El barón de Münchhausen: realidad y ficción.
A veces, conviene recordar que en este mundo nuestro, que a menudo quisiéramos más ordenado y apenas si conseguimos que sea más ordinario, el hombre continúa siendo la medida de todas las cosas por más que, de unos milenios a esta parte, se emperré miserablemente en ser tan sólo la medida de todas las cosas pequeñas.
Precisamente, para recordar que no hay que confundir la medida con la medianía, que el sentido común acostumbra ser el más vulgar de los sentidos o, simplemente, que la imaginación no es la loca de la casa, sino la cuerda con la que interpretamos una realidad a menudo tan sorda como sórdida, bien podría servirnos el topar de entendederas con estas Aventuras del barón de Münchhausen, obra que cuenta, entre sus muchas virtudes, la de hallarse carente de «pequeñeces» y, por tanto, de esa deformidad del espíritu que suele engendrarse en el prolongado contacto con ellas: la mezquindad.
Por lo demás, LAS AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN suele ser el título bajo el que se presentan algunas de las narraciones de los notables hechos de guerra y caza que dieron en acontecerle a tan ilustre barón, así como algunos otros sucesos y pormenores de los que fue testigo fidedigno a lo largo de sus numerosos y arriesgados viajes.
Conviene apresurarse a decir que el barón fue un «personaje» que existió realmente (o, por lo menos, todo lo realmente que pueden existir los hombres), y que estas narraciones escritas debieron de basarse (aunque remotamente) en aquellas otras que el barón Karl Friedrich Hyeronimus von Münchhausen relatara a sus amigos y allegados, en circunstancias similares a las que se describen en la obra que aquí se publica, es decir, en tertulia a la luz del hogar y en el calor de un buen vino.
El barón descendía de una de las más antiguas familias de la nobleza de la Baja Sajonia, cuyo fundador, Heino, recibió en 1212 el feudo de la casa Sparenberg de manos de Federico II. Sus hijos fundaron, a su vez, las dos líneas familiares denominadas «blanca» y «negra». A la primera de ellas pertenecía nuestro barón de Münchhausen. Nacido en Bodenwerder (Hannover) el 11 de mayo de 1720, mandó como coronel un regimiento de húsares rojos durante la guerra de Rusia contra Turquía (1740-41), y sirvió a las órdenes del conde Burkhard Christoph von Münnich, mariscal de campo del zar Iván.
Al terminar la campaña y tras algunos viajes y un matrimonio poco afortunado, el barón de Münchhausen acabó por establecerse de nuevo en Hannover, donde moriría el 22 de febrero de 1797.
Como es de suponer, poco o nada de las narraciones escritas que han utilizado su nombre se debe a la iniciativa del barón, quien, tanto por afición como por linaje, debió de ser poco amigo de frecuentar más que lo inevitable a la mendaz ralea de los escribanos. Prueba de ello es que, al conocer que algunas de sus historias andaban en coplas y envueltas en legajos, pusiese punto final a sus habituales tertulias.
Las primeras versiones. Rudolf Erich Raspe.
Sin embargo, el vulgo acusó buen recibo de la oportunidad que se le ofrecía de hacer burla y chacota a expensas de un hombre ilustre y, a base de arrastrarlas de boca en boca y de morro a hocico, acabó por transformar las inocentes y un poco exageradas historias del barón en una mofa de la nobleza para regodeo del populacho; finalmente, algún espíritu codicioso acabó por intuir la ganancia de algunas monedas con tal de poner por escrito, y con cierto tino, lo que parecían «historias tan populares». Así, en 1785, se publicó en Oxford, y de forma anónima, un libro que, bajo el título de Baron Münchhausen´s narrative of his maravellous Travels and Campaigns in Russia (Historia de los maravillosos viajes y de las campañas de Rusia del barón de Münchhausen), recogía ya algunas de las historias atribuidas al barón. Poco más tarde se supo que el autor de esta edición era un tal Rudolf Erich Raspe, un anticuario y mineralogista alemán de vida un tanto escabrosa y chalanera. De él se sabe que nació en Hannover en 1737 y que murió -se ignora si cristianamente- en Mucross (Irlanda), en 1794. Había estudiado en las universidades de Gotinga y Leipzig y desempeñado (aunque tenía más afición a empeñar) el cargo de escribiente en la biblioteca de Gotinga y el de secretario en la de Hannover (1764), ambas fundadas por otro Münchhausen, el barón Gerlach Adolf (Berlín, 1688-1770), primer ministro de Hannover (1765) y creador de la Sociedad Científica de Gotinga. Posteriormente, pasó a ser profesor y bibliotecario de la universidad de Basilea, un puesto bien remunerado que tuvo que abandonar a causa de ciertas «indelicadezas profesionales» como cuidador del museo de numismática del landgrave de Hessen-Kassel (se le acusó de defraudación y estafa) y en vista de una situación tan poco favorable, optó por emigrar, un tanto apresuradamente, a Inglaterra.
Por aquel entonces, Raspe había publicado ya su Specimen historiae naturalis globi terraquei, praecipue de novis e mari nati insulis (Basilea, 1763) y algunas otras cosillas que, si bien no le proporcionaron el dinero suficiente para ir trampeando sus infinitas deudas, le dieron, por lo menos, una cierta fama como vulcanólogo y como conocedor de la poesía ossiánica. Gracias a ello, pudo ir sacando adelante algunos trabajos científicos (An account of some german volcanoes and their productions, Londres, 1776; Essay of oilpainting, Londres, 1781; A descriptive catalogue of a general collection of ancient and modern engraved men, cameos as well as intaglios, Londres, 1791) y preparar una edición de las obras completas de Leibniz que nunca llegó a completarse; todo ello habría de facilitarle el ingreso (se desconoce si por méritos propios) en la Royal Society, de la que también acabaron por expulsarle al tener noticias de su «accidentada vida académica» en Alemania. Con todo, su edición inglesa de las aventuras del barón conoció mejor fortuna, y en muy poco tiempo -a pesar de su humor un tanto grosero, o tal vez gracias a él- se publicaron numerosas reediciones, cada una de ellas con menor parecido a la anterior.
Hoy día, es más que discutible que la paternidad del Münchhausen pertenezca a Raspe (lo que se creía firmemente desde 1824), ya que hacia 1781, cuatro años antes de la edición inglesa, un tal August Mylius había publicado en Alemania un Vade Mecum für lustige Leute, que ya incluía historias atribuidas al barón (aunque precavidamente, ya que el verdadero Münchhausen seguía vivo y demasiado cerca). El mérito de Raspe consistió en traducir al inglés estas historias, añadir algún refrito de otras fuentes y dorar el conjunto al gusto de un paladar sajón (a ello se debe la simpatía que el barón demuestra hacia los británicos durante el episodio de la defensa de Gibraltar).
El resultado nos presentaba a un barón de Münchhausen fanfarrón, borrachín y bullanguero, que se entretenía tomando el pelo al prójimo, a base de andar de bufonada en bufonada, esto es, las andanzas de un rufián de noble cuna.
La versión definitiva: Gottfried August Bürger.
De tal guisa, y apenas un año después de la primera edición de Raspe, Münchhausen vuelve a Alemania en olor de multitudes y se encarga su traducción del inglés a Gottfried August Bürger, quien utilizó para ello nada menos que la quinta edición inglesa. Bürger, que llevaba una existencia miserablemente poética, aceptó el encargo como antes había aceptado traducir a Homero y a Shakespeare: únicamente por dinero.
Sin embargo, no por ello chapuceó aún más el libro de Raspe, sino que, por el contrario, consiguió mejorarlo sensiblemente: refundió el texto, añadió algunas nuevas historias (sin duda, las mejores: el viaje de ida y vuelta a lomos de un par de balas de cañón, el autosalvamento mediante estirón de coleta, el ciervo de San Humberto, el brazo «incontrolado», etcétera), rescribió el conjunto con un estilo lleno de gracia, vitalidad y empuje, dotó al personaje del barón de un nuevo carácter y creó, sin más, un nuevo género intermedio entre la sátira («la mordedura de un perro disimulada por una sonrisa») y la narración «fantástica».
Como consecuencia de todo ello apareció en 1786, y de una forma anónima, su Wunderbare Reisen zu Wasser und zu Lande, Feldzüge und lustige Abenteuer des Freiherrn von Münchhausen (J. Ch. Dietrich, Gotinga, 1786, falso pie de imprenta: London), que habría de ser la versión definitiva de LAS AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN.
Bürger no sólo fue un excelente «traductor», sino también uno de los grandes nombres de la lírica alemana y, quizás, el más genuino representante de aquel curioso movimiento que dio en llamarse Sturm und Drang.
Bürger había nacido el 31 de diciembre de 1747 en Molmerswende (Harz) en el seno de una familia de predicadores evangélicos. Su abuelo, hombre deseoso de perpetuar la larga tradición familiar en el laboreo del ganado espiritual, le forzó a estudiar teología en la universidad de Halle.
Sin embargo, las «inclinaciones» del joven Bürger eran muy otras (acostumbraba ir «elegantemente inclinado» de mesón en mesón en compañía de escribanos, poetas y otras gentes de mal vivir), y frecuentemente descuidaba a causa de ellas sus estudios. No obstante, tras algunos años «perdidos» perpetrando baladas, sonetos y otras zarandajas, acabó su carrera y, en 1772, por recomendación de su amigo Boie, consiguió una plaza de «encargado» en la bailía de Altengleichen, cerca de Gotinga.
Precisamente, en aquella misma ciudad y aquel mismo año, un grupo de jóvenes estudiantes y poetas que querían pegarle fuego al tribunal de la razón se reunió bajo unas encinas sagradas y, maldiciendo a Wieland, decidieron constituir el Göttinger Hain. Entre esos jóvenes estaba Bürger, y con él, Boie, el conde Stolberg, Miller, Voss, Hölty y Claudius.
Conviene aquí que reparemos, aunque sea muy superficialmente, en lo que ellos representan, ya que nuestro «barón de Münchhausen» no será ajeno al espíritu de este joven Bürger, como tampoco él lo fue al espíritu de su tiempo; un tiempo de «tempestad y empuje».
Una «tempestad» que había comenzado tiempo atrás, cuando la ilustración, con su corrosivo escepticismo, liberó un sinfín de fuerzas que acabarían por reaccionar contra ella superándola. En Alemania, esa reacción se llamó Sturm und Drang.
El título del drama de Klinger sirvió para dar nombre a una corriente profundamente irracionalista y emotiva, dedicada a buscar signos en la Naturaleza y a unificar ésta con la Historia y con la Cultura, aferrándose a las raíces populares germánicas frente a un racionalismo ilustrado eminentemente francés. Será este empuje irracional el que sustituirá el imperativo categórico por la categoría del imperio, el ingenio por el genio, la mesura por el caos originario, la moral por la pasión, y el formalismo ilustrado por la pura libertad creadora.
La vida, puesta ahora en el lugar de la razón (Hamann la llamará «la puta razón») como valor supremo, rechaza las reglas que, aun siendo legítimas racionalmente, fijan un límite al libre desarrollo del individuo.
El genio será ese individuo por «excelencia» capaz de saltarse las reglas impuestas por una sociedad de mediocres, pero también ese ser que a través de la experiencia de su libertad creadora es capaz de expresar, en su voz particular, el sentido del todo y el sentir de todos (que se identifica ahora con el sentir popular).
La comunión de Bürger con estos principios del Sturm und Drang, formulados en su mayor parte por Hamann, Herder y Goethe, será la causa de que, entre la aparente intranscendencia de LAS AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN, habite una decidida voluntad de atropellar a la razón ordinaria, una reacción de la fantasía frente a una realidad inhabitable, abstrusa y gris, un cierto anticlericalismo y, en fin, esa genialidad del «barón» para crear con la magia, de sus narraciones un mundo que es tan de verdad como ese otro mundo que hay quien imagina real.
El Münchhausen «traducido» por Bürger representa respecto a la Ilustración algo parecido a lo que el Schelmuffsky de Reuter (1696) significó respecto al Barroco: un intento de dinamitar, mediante la sátira, la exageración y la mentira de guante blanco, la más peligrosa de las mentiras: la verdad envenenada (que suele coincidir con la verdad más comúnmente aceptada por cada época).
Contra esa «verdad» se revela la naturalidad con que el barón de Münchhausen se sube a lomos de una bala de cañón o trepa hasta la Luna por el tallo de un guisante turco; contra quienes la sostienen -caciques, pedantes, conserjes, mediocres, clérigos de vida disipada o filósofos ilustradamente restreñidos- el barón dirigirá todas sus sátiras, sus socarronería y alguna que otra blasfemia.
El barón de Münchhausen era, sin duda, un personaje extraordinario que podía permitirse el lujo de embarcarse en semejantes empresas y salir airoso de ellas; Bürger, sin embargo, era tan sólo un hombre, y a los hombres que se atreven aunque sea a imaginar tales cosas se les considera como «rebeldes» y se les condena de por vida a engrosar las filas de las gentes de mal vivir y peor morir.
Quizá sea ésa la razón por la que, tras aquellos años de Gotinga que tan decisivos habrían de ser en su obra literaria, la vida de Bürger comenzó a parecerse a un folletín prerromántico en el que le vino a tocar el papelón de «víctima» y el de Heautontimorúmenos. El primer acto de ese folletín fue, sin duda, su matrimonio en 1774 con Dorette Leonhardt, hija del magistrado rural de Niedeck. Nombrado él mismo magistrado, se trasladó a Wölmershausen, un poblacho miserable que caía dentro de su jurisdicción. Unos años más tarde, en 1777, su cuñada Augusta (la «Molly» de sus Molly Lieder) fue a pasar una temporadita a casa de su hermana mayor y acabó por quedarse allí algo así como cuatro años. Esto dio lugar a una curiosa situación familiar (provocada, en parte, por las desordenadas pasiones de Bürger hacia su cuñada y, en parte, por la ñoñez de su esposa) que, añadiéndose a las estrecheces y miserias propias del cargo de magistrado, sumió a Bürger en tal desarreglo de costumbres, que fue sometido a investigación por sus superiores, quienes, ya en alguna ocasión, le habían señalado como absolutamente incompetente.
La investigación no descubrió en Bürger más culpa que su ineficacia, y acabaron por declararle absolutamente «inocente»; sin embargo, este suceso le decidió a abandonar una profesión por la que nunca había sentido la más mínima afición y que, probablemente, dada la estima que despertaba en sus colegas, le hubiera llevado a dar con sus huesos en la cárcel. Así, tras la muerte por fiebres puerperales de su primera esposa en 1784, se trasladó de nuevo a Gotinga, donde se casó con su cuñada y comenzó a dar clases particulares. La vida absolutamente miserable que arrastró por aquel entonces hizo que su segunda esposa muriera de tuberculosis a los pocos meses de casarse (enero de 1786), lo que sumió a Bürger en un profundo dolor, que expresaría más tarde en sus Molly Lieder.
Su amigo Boie consiguió entonces que se le encomendase la dirección del Göttinger Musenalmanach y, aunque el sueldo era parco, sirvió por lo menos para que Bürger pudiera ordenar un tanto su vida y para que comenzase de nuevo a escribir. Fue en aquellos años cuando comenzó a traducir El barón de Münchhausen de Raspe, Macbeth y la Ilíada en yambos, y también cuando, decidido a sentar cabeza, no se le ocurrió mejor idea que casarse de nuevo, esta vez con una suerte de pendón con ínfulas literarias que se llamaba Elisa Hahn (1769-1833). La relación entre ambos había comenzado cuando la citada individua le ofreció a Bürger su mano por correspondencia y en verso. Éste se tomó inicialmente el asunto a chufla y respondió a la carta también en verso (1789), lo que dio lugar a una larga correspondencia que le decidiría un año más tarde a ir a Stuttgart a conocer a Elisa Hahn y, por último, a casarse con ella en 1790.
La nueva señora Bürger resultó ser un mal bicho lleno de vanidad, de moral más que dudosa y de una infidelidad probada que la llevaría a fugarse cuando apenas hacía dos años de su boda.
El desdichado asunto de Elisa Hahn acabaría en divorcio y dejaría a Bürger arruinado, moralmente hundido y enfermo de tuberculosis.
A sus infortunios domésticos se añadiría una despiadada recensión de sus poemas, escrita por Schiller de forma cobardemente anónima. Schiller criticaba, en la obra poética de Bürger, «la falta del concepto ideal del amor y de la belleza». Era, sin duda, una crítica injusta y oportunista, que aprovechó la figura y la obra de Bürger para lavarse de lo que el entonces idealista Schiller consideraba sus errores de juventud. Esta recensión privaría a Bürger de buena parte del prestigio que había merecido a sus contemporáneos.
Sin embargo, ese sentimiento individual de una naturaleza atormentada que recorre todos sus poemas, la decidida incorporación de elementos populares, la creación de ambientes casi siniestros e inquietantes y su repulsa ante el racionalismo de la Ilustración, hicieron de su obra uno de los antecedentes esenciales del Romanticismo alemán. Sus baladas, entre las que cabría destacar «Lenore», «Der Wilde Jäger» o «Das Lied von braven Mann», habrían de darle un evidente lugar de honor dentro de la historia de las letras alemanas. Pero la historia, ya se sabe, suele escribirse en pretérito imperfecto.
En 1797, la universidad de Gotinga otorgó a Bürger el título de doctor en filosofía y, en pago de su extraordinaria aportación a la cultura alemana, se le nombró nada menos que profesor extraordinario, esto es, sin sueldo.
Ese mismo año moriría en Gotinga, agobiado por la miseria y consumido por la tuberculosis; allí se le erigiría en 1885 un solemne monumento. Las palabras que Herder dejara dichas debieron de caer en el olvido, ya que, como ellas nos lo recuerdan, «la vida de Bürger está en sus poesías; éstas nacen como flores sobre su tumba; él, a quien mientras vivió le negaron el pan, no necesita de un monumento de piedra». Y menos de este prólogo. Aquí será suficiente con que el haber enumerado algunas cuentas de ese rosario de desventuras que fue la vida de Bürger ayude a comprender que, si toda rebeldía tiene su antecedente en una humillación, la alegre rebeldía del barón de Münchhausen surge, precisamente, de la humillada vida de Bürger y que sólo él, con su carácter atormentado y triste, podía dar al barón su «personalidad» desenfadada y serena aun ante los peligros y en medio de las borracheras.
Posibles fuentes, influencias y ediciones
Andar a la busca de las posibles fuentes de LAS AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN es bastante más complicado que buscar las fuentes del Nilo. Quizás algunas de las fuentes que más caudal aportan a estas aventuras sean, entre otras muchas, La historia verdadera, de Luciano de Samosata; la ya antes mencionada del Schelmuffsky, de Ch. Reuter; Los viajes de Gulliver, de Swift; Las mil y una noches y hasta la mismísima Biblia.
Por lo que a las versiones e influencias se refiere, éstas son aún más numerosas; entre las primeras cabría destacar las versiones de Ludwig von Alvensleven (seudónimo de Gustav Sellen), ambientadas en el pueblo natal del barón y llenas de crítica social, y la de Karl Leberecht Immermann (cuatro volúmenes bajo el título genérico de Münchhausen y que incluye una conocida narración campesina titulada Der Oberhof, Dusseldorf, 1838-39); entre las influencias se podrían mencionar, sólo por citar un par de ellas, las que ejerció sobre el Cyrano de Bergerac, de Rostand, o sobre El Supermacho, de Alfred Jarry.
Las numerosísimas ediciones del Münchhausen han conocido, a lo largo de su dilatada historia, una fortuna irregular cuando no escasa, ya que, a menudo, la obra original fue sometida a ciertos criterios editoriales y literarios tan curiosos como absurdos y lamentables por sus consecuencias.
En general, el hecho de que LAS AVENTURAS DEL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN fuesen habitualmente consideradas como una obra para niños permitió que se cometiesen todo tipo de tropelías y desmanes con la obra original, como si tan impropia clasificación otorgase patente de corso.
En las ediciones castellanas, esto ha sido, por desgracia, lo más frecuente y la mayoría de ellas no merecen sino el silencio más absoluto. Hay, sin embargo, dos excepciones. La primera de ellas la excelente traducción de Miguel Sáenz para Alianza Editorial (Madrid, 1982), que está acompañada por los grabados de Gustave Doré para la edición francesa de Théophile Gautier de 1853. La segunda es la traducción (que aquí se presenta, adaptada a las normas actuales de ortografía, hecha por Cecilio Navarro y publicada por la Imprenta de Luis Tasso y Serra, Barcelona 1883), acompañada por el prólogo de Téophile Gautier a su traducción francesa de 1853. Se trata de una traducción que, a nuestro juicio, conjuga una absoluta fidelidad al texto y espíritu del original con un castellano levemente anacrónico que aporta al lector actual una voz similar a la que pudo ser la propia del barón. Una voz llena de vida y naturalidad que hace del texto que aquí presentamos un libro amable para aquellos que amen los libros que hablan como hombres y odien a los hombres que hablan como libros.