Mi familia y mis amigos
viven en el país
y no saben dónde está
su chico.
Primero vine a Texas
y trabajé en un rancho.
Sólo soy un pobre vaquero
y sé que he hecho mal.
Alguien escribió por mí una carta
a mi madre de cabellos grises,
y otra a mi hermana
a la que tanto quiero.
Pero hay una mujer
a la que quiero mucho más,
y que lloraría amargamente
si supiera que estoy aquí.
Nueva York, 1985
Me detuve en la nieve sintiéndome tan indefenso y perdido como si volviera a ser un niño. Me rasqué la barbilla, áspera a falta de un afeitado, y contemplé con tristeza las aceras atestadas de personas con abrigo oscuro corriendo de un lado a otro. Había vuelto a perder a Coyote y me sentía fatal. ¿Con qué propósito había vuelto? ¿Dónde se había metido los últimos treinta años? Me irritaba haberle despachado sin darle la oportunidad de explicarse. Llevaba tanto tiempo malhumorado que hasta Stanley estaba harto de mí. Esther, en cambio, no se asustaba de nadie. La sensación de desespero amenazó con sofocarme. Sacudí la cabeza, metí las manos en los bolsillos y regresé lentamente a la oficina, llorando lágrimas atrasadas.
La ciudad ya había despertado. Los taxis negros y amarillos traqueteaban por las calles haciendo sonar las bocinas y salpicando de barro a los apresurados transeúntes que se dirigían al trabajo. Los vagabundos dormían todavía en sus cajas de cartón, ateridos y hambrientos, intentando apartarse de la vida todo lo posible. Me pregunté si Coyote sería uno de ellos. ¿Cómo había caído tan bajo? Por más que quisiera aferrarme al pasado, el tiempo me había arrastrado hasta obligarme a soltar el asidero. Mi infancia en Burdeos quedaba muy atrás, un lugar río arriba al que nunca podría regresar. Y el Coyote que amé también se había perdido para siempre.
Llegué a la tienda de un humor de perros. Mi metro noventa y tres tenía un aspecto horroroso: el pelo tieso y cubierto de nieve, los ojos ardiendo de furia, la boca convertida en una línea de tristeza en medio del rostro sin afeitar, los hombros caídos. Cuando entré sonó la campanilla. Stanley ya había abierto la tienda. Al verme dio un respingo.
– Buenas -dijo.
Respondí con un gruñido y subí a mi despacho. Me había dejado llevar por el mal humor y me sentía como un canalla, pero no podía evitarlo. Me quedé sentado, mirando con amargura el lugar que una hora antes había ocupado Coyote. El aroma dulzón de su Gauloise me sumió en un torbellino de recuerdos y me llevó a un lugar donde crecían pinos y eucaliptos, donde se respiraba el olor húmedo de la tierra después de la lluvia.
No había querido revisar las cosas de mi madre. Tenía miedo de lo que pudiera encontrar, de los recuerdos que me traerían. Su apartamento seguía tal como ella lo había dejado, no se había tocado nada. Pero el regreso de Coyote había arrancado la venda que tapaba la herida de mi corazón, y lo cierto es que, lejos de estar curada, escocía como un demonio. Decidí tomarme el día libre y hacer limpieza de las cosas de mi madre. Era preferible hacerlo cuanto antes; cuanto más tiempo transcurriera, más me costaría superar su muerte.
La súbita reaparición de Coyote había despertado mi curiosidad. Mi madre no solía mencionarlo, salvo para decir que algún día regresaría. «Y entonces, querido, yo le estaré esperando.» Yo le creía al principio, pero a medida que fueron pasando los años perdí la esperanza, y el dolor dio paso a la rabia. Sin embargo, ella siempre ponía un plato más en la mesa, como si esperara al hijo pródigo. Únicamente al final de su vida empezó a sentarse sola. Percibió que se acercaba la muerte, igual que se percibe en el túnel la llegada del tren por el aire que desplaza. Mi madre oyó el silbido del tren que se acercaba para llevarla a aquel cielo en el que tan firmemente creía. Mientras el tumor crecía en su interior, llevándose su vida y su esperanza, ella comía sola.
Cogí el abrigo y bajé por la escalera. Stanley hablaba con un cliente acerca de un mueble inglés de nogal que databa del siglo diecisiete. Me dirigió una mirada cautelosa sobre sus gafas. Sentada frente a su desordenado escritorio, rodeada de montañas de libros y papeles, Esther hablaba por teléfono. El auricular quedaba oculto tras su mata de pelo rizado. Al verme, colgó y me saludó con la simpatía de cada mañana.
– ¡Qué día más hermoso! -dijo, sin reparar en mi mal humor-. Me encanta la nieve. Siempre me ha gustado, desde que era niña.
Su fuerte acento de Jersey me recordó mis años en Jupiter, el pueblito donde nos instalamos mi madre, Coyote y yo cuando salimos de Francia.
– ¿Quieres un café, Mischa? Pareces cansado. Supongo que no duermes bien. Cuando mi madre murió, me pasé un mes sin pegar ojo. Para aguantar, me ponía ginebra en el café.
– Me tomo el día libre -dije, poniéndome el abrigo.
– Buena idea. Pasea, disfruta de la nieve, observa a tu alrededor, respira hondo, llama a un amigo. Te sentirás mejor.
– Gracias.
– No me des las gracias, es un placer. Nada como una caminata a paso ligero para levantar el ánimo.
– Qué bien me conoces -dije, para seguirle la corriente. Me parecía feo mostrarme malhumorado con una persona tan llena de entusiasmo.
Esther asintió.
– Sí que te conozco. Mi padre nunca sonreía, era un auténtico Schliemiel. Parecía que cargaba con todas las penas del mundo sobre sus hombros. Siempre estaba malhumorado y triste, contestaba con malos modos a todos los que querían animarlo. Estoy acostumbrada a estas cosas.
– Gracias, Esther. Eso me hace sentir mucho mejor.
– Estupendo, me alegro. Por eso me levanto todas las mañanas, para hacer que el mundo sea un lugar mejor.
Sonreí, pero no había ninguna ironía en sus palabras.
La campanita de la puerta sonó cuando salí a la calle nevada. Me pregunté si yo era tan horrible como el padre de Esther. Por el rabillo del ojo vi a Zebedee, el relojero, charlando en la calle con el cartero. Me saludó con la mano, y yo le respondí con un gesto para no parecer un cascarrabias. Zebedee soltó una carcajada.
– ¡Que día más bonito! Lástima de nieve.
Me miraba por encima de las pequeñas gafas, posadas en la punta de la nariz. Cuando se reía parecía uno de esos gnomos de jardín. Tenía un pelo gris y lanoso a los lados y en la parte de atrás de la cabeza, una coronilla calva como una bola de billar, y unas orejas grandes y carnosas. Me quedé observando cómo se deshacían los copos que se depositaban sobre su calva como suaves plumas.
– Esta mañana ha venido a visitarte un auténtico personaje -dijo.
– ¿Lo has visto?
– Oh, sí. Hay demasiados vagabundos por aquí. Habría que hacer algo al respecto, sobre todo en esta época del año. Los pobres se morirán de frío.
– ¿Lo habías visto antes?
– Todos me parecen iguales. -Le dio las gracias al cartero, que continuó su camino.
– ¿Lo viste entrar?
– Supuse que tenía llave, porque entró por su cuenta. Pensé que era un aristócrata inglés. He oído que todos parecen vagabundos.
– Forzó la cerradura, Zeb, aunque no tengo pruebas.
– Maldita sea. ¿Se llevó algo?
Negué con la cabeza.
– Bueno, es un milagro.
Hacía muchos años que no oía esa palabra.
El apartamento de mi madre estaba en Upper West Side. Marcello, el portero, salió de detrás de su mesa y me dio un abrazo.
– Lo siento muchísimo -me dijo con el rostro pegado a mi pecho, porque era mucho más bajo que yo-. Su madre era una buena mujer, señor Fontaine.
– Gracias, Marcello. -Volvía a tener un nudo en la garganta. Mi madre se había convertido en una mujer que imponía respeto, pero siempre había tenido una sonrisa para Marcello. A lo mejor le recordaba a Jacques Reynard, pues también era pelirrojo y tenía un rostro amable.
Marcello volvió a su mesa.
– Le he recogido el correo. Hay un montón de cartas, y alguna pura usted, me parece. Supongo que son cartas de condolencia. Hoy es el primer día en que su madre no ha recibido nada. Las noticias corren, ¿no le parece?
– Muchas gracias. -Cogí el montón de cartas y entré en el ascensor.
No tuve fuerzas para mirar el correo. Me dije que era pronto para eso, y dejé las cartas en la entrada. En el apartamento flotaba todavía el olor a mi madre y a las velas aromáticas que le gustaba encender. Con las cortinas echadas, el piso estaba triste y en penumbra, silencioso como una cripta. No había movimiento, ni música, ni vida de ningún tipo, ni flores siquiera. Tal vez para ella había sido un alivio marcharse. No me parecía que siguiera allí en espíritu. Ella se había ido y yo estaba solo. Era un hombre maduro y echaba de menos a mi madre. Siempre habíamos estado juntos, maman y su pequeño chevalier. Ahora sólo estaba yo. Recorrí las habitaciones en estado de aturdimiento, con los hombros hundidos bajo el peso de mi pena.
A mi madre siempre le había gustado la sobriedad, detestaba las puntillas y los volantes. Era muy francesa, de un estilo elegante y sencillo. Los suelos eran de madera oscura y pulida, la mayor parte de los muebles provenían de anticuarios ingleses y franceses, y la tapicería era de colores pálidos, neutros. En un rincón del salón había un piano de media cola sobre el que se apilaban ordenadamente gruesos libros de arte y decoración bellamente encuadernados. Mi madre sabía tocar el piano, pero ignoro en qué momento de su vida tomó lecciones. Mientras ella vivió, las cortinas no estaban echadas y el apartamento era luminoso y bien ventilado, y altos floreros con lirios y jarrones con gardenias constituían su jardín. Ahora todo estaba oscuro y ya no había jardín, aunque en el ambiente cerrado flotaba todavía su aroma.
Cada rincón me recordaba a ella, pero el piso me parecía mucho más grande y extraño en su ausencia. Me fijaba en cosas que no había visto antes, como un adorno curioso, y también en aquello que me recordaba nuestra vida en Francia, como el escabel tapizado que mi abuela le había hecho cuando era una niña. Pensaba que nos habíamos traído muy pocas cosas de Francia, hasta que me encontré con el baúl que mi madre guardaba en su dormitorio, sobre la cómoda.
De niño me parecía muy grande, pero en realidad no era un baúl de gran tamaño. Lo recordaba repleto de los vestidos, las medias y los sombreros que le compraba mi padre durante la guerra. Mi madre guardaba esas prendas en el edificio de las caballerizas, y sólo se las ponía dentro de casa. En Estados Unidos las siguió guardando en el baúl como reliquias sagradas. Se las hubiera podido poner, pero nunca quiso hacerlo; formaban parte de su vida con mi padre, un capítulo que sólo visitaba en sueños, porque se había entregado por completo a Coyote y había empezado de cero con él. Aquel capítulo estaba cerrado para siempre, y me daba miedo abrirlo.
Deposité el baúl en el suelo pero no lo abrí; primero quería servirme un trago. Mi madre tenía un pequeño armario de bebidas detrás del salón. Las botellas de cristal seguían tal como ella las dejó, llenas de líquidos dorados y plateados, como el laboratorio de un alquimista. Me serví un vaso de ginebra y cogí un puñado de cacahuetes del bol pintado con una escena de caza muy inglesa: perros corriendo a través de un prado. El alcohol me animó. Me senté en la alfombra del dormitorio y levanté la tapa del baúl.
Me asaltó un olor mezcla de limón y del aroma inconfundible de mi madre que me transportó a la infancia. Sentí una intensa nostalgia; aquel olor significaba hogar, seguridad y refugio, era el aroma que aspiraba en sus brazos y que me indicaba que todo estaba bien. Saqué un vestido de paño verde y me lo acerqué a la nariz para oler. Todavía recordaba a mi madre como una mujer joven con una larga melena que le caía sobre los hombros hasta la mitad de la espalda, con la piel suave como el pétalo de una flor. La veía dirigirse al château por el camino de tierra, moviendo las caderas y haciendo ondear graciosamente la falda. Al morir no pasaba de los sesenta y cinco años, pero la enfermedad la había dejado en los huesos. Los pómulos sobresalían en sus mejillas hundidas y la hacían parecer mayor de lo que era. Sólo los ojos, aunque hundidos en las órbitas, seguían siendo los mismos. Eran los ojos de una muchacha atrapada en un cuerpo que se desmoronaba.
Dejé el vestido en el suelo. Había otros cinco más, en perfecto estado. Saqué un par de sombreros que nunca había visto, así como guantes y medias, todo cuidadosamente envuelto en papel de seda. Debajo de la ropa había algunos viejos libros: El conde de Montecristo,de Alexandre Dumas, Nana,de Zola, un par de libros para niños en inglés y una enciclopedia, todos bellamente encuadernados. Me pregunté si eran libros de cuando mi madre era pequeña o regalos de mi padre. Sólo había dedicatorias en los libros infantiles: «Para Anouk, sobre hadas y otros seres mágicos, Papá». Los coloqué en el suelo sobre los demás libros y seguí rebuscando.
Mi ilusión al encontrar un álbum de fotos superó a la tristeza. Era un álbum de tapas de cuero, y las páginas eran de papel negro. Las esquinas de las pequeñas fotografías, en blanco y negro, estaban cuidadosamente introducidas en unas cuñas adheridas con pegamento a la página. Debajo de cada fotografía mi madre había escrito los nombres con su letra florida de niña, pero la mayoría no tenían ningún significado para mí. Examiné con atención las fotos de mis abuelos, intentando descubrir en sus rostros las facciones de mi madre y las mías. Era muy poco lo que me había contado de su infancia, sólo que vivía cerca de Burdeos. Su madre, francesa, conoció allí a su padre, un irlandés que estaba en Burdeos para aprender sobre vinos. Apenas sabía yo nada más de ellos, aparte de la supersticiosa creencia de mi abuela en el poder del viento.
A medida que pasaba las páginas, el nombre de Michel aparecía con mayor frecuencia. Estaba en todos los grupos familiares, normalmente junto a mi madre, y cuanto más lo miraba, más claro me resultaba su parecido con ella. Pero ella nunca me dijo que tuviera un hermano, nunca había pronunciado el nombre de Michel. Aunque tampoco hablaba de sus padres. Me había contado que su madre había muerto. ¿Y su padre? Si tenía un hermano, ¿qué había sido de él? Tal vez murió en la guerra, aunque lo más probable era que la familia repudiara a mi madre tras su matrimonio. Sin embargo, en las fotografías se los veía unidos. No cabía duda de que era una familia bien avenida. A la vista del álbum, no entendía que no hubieran formado parte de mi infancia, aunque teniendo en cuenta que mi padre era alemán, tal vez no resultaba tan extraño.
Coloqué el álbum en el suelo, con la idea de estudiarlo con tranquilidad en casa, y seguí mirando dentro del baúl. Saqué una caja con un par de cartas en sus sobres, un pequeño joyero con una pulsera de diamantes y unos pendientes a juego que no había visto jamás, así como viejas medallas, y una foto en blanco y negro de mi padre, no enmarcada. Aquí aparecía más alegre y espontáneo que en la foto que mi madre tenía sobre la mesilla de noche en Francia. Se le veía relajado, con el pelo alborotado por el viento, la cabeza inclinada y una sonrisa abierta. Llevaba un jersey oscuro de cuello abierto y pantalones anchos, y tenía las manos en los bolsillos. Noté un nudo en el estómago al ver lo mucho que nos parecíamos. Me quedé largo rato mirándola, hipnotizado de verme reflejado allí, aunque hacía tiempo que yo no estaba tan sonriente y relajado. El baúl estaba casi vacío, pero algo me llamó la atención: en el fondo, la pelotita de goma que llevaba tantos años perdida.
Tomé un largo trago de ginebra que me abrasó el estómago pero me hizo sentir mejor. Tomé la pelotita de goma y la hice rodar en mi mano como cuando era niño. El gesto me trajo a la mente imágenes de Pistou, del puente sobre el río, de los viñedos, de Jacques Reynard, Daphne Halifax, Claudine y Joy Springtoe. Vi con toda claridad las paredes color arena del château,los postigos azul celeste, abiertos de par en par para que entrara el sol, las cortinas blancas de lino agitándose al viento, el canto de los pájaros, el cric-cric de los grillos, los grandes plátanos del jardín, las verjas de hierro de la entrada, los leones de piedra y el camino que llevaba a lo alto de la colina. No recordaba el momento preciso en que perdí la pelota, pero sabía lo importante que había sido para mí. Era el único vínculo que me unía con mi padre, y me daba seguridad. ¿Cuándo y por qué se había roto ese vínculo? Lo ignoraba.
Las medallas debieron de pertenecer a mi padre, y las joyas fueron seguramente un regalo que le hizo a mi madre. Nunca vi que se las pusiera. Imaginé que se habían convertido en reliquias, al igual que los vestidos. Mi madre las guardó en el baúl cuando cerró aquel capítulo de su vida. No me sentí capaz de leer las cartas, que presumía eran de amor. Las coloqué junto al álbum de fotos y la pelota para llevármelo todo a casa. Cogí una caja de zapatos atada con un cordel. En la tapa, mi madre había escrito con bolígrafo negro: «Jupiter». Me puse la caja en las rodillas, desaté el cordel y levanté la tapa. Dentro había recuerdos: el billete de Burdeos a Nueva York, a bordo del Phoenix, menús, jaboncillos todavía envueltos y sin usar, tiques de autobús y flores secas y prensadas. Nunca me imaginé que mi madre guardara tantas cosas. Cuando Coyote se fue, asumió la dirección del negocio con gran eficacia y sentido práctico. Ignoraba que le quedara lugar para el sentimentalismo y que hubiera acumulado todos esos tesoros.
Los revisé todos, uno por uno. Cada uno me recordaba algún momento. Cada momento era más maravilloso que el anterior. Me había olvidado de muchos de esos momentos. Habían sido buenos tiempos, tal vez los más felices de mi vida. Sin embargo, fue una pluma verde aislada lo que corrió la cortina para revelar el escenario con todo su color y esplendor. La hice girar entre mis dedos pulgar e índice, lo que me hizo sonreír: ahora podía ver el letrero, tan claramente como si de nuevo fuera un niño: Tienda de curiosidades del capitán Crumble.
Jupiter, Nueva Jersey, 1949
– Bueno, ¿y quién es tu joven amigo? -preguntó Matías, mientras toqueteaba una pluma verde con sus dedos gordezuelos.
Coyote me alborotó el pelo.
– Es el chevalier,o siprefieres llamarlo por su nombre más popular, San Mischa -dijo sonriendo.
Matías soltó una tremenda risotada que resonó dentro de sutórax grande como un tonel y que hizo temblar su barriga.
– Yo he visto santos, y no se parece en nada a ellos. Dios mío, ¿cuándo perdió el estado de gracia?
– Nos escapamos antes de que lo perdiera, Matías -dijo Coyote, simulando seriedad-. En Maurilliac le están levantado un santuario, y de toda Europa acudirán peregrinos con sus moribundos y enfermos. Pero nosotros somos demasiado listos para dejarnos atrapar, ¿verdad, Junior?
Me sentí culpable al recordar los elaborados cuentos que me inventaba en el patio delcolegio y respondí con una tímida sonrisa.
– Y bien, San Mischa, ¿te gusta nuestra tienda? -preguntó Matías, haciéndome cosquillas con la pluma.
La tienda me parecía estupenda, y Matías me gustó desde el primer momento. Era un hombre inmenso, de pelo negro y rizado como la espuma y rostro gordo y amable. Tenía los ojos brillantes comocaramelos y hablaba con un extraño acento que más tarde supe que era chileno. Me mostró su país en un mapamundi que había colgado en la pared de la oficina.
– En este país estrecho y alargado -dijo- está lo mejor del continente: montañas, cañones, lagos, mar, desiertos y llanuras. El desierto de Atacama es el lugar más seco de la Tierra. Sólo se llena de flores una vez cada diez años. Mi corazón pertenece a Chile y algún día, cuando sea mayor y ya no resulte atractivo, volveré a Valparaíso y criaré pájaros.
Era difícil tomarlo en serio, porque tenía una forma muy divertida de hablar aunque no bromeara. En una ocasión me dijo que la gente esperaba que fuera chistoso sólo porque tenía una gran barriga.
– Los gordos estamos aquí para divertir. Si adelgazara, dejaría de resultar gracioso.
Saltaba a la vista que Coyote y Matías se tenían cariño. Continuamente se daban palmadas en la espalda, se hacían bromas que yo no entendía, estaban siempre conspirando como una pareja de bandidos y se repartían las ganancias. Celebraban los triunfos descorchando una botella de champán, y abrían otra botella cuando fracasaban. La única diferencia era el precio de cada una.
La Tienda de curiosidades del capitán Crumble era un almacén en las afueras de Jupiter, Nueva Jersey. Por fuera no era nada espectacular, un edificio hecho conlistones blancos de madera y rodeado de árboles inmensos. Sólo el letrero sobre la puerta indicaba que se podía comprar algo allí. Pero por dentro era como la cueva de Alí Baba, repleta de objetos extraordinarios, desde muebles hasta abalorios, que Coyote y Matías habían conseguido. Había jaulas con pájaros disecados, monos de juguete que aporreaban el tambor, antiguos escritorios de madera de nogal venidos de Inglaterra, con exquisita marquetería, y con cajones secretos y estanterías. Espejos repujados en plata traídos de Italia, cerdos de cuero con relleno de paja provenientes de Alemania, preciosos tapices franceses, farolillos de seda chinos, alfombras de Turquía, inmensas puertas de madera tallada en Marruecos, cristal de Bohemia, juguetes de madera hechos en Bulgaria, artículos de cuero y gamuza de Argentina, lapislázuli chileno y plata de Perú. La luz que penetraba por las altas ventanas hacía que todo brillara como las piedras preciosas. Para un niño, aquello era el país de las maravillas. Nunca había visto algo así en Maurilliac. El primer día me quedé hipnotizado, con los ojos como platos. Luego, cuando me acostumbré a aquel lugar encantador, me pasaba horas encaramándome por las mesas y los muebles, subiéndome a las sillas, jugando con los ratoncitos que tocaban los timbales, abriendo cajones secretos y buscando en los rincones, donde siempre encontraba nuevos tesoros.
La Tienda de curiosidades del capitán Crumble era muy conocida en toda la comarca, y venía mucha gente a verla. Como pueblo costero, Jupiter tenía muchos visitantes en verano, pero estaba muy tranquilo en invierno. Sin embargo, la tienda de Coyote siempre rebosaba de actividad, hasta el punto de que a veces los empleados no daban abasto para atender a los clientes. Cuando salía del cole, iba al almacén para ayudar a Matías y a Coyote. Estaba encantado de formar parte de su gente de confianza, y además descubrí, para mi sorpresa, que tenía dotes de vendedor.
Con Coyote llevábamos una vida muy normal, como cualquier otra familia. Mi madre y yo llegamos como una pareja de mariposas recién salidas de la crisálida. El equipaje emocional que llevábamos en Maurilliac lo abandonamos en el muelle de Burdeos. Los vecinos de Jupiter nos recibieron con los brazos abiertos. Nadie sabía que mi padre era alemán, no les interesaba mi parentesco sino mi cara bonita y mis travesuras. Me animaron a demostrar lo que sabía hacer, y yo lo hice encantado. Mis éxitos en el patio del colegio me habían convertido en un actor, y después de tantos años de soledad estaba sediento de simpatía y admiración, tan sediento como el desierto de Atacama del que me hablara Matías. Pronto se me olvidó la hostilidad de Maurilliac y sólo hablaba del pasado para referirme a anécdotas divertidas, cosas de Pierre y Armande, de Yvette y Madame Duval, yde nuestro viejo amigo Jacques Reynard.
Cuando Coyote regresó de Francia como un chevalier conquistador, se organizaron multitud de fiestas para recibirlo. Todos los vecinos de Jupiter querían conocernos, y no se cansaban de oír una y otra vez cómo Coyote había conquistado a mi madre con su voz y su guitarra. Aunque estábamos a finales de otoño y los árboles lucían sus maravillosos colores rojos y dorados, amarillos y grises, el sol calentaba todavía, y pudimos disfrutar de barbacoas en la playa y de meriendas en el jardín, entre manzanos cargados de frutos. Allí trataban a los perros como a seres humanos y a nosotros como a miembros de la realeza. Cuando bajábamos por Main Street, la Calle Mayor, la gente nos saludaba sonriente, orgullosa de conocernos. Poco a poco empecé a pensar menos en Jacques Reynard y en Daphne Halifax. Le escribí a Claudine una carta que mi madre echó al correo, pero pronto incluso a ella la relegué a un rincón de la memoria, y sólo la recordaba cuando estaba triste. Me acordaba pocas veces de Maurilliac y del château,y volví a enamorarme, esta vez de Estados Unidos, la tierra de la leche y la miel, la patria de Joy Springtoe.
En esos primeros tiempos en Jupiter me hice mayor. En nuestra casita blanca de Beachcomber Drive tenía mi propia habitación y ya no compartía la cama con mi madre. En Francia no poseía casi nada, excepto la pelota de goma y el Citröen que Joy me regaló, y unos pocos juguetes de madera que me habían regalado de niño. Mi madre no disponía de mucho dinero, y casi todo lo empleaba en comida y ropa. Acostumbrado a tener poco, me asombró ver la cantidad de objetos de lujo que tenían en Estados Unidos. No habían sufrido por la guerra como nosotros, no conocían el racionamiento. Disponían de todos los huevos y el azúcar que necesitaban, y los escaparates de la Calle Mayor estaban a reventar: comida, juguetes, artículos para el hogar…; pasear por allí era un regalo para la vista. Coyote no tardó en comprarme cosas, y pronto tuve la habitación llena de coches de juguete, trenes eléctricos, una bonita colcha azul y roja, una mesa de estudio provista de papel, útiles de escritorio y mi propia caja de pinturas. Por las noches no echaba de menos a mi madre, porque disfrutaba de mi nueva independencia, y mis pesadillas se quedaron abandonadas en el muelle de Burdeos, con mi vieja piel. También abandoné a Pistou sin ni siquiera decirle adiós.
Aunque no éramos ricos, Coyote mimaba a mi madre como si le sobrara el dinero. El día en que huimos del château y nos embarcamos rumbo a Estados Unidos en el Phoenix oí cómo comentaban entre risas que Coyote no había pagado la cuenta del hotel. Se morían de risa al imaginar la furia de Madame Duval. Mi madre sentía pena por los otros, que sufrirían por nuestra ausencia, pero Coyote se limitó a carcajearse y a sacar anillos de humo por la boca. En el barco no viajábamos en primera clase, estaba muy por encima de nuestras posibilidades, y nuestra casa en Beachcomber Drive era sencilla, pero Coyote no tenía límite a la hora de comprarle a mi madre vestidos, guantes y medias de seda.
– Quiero que mi chica sea la más elegante de Jupiter -decía. Y desde luego que lo era.
En Francia mi madre se lavaba el pelo en casa y se lo secaba enérgicamente con una toalla, pero ahora iba cada semana al salón Priscilla's para lavarse y peinarse. Priscilla Rubie era una mujer de baja estatura, pelo colorín, siempre envuelta en una nube rosada de perfume y sueños, y hablaba como una cotorra, de manera que uno tenía que elegir el momento preciso en que tomaba aliento para intervenir y hablar con gran seguridad y precisión. Era como decidirse a cruzar una calle con mucho tráfico. Cuando mi madre tenía la cabeza llena de rulos debajo del secador, Margaret, la guapa esteticista, le pintaba las uñas. Ahora mi madre bajaba por la Calle Mayor moviendo las caderas más que nunca y admirando su reflejo en los escaparates. Estaba siempre sonriente y con una expresión de amor y gratitud.
Nunca había visto a mi madre tan feliz, y su felicidad resultaba contagiosa. Por más que yo había recuperado la voz, seguía siendo un espía, y muy bueno. Nunca me libré totalmente de esa costumbre. Sentía curiosidad por la gente, me intrigaba la diferencia entre cómo se comportaban en mi presencia, y cómo lo hacían después, cuando pensaban que me había ido. Mi madre y Coyote eran un ejemplo perfecto. En mi presencia apenas se tocaban. Cantaban acompañados por la guitarra, bromeaban y se reían, y se besaban muy raramente, pero cuando yo los espiaba desde detrás de la puerta, mirando entre las grietas, o escuchaba al otro lado de la pared, se mostraban mucho más táctiles. Los veía bailar en el salón al son de una música tranquila que salía del gramófono y besarse en el pasillo. Un día vi cómo Coyote deslizaba la mano bajo la blusa de mi madre, y me apresuré a regresar asustado a mi habitación. En momentos así, mi madre parecía más una niña que una mujer. Reía y se despeinaba el pelo, lo miraba con picardía con ojos entrecerrados y le mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Bromeaban y se reían como niños de las cosas más tontas, y tenían su propio lenguaje, incomprensible para mí.
Entonces yo tenía sólo siete años, pero también quería enamorarme. Como en el colegio nadie conocía mi pasado, podía inventarme lo que quisiera; era como una hoja en blanco esperando a ser escrita. Así que les conté a mis compañeros que había vivido en el château,lo que casi era cierto. Les describí los viñedos, la vendimia, el río y el viejo puente de piedra. Hice ver que había vivido a lo grande en Maurilliac, que me sentaba en los cafés a comer brioches,y que charlaba con todos los vecinos, todos amigos míos. Daphne Halifax era mi abuela y Jacques Reynard mi abuelo. ¿Y mi padre? Les conté que había muerto en la guerra. Con esto les bastaba.
No tardé en hacer amigos. No había ningún Laurent que me intimidara con sus ojos oscuros y su pelo negro, pero tampoco había ninguna Claudine. Las niñas eran monas y sonrientes, y parecían más lanzadas que las francesas, más maduras e independientes, pero yo echaba de menos a Claudine con su sonrisa dentona y su mirada pícara. Me hubiera gustado despedirme de ella, poder explicarle por qué me iba. En ocasiones me preguntaba si la volvería a ver algún día.
En Burdeos estaba marcado desde mi nacimiento, pero en Jupiter todo el mundo me aceptaba como era. No me tomaban por santo, pero tampoco por un engendro del diablo. No era un discapacitado ni un milagro, sólo era Mischa. Por primera vez en mi vida la gente me veía tal como era. Y me convertí en el chico más popular del colegio. Venía de Francia y hablaba inglés con acento extranjero, era exótico y guapo. Pronto me di cuenta de la ventaja que representaba.
El primer domingo en Jupiter fuimos a la iglesia. No era una iglesia católica, pero no importaba. Coyote dijo que se trataba del mismo Dios, pero en una casa distinta. El día antes, yo estaba tan nervioso que tenía el estómago revuelto. Recordaba demasiado bien las caminatas dominicales a la iglesia, cuando estaba tan asustado que me temblaba la mano y me acercaba todo lo posible a las piernas de mi madre. El odioso rostro del padre Abel-Louis se me apareció de repente, preguntando por qué me había marchado sin avisar, por qué había contado tantas mentiras. Dijo con voz impla cable: «Te encontraré allá donde estés». Me subí la sábana hasta el cuello y me obligué a mantenerme despierto por miedo a seguir con la pesadilla si me dormía. Aquella noche no soñé más, pero me desperté con una fuerte diarrea.
Coyote estaba muy elegante con traje y sombrero, y mi madre se había puesto un vestido azul pálido con estampado de pequeñas flores. Iba maquillada y se había peinado con las puntas encrespadas, como las estrellas de cine. Llevaba sombrero y unos guantes que le llegaban casi hasta los codos. Al verme, su cara adquirió esa expresión de ansiedad que nunca la abandonaría totalmente. Hasta aquel momento no se le había ocurrido que yo pudiera estar nervioso.
– ¿Estás bien, cariño?
– No quiero ir a misa -le dije.
– No es misa, cariño. -Se arrodilló y me acarició los brazos con sus manos enguantadas-. Aquí es diferente. -Como no me vio convencido, continuó-: El pastor es un hombre muy amable. Te prometo que no se parece en nada al padre Abel-Louis.
– Aquí no podrá encontrarnos, ¿verdad? -le pregunté. En el semblante de mi madre se dibujó una sonrisa.
– No podrá. No lo veremos nunca más, cariño.
– En realidad no vi el cielo, ni a papá, ni a Jesús ni a un ángel. No tuve ninguna visión. Dios no tuvo nada que ver con que recuperara la voz. Fue Coyote -confesé, quitándome un terrible peso de encima.
Mi madre frunció el ceño.
– ¿Coyote? -Él parecía tan sorprendido como ella-. ¿Ycómo crees que lo hizo?
– Porque es mágico. Pudo ver a Pistou…
Mi madre interrumpió mi explicación, que debió de sonarle a chiquillada.
– Y por eso no quieres ir a misa, ¿no? Porque temes que Dios te castigue por mentir.
– Sí -confesé, aliviado de poder compartir mi preocupación.
– Bueno, mentir no está bien, en general. Pero en este caso no creoque a Dios le importara. Al fin y al cabo, te devolvió la voz, con o sin la ayuda de Coyote. Este tipo de milagro es obra de Dios, lo mires como lo mires.
– Entonces, ¿no pasará nada?
– Ahora todo es diferente. -Me tocó la punta de la nariz con el dedo, como hacía cuando yo era muy pequeño-. Tú eres mi chevalier,¿recuerdas? Y los chevaliers no le tienen miedo a nada.
Esperaba encontrarme con un severo edificio de piedra rematado por una aguja que se perdía entre las nubes, pero la iglesia resultó ser una casa de listones blancos situada en primera línea de mar, junto a los cafés y hotelitos que en verano bullían de gente. Ahora que las vacaciones se habían acabado y los veraneantes habían regresado a sus hogares, el pueblo estaba tranquilo. Todos se conocían y se saludaban en la calle, vestidos con sus ropas de domingo. El vicario, reverendo Cole, esperaba a la puerta de la iglesia con su túnica blanca y negra y saludaba a todo el mundo con un apretón de manos y un comentario.
Priscilla Rubie se nos acercó corriendo, deseosa de comentar el traje nuevo y el sombrero de mi madre. Mientras su marido nos miraba con resignación, ella hablaba sin parar, como esos ratones mecánicos que vendía Coyote.
– Es un vestido precioso, en serio, muy bien elegido, y le sienta maravillosamente a tu preciosa piel morena, esa piel que tenéis las francesas y que tanto envidiamos las norteamericanas. Fíjate, a tu lado parezco paliducha, y en realidad no hace tanto tiempo que tomábamos el sol en el jardín, ¿no es cierto, Paul? -Su marido la tomó del brazo y la alejó de allí antes de que pudiera empezar otra frase.
El reverendo nos saludó levantando las cejas y con una sonrisa que dejó ver su impecable dentadura. Cogió la mano de mi madre y la estrechó entre las suyas.
– Bienvenida a Jupiter.
Tenía un rostro alargado, los ojos azules, demasiado juntos, y una nariz aguileña. Su pelo gris era tan brillante como las plumas de un pato. Me dije que sin duda también sería impermeable.
– Muchas gracias -respondió amablemente mi madre-. Estamos muy contentos de instalarnos aquí.
– Coyote ha hecho una buena boda -continuó el reverendo. Mi madre se quedó sin habla, absolutamente perpleja-. Tengo entendido que os comprometisteis en París. Muy romántico -dijo, volviéndose a Coyote.
– Bueno, no me gusta hacer las cosas a medias -dijo Coyote sin inmutarse-. Junior, te presento al reverendo Cole.
– Es Mischa, mi hijo -balbuceó mi madre.
Le tendí la mano. Sabía que Coyote había dicho una mentira, pero no me parecía mal. Después de todo, había aprendido a mentir en Burdeos, y me encantaba. Me parecía emocionante compartir el juego de las mentiras con Coyote, y sabía que a él le gustaría.
– Me encantó París -dije con entusiasmo-. Fue una boda preciosa, con un montón de amigos. Se hubieran casado en Maurilliac de no ser por el padre Abel-Louis, que es un auténtico demonio. Maman quería una boda donde estuviera Dios, y Dios no está en Maurilliac.
El reverendo Cole arrugó la frente y me contempló con curiosidad, como si fuera un objeto de la tienda de Coyote. Éste soltó una carcajada y me revolvió el pelo.
– Ya sabe cómo son los críos -dijo. Cuando nos alejamos se agachó y me susurró al oído-: Estás diciendo bobadas, Junior, pero eres mi aliado.
Seguí caminando con la cabeza muy alta. Detrás de mí, mi madre discutía airadamente con Coyote, chillándole casi.
Me gustó el servicio del reverendo Cole. Empezó con cantos. Una mujer de cara redonda y gafas tocaba el piano con energía, y los demás cantábamos a pleno pulmón. Mi madre no cantó y no miro a Coyote ni una sola vez. Él cantaba sin inmutarse, con voz grave y profunda, pero ni siquiera entonces se suavizó la expresión de enfado de mi madre.
Luego fuimos a un refrigerio en casa de la señora Slade. Habíamos aceptado la invitación y no podíamos echarnos atrás, aunque mi madre dejó bien claro que quería volver a casa.
– Está un poco cansada -dijo Coyote cuando llegamos a casa de la señora Slade.
La anfitriona corrió a buscarle una taza de café.
– Estás un poco pálida, querida. Pero esto te devolverá el color. -Se rió y, para mi asombro, soltó un gruñido similar al de un cerdito. Me pareció tan gracioso que decidí hacerla reír de nuevo.
– Yo prefiero una copa de vino -anuncié.
– Pero ¡eres demasiado joven para beber alcohol! -exclamó.
– Me han criado con vino -aseguré, y me quedé a la escucha.
– Menudo diablillo… Oink! -Me reí con ella y miré de reojo a Coyote, pero él no se reía, sino que miraba preocupado a mi madre.
– Levantemos nuestras tazas de café para brindar por los recién casados -dijo la señora Slade, y le apretó el brazo a mi madre-. ¿Estás muy emocionada?
– No tanto -dijo fríamente mi madre-. No es la primera vez que me caso.
– Oh, claro que no. -La señora Slade me sonrió.
– Después de todo, Mischa no es hijo de alguna inmaculada concepción -dijo secamente mi madre. Pero su interlocutora lo tomó a broma.
– Inmaculada concepción, qué gracia… Oink! ¿Te sientes bien en tu nueva casa?
– Muy bien, gracias.
– Imagino que el traslado ha sido un poco cansado. Hay tanta gente nueva, y todos demandan tu atención. Hoy mismo, en casa de Priscilla, he oído que Gray Thistlewaite quiere llevaros a la radio. Coyote no os habrá explicado aún que Gray dirige la radio local desde su salón en la Calle Mayor, y tiene un programa dedicado a historias personales. No hay nada exótico, desde luego; aquí no ocurre nada excepcional en esta época del año. Nos encantaría escuchar vuestra historia. Le dije que me parecía una idea espléndida, todo el pueblo habla de vosotros. Ten en cuenta -dijo, acercándose a mi madre- que no hemos visto a ninguna mujer tan guapa como tú fuera de las pantallas. -Mi madre se sintió halagada, y sonrió a su pesar-. Ahora ve a hablar con la gente. No tengas miedo, todos son amigos.
En el coche, cuando volvíamos a casa, mi madre y Coyote tuvieron su primera pelea. Mi madre estaba furiosa.
– ¿Por qué les has dicho a todos que nos hemos casado? Todo el mundo me pregunta por nuestra boda en París. ¿Qué boda en París?
– Cálmate, querida.
– No pienso calmarme. ¿Cómo te atreves a contar una cosa así sin decirme nada? Me siento utilizada.
Cuando estaba tan enfadada se notaba mucho más su acento francés.
– ¿Tan poco respeto me tienes? ¡Dime!
– Siento un enorme respeto por ti, Anouk. Te quiero.
En el asiento trasero, yo hacía lo posible por que no se me notara.
– ¿Me quieres?
– Te quiero.
Mi madre bajó la voz. Cuando volvió a hablar, parecía una niña pequeña.
– Entonces, ¿por qué no te casas conmigo de verdad?
Mi madre se pasó tres días encerrada en el dormitorio, sin dejar entrar a Coyote. Le gritaba en francés si intentaba abrir la puerta y le arrojaba objetos que chocaban con estruendo contra la puerta cerrada. A mí me habría dejado entrar, pero no quise verla. Ahora que estaba empezando a sentirme a gusto en Jupiter, tenía miedo de que mi madre decidiera regresar a Maurilliac, de manera que simulé que no pasaba nada. Desayunaba con Coyote, me vestía y tomaba el autobús amarillo que me llevaba al colegio. Después de clase, charlaba un rato con los amigos y luego volvía a casa paseando bajo los árboles de hojas otoñales. Con Coyote no hablábamos del retiro voluntario de mi madre, sino que cantábamos canciones acompañados de la guitarra y jugábamos a las cartas. Sin embargo, Coyote estaba nervioso; parecía cansado, con los ojos hundidos y una cara larga, y las comisuras de sus labios se esforzaban por no tirar hacia abajo como las de un triste payaso.
Yo no entendí por qué se habían peleado. No me importaba que no estuvieran casados. Al fin y al cabo, nadie sabía la verdad, y la idea de una boda en París resultaba muy romántica. Nunca había estado en París, pero había visto fotos y sabía que era la capital cultural de Europa y una de las ciudades más bonitas del mundo. ¿Por qué le preocupaba tanto a mi madre que la gente pensara que se había casado allí?
La mañana en la que se cumplían tres días de encierro mi madre salió del dormitorio pálida y delgada, con mirada de resignación. Coyote se levantó para correr a su encuentro, pero ella levantó la mano para que no se acercara.
– Seguiré con la farsa, que Dios me perdone -dijo-. Soy una tonta, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? -Se inclinó y me dio un beso en la sien-. Sólo pongo una condición.
– Lo que tú quieras. -Coyote se había puesto rojo como un tomate.
– Quiero un anillo.
– Te compraré el anillo que quieras.
– Es una cuestión moral, Coyote. No es por mí, sino por mi hijo. ¿Lo entiendes?
– Lo entiendo.
– Pues no hablemos más del asunto. Quiero que volvamos al punto en el que estábamos.
Coyote le acercó una silla. Mi madre se sentó y tomó mi mano entre las suyas.
– ¿Cómo estás, cariño?
– Muy bien -dije, mientras masticaba mi tostada.
– ¿Te lohas pasado bien en el colegio?
– Sí.
– Estupendo.
Coyote le sirvió una copa de café. Mi madre se la bebió con los ojos cerrados para saborearlo mejor, y exhaló un suspiro de satisfacción.
Yo estaba encantado de que hubieran hecho las paces, y no sólo porque Coyote parecía feliz de nuevo. En realidad, sentía un gran alivio por no tener que volver con Madame Duval y el padre Abel-Louis. Me encaminé con paso ligero a la parada del autobús, tarareando las canciones de Coyote. Los árboles estaban perdiendo sus hojas y dejaban pasar los rayos del sol entre las ramas. Sentí que el mundo se abría ante mí repleto de infinitas oportunidades. Me gustaba vivir en Jupiter, tenía amigos en el colegio y me caían bien los vecinos de aquella pequeña localidad costera, pero sobre todo me gustaba mi nueva identidad. Por primera vez en mi vida, me sentía a gusto en mi propia piel.
Aquel día, después del colegio, mi madre me llevó en coche a la Tienda de curiosidades del capitán Crumble. En el dedo anular de la manoizquierda lucía un anillo de oro con un pequeño diamante, y en sus ojos asomaba una mirada distinta, más dura que antes. Con todo lo que le había ocurrido después de la guerra, mi madre no había perdido su candor, pero ahora la inocencia había desaparecido, reemplazada por un aire pragmático y mundano que resultaba nuevo para mí.
– Es un anillo muy bonito -le dije. Habíamos empezado a hablar en inglés incluso cuando estábamos solos. Mi madre sólo recurría al francés cuando estaba enfadada, dolida o demasiado nerviosa.
– ¿Verdad que sí?-Movió la mano para admirar el anillo y exhaló un suspiro.
– ¿Irá todo bien ahora?
– Todo irá bien, Mischa.
– Me gusta vivir aquí.
– Ya lo sé.
– Me gusta la Tienda de curiosidades.
– También a mí.
– Podría ayudar allí después del colegio. ¿Me dejarás?
– Claro que te dejo. Yo también les echaré una mano.
– ¿En serio?
No sé por qué me extrañaba que mi madre quisiera trabajar. Después de todo, había trabajado en el château. Pero ahora, con sus nuevos vestidos, no parecía una trabajadora. O tal vez lo que me chocaba era aquel brillo de determinación que había venido a sustituir a la resignación que dulcificaba sus facciones en Francia. Ahora parecía saber que, aunque Coyote nos había rescatado de Madame Duval, seguíamos siendo maman y su pequeño chevalier. Seguíamos estando solos, ella y yo, y siempre lo estaríamos.
Cuandollegamos al almacén, Matías nos saludó con su vozarrón.
– ¡Dos ayudantes! ¡Coyote, han llegado los refuerzos!
Saqué del bolsillo la pluma verde que me había regalado y me la coloqué detrás de la oreja. Matías me dirigió una radiante sonrisa.
– Ahora pareces un indio de verdad -dijo con una risotada.
Mi madre nos interrumpió.
– ¿Dónde está Coyote?
– En el despacho, como siempre, con el papeleo.
Coyote odiaba el papeleo. Le costaba horrores quedarse sentado ante el escritorio. Era un espíritu libre, y lo que le hacía feliz era ir de un lado a otro. El papeleo era una auténtica tortura para él, pero mi madre iba a liberarle de esa carga. Ella quería trabajar en la tienda, quería participar en el proyecto y necesitaba saber cómo funcionaba todo. Mientras mi madre hablaba con Coyote, yo seguía a Matías como un perrillo faldero por el almacén. Él me explicó dónde habían comprado cada objeto.
– De todo el mundo, Mischa, desde Rusia hasta Chile, y todos los países que hay enmedio.
Cogí un enorme colmillo.
– Viajarás mucho.
– Ya no tanto como antes -dijo, poniéndose las manos sobre la tripa-. Ahora no me resulta tan fácil viajar. Yo era un chiquillo delgado, aunque te parezca increíble. Me llamaban «flaco», delgaducho. El que viaja es Coyote, y vuelve cargado de cosas.
– ¿Son objetos valiosos?
– Algunos sí y otros no. -Se inclinó y me susurró al oído-: Pero te aseguro que para el cliente todo es de gran valor, raro, difícil de conseguir. ¿Entiendes? -Asentí-. Lo primero que tienes que aprender para trabajar en esta tienda es que todo es precioso. El cliente paga por un objeto único, como esta pata de elefante, algo fuera de serie. La señora Slate no la encontrará en el salón de la señora Gardner ni en ningún otro salón de Nueva Jersey. Sólo hay una.
– ¿Quieres decir que hay un elefante de tres patas cojeando por ahí?
Matías soltó una carcajada.
– No creo. Primero tuvieron que matar al elefante.
– ¿Y para qué sirve?
Se encogió de hombros.
– Como papelera, tal vez, o para dejar los paraguas.
– ¿Y esto? -Levanté el colmillo.
Matías lo cogió y lo sostuvo en alto.
– Este diente perteneció a un rinoceronte. Muy afilado, ¿verdad? Como te dije, es único. Nadie más lo tiene.
– ¿Ycómo encuentra estas cosas Coyote? -Lo admiraba más que nunca. Me lo imaginaba matando animales en África con un rifle.
– Tiene su propio sistema, pero no hay que hacerle preguntas. Coyote es un misterio, un hombre lleno de secretos. No le gusta que la gente sepa demasiadas cosas acerca de él -bajó la voz-. Es mi fantasma, Mischa. No creo que nadie conozca al verdadero Coyote.
Excepto yo, me dije con orgullo. «Yo lo conozco mejor que nadie, mejor incluso que mi madre.»
Matías me llevó por todo el almacén y me fue explicando la historia de cada objeto. Yo quería saberlo todo. Había una alfombra «mágica» de Turquía, y Matías me dijo que anteriormente había tenido el poder de volar, y un juego de sillas en miniatura que venían de Inglaterra, y que se suponía eran las del Sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas. Y también había un equipo de caballero medieval, con su armadura casi tan pequeña como yo.
– En la Edad Media los hombres eran casi de tu estatura, Mischa. Mira, éstos son el escudo y la espada. ¡Vaya, para ser un chevalier no pareces muy familiarizado con ellos!
Me dio una palmada en la espalda que estuvo a punto de enviarme volando al otro lado del almacén. Vimos también un bonito tapiz donde aparecía Baco, el dios del vino, rodeado de ninfas, y un unicornio en un bosque de un intenso color verde. Los colores eran preciosos, aunque un poco desvaídos. Matías desenrolló el tapiz y me lo mostró con orgullo.
– Lo encontramos en Francia al principio de la guerra.
– Es muy bonito -dije espontáneamente. En el château había uno muy parecido en el recibidor.
Matías lo enrolló de nuevo. Luego me mostró una prenda hecha con retales de colores.
– ¿Sabes qué es esto?
Abrí los ojos como platos. No me lo podía creer.
– ¡El abrigo del vagabundo de Virginia! -exclamé emocionado.
Matías frunció el entrecejo.
– ¡Es un abrigo de muchos colores, y más viejo que este país!
Una mujer y su hijo entraron en la tienda. Matías los recibió con los brazos abiertos, como si fueran de su propia familia.
– ¿En qué puedo ayudarles?
– Estoy buscando un regalo para mi nuera -dijo la mujer, sin mucho entusiasmo.
– ¿Qué tipo de cosas le gustan?
– Pregúntele a él, se casó con ella -replicó encogiéndose ele hombros. El hombre exhaló un suspiro. Era alto y delgado, y la mujer parecía pequeñita a su lado-. El Día de Acción de Gracias celebraremos en mi casa su cumpleaños. -La madre tenía una cara larga, de mejillas flojas, y un poco de papada-. Vamos, Antonio, cuéntale qué cosas le gustan.
– Es muy femenina -dijo él. No hizo caso del resoplido de su madre y continuó-: Le gustan las cosas bonitas para la casa.
– Tengo justo lo que necesitan. -Matías los guió al fondo del almacén. Yo me escondí detrás de la pata de elefante para observar sin ser visto.
La madre la emprendió contra su hijo.
– No llamáis, no escribís nunca, apenas venís a vernos. Cualquiera diría que vivís en otro país, pero estáis en el mismo estado, por el amor de Dios. ¿Qué diría tu abuela si viviera? Te he educado para que respetes a tu familia. -Antonio quiso apaciguarla con un gesto, pero la madre le apartó la mano-. Es igual, moriré sola. No pasa nada.
– Pero…
– ¿Tu padre? No está nunca en casa. No me preguntes por tu padre, Antonio. Dice que tiene trabajo, pero lo más probable es que se trata de otra mujer. Puedo aguantarlo, ¿qué otra cosa voy a hacer? -Alzó la barbilla y respiró ruidosamente por la nariz.
Matías regresó con una caja antigua con botellas de cristal tallado con tapones de plata. Eran para el tocador. A Antonio se le iluminó la cara.
– Esto le encantará -dijo.
– ¡Es demasiado bueno para ella! -exclamó su madre.
– Mamá…
– ¿Qué va a hacer con esto? ¿Acaso no tiene suficientes trastos?
Matías se volvió hacia mí.
– Mischa, ven a echar un vistazo a esto.
Salí de detrás de la pata de elefante con las manos en los bolsillos, fingiendo que había estado ocupado.
– ¿Qué es? -Miré dentro de la caja.
– Pertenecía a una dama victoriana. ¿Ves la inicial? Es una uve doble, por Wellington. Esta caja pertenecía a la duquesa de Wellington. Señora, esto es auténtico, una antigüedad de gran valor que viene de Inglaterra.
– Es precioso -dijo Antonio-. ¿Cuánto cuesta?
– Será demasiado caro, Antonio. Perteneció a una duquesa -protestó su madre.
– Si me dedican una sonrisa, se lo dejaré por doce dólares -dijo Matías en un intento por hacer que olvidara su mal humor.
– ¿Y por qué iba a sonreír? Ya nunca veo a mi hijo -dijo la mujer con tristeza-. De haber sabido que iba a morirme sola no habría aguantado esas veinticuatro horas de parto.
– Mamá…
– ¿Quieres a tu madre? -me preguntó la mujer.
– Sí.
– Cuando te enamores, no la olvides, como ha hecho Antonio. No olvides a tu anciana madre. Te ha entregado su vida. -Antonio me dirigió una sonrisita de disculpa-. ¿Me vende esto por doce dólares? -preguntó, volviéndose a Matías.
– Para usted, doce dólares.
– Entonces, sea. -Una sonrisa iluminó su rostro-. Es lo más parecido a un regalo de duquesa que me puedo permitir -dijo riendo con ganas-. Puedes decirle que pertenecía a la realeza, Antonio, seguro que eso le gustará.
– Y le gustará que se lo regale usted -dijo Matías.
– Si la ve por aquí: es bajita, con una cara afilada y pelo rubio, dígale que yo me llevaría al chico.
Me quedé escandalizado, pero Matías se rió a carcajadas.
– A lo mejor se lo vendo, si me paga bien -dijo. Me dio una palmada en la espalda.
La mujer me pellizcó la mejilla hasta hacerme daño.
– Eres demasiado bueno para mí, y caro, vales tu peso en oro. Además eres guapo. Antonio nunca fue tan guapo. Pero ¿qué puedes hacer? Cada uno tiene que arreglárselas con lo que Dios le ha dado.
Por fin me soltó la mejilla, pero me seguía doliendo una hora más tarde.
– Tus primeros clientes -rió Matías-. Aquí vienen muchos parecidos.
– Su hijo no ha dicho casi nada.
– Siempre se comportan así. Están dominados por la madre, los pobrecitos. Estas matriarcas italianas ven a sus nueras como competidoras. Me gustaría poder espiar su comida del Día de Acción de Gracias por el ojo de la cerradura.
– ¿De verdad pertenecieron las botellas a una duquesa inglesa?
– Por supuesto. -En sus ojos brillaba una chispa traviesa.
– ¿Y por qué no las has vendido más caras?
– Todo es relativo. Lo que para una persona resulta caro, para otra es una ganga.
– Cuando le dijiste el precio, la mujer sonrió.
– Sí, señor, así es. Seguro que tiene un montón de dinero escondido debajo del colchón. Conozco a esas mujeres.
– ¿Crees que su nuera vendrá? -le pregunté asustado.
Matías se rió de mi cara de miedo.
– Tienes que aprender a distinguir una broma, Miguelito. -Él no podía saber que ese tipo de amenazas eran reales en el château.
Dejé a Matías y fui en busca de mi madre y de Coyote. Caminé por la tienda como una pantera, sin hacer ruido, y cuando llegué a la oficina no entré, sino que me puse de puntillas y miré por la ventana. Mi madre estaba sentada sobre las rodillas de Coyote. Se estaban besando. Me quedé observándolos, con un intenso sentimiento de déjà vu. Me recordaba al día en que Pistou y yo espiamos a Jacques Reynar y a Yvette en el pabellón. Coyote había deslizado una mano bajo la falda de mi madre y la apoyaba en su pierna. Se daban besos y se reían. No cabía duda de que se habían reconciliado. La oficina estaba en penumbra, pero el anillo destellaba en el dedo de mi madre. Todavía llevaba su sombrerito, la chaqueta verde abotonada hasta arriba y el collar de perlas. La mano de Coyote pugnaba por quitarle las medias. Mi madre parecía una niña allí sentada, aunque no había nada inocente en la escena. Me quedé un buen rato mirándolos, fascinado por los secretos del mundo adulto, hasta que por miedo a que me descubriera Matías -o, peor aún, mi madre- volví al almacén para ayudar con un grupo de clientes que acababa de entrar.
Me encantaba la vida que llevaba en Jupiter. Por primera vez, me gustaba lo que era, me sentía feliz. El Día de Acción de Gracias comimos con Matías y su esposa, María Elena. Matías aseguraba que había matado con sus propias manos al inmenso pavo que nos íbamos a comer. Me senté frente a mi plato repleto de comida con la agradable sensación de formar parte de una familia, una familia de verdad.
– ¿Quieres que te explique la historia del Día de Acción de Gracias, Junior? -me preguntó Coyote dando un sorbo al vino tinto debidamente chambré. Yo estaba deseoso de aprender todo lo posible de aquel país que ya consideraba mío-. El este de América del Norte estaba poblada por indios que vivían de la pesca y la ganadería. En el siglo diecisiete, los colonos que llegaron de Europa los mataron a casi todos, pobres diablos. Los que no morían en combate caían víctimas de las enfermedades. Muchos de los primeros colonos eran puritanos, y entre ellos estaban los que llegaron a Cape Cod a bordo del famoso Mayflower. Eran ingleses, en su mayoría perseguidos por motivos religiosos, que querían fundar un nuevo mundo en América. A la tierra que acababan de descubrir la llamaron Nueva Inglaterra. El Día de Acción de Gracias se celebra en todo el país, y conmemora el final del primer año de los peregrinos del Mayflower y el éxito de su cosecha. -Paró de hablar un instante y posó en mi madre una mirada cargada de vino y de amor-. Quiero brindar por los recién llegados a este Nuevo Mundo. Quiero celebrar su huida de Francia y su llegada por mar sanos y salvos, y les deseo un futuro de salud y bienestar, pero también lleno de oportunidades. Porque esto es para mí esta tierra, el país de las infinitas oportunidades.
No había forma de librarse de Gray Thistlewaite y su programa «Otra historia auténtica» en la radio local. Mi madre se negó a acudir, convencida de que explicar su vida a un grupo de desconocidos suponía rebajarse. En realidad le encantaba su intimidad, que la gente apenas supiera nada de ella. El anonimato había sido un lujo fuera de su alcance en Maurilliac, y ahora no pensaba renunciar a él. Pero no resultaba fácil decirle que no a Gray Thistlewaite. A primera vista podía parecer una encantadora abuelita, bajita y menuda, con ojos azules del color del cielo de otoño en Jupiter, y pelo gris, recogido en un moño bajo. Tenía los labios llenos y sonrosados y la tez pálida; se empolvaba la cara y se aplicaba un perfume que olía a lirio. Pero lo que delataba la dureza de su voluntad de acero era su mandíbula, demasiado prominente y huesuda para un rostro tan suave. Nos convenía llevarnos bien con ella si no queríamos ver cómo adelantaba la mandíbula y su mirada se tornaba de hielo antes de destrozarnos y reducirnos a papilla. Cuando se le metía una idea en la cabeza, no había quien la parara. Estábamos a principios de diciembre y llevábamos tres meses en Jupiter. No podíamos rechazar su petición sin parecer groseros.
Coyote entendía la postura de mi madre y tuvo la inteligencia de no presionarla, no quería volver a sufrir la experiencia de asistir a una de sus explosiones de furia. Hasta el momento él había conseguido librarse de asistir al programa, de manera que sólo quedaba una posible víctima: yo mismo. Y yo me mostraba encantado. Recordaba que en Francia Yvette siempre estaba escuchando la radio, y me emocionaba la idea de hablar para centenares de personas.
– Sólo quiere que le cuentes qué te parece Jupiter, Mischa. Puedes hablarles del château,de la vendimia y el vino; puedes hablarles de Jacques Reynard y de Joy Springtoe si quieres -dijo mi madre mientras me alisaba las arrugas de la camisa.
– ¿No deberías decirle lo que no tiene que mencionar? -preguntó Coyote.
– No. Él ya lo sabe. ¿Verdad, Mischa?
Y así era. Yo sabía que había cosas de las que nunca hablábamos, ni siquiera entre nosotros, cosas que queríamos olvidar, que nunca contaríamos a nadie. Mi madre y yo teníamos un pacto secreto.
– ¿Seguro que no te importa ir? -me preguntó preocupada. Se sentía culpable porque me enviaba a mí en su lugar.
– No me importa. -Estaba tan emocionado que me costaba quedarme quieto-. Quiero ir -aseguré.
– Entonces irás -dijo Coyote-. Pero recuerda que debes tener tu espada desenvainada, preparada en todo momento, por si acaso.
La casa de Gray Thistlewaite era pequeña, cálida y limpia, exactamente como se espera que sea la casa de una abuelita. En la chimenea ardía un fuego, y sobre las mesas había figuritas, y elaborados marcos de plata con fotografías de sus hijos vestidos de uniforme, y de sus sonrientes nietos. En las paredes colgaban cuadros de escenas marinas y de caza, jaurías de perros corriendo a través de un paisaje inglés persiguiendo a un zorro. No había ni una superficie libre de algún objeto de valor sentimental, ya fuera una cajita de esmalte, un ramillete de flores secas, una muñeca de porcelana o una figurita de cristal. El salón olía a leña y a perfume de lirios. Una librería abarrotada de libros cubría una de las paredes, y en la mesa redonda del rincón, junto a dos ventanas con cortinas de encaje, estaba instalada la emisora de radio con su caja negra y sus micrófonos.
Para evitar que Gray Thistlewaite intentara persuadir a mi madre o a Coyote de participar en el programa, llegué acompañado de María Elena, la mujer de Matías. María Elena se sentó en el sofá con estampado de flores azules y tomó el té en un bonito servicio de porcelana china. Gray me acercó una silla frente a la mesa de la emisora.
– Toma asiento. Ésta es mi modesta estación de radio. No es gran cosa, pero establece comunicación con las buenas gentes de Jupiter y proporciona un inmenso placer a los ancianos que no pueden salir de casa.
Por supuesto, ella no se consideraba anciana. Tomó asiento, se alisó la falda de tweed y la blusa blanca de algodón, y se colocó sobre la nariz unos anteojos de montura plateada que llevaba colgando de una cadena. Luego sorbió por la nariz con aire de estar a punto de hacer algo importante y dio unos golpecitos en el micrófono.
– Antes de empezar, Mischa, te daré un consejo: sé tú mismo. No te pongas nervioso, estás entre amigos. Todos quieren escuchar tu historia, yo incluida. Es una pena que no puedan verte, con lo guapo que eres. Pero no te preocupes, yo ya se lo diré. Ponte esto. -Me dio unos auriculares para que me los colocara en las orejas y acercó un micrófono que había sobre la mesa de manera que me quedara cerca de la boca.
– ¿Me oyes bien, Mischa? -Yo asentí-. Entonces, querido, está todo listo.
– La oigo bien -dije obedientemente.
– Estupendo. -Miró el reloj que había sobre la mesa-. Empezaré dentro de unos minutos. Primero tengo que dar algunas noticias, así que habrás de esperar.
El corazón me latía cada vez más deprisa y empecé a temblar. María Elena me sonrió para darme ánimos. Sentados en silencio, observábamos el minutero del reloj, que se movía muy lentamente. Cuando por fin las manecillas marcaron las once en punto, Gray apretó un botón sobre la misteriosa caja negra y empezó a hablar con voz baja y misteriosa.
– Muy buenos días, queridos vecinos de Jupiter. Bienvenidos a mi programa. Para aquellos que no lo sepan, empieza una nueva emisión de «Otra historia verdadera», y yo soy Gray Thistlewaite. A todos los que me estáis escuchando, en vuestros salones y en vuestras cocinas, voy a intentar, dentro de mis pequeñas posibilidades, haceros la vida más alegre y llevadera. Hoy tenemos a un invitado muy interesante. Es tan guapo como agradable, pero antes de presentarlo quiero daros algunas noticias: el próximo jueves a las seis de la tarde, Hilary Winer organiza una pequeña fiesta prenavideña en su tienda, Toad Hall, en la Calle Mayor. Estáis invitados. Santa Claus estará allí para atender a los niños, así que buscad al hombre vestido de rojo y entregadle las listas de peticiones para Navidad. Deborah y John Trichett han tenido un hijo varón que se llamará Huckleberry. Por favor, no enviéis ramos porque Deborah es alérgica a las flores y no nos gustaría verla estornudando encima del bebé, ¿no les parece? Estarán encantados si les lleváis ropa o juguetes. Hilary Winer dice que le acaban de llegar mantitas, gorritos y manoplas a juego para bebé, de color azul. La perra de Margaret Gilligan está en celo, así que por favor mantened a los perros a distancia, porque no quiere otra camada de chuchos. Los abetos de Stanford Johnson ya están a la venta en Maple Farm. Se venden por riguroso orden, así que ya podéis daros prisa en comprar uno antes de que se acaben. No olvidemos la Tienda de curiosidades del capitán Crumble, donde encontraremos regalos para todos. Y esto me lleva a presentaros al nuevo hijastro de Coyote, Mischa Fontaine. Está conmigo ahora mismo, dispuesto a hablar con las buenas gentes de Jupiter. Hola, Mischa.
– Hola, madame -respondí. No sabía qué trato debía darle.
– Llámame Gray, como todo el mundo -dijo ella con una sonrisa-. ¿Te gusta tu nuevo pueblo?
– Me encanta -dije entusiasmado.
– Me alegro mucho. A nosotros también nos gusta. Diles a los que te están escuchando la edad que tienes.
– He cumplido siete años.
– Vaya, siete años, sí que eres mayor. Hablas muy bien el inglés, para ser un niño francés.
– Mi abuelo era irlandés.
– Yo tengo un antepasado inglés. Fue uno de los primeros colonos, un lord.
– ¿Llegó en el Mayflower?-pregunté. Grey levantó las cejas, impresionada por mis conocimientos.
– Eso mismo. Así es. A lo mejor estamos emparentados. -Rió suavemente y me dirigió una mirada traviesa a través de los anteojos. Yo me había calmado y estaba totalmente cómodo con ella-. Explícales a los oyentes cómo era tu vida en Francia.
– Vivíamos en un château,en un pueblito llamado Maurilliac.
– Y para que lo sepan los oyentes, un château es un castillo, ¿no?
– Es una casa grande -le corregí.
– Qué distinguido. Nos sentimos muy orgullosos de tener entre nosotros a un auténtico aristócrata francés. Háblanos del château,Mischa.
– Teníamos viñedos y hacíamos vino.
– Seguro que era muy bueno.
– A mí me criaron a base de vino -dije, recordando la risa que mi comentario había provocado a la señora Slade. Gray Thistlewaite rió y movió la cabeza. Yo estaba cada vez más lanzado.
– ¿Echas de menos Francia?
– Ahora no pienso mucho en eso. Echo de menos los viñedos y el río, y a mi amiga Claudine. Desde el pabellón se ve el valle. Es muy bonito, sobre todo cuando se pone el sol. Allí vi a Jacques Reynard y a Yvette besándose.
– ¿Quiénes son?
– Jacques cuida de los viñedos e Yvette es la cocinera. Están enamorados.
– El amor es muy bonito en Francia. Cuéntanos cómo conoció tu madre a Coyote.
– Cuando él llegó a Maurilliac con su guitarra y su magia, se enamoró de él. -Me puse rojo nada más decirlo. Ojalá mi madre no se enfadara.
– ¿Llegó con su magia?
– Oh, sí, él puede hacer magia.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé, simplemente. -No quería traicionarlo.
– Cuéntanoslo. Coyote es uno de los personajes más queridos de Jupiter, pero ignoraba que fuera capaz de hacer magia.
– Tiene un poder especial.
– ¿En serio? ¿Qué tipo de poder?
– Bueno… -dije dubitativo.
– ¿Y bien? -Adelantó la mandíbula con gesto decidido-. Estamos deseando saberlo.
– Me devolvió la voz.
– ¿La habías perdido? -Me dirigió una mirada de incredulidad.
– No podía hablar.
Gray arrugó la frente.
– ¿Eras mudo?
– Sí. Y cuando llegó Coyote recuperé la voz.
– ¡Increíble! ¿Cómo lo hizo?
– Me dijo que podría volver a hablar, y así fue.
Gray no sabía si creerme.
– ¿Así, sin más?
– Así sin más. Ya le he dicho que hace magia. -Estuve tentado de hablarle de Pistou, pero lo deseché. Si no creía en la magia de Coyote, no creería en Pistou, ni tampoco en el poder del viento, aunque ella misma fuera una abuela-. En Maurilliac todos pensaron que había sido un milagro, y a lo mejor lo fue, pero yo no soy un santo. Maman dijo que Dios me había devuelto la voz, pero en realidad fue Coyote con su magia.
Gray decidió cambiar de tema.
– Háblanos de la boda.
– Fue en París. -Habíamos entrado en un terreno pantanoso, así que desenvainé mi espada por si las moscas.
– ¡Qué romántico! Y seguro que tú fuiste el padrino -comentó con una afectuosa sonrisa.
– No lo sé. -Nunca había estado en una boda y no sabía lo que era un padrino-. Supongo que yo estaba en un lugar secundario, * porque Coyote era el protagonista.
Gray rió y yo me reí con ella. Me gustaba hacerla reír.
– Y dinos, ¿qué le pasó a tu padre?
– Murió en la guerra.
– Lo siento mucho. -Se inclinó hacia mí y me acarició la mano.
– Yo también. Seguro que Coyote le habría gustado -dije con toda inocencia.
– Estoy convencida de que sí -dijo ella con una risita-. No sé si me has estado tomando el pelo, Mischa, pero ha sido una charla muy interesante. ¿Volverás otro día al programa?
– Sí, por favor -dije con candor.
– Y a todos los que nos escuchan les diré que seguro que ninguno de nosotros es tan mayor o tan escéptico como para no creer en la magia. Es saludable y divertido tener tanta imaginación. Ahora dejaré que Mischa regrese volando en su alfombra mágica a la Tienda de curiosidades del capitán Crumble para reencontrarse con su padrastro hechicero, Coyote. Si alguien necesita un poco de magia en su casa, ya sabe dónde encontrarla. Se lo hemos contado aquí, en el programa de Gray Thistlewaite. Gracias por oírnos desde sus salones y sus cocinas. Espero haber contribuido a hacer sus vidas más agradables.
María Elena me llevó a tomar un helado. Me gustaba María Elena; era tierna y cariñosa y hablaba con un acento que tenía un timbre exótico.
– Lo has hecho muy bien -me dijo. Estaba orgullosa de mí, y me miraba con ternura casi maternal-. Gray no cree en la magia, pero yo sí. Aunque creo que eres tú el que tiene poderes mágicos, más de lo que te imaginas.
– Pero es cierto que Coyote puede hacer magia -insistí.
– Todos los niños pueden, y él no es más que un niño grande.
– Vio a Pistou, aunque no lo reconoció. -Nunca le había contado esto a nadie.
– ¿Quién es Pistou?
Me arrepentí de haberlo mencionado, pero ya no me podía echar atrás.
– Era mi amigo. Nadie más que yo podía verlo. Vive en el château,y me fui sin decirle adiós -dije con tristeza.
– ¿Y dices que Coyote lo vio?
No se reía, sino que me miraba muy seria.
– Sí, Coyote lo vio, estoy seguro.
– Estoy convencida de que tienes razón. No te preocupes por no haberle dicho adiós, él lo entenderá.
– ¿Deverdad lo crees?
– Lo sé. -Me acarició suavemente la mejilla con los nudillos-. Los espíritus son más sabios que nosotros. -No entendí lo que quería decir. Pistou no era un espíritu, era un niño mágico.
– Y un día regresaré y lo veré, ¿no?
– Por supuesto, Mischa. Francia está sólo a un viaje en avión, lo mismo que Chile. Yo también echo de menos mi país, igual que tú echas Francia de menos. Pero tu país no desaparecerá. Siempre podrás regresar y ver a Pistou, créeme.
Después de mi entrevista por la radio, todos querían saber más sobre la milagrosa recuperación de mi voz. Cuando le preguntaban a Coyote por sus poderes mágicos, él se encogía de hombros y respondía que todo era producto de la «imaginación del niño». Sin embargo, yo sabía la verdad, sabía que tenía poderes aunque lo negara. Y él lo sabía también, lo veía en su mirada de complicidad cuando me sonreía. Mi madre me dijo que lo había hecho muy bien. Me hizo sentar y me explicó lo que era un padrino de boda. Le preocupaba pensar que yo me viera obligado a mentir.
– No creo que debas hablar de nuestra boda si eso implica que digas mentiras -me dijo.
Pero en realidad ya no importaba porque al poco tiempo nadie volvió a preguntarnos por el tema. Todos dieron por sentado que Coyote y mi madre se habían casado en París y punto. En realidad se interesaban más por mí. No había sido mi intención traerme mis propias mentiras de Francia. De hecho, quería empezar de cero, pero me fue imposible. Las gentes de Jupiter no me consideraban un santo, como en Maurilliac. Se limitaban a mirarme sonrientes y a mover la cabeza con gesto comprensivo. Para ellos no eran más que invenciones de un chiquillo que había quedado huérfano de padre en la guerra y que se había visto arrancado de su hogar y trasladado a un país extraño. Eran amables conmigo, pero no me creían.
– Es un niño tan guapo -decían, como si eso lo excusara todo.
Sin embargo, los niños me creían, y de nuevo me vi hablando sobre mi visión en los recreos.
Aquel primer año en Jupiter fue el más feliz de mi vida, o por lo menos el que mejor recuerdo. Cuando la tienda iba bien, mi madre, Coyote y yo íbamos al cine, veíamos una película, cenábamos en un restaurante o pasábamos el día en la playa, además de brindar con champán de importación. Pero Coyote pasaba en un momento de ser rico a no tener nada.
– Vivo improvisando -me dijo un día alborotándome el pelo-. Lo entenderás cuando seas mayor.
Coyote viajaba mucho. La mayor parte del tiempo no estaba con nosotros. Yo le echaba de menos, pero nuestra casa era tan acogedora y alegre que su ausencia era fácil de soportar. Matías y María Elena se convirtieron en mis segundos padres. Pasaba mucho tiempo en su casa, entre juegos y risas. Con ellos me sentía mimado y comprendido. Me encantaban las historias de magia y de misterio que me leía María Elena, y sus poesías. Me acurrucaba a su lado y respiraba el aroma cálido y especiado de su piel. Era magnífico contar con el cariño de otra mujer.
Ya tocaba bien la guitarra y había empezado a componer mis propias canciones. A la salida del colegio tocaba con un grupo de amigos: Joe Lampton tocaba el saxo, Frank Mullet la batería, y Solly Halpstein el piano. Nos reuníamos en casa de Joe porque su madre tenía un piano en el salón. Lo que tocábamos no sonaba demasiado bien, en realidad era horrible, pero no nos importaba. Por lo menos hacíamos algo mejor que dar vueltas por la calle pasando frío.
Mi madre llevaba las cuentas de la tienda y María Elena se convirtió en su mejor amiga. Ella y Matías nos visitaban o nosotros íbamos a su casa. Los dos matrimonios estaban siempre juntos y yo iba con ellos. A veces me quedaba dormido en su casa y después Coyote me llevaba en brazos al coche y me metía en la cama sin que yo me enterara de nada.
Matías y María Elena no tenían hijos. Me pregunté si habrían tenido un disgusto como el de Daphne Halifax, pero sabía que no debía mencionarlo.
Con el verano llegaron los turistas, los bañistas que abarrotaban la playa, el alboroto en los bares y cafés, y las tiendas a rebosar de clientes. Las parejas paseaban arriba y abajo por el paseo marítimo, los niños jugaban en la arena, los perros entraban y salían del agua y todo el mundo era feliz. Coyote, con sus idas y venidas, nos llenaba de amor y alegría y nos traía de sus viajes objetos extraordinarios. Siempre regresaba con historias sobre los lugares que había visto y las gentes que había conocido, pero yo prefería sobre todas la historia del anciano de Virginia y se la hacía contar una y otra vez. A veces Coyote volvía con barba, y otras veces limpio y recién afeitado, con un traje nuevo recién planchado y los zapatos lustrosos. En ocasiones aparecía con una barba de varios días, áspera y punzante como los rastrojos de maíz después de la cosecha, y en otras tenía las mejillas suaves y aterciopeladas. Pero ya viniera con aspecto de rico o de pobre, siempre me traía algún regalo, nunca llegaba con las manos vacías. Podía ser una tela para mi madre, que había vuelto a hacerse sus propios vestidos, o un juguete para mí, zapatos, una baratija, una cajita o un libro… siempre traía un regalo y a mi madre siempre le gustaba.
Su relación era cada vez más sólida, como las raíces de un árbol que se hunden en la tierra para que las ramas puedan crecer. Se notaba en las miradas que intercambiaban, en la forma en que se acercaban el uno al otro, y en los gestos de ternura que tenían. Cuando veía aparecer a mi madre, a Coyote se le iluminaba el rostro; la dicha le confería una luz especial, como esos farolillos chinos que se iluminan por dentro, y la seguía con mirada arrobada y una mueca amorosa y sensual en los labios. Y mi madre coqueteaba y adoptaba poses seductoras, consciente de que él no dejaba nunca de mirarla.
Se acostumbró a poner un plato en la mesa pura él cuando estaba de viaje, porque Coyote nunca nos decía cuándo llegaría. Para no estar triste, mi madre trabajaba duramente en la tienda, pero por las noches se sentaba junto a la ventana, igual que en Francia, a contemplar las estrellas, como si pudieran traerle a casa. Todo el tiempo hablaba de él con un amor que le arrebolaba las mejillas, y cuando finalmente lo veía llegar, se arrojaba en sus brazos, se colgaba de su cuello y lo cubría de besos, olvidando que yo los miraba. Luego Coyote se me acercaba y me daba un abrazo.
– ¿Qué tal, Junior? ¿Me has echado de menos? -preguntaba, dándome un beso.
Solían acostarse pronto y yo oía sus risas a través de la pared. Aunque también se peleaban. A veces mi madre se ponía furiosa con Coyote y le gritaba, despeinada y hecha una fiera. Pero siempre acababan por reconciliarse. Coyote intentaba por todos los medios que ella no volviera a encerrarse y apartarse de él como con el asunto de la boda. Parecían muy felices, y yo también era feliz. Hasta que ocurrió algo inesperado que hundió una daga en el corazón de nuestra pequeña familia.
Todo empezó en otoño de 1951. Supongo que el hecho de que sucediera precisamente la noche de mi décimo cumpleaños -el día que marcaba el final de mi niñez- puede considerarse simbólico. Ahora, si miro hacia atrás, puedo señalar ese día y decir: aquella noche cambió mi vida. Por más que los acontecimientos de 1944 me habían afectado profundamente, había conseguido superarlos. Coyote me había ayudado a romper el molde que me constreñía. Aquel día, sin embargo, cuando más lo necesitaba, Coyote no estaba.
Mi madre estaba nerviosa. María Elena nos había invitado a cenar a su casa y había insistido en preparar el pastel ella misma. Mi madre tenía tanto trabajo en la tienda que no le quedaba tiempo para pensar en celebraciones. Aquel verano habíamos tenido muchos veraneantes. En el paseo marítimo no se podía dar un paso, las playas estaban a rebosar de gente tomando el sol, y por la tarde todos iban de compras. Acabadas las vacaciones, la actividad disminuyó, las playas se vaciaron de turistas y sólo quedaban los vecinos. Como había estado ayudando en la tienda todo el verano, me conocía al dedillo los artículos en venta y me había convertido en un vendedor competente. Me gustaba el trabajo, me gustaba bromear con Matías a espaldas de los clientes. No me sentía como un crío al que dejan merodear entre adultos, sino como uno más del equipo, y como tal me trataban. Cuando cerrábamos la tienda por la tarde, Coyote sacaba la guitarra y, sentados sobre la hierba a la sombra de un arce, cantábamos viejas canciones de vaqueros. Si el negocio había ido bien, abría una botella de vino y me daban un vasito. Me encantaba cuando Coyote explicaba historias del anciano de Virginia.
Siempre me había gustado el día de mi cumpleaños, siempre fue un día especial. Si cierro los ojos y me concentro, puedo rememorar perfectamente mi tercer cumpleaños en el château. Mi padre no estaba, pero no recuerdo que me importara, porque mi madre no parecía sentirse desgraciada. Yo era entonces demasiado pequeño para darme cuenta de lo que sucedía, pero sí recuerdo que mi madre me había preparado un pastel con forma de aeroplano, que apagué yo mismo las velas y que había más gente. También recuerdo lo importante que me sentí. Desde entonces el olor a vainilla me parece reconfortante.
Entre las paredes del château me sentía seguro, y cuando el enemigo conseguía traspasar aquellas paredes, yo me refugiaba en los brazos de mi madre. Pero ni el día de mi tercer cumpleaños ni cuando cumplí los diez tuve conciencia de que un enemigo merodeara entre las sombras.
A Matías le encantaba preparar barbacoas. Nos dijo que en Chile lo llamaban «asado», y aseguraba que allí la carne era mucho más sabrosa. Aquel día había invitado a algunos amigos, y nos sentamos todos en el jardín disfrutando del olor a carne asada y de los suaves aromas de otoño. Matías, con su inmensa tripa, se había puesto el delantal de María Elena y apenas podía atárselo a la espalda, por lo que se veía muy divertido. Así ataviado, bailaba moviendo el trasero al ritmo de la guitarra de Coyote. María Elena lo abrazó por detrás y empezó a bailar con él un baile lento y perezoso. Coyote tocaba con la espalda apoyada contra un árbol y el sombrero ladeado sobre la cabeza, como había hecho en Francia, en el claro junto al río. Mi madre, con pantalones blancos y un turbante en la cabeza que dejaba al descubierto su pico de viuda, miraba a Coyote sonriente. Tenía la piel de color café con leche y las pecas de su nariz eran más visibles que nunca.
Vinieron tres compañeros del colegio -Joe, Frank y Solly-, y también algunas niñas que eran hijas de matrimonios amigos de Matías y María Elena. Sólo cuando estaba con Matías y María Elena y su nutrido grupo de amistades me daba cuenta de que mi madre y Coyote no tenían amigos propios. Coyote caía bien a todo el mundo, pero era un misterio, un rayo de luz que resulta hermoso de ver pero intangible. Todos lo conocían, y en la tienda constantemente querían hablar con él, sobre todo esas mujeres con los labios pintados y máscara en las pestañas, pero él no dejaba que nadie se le acercara demasiado. Sólo mi madre y yo podíamos penetrar más allá de su piel. Yo no entendía lo que había tras su sonrisa, pero mi madre sí, ella podía oír el grito silencioso del niño que pide amor y aceptación, un grito que apelaba a su instinto maternal. Hizo todo lo que pudo, estoy seguro, pero no fue suficiente, no llegó a penetrar en la parte más íntima y secreta de Coyote. Y estaba tan ocupada intentando entender a Coyote que no tuvo tiempo para hacer amistades, aparte de María Elena.
El día de mi décimo cumpleaños estuve en el jardín con mis amigos, pavoneándome delante de las niñas, que se susurraban secretos entre ellas y ahogaban risitas tapándose la boca con las manos. Ya no me sentía extranjero. Aquellos tiempos en que me moría por unirme a los juegos de los críos en la plaza habían caído en el olvido, lo mismo que el recuerdo de Claudine. Ahora tenía amigos, era guapo y sabía muchas cosas. Mi madre, una mujer culta, me había enseñado muchas cosas que ahora me eran de utilidad. Sabía mucha historia, geografía, y temas de actualidad mundial; de hecho sabía mucho más que mis compañeros. Sobre todo, me interesaba por el mundo que había más allá del pueblo. Envidiaba los viajes que hacía Coyote, y tenía muchas ganas de viajar con él a todos los países representados en el abrigo del anciano de Virginia. Coyote me prometió que cuando fuera mayor me llevaría con él para que aprendiera a dirigir el negocio, pero no tuve la ocasión porque él se marchó antes de que yo creciera.
Los adultos se sentaban alrededor de las mesas cubiertas con manteles a cuadros y servilletas a juego que habíamos dispuesto en el jardín, y bebían vino mientras hablaban de sus cosas de adulto, pero los niños nos habíamos sentado en la hierba con los dos bull terriers de Matías, y comíamos hamburguesas y salchichas con el plato sobre las rodillas. Cuando mi madre y María Elena trajeron el pastel, todos guardaron silencio y me cantaron «Cumpleaños feliz». Matías me había dicho que ocupara la cabecera de la mesa que había dejado vacante María Elena, me pusieron el pastel delante con diez velas y me gritaron que soplara. «¡Vamos! ¡Apágalas!» Tomé aire y soplé tan fuerte como me fue posible, apagando todas las velas a la vez.
– ¡Sólo habrá una mujer en tu vida! -vaticinó Coyote refiriéndose al único soplido que necesité para apagarlas.
– Espero que así sea -dijo María Elena, mientras me aplaudía.
– ¡Una sola mujer! -bramó Matías con su profundo vozarrón-. ¡No sometáis al pobre chico a ese castigo!
– ¡Compórtate, mi amor! -rió María Elena-. ¡Sólo tiene diez años!
– Todavía tiene muchos años por delante. -Matías alzó la copa para brindar-. Que el futuro te traiga abundancia de vino, mujeres y pastel de chocolate.
Todos levantaron su copa y mi madre me guiñó un ojo. Estaba orgullosa de mí.
Por la tarde, mientras las sombras se alargaban, estuvimos jugando en el jardín. La gente charlaba y Coyote fumaba con la mirada perdida, absorto en sus pensamientos. Mi madre apoyaba la cabeza en su hombro, y de vez en cuando él le besaba el pelo o frotaba la cara contra la suya. Parecían aislados en su propio mundo en medio de aquella animación. Siempre estábamos en una isla, los tres: Coyote, mi madre y yo.
El sol se había puesto en el horizonte y llegó el momento de marcharse. Sólo quedaban unas horas para decir adiós a mi cumpleaños. Todos los invitados me habían hecho regalos, y algunos estaban todavía sin desenvolver, todavía dentro de un paquete con lazo. María Elena y mi madre los habían metido todos en una bolsa donde ponía «Toad Hall», la tienda que Hilari Winer tenía en la Calle Mayor. Cuando vi la bolsa llena de juguetes, me sentí tan emocionado que empecé a saltar sobre un solo pie, primero con uno, luego con otro.
– Dios mío -dijo mi madre-. No creo que Mischa duerma en toda la noche.
– No pasa nada, es una vez al año.
Mi madre suspiró hondamente.
– Me hace feliz verlo contento -dijo, como si yono pudiera oírla-. Después de lo que hemos pasado, tú y Matías nos habéis hecho sentir como en casa, nos habéis proporcionado un inmenso sentimiento de seguridad. Era lo que quería para mi hijo, que sintiera que tenía un lugar en el mundo. Si a una persona le das confianza en sí misma, conseguirá todo lo que se proponga. -Por alguna razón, su acento francés era más pronunciado de lo habitual.
María Elena le apretó afectuosamente el brazo.
– Anouk, eres una madre estupenda.
– Hago lomejor que puedo.
– Me alegro de que Coyote os trajera -dijo María Elena-. Habéis enriquecido nuestras vidas, más de lo que te imaginas, y tú has sido una gran amiga. -Ahora era ella la que se ponía sentimental-. Ya sabes que Matías y yo no podemos tener hijos, y tener a Mischa tan cerca es para nosotros una auténtica bendición.
– Te lo presto siempre que quieras.
Las dos estallaron en carcajadas y me miraron. Mi madre tenía los ojos húmedos y brillantes.
– Venga, Mischa. Hay que ir a la cama.
Volvimos a casa en el coche de Coyote. La noche era clara y despejada, con una luna redonda como una boya flotando en el firmamento. Coyote le daba la mano a mi madre, y sólo la soltaba para cambiar de marcha.
– Ha sido una tarde estupenda -comentó mi madre-. María Elena ha sido muy amable al preparar el pastel y todo lo de la fiesta.
– Junior se lo ha pasado bien. ¿No es cierto, hijo?
– Tengo un montón de regalos -dije, poniendo en fila sobre el asiento los cochecitos de juguete, que harían juego con el Citroën amarillo de Joy Springtoe. Ahora pensaba a menudo en ella y esperaba encontrármela un día. Después de todo, estábamos en Estados Unidos.
– Es tarde, Mischa -dijo mi madre-. Acabarás de desenvolver los regalos mañana a la hora del desayuno.
– También es tarde para nosotros -le dijo Coyote apretándole cariñosamente la mano.
Pero cuando llegamos a casa no pudimos ir a la cama.
Coyote ya notó algo raro en el sendero de entrada, antes de bajarnos del coche. Levantó la nariz y olfateó el aire como un perrito.
– Quedaos en el coche y no hagáis ruido.
Salió silenciosamente del coche, sin cerrar la portezuela para no hacer ruido, y se acercó a la entrada.
Abrió la puerta suavemente y entró.
– Mon Dieu! -exclamó mi madre con voz ahogada.
– ¿Qué ha pasado? -le pregunté asustado.
– Creo que han entrado ladrones -respondió en francés, señal de que estaba alterada-. Espero que no estén todavía dentro.
Sólo la veía de perfil, pero noté que estaba tensa porque arrugó la frente y apretó con fuerza los labios. Nos quedamos esperando dentro del coche. El aire estaba tan cargado de tensión que parecía imantado.
Estuvimos esperando largo rato, preguntándonos qué hacer, hasta que finalmente Coyote apareció con semblante serio, más serio de lo que yo lo había visto nunca, y subió al coche.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó mi madre. Estaba blanca como el papel.
– Han dejado toda la casa patas arriba -dijo con una voz que no parecía la suya.
– ¿Qué se han llevado?
– Nada, por lo que he visto.
– Bien, gracias a Dios -dijo mi madre con alivio-. Lo que hayan roto puede arreglarse.
Coyote puso el coche en marcha.
– Quiero ir al almacén a comprobar si han entrado.
– ¿Crees que también habrán estado allí?
– No lo sé. Es una intuición.
– ¿Han entrado en mi cuarto? -Me preocupaba que hubieran tocado mis juguetes.
– Han entrado en todas partes, Junior. No han dejado ni un cajón sin abrir.
Cuando llegamos a la tienda, Coyote sacó una pistola. Mi madre ahogó un grito.
– No te preocupes, cariño. Sólo la usaré si no queda más remedio.
– ¿Por qué no llamamos a la policía?
– No pienso llamar a la policía, no pienso llamar a nadie, ¿entendido? Esto es asunto nuestro. Hacemos las cosas a nuestra manera, no hace falta que intervengan las autoridades -dijo Coyote con un tono de filo acerado que no admitía réplica.
Mi madre estaba asustada.
– No hagas tonterías, Coyote, por favor. Hazlo por Mischa.
Coyote le dio un beso.
– Si los encuentro aquí, ya pueden prepararse. -Salió del coche y nos ordenó que nos agacháramos para que no pudieran vernos.
– ¿Estás bien, Mischa? -me preguntó mi madre una vez que él se hubo marchado.
Yo me lo estaba pasando estupendamente.
– Estoy bien.
– ¿No tienes miedo?
– No. -Ya no era su pequeño chevalier. Era demasiado mayor para niñerías, pero aquella noche mi mano estuvo en la empuñadura de la espada, preparada para desenvainarla si se presentaba el enemigo.
Coyote tardaba en volver. Mi madre y yo esperábamos en la oscuridad, escuchando nuestra propia respiración.
– Espero que no tenga que utilizar la pistola -dijo mi madre.
– ¿Sabías que tenía una?
– No.
– ¿Crees que alguna vez ha matado a alguien?
– No seas tonto, Mischa. Claro que no ha matado a nadie.
– Pero no lo sabes con seguridad.
– No, pero lo conozco.
– En la guerra habrá matado a gente.
– Eso es otra cosa.
– ¿Y qué estaban buscando?
– Cosas valiosas, me imagino. No se habrán llevado nada porque no tenemos objetos de valor.
– Aquí los tenemos.
– No demasiados, Mischa. Aquí hay un montón de chatarra.
– ¿En serio? ¿No hay nada valioso?
– Bueno, hay algunas cosas auténticas, y algunas cuestan dinero, pero no hay nada que tenga un gran valor. Si lo hubiera, seríamos ricos.
– Matías dice que valen una fortuna. Coyote las recoge de todas las partes del mundo.
Mi madre se rió con escepticismo.
– No son las joyas de la corona inglesa, Mischa. Son cosas que encuentra en zocos y mercadillos. Lo único que las hace interesantes es que no puedes adquirirlas aquí, como esa estúpida pata de elefante.
– ¿Y el tapiz?
– No sé de dónde lo ha sacado -se apresuró a contestar mi madre-. Lo que él encuentre por ahí no es asunto mío.
Oímos que abrían la portezuela del coche. Coyote estaba de vuelta.
– Ya podéis salir -dijo. Su voz volvía a ser la de siempre.
– ¿Está todo bien? -le preguntó mi madre.
– Lo han desordenado todo pero no se han llevado nada importante.
– ¡Gracias a Dios!
– ¿Y qué querían? -le pregunté trepando para salir del coche.
– No lo sé, Junior, pero fuera lo que fuese no lo han encontrado.
Me quedé horrorizado al comprobar el desorden en que habían dejado la tienda. Todo estaba por el suelo, como si hubiera pasado la marabunta. Todo eran cristales rotos y muebles astillados. Habían pasado por encima de los muebles y habían ido arrojando las cosas al suelo. Mi madre estaba desesperada.
– Nos llevará semanas poner esto en orden -dijo-. Estamos en la ruina.
De repente, la tienda ya no era un montón de chatarra sino su medio de vida. Me sentí tentado de hacérselo ver, pero me dije que probablemente no era el momento.
– No te preocupes, cielo, no estamos en la ruina -dijo Coyote rascándose pensativo la barbilla-. Todo esto lo podemos arreglar.
– Pero han destrozado muchas cosas…
– Venga, vamos a casa. Nos pondremos manos a la obra por la mañana.
– Creo que tendríamos que telefonear a la policía -insistió mi madre.
Pero Coyote se mostró inflexible.
– No. De esto, ni una palabra a nadie, ni a la policía. -Mi madre asintió lentamente con expresión sombría-. Recuérdalo tú también, Junior. Ni una palabra.
– Ni una palabra -dije, sintiéndome de nuevo como un espía-. ¿Sabes quién ha sido, Coyote? -Porque aunque él lo negaba, yo tenía la sensación de que sabía algo.
– No, no lo sé.
– ¿Crees que volverán? -le preguntó mi madre.
– No si puedo evitarlo.
Cuando entramos en casa nos encontramos con el mismo desastre. Habían puesto todas las habitaciones patas arriba, y hasta habían arrancado algunas tablas del suelo. Mi madre enterró la cara entre las manos y rompió a llorar.
– Nuestra bonita casa. Han destrozado nuestra preciosa casa.
Yo me había quedado mudo de la impresión. Hasta aquel momento no había tenido miedo, pero de repente volví a sentirme inseguro, y me vino a la mente la imagen del padre Abel-Louis. Había que ser muy poderoso para poner nervioso a Coyote y saquear su casa. Los fundamentos de mi seguridad se habían visto fuertemente sacudidos.
Aquella noche dormimos en casa de Matías. Me quedé despierto en la cama rodeado de los juguetes que ya habían perdido su magia, atento a la conversación de los mayores en el piso de abajo. No entendía lo que decían, sólo oía el murmullo de la conversación, pero mi imaginación estaba desbocada. ¿Y si era el padre Abel-Louis que me buscaba? Si habían sido los ladrones y no habían encontrado nada de valor, ¿volverían? ¿Y si iban detrás de Coyote? ¿Volverían a por él? Quería respuestas, pero no obtuve ninguna.
Al día siguiente, mientras Matías y Coyote iban a la tienda, mi madre y María Elena emprendieron la pesada tarea de poner nuestra casa en orden.
– No entiendo por qué no llama a la policía -dijo mi madre irritada.
– Coyote es así. Considera que él lo puede arreglar todo solo -respondió su amiga.
– Puede que lo piense, pero está claro que no es así.
– No te preocupes. Sabe lo que hace.
De repente mi madre dejó de limpiar y se puso en cuclillas.
– Tú crees que sabe quién ha sido, ¿verdad?
– ¿Por qué dices eso? -Ella también se detuvo en su tarea. Yo seguí guardando cosas en los cajones como me habían ordenado y simulé que no estaba escuchando.
– No lo sé, sólo lo intuyo.
– Un presentimiento.
– Eso es. Creo que sabe lo que buscaban.
– ¿Y qué era?
– No lo sé. No me lo dijo, pero ayer noche, cuando salía de la tienda parecía satisfecho. Todo estaba patas arriba, nos habían destrozado la casa y él sonreía.
– Matías lleva años trabajando con él. Si hubiera algo de valor, lo sabría.
– A lo mejor no es algo de valor. -Mi madre negó lentamente con la cabeza-. No lo sé. Supongo que estoy diciendo tonterías, pero no entiendo por qué no quiere llamar a la policía.
– Matías tampoco la habría llamado. -María Elena se había vuelto a poner de rodillas para fregar-. ¡Hombres! Detestan sentirse incapaces. Si no pueden arreglar estas cosas por sí mismos, parece que son menos hombres. En Chile lo llamamos machismo.
– Sólo las mujeres somos lo bastante débiles como para acudir a los representantes de la ley.
– ¡Eso mismo!
Se rieron. Pero a mi entender lo que había dicho mi madre era muy interesante. Después de todo, era posible que la tienda no tuviera sólo un montón de baratijas.
Una semana más tarde, Coyote anunció que se iba de viaje. Explicó que los ladrones habían destrozado tantas cosas que no le quedaba más remedio que ir en busca de material. Besó a mi madre en la boca, estrechándola largamente entre sus brazos, y luego me dio un beso.
– Cuida de tu madre por mí, ¿vale, Junior? -me dijo, revolviéndome el pelo. Me sonrió con su amplia sonrisa de siempre, pero mi madre debió presentir que había tomado una decisión, porquele pidió que tuviera cuidado.
– Ten cuidado, cariño. No hagas tonterías.
Lo vimos subir al coche y colocar la maleta y la guitarra en el asiento trasero. Mi madre estaba seria y se mordía las uñas. Coyote nos dijo adiós con la mano y nosotros le dijimos adiós como hacíamos siempre, pero ambos sentimos que esta vez había algo diferente, aunque no supimos qué.
De nuevo nos quedamos solos. Sólo nosotros dos. Mi madre y yo.
Aquella fue la última vez que vi a Coyote, hasta que se presentó en mi oficina treinta años más tarde convertido en un vagabundo sucio y maloliente. Mientras hacía girar en la mano la pluma verde, los viejos sentimientos de resentimiento y de odio volvieron a brotar en mi corazón y me hirieron con sus púas, me hicieron sangrar. No fue su marcha lo que nos destrozó -se había ido incontables veces- sino el hecho de que no volviera.
Al principio, mi madre y yo seguimos con nuestras costumbres. Cada noche, ella ponía tres cubiertos en la mesa, por si Coyote regresaba. Recuerdo el mantel blanco con las cerezas rojas y las servilletas a juego. La de mi madre y la mía estaban usadas y arrugadas, pero la de Coyote seguía limpia y planchada. Y así siguió cada noche, en su servilletero de plata, hasta que el lugar de Coyote se convirtió en una suerte de santuario. Recuerdo el olor a limón de mi madre, su pelo brillante, su alegre caminar, sus labios cantarines y sus ojos llenos de luz porque contaba con el amor de Coyote. Nunca dudó de que volvería. Siempre había vuelto.
Pero Coyote no regresó, y pasamos meses sin noticias suyas. Hurgué en el baúl hasta que encontré sus postales, atadas en un pequeño fajo con un cordel. No me sorprendía que mi madre las hubiera guardado: habían sido un arco iris, habían traído un rayo de luz a nuestro hogar para luego dejarnos a oscuras. Ahora me doy cuenta de que ella lo guardaba todo. Las conté. Eran ocho postales en total. Los dos primeros años nos habían dado ánimos, luego sólo nosquedó un rayo de fe y esperanza de tanto en tanto, hasta que finalmente me sumergí en una oscuridad donde no había esperanza ni luz ni arco iris. Odié el mundo, odié a mi madre, pero sobre todo odié a Coyote por lo que me había hecho.
No me gusta pensar en aquellos años tan dolorosos. Prefiero recordar el verano en el château,cuando apareció Coyote con su misterio y su magia y nos cambió la vida por completo. Con su cariño, nos ayudó a superar el pasado. Me enseñó a tener confianza en mí mismo, y yo a cambio le entregué mi alma, mi vida, todo mi ser. Los primeros tres años en Jupiter fueron años dorados, porque el sol me había iluminado por una vez, y me había sentido especia!, querido y valorado. Después Coyote se marchó, y al parecer yo no era lo suficientemente bueno, o no le importaba demasiado, para que volviera. O eso sentí, porque así como el cariño de mi madre me parecía gratuito, el de Coyote era la medida de mi propia valía. Cuando él me rechazó, empecé a odiarme y entré en una etapa de oscuridad y rebeldía. El chevalier tuvo que librar la batalla más importante contra el más feroz enemigo: uno mismo.
La voz tenía que haber sido mi más importante medio de comunicación. Después de todo, era lo que más deseaba de niño: pensaba que la voz lo resolvería todo. Me imaginaba que si volvía a hablar, todo se resolvería y se acabarían mis problemas. Y así sucedió al principio. En Maurilliac me proclamaron santo, y en Jupiter todos me querían. Pero con la marcha de Coyote todo empezó a descomponerse, y yo perdí mi espíritu poco a poco hasta que apenas podía mirarme en el espejo sin sentir asco de mí mismo. Porque a mi padre se lo había llevado la guerra, pero Coyote se había marchado por su propia voluntad. Mi padre no me abandonó, lo mataron, en tanto que Coyote había decidido marcharse porque ya no me quería. Como yo no significaba nada para él, me había abandonado como a una maleta vieja.
Para expresar la angustia no me servía la voz, porque no conocía las palabras adecuadas. De hecho, ahora entiendo que no existen palabras para expresar ese dolor. Y como era incapaz de hablar, empecé a usar la violencia. La primera vez que destrocé una ventana sentí un alivio tan embriagador que por un momento me creí curado. Encantado de mi hazaña, orgulloso de haber dominado la situación, regresé pavoneándome a casa. Me había herido con los cristales, y la sangre que manaba de la herida se llevaba consigo todo el veneno que tenía dentro. Mi madre se asustó muchísimo al verme tan pálido y me llevó corriendo al hospital mientras yo sonreía como un bobo. Por primera vez mi madre me miró con recelo, como si no me conociera.
Durante los dos primeros años me entregué a la violencia sin ton ni son. A la salida del colegio me unía a unos cuantos amigos tan perdidos como yo y hacíamos gamberradas: pintarrajeábamos las paredes, arañábamos coches aparcados y cometíamos pequeños hurtos en las tiendas, pero sobre todo hablábamos. Nos pasábamos el tiempo planeando cosas mientras fumábamos los cigarrillos que habíamos logrado gorrear y compartíamos el alcohol que habíamos birlado; entre risas nos mostrábamos fotos de chicas y hablábamos de sexo, aunque ninguno de nosotros tenía experiencia. Pasé de ser el niño preferido de Jupiter a convertirme en una amenaza. La gente cambiaba de acera para evitarme. Mis ojos azules y mi pelo rubio no podían esconder al criminal en que me había convertido. Y no me importaba que me detestaran, porque también me odiaba a mí mismo.
Cuando empecé el instituto, los problemas aumentaron: sexo, drogas y violencia. Sólo tenía quince años, pero aparentaba más. Aunque había sido un niño menudo, la abundancia de comida en Estados Unidos me convirtió en un chico alto y fornido. Además, la furia que me ardía por dentro me tornaba audaz. Cada día me unía a una banda de chicos mayores que yo y fumábamos marihuana en un edificio abandonado. Se llamaban a sí mismos los Halcones Negros. En el instituto les tenían miedo porque se metían con los débiles y los pequeños y les quitaban el dinero para pagar a los traficantes que merodeaban por allí. A mí eso no me atraía. En Maurilliac había sido el niño más débil y sabía lo que se sentía. Me interesaban el sexo y la violencia, dos maneras de olvidarme de todo.
Yo era el más alto y el más fuerte y podía enfrentarme a cualquiera; gracias a las peleas callejeras adquirí un estatus y me gané el respeto de los demás. Cuando me enfurecía, lo veía todo rojo y me convertía en una máquina de golpear, rugir y dar patadas. Me quedaba con una fantástica sensación de alivio, como si me hubieran sajado un absceso y hubiera salido iodo el pus. Como había sido un niño asustadizo, ahora me encantaba comprobar el miedo que me tenían, y cuando me peleaba con un crío, solía ponerle la cara de Monsieur Cézade antes de atizarle un puñetazo en la mandíbula. Con la violencia podía dar salida a la furia y acallar el dolor, y el sexo me permitía olvidar lo que era en realidad: un niño perdido. Creyéndome un hombre podía cerrar la puerta a mi atribulada infancia y esconder la llave.
Tenía trece años cuando follé por primera vez con una chica. Se llamaba May, y se había acostado con prácticamente todos los varones de Jupiter. Era bastante guapa, de pelo castaño y despeinado y ojos color avellana, pero el tabaco y el alcohol le habían dado una tez un poco apagada. Se perfumaba mucho y tenía un cuerpo bien formado, con muchas curvas. Ignoro qué edad tenía, y en aquel momento no me importaba nada, sólo quería perder cuanto antes la virginidad y convertirme en un hombre. La chica era barata, podía pagarle con unas cuantas semanadas y algo más que había ganado trabajando en la tienda. Y ella me hizo un descuento por ser, según me dijo, tan joven y guapo.
No resulté ser el tímido primerizo que ella esperaba, sino que exploré su cuerpo con entusiasmo y sin vergüenza alguna. Acaricié una y otra vez sus redondas nalgas, metí los dedos entre los pliegues de sus muslos y empecé a chuparle los pezones hasta que ella me apartó enfadada y me amenazó con echarme si no la dejaba enseñarme cómo se hacía.
– Eres un sucio chucho -me dijo. Me cogió la mano y la pasó suavemente sobre su cuerpo-. Tienes que acariciarme así, con suavidad. ¡No soy un hueso que haya que chupar!
Yo era un buen alumno y aprendí rápidamente a darle placer. Mientras me dedicaba a su cuerpo, me sentía querido y deseado hasta el punto de olvidar, durante una hora aproximadamente, la persistente sensación de rechazo que me reconcomía.
Una vez que hube desentrañado el misterio del sexo, quería hacerlo a todas horas. Y era fácil obtenerlo como miembro de los Halcones Negros. Podía acostarme con quien quisiera salvo con las pijas que se reservaban para el matrimonio, ésas no se abrían de piernas para nadie. Pero además de pertenecer a los Halcones Negros, tenía la inmensa ventaja de que era guapo y muchas chicas suspiraban por mí.
Podía elegir entre dos categorías de chicas: las que follaban sin ataduras y las que necesitaban la seguridad de una relación. Desde luego, me convenía más la primera categoría, pero yo veía a las mujeres como países que hay que explorar: una vez satisfecha mi curiosidad, iba en busca de otras tierras. Y no volvía al terreno conocido salvo que no me quedara otro remedio. Así fui saltando de relación en relación, lo que suponía un esfuerzo, pero también un reto. Pronto me gané una mala reputación, pero esto no pareció empañar mi encanto. Era un chico solitario y rebelde, y no faltaban chicas que quisieran domarme, porque además a las mujeres siempre les ha atraído el lado oscuro.
Si mi madre se enteró de lo que hacía después de clase, no lo demostró. Supongo que bastante trabajo tenía llevando la Tienda de curiosidades del capitán Crumble para preocuparse por mis malas notas y mi absentismo escolar. Además, se pasaba el día fuera de casa. Entonces no me percaté de lo mucho que nos estábamos alejando el uno del otro. Éramos dos embarcaciones con rumbos opuestos, las olas nos separaban cada vez más y ni siquiera nos dijimos adiós con la mano. Supongo que los dos sufríamos, pero yo sólo pensaba en mi propio dolor, y encontraba un alivio temporal en los brazos de las chicas y entre los Halcones Negros. Eran pocos los sábados que ayudaba en la tienda; pasaba cada vez menos tiempo en casa y más tiempo metiéndome en peleas. El único lugar donde siempre me sentía cómodo era la casa de María Elena. Gracias a ella, seguramente, no llegué a matar a nadie. Gracias a ella, siempre dispuesta a escucharme, tenía un lugar estable y lleno de cordura en el que refugiarme.
– Deberías hablar con tu madre -me dijo un día-. Está muy preocupada contigo.
– No creo que le importe -dije, encogiéndome de hombros.
– No digas tonterías. Te quiere muchísimo.
– ¿Yde qué quieres que hable con ella? -gruñí, y volví la cara.
María Elena se sentó a mi lado en el sofá y me quitó de la mano la botella de gaseosa.
– Mischa, tienes problemas. Sólo queremos ayudarte -me dijo muy seria-. Mírame. -Yo la miré con desgana-. No te creas que no estamos al corriente de lo que haces después de clase. No somos tan inocentes. Además, el morado que tienes debajo del ojo no te lo has hecho durmiendo. -Su expresión se dulcificó-. Eras tan cariñoso. ¿Adónde ha ido a parar aquel niño que conocimos? -Había tanto amor en su mirada que no supe qué decir y se me hizo un nudo en la garganta-. Tu madre echa de menos a Coyote tanto como tú.
Al oír su nombre mis hombros se hundieron y me puse a la defensiva.
– Yo no lo echo de menos -respondí con brusquedad.
María Elena sonrió. Era una mentira demasiado evidente para tenerla en cuenta.
– Todos lo echamos de menos. ¿Qué pensaría si te viera ahora?
– No me importa.
– A nosotros nos importas. -Me estrechó la mano con fuerza-. A Matías y a mí nos importas. Eres de la familia. No queremos ver cómo te hundes en un mundo de drogas y delincuencia. Si entras, Mischa, no saldrás jamás. Por ahí hay bandas mucho peores que la tuya. No les importa nada matar. Pero tú eres demasiado bueno para eso; tendrías que concentrarte en tus estudios para hacer algo con tu vida. No es algo que suceda por sí solo. Todos tenemos nuestras penas y frustraciones, pero hacemos lo posible por seguir adelante. No podemos elegir lo que acontece en nuestras vidas, pero podemos elegir cómo reaccionar. Coyote se ha marchado, de acuerdo. Puedes dejarte ir y acabar en una cuneta, o puedes reaccionar.
Sus palabras me dejaron pensativo. Había tocado un punto sensible, doloroso. Estuve a punto de dejarme llevar por la ira y ponerme a destrozarlo todo en aquel agradable saloncito, pero me mordí la mejilla por dentro y me contuve.
– Tu madre se ha quedado sola. No sólo ha perdido a su marido sino que está perdiendo a su hijo. Olvídate de ti por un momento y piensa en ella. No es culpa suya que Coyote se marchara. Os abandonó a los dos.
Me vino a la memoria la imagen de mi madre temblando acurrucada sobre los adoquines de la Place de l'Église,totalmente desnuda y con el cráneo afeitado. Se me encogió el corazón y los ojos se me llenaron de lágrimas. Siempre habíamos estado solos los dos, maman y su pequeño chevalier.
– Tengo que irme -dijo María Elena.
Salió del salón y cerró la puerta. Cuando todo quedó en silencio, apoyé la cabeza entre las manos y rompí a llorar. Nunca me había sentido tan solo.
Aquella noche me metí en un tremendo problema. Habíamos concertado una pelea con una banda rival en un aparcamiento de las afueras del pueblo. Era un parque industrial en medio de ninguna parte, el lugar perfecto para una pelea. La noche era excepcionalmente oscura y la iluminación muy pobre. Un viento gélido soplaba entre los edificios. Yo resoplaba y pateaba el suelo como un toro preparado para la corrida. Estaba deseoso de probar la fuerza de mis puños, pero no imaginé que trajeran cuchillos. Todo sucedió muy rápidamente. Supongo que quisieron darme una lección a mí, el más arrogante y engreído de la banda, el matón de los Halcones Negros. Se me echaron tres encima. A uno le di un puñetazo en la nariz y oí el crujido del cartílago al romperse, al segundo le di una patada en los huevos y lo vi doblarse en dos, sin poder respirar, pero entonces un intenso dolor me atravesó el costado y las piernas dejaron de sostenerme. Al volver la mirada vi el relumbre de una hoja de navaja que salía ensangrentada de mi abrigo. Me puse la mano en el costado y se tiñó de rojo. Caí de rodillas al suelo con un largo gemido y oí los pasos de los que huían perdiéndose en la noche.
– Tío, menudo asunto. -Alguien me apartó la mano del costado, miró y volvió a colocarla en su lugar-. Hay mucha sangre. Mierda, está jodido. ¿Qué hacemos ahora?
No tuvieron que hacer nada. Un vigilante nocturno que lo había visto todo telefoneó a la policía, y cuando los faros de los vehículos policiales iluminaron el aparcamiento, los Halcones Negros me abandonaron. Todos sin excepción. Me quedé solo, tendido sobre el asfalto mojado, y me acordé de mi madre. Ella nunca me habría abandonado, pasara lo que pasara. Mientras yacía moribundo bajo la fina llovizna pensé que tenía que sobrevivir para decirle cuánto lo sentía.
Cuando recuperé la conciencia, estaba en el hospital y mi madre estaba a mi lado. Me cogía la mano y tenía entre los ojos esa arruga que se le formaba cuando estaba preocupada. Al ver que abría los ojos sonrió.
– ¡Qué tonto eres! Un chevalier sólo pelea por una buena causa. ¿Cómo puedes haberlo olvidado?
– Lo siento -susurré.
– No pasa nada -me dijo muy decidida-. Nos iremos a vivir a Nueva York. Ya me he cansado de Jupiter. Y necesitamos un cambio, ¿no te parece?
Me sentí presa del pánico.
– Pero ¿cómo va a encontrarnos allí? -pregunté con voz ronca.
Mi madre me miró con ojos relucientes, haciendo lo posible para que no se le escapara una sonrisa.
– Si quiere encontrarnos, nos encontrará.
– ¿Crees que volverá algún día?
– Estoy segura. Algún día. -Parecía muy segura. Yo hubiera querido estar tan seguro como ella.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé. Tengo una especie de intuición. El viento nos lo trajo y un día nos lo devolverá. Te lo prometo.
– Pensaba que no creías en la magia.
Mi madre se inclinó y me acarició la frente.
– Debería darte vergüenza, Mischa Fontaine. Yo te enseñé toda la magia que sabes.
Y así fue como hicimos las maletas y nos trasladamos a la Gran Manzana, como llaman aquí a Nueva York.
Manhattan me gustó desde el primer momento. Con el dinero que obtuvo por la venta de la tienda y de los cachivaches que había dentro, mi madre compró un apartamento encima de un local en el centro de Nueva York, justo al lado del excéntrico relojero, el señor Halpstein. Era un piso muy sencillo, pero no importaba. Los dos experimentamos un sentimiento de liberación, como si hubiéramos cambiado de piel y renaciéramos limpios del pasado.
El anonimato de la gran ciudad me permitió dejar atrás a los violentos Halcones Negros y emprender un nuevo camino en un lugar donde nadie me conocía ni sabía de mi pasado. Podía caminar por la calle sin que nadie se apresurara a cambiar de acera como si fuera un lobo feroz.
Mi madre y yo abrimos una tienda que se llamaba Fontaine's, y donde se vendían auténticas antigüedades, y no los trastos que ofrecía Coyote en la Tienda de curiosidades del capitán Crumble. Mi madre empezó a acudir a las subastas y a ventas de casas, y como tenía buen gusto, fue creando poco a poco un negocio con objetos de calidad. Al fin y al cabo, era francesa y había pasado buena parte de su vida en un château,rodeada de personas cultas y refinadas. Como era inteligente, no tardó mucho en aprender las claves del negocio. Cuando quería, podía resultar irresistible, y en poco tiempo se hizo un nombre por su sentido común y buen olfato para detectar los objetos auténticos. Estaba muy satisfecha de utilizar su inteligencia, tan poco aprovechada en la lavandería del château y como contable de Coyote. Ahora, en cambio, era dueña de un negocio y tenía que fiarse de su propio instinto. Llegó a conocer a mucha gente, pero dudo que tuviera amigos de verdad.
Yo echaba de menos a nuestros únicos amigos, María Elena y Matías. Al principio nos visitaron unas pocas veces, pero nosotros nunca volvimos a Jupiter. Desde que tome la decisión de cambiar, no quería que me recordaran lo que había sido. Finalmente, hasta nuestros amigos dejaron de venir. Mi madre había cambiado en relación a María Elena. Ya no se mostraba cariñosa y confiada con ella, ya no se reían juntas como antes. Algo había cambiado en la relación, al parecer de forma definitiva. Comprendí que mi madre se había ido retirando y encerrándose en sí misma, y por eso también mi relación con ella se había resentido. María Elena y Matías regresaron a Chile, y aunque no fue un abandono voluntario ni una muestra de rechazo, me sentí abandonado una vez más.
Prácticamente todo lo que yo sabía me lo había enseñado mi madre, y también me incluyó en el negocio, de manera que volvimos a estar más unidos.
– Un día este negocio será tuyo -me dijo cuando conseguí distinguir un Luis XV de un Luis XVI. Pero yo no le creí. Mi madre siempre había estado allí; no me imaginaba la vida sin ella.
Fontaine's avivó en mí la emoción que me inspiraban los trastos del almacén de Coyote. Me encariñé con aquellas viejas mesas y butacas, más que con las personas. ¿Cómo iba a confiar en alguien cuando todos me habían abandonado, uno tras otro? Cada vez que había entregado mi corazón, había perdido, y con cada pérdida me había vuelto más escéptico. Las personas habían entrado y salido de mi vida como semillas en primavera. Ninguna de ellas se había quedado ni echado raíces, aunque el terreno estaba en sazón y hambriento. Sólo me quedaba mi madre, y los muebles en los que habíamos puesto nuestro cariño.
Ya no pertenecía a los Halcones Negros, pero todavía estaba rabioso y agresivo, y desesperadamente solo sobre todo. Pero aunque en Nueva York había muchos grupos juveniles, desde los que se reunían para salir hasta las bandas que sólo buscaban pelea, yo no tenía interés en unirme a ellos. Aquel navajazo me había enseñado dos cosas muy importantes: una, que no existe la lealtad entre los miembros de una banda, y segunda, que prefería estar vivo que muerto, así que me olvidé de la violencia y me concentré en mi trabajo, lo único que tenía.
Con los años aprendí a ocultar mi rabia y fui conociendo gente. Era un hombre atractivo y divertido, porque escondía mi tristeza bajo una capa de humor. Hacía chistes de todo y me reía de mí mismo. Mi humor seco y desengañado hacía reír, y la risa es el vínculo más poderoso. Al igual que mi madre, podía mostrarme encantador cuando me lo proponía, pero en el fondo me sentía desgraciado, y tan asustado como un niño.
Cerca de nuestro apartamento había un local llamado Fat Sam's, y allí acudía cada noche para conocer chicas. Me acosté con muchísimas mujeres, buscando algo que era incapaz de formular. Pero sólo eran un refugio temporal, porque por la mañana volvía a sentirme desgraciado. No sabía cómo aliviar mi tristeza.
Una bochornosa tarde de verano -hacía mucho calor- iba paseando por Central Park con las manos en los bolsillos y me puse a mirar a mi alrededor: niños jugando, perros que corrían detrás de una pelota, familias que charlaban y reían tumbadas al sol en la hierba. Los contemplé con envidia, sintiéndome envuelto en sombras. ¿Qué había conseguido con casi treinta años? Mi única relación seria era con mi madre, tenía un negocio próspero que compartía con ella: comprábamos y vendíamos objetos hermosos que no podían devolverme afecto alguno. Mirando a aquellas personas que disfrutaban en compañía de los suyos sentí el anhelo de volver a amar. Me acordé de Joy Springtoe, de Jacques Reynard y de Claudine… Procuré no pensar en Coyote porque su recuerdo siempre me afligía. De repente me fijé en una joven que se acercaba un poco acalorada y con expresión preocupada; tenía el pelo castaño recogido en una cola de caballo y me miraba con ojos brillantes.
– Perdone que le moleste, ¿ha visto un perrito blanco por aquí? -Hablaba con un fuerte acento francés.
– Lo siento, no lo he visto -le respondí en francés. La joven pareció sorprendida y continuó hablando en su propia lengua.
– Estoy muy preocupada. Lo he estado buscando por todas partes. Es tan pequeño. -Ignoro si fue el idioma o la mirada de la joven lo que despertó en mí al chevalier,pero el caso es que me ofrecí a ayudarla en su búsqueda-. Oh, se lo agradezco muchísimo -dijo esforzándose en sonreír. Y así empezamos a caminar y a llamar al perro-. Me llamo Isabel.
Yo me presenté.
– Mischa. ¿De dónde eres?
– De París. Soy fotógrafa y llevo aquí unos años. ¡Bandit! Espero que no lo hayan robado. Es un perro muy bonito.
– Lo encontraremos, ya verás. Sigue llamándolo y seguro que vuelve.
– Espero que tengas razón.
Noté que se le formaba una arruga de preocupación junto a los ojos, y también que era una chica muy bonita, de piel suave y morena y ojos color del café. Era menuda y bien proporcionada, como suelen ser las francesas, con una cintura estrecha y unos bonitos pechos bajo la blusa blanca.
– Lo encontraremos, no te preocupes -le dije.
Esto pareció inspirarle confianza porque la noté más relajada. Ya no se sentía sola ante el problema.
Estuvimos llamando a Bandit por todo el parque. Yo estaba convencido de que encontraríamos al perro, y también de que seríamos amantes, ella y yo. Volvía a tener esa intuición que solía tener en Francia. La chica me parecía tan familiar como los viñedos por los que correteaba con Pistou, y podía sentir el sabor de su piel como si ya hubiésemos estado allí antes. Mi tranquilidad le inspiró confianza, y al poco rato charlábamos como amigos.
– ¿Cuánto tiempo hace que tienes al perro? -le pregunté, para iniciar la conversación.
– Tiene tres anos. Lo tengo desde que era un cachorro. Significa mucho para mí.
– ¿Se había escapado otras veces?
– Nunca. No sé qué le ha pasado. ¡Bandit!
– ¿No habrá ido en busca de una hembra? -le pregunté en broma. La joven me miró sonriente.
– ¿Acaso no lo hacen todos los perros?
– A lo mejor ha olido a una perra en celo. Ya sabes cómo son, en cuanto huelen a una hembra no pueden dejarla en paz.
«Como los hombres», me dije. Me gustaba mucho su olor.
– ¿Y qué puedo hacer? No existen burdeles para perros, ¿no? ¡Bandit!
– Todo el mundo necesita una pareja. Incluso los perros. -Lo dije sin pensar, pero en cuanto las palabras salieron de mi boca sentí que era eso lo que me ocurría: necesitaba querer a alguien, así de sencillo. Todos necesitamos a alguien. Por fin entendía de dónde provenía mi dolor: del corazón, ¿de dónde si no? El simple reconocimiento del problema, aquella soleada tarde de verano, supuso un gran alivio. Miré hacia el sol con ojos entrecerrados y me sentí mejor.
No me sorprendió que Bandit apareciera finalmente sucio de polvo y moviendo la cola alegremente. Isabel se arrodilló y lo acogió entre sus brazos.
– ¡Qué malo eres! -exclamó, pero no estaba enfadada. Por supuesto, Bandit no tenía ni idea de la inquietud que había provocado en su ama y parecía esperar un premio.
Isabel se levantó con el perro en brazos.
– ¿Cómo puedo darte las gracias por ayudarme a encontrarlo? -Ya no tenía huellas de preocupación en el rostro. Me miraba con los ojos brillantes y las mejillas arreboladas.
Se me ocurrió cómo podría darme las gracias, pero decidí que se lo pediría con más delicadeza.
– Te invito a tomar el té -dije-. No sé tú, pero yo me muero de hambre.
– Conozco un café francés en la Calle 55 Oeste donde sirven cruasanes recién hechos y chocolatines.
– ¿Chocolatines? -El recuerdo de la pâtisserie de Maurilliac fue tan intenso que me produjo un mareo.
– Son mis favoritos.
– Los míos también -dije-. Sería capaz de matar por una chocolatine.
El sabor del pastel y del chocolate y el olor de los cigarrillos y el café me transportaron a mi infancia en Francia. Sentía la caricia de la brisa cargada de aroma a eucaliptos y oía el canto de las cigarras. Nos pusimos a hablar en francés como viejos amigos, y convertimos nuestra pequeña mesa redonda en una isla. Era como si ya conociera a Isabel, como si ya la hubiera olido y oído su voz, como si hubiera pasado mis dedos entre su espeso pelo castaño. Era una vieja conocida, y yo la recibía con los brazos abiertos como a alguien llegado de muy lejos.
Isabel tenía una nube de pecas en la nariz y en las mejillas y una sonrisa luminosa. Me hacía sentir ebrio como si me hubiera bebido todo el vino de Francia, y me acometió un ataque de nostalgia. Nos reímos muchísimo aquel día, sobre nada en particular, pero todo lo que yo decía nos parecía gracioso. Bandit estuvo sentado en las rodillas de Isabel y comía galletas de su mano, igual que hacía Rex con Dahpne Halifax. Isabel le acariciaba la cabeza y lo besaba como si fuera un bebé.
Me invitó a su apartamento y estuvimos toda la tarde haciendo el amor. Tenía una visión muy francesa del sexo: era simplemente un placer que había que tomar cuando uno lo deseara. Isabel no se reservaba para el matrimonio, como tantas chicas estadounidenses; había tenido otros amantes y era una mujer con experiencia. Además, estaba hecha para el amor, era confiada y audaz al mismo tiempo, y cuanto más la acariciaba yo, más pedía ella.
Llevaba una bonita ropa interior: medias de seda con ligas de encaje y un sujetador a juego. Su piel era suave y olía a nardo. Acostados en el sofá acaricié todo su cuerpo, y la fina capa de sudor de su piel me recordó el rocío de la mañana en el jardín del château. Pasé la lengua por su cuerpo y noté su olor a sal. Estaba feliz porque ya no tenía que buscar más. Al abrazar a Isabel recuperaba el país que había perdido; en las suaves curvas de su cuerpo tostado encontré Francia.
Aquella noche soñé con Claudine. Estábamos en el puente, en un cálido día de verano sin una nube en el cielo. Sobre el agua revoloteaban pequeños insectos, y los pájaros trinaban alegres en las ramas. Junto a Claudine me sentía cómodo y en paz. No teníamos necesidad de hablar, nos entendíamos perfectamente sin palabras. Estábamos allí contemplando los insectos sobre el río y los pequeños remolinos de los peces en el agua. Me acordé del pescado que quisimos esconder en la tienda de Monsieur Cézade, y Claudine me miró como si hubiera pensado lo mismo. Me miró con expresión de cariño, sonrió con su boca dentona y me cogió de la mano. No pronunció una sola palabra, pero su mirada era elocuente: «Estoy aquí, Mischa, siempre estaré aquí». Yo le apreté la mano y se me llenaron los ojos de lágrimas. Cuando me desperté, abracé a Isabel y la besé, y aquel beso tenía sabor a Francia.
Pensé que mi madre se alegraría de verme enamorado, que compartiría mi felicidad, pero tal vez mi propio contento dejaba en evidencia el vacío de su corazón, el hueco que Coyote había dejado y que nadie podía llenar. Pensé que acabaría por querer a Isabel, no sólo por mí, sino porque era francesa, hija de un país que los dos amábamos y que nos habíamos visto obligados a abandonar. Francia estaba en nuestra sangre, y Estados Unidos no podría suplantarla jamás. Pero mi madre no se alegró, sino que se cerró a Isabel como una flor cierra sus pétalos a la helada. No se mostró nunca abiertamente antipática, pero su reticencia a aceptarla resultaba ofensiva. Nunca mencionaba su nombre, como si no existiera. Yo hubiera querido compartir con ella mi felicidad, pero cuanto más lo intentaba, más aumentaba su amargura.
Todavía era una mujer hermosa, y la animé para que saliera con hombres que la cortejaban, pero ella insistía en que Coyote regresaría algún día. Insistió en reservarle un lugar en la mesa como si aquella especie de santuario fuera a traerle de vuelta. Y también rezaba en su cuarto, arrodillada ante la cama y con el rostro entre las manos, igual que aquella vez en la iglesia de Maurilliac. Tal vez pensaba que el poder de la oración actuaría como un imán. A veces se sentaba junto a la ventana como si esperara que el viento que nos trajo a Coyote fuera a soplar de nuevo. Pero por más que ella esperaba y se reservaba para él, Coyote nunca regresó.
Mi madre había amado a dos hombres, primero a mi padre, y luego a Coyote, y los dos la habían abandonado. A veces a medianoche ponía música en el gramófono y bailaba sola en su dormitorio. ¿Se había vuelto loca? ¿Se habían unido en un solo hombre mi padre y Coyote? ¿Fue esa confusión lo que le provocó el tumor que finalmente acabó con su vida? Mi madre me necesitaba, y yo cuidé de ella y descuidé a Isabel. Pensé que la amaba, pero tal vez sólo sentía amor por Francia. Tal vez no estaba preparado para confiar en nadie. Me volví posesivo y receloso, y nuestra relación se convirtió en una serie de riñas y acusaciones. Isabel me decía una y otra vez, hasta hartarme: «No dejas que me acerque a ti, Mischa. No me dejas estar contigo». Yo no le abría mi corazón, no compartía mi pasado con ella. Pensé que podría, pero me resultaba imposible. Me lo guardaba todo, y de nuevo me quedé solo. Otra vez nos quedamos los dos a solas, maman y su chevalier.
Nueva York 1985
Pero todo eso pertenecía al pasado. Lleno de tristeza, me desperecé y me acerqué a la ventana para mirar a la calle. La nieve seguía blanca y crujiente salvo en la calzada, donde el paso de los coches la había convertido en un lodo gris. El cielo tenía un color invernal con parches azules, y los árboles estaban desnudos y ateridos de frío, pero si cerraba los ojos podía sentir la cálida brisa de Francia.
El timbre del teléfono me sacó de mi ensueño. Pegué un brinco, temiendo que el ruido despertara a la Muerte que dormía en aquel silencioso apartamento.
– ¿Hola?
– Stan me ha dicho que estabas aquí. -Era Linda, la mujer con la que había compartido los últimos nueve años de mi vida.
– He decidido que era hora de mirar sus cosas.
– Entiendo. -Se la notaba tensa-. ¿Quieres que te ayude?
– Gracias, prefiero hacerlo solo. -Siguió un silencio cargado de reproches. Me sentí culpable. Últimamente casi no le dirigía la palabra. No debía de ser agradable vivir conmigo-. Bueno, si no tienes nada importante que hacer -dije finalmente.
– En un momento estoy allí -respondió Linda animada.
Colgué el teléfono con un hondo suspiro. No quería compartir esto con ella, no quería compartirlo con nadie. Mi madre había cerrado algunos capítulos, y yo había hecho lo mismo. Metí en una bolsa el álbum de fotos y las cartas, pero me guardé la pelotita de goma en el bolsillo.
Linda llegó con las mejillas rojas y los ojos brillantes. Había venido caminando. Se quitó los guantes de lana y el sombrero y sacudió la rubia melena.
– ¡Hace un frío tremendote, narices! -exclamó sorbiendo por la nariz.
– ¿Te apetece beber algo?
– Sí. ¿Qué tienes? -Entró conmigo en el salón y se acercó al armario de las bebidas-. Esto está muy oscuro. ¿Por qué no abres las cortinas y dejas que entre la luz? -Yo me encogí de hombros-. Te deprimirás más con esta oscuridad.
Me irritó que se refiriera a mi presunta «depresión». Por supuesto que estaba deprimido. Mi madre acababa de morir. Le serví un agua tónica de limón.
– Es muy extraño -dijo Linda-. Todo está igual, en el mismo sitio, pero se nota realmente distinto, como si no tuviera vida.
– Y así es -dije, sirviéndome otra copa de ginebra.
– He visto que todavía recibe correo. ¿Quieres que mire lo que es?
– No, ya lo haré yo.
– Mischa, quiero ayudarte -dijo en tono de súplica. Me preparé para lo que vendría a continuación-. No te encorves así, como si estuvieras ante el enemigo. -Reprimió un sollozo y abrió las cortinas de par en par, dejando que la luz entrara a raudales y mostrara el polvo de la habitación. Yo retrocedí al rincón como si fuera un vampiro-. Es mucho mejor así, ¿no te parece? -dijo con alivio.
Atravesó decidida la habitación. Sus botas repiquetearon sobre el suelo de madera. Yo la dejaba hacer.
– Tenemos que organizar esto con precisión militar -dijo-. Conseguiré un par de bolsas grandes de basura.
Oí cómo trasteaba en la cocina, abriendo y cerrando armarios. Me estaba poniendo cada vez más nervioso. Finalmente apareció en el umbral con la camiseta arremangada.
– Me dedicaré a la cocina, porque no creo que allí haya nada sentimental, y tú puedes empezar por su dormitorio.
No pude soportarlo más.
– Déjalo, Linda. No hagas nada en la cocina, no quiero que sigas. No tenía que haberte dejado venir.
No parecía dolida, como en otras ocasiones cuando le gritaba, sino enfadada. Explotó como una olla a presión.
– No, Mischa, basta ya. No lo aguanto más. Te cierras como una ostra. Si no te ayudo, esto seguirá así durante meses. Supéralo de una vez. Tienes que revisar las cosas, quedarte con lo que quieras y tirar lo que no te sirva, vender el apartamento. Cierra este capítulo y sigue adelante. -Me asombró verla explotar de esa manera. Normalmente no era así-. Eres odioso y mandón. Estoy harta de aguantar tus arranques de ira como si yo estuviera en un rodeo, de hacer lo posible por alegrarte cuando estás triste y de cuidarte como si fuera tu esclava. Eres la persona más egoísta que he conocido. Sólo piensas en ti mismo. ¿Ysabes qué? Te ahogas en autocompasión. Estás tan ocupado compadeciéndote de ti mismo que no ves nada más. Pero yo también tengo mis necesidades, Mischa. También necesito que alguien cuide de mí. -Me quedé escuchando sin decir nada mientras ella iba arrojándome encima sus quejas, como si se tratara de las hojas de una alcachofa, hasta que llegó al centro de la cuestión-. No puedo llegar a ti, Mischa. Lo he intentado, en serio, pero no dejas que me acerque.
Me senté y apoyé los codos sobre las rodillas para darme un masaje en las sienes. Era un mal momento para discusiones. Linda se desplomó en el sofá y se echó a llorar.
– No sé lo que quieres de mí -le dije, pero claro que lo sabía. Ella esperaba que le dijera que la quería. Pero era imposible. Yo era incapaz de amar. Linda quería compromiso, como todas las mujeres. Quería comunicación, pero yo no la dejaba acercarse. No podía darle lo que necesitaba y, lo que era peor, ni siquiera iba a intentarlo.
– Quiero que me dejes quererte, eso es todo -dijo casi a media voz. Dobló las piernas sobre el sofá, acercando las rodillas a su barbilla, y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
– ¿Ypor qué razón, si soy un tipo tan despreciable?
– Hace nueve años, cuando te conocí, eras un hombre alto, colérico, con ojos de un azul penetrante, y con tanta personalidad que parecías capaz de cualquier cosa. Y cuando no estabas enfadado eras muy divertido. A medida que le fui conociendo comprendí que en realidad eras muy vulnerable, y que ocultabas tu dolor tras la rabia. Aunque ahora te parezca una tontería, pensé que podría ayudarte. Yo era joven, tenía veintiocho años recién cumplidos, y lo único que deseaba era hacerte feliz. Pensé que con el tiempo me dejarías acercarme, pero no ha sido así…
– Lo siento…
– A veces no basta con el amor. Una persona puede dar y dar, pero si no recibe nada a cambio, el amor se agota. Yo ya no tengo nada para darte, Mischa. Mi amor se ha agotado.
– Eres demasiado buena para mí, Linda.
– Oh, no me lances esto a la cara como si se tratara de un reproche. No es cierto que sea demasiado buena para ti. Sólo que he agotado mi paciencia y mis reservas de amor. Pensé que con la muerte de tu madre las cosas entre nosotros cambiarían. Tu madre no me apreciaba, te quería sólo para ella. Pero la situación no ha mejorado. Ni siquiera muerta te dejará libre, y creo que tú prefieres que sea así. Todavía te aferras a ella, ¿no? No puedo creer que hayamos pasado nueve años juntos y que te conozca tan poco como el primer día.
– No me gusta hablar del pasado, ni siquiera me gusta pensar en ello.
Linda me habló con dureza.
– Pues no podrás avanzar hasta que no te enfrentes a él. Compártelo con alguien y luego olvídalo. Si no puedes hablar conmigo, búscate un psicólogo. -Cuando vio que yo no tenía nada que decir sobre el tema, se puso de pie y, con los brazos en jarras, lanzó su ataque definitivo-: Quédate atascado en este pozo de aguas turbias que es tu vida, pero yo seguiré adelante. Quiero casarme y tener hijos, quiero una familia. Quiero convertirme en una abuela rodeada de sus nietos. Te he dado los mejores años de mi vida, Mischa, pero darte más sería un suicidio. Todavía soy joven y ahí fuera habrá algún hombre que se merezca mi amor.
Se marchó del apartamento y de mi vida, y yo ni siquiera lamenté su partida.
Apuré la copa y cavilé sobre lo que me había dicho Linda. Tenía razón, por supuesto. Estaba atascado, no iba a ninguna parte, quería avanzar pero no sabía cómo. Y la solución no estaba en comprometerme con una mujer para formar una familia, porque el problema estaba en mi interior. Era un estado de ánimo, de emoción, o de ausencia de emoción en mi caso. Emocionalmente había regresado al punto en que me encontraba cuando tenía seis años, antes de que Coyote irrumpiera en nuestro mundo y deshiciera el hielo con su cariño. No confiaba en nadie y me había convertido en una pequeña isla como cuando era niño, salvo que ahora no se trataba de maman y su pequeño chevalier,sino de mí únicamente, en eterna soledad.
Cuando llegué a casa, Linda se había marchado con todas sus cosas. Nueve años de mi vida desaparecidos en un instante. Ya se había marchado una vez, pero ahora era definitivo. Me inundó un aterrador sentimiento de soledad y fui de cuarto en cuarto como un perro abandonado, lamentando mi arranque de furia y deseando que volviera. El apartamento parecía tan vacío y sin alma como el de mi madre. Me di cuenta de que los recuerdos de mis años con Linda se fundían en un solo color neutro y soso, indistinguibles uno de otro. Había invertido mi tiempo con ella, pero no mi corazón. Linda no había dejado huella alguna en mi vida, como la lluvia en el lomo de un ánade, porque no le di la posibilidad de hacerlo.
Dejé el álbum de fotos sobre el escritorio. Había traído conmigo el correo de casa de mi madre, pero no me sentía con fuerzas para leerlo. Sonó el teléfono. Era Harvey Wyatt, mi abogado.
– ¿Cómo te encuentras, Mischa?
– Bien. ¿Qué ocurre?
– Tengo por fin la respuesta del Metropolitan.
– ¿Y?
– No pueden aceptar el Tiziano como un regalo porque no saben de dónde proviene.
– Pues no puedo ayudarles.
– ¿Tu madre no te dijo nada?
– Ni siquiera mencionó el cuadro.
– ¡Qué familia! -suspiró Harvey.
– Por Dios, ni siquiera sabía que tenía ese cuadro.
– Pero ella no lo había robado, ¿no?
– No seas ridículo, Harvey. Mi madre ni siquiera era capaz de mentir, ¿cómo iba a robar?
– Lo decía en broma.
– ¿Yde dónde diablos quieres que lo robara?
– Sé tan poco como tú.
– ¿Qué proponen entonces?
– El Metropolitan acepta el cuadro «en préstamo», por si los auténticos dueños lo reclaman un día.
– Pero ¿no han averiguado nada? Un cuadro no aparece así como así. Seguro que alguien lo tiene catalogado, ¿no?
– El gran especialista Robert Champion sospecha que La Virgen Gitana de tu madre era una versión anterior que se perdió o fue robada. Es habitual que los artistas hagan varias versiones de un tema. La versión posterior, la que todos conocemos, pintada en 1511, está expuesta en el Kunsthistorisches Museum de Viena. No son dos cuadros idénticos, pero se parecen mucho. El caso es que no hay datos de la versión de tu madre en ningún archivo, de lo que se deduce que muy posiblemente estuvo durante siglos en manos privadas. Pero con toda la publicidad que se le ha dado a este caso, el dueño, quienquiera que sea, puede aparecer y reclamarlo. ¿Por casualidad no sabrás cuánto tiempo llevaba en poder de tu madre?
– Ya te he dicho que ni siquiera sabía que lo tuviera. ¡Maldita sea!
– Cálmate, Mischa. -Respiré hondo-. Tienes que entender que se trata de algo muy serio. El cuadro de un maestro universal de la pintura aparece de repente después de quinientos años. Todos los especialistas están como locos con este tema.
– ¿No es una copia?
– No, es auténtico.
– ¿Y por qué demonios lo escondía? ¿Por qué no lo vendió? -Solté una carcajada amarga-. ¡Hubiéramos sido ricos!
– Resulta muy difícil vender una obra de arte como ésta. No tiene precio.
– Es un misterio, y ahora que ella ha muerto, no sabré nunca la verdad. -Entonces se me ocurrió una idea. Había un hombre que podía saber algo. ¿Cómo no lo había pensado antes?- Escucha, tengo que irme. Llámame si hay alguna novedad.
Después de colgar, me puse a buscar un número de teléfono que no estaba seguro de conservar. Matías se había marchado a Chile con su mujer en 1960. Ni siquiera tenía la certeza de que siguiera con vida.
Aquella noche salí a tomar una copa. Solía ir a Jimmy's, un bar cerca de casa, pero allí todos me conocían y conocían a Linda, así que decidí buscar otro local. Ni siquiera miré el nombre. Me senté en un taburete y me quedé contemplando mi copa. No fumaba, pero en aquel momento no me hubieran ido mal un par de caladas. El olor de los Gauloises de Coyote se me había metido en la nariz y me arrastraba al pasado, donde tantas preguntas habían quedado sin respuesta. No podía pensar en ellas porque no sabía cómo resolverlas, de manera que prefería enterrar la cabeza en la arena, como decía Linda. En realidad no quería saber por qué Coyote no había regresado. El niño pequeño que había en mi interior seguía dolido por el abandono.
Al cabo de un rato, el alcohol me aflojó la tensión del cuello y los hombros y empecé a respirar con tranquilidad. Miré a mi alrededor. Un hombre tocaba la guitarra y una bella mujer cantaba tristes canciones. Aquella penumbra, en aquel ambiente cargado de humo y de olor a perfume me sentaron bien. Tal vez había sido mejor que Linda se marchara. Ahora tendría que hacer yo mismo la colada, ¿y qué?
Descubrí que me gustaba la idea de mi nueva soltería. Lo que necesitaba era viajar, salir de Nueva York, marcharme al extranjero. Hacía años que no viajaba. Me había puesto unas anteojeras y me había dejado arrastrar por la rutina como un caballo de tiro. Ahora podría tomarme unas vacaciones y partir en busca de Matías. Más animado, pedí otra copa.
– Hola.
Una mujer se sentó en un taburete junto a mí.
– Hola -respondí.
– ¿Estás solo?
Asentí y evalué con la mirada su cara redonda y la larga melena cobriza que le caía sobre los blancos hombros desnudos. Bajo el vestido negro y ajustado se adivinaban unos pechos llenos.
– ¿Tú también estás sola? -le pregunté, mirándola a los ojos, unos bonitos ojos color avellana.
– No, estoy con mis amigos -respondió. Cuando enarqué las cejas se echó a reír y me puso la mano en el brazo-. Soy la dueña del bar. Me llamo Lulú. Es la primera vez que vienes, ¿no?
– Así es.
– Desde luego, te habría visto -dijo con mirada acariciadora-. ¿Tienes nombre o prefieres que te llame Guapo?
Me reí de aquel chiste tan malo y comprendí que el alcohol me estaba haciendo efecto.
– Soy Mischa, Mischa Fontaine. -Extendí la mano. La suya era suave y húmeda.
– Bien, Mischa, bienvenido a mi bar. Eres bastante alto, ¿verdad? Me gustan los hombres altos. Y no eres de por aquí, eres extranjero. Tienes un acento curioso.
Yo negué con la cabeza.
– Pues te equivocas. Soy de por aquí. -Me reí al ver la cara que ponía, como si no se tomara las cosas en serio y sobre todo le gustara coquetear.
– Ahora, tal vez, pero no has nacido aquí.
– ¿Por qué lo dices?
– Por tus ojos. Veo en ellos un mundo distinto. Por eso me gustas: tienes un aire de ser de otro mundo.
Me reí y alcé la copa a su salud.
– Debe de ser el alcohol.
– Oh, la bebida les hace otras cosas a los hombres. -Me puso la mano sobre la bragueta-. Mejor que no bebas demasiado, ¿no? No, tú eres un río de aguas profundas, muy profundas. Si lanzo mi anzuelo puede que encuentre un mundo allí abajo. -Se me acercó y me susurró al oído-. ¿Qué tal si te llevo a mi apartamento? -Pasó una larga uña roja entre los botones de la camisa-. Quiero follar contigo, Mischa. Estás en mi bar, eres mi invitado, es justo que te enseñe todo lo que puedo ofrecerte.
Subimos a su apartamento, que era pequeño pero coqueto, con un olor a flores y a perfume barato. No perdí el tiempo. La cogí en brazos y la llevé al dormitorio, aunque estuve a punto de entrar primero en el armario, lo que la hizo reírse con ganas. Era una mujer deliciosa en la cama, suave y juguetona, tremendamente sensual y desinhibida. Abría las piernas sin pudor y ronroneaba como un gatito cuando la acariciaba, giraba las caderas para que metiera la cabeza entre sus muslos y lamiera su sexo. Hacía muchos años que no disfrutaba tanto de una noche con una mujer. Ella tenía experiencia y aprovechaba golosa todo lo que hacíamos. Acabamos abrazados, con el corazón todavía acelerado por la adrenalina. Ella enterró el rostro en mi pecho y murmuró:
– Sabía que serías un buen amante.
– ¿Cómo lo sabías?
– Los franceses saben hacer el amor.
– ¿Cómo sabes que soy francés?
– Por tu acento. Hay un rastro de acento francés.
– Era francés hace mucho tiempo. -De repente sentí añoranza de aquellos viñedos y del cálido aroma a pino del château.
– Ya te lo dije, te dije que en tus ojos había otro mundo.
– Acertaste, pero es un mundo perdido.
– Nada se pierde por completo, Mischa -sentenció-. Puedes recuperarlo si quieres.
– Yo no creo que se pueda.
– Esto, mi guapo amigo, es precisamente lo que te impide llegar a él.
A la mañana siguiente llegué a la tienda con un aire tan alegre y animoso que Stanley se me quedó mirando. No se habría sorprendido más si me hubiera crecido una segunda cabeza.
– ¿Te pasa algo? -me preguntó.
Esther levantó un momento la vista del escritorio.
– Ya sé que Linda se ha marchado -dijo, cruzando los brazos y moviendo la cabeza con pesar-. Lo siento mucho.
Stanley la quiso hacer callar con la mirada pero yo les dirigí una sonrisa.
– Me voy de vacaciones -anuncié.
Stanley se quitó los lentes.
– ¿De vacaciones?
– Sí, eso que hacen las personas cuando necesitan un cambio de aires.
– Pero tú nunca te vas de vacaciones.
– Harás muy bien -interrumpió Esther con expresión comprensiva-. Tu madre se ha muerto y tu novia te ha dejado. Además, hace frío y nieva, está todo gris y deprimente. ¿Adónde piensas ir?
– Adonde haga buen tiempo -dije, encogiéndome de hombros-. A Chile.
– ¿Eso es un país? -bromeó Esther-. No suena como un país serio.
– Me voy mañana, y quiero que vosotros dos os ocupéis de todo mientras estoy fuera.
– Hoy tienes mejor aspecto que ayer. Pareces encantado de la vida -señaló Esther-. O estás enamorado o ayer ligaste. Pero sea lo que fuere, deberías hacerlo más a menudo.
– Lo que pasa es que me he dado cuenta de que necesito un cambio de aires.
– Y si ves algo interesante en Chile, tráetelo. -Stanley se limpió las gafas con la corbata-. ¿Por qué no te vas a Europa? En Chile es difícil que encuentres algo que valga la pena.
– ¡Europa! -exclamó Esther-. Oh, me encantaría ir a Europa. ¿Seguro que noquieres que te acompañe? Soy una excelente compañera de viaje. Puedo hablar mucho, pero nunca soy aburrida.
– Deja que lo piense antes de responderte. -Hice como que reflexionaba-. No, muchas gracias, pero prefiero ir solo -le dije con una amplia sonrisa.
Esther se rió.
– ¡Eres un meshuggah,un chalado! Me alegro de ver de vuelta al Mischa de siempre, ya estaba empezando a cansarme del schliemiel gruñón que había ocupado su lugar. La verdad es que necesitas un descanso. ¡Te rejuvenecerá! Nadie diría que sólo tienes cuarenta y pocos años.
El resto del día estuve ordenando mis papeles para facilitarles el trabajo a Esther y a Stanley en mi ausencia. El negocio iba bien. Mi madre vendió todos los trastos que Coyote había ido acumulando y se dedicó a las antigüedades en serio. A base de preguntar y de escuchar a los expertos, había acabado por aprender y se había hecho un hueco en el mercado. Así como me enseñó a leer y a escribir de niño, más tarde me enseñó lo que sabía sobre el oficio, de manera que cuando cayó enferma, yo me pude hacer cargo de todo. Su paciente dedicación me traía a la mente las tranquilas tardes en el edificio de las caballerizas en Francia, cuando yo aprendía poco a poco las letras y ella me animaba cariñosamente a seguir. Empecé a trabajar con ella porque era un joven problemático y no sabía a qué dedicarme, y también porque el trabajo me gustaba. Era un solitario. Siempre lo había sido, y me sentía muy perdido. La tienda de mi madre, repleta de objetos inanimados que no podían juzgarme, ni amarme ni abandonarme, constituía un refugio. Y con el correr de los años, cuando mi rebeldía juvenil no era más que un doloroso recuerdo, aprendí a apreciar las antigüedades lo mismo que había apreciado los cachivaches de la Tienda de curiosidades del capitán Crumble: allí no había decepción posible.
Al mirar por la ventana vi a Zebedee en la acera nevada charlando con una joven mamá y sus dos niños, uno en la sillita y otro que llevaba de la mano. Tenían las mejillas coloradas como manzanas y los ojos brillantes, y en el aire frío su aliento se convertía en nubecillas de vapor. Pensé en Linda, y en lo buena madre que sería. ¿Había sido un estúpido al dejar que un futuro más que aceptable se me escurriera de entre los dedos como el cordel de un globo inflado de aire? ¿Tendría una segunda oportunidad de fundar una familia? Zebedee agitaba los brazos y hacía reír a los niños. La madre los contemplaba con indulgencia, feliz de verlos contentos. Era una escena de puro amor.
Localizar a Matías no resultó tan difícil como pensaba. El número de teléfono que me había dado no me sirvió, como era de esperar, veinte años más tarde, pero recordé que quería criar pájaros cuando se jubilara, y se lo mencioné a la señora que me contestó al teléfono. Ella me dio la idea de llamar al aviario de Valparaíso. El encargado del aviario soltó una carcajada al oír el nombre de Matías.
– ¿Ese gordo loco? -preguntó, y me dio su teléfono y dirección sin dudarlo.
Y es que Matías, con su inmensa figura, era un personaje peculiar, un tipo reconocible en cualquier lugar del mundo. Pensar en él me hacía sonreír.
– ¿Hola? -Cuando respondió al teléfono con su voz gruesa y poderosa me sentí en casa. No había cambiado en lo más mínimo.
– Matías, soy yo, Mischa. -No le costó reconocerme. Me saludó con la misma alegría que si nos hubiéramos despedido el día anterior.
– ¡Mischa! Ahora serás un hombre.
Me reí.
– Soy un viejo, Matías.
– Si tú eres un viejo, yo tendría que estar bajo tierra. ¿Cómo está tu madre?
Deseé haberle llamado antes.
– Ha fallecido.
– Lo siento, Mischa.
Se me hizo un nudo en la garganta. Mi madre y yo siempre habíamos sido barquitas a la deriva en un mar agitado. Coyote fue la roca a la que nos amarramos durante un tiempo, y Matías la cueva donde nos refugiamos cuando la roca nos falló. Tenía un inmenso deseo de refugiarme en sus poderosos brazos como había hecho de niño y de llorar la pérdida de mi madre hasta aliviar mi corazón herido.
– Me gustaría ir a veros -gemí.
– Puedes venir cuando quieras, Mischa, ya losabes. Eres el hijo que nunca tuve. -Debió de notar mi pena porque me hablo con ternura-. Ven mañana. Te iré a buscar al aeropuerto de Santiago.
No perdí ni un minuto. De repente me ahogaba y tenía prisa por salir de la ciudad. Metí cuatro cosas en una maleta y dejé el apartamento tal como estaba, con el correo todavía sin leer y la bolsa de recuerdos sobre mi cama. Sólo me llevé la pelotita de goma, que me metí en el bolsillo, como siempre.
Una vez a bordo del avión me sentí más tranquilo. No sabía que había iniciado un viaje que me obligaría a enfrentarme a mis demonios. Esta vez no me había limitado a esconder la cabeza debajo de la almohada, sino que había seguido mi instinto.
Cuando el avión se elevó por encima de las nubes, dejando atrás las luces de Nueva York, me sentí más optimista. Era posible que Matías tuviera alguna pista sobre la desaparición de Coyote. En realidad, nunca hablamos del tema. Ignoraba si lo había hablado conmi madre, porque ella no me dijo nada. Cuando Coyote desapareció yo era sólo un niño, y en la adolescencia no quise saber nada deltema, seguramente como autodefensa, pero no me enfrenté a la realidad. Lo que no sabía no podía herirme, o eso creía. Sin embargo, la herida era demasiado profunda, y por más que exteriormente parecía haber cicatrizado, por dentro sangraba aún. Partí con la idea de encontrar a Coyote, pero en realidad quería volver a casa.
No me importó que el vuelo fuera largo; me dediqué a pensar. Me sentía suspendido entre dos mundos; el presente, que dejaba atrás en Nueva York, y el futuro, que era en realidad un retorno al pasado. Amanecía cuando el avión sobrevoló la cordillera de los Andes. El sol se elevaba en un cielo azul cobalto iluminando unos áridos pliegues de color tostado que anunciaban el calor del verano. Cuando empezamos a descender sobre Santiago vi por primera vez el famoso smog que se formaba en aquel valle entre montañas, una sopa espesa esperando a que el viento la disipara. Me olvidé de Linda, de mi fría oficina en el centro de Nueva York y del silencioso apartamento de mi madre. Cuando vi a Matías esperándome en la zona de Llegadas, tomé conciencia de lo perdido que me encontraba.
El pelo rizado de Matías se había vuelto gris, pero por lo demás los años le habían dejado poca huella. Su rostro rubicundo se iluminó con una sonrisa al verme y nos fundimos en un abrazo. Ahora yo era más alto que él, pero aparte de eso me sentía de vuelta al hogar. Matías se rió con ganas y me dio una palmada tan fuerte en la espalda que no pude evitar una mueca de dolor.
– Dios,cómo has crecido. ¿Qué has estado comiendo?
– No te imaginas cuánto me alegro de verte. -Apoyé las manos sobre sus gruesos hombros y clavé la mirada en esos ojos color café con leche que tan bien conocía.
– Claro que lo sé, porque yo también me alegro. -Sacudió la cabeza con fastidio-. No teníamos que haber dejado que pasara tanto tiempo. Le echaré la culpa a María Elena. ¡Es más fácil culpar a una mujer! -Cogió mi maleta y, asombrado de lo poco que pesaba, me condujo al aparcamiento.
Miré agradecido a mi alrededor. Después del frío y la nieve de Nueva York, resultaba agradable sentir en la piel el calor del verano y aspirar el aire cargado de olor a flores. Todavía era temprano, pero había mucha humedad y el ambiente era pesado. Los pájaros cantaban en las altas y correosas palmeras y las abejas zumbaban en los arriates. Matías se detuvo frente a una vieja camioneta pintada de blanco que olía a cuero y a polvo. En la parte trasera se apilaban las pajareras, los sacos de semillas y otros trastos; lanzó allí de cualquier manera mi equipaje, se puso unas gafas de sol y subió al vehículo. El asiento junto al conductor tenía un agujero, y un calcetín rojo hacía las veces de pomo en la palanca del cambio de marchas. Me acomodé y estiré las piernas cuanto pude.
– ¿Para qué son todas estas cajas? -le pregunté.
Matías se encogió de hombros.
– Compro pájaros en el aviario de Valparaíso y los suelto en mi jardín.
– ¿Y se van?
– Algunos se van y otros se quedan. Les pongo la comida que les gusta, y muchos son tan golosos como yo, así que se quedan.
– En el aviario me dieron tu teléfono.
– Pensaba que María Elena le había enviado a tu madre nuestra nueva dirección. Hace ya quince años que nos mudamos.
– Siempre decías que cuando te jubilaras te dedicarías a la cría de pájaros.
– ¡Todavía te acuerdas! -Me dio una palmada en la rodilla. Aunque conservaba un aspecto juvenil, tenía manchas de edad en las manos-. Me alegro de que te tomaras la molestia de encontrarme, hijo.
Matías solía sembrar su conversación de expresiones en castellano. No recuerdo cuándo empezó exactamente, pero poco después de que Coyote desapareciera empezó a llamarme así, «hijo». Saliendo de Santiago, en dirección a la costa, los blancos edificios iban dejando paso al desierto y hacía mucho calor, incluso con las ventanillas abiertas. El aire cálido me daba en la cara y me alborotaba el pelo, renovándome por dentro.
– No has cambiado nada -le dije.
Matías se encogió de hombros.
– Estoy un poco más gordo, pero por lo demás soy el mismo, lo que es una suerte. No me gustaría ser otra persona. -Cuando se reía con su risa profunda, alzaba la barbilla e inflaba el pecho-. Tú, en cambio, pareces un hombre, hijo. -Me dio una palmada en el muslo-. ¡Aquel guapo chiquillo se ha convertido en un hombre, por fin!
Al cabo de una hora, Matías detuvo la camioneta frente a una caseta rodeada de macetas con flores de vivos colores y bajó del coche. Una anciana vestida de negro se abanicaba con una revista, unos sucios chiquillos jugaban bajo la ancha sombra de un árbol, y un burrito dormía de pie, atado al tronco con una cuerda.
– Vamos a beber un zumo -dijo. Saludó con la mano a la anciana, que le devolvió el saludo.
Los chiquillos me observaron. Supongo que les resultaba extraño, tan pálido y rubio. Uno de los críos le dio una patada a una lata de coca-cola y me la envió rodando hasta los pies. Todos se quedaron mirando a ver qué hacía, y cuando les devolví la lata de una patada estallaron en gritos de júbilo. Matías les dijo algo en castellano y se echaron a reír.
– Creen que eres un gigante -dijo-, y tienen miedo de que te los comas.
Nos dirigimos a la cabaña.
– ¿Yqué les has dicho? -pregunté con curiosidad, porque me parecía que los había dejado muy nerviosos.
– Les he dicho que sólo comes perros, y ya no queda ninguno en tu país. ¡Por eso estás aquí!
Levanté la vista al cielo.
Dentro de la cabaña se estaba más fresco, pero me costó habituarme a la oscuridad. Detrás del mostrador, un joven oía la radio. Había una nevera con bebidas frías y un expositor lleno de bocadillos que me despertaron un hambre feroz.
– Te recomiendo los bocadillos de aguacate -dijo Matías-. Y los zumos que preparan son los mejores de Chile.
Una joven bonita, de piel morena y una larga trenza que casi le llegaba al trasero, salió de detrás de la cortina de cintas. Al verme sonrió y se ruborizó. Matías la saludó en castellano y conversaron un rato. Pero aunque hablara con Matías, la joven me iba lanzando miradas, incapaz de apartar los ojos de mí. Me sentí halagado, pero también sorprendido, porque no debía de tener muy buen aspecto, recién llegado del aeropuerto, sin duchar y sin afeitar.
Matías pidió dos zumos de frambuesas y dos bocadillos de palta, aguacate, y nos sentamos en una mesa a la sombra.
– Sigues teniendo éxito con las mujeres -bromeó Matías dándome un codazo-. Cuando eras un crío ya te comían en la mano, y ahora apareces aquí sucio y con barba de tres días como si acabaras de salvarte de un naufragio, y te encuentran irresistible.
– No me merezco tantas atenciones -dije sonriendo.
– ¿Tienes una chica esperándote en casa?
– Ya no.
– Qué pena. Un hombre tan guapo como tú, pero en realidad no me sorprende. Me detengo aquí cada vez que voy a Santiago -añadió, cuando estuvimos sentados-. El sitio es encantador, y también la pareja que lo lleva. La anciana es la madre de José.
– Así vestida, tendrá calor -comenté.
Matías dio un mordisco a su bocadillo.
– Está de luto -aclaró.
– ¿Cuándo murió su marido?
– Hace unos cuarenta años. -Se rió al ver mi cara de sorpresa-. No me preguntes cómo murió porque lo ignoro, pero ella llevará luto hasta que muera. Y no creo que tarde demasiado. -De repente se puso serio y dejó el bocadillo sobre la mesa-. No he tenido valor para preguntártelo, pero ha llegado el momento. ¿Cómo murió tu madre, Mischa?
– Tenía cáncer.
Matías meneó la cabeza y suspiró profundamente.
– Siempre se van los mejores.
– Ella sabía que iba a morir. Me traspasó el negocio y arregló sus asuntos. Sólo hay una cosa que me tomó de sorpresa, y pensé que a lo mejor sabías algo.
– Dime.
– Tenía un Tiziano.
– ¿Un Tiziano?
– Sí, La Virgen Gitana.
– ¿Un auténtico Tiziano?
– Es auténtico, y lo donó al Metropolitan.
– Tuvo que ser una mujer de negocios muy perspicaz para invertir en semejantes obras de arte.
– De eso se trata, Matías. Yo ignoraba que tuviera ese cuadro, y desde luego ella no tenía medios para comprarlo.
Se incorporó y me miró ceñudo.
– ¿No tienes ni idea de cómo llegó el cuadro a sus manos?
– No se nada de nada.
– ¿Se lo preguntaste?
– Se negaba a hablar del tema. Sólo me dijo que tenía que devolverlo, y lo dijo llena de determinación, absolutamente decidida. Joder, Matías, al final estaba tan triste, tan tremendamente triste… como si al entregar el cuadro estuviera entregando su propia alma. Te parecerá raro, pero le costó un gran esfuerzo decidirse. Le dije que se quedara con el cuadro, pero ella movió la cabeza con resignación, como solía hacer, y me aseguró que tenía que devolverlo, pero que no me podía explicar por qué.
– ¿Se lo regaló alguien? ¿Había un hombre en su vida, un amante?
Me sentía decepcionado. Esperaba que Matías supiera algo.
– No había nadie. Precisamente quería preguntarte si esto podía tener relación con Jupiter.
Matías dio un mordisco a su bocadillo.
– En Jupiter no hubo nada de eso. Dios mío, de haber tenido ese tipo de mercancía en el almacén me habría comprado un palacio, y no una humilde casita junto al mar. Lo siento, hijo, no puedo ayudarte. Pero este misterio me intriga. A lo mejor María Elena sabe algo. Hubo una época en que eran íntimas, tu madre y ella. Aunque me extrañaría que me hubiera ocultado algo tan importante. María Elena es estupenda, pero no sabe guardar un secreto, por lo menos no uno tan grande.
Seguimos nuestro viaje a través del desierto. De vez en cuando veíamos carros tirados por caballos y pasábamos junto a grupos de chabolas cubiertas con planchas de cinc acanaladas, niños que jugaban entre los árboles y chuchos famélicos correteando en busca de comida, con el morro pegado al suelo reseco. En medio de aquel desierto implacable, enormes letreros anunciaban pañales y detergentes. Finalmente, desde lo alto de las montañas divisamos el Pacífico, un azul intenso que destellaba al sol. La carretera iniciaba una serie de curvas para entrar en Valparaíso, una ciudad portuaria de altos edificios de oficinas y parques con exuberantes palmeras que parecían tocar el cielo. Había una parte elegante y decadente que para mí reunía mucho encanto, casas que fueron señoriales, con sus grandes verjas, sus porches y sus avenidas, y que ahora se caían a pedazos entre las callejuelas atestadas de tráfico. Por todas partes se veían las cicatrices de los continuos terremotos de Chile: grietas en los muros, en el estuco de las casas, en el firme de las calles.
Seguimos por una carretera con muchas curvas junto a la costa, donde el aire era más fresco. Vimos focasque tomaban el sol sobre las rocas y mamás con sus niños jugando en las pequeñas calas que se abrían de vez en cuando entre la piedra negra. Finalmente, la camioneta subió por una empinada colina y entró en un jardín lleno de macizos de gardenia. Matías hizo sonar la bocina.
– ¡Bienvenido a casa! -exclamo-. Hacía mucho que te esperábamos.
Cuando vi aparecer a María Elena con un vestido azul pálido y el pelo gris recogido en una trenza, mi alegría se mezcló con un punto de tristeza. Bajé de la camioneta y corrí a abrazarla, y a pesar de que era una mujer de huesos grandes, me pareció pequeña y frágil entre mis brazos. Enterró el rostro en mi pecho y me apretó con fuerza, demasiado emocionada para hablar. Oí sus hipidos, y cuando apartó la cara me dejó la camisa mojada de lágrimas. Me volví a Matías y lo vi tan desesperado como su mujer. Sacó mi maleta del vehículo y me dio una palmada en la espalda, otra vez con tanta tuerza que casi me tira al suelo.
– Nos sentimos felices de que hayas venido -dijo. María Elena asintió temblorosa.
– Por fin -susurró-. He esperado veinticinco años este momento, veinticinco años. Pero tú no lo entiendes, no entiendes nada. -Vino junto a mí y me tomó la cara entre las manos, haciendo que me inclinara para besarme. Noté sobre la mejilla sus labios húmedos, María Elena tenía razón, yo no entendía nada, pero no me importaba.
Nos sentamos en el porche, desde donde se veía el jardín y el marmás abajo. La brisa traía aromas de gardenia mezcladas con el olorhúmedo y ligeramente cenagoso que venía del océano. Entre los árboles revoloteaban pájaros de un sinfín de tamaños y colores, llenando el aire con sus gritos como si quisieran competir en estruendo con los niños que jugaban en el jardín vecino. Un loro verde se posó en el respaldo de la silla de Matías, y cuando él tomó asiento pasó a ocupar su hombro, estirando las patas con la habilidad de un danzarín. Matías charlaba con nosotros mientras le daba nueces al loro, quien las cogía con el pico y las giraba con lagarra hasta que conseguía partirlas, sin dejar de mirarnos con ojillos negros llenos de interés.
La casa, blanca, con un tejado de tejas rojas y postigos verdes, me gustó desde el primer momento. Necesitaba una capa de pintura, y una ancha grieta corría irregularmente por una de las paredes, pero las flores que se adherían al estuco eran tantas y tan brillantes que no te fijabas en los defectos de éste. En cuanto llegué me gustó el ambiente que creaban. Las palmeras y los macizos de gardenias que la rodeaban contribuían a crear una sensación de refugio.
Se presentó una criada mayor, menuda, con uniforme azul pálido, portando una bandeja de bebidas.
– Tienes que probar el pisco sauer, sour -dijo María Elena-. Es un cóctel tradicional chileno que se prepara con limón y pisco, te gustará. -La criada dejó los vasos y la jarra sobre la mesa y desapareció dentro de la casa-. Estoy tan contenta de que hayas venido. -Me sirvió una copa.
– ¡Joder, qué bueno está! -exclamé, mientras la ácida bebida me hacía arder la garganta.
– Cuando te marchaste eras todavía un crío alto y desgarbado, con unas piernas y unos brazos interminables -dijo María Elena-. Ahora te has convertido en ti mismo.
– Vosotros no habéis cambiado -comencé, después de tomar otro trago-. Estáis tal y como os recordaba.
– Bastante más viejos, me temo -suspiró ella.
– El tiempo te hace envejecer -gruño Matías. Le dio al loro otra nuez.
– ¿Cómo se llama el loro?-le pregunté.
– Alfredo. Lo rescaté de una tienda de animales.
– Aquí vivirán muy bien.
Matías soltó una carcajada.
– Están tan gordos y felices como sus amos.
– Lo llenan todo de porquería -dijo María Elena exasperada-. Pero ¿qué quieres que haga?
– Calla, mujer. Tú también les tienes cariño. Lo sé porque veo tu rostro lleno de amor cuando les das de comer.
María Elena rió y movió la cabeza con resignación.
– ¡Eres un viejo tontorrón!
Seguimos charlando y bebiendo. El calor me soltóla lengua y me ablandó el corazón. Me sentía feliz de estar allí, lejos de la nieve y de Nueva York, lejos de Linda y del apartamento vacío de mi madre. Le pregunté a María Elena si sabía algo del cuadro, pero ella estaba tan sorprendida como yo.
– ¿Un Tiziano? ¿Un Tiziano auténtico?
– Sí, y no me dijo nada hasta el final, poco antes de morir, cuando aseguró que tenía que devolverlo a la ciudad.
– ¿A la ciudad? -María Elena levantó las cejas con perplejidad.
– Bueno, no dijo exactamente eso, sino que «tenía que devolverlo». Se lo regaló al Metropolitan.
María Elena arrugó el ceño.
– ¿Aquién tendría que devolvérselo?
– No lo sé, porque ignoro quién se lo dio. Confiaba en que Matías y tú supierais algo.
– Si el cuadro pertenecía a una personaoa unafamilia, tu madre se lo hubiera devuelto, pero si era robado, bueno, eso es otro tema…
– Pero no crees que lo robara mi madre, ¿no?
– No, tu madre era una mujer honrada. Además, ¿cómo podría haber hecho algo así? Es imposible. ¿Qué sentido tiene robar un cuadro tan famoso? ¿Quién iba a comprarlo? -Le dirigió a Matías una mirada furtiva que despertó mi curiosidad-. Lamento mucho que sufriera -añadió, bajando la mirada-. Aunque al final nos distanciamos, yo la quería mucho.
Estaba claro que me ocultaban algo, pero no tenía ni idea de qué podía ser.
– He visto a Coyote -dije, dejando la copa sobre la mesa. Los dos me miraron perplejos-. Hace unos días se presentó en mi oficina.
– ¿Cómo está? -preguntó María Elena.
– Prácticamente irreconocible. Más parecido a un vagabundo que al hombre atractivo que conocíamos.
– ¡Dios mío! -acertó a decir Matías. Alfredo trepó por su pecho y empezó a picotearle los botones, pero Matías no se inmutó-. ¿Qué le ha ocurrido?
– No lo sé. No me lo explicó.
– ¿No se lo preguntaste?
– Yo estaba demasiado enfadado.
– Por supuesto, lo entiendo. -María Elena volvió a llenarme la copa-. Además, ¿cuántos años han transcurrido? ¿Más de treinta?
– En cuanto se marchó, me vinieron a la cabeza todas las preguntas que quería hacerle y salí corriendo a la calle, pero ya no lo encontré. Supongo que lohe vuelto a perder.
– ¿Por qué volvió?
– Había leído algo sobre el Tiziano, el tema salió en todos los diarios, como os podéis imaginar. Era una obra sin catalogar de un maestro de la pintura… todo el mundo se preguntaba de dónde había salido, incluso Coyote. No sabía nada del fallecimiento de mi madre. Se quedó muy impresionado.
– ¿Tu madre no dio ninguna pista?
– Absolutamente nada.
– Y Coyote va y aparece de repente. -Matías movió la cabeza con ademán desdeñoso-. Podemos eliminarlo de la lista de sospechosos. Si tuviera algo que ver con el cuadro, hubiera dado señales de vida. ¡Aunque lo veo muy capaz de robar un Tiziano!
– ¡Como si fuera tan hábil para eso! -exclamó burlona María Elena.
– Pero ¿a dónde se marchó? -volví a preguntar. En mi rostro debía de reflejarse la angustia porque mis amigos volvieron a intercambiar una mirada misteriosa-. Vosotros sabéis algo, ¿verdad? Ahora ya me lo podéis contar. Lo he superado hace mucho tiempo.
Matías cogió a Alfredo y lo dejó con cuidado en el suelo. Acarició la cabecita del loro con su dedo grueso como una salchicha, se acomodó y se sirvió otra copa. Los tres estábamos ya un poco bebidos. La mezcla de copas y calor había actuado como un lubricante emocional, y sentíamos que no podía haber secretos entre nosotros.
– Coyote estaba casado -dijo por fin Matías. La noticia me sentó como un mazazo. Ahora entendía por qué mi madre se había encerrado durante tres días en su dormitorio.
– Mierda, yo no entendía nada. Me preguntaba por qué mi madre se ponía tan furiosa cuando él iba diciendo por ahí que se habían casado en París. ¡Me parecía un lugar tan romántico para casarse! Ahora entiendo que no podía casarse con ella.
– Su familia vivía en Virginia, a las afueras de Richmond.
Moví la cabeza con incredulidad.
– Mi madre estaba destrozada. Se encerró en su dormitorio y estuvo tres días sin querer salir, pero finalmente apareció y dijo que no quería hablar del tema nunca más. Le obligó a comprar un anillo para ella. Decía que era por mí.
– No quería que la gente pensara que tenían una relación indecorosa. La gente puede mostrarse muy cruel en estos temas.
– A mí me lo vas a decir -contesté. Pero no estaba seguro de que ellos supieran lo que había ocurrido en Francia. A mi madre nunca le gustó hablar de eso-. Así que cuando se ibade viaje de negocios, en realidad estaba con su familia, en Richmond.
– Supongo que sí -dijo Matías muy serio-. Aunque puedo afirmar con total seguridad que a tu madre la quería como nunca había querido a nadie.
Eché un vistazo a mi alrededor, al pequeño paraíso que nos rodeaba, y me pregunté si alguien podía saber de verdad lo que había en el corazón de Coyote.
– ¿Por qué la abandonó, si la quería tanto?
– Coyote era un enigma, incluso para los que mejor le conocíamos. No sé mucho sobre su infancia y juventud en Virginia, pero puedo decirte que lo tuvo bastante crudo. Su padre era un borracho y le pegaba, su madre tenía dos empleos y estaba siempre fuera de casa, así que él correteaba por ahí como un perro callejero. No sé si tenía hermanos. No le dieron mucha educación. Vivía… ¿cómo te diría?
– Improvisando -dije, recordando las palabras exactas de Coyote y su tono irónico al pronunciarlas.
– Improvisando -repitió Matías riendo. Seguramente él también lo había oído de sus labios.
– Se casó joven, pero no soportó que lo amarraran a un sitio, era un espíritu libre. Se dedicó a viajar por el país con su guitarra y su magnetismo personal. Lo conocí en México. Entonces se llamaba Jack Magellan y tenía a todas las mujeres a sus pies. Éramos jóvenes, poco más de veinte años, y nos llevábamos bien. Montamos un negocio en Nueva Jersey y él se hizo llamar Coyote, porque así era como le llamaba de niño un viejo fugitivo negro.
– El anciano de Virginia -dije, contento de encajar una nueva pieza del rompecabezas-. El que le enseñó a tocar la guitarra. ¿Y por qué en Nueva Jersey?
La mirada de Matías se tiñó de nostalgia.
– Coyote no hacía nada de una manera convencional. Tomó un mapa de Estados Unidos y cerrólos ojos, y yo le hice dar varias vueltas sobre sí mismo. Luego puso su dedo sobre el mapa, era Nueva Jersey, y ya está.
Recordé el rostro de Coyote que aparecía en mi sueño.
– Pero estuvo en la guerra, ¿no?
– Sí. Cuando Estados Unidos entró en la guerra, Coyote se alistó. Le gustaba la aventura.
– ¿Ysu familia?
– Dios sabe si su esposa lo aguantó. Nunca hablaba de ella, y yo no hice preguntas.
– Coyote siempre estaba huyendo, Mischa -dijo María Elena con ternura-. Abandonó a su esposa y a sus hijos, fue a la guerra para huir, y a su regreso no estaba nunca quieto. Su trabajo consistía en viajar por todo el mundo comprando objetos. Creo que huía de sí mismo.
– Y era una persona distinta en cada Estado, hijo. Apuesto a que ni siquiera se llamaba Jack Magellan. Coyote era un apodo que le iba muy bien. ¡Realmente era un perro salvaje!
– Ni siquiera él sabía quién era en realidad -añadió María Elena.
– Así que volvió a huir, esta vez de nosotros -resumí.
– Ésta es la parte de la historia que no acabo de entender, hijo -dijo Matías, sacudiendo su testa llena de rizos-. El negocio marchaba bien, ganábamos dinero. Era feliz con tu madre y a ti te quería.
– Oh, Mischa, te adoraba, y estaba muy orgulloso de ti -dijo María Elena.
– Y entonces, ¿por qué no regresó?
– Yo estaba convencido de que había muerto -dijo Matías muy serio.
– Por lo menos eso habría tenido sentido -coincidió María Elena-. Pero ahora que sabemos que no está muerto, el misterio se vuelve más denso.
– No tiene lógica. ¿Creéis que su desaparición puede estar relacionada con los ladrones que entraron en casa y también en la tienda? -sugerí.
– Tal vez -dijo Matías-. Coyote era un hombre muy misterioso, aunque te diera la impresión de que lo conocías bien. Tenía tantas capas como una cebolla, y nadie sabía lo que guardaba en su interior. Supongo que si supiéramos toda la verdad nos quedaríamos de piedra, porque nunca hacía las cosas de una manera convencional.
– Ni honesta -intervino María Elena-. Era tan imposible de apresar como un fantasma. Y debo añadir que buena parte de lo que vendía en la tienda era falso o robado.
– Pero no había ningún Tiziano -dije.
– Ninguno. Créeme, de haber tenido un Tiziano guardado en la tienda, no se habría marchado.
Aquella noche cenamos en Viña del Mar, en un restaurante de pescado desde donde se veía el océano. Las mujeres me parecieron muy guapas, de piel dorada y largo pelo negro. A la trémula luz de las velas tenían los ojos brillantes y llenos de misterio. Yo las contemplaba descaradamente, deteniéndome en cada una conmirada apreciativa, y ellas bajaban rápidamente los ojos como pajarillos asustados, con una timidez que nunca había visto en Estados Unidos. Linda ya no era más que un recuerdo lejano, a miles de kilómetros de distancia.
– Me alegra que hayas encontrado tu camino y hayas tenido éxito con tu negocio -dijo María Elena conafecto maternal.
– Fue mi madre la que convirtió la tienda en un negocio próspero, yo sólo he tenido que continuarlo.
– Pero seguro que tienes ojo para estas cosas, ¿no?
– Me gustan las antigüedades, me gusta sentir el pulso del pasado en su interior, los ecos de las personas que tuvieron el objeto en sus manos, de los lugares por donde pasaron. Me gusta imaginar lo que sucedió en los castillos ingleses, en los châteaux franceses, en los palazzi italianos o los grandes Schlösse alemanes, a las grandes familias que vivieron en ellos durante siglos y coleccionaron tesoros llegados de lejanos lugares del planeta, a veces haciendo viajes larguísimos para regresar con preciosos objetos. Me gusta tocar la madera y sentir su latido, porque os aseguro que la madera tiene corazón y puedes oírlo.
Me estaba mostrando más abierto de lo que nunca había sido con nadie. Jamás había sido capaz de hablar sobre amor y sentimientos.
– Había un viejo escritorio de nogal que te encantaba cuando eras pequeño -dijo Matías.
– Ya me acuerdo -exclamé con entusiasmo-. ¡Era precioso! Tenía cajones secretos, y debajo del tablero había un segundo nivel que normalmente quedaba oculto.
– Siempre preguntabas de dónde venían las cosas. Había un tapiz que te fascinaba. -Matías bebió un sorbo de vino.
– Ya me acuerdo, Baco y sus ninfas, todos borrachos. Me recordaba el château donde viví de niño.
– Tu madre nunca hablaba de Francia -musitó María Elena.
– Porque en realidad no vivíamos en el château,que pertenecía a una familia antes de la guerra. Mi madre trabajaba allí como criada, y cuando los alemanes loocuparon, se enamoró de uno de los oficiales.
– Nunca nos habló de eso -dijo María Elena-. Pensaba que tu padre era francés.
– No, mi padre era alemán, y al acabar la guerra mi madre fue duramente castigada por su traición. Por eso perdí la voz, por la humillación que sufrió, y porque casi me matan.
– ¡Mischa, no sabía nada! -Con los ojos llenos de lágrimas, María Elena apoyó la mano sobre mi brazo. Sin pensarlo, apoye la mano sobre la suya y la dejé allí.
– Nunca había hablado de esto con nadie -confesé-. Ni siquiera con Linda, mi novia durante nueve anos.
– ¿Te lo has guardado todo este tiempo?
– Nunca tuve necesidad de compartirlo. Mi madre me entendía, era mi mejor amiga.
– Ya lo sé. Te quería con toda su alma.
– Dijiste que Coyote te había devuelto la voz -dijo Matías- Recuerdo que lo dijiste por la radio.
– ¡Gray Thistlewaite! -reí-. «A todos los que me estáis escuchando, en vuestros salones y en vuestras cocinas, voy a intentar, dentro de mis pequeñas posibilidades, haceros la vida más alegre y llevadera» -recité, imitando su voz a la perfección. Matías estalló en carcajadas que parecían los rugidos de un león-. Cuando dije que Coyote era mágico lo decía en serio. En cuanto llegó él, todo cambió. No os hacéis una idea de cómo nos trataban en el pueblo antes de su llegada. Éramos unos parias, nos trataban peor que a las ratas que cazaban con trampas en la bodega. Coyote se puso a tocar su guitarra y a cantar viejas canciones de vaqueros y ablandó el corazón de la gente. Primero los niños me dejaron jugar con ellos, y luego los adultos empezaron a perdonar. Coyote conseguía encandilarlos o hacer que se avergonzaran de sus actos. Tengo un vago recuerdo que no sé si es totalmente cierto: recuerdo que fue Coyote quien nos rescató de las garras de una muchedumbre enfurecida. A mi madre la habían desnudado, la habían rapado. Estaba asustada y pálida como una muerta. Me alzaron por encima de la multitud y recuerdo sus gritos de odio. Luego alguien me puso en brazos de mi madre y un norteamericano le puso su chaqueta sobre los hombros, y juraría que era Coyote.
– Es muy posible -dijo María Elena-. Y tal vez por eso volvió, porque estuvo presente en la liberación del pueblo.
– Podría ser -dije, encogiéndome de hombros-. Yo sólo tenía tres años.
María Elena me pidió que continuara.
– Quiero saberlo todo -dijo.
– Un domingo Coyote nos acompañó a la iglesia. Yo detestaba ir a misa, porque era someterse a una humillación. Allí estaban los que nos habían maltratado y habían pedido nuestras cabezas, los que vinieron armados de hoces y martillos con la intención de matarnos a golpes. Incluso el cura presenció aquello sin hacer nada. Y mi madre insistía todos los domingos en que fuéramos a misa y nos sentáramos en medio de aquellas gentes a rezar. No sé por qué lo hacía, supongo que para demostrarles que no les tenía miedo, que no la habían derrotado. Pero yo estaba muy asustado. Sin embargo, todo cambió en cuanto Coyote vino con nosotros. Ya no nos miraban con odio, sino con admiración. Y de repente, en mitad del servicio, creí oír la voz de un ángel, pero no era un ángel, sino mi propia voz, que por fin me había sido devuelta.
María Elena se secó las lágrimas con mano temblorosa.
– Mischa, mi amor, no sabíamos que habías sufrido tanto.
– Coyote lo arregló todo. De no ser por él, habríamos vivido siempre ocultos y con miedo, y yo hubiera sido incapaz de comunicarme con nadie.
– Entonces se marchó -dijo Matías.
– Y yo perdí el rumbo.
– Es comprensible.
– Pero tú tienes buena parte del mérito -dijo María Elena-. Coyote te ayudó a abrir tu corazón, pero todo el resto lo has hecho tú solo.
Aquella misma noche, María Elena y yo fuimos a pasear solos por la playa. Bajo aquel cielo despejado y cristalino, me pareció que las estrellas eran los ojos de un mundo más allá de nuestros sentidos, un mundo donde esperaba que mi madre se hubiera reunido por fin con mi padre y hubiera encontrado la paz, ahora que yo empezaba a desvelar los secretos que ella guardó durante tanto tiempo.
– Ahora entiendo por qué tu madre se mostraba tan protectora contigo -dijo María Elena cogiéndome la mano.
– Siempre estuvimos los dos solos, los dos contra el mundo.
– Porque no había sitio para nadie más. -Fruncí el ceño. María Elena alzó la mirada hacia mí. A la luz de la luna, sus arrugas parecían ríos en un mapa-. Sabes que tengo razón. ¿No te parece que Linda debía de sentirse como una extraña?
– Tal vez. Nunca le di una oportunidad.
– Tú fuiste el hijo que no habíamos tenido, Mischa, y tu madre lo sabía. ¿Por qué te imaginas que os marchasteis de Nueva Jersey?
– Porque Coyote ya no estaba y mi madre no tenía nada que hacer allí.
– No, porque no podía soportar que quisieras a otra persona.
– ¡No es cierto! -exclamé, pero mi voz no sonó muy convincente.
– Es así, te quería sólo para ella. Cuando os trasladasteis a Nueva York, intenté quedar con ella muchas veces porque quería verte. Pero ella siempre estaba ocupada con una cosa u otra. Desaparecisteis.
– Yo pasaba por una etapa difícil -dije con una carcajada amarga.
– Y yo quería ayudarte. Eras muy inestable. Cuando Coyote se fue, te deslizaste por una pendiente terrible. Quería ayudarte, pero tu madre se opuso. Ahora lamento no haberlo intentado con más energía. Nos quedamos destrozados cuando os fuisteis de la ciudad. Al final, la única manera de seguir adelante era volver a Chile.
– Recuerdo que jugaba con los perros en vuestro jardín -dije, lleno de pesar.
– Gringo y Billy.
– Gringo y Billy. ¿Qué fue de ellos?
– Siguieron el camino de todas las criaturas. -María Elena alzó los ojos al cielo-. Tu madre era una buena mujer. Ahora que conozco vuestro pasado entiendo por qué se aferraba a ti. Eras lo único que tenía.
– Y ella era lo único que yo tenía -añadí.
Algo se rompió de repente en mi interior. Oí el chasquido, pero era demasiado tarde para evitar el desbordamiento. Nos sentamos sobre la arena y María Elena me rodeó con sus brazos, una frágil mujer abrazando a un gigante. Me puse a sollozar como un niño. Dejé escapar toda la pena que había ido reteniendo a lo largo de los años, y así empecé a curarme.
Me quedé quince días con Matías y María Elena, quince largos días de verano dedicados a conocernos otra vez. Bebimos demasiado pisco sour, reímos hasta que nos dolieron las mandíbulas y, sobre todo, rememoramos. Ya no tenía secretos para ellos. Me ocurrió como a las ostras, que una vez que se abre la concha, ya no se vuelve a cerrar. Al atardecer, cuando la luz ambarina lo inundaba todo de un resplandor casi sobrenatural, caminábamos descalzos por la playa, y las olas que me lamían los pies se llevaban toda mi tristeza. Observé cómo acariciaba y alimentaba Matías a sus pájaros, cómo jugaba con ellos y con qué ternura los cuidaba, y me di cuenta de que eran ellos los hijos que nunca tuvo, no yo. Me habría quedado más tiempo ahora que habíamos vuelto a encontrarnos, pero no podía. Matías y María Elena me habían dado el valor necesario para volver a Maurilliac y desenterrar los esqueletos del pasado.
Fue duro partir y ver sus rostros apenados. Matías me dio una palmada demasiado fuerte en la espalda y me abrazó con tanta fuerza que casi me ahoga. María Elena me plantó un beso en la mejilla, y lo seguí notando durante todo el viaje a Francia, suave y ligero como un susurro. Me dijeron que siempre podría contar con ellos, pero no era cierto. Nada en la vida es para siempre. Teníamos tiempo por delante, pero un día se nos acabaría. Un día ellos desaparecerían y yo volvería a quedarme solo, un chevalier solitario.
Volver a Francia me resultaba difícil. Sabía que los viejos demonios, como Monsieur Cézade y el padre Abel-Louis, estarían muertos, o tan decrépitos que ya no darían ningún miedo. A pesar de que tenía más de cuarenta años, todavía era aquel crío que se escondía detrás de una butaca del château con la esperanza de ver a Joy Springtoe o a Daphne Halifax.
Recordaba perfectamente el paisaje de mi niñez, y temía comprobar los cambios. Deseaba que los viñedos siguieran exactamente igual que cuando corría por allí en compañía de Pistou. Quería que Jacques Reynard continuara en su taller con su gorra ladeada y sus ojillos maliciosos. Pero si Monsieur Cézade y el padre Abel-Louis se habían convertido en unos ancianos, lo mismo le habría ocurrido a Jacques.
Me pregunté si, como adulto, los vería a todos con otros ojos, como me pasó cuando me tropecé en Nueva York con mi vieja profesora de Nueva Jersey y nos fuimos a tomar un café; aunque no me caía bien como profesora, descubrí con asombro que teníamos muchas cosas en común. ¿Sería ahora capaz de bromear con Monsieur Cézade? ¿Podría comprender al padre Abel-Louis?
Me dije que seguramente no reconocería a nadie. Me había marchado de allí a los seis años, y los rostros delpasado habían ido perdiendo color y definición con los años, como sucede con las viejas fotografías si las dejas al sol. Sólo recordaba con nitidez los rostros que aparecían en mis pesadillas, pero los demás los había olvidado. Durante mis años de ausencia habría surgido una nueva generación, se habrían abierto nuevas tiendas en la Place de l'Église,y unos niños desconocidos para mí jugarían al escondite entre los árboles hasta que la sombra de la iglesia descendiese sobre ellos y los hiciera volver corriendo a casa como pichones asustados. Tal vez reconocería los rasgos de Claudine en una chiquilla, o vería a Laurent en las facciones de un niño de pelo negro y ojos oscuros. De haberme quedado en el pueblo, mis hijos jugarían ahora con los suyos. ¿Yque habría sido de las gentes de Maurilliac? Tal vez los años habrían apagado sus recuerdos y embotado sus cuchillos. Hacía cuarenta años que había terminado la guerra, ¿sería tiempo suficiente para apagar su odio?
No me sorprendió saber que Coyote se había ido del hotel sin pagar la factura. Entonces parecía un hombre bien situado económicamente, pero eso era parte de su arte; como un buen actor, podía asumir cualquier identidad. Y a pesar de todo lo que me habían contado Matías y María Elena, yo seguía creyendo que el Coyote que admiraba de niño era real, y no una invención. Estaba seguro de que nadie podía fingir el amor. Lo había visto en sus ojos, en el sentimiento de cálida dulzura que dejaba en mi corazón. No, el Coyote que yo conocí me quería de verdad.
Esperaba encontrar a Claudine, confiaba en que no se hubiera marchado de la ciudad, como tanta gente en Francia. Me pregunté si sería capaz de reconocerla. En el avión cerré los ojos y rememoré su sonrisa dentona, su largo pelo castaño y sus ojos verdes. Le gustaba desafiar las normas y desobedecer a su madre. Al hacerse amiga mía había demostrado mucho valor. Me acordé de cuando jugábamos a tirar piedras al río desde el puente de piedra, y de cuando le quité el sombrero y salí corriendo con él, muerto de risa. Recordé cómo me animaba en el patio del colegio y lo mal que acabó el episodio del pez muerto. También recordaba mi enfrentamiento con Laurent. Quería volver a verla y darle las gracias. Había sido mi única amistad de infancia, a excepción de Pistou.
¿YPistou? Con su pelo negro, su cara de malo y sus ojos separados, capaces de entenderlo todo, había aparecido para tranquilizarme cuando sufría terribles pesadillas. Lo recordaba con claridad, como si hubiera sido un niño real, aunque sabía que era producto de mi imaginación. No creía en los espíritus. Como estaba tan solo, me había fabricado un compañero de juegos. Como estaba rodeado de enemigos, había creado un aliado: Pistou. No hacía falta que le hablara porque él oía mi voz interior y me comprendía mejor que nadie. Yo me sentía tan solo y tan asustado que había inventado un alter ego,un niño que hacía todo lo que yo no me atrevía a hacer, como pellizcarle el culo a Madame Duval o esconderle las gafas, o robarle los cigarros a Monsieur Duval. Imaginé que Coyote podía ver a Pistou porque deseaba con toda mi alma compartir con él eso tan especial. Sin embargo, recordaba a Pistou como un niño de verdad, recordaba su tacto y su olor, el sonido de su voz y de su risa. Mi mente adulta me decía que Pistou no había existido, y que si esperaba verlo de nuevo, sufriría una gran decepción.
Fue un viaje muy largo. Hice escala en muchos países, saltando de aeropuerto en aeropuerto como un saltamontes, hasta que finalmente tomé un vuelo de París a Burdeos, y en cuanto salí del avión, el aroma de Francia me encogió el corazón. Estábamos en febrero y no hacía calor, el cielo estaba nublado y caía una llovizna, pero había algo en el aire que me hizo sentir como en casa. Me quedé de pie sobre la pista, un poco aturdido mientras los años se iban desplegando ante mí, y supongo que había palidecido porque una amable azafata se me acercó.
– ¿Se encuentra bien, monsieur?
– Estoy bien -le respondí en francés-. Sólo tengo que sentarme un momento.
La azafata me acompañó hasta la recogida de equipajes y me senté.
– ¿Le traigo un vaso de agua?
– Sí, muchas gracias. -Notaba la boca seca y pegajosa.
Cuando la azafata me dejó solo, miré a mi alrededor. Todo el mundo tenía compañía: las madres con sus hijos, los maridos con sus mujeres, los abuelos consus nietos. Había algunos hombres solos en viajes de trabajo, con su americana y su portafolios, pero incluso ellos tenían el aspecto satisfecho de los que saben rodearse de amigos. Yo no era como ellos, yo estaba solo, había levantado un muro a mi alrededor y no había permitido que nadie se me acercara. Ni siquiera Linda había podido entrar, por más que lo había intentado. Nadie había sido capaz de traspasar los gruesos muros que me mantenían prisionero.
La azafata regresó con un vaso de agua. Bebí con avidez.
– ¿Tiene un sitio donde alojarse? -me pregunto.
– Alquilaré un coche para ir a Maurilliac -dije, devolviéndole el vaso vacío.
– Conozco el pueblo, es muy bonito. Un tío mío vive allí, aunque como es muy antipático lo visitolo menos posible. Hay un château precioso y viñedos.
– Pensaba alojarme en el château. Es un hotel, ¿no?
– ¿Ha reservado habitación? Siempre tienen mucha gente.
– Pues no, pensaba presentarme allí directamente.
La joven negó con la cabeza.
– Puedo telefonear. Es mejor reservar, por si acaso. -Me miró con curiosidad-. No eres de por aquí, ¿verdad?
– Nací aquí, pero he vivido casi toda mi vida en Estados Unidos.
– Ah, por eso tienes ese acento tan curioso. Me llamo Caroline Merchant y vivo en Burdeos.
– Mischa Fontaine -dije, extendiendo la mano para saludarla.
– Te propongo una cosa: ¿por qué no vienes a micasa y desde allí telefoneamos y reservamos una habitación en el hotel?
Una propuesta tan directa me dejó sorprendido, pero acepté sin dudar.
– De acuerdo.
Caroline pareció complacida.
– Bon! Tengo el coche en el aparcamiento.
Su Citroën dos caballos de color verde lima me recordó el cochecito de juguete que me regalara Joy Springtoe. Coloqué mi maleta en el maletero, con su equipaje. Allí no había jaulas de pájaros, ni polvo, ni asientos agujereados. Caroline se sentó ante el volante y se puso unas gafas.
– No me gustan, pero tengo que llevarlas para poder conducir -dijo, con una risita.
– Te quedan muy bien -le aseguré. Se había recogido el pelo en un sencillo moño en la nuca y parecía una profesora. Pensé en loque me gustaría soltárselo y dejar que le cayera sobre los hombros. Caroline notó que la observaba y se ruborizó.
– ¿De dónde vienes? -me preguntó.
– De Chile.
– Me fijé en ti en el avión.
– ¿Te dedicas a recoger a todos los norteamericanos desorientados? -le pregunté sonriendo. Caroline se ruborizó de nuevo.
– No, pero tú parecías más perdido que el resto.
– Tienes razón. Me siento perdido. Hace más de treinta años que me fui.
– ¿Estuviste en la guerra?
Suspiré. La pregunta me daba una pista de cuál debía de ser mi aspecto. Eché la cabeza hacia atrás y me reí a carcajadas recordando el brutal comentario de Esther: «¡Nadie diría que sólo tiene cuarenta y pocos años!»
La puerta de entrada del apartamento de Caroline estaba semioculta al fondo de un patio interior. Caroline abrió con las llaves la verja de hierro y subimos al segundo piso por una escalera de piedra. Habíamos comprado leche y cruasanes en una pequeña tienda en la esquina. Al contemplar las antiguas calles empedradas y los edificios de piedra del siglo diecinueve sentí una inmensa tristeza por todo lo que no podía recordar. La llovizna y el día gris prestaban a la ciudad un aire melancólico.
Caroline preparó el café y nos sentamos en la cocina, junto a la ventana, para comernos los cruasanes recién hechos con mantequilla y jamón.
– ¿Estás casado?
– No. -El cruasán me traía el auténtico sabor de Francia.
– Yo tampoco, y no sé si me casaré algún día. Tanto mi padre como mi madre se han vuelto a casar. No son un buen ejemplo.
Al pensar en la relación entre mi madre y Coyote, tampoco a mí me atraía el matrimonio.
– Un día tendrás ganas de casarte -le dije con aire burlón-. Siempre llega el día para las mujeres.
– Bueno, pues para mí todavía falta. Sólo tengo veintiséis años.
«¡Joder -pensé-, podría ser su padre!» Caroline levantó la barbilla y me miró sonriente y segura de sí. Era la mirada de una mujer que sabe lo que hace.
– Mientras no esté preparada para el compromiso, tendré amantes. Me casaré y tendré hijos cuando encuentre al hombre adecuado, pero ahora mismo lo que me apetece es darme una ducha.
Salió de la habitación y oí que ponía música bastante alta. Luego apareció en el umbral, con el pelo suelto sobre los hombros, una imagen llena de sensualidad y muy francesa. Nos quitamos la ropa y nos quedamos desnudos sobre el suelo de tablas de madera de su dormitorio. Yo estaba moreno por el sol de Chile, y ella era totalmente blanca salvo por el triángulo oscuro entre las piernas. Yo era mucho más alto, pero eso no parecía intimidarla. Me contempló lentamente de arriba abajo y sonrió.
– Tienes un buen cuerpo para ser tan mayor -dijo burlona-. ¿Cómo te hiciste esto? -preguntó acariciándome la cicatriz en el costado.
– Un accidente -me apresuré a responder. Era lo que les decía a todas, a cuantas me veían sin camisa. No le había explicado la verdad a nadie.
– Debió de dolerte mucho.
– Así es.
– Es muy viril. Me gusta.
– Pues es una suerte, porque no se va con jabón.
Se rió y entró en el cuarto de baño. Yo la seguí. Noté las baldosas frías bajo mis pies. Ella tenía la carne de gallina. Cuando se inclinó para abrir los grifos de la ducha, le vi la marca de una vacuna en un muslo. Entramos en la estrecha ducha y la alcé en brazos para besarla, dando vueltas bajo el chorro de agua que caía como un chaparrón de verano sobre su cara y su pelo, sobre nuestros cuerpos. Era agradable besarla, tenía una boca suave y exploraba con la lengua dentro de mi boca. Me rodeaba la cintura con las piernas y emitía unos ruiditos de satisfacción parecidos a los maullidos de un gatito.
– Tienes una bonita polla -me dijo cuando me estaba enjabonando. Su comentario podía parecer el colmo de la sofisticación, pero en realidad ponía de relieve lo joven que era. Las chicas solían decirme algo así en la adolescencia, pensando que esto me daría más confianza en mí mismo, pero yo prefería que no dijeran nada. La tomé de la mano, la saqué de la ducha y la envolví en una toalla. Ella se rió.
– Llévame a la cama, mi guapo americano -dijo. Pero yo no quería hablar, sólo quería hacer el amor.
Si la charla insustancial enfriaba mi ardor, la confianza durante el sexo lo avivaba. Caroline no sólo maullaba como un gatito, sino que se comportaba como un felino: se estiraba, ronroneaba, movía las caderas y se abría para acogerme hasta que empezaba a jadear y a moverse a un ritmo acelerado, Cuando dejaba de hablar, Caroline era un banquete para los sentidos, un delicioso bocado. Tenía un cuerpo lleno y redondeado, una piel de melocotón y una vulva sonrosada, joven y ávida de placer bajo el triángulo de vello negro.
Acabamos abrazándonos como todos los amantes. Caroline apoyó la cabeza sobre mi pecho y me pasó un dedo desde el pecho hasta el vientre.
– ¡Eres fantástico! -suspiró-. Ojalá no tuvieras que ir a Maurilliac. ¿Por qué no te quedas conmigo? No tengo que volver a volar hasta pasado mañana.
– Debo irme -dije.
– Estaré de vuelta dentro de tres semanas -dijo.
– Esto sí que me tienta. -Pero sabía que no volvería a verla.
– ¿Has estado enamorado? -me preguntó, mientras me acariciaba con la uña.
– Pues no, y no creo que me enamore nunca.
– Pero no eres demasiado mayor para enamorarte, de eso estoy segura.
– La edad no tiene nada que ver. Simplemente, es que no es mi estilo.
– No puedes pasarte toda la vida solo, ¿no?
– No estoy solo -mentí-. He vivido nueve años con una mujer, pero no he querido casarme con ella.
– ¿No sueñas con encontrar a la mujer adecuada?
– No soy un romántico.
– No hace falta ser un romántico. Eres guapo y sexy, y eres fantástico en la cama. -Rió con la boca junto a mi pecho-. No creo haber tenido nunca tantos orgasmos, lo que resulta extraño porque soy muy orgásmica.
– El amor romántico no me interesa demasiado. A lo mejor es que carezco de sentimientos, no lo sé. -Le acaricié el pelo. ¡Qué joven era! Ni siquiera sospechaba los desengaños que le reservaba la vida.
– No creo que carezcas de sentimientos, lo que pasa es que no has encontrado a la mujer adecuada, pero un día la encontrarás y entonces te llenarás de pasión. No estoy hablando de sexo, sino de que otra persona te importe más que tu propia vida.
– Eso me gustaría -dije-. No quisiera envejecer solo. -Y era cierto. Hubiese querido amar con la intensidad con que mi madre amaba a Coyote, pero dudaba que me sucediera algo así. ¿Cómo sabría que había encontrado a la mujer adecuada? ¿Cómo sabría que habría llegado el momento de bajar el puente levadizo para permitirle el paso?
– Bien, pues si no la has encontrado en las próximas tres semanas, llámame y volveremos a pasar juntos un buen rato. Me gustas, Mischa. Es una cuestión de piel. Puedes meterte en mi cama siempre que quieras.
Tal como prometió, telefoneó al château y reservó una habitación, luego me dio su teléfono y me llevó a la casa de alquiler de coches en su impecable dos caballos. Al separarnos, nos besamos como dos amantes pero nos dijimos adiós como amigos.
– Antes de volver a Estados Unidos, hazme una visita -me dijo. Pero yo sabía que no volveríamos a vernos.