ONCE

Esa noche cenamos en un restaurante muy especial de Chicago, un sitio cuya particularidad es que sirve platos casi imposibles de obtener en otros sitios: bistec de búfalo, filete de oso, alce, reno y aves como el faisán, la perdiz o la codorniz. Vornan había oído hablar de él y quería probar sus misteriosas delicias. Era la primera vez que acudíamos a un restaurante público con él, algo que nos inquietaba; ya estaba empezando a desarrollarse una ominosa tendencia por la que multitudes incontrolables se congregaban a su alrededor en todas partes, y temíamos lo que podía suceder en un restaurante. Kralick le había pedido a la dirección del restaurante que sirviera sus especialidades en nuestro hotel y el restaurante estaba dispuesto a ello… a cambio de un buen precio. Pero Vornan no lo aceptó. Deseaba cenar fuera, y eso hicimos.

Nuestra escolta del Gobierno tomó precauciones. Estaban aprendiendo rápidamente a vérselas con el impredecible comportamiento de Vornan. Resultó que el restaurante tenía tanto una entrada lateral como un salón privado en el piso de arriba, así que nos fue posible introducir a nuestro invitado en ese lugar, y esquivar a los clientes habituales sin problemas. Vornan pareció disgustado al encontrarse en una habitación aislada, pero fingimos que en nuestra sociedad el colmo del lujo era comer alejados de las turbas comunes, y Vornan acabó aceptando la historia.

Algunos de nosotros no conocíamos la naturaleza del restaurante. Heyman puso el pulgar sobre el cubo del menú, lo contempló durante un largo instante y lanzó un ronco siseo teutónico. Los platos ofrecidos le produjeron un auténtico hervor de rabia.

—¡Búfalo! —exclamó—. ¡Alce! ¡Son animales muy escasos! ¿Vamos a comernos valiosos especímenes científicos? ¡Señor Kralick, protesto! ¡Esto es una ofensa!

Kralick había aguantado muchas cosas durante este viaje, y la tozudez de Heyman había sido para él una molestia casi tan considerable como la exuberancia de Vornan.

—Le pido disculpas, profesor Heyman —dijo—. Cuanto figura en el menú ha sido aprobado por el Departamento del Interior. Ya sabe que incluso los rebaños de animales raros necesitan que su número se controle ocasionalmente por el bien de la especie. Y…

—Podrían ser enviados a otras reservas de conservación —gruñó Heyman—. ¡No ser sacrificados por su carne! Dios mío, ¿qué dirá la historia de nosotros? Nosotros, que vivimos en el último siglo durante el que pueden hallarse animales salvajes sobre la superficie de la Tierra, matando y comiendo a los inapreciables y escasos supervivientes de una época en la que…

—¿Quieres el veredicto de la historia? —le preguntó Kolff—. ¡Ahí está sentada la historia, Heyman! ¡Pídele su opinión! —y agitó una gruesa mano hacia Vornan-19, en cuya autenticidad no creía, y se rió hasta hacer que la mesa se estremeciese.

—Encuentro totalmente delicioso que se coman esos animales —dijo Vornan con voz serena—. Espero mi ocasión de compartir ese mismo placer.

—¡Pero no está bien! —farfulló Heyman—. Esas criaturas… ¿existe alguna de ellas en su tiempo? ¿O han desaparecido todas… todas devoradas?


—No estoy seguro. Los nombres no me resultan familiares. Por ejemplo, este búfalo: ¿qué es?

—Un gran mamífero bovino cubierto de un hirsuto vello marrón —dijo Aster Mikkelsen—. Emparentado con la vaca. Anteriormente se le encontraba en manadas de muchos miles en las praderas del oeste.

—Extinguido —dijo Vornan—. Tenemos algunas vacas, pero no parientes de las vacas. ¿Y el alce?

—Un animal de grandes cuernos de los bosques del norte. Lo que hay en la pared es una cabeza de alce, esa que tiene las grandes astas y el hocico alargado y colgando —dijo Aster.

—Totalmente extinguido. ¿Oso? ¿Perdiz? ¿Codorniz?

Aster describió a cada uno de los animales. Vornan replicó alegremente que en su era no se conocía a ninguno de ellos. El rostro de Heyman se fue cubriendo de manchones purpúreos. No había sabido que profesara creencias conservacionistas. Nos soltó un largo y pesado sermón sobre la extinción de la vida salvaje como símbolo de una civilización decadente, indicando que no son los bárbaros quienes eliminan a las especies, sino más bien la gente educada e instruida, que busca las diversiones de la caza y de la mesa, y que lleva las avanzadas de la civilización a los terrenos de cría y apareamiento de criaturas extrañas y casi desconocidas. Habló con pasión, y en sus palabras había incluso cierta sabiduría; era la primera vez que oía a este desagradable historiador diciendo algo que tuviera el más mínimo valor para una persona inteligente. Vornan le observó con un agudo interés mientras hablaba. Gradualmente una expresión de placer se fue difundiendo por el rostro de nuestro visitante, y yo creí saber el porqué: Heyman estaba argumentando que la extinción de las especies llega con el extenderse de la civilización, y Vornan, que en su fuero interno nos tenía por poco menos que salvajes, indudablemente pensaba que tal línea de razonamiento era extremadamente divertida.

Cuando Heyman hubo terminado, nos miramos unos a otros y examinamos nuestros cubos del menú algo avergonzados, pero Vornan rompió el hechizo.

—Seguramente —dijo— no me negará el placer que existe en cooperar a la gran extinción que ha hecho a mi propio tiempo tan vacío de vida salvaje, ¿verdad? Después de todo, los animales que vamos a comer esta noche ya están muertos, ¿no? Deje que me lleve a mi era la sensación de haber cenado búfalo, perdiz y alce, por favor.

Por supuesto, no se podía ni pensar en cenar esa noche en alguna otra parte. Comeríamos aquí sintiéndonos culpables, o comeríamos aquí sin culpabilidad. Como había observado Kralick, el restaurante usaba solamente carne con licencia obtenida a través de los canales del Gobierno, y por lo tanto no estaba causando directamente la desaparición de ninguna especie en peligro. La carne que servía procedía de animales ya escasos y los precios lo demostraban, pero resultaba inútil culpar a un sitio como éste de las penalidades que sufría la vida salvaje del siglo XX. Con todo, Heyman tenía razón en un punto: los animales estaban desapareciendo. En algún sitio había visto una predicción de que en otro siglo más no quedaría ni un solo animal salvaje, salvo aquellos que se hallaran en reservas protegidas. Si podíamos creer en Vornan como un auténtico embajador de la posteridad, esa predicción había llegado a cumplirse.

Fuimos pidiendo. Heyman escogió pollo asado; los demás probamos las rarezas del menú. Vornan pidió algo así como un surtido de especialidades de la casa y lo consiguió: un filete miniatura de búfalo, una tira de bistec de alce, pechuga de faisán y uno o dos platos más, escogidos entre lo poco corriente.

—¿Qué animales tienen en su… ah, en su era? —dijo Kolff.

—Perros. Gatos. Vacas. Ratones… —Vornan vaciló—. Y algunos más.

—¿Nada salvo animales domésticos? —preguntó Heyman, atónito.

—No —dijo Vornan, y se llevó una jugosa tajada de carne a la boca. Sonrió complacido—. ¡Delicioso! ¡Qué pérdida hemos sufrido!

—¿Ve? —exclamó Heyman—. Con sólo que la gente hubiera…

—Por supuesto —dijo Vornan con dulzura—, tenemos muchos alimentos interesantes. Debo admitir que hay un cierto placer en ponerse en la boca un pedazo de carne de una criatura viviente, pero es un placer que sólo muy pocos serían capaces de disfrutar. La mayor parte de mi gente es bastante melindrosa. Hace falta un estómago fuerte para ser viajero del tiempo.

—¿Porque somos unos bárbaros sucios, depravados y horribles? —preguntó Heyman levantando la voz—. ¿Ésa es su opinión de nosotros?

Sin dejarse impresionar en lo más mínimo, Vornan replicó:

—Su forma de vida es muy diferente a la mía. Obviamente. De lo contrario, ¿por qué me habría tomado la molestia de venir hasta aquí?

—Con todo, una forma de vida no es superior o inferior a otra de por sí —dijo Helen McIlwain con una luz apasionada en los ojos, alzando la mirada de una enorme tajada que recuerdo era bistec de reno—. La vida puede ser más cómoda en una era que en otra, puede ser más sana o puede ser más tranquila, pero no podemos utilizar los términos superior o inferior. Desde el punto de vista del relativismo cultural…

—¿Sabe que en mi tiempo no se conoce lo que es un restaurante? —dijo Vornan—. Comer alimentos en público, entre desconocidos… nos parece poco elegante. En la Centralidad, entiéndame, se entra bastante a menudo en contacto con extranjeros. Esto no es cierto en las regiones periféricas. Nunca hay que mostrarse hostil con un desconocido, pero nadie comería en presencia suya, a no ser que se tengan planes de establecer una intimidad sexual. Nuestra costumbre es reservar el comer tan sólo para quienes son compañeros íntimos. —Lanzó una risita—. Mi deseo de visitar un restaurante es algo que resulta bastante perverso por mi parte. Deben comprender que les considero a todos como mis compañeros íntimos… —su mano hizo un gesto abarcando toda la mesa, como si estuviera dispuesto a irse a la cama incluso con Lloyd Kolff si estuviera disponible—. Pero tengo la esperanza de que me concederán el placer de cenar en público uno de estos días. Quizá intentaban no herir mi sensibilidad disponiendo que comiéramos en este salón privado. Pero les pido que me permitan gozar un poco de mi desvergonzado deseo la próxima vez.

—Maravilloso —dijo Helen McIlwain, hablando más que nada consigo misma—. ¡Un tabú sobre comer en público! Vornan, si nos dejara saber algo más acerca de su era… ¡Tenemos tantos deseos de conocer lo que pueda contarnos, lo que sea!

—Sí —dijo Heyman—. Por ejemplo, ese período conocido como el Tiempo del Barrido…

—…alguna información sobre la investigación biológica de…

—…problemas de terapia mental. Las psicosis principales, por ejemplo, son de gran importancia para…

—…una oportunidad de hablar sobre la evolución lingüística dentro de…

—…el fenómeno de la inversión temporal. Y también algo de información sobre los sistemas de energía que… —Era mi propia voz, introduciendo su hebra en la espesa textura de nuestra conversación. Naturalmente, Vornan no contestó a ninguno de nosotros, dado que todos hablábamos a la vez. Cuando nos dimos cuenta de lo que estábamos haciendo caímos en un embarazoso silencio, dejando torpemente que los fragmentos de palabras fueran cayendo por el abismo de nuestra incomodidad, para hacerse pedazos en la sima del habernos puesto conscientemente en ridículo. Por un segundo, ahí mismo, nuestras frustraciones habían salido a la luz. En nuestros días y noches de alegre tiovivo con Vornan-19, éste se había mostrado irritantemente elíptico sobre la era de la cual decía venir, dejando caer aquí una pista, allí un atisbo, sin dar nunca nada que se aproximara a una explicación real sobre la forma de esa sociedad del futuro de la cual proclamaba ser un emisario. Cada uno de nosotros estaba lleno a rebosar de preguntas sin respuesta.

No fueron contestadas esa noche. Cenamos las delicadezas de una era que se esfumaba -pechuga de fénix y entrecôte de unicornio-, y escuchamos atentamente a Vornan, más inclinado a la conversación que de costumbre, mientras éste dejaba caer de vez en cuando fragmentos de datos sobre las costumbres alimenticias del siglo treinta. Cualquier cosa que pudiéramos descubrir bastaba para que nos sintiéramos agradecidos. Incluso Heyman acabó tan absorbido por la situación que dejó de llorar el destino de las rarezas que habían agraciado nuestros platos.

Cuando llegó el momento de abandonar el restaurante, nos encontramos metidos en una crisis desgraciadamente familiar. Se había corrido la voz de que el famoso hombre del futuro estaba ahí, y ya se había congregado toda una multitud. Kralick se vio obligado a ordenar que guardias armados con látigos neurales despejaran un camino a través del restaurante, y durante cierto tiempo dio la impresión de que haría falta utilizar los látigos. Como mínimo cien comensales abandonaron sus mesas y fueron hacia nosotros cuando bajamos del salón privado. Estaban impacientes por ver, tocar y experimentar a Vornan-19 de cerca. Contemplé sus rostros, abatido y alarmado. Algunos tenían el fruncimiento de ceño de los escépticos, otros la vidriosa lejanía del ocioso buscador de curiosidades; pero en muchos había esa extraña mirada de reverencia que tan a menudo habíamos visto durante la semana pasada. Era más que una mera sorpresa o asombro. Era el reconocimiento de un hambre mesiánica interior. Aquellas personas querían caer de rodillas ante Vornan. No sabían nada de él, salvo lo que habían visto en sus pantallas, y aun así eran atraídas hacia él, y hacia él volvían sus ojos para llenar algún vacío en sus propias vidas.

¿Qué estaba ofreciendo? ¿Encanto, un aspecto agradable, una sonrisa magnética, una voz atractiva? Sí, y el ser extraño y distinto, pues en sus palabras y en sus actos llevaba el sello de la extrañeza. Casi podía sentir ese tirón yo mismo. Había estado demasiado cerca de Vornan para adorarle; había visto su colosal glotonería, su imperiosa autoindulgencia, su gargantuesco apetito por el placer sensual de toda clase, y cuando se ha visto a un mesías anhelando la comida y empalando a legiones de mujeres dispuestas a dejarse empalar, es difícil sentir una auténtica reverencia hacia él. Sin embargo, percibía su poder.

Había tenido que transformar mi propia evaluación de Vornan. Había empezado siendo escéptico, hostil y casi beligerante en cuanto al problema, pero ese estado de ánimo se había ido suavizando hasta que ya casi había dejado de añadir la inevitable coletilla, «si es auténtico», a cuanto pensaba sobre Vornan-19. No era simplemente la prueba de la muestra de sangre la que me había hecho cambiar, sino todos los aspectos de la conducta de Vornan. Ahora me resultaba más difícil creer que pudiera ser un fraude a que realmente hubiera llegado hasta nosotros a través del tiempo y, por supuesto, eso me dejaba en una posición insostenible con respecto a mi propia especialidad científica. Me veía obligado a creer en una conclusión que seguía considerando físicamente imposible: doblepensar, en el sentido orwelliano del término. Que pudiera verme atrapado de esta forma era un tributo al poder de Vornan; y creía comprender algo de lo que deseaban las personas que intentaban acercarse a él, luchando por poner sus manos sobre el visitante mientras pasaba ante ellos.

Logramos salir del restaurante -no sé muy bien cómo- sin ningún incidente desagradable. El clima era tan frío que había muy pocas personas en la calle. Pasamos rápidamente junto a ellas y nos metimos en los coches que nos esperaban. Chóferes de rostro impasible nos llevaron a nuestro hotel. Aquí, como en Nueva York, teníamos una hilera de habitaciones conectadas entre sí y situadas en la parte más inaccesible del edificio. Vornan se excusó nada más llegamos a nuestro piso. Había estado durmiendo con Helen McIlwain durante las últimas noches, pero daba la impresión de que nuestro viaje al burdel le había dejado temporalmente sin interés alguno por las mujeres, lo cual no era demasiado sorprendente. Desapareció en su habitación. Los guardias sellaron inmediatamente la puerta. Kralick, que parecía pálido y agotado, se marchó para enviar su informe de la noche a Washington. Los demás nos congregamos en una de las suites para relajarnos un poco antes de ir a la cama.

Los seis miembros del comité llevábamos ya juntos el tiempo suficiente como para que empezaran a manifestarse varias pautas de conducta. Seguíamos divididos en cuanto al problema de la autenticidad de Vornan, pero no tan agudamente como antes. Kolff, uno de los escépticos originales, seguía estando seguro de que Vornan era un fraude, aunque admiraba la técnica de Vornan como estafador. Heyman, quien también había estado contra Vornan al principio, ahora no estaba tan seguro; iba claramente en contra de su naturaleza el decirlo, pero estaba empezando a vacilar y aproximarse al creer en el visitante, básicamente debido a unos cuantos atisbos fascinantes que Vornan había dejado caer sobre el rumbo de la historia futura. Helen McIlwain seguía aceptando a Vornan como auténtico. Morton Fields, por su parte, estaba empezando a irritarse y se apartaba de su positiva apreciación original del visitante. Creo que estaba celoso de las proezas sexuales de Vornan, y que intentaba vengarse poniendo en duda su legitimidad.

Nuestra Aster, originalmente neutral, había decidido esperar hasta que hubiera más pruebas. Las pruebas habían llegado. Ahora Aster mantenía la opinión de que Vornan venía de otro tramo más alejado de la senda evolutiva humana, y tenía pruebas bioquímicas para satisfacerla en cuanto a eso. Como ya he dicho, también yo había cambiado de postura hacia Vornan, aunque sólo en lo puramente emocional; científicamente, para mí seguía siendo una imposibilidad. Así pues, ahora teníamos a dos auténticos creyentes, dos vacilantes ex escépticos inclinados a creer en la historia de Vornan, un antiguo creyente que iba hacia el polo opuesto y un tozudo apóstata. Desde luego, el movimiento global había ido en beneficio de Vornan. Se estaba ganando a todos.

Hasta el momento, las corrientes emocionales dentro de nuestro grupo eran fuertes y violentas. Sólo estábamos de acuerdo en una cosa: que todos estábamos profundamente hartos de F. Richard Heyman. La sola visión de la áspera barba rojiza del historiador se me había vuelto odiosa. Estábamos cansados de su dogmatismo, su pontificar y su eterna costumbre de tratarnos igual que si fuéramos estudiantes por graduar, y de los no demasiado brillantes. También Morton Fields estaba empezando a no ser muy bien acogido por el grupo. Detrás de su ascética fachada se había revelado como un mero libertino -cosa que realmente no me importaba-, y como un libertino claramente falto de éxito, cosa que sí me parecía molesta. Había querido acostarse con Helen y ella le había rechazado; había querido acostarse con Aster y había fracasado por completo. Dado que Helen practicaba una especie de ninfomanía profesional, funcionando bajo la hipótesis de que una antropóloga tenía el deber de estudiar a toda la humanidad desde tan cerca como le fuera posible, que rechazara a Fields era una bofetada de lo más hiriente. Antes de que lleváramos una semana de gira, Helen se había acostado con todos nosotros por lo menos una vez, con la excepción de Sandy Kralick, quien le tenía demasiado miedo como para pensar en ella en términos sexuales, y con excepción del pobre Fields. No resultaba extraño que su ánimo se estuviera agriando. Supongo que Helen tenía algún desacuerdo académico privado con él, algo anterior a nuestra misión con Vornan, y que eso motivaba la nada sutil castración psicológica que practicaba con él. La siguiente jugada de Fields había sido Aster; pero Aster estaba tan alejada de este mundo como un ángel, y paró sus avances sin perder la sonrisa y sin ni tan siquiera dar la impresión de comprender lo que deseaba de ella. Aunque Aster había tomado esa ducha con Vornan, ninguno de nosotros podía creer que entre ellos hubiera sucedido nada carnal. Teníamos la sensación de que la cristalina inocencia de Aster parecía estar hecha a prueba incluso del irresistible encanto masculino de Vornan.

Así pues, Fields tenía los problemas sexuales de un adolescente con acné y, como pueden imaginarse, esos problemas hacían erupción de muchas formas durante las discusiones sociales ordinarias. Expresaba sus frustraciones erigiendo opacas fachadas de terminología tras las que bufaba, hervía y se entregaba a la rabia. Con ello consiguió la desaprobación de Lloyd Kolff, que con su falstaffiana jovialidad sólo podía ver a Fields como algo que deplorar. Cuando Fields se ponía lo suficientemente pesado, Kolff tendía a dejarle hecho trizas con un alegre rugido que sólo conseguía empeorar las cosas. Yo no tenía ningún problema pendiente con Kolff; él seguía su camino divirtiéndose de una noche a otra y resultaba un ursino y animado compañero en lo que, de lo contrario, podría haber sido una misión todavía más deprimente. También estaba agradecido por la compañía de Helen McIlwain, y no sólo en la cama. Por muy monomaníaca que pudiera mostrarse en el tema del relativismo cultural, era alegre, estaba bien informada, y resultaba enormemente divertida; siempre se podía contar con ella para que desinflara cualquier inmenso debate sobre cómo actuar con unas cuantas palabras bien escogidas sobre la amputación del clítoris entre las mujeres de las tribus norteafricanas, o la escarificación ceremonial en los ritos de pubertad de Nueva Guinea. En cuanto a la impenetrable, inescrutable e incomprensible Aster, me resultaría imposible decir honestamente que me gustase, pero la encontraba un agradable enigma cuasi femenino. Me turbaba un poco el haber visto su desnudez mediante un sensor espía; los enigmas deberían seguir siendo enigmas totales, y ahora que había contemplado la desnudez de Aster tenía la sensación de que su misterio había sido revelado en parte. Parecía deliciosamente casta, una Diana de la bioquímica, mágicamente sostenida para siempre en la edad de dieciséis años. En nuestros frecuentes debates sobre modos y medios de tratar con Vornan, ella rara vez hablaba, pero cuanto tenía por decir era invariablemente razonable y justo.

Nuestro circo ambulante siguió su camino, dejando Chicago para ir hacia el oeste, mientras que enero iba terminando. Vornan era tan infatigable en su faceta de turista como en la de amante. Le llevamos a fábricas, centrales de energía, museos, cruces de autopistas, estaciones de control climático, puestos de observación de transportes, restaurantes de lujo y un montón de sitios más, algunos de ellos a petición oficial, otros por insistencia de Vornan. En casi todas partes logró crearnos una buena cantidad de problemas. Quizá gracias a haber establecido que estaba más allá de la moralidad «medieval», abusó de la hospitalidad de sus anfitriones en toda una variedad de formas delicadamente ofensivas: seduciendo víctimas de todos los sexos disponibles, insultando flagrantemente a las vacas sagradas e indicando sin lugar a error que consideraba el mundo en el cual vivíamos -formidablemente científico y repleto de artefactos- como pintorescamente primitivo. Esta insolencia de pulgar en la nariz me parecía refrescante y divertida; Vornan resultaba al mismo tiempo fascinante y repulsivo. Pero había otras personas, tanto dentro como fuera de nuestro grupo, que no pensaban así. Sin embargo, la misma cualidad ofensiva de su conducta parecía garantizar la autenticidad de lo que afirmaba ser y, sorprendentemente, hubo pocas protestas ante sus travesuras. El invitado del mundo, el vagabundo surgido del tiempo era inmune; y el mundo, aunque atónito e inseguro, le recibía cordialmente.

Hicimos cuanto pudimos para evitar las calamidades. Aprendimos cómo mantener a Vornan lejos de los individuos pomposos y fácilmente vulnerables, que seguramente provocarían alguna diablura por su parte. Le habíamos visto contemplar con burlón asombro el inmenso seno de una matronal mecenas de las artes que nos estaba guiando a través del espléndido museo de Cleveland; miraba el profundo valle que había entre los dos erguidos picos blancos con tan aguda concentración que debimos prever problemas, pero no logramos intervenir a tiempo cuando Vornan alargó de repente un dedo, hundiéndolo alegremente en aquel surco cósmico, y emitió la más leve de su asombroso repertorio de sacudidas eléctricas. Después de aquello mantuvimos lejos de él a las mujeres de media edad dotadas de senos abundantes y vestidas con trajes escotados. Aprendimos a desviarle de otros blancos parecidos en los que pudiera perforarse la vanidad, y si tuvimos un éxito por cada docena de fracasos, ya era suficiente con eso.

Donde no lo hicimos tan bien fue en extraerle información sobre la era de la cual decía venir, o sobre cualquier cosa que hubiera tenido lugar entre entonces y ahora. De vez en cuando nos dejaba obtener alguna brizna de dato, como su vaga mención de un no explicado trastorno político al cual se refería llamándole el Tiempo del Barrido. Habló de visitantes de otras estrellas, y charló un poco sobre la estructura política de la ambigua entidad nacional a la cual llamaba la Centralidad, pero en esencia no nos dijo nada. En sus palabras no había sustancia alguna; lo único que nos daba era un vago perfil general.

Todos tuvimos abundantes oportunidades de interrogarle. Se sometió a nuestras preguntas con un obvio aburrimiento, pero logró esquivar cualquier auténtico interrogatorio. Una tarde hablé con él durante varias horas, en San Luis, intentando sacarle información sobre los temas de interés más inmediato para mí. Sólo obtuve el vacío.

—Vornan, ¿no quieres contarme algo sobre cómo llegaste a nuestro tiempo? ¿Sobre el mecanismo de transporte en sí?

—¿Quieres saber algo sobre mi máquina del tiempo?

—Sí. Sí. Tu máquina del tiempo.

—No es realmente una máquina, Leo. Es decir, no debes pensar en ella como en algo que tiene palancas, diales y ese tipo de cosas.

—¿Quieres describírmela?

Se encogió de hombros.

—No es fácil. Es… bueno, más una abstracción que cualquier otra cosa. No veo gran parte de ella. Entras en una habitación y un campo empieza a operar y… —su voz se fue apagando hasta desvanecerse—. Lo siento. No soy un científico. Realmente, sólo vi la habitación.

—¿Eran otros los que hacían funcionar la máquina?

—Sí, sí, por supuesto. Yo era sólo el pasajero.

—Y la fuerza que te desplaza a través del tiempo…

—Querido Leo, de veras, no puedo ni imaginarme en qué consiste.

—Yo tampoco, Vornan. Ahí está el problema. Todo cuanto sé sobre la física me grita que no puedes hacer retroceder en el tiempo a un hombre vivo.

—Pero yo estoy aquí, Leo. Soy la prueba.

—Suponiendo que hayas viajado realmente por el tiempo.

Pareció alicaído. Su mano cogió la mía; sus dedos eran fríos y extrañamente suaves y lisos.

—Leo —dijo, herido—, ¿estás expresando suspicacia?

—Sencillamente, estoy intentando descubrir cómo funciona tu máquina del tiempo.

—Te lo diría si lo supiera. Créeme, Leo. Personalmente no siento hacia ti otra cosa que no sea el más cálido aprecio, así como por todos los demás individuos llenos de sinceridad, entusiasmo y coraje que he encontrado en vuestra época. Pero, sencillamente, no lo sé. Mira, si te metieras en tu coche y volvieras al año 800 y alguien te pidiera que le explicases cómo funciona ese coche, ¿serías capaz de hacerlo?

—Sería capaz de explicar algunos principios fundamentales. No podría construir un automóvil, Vornan, pero sé qué le hace moverse. Tú ni tan siquiera me estás diciendo eso.

—Es infinitamente más complicado.

—Quizá podría ver la máquina.

—Oh, no —dijo Vornan sin alterarse—. Se encuentra a mil años más arriba de la línea temporal. Me dejó aquí y me volverá a llevar cuando decida marcharme; pero la máquina en sí, que ya te digo no es exactamente una máquina, se quedó ahí.

—¿Cómo darás la señal para que te lleve? —le pregunté.

Fingió no haberme oído. En vez de responder empezó a interrogarme sobre cuáles eran mis responsabilidades en la universidad; el truco que utilizó, enfrentarse a una pregunta incómoda haciendo sus propias preguntas, era de lo más habitual en él. No logré sacarle ni una sola gota de información. Abandoné la sesión con mi escepticismo básico renacido. No podía hablarme de cuál era la mecánica del viaje temporal, porque no había viajado en el tiempo. Q.E.D.: fraude. En el tema de la conversión energética se mostraba igual de evasivo. No pensaba decirme cuándo había empezado a utilizarse, ni cómo funcionaba, ni a quién se atribuía su invención.

Pero de vez en cuando los demás tenían más suerte con Vornan. Quien la tuvo en grado más notable fue Lloyd Kolff, que, probablemente por haber aireado en voz alta sus dudas sobre su autenticidad ante el mismo Vornan, fue obsequiado con una notable conferencia. Kolff no se había molestado en interrogar a Vornan durante las primeras semanas de nuestra gira, posiblemente porque consideraba a Vornan como un artefacto sintético, posiblemente porque era demasiado perezoso como para tomarse tal trabajo. El viejo filólogo había revelado una veta de indolencia asombrosamente vasta; estaba totalmente claro que vivía de los laureles profesionales ganados veinte o treinta años antes y que ahora prefería pasar su tiempo en banquetes, persiguiendo a las mujeres y aceptando el sincero homenaje de los hombres más jóvenes de su disciplina. Había descubierto que el viejo Lloyd no llevaba publicado ni un solo trabajo significativo desde 1980. Empezaba a dar la impresión de que consideraba nuestra misión actual como un mero viaje de placer, un modo relajante de pasar un invierno que de otra forma habría tenido que ser soportado en el grisáceo ambiente de Morningside Heights. Pero en Denver, una nevada noche de febrero, Kolff decidió finalmente atacar a Vornan desde el ángulo lingüístico. No sé porqué.

Estuvieron encerrados durante un largo tiempo. A través de las delgadas paredes del hotel podíamos oír la retumbante voz de Kolff cantando rítmicamente en un lenguaje que ninguno de nosotros comprendía: quizá recitando versos eróticos en sánscrito para Vornan. Después tradujo y nos fue posible captar de vez en cuando alguna palabra salaz, incluso una o dos atrevidas líneas sobre los placeres del amor. Pasado un rato perdimos interés en ello; ya habíamos oído con anterioridad los recitales de Kolff. Cuando me tomé la molestia de volver a escuchar, percibí la suave risa de Vornan abriéndose paso como un escalpelo de plata por entre los relinchos de Kolff, y después oí confusamente cómo el visitante hablaba en una lengua desconocida. Ahí dentro parecían estar pasando cosas serias. Kolff le hizo callar, le preguntó algo, recitó unas líneas de su cosecha propia y Vornan habló de nuevo. En ese instante, Kralick entró en nuestra habitación para darnos copias del itinerario previsto para el día siguiente —llevaríamos a Vornan a una mina de oro, nada menos—, y dejamos de prestarle atención al interrogatorio de Kolff.

Una hora después, Kolff entró en la habitación donde estábamos sentados los demás. Parecía trastornado, y estaba bastante rojo. Se dio unos fuertes tirones de un carnoso lóbulo, pellizcó los rollos de grasa que había en su nuca e hizo crujir sus nudillos con un sonido parecido al de las balas al rebotar.

—Maldición —murmuró—. ¡Maldición eterna e imperecedera! —cruzó la habitación, se quedó durante un rato delante de la ventana, contemplando los rascacielos coronados de nieve, y luego dijo—: ¿Qué hay para beber?

—Ron, bourbon, escocés… —dijo Helen—. Sírvete tú mismo.

Kolff fue oscilando pesadamente hacia la mesa donde estaban las botellas medio vacías, cogió la de bourbon y se sirvió una ración capaz de paralizar a un hipopótamo. Se la tragó seguida, en tres o cuatro sorbos codiciosos, y dejó que el vaso cayera al esponjoso suelo. Luego se quedó inmóvil, los pies firmemente plantados, atormentando el lóbulo de su oreja. Le oí maldecir en lo que podría haber sido inglés medieval.

—¿Sacaste algo en claro de él? —preguntó por fin Aster.

—Sí. Mucho —Kolff se hundió en un sillón y puso en marcha el vibrador— ¡Le he sacado que no es ningún fraude!

Heyman dio un respingo. Helen puso cara de asombro; yo no la había visto perder nunca la compostura anteriormente.

—¿Qué infiernos quieres decir, Lloyd? —farfulló Fields.

—Me habló… en su propio lenguaje —dijo Kolff con voz pastosa—. Durante media hora. Lo tengo todo grabado. Mañana se lo daré al ordenador para el análisis. Pero puedo afirmar que no era ningún fraude. Sólo un genio de la lingüística podría haber inventado un lenguaje como ése, y no lo habría hecho tan bien. —Kolff se dio una palmada en la frente—. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Un hombre llegado a través del tiempo! ¿Cómo es posible?

— ¿Le comprendiste? —pregunté Heyman.

— Dadme algo más de beber —dijo Kolff.

Aceptó la botella de bourbon que le tendía Aster y se la llevó a los labios. Se rascó su velludo vientre. Se pasó la mano ante los ojos como si estuviera intentando barrer telarañas. Y, finalmente, dijo:

— No, no Le entendí. Sólo detecté pautas. Habla el hijo del inglés… pero es un inglés tan alejado de nuestro tiempo como el lenguaje de la Crónica Anglosajona. Está lleno de raíces asiáticas. Pedazos de mandarín, pedazos de bengalí, pedazos de japonés. Estoy seguro de que hay árabe en él. Y malayo. Es un chop-suey de lenguajes… —Kolff eructó—. Mirad, nuestro inglés ya es un gran estofado. Tiene danés, francés normando, sajón, un lío de cosas, dos corrientes, una latina y una teutónica. Por lo tanto, tenemos palabras duplicadas que quieren decir lo mismo, pero que vienen de cada corriente. Sin embargo, las dos fluyen de la misma fuente, la vieja lengua nuitter indoeuropea. En el tiempo de Vornan, ya han cambiado eso. Han tomado palabras de otros grupos ancestrales. Le han dado vueltas a todo. ¡Qué lenguaje! Puedes decir cualquier cosa en un lenguaje como ése. ¡Cualquier cosa! Pero ahí sólo están las raíces. Las palabras han sido pulidas igual que guijarros en un arroyo, toda la aspereza ha quedado suavizada, las inflexiones se han esfumado. Emite diez sonidos, y transmite veinte frases. La gramática… me harían falta cincuenta años más para encontrar la gramática. Y quinientos para entenderla. El desprenderse de la gramática… una bullabesa de sonidos, un pot-au-feu del lenguaje… ¡increíble, increíble! Se ha producido otro desplazamiento de vocales, mucho más radical que el último. Habla… es como poesía. Un sueño de poesía que nadie puede comprender. Sólo cogí fragmentos, trozos…

Kolff se quedó callado. Se dio un masaje en la inmensa bóveda de su vientre. Nunca le había visto ponerse serio antes. Fue un instante profundamente conmovedor. Fields lo destruyó.

—Lloyd, ¿cómo puedes estar seguro de no haberte imaginado todo esto? ¿Cómo puedes interpretar un lenguaje que no te es posible comprender? Si no puedes detectar una gramática, ¿cómo estás seguro de que no se limitaba a soltarte un parloteo sin sentido?

—Eres un idiota —dijo Kolff tranquilamente—. Deberías coger tu cabeza y hacer que te sacaran el veneno con una bomba de succión. Pero entonces se te desinflaría el cráneo.

Fields se atragantó. Heyman se puso en pie y empezó a ir de un lado para otro con rápidas zancadas de pingüino; parecía estar atravesando por una nueva crisis interna. Yo mismo sentía una gran inquietud. Si Kolff había sido convertido, ¿qué esperanza quedaba de que Vornan no fuera lo que pretendía ser? Las pruebas se estaban acumulando. Quizá todo esto era sólo una fantasía ebria tejida por el cerebro decadente de Kolff. Quizá Aster había malinterpretado los datos del examen médico de Vornan. Quizá. Quizá. Que Dios me ayude, no quería creer que Vornan fuese real, pues ¿dónde dejaría eso mis propios logros científicos? Y me dolía saber que estaba violando esa nebulosa abstracción, el código de la ciencia, erigiendo una estructura a priori para mi propia conveniencia emocional. Me gustara o no, esa estructura estaba derrumbándose. Quizá. Me pregunté durante cuánto tiempo intentaría seguir apuntalándola. ¿Cuándo aceptaría todo, como había aceptado Aster, como había aceptado ahora Kolff? ¿Cuando Vornan hiciese un viaje en el tiempo delante de mis ojos?

—¿Por qué no nos pasas la cinta, Lloyd? —dijo dulcemente Helen.

—Sí. Sí. La cinta…

Extrajo de su bolsillo un pequeño cubo grabador y, con cierta torpeza, logró introducirlo en la rendija de la unidad reproductora. Apretó el control sónico y de repente por la habitación fluyó un torrente de sonidos suaves y algo ahogados. Me esforcé por oír algo. Vornan hablaba de una forma a medio camino entre el arte y el juego, variando la entonación y el timbre de voz, de tal modo que su discurso se aproximaba a la canción, y de vez en cuando un fragmento obsesionante de una palabra comprensible parecía pasar velozmente junto a mis oídos. Pero no entendí nada. Kolff formó un puente con sus gruesos dedos, asintiendo y sonriendo, meneando su zapato en algún momento de particular importancia, murmurando de vez en cuando:

— Sí. ¿Lo veis? ¿Lo veis?

Pero yo no veía nada, y tampoco oía nada; todo era puro sonido, ahora perlino, ahora azulado, ahora un turquesa oscuro, todo misterioso, nada de aquello inteligible. El cubo llegó a su final, y cuando hubo terminado nos quedamos sentados en silencio, como si la melodía de las palabras de Vornan aún perdurase en el aire… y supe que nada se había probado, al menos no a mí, aunque Lloyd pudiera decidir aceptar aquellos sonidos como un idioma hijo del inglés. Kolff se puso en pie solemnemente y se guardó el cubo en el bolsillo. Se volvió hacia Helen McIlwain, cuyos rasgos estaban transfigurados cual si hubiera asistido a un rito increíblemente sagrado.

—Ven —dijo, y tocó su huesuda muñeca—. Es hora de dormir, y no es una noche para dormir solo. Ven conmigo.

Salieron de la habitación juntos. Yo seguí oyendo la voz de Vornan, declamando gravemente un largo pasaje en un idioma al que le faltaban siglos por nacer, o posiblemente profiriendo una ristra de tonterías, y sentí que aquella canción de cuna, el sonido del futuro… o el sonido del fraude ingenioso, me iba llevando al sueño.

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