DIECISIETE

Hice que Kralick nos sacara a mí y a Vornan de allí unas horas después. No le expliqué nada a nadie. Me limité a decir que era necesario que nos marcháramos. No hubo despedidas. Nos vestimos, hicimos las maletas y conduje llevando a Vornan hasta Tucson, donde nos recogieron los hombres de Kralick.

Si miro hacia atrás, me doy cuenta de hasta qué punto huí presa del pánico. Quizá debería haberme quedado con ellos. Quizá debería haber intentado ayudarles a que reconstruyeran sus vidas. Pero en ese caótico instante, tuve la sensación de que debía huir. La atmósfera de culpabilidad era demasiado asfixiante; la textura de vergüenzas entretejidas era demasiado gruesa. Lo que había tenido lugar entre Vornan y Jack -y lo que había ocurrido entre Shirley y yo- se encontraba inextricablemente mezclado a esa catástrofe; así como, si se piensa bien, lo estaba lo que no había ocurrido entre Shirley y Vornan. Y había sido yo quien llevó la serpiente a ellos. En el instante de la crisis, había perdido cualquier ventaja moral que hubiese podido tener, rindiéndome a mi impulso y huyendo después. Yo era el culpable. Yo era el responsable.

Puede que nunca vuelva a verles. Sé demasiado de su vergüenza secreta y, al igual que quien se ha tropezado con una carpeta de correspondencia amarillenta perteneciente a un ser querido, tengo la sensación de que ese conocimiento no querido por mí se alza ahora como una espada, separándome de ellos.

Puede que eso cambie. Ahora, un par de meses después, ya veo el episodio bajo una luz distinta. Todos conseguimos parecer igualmente repugnantes y débiles al mismo tiempo, los tres, muñecos agitados por el cuidadosamente planeado capricho de Vornan; y puede que ese conocimiento compartido de nuestra fragilidad nos haga unirnos. No lo sé. Sin embargo, sé que cuanto Shirley y Jack habían compartido solamente entre ellos hasta ahora se encuentra roto, pisoteado e imposible de arreglar.

Ante mí se presenta un montaje de rostros: Shirley, ruborizada y aturdida, presa de la pasión, los ojos cerrados, la boca abierta. Shirley, llena de repugnancia, silenciosa y abatida después, dejándose caer al suelo y apartándose de mí a rastras igual que un insecto herido. Jack saliendo del despacho, confuso y pálido igual que si hubiera sido la víctima de una violación, caminando cuidadosamente a través de un mundo vuelto irreal. Y Vornan pareciendo complacido, alegremente repleto, totalmente satisfecho con su obra e incluso más contento al descubrir lo que habíamos hecho Shirley y yo.

No pude sentir auténtica ira hacia él. Seguía siendo la misma bestia de presa que había sido siempre, y no había renunciado a nada. Había rechazado a Shirley no por algún exceso de convencionalismo, sino tan sólo porque andaba al acecho de una presa diferente.

No le dije nada a Kralick. Se daba cuenta de que el interludio de Arizona había sido un desastre, pero no le di detalle alguno… y él no me los pidió. Nos encontramos en Phoenix; había volado hasta allí desde Washington cuando recibió mi mensaje. Dijo que el viaje a Sudamérica había sido reactivado apresuradamente y que debíamos estar en Caracas el martes próximo.

—No cuente conmigo —dije—. Ya he tenido bastante de Vornan. Dimito del comité, Sandy.

—No lo haga.

—Tengo que hacerlo. Es un asunto personal. Le he dado casi un año entero, pero ahora debo recoger los fragmentos de mi propia vida.

—Dénos otro mes —me suplicó—. Es importante. Leo, ¿ha estado siguiendo las noticias?

—Muy de vez en cuando.

—El mundo está dominado por una manía centrada en Vornan. Empeora a cada día. Estas dos semanas que ha pasado en el desierto no han hecho sino inflamarla más. ¿Sabe que el domingo apareció en Buenos Aires un falso Vornan, y proclamó un imperio latinoamericano? En sólo quince minutos consiguió reunir una turba de cincuenta mil personas. Los daños causados ascienden a millones, y podría haber sido peor si un francotirador no le hubiese disparado.

—¿Disparado? ¿Por qué?

Kralick meneó la cabeza.

—¿Quién sabe? Era una pura histeria. La multitud hizo pedazos al asesino. Hicieron falta dos días para convencer a todo el mundo de que ese Vornan había sido falso. Y después hemos tenido rumores de falsos Vornan en Karachi, Estambul, Pekín y Oslo. Todo es culpa de ese libro repugnante que escribió Fields. Sería capaz de arrancarle la piel a tiras…

—¿Qué tiene que ver todo eso conmigo, Sandy?

—Necesito tenerle junto a Vornan. Ha pasado más tiempo con él que cualquier otra persona. Le conoce bien, y creo que él le conoce y confía en usted. Puede que a nadie más le resulte posible controlarle.

—No tengo forma alguna de controlarle —dije, pensando en Jack y Shirley—. ¿No resulta obvio a estas alturas?

—Pero al menos con usted tenemos una oportunidad. Leo, si Vornan llega a utilizar alguna vez el poder que tiene a su disposición, pondrá este mundo patas arriba. Por una palabra suya, cincuenta millones de personas se cortarían el cuello. Ha estado fuera, ha perdido el contacto. No puede comprender lo que se está preparando. Quizá usted pueda contenerle si Vornan empieza a darse cuenta de lo que le es posible hacer.

—Tal y como le contuve cuando destrozó la villa de Wesley Bruton, ¿eh?

—Oh, eso fue al principio de la partida. Ahora tenemos más datos, y no dejamos que Vornan se acerque a ningún equipo peligroso. Y lo que le hizo a la casa de Bruton es sólo una muestra de lo que puede hacerle al mundo entero.

Lancé una áspera carcajada.

—En tal caso, ¿por qué correr riesgos? Haga que le maten.

—Leo, por el amor de Dios…

—Hablo en serio. Hay formas de arreglarlo. Un bastardo del Gobierno tan grande y astuto como usted no necesita instrucciones de maquiavelismo. Líbrese de Vornan mientras que todavía puede hacerlo, antes de que se instale como Emperador, con una guardia de diez mil hombres. Sandy, ocúpese del asunto y deje que vuelva a mi laboratorio.

—Sea serio. ¿Cómo…?

—Estoy siendo serio. Si no quiere asesinarle, intente persuadirle de que vuelva al lugar donde debe estar.

—Tampoco podemos hacer eso.

—Entonces, ¿qué van a hacer?

—Ya se lo he explicado —dijo pacientemente Kralick—. Seguirle haciendo viajar, hasta que se harte de ello. Observarle durante todo el tiempo. Asegurarnos de que sigue contento. Darle a todas las mujeres que sea capaz de manejar.

—Hombres también —dije.

—Le daremos niños pequeños, si acaso hace falta. Leo…, estamos sentados sobre una bomba de muchos megatones, y estamos intentando con todas nuestras fuerzas que no explote. Si quiere dejarnos ahora… adelante, hágalo. Pero cuando llegue la explosión, es probable que vaya a sentirla incluso en su torre de marfil. ¿Cuál es su respuesta ahora?

—Seguiré —dije con amargura.

Me uní otra vez al circo ambulante, y así fue como llegué a estar presente para ver los últimos acontecimientos de la historia de Vornan. No había esperado que Kralick tuviera éxito y me convenciera de quedarme. Al menos durante unas cuantas horas creí que me había librado de Vornan, a quien no odiaba por lo que le había hecho a mis amigos, pero a quien consideraba un gravísimo peligro. Había hablado totalmente en serio cuando sugerí que Kralick le hiciera destruir. Ahora me hallaba comprometido una vez más a servirle de acompañante, pero esta vez decidí mantenerme a distancia de él incluso cuando estaba a su lado, ahogando el ambiente de camaradería que había empezado a desarrollarse entre nosotros. Vornan sabía por qué; de eso estoy seguro. Y no parecía turbado por mi nueva frialdad hacia él.

Las multitudes eran inmensas. Habíamos visto turbas aullantes con anterioridad, pero nunca habíamos visto aullando multitudes como éstas. En Caracas calcularon que cien mil personas acudieron a la cita —todas las que podían apretarse en la gran plaza—, y cuando gritaron su deleite en castellano, todos las contemplamos, asombrados. Vornan apareció en un balcón para saludarles; era igual que un Papa dando su bendición. Le pidieron a gritos que hiciera un discurso, pero no teníamos ningún equipo para ello y Vornan se limitó a sonreír y agitar la mano. El mar de libros con tapas rojas se removió locamente. No sé si blandían La Nueva Revelación o La Novísima Revelación, pero eso apenas importaba.

Esa noche fue entrevistado por la televisión venezolana. La red de noticias preparó un canal de traducción simultánea, pues Vornan no conocía el castellano.

— ¿Qué mensaje tiene para el pueblo de Venezuela? -le preguntaron.

—El mundo es puro, bello y maravilloso —replicó Vornan solemnemente—. La vida es sagrada. Podéis crear un paraíso durante vuestras vidas.

Me quedé asombrado. Esas palabras piadosas no encajaban con nuestro travieso amigo, a no ser que todo esto fuera señal de alguna nueva maldad que estaba preparando.

Las multitudes eran todavía mayores en Bogotá. Gritos estridentes despertaban ecos en el tenue aire de la meseta. Vornan habló de nuevo y una vez más pronunció un sermón lleno de lugares comunes. Kralick estaba preocupado.

—Se está calentando para algo —me dijo—. Antes nunca había hablado así. Está haciendo un auténtico esfuerzo por llegar directamente a ellos, en vez de permitir que sean ellos quienes acudan a él.

—Pues entonces, suspenda la gira —sugerí.

—No puedo. Nos hemos comprometido.

—Prohíbale que haga discursos.

—¿Cómo? —me preguntó, y a eso no había ninguna respuesta.

El mismo Vornan parecía fascinado por el tamaño de las multitudes que acudían a verle. No se trataba de simples grupos de amantes de las curiosidades; eran hordas gigantescas enteradas de que un extraño dios caminaba por la Tierra, y anhelaban una fugaz visión de él. Estaba claro que ahora sentía su poder sobre ellos, y que estaba empezando a ejercerlo. Sin embargo, me di cuenta de que ya no se exponía físicamente a las masas. Parecía temer que le hicieran daño y se mantenía apartado, limitándose a los balcones y los coches cubiertos.

—Te están pidiendo a gritos que bajes y camines entre ellos —le dije, mientras nos enfrentábamos a una rugiente multitud en Lima—. ¿No puedes oírlo, Vornan?

—Desearía poder hacerlo —dijo.

—No hay nada que te lo impida.

—Sí. Sí. Son tantos… Se produciría una estampida.

—Ponte un escudo para multitudes —sugirió Helen McIlwain.

Vornan giró en redondo.

—Por favor, ¿qué es eso?

—Los políticos los llevan. Un escudo para multitudes es una esfera de fuerza electrónica que rodea a su portador. Está diseñado especialmente para proteger a las figuras públicas entre el gentío. Si alguien se acerca demasiado, el escudo administra una leve sacudida. Estarías perfectamente a salvo, Vornan.

—¿Es cierto eso? —le preguntó a Kralick—. ¿Puede conseguirme uno de esos escudos?

—Creo que puede arreglarse —dijo Kralick.

Al día siguiente, en Buenos Aires, la Embajada Norteamericana nos entregó un escudo. Lo había usado por última vez el Presidente durante su viaje por Latinoamérica. Un funcionario de la Embajada le explicó su funcionamiento, colocándose los electrodos y poniendo la mochila energética en su pecho.

—Intenten acercarse a mí —dijo, haciéndonos una seña—. Formen un grupo a mi alrededor.

Nos acercamos a él. Un suave resplandor ambarino le envolvía. Avanzamos y de repente empezamos a topar con una barrera impenetrable. No había nada doloroso en la sensación, pero resultaba totalmente efectiva en su particular y sutil manera; nos vimos arrojados hacia atrás y era imposible aproximarse a más de un metro de quien lo llevaba. Vornan parecía encantado.

—Deje que lo pruebe —dijo.

El hombre de la Embajada se lo puso y le instruyó en su uso. Vornan se rió e invitó:

— Ahora, venid todos hacia mí. Empujad y esforzaos. ¡Más! ¡Más! —pero no había forma de tocarle. Complacido, Vornan dijo—: Bien. Ahora puedo caminar por entre mi gente.

Después hablé con Kralick en un rincón:

—¿Por qué ha permitido que le den esa cosa?

—Porque la ha pedido.

—Podría haberle dicho que no funcionan bien o algo parecido, Sandy. ¿No existe ninguna posibilidad de que el escudo falle en un momento crítico?

—Normalmente no —dijo Kralick. Cogió el escudo, lo desplegó y abrió el panel situado en la parte trasera de la mochila energética—. Sólo hay un punto débil en el circuito y está aquí, en ese módulo integrado. La verdad es que resulta imposible verlo. Tiene tendencia a sobrecargarse bajo ciertas circunstancias y sufre un proceso degenerativo, causando un fallo del escudo. Pero, Leo, hay un circuito de redundancia que se conecta automáticamente y empieza a funcionar en un par de microsegundos. En realidad sólo hay una forma de que un escudo pueda fallar, y es cuando lo han saboteado deliberadamente. Por ejemplo, si alguien manipula el circuito de apoyo y después el módulo principal se sobrecarga. Pero no se me ocurre que nadie pudiera hacer algo semejante.

—Salvo quizá Vornan.

—Bueno, sí. Vornan es capaz de cualquier cosa. Pero no me parece probable que desee juguetear con su propio escudo. A todos los efectos prácticos, se encuentra totalmente a salvo llevando el escudo.

—Bien —dije—. Entonces, ¿no tiene miedo de lo que ocurrirá ahora que puede caminar por entre las multitudes y desplegar realmente su carisma?

—Sí —dijo Kralick.

Buenos Aires fue la escena de la mayor emoción colectiva causada por Vornan que habíamos presenciado hasta ahora. Ésta era la ciudad donde había surgido un falso Vornan, y la presencia del auténtico electrizó a los argentinos. La ancha Avenida 9 de Julio, delimitada por árboles, estaba repleta de una punta a otra, con tan sólo el obelisco de su centro puntuando la masa de carne. El desfile de Vornan avanzó por entre esta turba caótica y convulsa. El visitante llevaba su escudo para multitudes; los demás no íbamos tan protegidos, y nos acurrucábamos nerviosamente dentro de nuestros vehículos acorazados. De vez en cuando Vornan salía del suyo y caminaba por entre el gentío. El escudo funcionaba —nadie podía acercarse a él—, pero el simple hecho de que estuviera entre ellos hacía que la multitud entrara en éxtasis. Se empujaban unos a otros para acercarse a él, llegando hasta el límite extremo de la barrera electrónica y pegándose a ella, mientras que Vornan, resplandeciente, sonreía y hacía reverencias.

—Nos estamos convirtiendo en cómplices de toda esta locura —le dije a Kralick—. Nunca debimos permitir que ocurriera.

Kralick me dirigió una tensa sonrisa y me dijo que me calmase. Pero yo era incapaz de hacerlo. Esa noche Vornan permitió de nuevo que le entrevistaran, y lo que dijo entraba descaradamente en lo utópico. El mundo necesitaba desesperadamente una reforma; demasiado poder se había concentrado en un número excesivamente reducido de manos; era inminente una era de riqueza universal, pero sería precisa la cooperación de las masas ilustradas para que llegara.

—Hemos nacido de la basura —dijo—, pero tenemos la capacidad de convertirnos en dioses. Sé que puede hacerse. En mi tiempo no existe la enfermedad, no hay pobreza ni sufrimiento. La misma muerte ha sido abolida. Pero, ¿debe esperar la humanidad mil años para gozar de estos beneficios? Debéis actuar ahora. Ahora.

Parecía una llamada a la revolución.

De momento, Vornan no había expuesto ningún programa preciso. Lo único que hacía era lanzar llamamientos muy generales, pidiendo una transformación de nuestra sociedad. Pero incluso aquello se encontraba mucho más allá de las observaciones sarcásticas, oblicuas y burlonas que había acostumbrado hacer en los primeros meses de su estancia. Era como si su capacidad para causar problemas se hubiera visto muy ampliada; ahora se daba cuenta de que podía cometer diabluras infinitamente mayores hablando con las turbas en la calle y no divirtiéndose con individuos aislados. Kralick parecía ser tan consciente de eso como él; yo no comprendía la razón de que permitiese seguir con la gira y el porqué se ocupaba de que Vornan tuviera acceso a los canales de comunicación. Parecía incapaz de parar el curso de los acontecimientos, incapaz de interrumpir la revolución que él mismo había ayudado a fabricar.

De los motivos de Vornan nada sabíamos. Durante el segundo día en Buenos Aires se mezcló de nuevo con la multitud. Esta vez el gentío era mucho mayor que el día anterior, y rodearon a Vornan en una especie de obstinada insistencia, intentando desesperadamente llegar hasta él y tocarle. Al final tuvimos que sacarle de allí bajando una plataforma desde un helicóptero. Cuando se quitó el escudo para multitudes, estaba pálido y tembloroso. Nunca le había visto afectado por algo anteriormente, pero esta multitud lo había logrado. Contempló el escudo con escepticismo y dijo:

—Posiblemente hay peligros en todo esto. ¿Qué confianza se puede tener en el escudo?

Kralick le aseguró que estaba provisto de circuitos de redundancia que lo volvían a prueba de fallos. Vornan no parecía muy convencido. Nos dio la espalda, intentando recobrar la calma; lo cierto es que resultaba refrescante ver en él un síntoma de miedo. No podía culparle demasiado por temer a esa multitud, incluso con un escudo.

Volamos de Buenos Aires a Río de Janeiro a primera hora del 19 de noviembre. Intenté dormir, pero Kralick vino a mi compartimento y me despertó. Detrás de él se encontraba Vornan. En la mano de Kralick se veía la delgada masa de un escudo para multitudes plegado.

—Póngase esto —dijo.

—¿Para qué?

—Para que pueda aprender cómo usarlo. Lo llevará en Río.

Los restos de sueño se desvanecieron de mi mente.

—Oiga, Sandy, si piensa que voy a exponerme a esas multitudes…

—Por favor —dijo Vornan—. Te quiero a mi lado, Leo.

—Vornan ha estado algo nervioso debido al tamaño de las multitudes durante los últimos días —dijo Kralick—, y no quiere estar solo otra vez entre ellas. Me ha preguntado si podría convencerle para que le acompañara. Sólo le quiere a usted.

—Es cierto, Leo —dijo Vornan—. No puedo confiar en los otros. Contigo a mi lado no tendré miedo.

Era condenadamente persuasivo. Una mirada, una súplica y estuve listo para caminar con él a través de millones de aullantes adoradores. Le dije que haría lo que deseaba, y sus dedos tocaron mi mano y me murmuró su agradecimiento en voz baja, pero conmovedora. Después se fue. En cuanto se hubo ido me di cuenta de que todo aquello era una locura; y cuando Kralick me alargó el escudo para multitudes, meneé la cabeza.

—No puedo —dije—. Hable con Vornan. Dígale que he cambiado de opinión.

—Vamos, Leo… No puede pasarle nada.

—Si no le acompaño, ¿Vornan no irá tampoco por entre la gente?

—Eso es.

—Entonces hemos resuelto nuestro problema —dije—. Me negaré a ponerme el escudo. Vornan no podrá mezclarse con las multitudes. Le desconectaremos de la fuente de su poder. ¿No es lo que deseamos?

—No.

—¿No?

—Queremos que Vornan sea capaz de llegar a la gente. Le aman. Le necesitan. No nos atrevemos a negarles a su héroe.

—Entonces déles a su héroe. Pero no conmigo al lado.

—No empiece de nuevo con eso, Leo. Usted mismo es quien lo ha pedido. Si Vornan no hace una aparición en Río, eso destrozará las relaciones internacionales y sólo Dios sabe cuántas cosas más. No podemos correr el riesgo de frustrar a esa turba ocultándole.

—Entonces, ¿se me arroja a los lobos?

—¡Leo, los escudos son totalmente seguros! Ayúdenos por esta última vez.

La intensidad de la preocupación sentida por Kralick era irresistible, y al final accedí a honrar la promesa que le había hecho a Vornan. Mientras íbamos hacia el este sobre la cada vez más encogida tierra salvaje de la cuenca amazónica, Kralick me enseñó cómo usar el escudo para multitudes. Cuando empezamos nuestro arco de bajada, ya era un experto. Vornan estaba visiblemente contento de que yo hubiera accedido a ir con él. Habló sin contenerse del entusiasmo que notaba estando entre una multitud, y del dominio que tenía la sensación de ejercer sobre aquellos que se apiñaban a su alrededor. Yo le escuché, y hablé muy poco. Le observé con atención, grabando en mi mente la expresión de su rostro y el brillo de su sonrisa, pues tenía la impresión de que su visita a nuestra medieval era pronto podría estar llegando a su final.

La multitud de Río superaba a cuanto hubiéramos visto anteriormente. Vornan tenía que hacer una aparición pública en la playa; rodamos por las calles de la magnífica ciudad, dirigiéndonos hacia el mar, y no había ninguna playa visible: sólo un mar de cabezas delimitando la orilla, una multitud increíblemente densa que se empujaba y se apretaba extendiéndose desde las blancas torres de los edificios situados frente al océano hasta el confín de las olas, e incluso dentro del agua. Fuimos incapaces de penetrar semejante masa, y tuvimos que ir por el aire. Atravesamos la playa en helicóptero. Vornan resplandecía de orgullo.

—Por mí —dijo en voz baja—. Vienen aquí por mí. ¿Dónde está mi máquina de hablar?

Kralick le había proporcionado otro artefacto más: un traductor programado para convertir las palabras de Vornan en un fluido portugués. Mientras flotábamos sobre ese bosque de brazos morenos levantados hacia arriba, Vornan habló y sus palabras retumbaron por el claro aire del verano. No puedo responder de la traducción, pero las palabras que utilizó fueron elocuentes y conmovedoras. Habló del mundo de donde venía, narrando su armonía y serenidad, describiendo su libertad de la contienda y la muerte. Dijo que cada ser humano era único y apreciado en su valor. Comparó aquello con nuestra propia época, desagradable y llena de dificultades. Dijo que una multitud como la que veía bajo él era inconcebible en su tiempo, porque sólo el hambre compartida hace que se junte una multitud, y allí no podía existir ningún hambre tan desgarradora. ¿Por qué escogíamos vivir de esa forma, nos preguntó? ¿Por qué no librarnos de nuestras rigideces y orgullos, por qué no arrojar nuestros dogmas y nuestros ídolos bien lejos, derribando las barreras que encierran cada corazón humano? Que cada hombre amara a su prójimo igual que a un hermano. Que fueran abolidos los falsos anhelos. Que pereciera el deseo de poder. Que una nueva era de benevolencia fuese instaurada.

No eran sentimientos nuevos. Otros profetas los habían ofrecido. Pero hablaba con una sinceridad y un fervor tan monstruosos, que parecía estar acuñando de nuevo cada tópico sentimental. ¿Era éste el Vornan que se había reído del mundo en su cara? ¿Era éste el Vornan que había utilizado a los seres humanos como juguetes y herramientas? ¿Este orador que suplicaba e intentaba convencer con tan brillantes palabras? ¿Este santo? Yo mismo me hallé al borde de las lágrimas mientras le escuchaba. Y el impacto sobre aquellos que estaban en la playa, y los que seguían esto en las redes de noticias planetarias… ¿quién podía calcular eso?

El dominio de Vornan era completo. Su delgada figura, engañosamente parecida a la de un muchacho, ocupaba el centro del escenario mundial. Éramos suyos. Ahora, usando como arma la sinceridad en vez de la burla, había logrado apoderarse de todo.

Acabó de hablar.

—Y ahora, bajemos y caminemos entre ellos, Leo —me dijo.

Nos pusimos los escudos. Yo me encontraba al borde del terror; y el mismo Vornan, al mirar por encima de la escotilla del helicóptero hacia el remolineante manicomio de abajo, pareció flaquear durante un segundo ante la idea del descenso. Pero le esperaban. Gritaban pidiendo su presencia con voces enronquecidas por el amor. Por una vez el magnetismo funcionó en el otro sentido; Vornan fue atraído hacia ellos.

—Ve primero —me dijo—. Por favor.

Con una bravura suicida cogí los asideros y dejé que se me bajara los noventa metros que había hasta la playa. Un claro se abrió para mí. Toqué el suelo y sentí la arena resbalando bajo mis pies. La gente se lanzó hacia mí: un instante después se detuvieron, viendo que no era su profeta. Algunos rebotaron en mi escudo. Me sentí invulnerable, y mi temor se desvaneció al ver cómo el brillo ambarino rechazaba a quienes se aproximaban demasiado.

Ahora estaba bajando Vornan. Un rugido apagado retumbó en diez mil gargantas y fue subiendo de escala hasta convertirse en un alarido intolerable. Le reconocían. Se posó junto a mí, reluciendo con su propio poder, orgulloso de sí mismo, hinchado de alegría. Sabía lo que estaba pensando: para ser un don nadie, no lo había hecho tan mal. A pocos hombres se les concede convertirse en dioses durante sus vidas.

—Camina junto a mí —dijo.

Levantó los brazos y avanzó con paso lento, majestuoso, impresionante. Yo le acompañé igual que uno de los apóstoles menores. Nadie me prestaba atención, pero los adoradores se lanzaban sobre él, sus rostros distorsionados y transfigurados, sus ojos vidriosos. Ninguno podía tocarle. El maravilloso campo les apartaba a todos de tal forma que no se producía ni tan siquiera el impacto de la colisión.

Caminamos diez metros, veinte, treinta. La multitud se abrió ante nosotros y luego volvió a comprimirse, no habiendo nadie dispuesto a creer en la realidad del campo. Aun estando protegido de aquella forma, sentí la enorme fuerza acumulada en aquella multitud. Quizá hubiese un millón de brasileños rodeándonos; quizá cinco millones. Éste era el mayor momento de Vornan. Siguió avanzando, adelante, adelante, asintiendo, sonriendo, extendiendo su mano, aceptando graciosamente el homenaje ofrecido.

Un negro gigantesco, desnudo hasta la cintura, apareció ante él, reluciendo de sudor, la piel casi purpúrea. Durante un segundo su silueta se recortó contra el brillante cielo de verano.

—¡Vornan! —gritó con una voz parecida al trueno—. ¡Vornan!

Extendió sus dos manos hacia Vornan… y le cogió del brazo.

La imagen está grabada en mi mente: esa mano negra como el azabache agarrando la tela verde claro del traje de Vornan. Y Vornan dando la vuelta, el ceño fruncido, mirando la mano, comprendiendo repentinamente que su escudo había dejado de protegerle.

—¡Leo! —gritó.

Hubo un terrible precipitarse hacia él. Oí gritos de éxtasis. La multitud estaba perdiendo el control.

Ante mí bailaron los asideros de la plataforma del helicóptero. Los cogí y fui alzado hacia la seguridad. Miré hacia abajo sólo después de haber subido al aparato; vi el informe agitarse de la turba en la playa y me estremecí.

Hubo varios centenares de bajas. Jamás se descubrió rastro alguno de Vornan.

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