una casa de campo con establos y cobertizos. No se veía un alma por los alrededores.

– Aquí venía a jugar de pequeña -dijo Claudine-. ¿Te acuerdas de Antoine Baudron?

No lo recordaba. Imaginé que sería uno de los que me escuchaban embobados cuando me inventaba cuentos de milagros y visiones místicas en el patio del colegio.

– Era su casa. Se casó y se fue a vivir a otro pueblo, pero su padre sigue llevando la granja. -Me condujo por el camino asfaltado que pasaba junto a los cobertizos. De vez en cuando se agachaba y se escondía con ánimo juguetón, lo que me recordaba mis juegos con Pistou. Finalmente abrió la puerta de un establo-. Aquí guardan los terneros en primavera. Arriba está el pajar, y seguro que queda algo de heno donde echarnos. -Soltó una risita maliciosa y me indicó con un gesto que la siguiera.

– Hay gente que nunca crece -le dije en broma.

– Ya somos dos, Mischa -respondió ella mientras subía al pajar por la escalera de mano.

Pero cuando nos tumbamos sobre el heno, resguardados del frío, dejamos de sentirnos como unos chiquillos. Claudine se apretó contra mí.

– Abrázame fuerte -dijo-, necesito que me des calor.

La única iluminación era la de los débiles rayos de sol que se filtraban entre las grietas del techo de madera y la luz lechosa que conseguía atravesar el ventanuco cubierto de moho. Nos abrazamos y empezamos a besarnos lentamente. Acaricié con la boca sus labios, sus mejillas, su frente y sus largas pestañas; cerré los ojos para saborear su aroma a bosque. Claudine metió la mano por debajo de mi abrigo y mi camisa y me tocó con sus dedos helados.

– Tienes las manos frías -dije.

– Se calentarán enseguida. Estás ardiendo.

Metió la otra mano por debajo de mi camisa y me acarició la columna vertebral, deteniéndose un instante sobre mi cicatriz. Nuestros besos se tornaron más ardientes, nuestra respiración se hizo más agitada y mi miembro se apretó vigoroso contra el pantalón. Claudine tenía las mejillas enrojecidas y yo me notaba las manos calientes como brasas. Liberé la blusa de la falda y abrí los corchetes del sujetador. Los pechos de Claudine, suaves y esponjosos, no eran los de una joven que no ha sido madre, pero me emocionaba su madurez. Las huellas que la maternidad había dejado en su cuerpo la hacían más auténtica y terrenal. Hubiera querido ser el padre de sus hijos, hubiera deseado crecer a su lado. Oculté el rostro en su cuello y le levanté la blusa para besar sus pechos y saborear su piel. Claudine dejó escapar un gemido y enterró los dedos en mi cabello. Le levanté la falda -de tweed, larga hasta las rodillas- por encima de la cintura, y me emocionó descubrir que bajo los calcetines de lana llevaba medias de seda y un liguero. Me resultó excitante ver sus blancos muslos por encima del encaje. Con los ojos entrecerrados, Claudine me dirigía una mirada llena de dulzura y placer. La despojé de toda la ropa interior y se quedo desnuda ante mí, esperando mis caricias con un abandono exento de vergüenza. Estuvimos toda la mañana haciendo el amor, parando de vez en cuando para conversar, y volviendo a empezar.

– No hacía así el amor desde que era joven -me dijo, ruborizándose de placer-. Pensaba que había perdido toda mi sensualidad en el aburrimiento de mi vida cotidiana.

– Estás preciosa -le dije, admirando su belleza-. El sexo te sienta bien.

– ¿Quién nos iba a decir que un día nos acostaríamos juntos cuando jugábamos a canicas en la Place de L'Église?-comentó Claudine riendo, mientras se tumbaba encima de mí.

– ¿Qué diría monsieur Baudron si nos encontrara aquí?

– Tendría que marcharme de Maurilliac para siempre.

– Entonces espero que nos encuentre -dije muy serio. Claudine me miró en silencio un buen rato. Hubiese dado cualquier cosa por adivinar su pensamiento-. Ven conmigo, Claudine. No puedo irme sin ti.

– Pero todavía no has encontrado tu cuadro.

– Sí que lo he encontrado.

– ¿En serio? -Me miró sorprendida-. Cuéntame.

– Sólo si me prometes que vendrás conmigo.

Claudine se puso seria a su vez.

– ¿Me prometes que nunca me abandonarás, que cuidarás siempre de mí? ¿Me prometes que envejeceremos juntos, que nos querremos y que recuperaremos el tiempo que no hemos estado el uno al lado del otro? ¿Puedes prometérmelo, Mischa? Porque si me lo prometes, me iré contigo.

La hice bajar de encima de mi cuerpo y la abracé en mi regazo como a un bebé.

– Puede que ya no seamos jóvenes, pero nos quedan muchos años de vida juntos. Claudine, te prometo que te amaré y te cuidaré hasta que la muerte nos separe. Sólo te pido que confíes en mí. De haberme conocido durante los últimos cuarenta años, estarías tranquila porque sabrías con certeza que nunca he amado así a otra mujer.

– ¿Cómo te hiciste la cicatriz?

– En una pelea -respondí. No tenía deseos de dar a conocer los detalles más terribles de mi juventud.

– ¿Y cómo ocurrió?

– Todo empezó cuando Coyote se fue… -Poco a poco fui despojándome, una capa tras otra, de la gruesa piel que me cubría como una armadura pensada para que nadie pudiera acercarse a mí, que me mantenía a salvo y fuera del alcance de los demás. Y a medida que levantaba una capa tras otra, me sentía más contento y más ligero. Le hablé de la Tienda de curiosidades del capitán Crumble, de Elena y Matías, del día que vinieron los ladrones, y del momento doloroso en que Coyote me abrazó por última vez, de la irritante costumbre de mi madre de ponerle un plato en la mesa, de su fe inquebrantable, de cómo se fue separando poco a poco de mí y de cómo yo me sumergí en un mundo de violencia y bandas callejeras. Le hablé de mis robos, de mi actitud violenta y el terror que inspiraba. No estaba orgulloso de aquella etapa de mi vida, pero quería que Claudine lo supiera todo, no quería tener secretos para ella. A Linda no le había dejado entrar en mi corazón, pero Claudine lo tendría en sus manos, porque siempre le había pertenecido a ella.

Le hablé de la pelea que casi me cuesta la vida.

– Los miembros de mi banda se largaron corriendo y me dejaron tirado sobre el asfalto, indefenso y sangrando en mitad de la noche. En aquel momento vi pasar toda mi existencia, entendí que había convertido mi vida en un desastre, y todo por culpa de un hombre.

– No, Mischa. -La mirada de Claudine era tierna y seria-. Él fue el desencadenante, pero no la causa de tu crisis. Eras un niño herido. Quién sabe, tal vez habrías hecho lo mismo aunque no le hubieras conocido.

– Coyote me rechazó, y su rechazo me cayó sobre los hombros como un fardo cada vez más pesado. En mi primera pelea me descargué de una parte del peso. La carga se hacía más ligera con cada enfrentamiento.

– Probablemente esa cuchillada te salvó la vida -dijo Claudine sonriendo.

– Me empujó a reflexionar sobre mi vida, y a partir de ese momento cambié. Me puse a trabajar con mi madre en la tienda, estudié todo lo que pude sobre antigüedades…

– ¿Tuviste novias?

– Principalmente una, Linda. Estuvimos nueve años juntos, pero lo cierto es que nunca me entregué a ella, aunque desde el primer día hizo todo lo posible por «salvarme». Creo que por eso le gustaba, porque yo era su proyecto.

– ¿La amabas?

Lo pensé un instante. Ahora que amaba a Claudine podía ver la diferencia entre amar y necesitar.

– Estaba a gusto con ella -dije-. La necesitaba, pero no, no la amaba.

– ¿Qué tal se llevaba tu madre con ella?

– No muy bien. A mi madre nunca le gustaron mis novias.

Claudine soltó una risita.

– Te quería sólo para ella. Y no la culpo, porque tú eras todo lo que tenía. -Trazó con el dedo una línea sobre mi mejilla-. Yo también te habría querido sólo para mí. Lástima me habrían dado Linda y las demás chicas que llevaras a casa; no les habría concedido ni una sola oportunidad.

– ¿Te acuerdas de mi madre?

– Recuerdo que era muy hermosa pero fría. Caminaba erguida, con la cabeza bien alta. Recuerdo que tenía unos bonitos pómulos y una piel muy bonita, pero no creo que la viera sonreír.

– Tenía una sonrisa preciosa cuando se dignaba mostrarla. Creo que tú le habrías gustado.

– ¿Por qué lo crees? -Claudine sonreía con incredulidad.

– Fuiste la única niña que se mostró amable conmigo. Eso le habría gustado.

Sentados al sol sobre el puente nos comimos las baguettes que Claudine había preparado y contemplamos cómo se fundía la escarcha. Luego nos pusimos a caminar para no helarnos de frío. Claudine me llevó al cementerio de una aldea al otro lado del Garona donde estaba enterrado su padre. Quería despedirse de él. La dejé arrodillada sobre la hierba ante la lápida para que pudiera hablar con su padre a solas y di una vuelta por el cementerio con las manos en los bolsillos. Mientras jugueteaba con la pelota de goma me pregunté si mi padre tendría una tumba en Alemania. De repente sentía la necesidad de hablar con él. Estaba pensando en esas cosas cuando una lápida sencilla y en pleno abandono desde hacía años, cubierta de musgo y de malas hierbas, me llamó la atención. Me la quedé mirando tan sorprendido que contuve la respiración. En grandes letras ponía «Pistou», y debajo: Florien Roche, 1941-1947, el amado hijo de Paul y Annie, te llevamos siempre en nuestro corazón. Me arrodillé ante la lápida y arranqué el musgo con las uñas. Así que Pistou no había sido un mero producto de mi imaginación, sino un niño de mi edad que nunca llegó a hacerse mayor.

María Elena lo había adivinado. Era el espíritu de un niño el que venía a jugar conmigo entre los viñedos en el momento en que más lo necesitaba, cuando no tenía a nadie más con quien hablar. Y yo había creído en él. Sabía que nunca lo volvería a ver porque el mundo adulto me había envuelto en un muro duro como el cemento y me impediría oír su voz, pero yo lo recordaba con amor, como si hubiese sido un hermano. Arreglé un poco su tumba, aunque no tenía flores para adornarla, y le hablé en susurros: «Pistou, amigo mío». Me lo imaginé a mi lado, escuchando divertido, como si me hubiera conducido hasta allí deliberadamente, jugando. «Así que eras un chiquillo de mi edad. Nunca te he dado las gracias por hacerme compañía cuando no tenía a nadie con quien jugar. Espero que sigas correteando por los campos y junto al río, a lo mejor en compañía de otro niño que te necesita igual que yo te necesitaba. A juzgar por el estado de tu tumba, tus padres estarán ya contigo. Si ves a mi madre, salúdala de mi parte. Y si te es posible, si te apetece, muéstrate otra vez ante mí para que pueda darte las gracias.»

Aquella tarde hice la maleta. Decidimos que nos iríamos a la mañana siguiente. Claudine vendría al hotel y nos iríamos en coche al aeropuerto. Era un plan tan simple que no podía salir mal. Ella dejaría una nota sobre la almohada de Laurent, porque, según me confesó, se sentía incapaz de decírselo en persona. Y yo la entendía. Habían estado siempre juntos, y aunque el matrimonio hubiera salido mal, aquello era toda una vida. Además, era el padre de sus hijos, el hombre con el que había compartido el lecho durante veintiséis años.

Metido en la bañera del hotel imaginaba nuestra vida juntos en Nueva York. Con Claudine todo sería muy diferente. Por fin podría limpiar a fondo el apartamento de mi madre, mirar su correo, ordenar sus papeles y seguir adelante. Ya no estaría solo nunca más, Claudine y yo nos tendríamos el uno al otro.

Bajé a la biblioteca, me senté frente a la chimenea y pedí una copa de vino. Jean-Luc parecía inquieto, pero no le hice ningún caso, sino que me dediqué a leer una revista mientras saboreaba mi burdeos. Ahora que todas las piezas habían encajado por fin en el difícil rompecabezas de mi vida, sentía una gran satisfacción. Había averiguado de dónde había sacado mi madre el cuadro, aunque no estaba seguro de las razones que le llevaron a esconderlo, pero eso no tenía demasiada importancia. Mi curiosidad había quedado satisfecha, y encontrar a Claudine me ayudaba a dar por finalizada mi frenética investigación.

– Perdone, monsieur. -Al alzar la vista vi a Jean-Luc, que me miraba con nerviosismo.

– ¿Qué desea? -pregunté con amabilidad.

– Me preguntaba si le importaría compartir la mesa con una señora encantadora que se aloja en el hotel.

– Siga. -No me emocionaba especialmente tener que dar conversación a una desconocida.

– Es la señora Rainey. Está sola y es norteamericana como usted. He pensado que sería agradable para ella tener compañía para cenar. Es una señora mayor muy agradable, una clienta habitual del hotel.

Estuve a punto de negarme, pero me pareció egoísta y descortés.

– Será un placer -dije, asombrado de lo amable que me había vuelto de repente. Jean-Luc pareció animarse.

– Muchas gracias, monsieur. A las ocho en punto se la presentaré.

Volví a sumergirme en mi lectura. Ahora que estaba a punto de fugarme con Claudine, no tenía sentido que me irritara la idea de cenar con una señora mayor. Al contrario, tal vez me ayudaría a distraerme. Sólo esperaba que no fuera aburrida o, todavía peor, una de esas señoras llenas de entusiasmo que no paran de hacer preguntas. En realidad no tenía muchas ganas de hablar de mí.

A las ocho de la tarde, Jean-Luc se presentó con la señora Rainey. Apuré mi copa, dejé la revista que estaba leyendo y me puse de pie para saludarla.

Madame,le presento a Monsieur Fontaine.

Los dos nos sonreímos con educación hasta que nos dimos cuenta, casi al mismo tiempo, de que nos habíamos conocido muchos años atrás.

– ¡Joy Springtoe! -exclamé atónito. La sorpresa me dejó con la boca abierta. No la noté muy cambiada, sólo más vieja.

– ¿Eres Mischa? -Estaba tan asombrada como yo. Movió la cabeza perpleja. Sus ojos azules brillaban de emoción-. ¿Puedes hablar?

– Es una larga historia -respondí.

– Me encantará oírla.

– Entonces te la contaré.

– ¿Ahora eres norteamericano?

– Nos fuimos a Estados Unidos cuando yo tenía seis años. -Le cogí la mano y me la llevé a los labios, al estilo francés. Sin apartar su mano de mis labios, alcé la mirada hacia Joy Springtoe-. Pero yo nunca he podido olvidarla.

34

Nos instalamos en el rincón, en una mesa redonda decorada con velas.

– ¡Oh, Mischa! Qué alegría verte -exclamó Joy.

Seguía siendo una mujer hermosa, con una cara suave y regordeta aunque surcada por finísimas arrugas, como un pañuelo de papel muy usado. Pero irradiaba felicidad y una bondad que resultaba patente en la ternura de su mirada.

– ¡Qué guapo eres! Sabía que te convertirías en un hombre atractivo.

– ¿Qué haces aquí? -le pregunté. Me parecía increíble que nuestros caminos se hubieran vuelto a cruzar-. Quién iba a decir que volveríamos a vernos.

– Es mi escapada anual -dijo, riendo como una chiquilla-. Una vez al año dejo a mi marido y vengo aquí una semana para recordar a mi prometido, que murió en la guerra.

– Lo recuerdo. Un día te vi llorando y me llevaste a tu habitación para enseñarme su foto.

– Billy Blake. Sabes, Mischa -añadió, bajando la voz-, para mí sólo ha existido un amor en mi vida. Oh, he sido feliz con David, es un buen hombre. Pero Billy fue mi gran amor y no quiero olvidarle.

– ¿Lo mataron aquí?

– Liberó el pueblo y fue el primero en llegar al château. Al día siguiente me escribió una carta, la última que recibí. Poco después murió en combate.

– Es una lástima que muriera un buen hombre.

– El mejor. Pero basta de hablar de mí.

El camarero se acercó a la mesa y esperó nuestras indicaciones. Elegimos rápidamente los platos y el vino, deseosos de seguir conversando.

– ¿Por qué has venido tú?

Me sentía feliz de poder contarle mi vida. Después de todo, hacía muchos años que nos conocíamos y guardaba un buen recuerdo de ella.

– Todo empezó con la muerte de mi madre. Murió de cáncer.

– Lo siento muchísimo.

– Llevaba año y medio encontrándose cada vez peor, pero, típico de ella, no quería médicos a su alrededor, no quería que metieran las narices en su vida. Así que se dejó morir lentamente, escondiendo la cabeza en la arena, fingiendo que no pasaba nada. Me temo que yo soy como ella. Cuando me puse a ordenar sus cosas descubrí que lo guardaba todo. No sé si lo sabías, pero mi padre fue el oficial alemán que requisó el château durante la guerra. Mi madre había trabajado al servicio de los dueños, y siguió allí después de que Gustave Rosenfeld muriera en la guerra y toda su familia, mujer e hijos, fuera llevada a un campo de concentración.

– ¿Eran judíos?

– Sí. Mi madre tenía la esperanza de que volverían cuando acabara la guerra.

– Pero no volvieron, por supuesto.

– No. Ella se enamoró de mi padre y se casaron en secreto. Yo nací el año cuarenta y uno. Después de la guerra mi madre fue duramente castigada por colaboracionista, y entonces fue cuando yo perdí la voz.

– Ahora lo entiendo. Pobre chiquillo, qué terrible. ¿Yqué fue de tu padre?

– Murió en la guerra.

– Como mi pobre Billy.

– Tengo algún recuerdo de él. -Hurgué en el bolsillo y saqué la pelota de goma-. Me dio esto. -Joy miró la pelota con atención.

– ¡Dios me ampare! ¿La has guardado durante todos estos años?

– Es un lazo que me mantiene unido con él. Soy un tonto sentimental.

– Oh, no es cierto. Yo también guardo cosas. Tengo una caja entera llena de recuerdos de Billy: programas de teatro, billetes de autobús, flores que me regaló y que yo he secado entre las páginas de un libro, cartas que me envió durante la guerra. Todavía las leo de vez en cuando. Me ayudan a recordarle y a sentirle cerca de mí, como tu pelota de goma. No me asusta la muerte porque sé que él estará esperándome. Para serte sincera, es una idea que me emociona, incluso.

– Me parece que tendrás que esperar muchos años.

– Me estoy haciendo vieja, Mischa.

– No pareces vieja en absoluto.

– Esto es porque ves más allá de las arrugas a la mujer que fui hace cuarenta años, pero ya tengo casi setenta años. Nunca pensé que los años iban a pasar tan deprisa. La vida es realmente muy corta. -Exhaló un suspiro y tomó un trago de vino-. Así que has venido para recordar viejos tiempos.

– En cierto modo, sí.

Joy me miró fijamente.

– ¿Eres feliz, Mischa?

– Ahora sí. Es una larga historia.

– Cuéntamela, cuéntamelo todo. En realidad, tengo cierto derecho a saberlo -bromeó-. Al fin y al cabo, yo fui tu primer amor.

Me reí y le tomé la mano.

– ¿Lo sabías?

– Claro que lo sabía. Te ruborizabas cada vez que me veías, y me seguías a todas partes como un cachorrito. Siempre estabas escondiéndote detrás de la silla que había en el piso de arriba. Todavía sigue ahí, y me acuerdo de ti cada vez que la veo. Aunque ahora eres demasiado grande para esconderte detrás de esa silla.

– No sólo fuiste mi primer amor, sino también la primera mujer que me rompió el corazón. Me quedé destrozado cuando te fuiste.

– Yo también estaba muy triste. No quería dejarte. Eras el hijo que no tuve.

– ¿Tienes hijos ahora?

– Sí, cuatro chicas, ningún hijo varón. -Me apretó la mano-. Siempre quise tener un chico rubio con ojos azules. Billy era rubio, y yo estaba convencida de que tendríamos un hijo. Pero no pudo ser. De todas maneras tengo nietos, y estoy como loca con ellos.

El camarero nos trajo el primer plato y empezamos a comer.

– Cuéntamelo todo, desde que os fuisteis de Francia. Supongo que tu madre quería empezar de cero en un sitio donde no conocieran su pasado.

– Creo que así fue -respondí, aunque no podía evitar preguntarme si no se había visto obligada a huir a causa del Tiziano-. Se enamoró de un norteamericano que se alojaba en el hotel, y nos marchamos con él a Nueva Jersey. Él fue mi segundo amor.

Y así le hablé a Joy de Coyote, de la Tienda de curiosidades del capitán Crumble, de Matías y María Elena, de la noche que entraron a robar. No mencioné el nombre propio de Coyote. Sin saber por qué, algo me decía que fuera prudente. Joy me escuchaba fascinada y emocionada. Le hablé también de la época en que entré en una espiral de violencia, bandas callejeras, navajazos y autodestrucción.

– ¿Cómo saliste de eso? -me preguntó.

– Cuando has tocado fondo, sólo puedes subir.

– ¿Lo lograste tú solo?

No quería hablarle de mi pelea en el aparcamiento, así que me referí a una época un poco anterior, cuando empecé a entender el sufrimiento que le causaba a mi madre.

– No -respondí-. Vi lo mucho que esto le dolía a mi madre. Yo la culpaba de la desaparición de Coyote. Pensaba que era todo culpa suya, y quería que reaccionara. Una noche volví a casa muy tarde, borracho, hecho una verdadera desgracia, y la vi bailando sola en su habitación con la música que solía poner mi padre. Solían poner el gramófono y bailar juntos, mientras yo miraba y aplaudía feliz. Bien, pues aquella noche mi madre bailaba como si estuviera con mi padre, una mano sobre el hombro y la otra en la mano de él. Levantaba la mirada hacia él imaginado rostro de mi padre y tenía los ojos llenos de lágrimas. Nunca lo olvidaré. Al momento se me pasó la borrachera, me tiré al suelo y me puse a llorar también. Por una vez dejé de pensar en mí mismo y en lo que había perdido, y pensé en las desgracias que había tenido que sobrellevar mi madre. Estaba sola, los dos hombres a los que amó habían desaparecido. Era una paria en su propio pueblo, y su familia la había repudiado. Había tenido que soportar pruebas mucho más duras que yo, y nunca había dejado de quererme. A pesar de la rabia que mostraba, de las cosas horribles que le gritaba, de berrinches y arrebatos de cólera, nunca me cerró su puerta ni su corazón. Al día siguiente me levanté dispuesto a cambiar. Nunca miré atrás, y no volví a usar los puños. Ninguno de los dos dijo nada al respecto, pero volvimos a ser amigos.

Luego le hablé de Claudine, y Joy me escuchó con simpatía, sin juzgarme. En realidad, me animó.

– Si es tu gran amor, Mischa, haz lo que te dicta tu instinto. La vida es demasiado corta para no vivirla a fondo.

– Me marcho mañana.

– Lamento que te vayas. Tal vez podamos volver a vernos en Estados Unidos.

– Me gustaría mucho.

Joy me tomó de nuevo la mano.

– También a mí.

Aquella noche estaba tan emocionado que no podía dormir. Joy Springtoe había vuelto a mi vida y Claudine había accedido a acompañarme a Estados Unidos. En cuanto le concedieran el divorcio, nos casaríamos. Me encantaba la idea de vivir con ella. Había vivido muchos años sin echar raíces, pero ahora compraría una casa donde pudiéramos envejecer juntos. Sólo me entristecía que fuera demasiado tarde para tener hijos con ella. Lamentablemente, nadie continuaría mi apellido cuando yo muriera, no dejaría nada de mí mismo sobre la Tierra.

Fuera se había desatado una tormenta. El viento aullaba en torno al château,la lluvia golpeaba contra los cristales de las ventanas, y de vez en cuando el cielo se iluminaba con un relámpago al que seguía el retumbar de un trueno. Corrí las cortinas y me senté junto a la ventana. Unos nubarrones espesos como gachas atravesaban a toda velocidad el horizonte. Recordé lo que mi abuela decía del viento y me vino a la mente la noche en que partimos a Estados Unidos. También entonces arreciaba una tormenta y el vendaval casi me tira al suelo mientras cruzaba el jardín. Fue entonces cuando, a la luz de un relámpago, vi a un hombre cavando. No había vuelto a acordarme de él, pero reviví la escena como si acabara de suceder: el hombre estaba arrodillado en el suelo, empapado hasta los huesos, y sacaba paladas de tierra; podía oír incluso los rítmicos golpes del metal contra las piedras. En aquel momento pensé que era un asesino enterrando el cadáver de su víctima, pero ahora no sabía qué pensar. ¿Habían sido imaginaciones mías o había algo más, como sucedió con Pistou? Decidí preguntarle a Jean-Luc si había habido algún asesinato en el château. Me parecíaque conocía muy bien la historia del hotel.

Me quedé contemplando la tormenta hasta que cesaron los truenos y los relámpagos, aunque seguía lloviendo a cántaros y soplaba un vendaval. Me dije que al día siguiente me despediría de mi infancia para siempre. Llega un momento en que uno tiene que elegir entre vivir en el presente o no tener vida en absoluto. Volví a meterme en la cama, cerré los ojos y me sumí en un sueño plácido y profundo como no disfrutaba en mucho tiempo. Hacía años que no soñaba, pero aquella noche tuve un sueño tan vívido que me pregunté si sería real.

Volvía a ser un niño y me encontraba en el banco junto al río, tirando piedras al agua. El sol estaba alto en el cielo y el aire cálido olía a pino. El río borboteaba cantarín, las moscas revoloteaban al sol, las cigarras chirriaban entre la hierba y las doradas flores de la retama danzaban agitadas por la brisa. Pistou estaba a mi lado, jugando con mi pelotita de goma. Permanecíamos en silencio porque no nos hacían falta palabras. De repente, una mariposa se posó en la mano de Pistou, que se volvió hacia mí sonriendo. Entonces recordé lo que me contó Jacques Reynard: que el nombre secreto de mi madre durante la guerra era Papillon, mariposa.

– Así que ya ves, no soy un producto de tu imaginación -dijo Pistou.

– Lo siento. ¿Te molestó que lo pensara? -Tiré una piedra al río y me quedé mirando cómo botaba sobre la superficie.

– No, estoy acostumbrado.

– ¿Cómo es estar en el cielo?

– Delicioso. Cuando llegues te gustará. Puedes comer todas las chocolatines que quieras.

– Me parece estupendo. ¿Estará también el cureton?

– Abel-Louis llegará en cualquier momento. Le están esperando.

– ¿Recibirá su castigo?

– El infierno está en la Tierra, amigo. Tú ya has estado allí, ¿no?

– Pero quiero que sufra.

– Sufrirá cuando contemple su vida y se dé cuenta de cómo la ha fastidiado. No olvides la ley del karma, Mischa. Lo que enviamos nos es devuelto. Nadie escapa de la ley de causa y efecto.

– ¿Y mi madre estará? -La mariposa abrió las alas y salió volando.

– Está aquí, y también tu padre. -Pistou me devolvió la pelota de goma.

– ¿Están juntos?

– Por supuesto.

– ¿Puedo verlos?

– Están siempre contigo, cuidando de ti. Que no puedas verlos no significa que no estén. -Se puso de pie-. Tengo que marcharme.

– ¿Nos volveremos a ver?

– Sí, claro. Volverás a verme si abres bien los ojos -dijo, con una de sus risitas maliciosas.

– ¡Eres un caradura! -Al ponerme de pie, comprobé que yo ya no era un niño y era mucho más alto que él.

– Te agradezco que hayas sido mi amigo, Pistou.

– Nos lo hemos pasado bien, ¿verdad?

– Muy bien.

– Todavía puedes pasarlo bien si no te olvidas de ser un niño.

– Lo intentaré.

Pistou se internó en el bosque. Yo me guardé la pelotita en el bolsillo y me volví hacia el sol, que brillaba tan intensamente que me obligó a entrecerrar los ojos. Me tapé la cara con la mano y me desperté sobresaltado en la cama. Había amanecido y hacía un día espléndido. La tormenta se había alejado y no quedaba ni una nube en el cielo.

Hice el equipaje, me vestí y bajé a desayunar sintiéndome tan nervioso que no podía estarme quieto. Claudine me había prometido que estaría a las diez en el vestíbulo. Desde allí nos iríamos en coche al aeropuerto de Burdeos, tomaríamos un avión hasta París, y otro avión a Estados Unidos, donde viviríamos el resto de nuestras vidas. El tiempo se me hacía eterno y no paraba de consultar el reloj. ¿Por qué pasan tan despacio los minutos cuando queremos que se aceleren?

Me preparé los cruasanes con mantequilla y mermelada y probé el excelente café. Intenté leer el periódico pero no conseguía entender las palabras, sólo podía pensar en Claudine. Después de desayunar me acerqué al invernadero para contemplar los jardines por última vez. No esperaba encontrar a Joy admirando el panorama con una taza de café en la mano.

– Qué mañana tan hermosa -me dijo sonriente-. Lástima que te marches hoy. Me habría gustado que me acompañaras a dar un paseo.

– Hace frío para pasear. Preferiría volver en verano.

– Es cuando suelo venir yo. Ésta es la primera vez que vengo de visita en invierno. Tal vez sea el destino -dijo, mirándome con ternura.

– Pero el jardín está precioso incluso ahora.

– Sí, incluso después de una tormenta.

– No podía dormir y estuve mirando la tormenta, como cuando era niño. Mi madre decía que el viento anunciaba cambios.

– En tu caso parece que es cierto. Después de todo, hoy empiezas una nueva vida. -Volvió a mirar ensimismada a lo lejos y suspiró-. Al parecer, hay una obra de arte muy valiosa enterrada en este jardín, ¿lo sabías?

Me quedé atónito, pero intenté disimularlo.

– ¿En serio? -Me ardían las mejillas de vergüenza, como si yo mismo hubiera enterrado la obra de arte.

– En la última carta que me escribió Billy -susurró Joy- me decía que él y dos amigos más fueron los primeros en entrar en el château cuando se marcharon los alemanes. Uno de ellos, Richard Quigley, tenía conocimientos de arte, y al parecer identificó un cuadro de Tiziano. Por alguna razón no lo habían embalado con las demás cosas para llevárselo a Alemania en el tren privado de Goering. Porque Goering se dedicaba a robar todos los objetos de arte que encontraba. Para evitar que el cuadro desapareciera, Billy y los otros dos lo enterraron en el jardín. De no haber sido por Richard, me contó Billy, habrían enrollado mal el lienzo y lo habrían estropeado, porque hay que enrollarlo con la pintura hacia fuera. Encontraron una tubería de plomo y metieron dentro el lienzo con la idea de venir en su busca después de la guerra. Pero Billy murió poco después, y en cuanto a Richard… ¡pobre Richard!

– ¿Qué le ocurrió? -Notaba la boca seca y la lengua como de trapo. Las últimas piezas del rompecabezas estaban a punto de encajar, y no estaba seguro de que quisiera ver el resultado.

– Lo asesinaron.

– ¿Lo mataron? ¿Durante la guerra?

– No, hacia mil novecientos cincuenta y dos. Lo leí en los periódicos cuando fui a ver a mi familia en Staunton, que está en Virginia Occidental. Recuerdo que el asesino fue condenado a cadena perpetua en la prisión de Keen Mountain. Y espero que se pudriera allí, porque Richard era un joven estupendo. Billy me había hablado tanto de él que me parecía conocerle.

– ¿Y cómo se llamaba el tercero de los hombres que liberaron el château?

– Lo llamaban Coyote -dijo, frunciendo el ceño-. Me pregunto qué habrá sido de él.

Me pareció que todo me daba vueltas y tuve que sentarme y masajearme las sienes.

– ¿Te encuentras bien? -Joy se sentó junto a mí y me pasó el brazo por los hombros.

– Siento un poco de náuseas -dije, recordando a Coyote desenterrando el cuadro. Ahora entendía por qué había venido a Maurilliac y por qué habíamos tenido que huir en mitad de la noche como ladrones. Y es que habíamos sido unos ladrones, o por lo menos lo había sido Coyote. Recordé cuando entraron a robar en la tienda y la posterior desaparición de Coyote. ¿Habría asesinado a Richard Quigly después de desenterrar el cuadro? ¿Habría sido también el responsable de la muerte de Billy? Miré el reloj. Eran las diez menos cuarto.

– No me pasa nada. Supongo que son los nervios -dije, incorporándome-. Un vaso de agua me sentará bien.

– No creo que lleguemos nunca a saber si el cuadro está enterrado aquí o no -comentó Joy alegremente-. Pero me gusta la idea de que en este terreno puede haber enterrado un secreto precioso. Adoro los misterios. -Se levantó y apuró la taza de café-. Venga, vamos a buscar un vaso de agua. Te has quedado pálido como un fantasma.

35

Esperé a Claudine sentado en el vestíbulo. Necesitaba estar solo para asimilar lo que me había contado Joy. Estaba desolado. Yo había creído en Coyote, y ahora me preguntaba si sabía quién era en realidad. Sospechaba dónde podía haberse metido durante los últimos treinta años, pero para estar seguro tendría que echar un vistazo a los papeles de mi madre. Hasta entonces, era necesario que olvidara la escena de Coyote cavando en el jardín y su posible relación con el asesinato de los dos hombres que conocían el paradero del Tiziano. Ahora debía pensar en Claudine.

Cuando dieron las diez, empecé a ponerme nervioso y me puse a caminar arriba y abajo por el vestíbulo enlosado. Cada pocos minutos me asomaba a la puerta para comprobar si llegaba. Recordé nuestra primera cita en el puente de piedra. También en aquella ocasión Claudine llegó tarde. Cuando emprendí el regreso al château,convencido de que no iba a venir, apareció. Y ahora también aparecería, seguro. Sólo tenía que esperar un poco.

Joy entró en el vestíbulo envuelta en un aroma a gardenia. Me levanté y le di un abrazo.

– Qué grande eres ahora -exclamó riendo-. Pero para mí sigues siendo aquel niño que me robó el corazón años atrás.

– Volveremos a vernos en Estados Unidos, te lo prometo -le dije, dándole un beso en la mejilla. Tenía la piel suave como un pétalo de rosa.

– Estoy tan contenta de que nuestros caminos se hayan cruzado de nuevo. El destino tiene una curiosa manera de provocar reencuentros, ¿no te parece? Yo no creo en las coincidencias. -Tomó mis manos entre las suyas-. Mucha suerte con tu chica. Cuando encuentres un amor de verdad, no lo sueltes, porque es poco frecuente, un tesoro. Pero no hace falta que te lo diga, ¿verdad? Tú ya lo sabes.

Mientras miraba cómo se alejaba rememoré su imagen en la puerta del cuarto de baño, con su vestido nuevo. Este pensamiento me distrajo momentáneamente de mi angustiosa espera, pero enseguida volví a recorrer nervioso el vestíbulo y a juguetear con la pelotita que llevaba en el bolsillo. El tiempo pasaba y Claudine no aparecía. No podía creer que hubiera cambiado de opinión, con lo decidida que se había mostrado el día anterior. De niña había desafiado al pueblo de Maurilliac, incluso al padre Abel-Louis, por ser amiga mía. Sabía que tenía carácter suficiente para romper su matrimonio, y no podía imaginar qué la retenía. Consternado, vi que Jean-Luc, con el pelo brillante por la gomina que se aplicaba para no despeinarse, se acercaba con ganas de charlar.

– Así que hoy nos deja, monsieur -dijo, con una ligera inclinación de cabeza-. Ha sido un placer para mí tenerle en el hotel. Confío en que vuelva algún día.

– No le quepa ninguna duda -me forcé a responder, aunque sabía que jamás regresaría. Para avanzar tenía que enterrar el pasado, tal como Jacques había dicho sabiamente.

Jean-Luc frunció el entrecejo.

– ¿Está esperando un taxi?

– Tengo coche, no se preocupe.

– ¿Selo traen?

– Ya está preparado.

– Entonces nos diremos adiós. -Me despedí de Jean-Luc, que tenía la mano cálida y suave de un hombre que no ha vivido demasiado-. Le deseo un buen vuelo a Estados Unidos.

Se quedó observándome, como si esperara verme partir, pero como yo no hice ademán de moverme, inclinó la cabeza y se marchó por fin.

Clavé la mirada en la esfera del reloj, observando cada mínimo movimiento de las agujas, cada segundo que transcurría. Empecé a temerme lo peor. ¿Ysi se hubiera arrepentido, después de todo? ¿Ysi había decidido quedarse en Maurilliac? De todas maneras, yo no pensaba volver a casa sin Claudine. Se lo había prometido a ella y me lo había jurado a mí mismo. Salí corriendo y subí al coche, decidido a ir en su busca. Pisé el acelerador y tomé la carretera que llevaba al pueblo.

Dentro del coche hacía frío, pero yo tenía la frente perlada de sudor. Claudine era lo único que me importaba. Ahora que la había encontrado, no estaba dispuesto a renunciar a ella. Laurent apareció en mi mente. Él era el principal obstáculo para mi felicidad futura. Tenía que haberlo sabido, porque siempre fue mi enemigo. No había olvidado lo que me dijo en clase -«¡Tu padre era un cerdo nazi!»- y jamás se lo perdonaría. Nunca. Mientras me acercaba al pueblo a toda velocidad, me preparaba mentalmente para la batalla definitiva. Pero esperaba luchar contra Laurent, no contra Dios.

Aparqué el coche frente a la casa y estuve intentando vislumbrar algo a través de la ventana del salón. Claudine no tardó en aparecer en la ventana, mordisqueándose el pulgar y con aspecto de haber estado llorando. Vi que Laurent se le acercaba por detrás y le ponía la mano en el hombro. Esta vez ella no hizo ningún gesto de rechazo. Agarré el volante, intentando contener la furia. Salí del coche y cerré la portezuela con todas mis fuerzas. Como nadie me respondía, volví a cerrarla y grité:

– ¡Claudine! ¡Sé que estás en casa!

La puerta se abrió finalmente y apareció el cura, el padre Robert.

– Será mejor que pase -dijo sin alterarse, y se hizo a un lado.

Entré como un búfalo enfurecido, pero dentro de la casa me sentí sobrecogido de terror. No podía seguir viviendo sin ella. Claudine y Laurent seguían de pie frente a la ventana. Él le pasaba un brazo por encima y la agarraba con firmeza del hombro. Me miró con arrogancia, como si ya fuera el vencedor. Yo le dirigí una mirada de odio, deseando con toda mi alma poder tumbarlo allí mismo de un puñetazo. Miré a Claudine: me miraba con los ojos llenos de lágrimas. Entendí perfectamente lo que había pasado, lo leía en sus ojos. El cura se había arrogado la misión de recomponer aquel matrimonio hecho jirones. ¿Acaso no se daba cuenta de que la ruptura era irreparable, como cuando una tela se ha roto por demasiados sitios? Laurent me miró con desprecio.

– ¿Qué diablos haces tú aquí?

No me digné a mirarle. Me dirigí a Claudine.

– No me iré sin ti -anuncié valientemente.

– Ni siquiera la conoces -interrumpió Laurent-. ¡Tenías seis años!

– Claudine se queda -dijo el sacerdote-. Ella ha tomado la decisión.

Me volví hacia el cura y le dije con frialdad:

– No estoy hablando con usted. Ni tampoco contigo, Laurent. -Miré a Claudine, deseando con toda mi alma que encontrara las fuerzas para marcharse-. No voy a rogártelo. Sabes que te quiero y que cuidaré de ti. Hemos esperado toda la vida este momento. No me hagas esperar más.

Laurent soltó una risita burlona.

– ¿De verdad creías que podías llegar y destrozar mi matrimonio en unos días? Has perdido la razón, amigo mío. Claudine es mi esposa, ¿no te lo ha dicho?

Decidí que no le daría el gusto de responder y volví a dirigirme a ella.

– La vida es corta, Claudine. No la malgastes.

Saqué del bolsillo la pelotita de goma. La tiré al aire y la recogí. Al ver aquel símbolo de la infancia, Claudine pareció recobrar el valor y el color volvió a sus mejillas. De repente volvió a ser la niña de sonrisa dentona que se atrevía a desobedecer a su madre y a saltarse las normas, la única niña del pueblo que fue capaz de acercarse a mí. Vi cómo se sacudía de encima el brazo de Laurent y, volviéndose hacia él, le plantaba un beso en la mejilla. Laurent se puso blanco como el papel y se quedó inmóvil.

– Lo siento, Laurent, pero nuestro matrimonio no tiene arreglo -dijo Claudine. No le dijo nada al cura, que asistía a la escena horrorizado, con la boca abierta. Se limitó a mirarle con tristeza, moviendo la cabeza y me dio la mano antes de que el padre Robert pudiera emitir una protesta. Recogí su maleta y abandonamos Maurilliac para siempre.

36

Nueva York estaba resplandeciente bajo el sol invernal. No había nieve sobre las aceras, y el aire ya no resultaba tan helado, sino que tenía una dulzura, ausente cuando la había dejado, que anunciaba la primavera. Casi se podía oír el despertar de la tierra en Central Park. Hacía años que no me sentía tan feliz. Claudine y yo habíamos decidido comprarnos una casa en Nueva Jersey. Trasladaría allí mi negocio y lo llevaríamos entre los dos. No hablábamos de Laurent ni de Maurilliac. Queríamos que nuestra relación empezara de cero, en un terreno no hollado por el pasado.

Cuando llegamos a Estados Unidos, Claudine telefoneó a sus hijos y les explicó que había abandonado a su padre por mí. Joël se mostró sorprendido pero entendía que su padre no era un hombre fácil, y a pesar del amor que sentía por él, comprendía que era el único culpable. Joël sólo quería la felicidad de su madre. Con Delphine resultó más difícil porque, como muchas hijas, adoraba a su padre. Le preocupaba que no tuviera quien lo cuidara y culpaba a su madre por destrozarle la vida.

– Los dos sois muy mayores. ¿Qué sentido tiene fugarse con alguien precisamente ahora?

En cuanto supo la noticia, se apresuró a ir a Maurilliac para consolar a Laurent, y se pasó quince días cocinando para él y haciéndole la colada. Cuando volvió exhausta a París, entendía mucho mejor los problemas del matrimonio de sus padres.

– Cuando me case, tendré un cocinero y una criada -le anunció a su madre-. ¿Cuándo podré ir a visitarte y conocer a ese hombre misterioso que te ha llevado al otro lado del mundo?

Una vez solucionado el tema con sus hijos, Claudine tenía que hacer las paces con Dios. Llevaba el catolicismo en la sangre, y hubiese sido injusto por mi parte pedirle que renunciara a sus creencias. Por mi causa había roto sus promesas matrimoniales; no podía pedirle más. Estuvo encantada cuando descubrió que cerca de casa había una iglesia católica llevada por un anciano y sabio sacerdote italiano, el padre Gaddo. Asistió a la misa, comulgó, y se pasó tanto rato en el confesionario que el cura tuvo que pedirle que diera la oportunidad a los demás fieles de descargarse de sus pecados. Cuando volvió a casa, parecía haberse quitado un gran peso de encima y lucía una sonrisa radiante.

– Vuelvo a estar limpia como un recién nacido. Mis pecados han sido lavados.

– ¿Qué te ha dicho? -le pregunté asombrado. ¿Cómo podía un simple mortal limpiar tan fácilmente la mancha del adulterio?

– Me ha dicho que la vida es un gran campo de entrenamiento, y que sería poco razonable que Dios no perdonara a los que cometen errores.

– Tiene toda la razón -dije, tomándola entre mis brazos-. Me gusta el padre Gaddo. ¿Crees que nos podría casar?

Los ojos de Claudine se llenaron de lágrimas.

– Sí, Mischa Fontaine. Creo que accederá -dijo, besándome apasionadamente.


Finalmente encontré el momento para leer las dos cartas que mi madre guardaba en la caja y para abrir su correo. Eran las últimas piezas del rompecabezas.

Estaba a solas en mi apartamento. El lejano rumor del tráfico parecía el zumbido de una colmena. La luz del sol iluminaba la estancia con alegría matinal y yo estaba tumbado en el sofá con una taza de café sobre la mesa y un disco de Leonard Cohen sonando a todo trapo. Sentía que con Claudine mi vida estaba completa. Había salido de Nueva York con las manos vacías, y regresé con mucho más de lo que había soñado jamás. A medida que fui desenrollando los años pasados como un ovillo de lana fui descubriendo la verdad sobre mi madre, Jacques Reynard, el cura y el cuadro. Pero nunca imaginé que yo podía estar en el centro de ese ovillo. Toda mi vida había soñado con el amor, y lo encontré en Jacques, Daphne, Joy y Coyote, gente que había pasado por mi existencia como las nubes del cielo, y lo encontré también en mi madre, que me quiso con un amor constante e incombustible. Pero al final de la búsqueda encontré el amor en mi corazón.

Lleno de emoción, abrí la primera carta que mi madre guardaba en la caja. Estaba dentro del sobre, muy bien doblada y escrita con buena letra.


Querida señora Fontaine: No sé si me recuerda. Me llamo Léon Egberg, y gracias a usted y a Dieter Schultz, tanto yo como mi familia, Marthe, Felix, Benjamin y Oriane, seguimos con vida. Ustedes nos permitieron escondernos en la bodega del château y organizaron nuestra huida de Francia. Nos instalamos en Suiza, y luego emigramos a Canadá, donde vivimos desde que acabó la guerra. Mis hijos se han hecho mayores y se han casado, y cada vez que nace un nieto yo rezo pidiendo por su salud. Mi esposa Marthe y yo iremos en mayo a Nueva York, y nos gustaría verla y saludarla. Le pido disculpas por haberle seguido la pista y por volver a cruzarme con usted. Con mis mejores deseos, Léon Egberg.


Me sorprendió que mi madre no me hubiera hablado de ellos. Cuando yo era pequeño hizo lo posible por convencerme de que mi padre había sido un buen hombre, pero luego no volvió a mencionarlo. Reconocí los nombres: estaban escritos en la bodega del château. Ahora me daba cuenta de que había estado mal garabatear también mi nombre. La carta estaba fechada en septiembre de 1983. Cada vez más emocionado, abrí la segunda carta, también de Léon Egberg, fechada en mayo de 1984.


Querida Anouk: Nos alegró mucho verla de nuevo y poder darle las gracias personalmente. Nos encantó saber que se había casado con Dieter Schulz. Le aseguro que haremos todo lo posible por descubrir lo que le ocurrió después de la liberación. Debe de ser un inmenso consuelo haber tenido un hijo con él. A juzgar por las fotografías, guarda un gran parecido con su padre. Es importante que la gente no olvide los horrores de la guerra, por lo menos para que las nuevas generaciones no repitan las mismas atrocidades. Me gustaría que volviéramos a vernos. Dele por favor un abrazo a su hijo de nuestra parte. Espero que sepa lo valiente que fue su madre durante la guerra y las muchas vidas que salvó. Dios la bendiga, Anouk. Con mis mejores deseos, Léon.


Cada vez más nervioso, hojeé rápidamente las cartas que se habían quedado sin abrir desde la muerte de mi madre. Estaba seguro de haber visto alguna con la letra menuda de Léon Egberg. Fui apartando las facturas y las cartas de propaganda hasta encontrar el sobre de Léon Egberg. Tal vez había descubierto algo sobre mi padre. Sin poder contener la emoción, me senté en el sofá, bebí un trago de café y rasgué el sobre de lado a lado.


Mi querida Anouk: Espero que se encuentre bien cuando reciba esta carta. Hemos descubierto por fin lo que le ocurrió a su marido al acabar la guerra. Usted sabe bien que Dieter odiaba a los nazis, tal como demostró al salvar la vida de judíos como nosotros. Me enorgullece decirle que Dieter fue uno de los que participaron en el atentado contra Hitler en el verano de 1944, pero lamentablemente, al fallar el plan, fue condenado a morir en la horca. La vida da a luz pocos héroes, Anouk, pero Dieter era uno de ellos. De haber tenido éxito el atentado, se habrían salvado miles de vidas humanas. Era un hombre valiente y puso la vida de los demás por encima de la suya propia. Confío en que, ahora que conoce lo que le ocurrió a su marido, pueda comunicárselo a su hijo. Ya sé que usted se resistía a recordarle el pasado a su hijo, que tanto había sufrido, hasta saber con certeza qué había sido de su padre. Vero ahora que conoce la verdad, Mischa merece saber que su padre fue un hombre bueno y noble, un héroe de corazón valeroso. Siempre le recordaremos con cariño. Deseamos que siga usted bien y brindamos por una larga vida. L'hiem! Todo nuestro cariño para usted y su hijo. Léon.


La lectura de la carta me dejó atónito. Sabía algo sobre el intento de acabar con la vida de Hitler, un suceso sobre el que habla numerosos libros y documentales. Los conspiradores fueron ahorcados con cuerdas de piano y filmados mientras morían. Me horrorizó saber que mi padre había muerto de esa manera, y me entristeció que la carta de Léon hubiera llegado demasiado tarde para mi madre. Me pregunté si me habría dicho algo, si estaba esperando la carta de Léon para hablar conmigo. Habría sido lo lógico.

Así que mi padre era un héroe de verdad, como siempre había sospechado. Mi madre no se habría enamorado de un hombre que simpatizara con las ideas nazis; respetaba demasiado a las personas, independientemente de su raza o clase social. No era dada a demostraciones de afecto -yo era uno de los pocos que buscaba refugio en sus brazos-, pero estaba convencida de que todos teníamos nuestro lugar en el mundo y de que había sitio para todos.

Decidí escribir una carta a Léon Edger para comunicarle el fallecimiento de mi madre. Quería agradecerle el trabajo que se había tomado para averiguar el paradero de mi padre, y también quería conocerlo. Y es que, por mucho que me alejara de Maurilliac, me era imposible cortar los lazos con mi pasado.

Regresé al apartamento de mi madre con Claudine. Quería que me ayudara a hacer limpieza. Ya no deseaba hacerlo solo. Habíamos decidido entregar a la beneficencia todo lo que pudiera aprovecharse. Claudine empezó con los cacharros de la cocina, y yo fui al dormitorio para vaciar el armario de mi madre. Estuvimos toda la semana vaciando el apartamento. Era invierno, y una luz lechosa entraba por las ventanas.

No me dolió empaquetar todas las cosas de mi madre y ver cómo se las llevaban en unas furgonetas porque sabía que era lo que ella hubiera querido. No le importaban las posesiones, y ya no las necesitaba.

Me quedé con algunos objetos: joyas, diarios, cartas, álbumes de fotos y otras cosillas de valor sentimental. Cuando acabamos me puse a leer las postales de Coyote con Claudine. Después de lo que me había contado Joy sobre el asesinato de Richard Quigley investigué por mi cuenta y descubrí que mis sospechas eran ciertas: Coyote, también conocido como Jack Magellan, se llamaba Lynton Shaw. Estaba casado con Kelly, habían tenido tres hijos -Lauren, Ben y Warwick- y vivían en Richmond, estado de Virginia. Lo condenaron a cadena perpetua por el asesinato de Richard Quigley, y durante treinta años se pudrió en la cárcel de Keen Mountain. Posiblemente también había matado al novio de Joy, Billy, para quedarse con el cuadro. ¿Y mi madre, acaso conocía la verdad y había preferido ocultarla? ¿Por qué no nos había dicho nada Coyote? ¿Cómo dejó que creyéramos que nos había abandonado? Esperaba que las postales me aclararan este punto.

Estábamos los dos en la cama y la habitación olía al perfume de Claudine, a sus aceites de baño y a su crema corporal de vainilla. Me encantaba su aroma, tan femenino, y me gustaba ver su camisón colgado detrás de la puerta. Claudine no era tan ordenada como Linda, dejaba sus ropas por todo el dormitorio, pero a mí me gustaba así, terrenal y sensual como el verano en Francia.

– Mira qué tierna -dijo Claudine, alzando una postal. «Dile a Mischa que estoy en Chicago, la ciudad de los gánsteres. Dile que es una ciudad oscura y peligrosa donde los hombres merodean por ahí con sombrero y pistolas colgando del cinturón. Seguro que eso le impresionará.»

– ¿No dice nada más? Si pensamos en el tiempo que estuvo fuera, no es mucho, la verdad.

– A ver qué te parece: «Dile a Mischa que estoy en México. He atravesado el desierto en un caballo blanco, he dormido bajo las estrellas, y llevo un sombrero gigante para protegerme del sol y de los mosquitos. Las fajitas son deliciosas, y los mojitos hacen que la cabeza me dé vueltas. Cuando toco la guitarra en la plaza, las mujeres se acercan y bailan para mí. Son las mujeres más bellas del mundo, pero no tan hermosas como tú, mi preciosa Anouk. Te echo muchísimo de menos. No olvides que te quiero y que siempre te querré. Y también quiero a Mischa, no dejes de decírselo por lo menos una vez al día. No quiero que me olvides nunca.» -Claudine me miró frunciendo el ceño-. ¿No es un poco extraño? Parece como si supiera que no iba a volver.

Me quedé pensativo y releí la postal.

– Si te das cuenta, Claudine, sus descripciones de los lugares son frases hechas. Mira esta postal, con fecha del mes de julio: «Dile a Mischa que estoy en Chile. Es verano y hace mucho calor, pero el agua del mar está helada, demasiado fría para mí. Toco la guitarra por la noche cuando la playa está vacía, y las estrellas son mucho más grandes aquí. Os echo de menos a los dos. Pronto volveré a casa. Dile a Mischa que cuide de su madre en mi ausencia y que practique con la guitarra. Cuando vuelva, espero que sepa tocar todo Laredo. Ponme un plato en la mesa, amor mío, no quiero quedarme sin cenar».

– ¿Qué tiene de extraño?

Le tendí la postal.

– El mes de julio es invierno en Chile. Hace mucho frío.

Claudine se incorporó.

– ¿Así que no crees que haya estado en ninguno de estos sitios?

– Oh, puede que haya ido, pero no estaba allí cuando escribió las postales. Mira los sellos.

– Todos son del mismo lugar.

– De Virginia Occidental. ¿Y sabes lo que hay en esa parte del Estado? La prisión de Keen Mountain.

Claudine me miró con semblante incrédulo.

– Dios mío. ¡Estaba en la cárcel!

– Lo condenaron a treinta años de prisión por el asesinato de Richard Quigley. Y supongo que también mató a Billy, el novio de Joy Springtoe.

Claudine le puso la mano en el brazo.

– ¡Santo cielo, Mischa! ¿Estás seguro?

– Sí. Joy lo leyó en los diarios de aquí, y cuando volví de Francia hice algunas averiguaciones. Coyote tenía otra vida. De hecho, ni siquiera se llamaba Jack Magellan. Su verdadero nombre era Lynton Shaw. Supongo que mató a Billy durante la guerra para asegurarse de que no volvería y desenterraría el cuadro. Cuando entraron los ladrones en la tienda y en nuestra casa, adivinó quién había sido y qué buscaba. Por eso se marchó al día siguiente. Localizó a Richard Quigley y lo mató. Me sorprende que lo descubrieran, con lo listo y taimado que era.

– Hace un tiempo que lo sospechas, ¿verdad?

Asentí con un suspiro.

– Era la única explicación posible. ¿Por qué otra razón no iba a volver? Lo que me sorprende, sin embargo, es que no nos lo dijera. Podríamos haber ido a verle a la cárcel. Por lo menos yo hubiera sabido la razón de su ausencia y no me habría sentido tan abandonado.

Claudine fue pasando las postales y mirándolas una a una.

– Es posible que fuera un mentiroso y un ladrón, Mischa. Pero mira, en todas las postales pone «dile a Mischa». No os dijo nada porque no quería decepcionarte. -Cogí el fajo de postales y las volví a leer una a una. Claudine tenía razón. Todas iban dirigidas a mí-. Tú lo habías puesto sobre un pedestal. Era el hombre mágico que te devolvió la voz y la confianza en ti mismo. De haberte contado la verdad, habrías perdido la fe. Tal vez pensó que podías incluso perder la voz, no sé.

– Yo lo quería igual que él quería al anciano de Virginia. Coyote sabía por propia experiencia lo que significaba amar una fantasía, y también lo que significaba perder ese amor. No vino a mi oficina en busca del Tiziano, vino a verme a mí. -La emoción me oprimía el pecho-. Me encontró a través del cuadro, porque habíamos salido en los diarios. Y mi madre guardó la pintura todos estos años esperando el regreso de Coyote. Por eso le dolía tanto devolverla, porque era abandonar toda esperanza. Pero Coyote no volvió por el cuadro, sino para vernos a mí y a mi madre. ¿Lo entiendes? -Le agarré la mano con fuerza-. A eso se refería cuando decía que «iba tras un espejismo», porque el pasado no vuelve. Nosotros habíamos seguido con nuestra vida, y mi madre había fallecido. Después de treinta años pudriéndose en la cárcel, él quería que estuviéramos juntos de nuevo, pero era una ilusión. ¡Mierda! Y lo eché de la oficina.

– Entonces no podías saberlo -dijo Claudine para tranquilizarme.

– Pensé que quería dinero, y sólo quería ver a su hijo. -Ya no estaba emocionado. Ahora sólo sentía náuseas. Apoyé la cabeza entre las manos-. ¿Cómo podría dar con él?

– No puedes -dijo Claudine, moviendo la cabeza-. Es él quien tiene que encontrarte.

Aquella noche estuve tocando Laredo frente a la ventana abierta, con la esperanza de que el viento, por arte de magia, llevara la canción hasta él para que supiera que yo nunca había dejado de quererle. Lynton Shaw, o Jack Magellan, era un ladrón, un mentiroso y un asesino, pero para mí había sido Coyote, el hombre de intensos ojos azules y sonrisa maliciosa, con un gran corazón y la voz de un ángel.

Nueva York se había convertido en una ciudad sin esperanza, así que estuve contento de que nos fuéramos a vivir a Nueva Jersey. Cada vez que veía un vagabundo me acordaba de Coyote y me fijaba en él con el corazón lleno de esperanza, pero invariablemente me encontraba con los ojos de un desconocido que me miraba impasible. Nos compramos una casa coquetona, pintada de blanco y con una cerca de madera. Plantamos flores en el jardín y echamos raíces. Abrí una tienda y le puse de nombre Tienda de curiosidades del capitán Crumble, porque abrigaba la secreta esperanza de que Coyote la descubriera y viniera a buscarme. Necesitaba decirle que lo quería, que siempre lo había querido, que a pesar de todo, lo único que no había cambiado era mi afecto por él.

Nos compramos un perro y trabamos amistad con los vecinos. Y un día de agosto recibí un paquete por correo, grande pero ligero. Reconocí la letra de Esther. Dentro del paquete encontré una guitarra. El corazón se me aceleró cuando descubrí que era la de Coyote. La nota decía:


Querido Mischa: Llegó esto para ti. Dios sabe para qué lo querrás, porque no tocas la guitarra, ¿no? En Nueva York hace un calor horrible. Hay demasiada gente por la calle y demasiadas prisas. Te echamos de menos. ¡Ánimo! Esther.


Estaba demasiado asombrado para sonreír. Abrí el envoltorio para ver si encontraba una carta o una nota de Coyote, cualquier cosa, pero no encontré nada. Me puse a afinar la guitarra, pero los dedos me temblaban tanto que apenas podía mantenerlos sobre las cuerdas. Sentía a Coyote en las notas, oía su voz, me la traía el viento que lo transportó a Maurilliac aquel día de finales del verano muchos años atrás. Vi un papelito escondido dentro de la guitarra. Era una nota pequeña, escrita con letra apenas legible. «Esta guitarra perteneció al viejo de Virginia. Cuídala bien, Junior, porque ahora es tuya.»

Los ojos se me llenaron de lágrimas y sentí un dolor en el pecho. Para demostrarle lo que había aprendido, toqué la guitarra con entusiasmo y canté a pleno pulmón.


Entonces lo bajamos

hasta el verde valle

y tocamos la marcha fúnebre

mientras lo transportábamos.

Porque todos queremos a nuestros compañeros

que son tan guapos, jóvenes y valientes.

Todos queremos a nuestros compañeros

aunque hayan obrado mal.

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