TRECE

Al final de mi semana de permiso me despedí de Shirley con un beso, le dije a Jack que se tomara las cosas con calma y partí hacia Tucson para ser enviado dentro de un módulo a Los Angeles. Llegué allí sólo unas cuantas horas después de que el resto del equipo hubiera subido por la costa desde San Diego. El impacto de aquel programa con Vornan seguía despertando ecos a lo ancho de todo el país. Quizá nunca antes en toda la historia humana se había enunciado un gran dogma teológico por televisión en una conexión a todo el planeta; desde luego, éste se difundió por el mundo, igual que la contaminación de la basura primordial había infectado los mares estériles. Con afabilidad, sin alzar la voz, con gran delicadeza y suavidad, Vornan había minado la fe religiosa de cuatro mil millones de seres humanos. Ciertamente, había que admirar su habilidad.

Jack, Shirley y yo habíamos presenciado el desarrollo de las reacciones con una fría fascinación. Vornan había presentado su creencia como un hecho comprobado, el resultado de cuidadosas investigaciones y detalles corroborativos obtenidos de seres que habían visitado el mundo de su tiempo. Como de costumbre, no ofreció ninguna subestructura de datos: meramente la afirmación, desnuda y elíptica. Pero quien se hubiera tragado las noticias de que un hombre había llegado hasta nosotros procedente del año 2999, no tendría mucha dificultad en tragarse la historia de la Creación dada por ese hombre; cuanto hacía falta eran unas mandíbulas flexibles. EL MUNDO NACIO DE LA BASURA, decían las cintas al día siguiente, y rápidamente el concepto pasó a ser de dominio público.

Los Apocaliptistas, que habían estado callados durante unas cuantas semanas, volvieron a la vida. Realizaron vigorosas reuniones de protesta en todas las ciudades del mundo. La pantalla nos mostraba sus rostros rígidos, sus ojos relucientes, sus estandartes proclamando desafíos. Aprendí algo que antes no había ni tan siquiera sospechado sobre este culto, que había brotado igual que un hongo: estaba formado por una amalgama de componentes que procedían de muchos sitios, creado a partir de los alienados, los que no tenían raíces, los rebeldes juveniles y —sorprendentemente— los devotos. En el centro de las orgías de los Apocaliptistas, entre todos los ritos escatológicos y el fervor exhibicionista, se encontraban los fundamentalistas mal vestidos y de mandíbula pétrea —la quintaesencia del gótico norteamericano—, profundamente persuadidos de que al mundo ciertamente le faltaba poco para llegar a su final. Ahora veíamos a estas personas ocupando por primera vez una posición dominante en los disturbios Apocaliptistas. No cometían ninguna bestialidad, pero desfilaban por entre los fornicadores, aceptando benevolentemente su desvergüenza como una señal del fin que se aproximaba. Para estas personas, Vornan era el Anticristo, y su dogma de la Creación a partir de la basura era una estrepitosa blasfemia.

Para otros era La Palabra. El grupo espontáneo de adoradores de Vornan que había estado tomando forma en cada ciudad ahora tenía no sólo un profeta, sino también un credo. «Somos basura y descendemos de la basura, y debemos hacer a un lado toda la autoexaltación mística y aceptar la realidad», decían estas personas. ¡Dios no existe, y Vornan es Su profeta!

Cuando llegué a Los Angeles me encontré a estos dos grupos enfrentados, desplegando todas sus fuerzas, y a Vornan bajo una fuerte vigilancia. Sólo al precio de grandes dificultades logré reunirme nuevamente con nuestro grupo. Tuvieron que llevarme en helicóptero, dejándome en el techo de un hotel situado en la parte baja de Los Angeles, mientras que a gran distancia por debajo de mí los Apocaliptistas hacían piruetas y los adoradores de Vornan buscaban rebajarse ante su ídolo. Kralick me llevó hasta el borde del tejado y me hizo mirar a la confusa y convulsa masa en las calles.

—¿Cuánto tiempo hace que ocurre esto? —pregunté.

—Desde las nueve de la mañana. Llegamos a las once. Podríamos hacer venir a las tropas, pero de momento nos limitaremos a no hacer nada y no movernos de aquí. Dicen que las turbas cubren desde aquí hasta Pasadena.

—¡Eso es imposible! No…

—Mire hacia allí.

Era cieno. Una banda brillante se retorcía a través de las calles, enroscándose más allá de las relucientes torres del núcleo reconstruido de la ciudad, llevando su hilo hasta el lejano cúmulo de las autopistas y desvaneciéndose en algún punto hacia el este. Podía oír gritos, alaridos, gorgoteos. No quise mirar por más tiempo. Era un asedio en regla.

Vornan estaba enormemente divertido ante las fuerzas que había liberado. Le encontré en su corte acostumbrada, la suite del piso ochenta y cinco del hotel; a su alrededor estaban Kolff, Heyman, Helen y Aster, unos cuantos miembros de los medios de comunicación y una gran cantidad de equipo. Fields no estaba allí. Después me enteré de que tenía una rabieta, y que había hecho otra intentona con Aster la noche antes en San Diego. Cuando entré en la habitación, Vornan estaba hablando de California, creo que del tiempo. Se levantó inmediatamente y vino hacia mí, cogiéndome de los codos y clavando sus ojos en los míos.

—¡Leo, viejo amigo! ¡Cómo te he echado de menos!

Verme tratado de aquella forma tan amistosa me pilló por sorpresa, pero me las arreglé para responder:

—He estado siguiendo tus pasos por las pantallas, Vornan.

—¿Has visto el programa de San Diego? —preguntó Helen.

Asentí. Vornan parecía muy complacido consigo mismo. Hizo una vaga seña hacia la ventana y dijo:

—Ahí fuera hay una multitud muy numerosa. ¿Qué piensas que quieren?

—Están esperando tu próxima revelación —le dije.

—El evangelio según san Vornan —murmuró Heyman con expresión sombría.

Después obtuve unas noticias bastante confusas de Kolff. Había pasado las cintas con lo dicho por Vornan a través del ordenador del departamento, en Columbia, con unos resultados no demasiado claros. El ordenador estaba atónito ante la estructura del lenguaje, y lo había convertido todo en fonemas sin llegar a ninguna conclusión. Sus análisis indicaban la posibilidad de que Kolff estuviera en lo correcto al pensar que eran las palabras de un lenguaje muy evolucionado, y también la posibilidad de que Vornan se hubiera limitado sencillamente a producir ruidos aleatorios, dando de vez en cuando con alguna combinación de sonidos que parecía representar una versión futurista de una palabra contemporánea. Kolff daba la impresión de estar bastante deprimido. En su primera oleada de entusiasmo había transmitido su evaluación sobre lo dicho por Vornan a los medios de comunicación, y eso había ayudado a que se avivara la histeria global; pero ahora no estaba del todo seguro de haber hecho la interpretación correcta.

—Si estoy equivocado, me habré destruido a mí mismo, Leo —dijo—. He apoyado con todo mi prestigio lo que tal vez sea una ridiculez, y de ser así, ya no tengo más prestigio.

Estaba temblando. Parecía haber perdido diez kilos en los pocos días transcurridos desde la última vez que le había visto; de su rostro colgaban bolsas de piel flácida.

—¿Por qué no comprobar de nuevo los datos? —dije—. Haz que Vornan repita lo que grabó antes para ti. Luego pásale las dos cintas al ordenador y comprueba la función de correlación. Si en la última ocasión estaba improvisando un parloteo sin sentido, no será capaz de duplicarlo.

—Amigo mío, ésa fue mi primera idea.

—¿Y?

—No quiere volver a hablarme en su lenguaje. Ha perdido el interés en mis investigaciones. Se niega a pronunciar ni una sola sílaba.

—Eso me parece bastante sospechoso.

—Sí —dijo tristemente Kolff—. Por supuesto que es sospechoso. Le he dicho que haciendo algo tan sencillo puede destruir para siempre todas las dudas respecto a su origen y él se ha negado. Le he dicho que negándose a hacerlo está invitándonos a que le consideremos un impostor, y contesta que no le importa. ¿Está engañándonos, es un embustero… o es que realmente no le importa? ¡Leo, estoy destruido!

—Lloyd, tú percibiste una pauta lingüística, ¿no?

—Desde luego que sí. Pero puede que fuera tan sólo una ilusión… una coincidencia de valores sónicos.

Meneó la cabeza igual que una morsa herida, murmuró algo en persa o en pushtu y se alejó arrastrando los pies, el cuerpo encorvado. Y comprendí que Vornan había eliminado diabólicamente uno de los argumentos principales para aceptarle como algo auténtico. Deliberadamente. Caprichosamente. Estaba jugando con nosotros… con todos nosotros.

Esa noche se nos sirvió la cena en el hotel. No se podía ni soñar en que saliéramos, no con miles de personas en las calles a nuestro alrededor. Una de las cadenas de noticias pasó un documental sobre el recorrido hecho por Vornan a lo largo del país, y lo vimos. Vornan lo vio con nosotros, aunque en el pasado no había dado muestras de gran interés sobre lo que los medios de comunicación tenían que decir en cuanto a él. En cierto modo, deseé que no lo viera. El documental se concentraba sobre el impacto que había tenido en las emociones de la masa, y mostraba cosas que yo no había sospechado: adolescentes de Illinois retorciéndose en un éxtasis inducido por las drogas ante una foto tridimensional de nuestro visitante. Africanos encendiendo inmensas hogueras ceremoniales en cuyo grasiento humo azulado se decía que cobraba forma la imagen de Vornan. Una mujer de Indiana que había guardado las cintas de cada programa televisivo concerniente al hombre del futuro, y que vendía copias de ellas montadas en relicarios especiales. Vimos cómo se estaba desarrollando un movimiento de masas hacia el oeste; hordas de amantes de las curiosidades se estaban derramando a través del continente con la esperanza de pillar a Vornan en sus desplazamientos.

El ojo de la cámara bajó hacia las turbas que habíamos visto tan a menudo, mostrándonos los rígidos rostros de los fanáticos. Aquellas personas deseaban una revelación de Vornan; querían profecías; querían la guía divina. Allí por donde iba, la emoción y el nerviosismo parpadeaban igual que los relámpagos en una tormenta de verano. Me di cuenta de que si Kolff llegaba a permitir alguna vez que ese cubo con lo dicho por Vornan circulara públicamente, provocaría una nueva manifestación de glosolalia… un salvaje estallido del hablar en lenguas divinas en cuanto el parloteo sagrado se convirtiera, una vez más, en el camino hacia la salvación.

Estaba asustado. En los instantes más calmados del documental, miraba de soslayo a Vornan y le vi mover la cabeza asintiendo con satisfacción, supremamente complacido con toda la agitación que estaba causando. Parecía disfrutar con el poder que la publicidad y la curiosidad habían colocado en sus manos. No importaba lo que le viniera en gana decir: sería recibido con un gran interés, discutido y vuelto a discutir, y rápidamente cristalizaría hasta convertirse en un artículo de fe aceptado por millones de personas. Sólo a muy pocos hombres en la historia les ha sido dado tener semejante poder, y ninguno de los predecesores carismáticos de Vornan había tenido acceso a los canales de comunicación mundiales.

Me aterrorizaba. Hasta ahora Vornan había parecido no sentir la más mínima preocupación por la respuesta del mundo a su presencia, tan distante y altivo como lo había estado el día en que subió desnudo las Escalinatas Españolas, mientras un policía de Roma le gritaba que se detuviese. Pero ahora empezaba a surgir una corriente de alimentación en dos sentidos. Estaba viendo los documentales sobre su propia persona: ¿disfrutaba con la confusión que había engendrado? ¿Estaba planeando conscientemente nuevos trastornos? Cuando actuaba con despreocupada inocencia, ya creaba la suficiente cantidad de caos; motivado por una malicia deliberada, podía aplastar la civilización. Al principio yo me había burlado de él, y luego me había resultado divertido. Ahora le tenía miedo.

Nuestra reunión se dispersó bastante pronto. Vi a Fields hablando en tono apremiante con Aster; ella meneó la cabeza, se encogió de hombros y se alejó de él, dejándole con el ceño fruncido. Vornan fue hacia Fields y le tocó suavemente el hombro. No tengo ni idea de qué le dijo Vornan, pero la expresión de Fields se hizo aún más sombría después. Salió de la habitación, intentando dar un portazo con una puerta construida a prueba de portazos. Kolff y Helen se fueron juntos. Yo me quedé un rato, sin ninguna razón en particular para ello. Mi habitación estaba junto a la de Aster, y fuimos juntos por el pasillo. Nos quedamos unos momentos hablando delante de su puerta. Yo tenía la extraña impresión de que iba a invitarme a que entrara para pasar la noche; parecía más animada de lo habitual, con las pestañas agitándose y sus delicadas fosas nasales aleteando.

—¿Sabes cuánto tiempo vamos a continuar con esta gira? —me preguntó. Le dije que no lo sabía. Comentó que estaba pensando en volver a su laboratorio, pero luego, con cierta tristeza, me hizo otra confesión—: Me marcharía ahora mismo de no ser porque todo esto empieza a interesarme mucho, aunque no quiera. Estoy interesada en Vornan. Leo, ¿te has dado cuenta de que está cambiando?

—¿En qué aspecto?

—Se está haciendo más consciente de lo que ocurre a su alrededor. Al principio estaba tan distanciado de todo, era tan distinto… ¿Recuerdas cuando me pidió que me duchara con él?

—No puedo olvidarlo.

—De haber sido otro hombre me habría negado, por supuesto. Pero Vornan lo dijo de una forma tan directa… igual que lo haría un niño. Supe que no había nada oculto en su petición. Pero ahora… ahora da la impresión de que quiere utilizar a la gente. Ya no se limita a ver las cosas, a ser un turista. Está manipulando a todo el mundo. Muy sutilmente.

Le dije que yo también había tenido todas esas mismas ideas durante el programa de televisión, un poco antes. Sus ojos brillaron; puntitos rosados brotaron en sus mejillas. Se humedeció los labios y yo esperé oírle decir que ella y yo teníamos mucho en común y que deberíamos conocernos mejor el uno al otro; pero cuanto dijo fue:

—Estoy asustada, Leo. Ojalá volviera al sitio del que vino. Va a causar auténticos problemas.

—Kralick y compañía evitarán eso.

—No estoy segura —me dirigió una breve sonrisa llena de nerviosismo—. Bien, Leo, buenas noches. Duerme bien.

Se había ido. Durante un largo instante me quedé mirando su puerta cerrada, y la imagen robada de su delgado cuerpo emergió de mi banco de memoria. Hasta aquel momento Aster no había tenido mucho atractivo físico para mí; a duras penas si parecía una mujer. De repente, comprendí lo que Morton Fields veía en ella. La deseé ferozmente. ¿Era todo esto también parte de las travesuras de Vornan? Sonreí. Ahora le estaba echando la culpa de todo al visitante.

Mi mano seguía sobre la placa de la puerta de Aster y discutí conmigo mismo si debía pedirle que me dejase entrar, pero en vez de hacerlo acabé entrando en mi propia habitación. Conecté el sello de la puerta, me desnudé y me preparé para dormir.

Pero el sueño no llegó. Fui a la ventana para contemplar las turbas, pero se habían disipado. Era más de medianoche. Una rebanada de luna colgaba sobre la inmensa ciudad. Cogí un cuaderno de anotaciones en blanco y empecé a esbozar algunos teoremas que habían acudido a mi mente durante la cena: una forma de explicar una doble inversión de carga en el viaje por el tiempo. Problema: suponiendo que la inversión temporal es posible, crear una justificación matemática para la conversión de la materia en antimateria, y nuevamente a materia, antes de completar un viaje. Trabajé rápidamente, y durante cierto tiempo incluso con resultados convincentes. Estuve a punto de coger el teléfono y conseguir una conexión de datos con mi ordenador para que me fuera posible realizar algunas comprobaciones del sistema. Entonces vi el error que había casi al principio de mi trabajo: el estúpido error algebraico, la equivocación cometida al cambiar de posición unos signos. Arrugué las hojas de papel y las tiré al suelo, disgustado.

Entonces oí unos golpecitos en mi puerta. Una voz:

—¿Leo? Leo, ¿estás despierto?

Activé el sensor que había junto a mi cama y obtuve una tenue imagen de mi visitante. ¡Vornan! Me levanté de un salto y desconecté el sello de la puerta. Iba vestido con una delgada túnica verde, como si pensara en salir. Su presencia me asombró, pues sabía que Kralick conectaba cada noche el sello de su habitación y, al menos teóricamente, no había forma alguna de que Vornan desconectara el sello de cierre, el cual se suponía debía protegerle, pero que también le mantendría prisionero. Sin embargo, aquí estaba.

—Pasa —dije—. ¿Algún problema?

—En absoluto. ¿Estabas durmiendo?

—Trabajando. De hecho, intentaba calcular cómo funciona tu condenada máquina del tiempo.

Se rió suavemente.

—Pobre Leo. Te quemarás el cerebro con tanto pensar.

—Si realmente te doy pena, podrías proporcionarme una o dos pistas al respecto.

—Lo haría si pudiera —dijo—. Pero es imposible. Te explicaré el porqué abajo.

—¿Abajo?

—Sí. Vamos a dar un pequeño paseo. Me acompañarás, Leo, ¿verdad que sí?

Me quedé boquiabierto.

—Ahí fuera hay disturbios. ¡Esa muchedumbre histérica nos matará!

—Creo que la multitud se ha dispersado —dijo Vornan—. Además, tengo esto… —extendió su mano hacia mí. En su palma había dos flácidas máscaras del tipo que habíamos llevado en el burdel de Chicago—. Nadie nos reconocerá. Pasearemos disfrazados por las calles de esta maravillosa ciudad. Quiero salir, Leo. Estoy cansado de los desfiles y excursiones oficiales. Tengo ganas de volver a explorar.

Me pregunté qué podía hacer. ¿Llamar a Kralick, y hacer que encerrara nuevamente a Vornan en su habitación? Ésa era la respuesta más sensata. Con máscaras o sin ellas, era una imprudencia salir sin guardia del hotel. Pero entregar a Vornan de ese modo sería una traición. Obviamente, confiaba más en mí que en ninguno de los otros; quizá incluso había algo que deseaba decirme más allá del alcance de los sensores espías de Kralick, como una confidencia. Tendría que correr el riesgo, con la esperanza de sacarle un poco de información valiosa.

—De acuerdo. Iré contigo.

—Entonces, date prisa. Si alguien tiene vigilada tu habitación…

—¿Qué hay de tu habitación?

Se rió, satisfecho de sí mismo.

—Mi habitación ha sido arreglada. Quienes miren, pensarán que sigo dentro de ella. Pero si me ven también aquí… Vístete, Leo.

Me puse algo de ropa y salimos de la habitación. Conecté el sello desde el exterior. En el pasillo había tendidos tres hombres de Kralick, profundamente dormidos. El globo verde de una cápsula anestésica flotaba por el aire, y cuando su placa detectora sensible a la temperatura recogió mis emisiones térmicas, vino hacia mí. Vornan alzó la mano tranquilamente, cogió la cinta plástica que colgaba de ella y le dio un tirón para desconectarla. Me dirigió una sonrisa, la de un conspirador a otro. Después, igual que un chico escapándose de casa, se lanzó por el pasillo, indicándome que le siguiera con una seña. Un empujón de su mano abrió una puerta de servicio, revelando un tubo para la ropa. Vornan me hizo un gesto para que entrara.

—¡Aterrizaremos en la sala de lavadoras! —protesté.

—No seas tonto, Leo. Saldremos antes de la última parada.

No estaba en situación de discutir con él. Entré en el tubo, siguiéndole, y empezamos a caer lanzados igual que desperdicios hacia las profundidades del edificio. Una red emergió bruscamente de la pared del tubo y rebotamos en ella. Pensé que era algún tipo de trampa, pero Vornan se limitó a decir:

—Es un dispositivo de seguridad para que los empleados del hotel no caigan en la cinta transportadora de la ropa. Verás, he estado hablando con los del servicio de habitaciones. ¡Vamos!

Salió de la red, que supongo habría sido activada por detectores de masa situados a los lados del tubo, y nos metimos en una repisa mientras él abría una puerta. Para ser un hombre que apenas si comprendía lo que era una bolsa de valores, tenía unos conocimientos notablemente completos sobre el funcionamiento interno de este hotel. La red se metió en la pared del tubo apenas hube salido de ella; un instante después, unas cuantas sábanas sucias pasaron volando junto a nosotros, caídas de lo alto, y se desvanecieron en las fauces de la sala de lavadoras, situada muy por debajo nuestro.

Vornan me hizo otra seña. Nos metimos por un angosto pasadizo iluminado desde arriba por tiras de luz fría y emergimos finalmente en uno de los pasillos del hotel. Por una prosaica escalera de caracol llegamos hasta un pasillo del sótano, y salimos a la calle sin ser vistos.

Todo estaba silencioso. Era fácil ver dónde habían estado los que provocaron el disturbio. Los lemas brillaban en la acera y relucían en los costados de los edificios: EL FIN ESTÁ CERCA, PREPARAOS PARA CONOCER A VUESTRO CREADOR, ese tipo de cosas, las clásicas meditaciones filosóficas de cartel. Por todas partes había trozos de ropa esparcidos. Montones de espuma me indicaron que había hecho falta cierto esfuerzo para acabar con los disturbios. Aquí y allí estaban tendidas unas cuantas figuras dormidas, inconscientes, borrachas o, sencillamente, descansando; debían haber salido de las sombras después de que la policía hubo despejado la zona.

Nos pusimos las máscaras y avanzamos silenciosamente por entre la tibia noche de Los Angeles. En este distrito y a estas horas de la madrugada no sucedía casi nada; las torres que nos rodeaban por todas partes eran hoteles y edificios de oficinas, y la vida nocturna estaba en otros sitios. Fuimos paseando sin rumbo fijo. De vez en cuando un globo publicitario cruzaba el cielo unos centenares de metros por encima de nosotros, encendiendo y apagando sus abigarradas incitaciones. A dos manzanas de nuestro hotel nos detuvimos para examinar el escaparate de una tienda que vendía artículos para detección y espionaje. Vornan parecía totalmente absorbido por ellos. La tienda estaba cerrada, por supuesto, pero cuando nos paramos sobre una placa sensora empotrada en el pavimento, una voz meliflua nos indicó las horas en que estaba abierta y nos invitó a volver de día. Dos puertas más abajo nos encontramos con una tienda para deportes especializada en equipos de pesca. Nuestra presencia activó otro sensor de la acera que nos obsequió con un discurso dirigido a los pescadores de altura.

—Han venido al sitio adecuado —proclamó una voz mecánica—. Tenemos de todo. Hidrofotómetros, medidores de plancton, penetrómetros de barro, dispersores de luz, detectores de marea, actuadores hidrostáticos, boyas radar, clinómetros, detectores de bancos, indicadores de nivel líquido…

Seguimos avanzando.

—Me encantan vuestras ciudades —dijo Vornan—. Los edificios son tan altos… los comerciantes son tan agresivos. Nosotros no tenemos comerciantes, Leo.

—¿Qué haces si necesitas un detector de bancos o un medidor de plancton?

—Están disponibles —se limitó a decir—. Rara vez necesitamos ese tipo de cosas.

—Vornan, ¿por qué nos has contado tan pocas cosas sobre tu tiempo?

—Porque he venido aquí para aprender, no para enseñar.

—Pero no tienes ninguna prisa. Podrías corresponder un poco. Sentimos una morbosa curiosidad acerca de cómo serán las cosas en el futuro. Y has dicho tan poco al respecto… No tengo sino la más vaga imagen de tu mundo.

—Cuéntame cómo te lo imaginas.

—Menos gente de la que tenemos hoy —dije—. Muy ordenado, muy elegante y hermoso. La maquinaria está disimulada y, sin embargo, cuando se necesita todo está disponible. No hay guerras. No hay naciones. Un mundo sencillo, agradable y feliz. Me resulta difícil creer en él.

—Lo has descrito bien.

—Pero, Vornan, ¿cómo llegó a ser así? ¡Eso es lo que deseamos saber! Mira el mundo que has estado visitando. Un centenar de naciones suspicaces. Superbombas. Tensión. Hambre y frustraciones. Millones de personas histéricas buscando desesperadamente un receptáculo para su fe. ¿Qué sucedió? ¿Cómo llegó a calmarse el mundo?

—Mil años es mucho tiempo, Leo. Pueden ocurrir muchas cosas.

—Pero, ¿qué ocurrió? ¿Adonde se fueron las naciones actuales? Habíame de las crisis, las guerras, los trastornos.

Nos detuvimos bajo un farol. Sus fotosensores nos detectaron instantáneamente y aumentaron la emisión de luz.

—Leo, ¿y si me hablas un poco de la organización, ascensión y caída del Sacro Imperio Romano? —dijo Vornan.

—¿Dónde has oído mencionar al Sacro Imperio Romano?

—El profesor Heyman me habló de él. Dime lo que sepas sobre el Imperio, Leo.

—Bueno… supongo que no sé casi nada. Era una especie de confederación europea de hace unos setecientos u ochocientos años. Y… y…

—Exactamente. No sabes nada sobre él.

—Vornan, nunca he dicho que fuera historiador.

—Yo tampoco —dijo él suavemente—. ¿Por qué piensas que debería saber más sobre el Tiempo del Barrido que tú sobre el Sacro Imperio Romano? Para mí es historia antigua. Nunca lo he estudiado. No tenía ningún interés en aprender nada de él.

—Pero si estabas planeando hacer un viaje al pasado, Vornan, deberías haber estudiado historia igual que estudiaste inglés.

—Necesitaba el inglés para comunicarme. No necesitaba la historia. Leo, no estoy aquí como estudioso, sólo como turista.

—Y supongo que tampoco sabes nada sobre la ciencia de tu era, ¿verdad?

—Nada en absoluto —dijo con voz jovial.

—¿Qué es lo que sabes? ¿Qué haces en el año 2999?

—Nada. Nada.

—¿No tienes ninguna profesión?

—Viajo. Observo. Me divierto.

—¿Un miembro de la clase rica y ociosa?

—Sí, salvo que no tenemos ricos ociosos. Supongo que podrías calificarme de ocioso, Leo. Ocioso e ignorante.

—¿Y en el año 2999 son todos ociosos e ignorantes? ¿Se han quedado anticuados el trabajo, el estudio y el esfuerzo?

—Oh, no, no, no —dijo Vornan—. Tenemos muchos espíritus diligentes. Mi hermano somático Lunn-31 es coleccionista de impulsos luminosos, una autoridad de primera fila. Mi buen amigo Mortel-91 es un auténtico conocedor de gestos. Pol-13, cuya belleza apreciarías, danza en el psicódromo. Tenemos nuestros artistas, nuestros poetas, nuestros eruditos. El muy famoso Ekki-89 ha trabajado cincuenta años en su revivificación de los Años de Llama. Sator-11 ha reunido todo un juego de imágenes en cristal de los Buscadores, todas hechas por él. Estoy orgulloso de ellos.

—¿Y tú, Vornan?

—No soy nada. No hago nada. Soy un hombre de lo más corriente, Leo. —En su voz había una nota que no había oído antes, un latir que tomé por sinceridad—. Vine aquí por aburrimiento, porque anhelaba diversión. Hay otros poseídos por su compromiso con las labores espirituales. Soy un recipiente vacío, Leo. No puedo hablarte de ciencia, ni de historia. Mis percepciones de la belleza son rudimentarias. Soy un ignorante. Un ocioso. Recorro los mundos en busca de mis placeres, pero son placeres huecos y pobres… —a través de la máscara me llegó el brillo filtrado de su maravillosa sonrisa—. Estoy siendo totalmente sincero contigo, Leo. Espero que esto explique mi fracaso por dar respuesta a tus preguntas y las de tus amigos. Soy profundamente insatisfactorio, un hombre de muchos defectos. ¿Te molesta mi sinceridad?

Era algo más que eso. Me había dejado atónito. A menos que el repentino estallido de humildad de Vornan fuese meramente un truco, se estaba etiquetando a sí mismo como un diletante, un derrochador, un ocioso… un don nadie salido del tiempo, alguien que se divertía entre los sudorosos primitivos porque su propia época había dejado de divertirle por el momento. Su evasividad, los vacíos de su conocimiento, todo parecía comprensible ahora. Pero resultaba muy poco halagador saber que éste era nuestro viajero del tiempo, que no habíamos merecido nada mejor que Vornan-19. Y me pareció ominoso que quien se había proclamado a sí mismo como un globo vacío tuviese sobre nuestro mundo el poder que Vornan había ganado sin esforzarse. ¿Adonde le llevaría su búsqueda de diversión? ¿Y qué límites, si es que había alguno, se impondría a sí mismo?

Mientras seguíamos caminando, le dije:

—¿Por qué no han venido a vernos otros visitantes de tu era?

Vornan lanzó una risita.

—¿Qué te hace pensar que soy el primero?

—Nosotros nunca… nadie ha… no ha existido… —Me callé, sin saber qué decir, una vez más víctima de ese don que Vornan tenía para abrir trampillas en la textura del universo.

—No soy ningún pionero —me dijo amablemente—. Antes de mí han existido muchos.

—¿Manteniendo su identidad en secreto?

—Por supuesto. Me gustaba la idea de revelarme. Otros individuos de mente más seria han hecho las cosas con discreción, subrepticiamente. Hacen su trabajo en silencio y se van.

—¿Cuántos han existido?

—No tengo ni idea.

—¿Visitando todas las eras?

—¿Por qué no?

—¿Viviendo entre nosotros bajo identidades asumidas?

—Sí, sí, por supuesto —dijo Vornan despreocupadamente—. Creo que muy a menudo ocupando cargos públicos. ¡Pobre Leo! ¿Pensabas que un miserable idiota como yo estaba abriendo un nuevo camino?

Sentí que me tambaleaba, más trastornado y disgustado por esto que por cualquier otra cosa. ¿Nuestro mundo lleno de extraños venidos del tiempo? ¿Cien, tal vez mil, cincuenta mil viajeros entrando y saliendo de la historia? No. No. No. No. Mi mente se rebelaba ante eso. Ahora Vornan estaba jugando conmigo. No podía haber otra alternativa. Le dije que no le creía. Se rió.

—Te doy mi permiso para no creerme —dijo—. ¿Oyes ese sonido?

Oía un sonido, sí. Era semejante al de una cascada, y venía de la plaza Pershing. En esa plaza no hay cascadas. Vornan se lanzó hacia delante. Me apresuré a seguirle, mi corazón palpitante, mi cráneo latiendo sordamente. No pude mantenerme a su altura. Después de haber corrido una manzana y media se detuvo a esperarme. Señaló hacia adelante.

—Un gran número de ellos —dijo—. ¡Esto me parece muy emocionante!

La turba dispersada se había reagrupado, reuniéndose en la plaza Pershing y empezando ahora a desbordarse del recinto. Una falange de alborotada humanidad rodaba hacia nosotros, llenando la calle de un lado a otro. Por un instante no pude distinguir de qué multitud se trataba, si de los Apocaliptistas o de aquellos que buscaban a Vornan para adorarle, pero entonces vi los rostros locamente pintados, los lúgubres estandartes, las cintas metálicas ondulantes sostenidas sobre las cabezas como símbolos del fuego celestial, y supe que quienes avanzaban hacia nosotros eran los profetas del fin.

—Tenemos que salir de aquí —dije—. ¡Hay que volver al hotel!

—Quiero ver esto.

—¡Vornan, nos pisotearán!

—No lo harán, si tenemos cuidado. Quédate a mi lado, Leo. Deja que la marea pase sobre nosotros.

Meneé la cabeza. La vanguardia de la turba apocaliptista se encontraba a sólo una manzana de nosotros. Blandiendo bengalas y sirenas, los alborotadores avanzaban en una salvaje corriente, gritos y chillidos hendiendo el aire. Siendo meros espectadores podíamos salir bastante malparados por causa de la multitud; si éramos reconocidos a través de nuestras máscaras, estábamos muertos. Cogí a Vornan por la muñeca y tiré de ella, angustiado, intentando arrastrarle hacia una calleja lateral que llevaba hasta el hotel. Entonces sentí por primera vez sus poderes eléctricos. Una sacudida de bajo voltaje hizo que mi mano se apartara rápidamente de él. Volví a cogerle y esta vez me transmitió una ráfaga de energía que me aturdió y me hizo retroceder tambaleándome, con los músculos agitándose en una danza dislocada. Caí de rodillas y me quedé encogido, medio atontado, mientras que Vornan corría alegremente hacia los Apocaliptistas con los brazos abiertos.

El seno de la turba le engulló. Le vi deslizarse por entre dos de quienes corrían en primera fila y desvanecerse en el núcleo de la masa que se agitaba y gritaba. Había desaparecido. Luché por ponerme en pie, mareado, sabiendo que debía encontrarle, y di tres o cuatro vacilantes pasos hacia delante. Un instante después los Apocaliptistas estaban sobre mí.

Logré seguir en pie el tiempo suficiente para eliminar los efectos de la sacudida que me había dado Vornan. A mi alrededor se movían los miembros del culto, rostros cubiertos con gruesas capas de pintura roja y verde; en la atmósfera flotaba el acre olor de la transpiración y, misteriosamente, logré distinguir a un Apocaliptista en cuyo pecho había sujeto el pequeño y siseante globo de un desodorante dispersador de iones; un extraño territorio para los melindrosos. Me hicieron dar vueltas y vueltas. Me vi abrazado por una chica cuyos pechos desnudos se agitaban de un lado a otro y que tenía los pezones fosforescentes.

— ¡El fin está llegando! -dijo, con voz estridente-. ¡Vive mientras puedas!

Buscó mis manos a tientas y las apretó sobre sus pechos. Durante un segundo sentí su cálida carne antes de que la corriente de la turba la hiciera girar apartándola de mí; cuando me miré las palmas, vi las huellas fosforescentes que relucían en ellas, como ojos vigilantes. Instrumentos musicales de origen y antepasados inciertos retumbaban y emitían bocinazos. Ante mí desfilaron tres chicos cogidos por los brazos, dándole patadas a quien se les pusiera cerca. Un hombretón con una máscara de chivo exponía jubilosamente su masculinidad, y una mujer de gruesos muslos se lanzó hacia él, ofreciéndose, y le abrazó con todas sus fuerzas. Un brazo se deslizó por mis hombros. Giré en redondo y vi a una silueta flaca, huesuda y sonriente que se inclinaba sobre mí; una chica, pensé, por el vestido y el largo y sedoso cabello revuelto, pero entonces la blusa de la «chica» se abrió de golpe y vi el pecho carente de vello, liso y reluciente, con los dos pequeños círculos oscuros.

—Toma un trago —dijo el chico, y metió entre mis dedos una cápsula de plástico.

No podía negarme. El extremo de la cápsula pasó por entre mis labios y noté el sabor de un líquido amargo y no muy espeso. Me di la vuelta y lo escupí, pero el sabor perduró en mi lengua, como si la hubiera manchado.

íbamos en varias direcciones a la vez, quince o veinte personas en línea, aunque el movimiento que predominaba era en dirección al hotel. Luché contra la marea, buscando a Vornan. Una y otra vez las manos intentaban agarrarme. Tropecé con una pareja trabada en un lujurioso abrazo sobre la acera; estaban pidiendo ser destruidos y no parecía importarles. Era como un carnaval, pero no había alegría alguna, y los trajes eran de un salvaje individualismo.

—¡Vornan! —chillé.

La turba recogió mi grito, ampliándolo. «Vornan… Vornan… Vornan… matar a Vornan… final… llama… final… Vornan». Era la danza de la muerte. Ante mí se alzó una figura, el rostro marcado de llagas purulentas, heridas de las que goteaba el fluido, cavidades abiertas en el cuerpo; la mano de una mujer se levantó en el aire para acariciarla y el maquillaje se corrió de sitio, y pude ver el hermoso rostro intacto bajo los horrores artificiales. Vi a un joven que mediría casi dos metros diez de alto, agitando una antorcha humeante y chillando algo sobre el Apocalipsis; había una chica de nariz achatada empapada de sudor, desgarrándose la ropa; dos jóvenes con el cabello cubierto de pomada le manoseaban los pechos, riendo, besándose entre ellos, para salir luego corriendo hacia otro sitio.

—¡Vornan! —grité dé nuevo.

Entonces le vi. Estaba totalmente inmóvil, como una roca en mitad de un río y, curiosamente, la multitud enloquecida pasaba a cada lado de él, mientras avanzaba, rugiendo. A su alrededor había dos o tres metros de espacio que permanecía inviolable, como si se hubiera ganado un rincón privado entre el gentío. Tenía los brazos cruzados, examinando la locura que le rodeaba. Le habían desgarrado la máscara y su mejilla aparecía a través de ella, y estaba manchado de pintura y sustancias fosforescentes. Me esforcé por avanzar hacia él, fui arrastrado por un repentino movimiento interno de la corriente principal, y luché por volver hacia Vornan con codos y rodillas, abriéndome una ruta por entre toneladas de carne. Cuando me encontraba a unos pocos metros de él, comprendí por qué los alborotadores se desviaban para evitar a Vornan. Había creado un pequeño dique que le rodeaba por todos lados, un dique hecho con cuerpos humanos amontonados, una muralla que tenía dos o tres cuerpos de altura. Parecían muertos, pero mientras miraba, una chica que había estado yaciendo a la izquierda de Vornan se levantó tambaleándose y se alejó con paso vacilante. Vornan alargó rápidamente la mano hacia el siguiente Apocaliptista que pasó junto a él, un hombre de aspecto cadavérico cuyo calvo cráneo estaba teñido de azul oscuro. La mano de Vornan le tocó y el hombre se derrumbó, cayendo en el sitio preciso para restaurar la muralla. Vornan había construido una pared viviente con su electricidad. Salté sobre ella y acerqué mi rostro al suyo.

—¡Por el amor de Dios, salgamos de aquí! —grité.

—No estamos en peligro, Leo. Manten la calma.

—Tu máscara está rota. ¿Y si te reconocen?

—Tengo mis defensas. —Se rió—. ¡Esto es delicioso!

No se me ocurrió intentar cogerle de nuevo. En su estado anímico de ahora, extático y despreocupado, me aturdiría una segunda vez, me añadiría a su muralla y quizá no sobreviviera a la experiencia. Por lo tanto me quedé junto a él, impotente, sin moverme. Vi cómo un gran pie bajaba sobre la mano de una chica inconsciente que yacía cerca de mí; cuando el pie siguió avanzando, los dedos rotos se estremecieron convulsivamente, doblándose por las articulaciones de una forma en que no se doblan normalmente las manos humanas. Vornan giró sobre sí mismo en un círculo completo, absorbiendo todo el espectáculo.

—¿Qué les hace creer que el mundo va a terminar? —dijo.

—¿Cómo voy a saberlo? Es algo irracional. Están locos.

—¿Es posible que tanta gente esté loca a la vez?

—Por supuesto.

—¿Y saben el día en que termina el mundo?

—El 1º de enero del año 2000.

—Cuánta precisión. ¿Por qué ese día en particular?

—Es el comienzo de un nuevo siglo —dije—, de un nuevo milenio. La gente espera que entonces sucedan cosas extraordinarias, nadie sabe muy bien cómo.

—Pero el nuevo siglo no empieza hasta el año 2001 —dijo Vornan con la pedantería de un lunático—. Heyman me lo ha explicado. No es correcto afirmar que el siglo empieza cuando…

—Ya sé todo eso. Pero nadie le hace caso. ¡Vornan, maldito seas, no nos quedemos quietos debatiendo problemas del calendario! ¡Quiero salir de aquí!

—Entonces, vete.

—Contigo.

—Estoy disfrutando mucho con esto. ¡Leo, mira ahí!

Miré. Una chica casi desnuda que se había disfrazado de bruja cabalgaba sobre la espalda de un hombre al que le brotaban cuernos de la frente. Sus pechos estaban pintados de un reluciente color negro, y los pezones de naranja. Pero esas grotescas imágenes no tenían ahora ningún efecto sobre mí. Ni tan siquiera confiaba en la barricada improvisada por Vornan. Si las cosas empeoraban…

De repente aparecieron helicópteros de la policía. Ya iba siendo hora, desde luego. Se quedaron flotando por entre los edificios, a unos treinta metros de altura, y el agitarse de sus rotores hizo que una brisa gélida cayera sobre nosotros. Vi cómo los cañones de un gris mate brotaban de los blancos vientres globulares; después llegaron los primeros chorros de espuma antidisturbios. Los Apocaliptistas parecieron darles la bienvenida. Se lanzaron hacia adelante, intentando ocupar posiciones bajo los cañones; algunos de ellos se quitaron las pocas ropas que llevaban y se bañaron en la espuma. Ésta empezó a burbujear, expandiéndose al entrar en contacto con el aire, formando una masa viscosa parecida al jabón que llenaba la calle y hacía casi imposible todo movimiento. Los alborotadores se debatían hacia un lado y hacia otro, agitándose con sacudidas espasmódicas igual que máquinas a las que se les acaba la energía, luchando por abrirse paso a través de las capas de espuma. Su sabor era extrañamente dulzón. Vi a una chica recibir un chorro en la cara y tambalearse, cegada, la boca y las fosas nasales cubiertas por la sustancia. Cayó al pavimento y desapareció totalmente, pues ahora había por lo menos noventa centímetros de espuma alzándose del suelo, fría y pegajosa, cortando nuestras siluetas en el comienzo de los muslos. Vornan se arrodilló y cogió a la chica, haciéndola nuevamente visible, aunque no se habría asfixiado allí donde estaba. Limpió tiernamente la espuma de su rostro y pasó sus manos sobre su carne, húmeda y resbaladiza. Cuando la agarró por los pechos, la chica abrió los ojos y Vornan, en voz baja, le dijo: «Soy Vornan-19». Sus labios fueron hacia los de ella. Cuando la soltó, la chica se apartó a cuatro patas, metiéndose entre la espuma. Horrorizado, vi que Vornan iba sin máscara.

Ahora apenas si podíamos movernos. Los robots de la policía estaban ya en la calle, grandes cúpulas de metal reluciente que zumbaban con toda facilidad a través de la espuma, agarrando a los manifestantes atrapados y reuniéndolos en grupos de diez o doce. Los mecanismos del alcantarillado ya estaban absorbiendo el exceso de espuma. Vornan y yo nos encontrábamos en el límite exterior de la escena; avanzamos lentamente por entre la espuma y llegamos hasta una calle despejada. Nadie pareció fijarse en nosotros.

—Y ahora, ¿querrás ser razonable? —le dije a Vornan—. Aquí está nuestra oportunidad de volver al hotel sin más problemas.

—De momento hemos tenido muy pocos problemas.

—Habrá grandes problemas si Kralick descubre lo que has estado haciendo. Restringirá tu libertad de movimientos, Vornan. Mantendrá un ejército de guardias delante de tu puerta y le pondrá un triple sello.

—Espera —dijo—. Hay algo que quiero hacer. Después podemos irnos.

Volvió a meterse velozmente por entre la turba. Para aquel entonces la espuma ya se había ido aclarando hasta alcanzar una consistencia parecida a la del pan a medio cocer y quienes se encontraban en ella la iban vadeando con cierta dificultad. Vornan volvió pasado un instante. Llevaba consigo a una chica de unos diecisiete años que parecía aturdida y aterrorizada. Su vestido estaba hecho de plástico transparente, pero de él colgaban copos de espuma que le otorgaban una decencia probablemente no deseada.

—Ahora podemos ir al hotel —me dijo. Y a la chica le murmuró—: Soy Vornan-19. El mundo no terminará en el mes de enero. Antes del amanecer te lo demostraré.

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