CAPÍTULO XIII

REANUDA EL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN SU NARRACIÓN

Corno puede suponerse, los amigos del barón no dejaban de suplicarle que continuara la narración, tan instructiva como interesante, de sus singulares aventuras; pero estas súplicas fueron inútiles por algún tiempo. El barón tenía la loable costumbre de no hacer nada sino a su capricho, y la más loable todavía de no dejarse desviar, por ningún pretexto, de este principio bien establecido.

Por fin llegó la noche tan deseada, y una carcajada del barón anunció a sus amigos que había venido la inspiración y que iba a satisfacer a sus deseos e instancias.


«Conticuere omnes, intentique ora tenebant» [8]


O hablando más claro, todos guardaron silencio y pusieron atento oído a su palabra.

Y levantándose sobre el bien mullido sofá Münchhausen, semejante a Eneas, comenzó a hablar en los términos siguientes:

Durante el último sitio de Gibraltar, me embarqué en una flota mandada por lord Rodney, destinada a abastecer esta plaza.

Quería yo hacer una visita a mi antiguo amigo, el general Elliot, que ganó en la defensa de esta fortaleza laureles que no podrá marchitar el tiempo.

Después de haber dado algunos instantes a las primeras expansiones de la amistad, recorrí la fortaleza con el general a fin de reconocer los trabajos y disposiciones del enemigo. Había llevado yo de Londres un excelente telescopio, comprado en casa de Dollond.

Con ayuda de este instrumento descubrí que el enemigo apuntaba al bastión donde nos hallábamos, una pieza de a 36. Se lo dije al general, que verificó el hecho y vio que no me había engañado.

Con su permiso, me hice traer una pieza de a 48, que había en la batería inmediata, y la apunté con tal exactitud, que estaba seguro de dar en el blanco, pues en lo tocante a artillería, puedo enorgullecerme de no haber encontrado aún quien se me ponga delante.

Observé entonces con la mayor atención los movimientos de los artilleros enemigos, y en el momento de aplicar la mecha a su pieza, hice yo la señal a los nuestros para que hicieran fuego.

Las dos balas se encontraron a la mitad de su trayecto y chocaron con tan terrible violencia, que se produjo el más sorprendente efecto.

La bala enemiga volvió atrás tan rápidamente, que no sólo se llevó la cabeza del artillero que la había disparado, sino que decapitó también a dieciséis soldados más que huían hacia la costa de África.

Antes de llegar al país de Berbería rompió los palos mayores de tres grandes buques que había en el puerto, anclados en línea recta, penetró doscientas millas inglesas en el interior del país, derribó el techo de una cabaña de campesinos, y después de haberle arrancado a una pobre vieja que allí dormía el único diente que le quedaba, se detuvo al fin en su tragadero. Su marido, que entró poco después, procuró sacarle el proyectil, y no pudiendo conseguirlo tuvo la feliz idea de hundírselo a golpe de mazo en el estómago, de donde salió algún tiempo después por el conducto natural.

Y no fue éste el único servicio que nos prestó la bala, pues no se contentó con rechazar de la manera que hemos visto la del enemigo, sino que continuando su camino, arrancó de su cureña la pieza apuntada contra nosotros y la arrojó con tal violencia contra el casco de un buque, que este último comenzó a hacer agua y se fue muy pronto al fondo con un millar de marineros e igual número de soldados de marina que en él había.

Fue éste, a no dudar, un hecho extraordinario; no quiero, sin embargo, atribuírmelo a mí solo: cierto que el honor de la idea primera pertenece a mi sagacidad, pero la casualidad me secundó en cierta proporción. Así pues, hecho ya el tiro, me apercibí de que el cañón había recibido doble carga de pólvora; y de aquí el maravilloso efecto producido por nuestra bala en la del enemigo y el alcance extraordinario del proyectil.

El general Elliot, para recompensarme de tan señalado servicio, me ofreció un despacho de oficial, que no quise aceptar, contentándome con los cumplimientos que me hizo aquella misma noche después de comer a su mesa, en presencia de todo su estado mayor.

Siendo yo muy aficionado a los ingleses, que son en verdad muy bravos, se me metió en la cabeza no abandonar aquella plaza sin haber prestado otro buen servicio a sus defensores, y tres semanas más tarde se me presentó una ocasión oportuna.

En efecto, me disfracé de sacerdote católico, salí de la fortaleza a cosa de la una de la madrugada y logré penetrar en el campo enemigo por en medio de sus líneas. Después penetré en la tienda en que el conde de Artois había reunido a los jefes de cuerpo y gran número de oficiales para comunicarles el plan de ataque de la fortaleza, a la cual quería dar el asalto el día siguiente. Mi disfraz me protegió tan bien, que nadie pensó en rechazarme y pude así oír tranquilamente todo cuanto se dijo.

Terminado el consejo, se retiraron todos a acostarse, y pude observar que todo el ejército, hasta los centinelas, estaban entregados al más profundo sueño.

Sin perder tiempo puse mano a la obra, y desmonté todos los cañones, que eran más de trescientos, desde las piezas de 48 hasta las de 24, y fui arrojándolas al mar y a distancia de unas tres millas.

Como no tenía nadie que me ayudara, puedo asegurar que es el trabajo más penoso que en toda mi vida he hecho, salvo el que se os ha dado a conocer en mi ausencia; quiero aludir al enorme cañón turco descrito por el barón Tott y con el cual crucé a nado el canal.

Terminado este trabajo, reuní todas las cureñas y cajas y demás enseres de artillería en medio del campo, y temiendo que el ruido de las ruedas despertara a los sitiadores, los fui llevando yo bonitamente bajo el brazo. Todo esto hizo un montón tan elevado, lo menos, como el mismo peñón de Gibraltar.

Entonces tomé un fragmento de una pieza de hierro de a 48 y tuve al punto fuego chocándolo contra un muro, resto de una construcción árabe y que estaba enterrada a veinte pies, lo menos, de profundidad: encendí una mecha y di fuego al montón. Olvidábaseme decir que había puesto encima del montón todas las municiones de guerra.

Como había tenido cuidado de colocar abajo las materias más combustibles, las llamas se lanzaron enseguida arriba con pasmosa voracidad; y para desviar de mí toda sospecha, yo fui el primero que dio la alarma.

Como podéis suponer, todo el campamento enemigo se llenó de asombro; y se supuso que el ejército sitiado había hecho una salida y degollado los centinelas, habiendo podido así destruir tan fácilmente la artillería.

M. Drinckwater, en la memoria que hizo de este tan memorable sitio, habla de una gran pérdida sufrida por el enemigo a consecuencia de un incendio; pero no supo a qué atribuir su causa. Esto, por lo demás, no le era tampoco posible, porque aunque yo solo hubiera salvado a Gibraltar aquella noche, no le hice a nadie la confidencia, ni aun siquiera al general Elliot.

El conde de Artois, sobrecogido de terror, huyó con todos los suyos, y sin detenerse en el camino, llegó de un tirón a París. El espanto que les había causado este desastre fue tal, que no pudieron comer en tres meses, y vivieron simplemente de aire a la manera de los camaleones.

Unos dos meses después de haber prestado tan señalado servicio a los sitiados, me hallaba yo un día almorzando con el general Elliot, cuando de repente penetró una bomba en la estancia y cayó sobre la mesa. No había tenido yo el tiempo necesario para enviar los morteros del enemigo a donde envié sus cañones.

El general hizo lo que cualquiera hubiera hecho en semejante caso, y fue salir inmediatamente de la estancia. Yo cogí la bomba antes de que estallara y la llevé a la cima del peñón.

Desde aquel observatorio, descubrí en la costa brava, no lejos del campo enemigo, una gran reunión de gente; pero no podía distinguir a simple vista lo que hacían. Tomé mi telescopio y reconocí que el enemigo se disponía a ahorcar como espías a un general y un coronel de los nuestros que se habían introducido en el campamento para servir mejor la causa de Inglaterra.

La distancia era demasiado grande para que fuera posible lanzar a mano la bomba. Por fortuna recordé que tenía en el bolsillo la honda de que se sirvió David tan ventajosamente contra el gigante Goliat, y poniendo en ella la bomba la proyecté en medio del gentío. Al caer en tierra, estalló y mató a todos los circunstantes excepto los dos oficiales ingleses que, por dicha de ellos, estaban ya colgados: un casco de la bomba dio contra el pie de la horca y la hizo caer al suelo.

En cuanto nuestros dos amigos pisaron tierra firme, procuraron explicarse tan singular acontecimiento; y viendo a los soldados, verdugos y curiosos ocupados en morirse, se desembarazaron recíprocamente del incómodo corbatín que les apretaba el cuello, saltaron a una barca española y se hicieron conducir a nuestros buques de guerra.

Algunos minutos después, cuando me disponía yo a contar al general Elliot lo sucedido, llegaron ellos muy oportunamente, y después de un cordial cambio de cumplimientos y explicaciones, celebramos tan memorable jornada con la mayor alegría.

Todos, al parecer, deseáis saber cómo poseo yo un tesoro tan precioso como la honda de que acabo de hablaros. Pues bien, voy a satisfacer vuestro deseo. Yo desciendo, como acaso no ignoráis, de la mujer de Urías, la cual tuvo, como sabéis muy bien, relaciones muy íntimas con el rey David.

Pero andando el tiempo sucedió lo que sucede con frecuencia, que Su Majestad se enfrió singularmente con la condesa (porque hubo de recibir ella este título tres meses después de la muerte de su esposo). Un día se trabaron de palabras sobre una cuestión de la más alta importancia, que era saber en qué parte del mundo fue construida el arca de Noé y en qué otra hubo de parar después del diluvio. Mi abuelo tenía la pretensión de pasar por un gran anticuario, y la condesa era presidenta de una sociedad histórica; él tenía la debilidad, común a la mayor parte de los grandes, y de los pequeños también, de no sufrir contradicción; y ella el defecto común a su sexo de querer tener razón en todo. De aquí se siguió la separación.

Había ella oído hablar con frecuencia de esta honda como del objeto más precioso, y creyó conveniente llevársela consigo con pretexto de poseer un recuerdo de él. Pero antes de que mi abuela hubiese pasado la frontera se echó de ver la desaparición de la honda y se enviaron seis hombres de la guardia real con el objeto de detenerla.

Perseguida la condesa, ésta se sirvió tan bien de la honda, que derribó a uno de los soldados que, más celoso que los otros, se había adelantado al frente de sus compañeros, precisamente en el mismo lugar en que Goliat fue herido por David.

Viendo los guardias del rey caer muerto a su camarada, deliberaron, y resolvieron con la mayor prudencia que lo mejor de todo era volver atrás a dar cuenta al rey de lo que pasaba.

La condesa, por su parte, juzgó prudente, a su vez, continuar su viaje hacia Egipto, en cuya corte contaba con numerosos amigos.

Habría debido deciros antes que de los muchos hijos que había tenido de Su Majestad, se había llevado consigo a su destierro a su predilecto. Habiendo dado a este hijo la fertilidad de Egipto muchos hermanos, la condesa le dejó, por una disposición particular de su testamento, la famosa honda; y de él ha venido a mí en línea recta.

El ascendiente mío que poseía esta honda y vivía hace unos doscientos cincuenta años, hizo, en un viaje a Inglaterra, conocimiento con un poeta que era nada menos que plagiario y un incorregible cazador matutero: llamábase Shakespeare. Este poeta, en cuyas tierras, por derecho de reciprocidad, sin duda, cazan hoy con el mismo permiso ingleses y alemanes, tomó prestada muchas veces esta honda a mi padre, y mató tanta caza en tierras de sir Thomas Lucy, que por poco no corre la misma suerte que mis dos amigos de Gibraltar. El pobre hombre fue reducido a prisión, y mi abuelo hizo que lo pusieran en libertad por un particular procedimiento.

La reina Isabel, que reinaba a la sazón, había llegado al fin de sus días a aborrecer la vida. Vestirse y desnudarse, comer y beber, en fin, muchas otras funciones que no enumeraré, la hacían la vida verdaderamente insoportable.

Mi abuelo la puso en estado de hacer todo esto, según su capricho, por sí misma o por poderes.

¿Y qué creéis que pidió mi padre en recompensa de tan señalado servicio?

Solamente la libertad de Shakespeare.

La reina no le pudo hacer que aceptara nada más. Aquel excelente hombre le había tomado al poeta un cariño tan íntimo y cordial, que de grado hubiera dado parte de su vida por prolongar la de su amigo.

Por lo demás, puedo aseguraros, señores, que el método practicado por la reina Isabel, de vivir sin comer, no obtuvo ningún éxito para con sus súbditos, al menos para con aquellos famélicos glotones, a quienes se dio el nombre de comedores de bueyes [9]. Ni ella resistió más de siete años y medio, al cabo de los cuales murió de inanición.

Mi padre, de quien yo heredé la honda, poco tiempo antes de mi partida para Gibraltar me refirió lo que sus amigos le oyeron contar más de una vez y cuya veracidad no pondrá en duda ninguno de los que conocieron al digno anciano.

«En uno de mis viajes a Inglaterra -me decía-, me paseaba una vez a la orilla de la mar, no lejos de Harwich, cuando de repente se lanzó a mí un caballo marino. No tenía yo para defenderme más que mi honda, con la cual le envié dos piedras tan hábilmente dirigidas, que le vacié los dos ojos; le salté entonces encima, y acabalgado en él lo guié hacia la mar, porque al perder los ojos había perdido también toda su ferocidad, y se dejaba conducir como un cordero. Púsele la honda a manera de bridas y lo lancé al galope.

»En menos de tres horas llegamos a la orilla opuesta, habiendo hecho en tan breve espacio treinta millas de camino.

»En Helvoetsluys vendí mi cabalgadura por setecientos ducados al huésped de las Tres copas, que, exhibiendo tan extraordinario animal por dinero, hizo un bonito negocio. (Puede verse la descripción en Buffon.)

»Pero por singular que fuera este modo de viajar -añadía mi padre-, las observaciones y descubrimientos que me permitió hacer son aún más extraordinarios.

»El animal en que iba montado no nadaba, sino que corría con pasmosa rapidez por el fondo de la mar, espantando millones de peces en todo diferentes de los que solemos ver. Unos tenían la cabeza en medio del cuerpo; otros al extremo de la cola; algunos estaban ordenados en círculo y cantaban coros de belleza indecible; muchos construían con la misma agua edificios transparentes, rodeados de columnas gigantescas en que ondulaba una materia fluida y resplandeciente como la más pura llama.

»Los aposentos de estos edificios ofrecían todas las comodidades apetecibles para los peces de distinción: algunas de sus habitaciones estaban dispuestas y habilitadas para la conservación de la freza, y muchas otras espaciosas estancias estaban destinadas a la educación de los peces jóvenes. El método de enseñanza, según pude yo juzgar por mis propios ojos, porque las palabras eran tan ininteligibles para mí como el canto de los pájaros o de los grillos, presenta a mi parecer tantas relaciones con el empleado en nuestro tiempo en los establecimientos filantrópicos, que estoy persuadido que alguno de esos teóricos ha hecho un viaje análogo al mío y pescado sus ideas en el agua más bien que en el aire.

»Por lo demás, de lo que acabo de deciros podéis deducir que todavía queda al mundo un vastísimo campo abierto a la explotación y al estudio. Pero vuelvo a mi narración.

«Entre otros incidentes de viaje, pasé por una inmensa cadena de montañas tan elevadas, por lo menos, como los Alpes. Una multitud de gigantescos árboles de variadas esencias se agarraban a los flancos de las rocas. En estos árboles crecían langostas, cangrejos, ostras, almejas, caracoles, tan monstruosos algunos, que uno solo de ellos hubiera bastado para la carga de un carro y el más pequeño hubiera podido aplastar a un mozo de cordel.

»Todos los ejemplares de esta especie que vienen a nuestras costas y se venden en nuestros mercados no son sino miseria que el agua arranca de las ramas, como el viento hace caer de los árboles la fruta menuda. Los árboles de langostas me parecieron los mejor provistos, pero los de cangrejos y ostras los más corpulentos. Los caracoles de mar subían a unos matorrales que se hallan casi siempre al pie de los árboles de cangrejos y los envuelven como hace la yedra con la encina.

»Observé también el singular fenómeno producido por un buque náufrago. A lo que me pareció, había chocado con una roca cuya punta estaba apenas a tres toesas por debajo del agua, y yéndose a fondo se había dormido sobre un árbol de langostas. A su caída había arrancado algunos frutos que fueron a caer a un árbol de cangrejos que había más abajo. Como esto pasaba en primavera y las langostas eran jóvenes, se unieron a los cangrejos, de donde vino a resultar un fruto que participaba de las dos especies. Por la rareza del hecho hubiera querido yo coger un ejemplar; pero su peso me hubiera embarazado mucho, y después de todo, mi Pegaso no quería detenerse.

«Estaba, poco más o menos, a la mitad del camino y me hallaba en un valle situado a quinientas toesas, lo menos, por debajo de la superficie del mar; allí comencé a sentir la falta de aire. Fuera de esto mi posición estaba muy lejos de ser agradable bajo muchos otros conceptos.

»Efectivamente, encontraba de vez en cuando grandes peces, que a lo que podía juzgar por la abertura de sus bocas, no parecían sino muy dispuestos a tragarnos a los dos juntos. Mi pobre Rocinante estaba ciego y sólo debí a mi prudencia burlar las hostiles intenciones de aquellos hambrientos señores. Continué, pues, galopando a fin de ponerme cuanto antes en seco.

«Llegado que hube cerca de las costas de Holanda, y no teniendo ya más que unas veinte toesas de agua encima, creí vislumbrar, tendida en la arena, una forma humana, que por su traje era un cuerpo de mujer. Parecióme que daba aún algunas señales de vida, y habiéndome acercado, la vi en efecto mover una mano. Cogí esta mano y saqué a la orilla aquel cuerpo en apariencia cadavérico.

«Aunque el arte de resucitar los muertos estuviera en aquella época menos adelantado que en la nuestra, en que se lee en cada puerta de hostería el anuncio de Socorros a los ahogados, los esfuerzos y remedios de un boticario del lugar pudieron reavivar la chispa vital que en aquella mujer quedaba.

»Era la amada mitad de un hombre que mandaba un barco que había salido del puerto de Helvoetzluys hacía poco tiempo. Por desgracia, en la precipitación de la partida embarcó a otra mujer por la suya. Ésta fue al punto avisada por algunas de esas vigilantes protectoras de la paz doméstica, que se llaman amigas íntimas; y creyendo que los derechos conyugales son tan sagrados y valederos en mar como en tierra, se lanzó la pobre abandonada en persecución de su esposo, a bordo de una lancha.

«Cuando lo alcanzó, procuró en una breve, pero intraducible alocución, hacer triunfar sus derechos de una manera tan enérgica, que juzgó prudentemente el marido retroceder dos pasos. El resultado de esto fue que su huesosa mano, en vez de encontrar las orejas de su esposo, encontró el agua, y como esta superficie cedió con más facilidad que el otro, la pobre mujer no encontró sino en el fondo de la mar la resistencia que buscaba.

»En este crítico momento fue cuando mi buena o mala estrella hizo que me la encontrara y me proporcionó el placer de devolver a la tierra un matrimonio tan fiel como feliz.

«Fácilmente me represento las bendiciones que su marido debió echarme al encontrar, de vuelta de su viaje, a su cara esposa, salvada por mí.

»Por lo demás, por mala que fuera mi jugada para con el pobre hombre, mi corazón queda del todo inocente: yo obré por pura caridad, sin sospechar siquiera las malas consecuencias que mi buena acción debía arrastrar.»

Aquí solía acabarse la narración de mi padre, narración que me ha recordado la famosa honda de que os he hablado, y que después de haber sido conservada tanto tiempo en mi familia y haberle prestado tan señalados servicios, echó el resto en lo del caballo marino. Pudo también servirme para enviar, como he referido, una bomba al campo de los españoles, salvando a dos amigos míos, ya casi ahorcados.

Pero ésta fue su última hazaña, pues se fue en gran parte con la misma bomba, y el pedazo que me quedó en la mano se conserva hoy en los archivos de nuestra familia al lado de gran número de preciosas antigüedades.

Poco tiempo después, salí de Gibraltar y volví a Inglaterra, donde corrí una de las más singulares aventuras de mi vida.

Había ido a Wapping a vigilar el embarque de varios objetos que enviaba a muchos amigos míos de Hamburgo. Terminada la operación, volví en el Tower Warf. Era mediodía y estaba yo muy fatigado, y para sustraerme al ardor del sol imaginé meterme en uno de los cañones de la torre, a fin de tomar algún reposo, y apenas acostado me dormí profundamente.

Ahora bien, era precisamente el día primero de junio, cumpleaños del rey Jorge III, y a la una en punto todos los cañones debían hacer salvas para solemnizar la fiesta real. Se habían cargado por la mañana, y como nadie podía sospechar mi presencia en un cañón, fui lanzado por encima de las casas a la otra parte del río y caí en el corral de una alquería entre Benmondsey y Deptford. Pero fui a caer de cabeza en un montón de heno, donde quedé sin despertarme, lo que se explica por el aturdimiento del trayecto y de la caída.

Cerca de tres meses después hubo de subir el precio del heno tan considerablemente, que el propietario creyó ventajoso vender su provisión de paja. El montón en que yo me hallaba era el mayor de todos, y representaba quinientos quintales, cuando menos. Por él, pues, se comenzó. El ruido de los hombres que arrimaron sus escalas para subir a la cima, me despertó por fin; y todavía sumergido en un semisueño, y sin saber dónde estaba, quise huir y fui precisamente a caer sobre el mismo propietario.

En esta caída no me hice el más ligero rasguño; pero el infeliz propietario no pudo decir otro tanto, pues quedó desnucado en el acto bajo el peso de mi cuerpo.

Para tranquilidad de mi conciencia, supe después que el tal propietario era un infame judío, que acumulaba sus frutos y cereales en su granero hasta el momento en que la carestía le permitía venderlo con un lucro exorbitante; de modo que su muerte no fue sino un justo castigo de sus crímenes y un servicio prestado al bien público.

Pero ¿cuál no fue mi asombro, cuando al volver enteramente en mi acuerdo, procuré enlazar mis ideas presentes con las que me ocupaban al dormirme tres meses antes? ¿Cuál no fue la sorpresa de mis amigos de Londres al verme reaparecer, después de las infructuosas pesquisas que habían hecho para encontrarme? Fácilmente podéis imaginarlo.

Ahora, señores, bebamos un trago y luego os contaré un par de aventuras más.

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