QUINCE

Kolff fue enterrado en Nueva York con grandes honores académicos. Detuvimos nuestra gira durante unos cuantos días por respeto hacia él. Vornan asistió al funeral; sentía una gran curiosidad hacia las costumbres de nuestros entierros. Su presencia en la ceremonia estuvo a punto de ocasionar una crisis, pues los académicos vestidos con sus togas intentaron verle más de cerca y hubo un momento en el cual pensé que hasta el ataúd acabaría siendo derribado en la confusión. Tres libros fueron a la tumba junto con Kolff. Dos eran obras suyas; el tercero fue la traducción al hebreo de La Nueva Revelación. Eso me enfureció, pero Kralick me dijo que había sido idea del propio Kolff. Tres o cuatro días antes del fin le había entregado una cinta sellada a Helen McIlwain, y ésta acabó resultando contener las instrucciones para su entierro.

Tras el período de luto nos dirigimos nuevamente hacia el este para continuar la gira con Vornan. Resultaba sorprendente lo pronto que dejó de importarnos la muerte de Kolff; ahora éramos cinco en vez de seis, pero la conmoción de su colapso se fue empequeñeciendo y muy pronto volvimos a la rutina. Sin embargo, y a medida que el tiempo se iba haciendo más cálido, pronto se fueron haciendo aparentes ciertos callados cambios de ánimo.

La distribución de La Nueva Revelación parecía haberse completado -dado que prácticamente todos los habitantes del país tenían un ejemplar- y las multitudes que seguían los movimientos de Vornan eran más grandes cada día. También estaban surgiendo profetas subsidiarios, intérpretes del mensaje que Vornan le traía a la humanidad. El foco de gran parte de tal actividad estaba en California, como de costumbre, y Kralick tomó grandes precauciones para mantener a Vornan fuera de tal estado. Ese culto creciente le inquietaba, al igual que me inquietaba a mí y a todos nosotros. Sólo Vornan parecía disfrutar con la presencia de su rebaño. Pero incluso él parecía aprensivo en algunas ocasiones, como cuando tomamos tierra en un aeropuerto y encontramos un mar de volúmenes con tapas rojas que relucía a la luz del sol. Por lo menos, yo tenía la impresión de que las multitudes realmente considerables le hacían sentirse incómodo; pero la mayor parte del tiempo parecía complacerse con la atención que conseguía. Un periódico de California había sugerido muy seriamente que Vornan fuera nominado para presentarse al Senado en la siguiente elección. Cuando apareció la noticia, me encontré a Kralick riéndose, con un ejemplar de dicho periódico en las manos.

—Si Vornan llega a ver esto alguna vez, podríamos meternos en un buen lío —dijo.

Por suerte no habría ningún senador Vornan. Unos instantes después, más tranquilos, nos persuadimos de que no podía cumplir con los requisitos de residencia y también dudábamos de que los tribunales aceptaran a un miembro de la Centralidad como ciudadano de los Estados Unidos, a no ser que Vornan tuviese alguna forma de probar que la Centralidad era la sucesora de hecho legalmente constituida de la soberanía nacional de los Estados Unidos.

Los planes de la gira exigían que Vornan fuera llevado a la Luna a finales de mayo para ver las instalaciones que se habían creado allí recientemente. Supliqué ser excluido de aquello; realmente, no tenía deseo alguno de visitar los palacios del placer de Copérnico y me parecía que ese tiempo extra podía utilizarlo para poner en orden mis asuntos personales en Irvine, dado que el semestre estaba acabando. Kralick quería que yo fuese a la Luna, especialmente dado que ya había gozado de un permiso; pero no tenía ninguna forma real de obligarme a ello, y al final me dejó tener otro permiso. Acabó decidiendo que un comité de cuatro miembros podía manejar a Vornan tan bien como uno de cinco.

Pero cuando partieron hacia la base lunar, el comité tenía sólo tres miembros.

Fields dimitió la víspera de la salida. Kralick tendría que haberlo previsto, dado que Fields llevaba semanas enteras gruñendo y murmurando, y su estado de ánimo hacia toda la misión era de una obvia rebeldía. Como psicólogo, Fields había estado estudiando las respuestas de Vornan al ambiente a medida que íbamos desplazándonos, y había acabado encontrándose con dos o tres evaluaciones contradictorias y mutuamente exclusivas. Dependiendo de su propio clima emocional, Fields llegaba a la conclusión de que Vornan era un impostor o que no lo era, y entregó informes cubriendo prácticamente todas y cada una de las posibilidades. Mi evaluación particular de las conclusiones de Fields era que resultaban inútiles. Sus interpretaciones cósmicas de los actos de Vornan eran en sí mismas huecas y nebulosas, pero yo habría podido perdonarle eso si al menos Fields hubiera logrado mantener la misma opinión durante más de dos semanas consecutivas.

Sin embargo, su dimisión del comité no se produjo por motivos ideológicos. Fue provocada por algo no más profundo que los celos y la mezquindad. Y debo admitir, aunque Fields me gustaba muy poco, que en tal ocasión simpaticé con él.

El problema surgió a causa de Aster. Fields seguía persiguiéndola en una especie de misión romántica sin esperanzas, que era tan repugnante para el resto de nosotros como deprimente para él. Aster no le quería: eso estaba totalmente claro, incluso para Fields. Pero la proximidad le hace cosas extrañas al ego de un hombre, y Fields seguía intentándolo. Sobornaba a los empleados de hotel para que le dieran la habitación contigua a la de Aster y buscaba formas de meterse de noche en su dormitorio. Aster estaba disgustada, aunque no tanto como lo estaría de haber sido una auténtica mujer de carne y hueso; en muchos aspectos era tan artificial como sus propios celentéreos y no le daba demasiada importancia a los byronianos jadeos y suspiros de su excesivamente ardiente enamorado.

Como me contó Helen McIlwain, Fields empezó a estar cada vez más visiblemente afectado por este trato. Finalmente, una noche en la que todos los demás nos hallábamos en otro sitio le pidió sin más rodeos a Aster que pasara la noche con él. Ella dijo que no. Entonces Fields le soltó unos cuantos comentarios bastante feroces sobre los defectos que había en la libido de Aster. La acusó a gritos de frigidez, perversidad, malevolencia y varias otras clases de mal comportamiento que podían resumirse en esto: era una perra. En cierto modo, probablemente cuanto dijo sobre Aster era cierto, con un factor limitativo: era una perra sin pretenderlo. No creo que ella hubiera estado intentando provocarle o excitarle. Sencillamente, no había logrado entender el tipo de respuesta que se aguardaba de ella.

Pero esta vez se acordó de que era una mujer, y dejó destrozado a Fields de una forma notablemente femenina. Delante de Fields y de todo el mundo invitó a Vornan a que compartiera su cama con ella esa noche. Dejó totalmente claro que se estaba ofreciendo a Vornan sin ningún tipo de reservas. Me gustaría haber visto aquello. Tal y como lo expresó Helen, Aster tenía por primera vez un aspecto femenino: los ojos brillantes, los labios tensos, el rostro ruborizado y las garras al descubierto. Naturalmente, Vornan hizo lo que le pedía y los dos partieron juntos, Aster tan radiante como una novia en su noche de bodas. Por lo que yo sé, quizá ése fuera el concepto que tenía del asunto.

Fields no pudo seguir aguantando. No puedo culparle; Aster le había castrado de una forma francamente definitiva, y era esperar demasiado que se quedara rondando más tiempo por ahí para recibir otra dosis del mismo tratamiento. Le dijo a Kralick que se marchaba. Naturalmente, Kralick le pidió que se quedara, apelando a su deber patriótico, sus obligaciones para con la ciencia y etcétera…, un montón de abstracciones que yo sé resultan tan vacías para Kralick como para el resto de nosotros. No era más un discurso ritual, y Fields lo ignoró. Esa noche hizo su equipaje y se marchó, con lo que -según Helen- se ahorró el ver a Vornan y Aster emergiendo de los aposentos nupciales a la mañana siguiente con los rostros iluminados por el recuerdo de las delicias compartidas.

Mientras ocurría todo esto, yo me encontraba de nuevo en Irvine. Al igual que cualquier ciudadano corriente, seguí a Vornan por la pantalla cuando me acordaba de conectarla. Mis pocos meses con él parecían ahora todavía menos reales que cuando estaban ocurriendo; tenía que hacer un esfuerzo para convencerme a mí mismo de que no lo había soñado todo. Pero no era ningún sueño. Vornan estaba ahí arriba, en la Luna, llevado de un lado a otro por Kralick, Helen, Heyman y Aster. Kolff estaba muerto. Fields había regresado a Chicago. Me llamó desde allí a mediados de junio; dijo que estaba escribiendo un libro sobre sus experiencias con Vornan y quería repasar unos cuantos detalles conmigo. No dijo nada sobre sus motivos para dimitir.

Olvidé rápidamente a Fields y su libro. También intenté olvidarme de Vornan-19. Volví a mi trabajo, que tanto había descuidado, pero lo hallé insatisfactorio, vacío e incapaz de hacerme bien alguno. Supongo que debía resultar una figura bastante patética: vagaba sin rumbo por el laboratorio, hurgando por entre las cintas de los viejos experimentos, tecleando de vez en cuando algo nuevo en el ordenador y soportando con bostezos las entrevistas con mis estudiantes. El rey Lear entre las partículas elementales: demasiado viejo, demasiado atontado y demasiado cansado para entender mis propias preguntas. Durante ese mes tuve la sensación de que todos aquellos jóvenes me miraban con pena y me seguían la corriente. Me sentía igual que si tuviese ochenta años de edad. Sin embargo, ninguno de ellos fue capaz de hacerme ninguna sugerencia con la que abrirnos paso a través de la barrera que había detenido nuestra investigación. También ellos se encontraban atascados; la diferencia radicaba en que ellos tenían confianza en que bastaba seguir investigando para que diéramos con algo, mientras que yo parecía haber perdido el interés no tan sólo en la búsqueda, sino también en el objetivo.

Naturalmente, todos sentían gran curiosidad hacia mis opiniones sobre la autenticidad de Vornan-19. ¿Había descubierto algo sobre su método para desplazarse en el tiempo? ¿Pensaba que realmente se había desplazado por el tiempo? ¿Qué implicaciones teóricas podían hallarse en el hecho de su visita?

No tenía respuestas. Las preguntas pronto se hicieron tediosas. Y así me pasé un mes sin hacer nada, perdiendo el tiempo, fingiendo que trabajaba. Es posible que hubiese debido dejar nuevamente la Universidad para visitar a Shirley y Jack. Pero mi última visita a ese lugar había sido más bien inquietante, porque reveló abismos y cráteres inesperados en su matrimonio, y me asustaba volver…, pues temía descubrir que hubiese perdido el único lugar de refugio que me quedaba. Tampoco podía seguir huyendo de mi trabajo, por muy deprimente y moribundo que estuviese. Me quedé en California. Visitaba mi laboratorio cada día o cada dos días. Repasé los trabajos de mis estudiantes. Evité las cascadas de gente de los medios de comunicación que deseaban interrogarme sobre Vornan-19. Dormí mucho, algunas veces doce y trece horas de un tirón, con la esperanza de que podría pasar todo este período de dudas y mal humor a base de sueño. Leí novelas, poesía y obras de teatro de una forma obsesiva, en auténticos ataques de lectura. Se puede adivinar mi estado anímico si digo que me abrí paso a través de los Libros Proféticos de Blake en cinco noches consecutivas, sin saltarme ni una sola palabra.

Aquellos delirios llenos de inspiración siguen nublando mi mente incluso ahora, medio año después. También leí todo Proust y gran parte de Dostoievski, y una docena de recopilaciones de las pesadillas que pasaban por ser obras de teatro en la época jacobina. Todo aquello era arte apocalíptico para unos tiempos apocalípticos, pero gran parte de lo que leía se esfumaba tan pronto como había pasado por mi vidriosa retina, dejando tan sólo un residuo: Charlus, Svidrigailov, la duquesa de Malfi, Vindice, la Odette de Swann. Los nebulosos sueños de Blake aún perduran: Enitharmon y Urizén, Los, Ore, el majestuoso Golgonooza:

Pero sangre heridas gritos de pena clarines de guerra,

corazones puestos al descubierto por la gran espada,

entrañas ocultas en acero labrado desgarradas y tiradas al suelo.

¡Haz venir tus sonrisas de suaves engaños,

haz que acudan tus nubes de lágrimas!

Oiremos tus suspiros como estridentes trompetas

cuando el luto haga renovarse la sangre.

Durante este tiempo febril de soledad y confusión interior le presté muy poca atención a los dos movimientos de masas enfrentados que turbaban al mundo, el que llegaba y el que se marchaba. Los Apocaliptistas no se habían extinguido, ni mucho menos; y sus desfiles, sus alborotos y orgías todavía continuaban, aunque con una especie de cansina tozudez que no resultaba demasiado diferente de los estremecimientos galvánicos que movieron el brazo muerto de Lloyd Kolff. Su tiempo había terminado. De quienes todavía no se habían comprometido con ninguno de los dos bandos, no había ya muchos dispuestos a creer que el Armagedón llegaría el 1º de enero del año 2000…, no con Vornan yendo de un lado a otro como prueba viviente de lo contrario. Yo pensaba que quienes tomaban parte ahora en los levantamientos Apocaliptistas eran aquellos para quienes la orgía y la destrucción se habían convertido en una forma de vida; en sus piruetas y sus gestos ya no había nada teológico.

Dentro de este grupo de alborotadores había el duro núcleo de los devotos, los que esperaban hambrientos el inminente Día del Juicio Final, pero estos fanáticos perdían terreno a cada momento. En julio, faltando menos de seis meses para que llegara el día del holocausto designado, a los observadores imparciales les parecía que el credo de los Apocaliptistas sucumbiría a la inercia mucho antes de que llegaran las supuestas últimas semanas de la humanidad. Ahora sabemos que se equivocaban, pues cuando pronuncio estas palabras sólo faltan ocho días para que llegue la hora de la verdad; y los Apocaliptistas siguen acompañándonos en gran número. Esta noche es la víspera de Navidad del año 1999…, el aniversario de la manifestación de Vornan en Roma, ahora me doy cuenta de ello.

Si en julio los Apocaliptistas daban la impresión de estarse esfumando, ese otro culto, el culto sin nombre de la adoración a Vornan, estaba cobrando impulso de forma innegable. Carecía de tesis y de propósito; el objetivo de quienes se adherían a él parecía ser tan sólo acercarse a la figura de Vornan y pregonar a gritos su excitada aprobación de lo que era. La Nueva Revelación era su único texto, un retazo incoherente e inconexo de entrevistas y conferencias de prensa en el que había incrustadas aquí y allá asombrosas joyas que Vornan había dejado caer. Sólo pude dar con dos afirmaciones del Vornanismo: que la vida sobre la Tierra es un accidente causado por el descuido de unos visitantes interestelares, y que el mundo no será destruido el próximo 1º de enero. Supongo que habrá religiones fundadas sobre bases aún más parcas que éstas, pero no se me ocurre ningún ejemplo. Sin embargo, los Vornanitas siguieron congregándose alrededor de la enigmática y carismática figura de su profeta. Sorprendentemente, hubo muchos que le siguieron hasta la Luna, creando multitudes que no habían sido vistas allí desde la apertura del centro comercial en Copérnico unos cuantos años antes. El resto se congregó ante gigantescas pantallas -erigidas en las plazas por avispadas empresas- y observó en masa la transmisión desde la Luna. Y a mi vez, también yo veía ocasionalmente los programas sobre estas reuniones de masas.

Lo que más me inquietaba de este movimiento era su falta de forma clara. Estaba esperando la mano de quien lo moldeara. Si Vornan decidía hacerlo, podría darle a su culto ímpetu y dirección con tan sólo pronunciar unas cuantas afirmaciones ex cathedra. Podía pedir guerras santas, disturbios políticos, que se bailara en las calles, la abstinencia de todo estimulante o el abuso de éstos… y millones de personas le obedecerían. Hasta el momento no había querido hacer uso de ese poder. Quizá sólo ahora empezaba a comprender poco a poco que tal poder estaba a su disposición. Había visto cómo Vornan sumía en el caos una fiesta privada con unos cuantos gestos despreocupados de su mano; ¿qué no podría hacer cuando hubiera aferrado las palancas que controlan el mundo?

La fuerza de su culto era impresionante, y también lo era la velocidad a la que crecía. Su ausencia -debida al viaje a la Luna- no parecía tener la más mínima importancia. Incluso desde lejos ejercía una atracción tan poderosa e irracional como el tirón de la propia Luna sobre nuestros mares. Era todo para todos los hombres, de una forma más precisa de la que puede reflejar esa frase tan gastada; había quienes le amaban por su alegre nihilismo, y otros que le veían como un símbolo de estabilidad en un mundo vacilante. No dudo de que su atractivo básico era el de una deidad: no como Jehová u Odín, una remota y barbuda figura paterna, sino como un Joven Dios dinámico, apuesto y alegre, la encarnación de la primavera y la luz, las fuerzas creadoras y destructoras unidas en una sola síntesis. Era Apolo. Era Baldur. Era Osiris. Pero también era Loki, y los viejos creadores de mitos no habían pensado en esa combinación.

Su visita a la Luna se vio prolongada varias veces. Creo que era intención de Kralick —trabajando en nombre del Gobierno, claro está— el mantener a Vornan lejos de la Tierra tanto tiempo como fuera posible, para que así las peligrosas emociones engendradas por su llegada en el último año del viejo milenio pudieran tener oportunidad de apaciguarse. Se había previsto que estaría allí sólo hasta finales de junio, pero a finales de julio seguía en la Luna. En las pantallas le veíamos fugazmente en los baños de gravedad, o examinando con expresión grave los tanques hidropónicos, o haciendo esquí a reacción, o mezclándose con un selecto grupo de celebridades internacionales en las mesas de juego. Y me fijé en que Aster estaba a su lado con bastante frecuencia: con un extraño aspecto de majestuosidad, su delgado cuerpo ataviado con vestidos sorprendentemente reveladores y asombrosamente poco propios del estilo de Aster. De vez en cuando se veía en el fondo a Helen y Heyman, una pareja mal avenida a la que unía el detestarse mutuamente, y algunas veces distinguí la imponente silueta de Sandy Kralick, con el rostro lúgubre y serio, meditando en la increíble misión que se le había asignado.

A finales de julio se me notificó que Vornan iba a volver, y que se necesitarían nuevamente mis servicios. Se me dio instrucciones para que fuera al espaciopuerto de San Francisco dentro de una semana y esperase el aterrizaje de Vornan. Un día después recibí un ejemplar de un desagradable y delgado panfleto que estoy seguro no mejoró el estado anímico de Sandy Kralick. Era un librito de tapas relucientes encuadernado en rojo para imitar a La Nueva Revelación; su título era La Novísima Revelación y su autor era Morton Fields. El ejemplar que me llegó iba firmado y dedicado por el autor. Antes de que pasara mucho tiempo había millones de ejemplares en circulación, no porque el librito tuviera ningún interés propio, sino porque algunos lo confundieron con su modelo original y porque otros, que coleccionaban cualquier pedazo de papel impreso que tuviera relación con el advenimiento de Vornan-19, lo buscaron codiciosamente.

La Novísima Revelación eran las desagradables memorias en que Fields describía sus experiencias durante la gira con Vornan. Básicamente, era la forma de airear su odio hacia Aster. No la nombraba —supongo que por miedo a las leyes antilibelo—, pero nadie podía dejar de identificarla, dado que sólo había dos mujeres en el comité y Helen McIlwain era mencionada por su nombre. El retrato de Aster que emergía del librito no era uno que correspondiese a la Aster Mikkelsen que yo había conocido; Fields la mostraba como una zorra traicionera, astuta, llena de engaños y, por encima de todo lo demás, totalmente desprovista de moral; un monstruo que había llevado a Lloyd Kolff hasta la tumba con su insaciable apetito sexual y que había cometido con Vornan-19 todas las abominaciones conocidas por el hombre. Entre sus crímenes menores estaba el haber atormentado deliberada y sádicamente al único miembro virtuoso y cuerdo de nuestro grupo… el cual, por supuesto, era Morton Fields. Había escrito:

«Aquella mujer viciosa y llena de caprichos sacaba un extraño placer de afilarse las garras en mí. Yo era su víctima más fácil. Por haber dejado claro desde el principio que me desagradaba, me puso trampas para llevarme a su cama… y cuando la rechacé, eso hizo que aumentara aún más su determinación de añadirme a su colección de cabelleras. Sus provocaciones se volvieron flagrantes y desvergonzadas, hasta que en un instante de debilidad me encontré a punto de ceder ante ellas. Y entonces, por supuesto, me denunció con gran alegría como a un Don Juan, humillándome sin escrúpulos ante los otros y…»

Y así seguía. El tono gimoteante se mantenía durante todo el libro. Fields no perdonaba a ninguno de nosotros. Helen McIlwain era una pos-adolescente de cabeza hueca y de físico un tanto pasado; Lloyd Kolff era una especie de bebé envejecido que había progresado gracias a la lujuria y la glotonería, y el astuto uso de una mente que sólo contenía versos eróticos; F. Richard Heyman era un tipo tieso y arrogante -no me parece que la definición de Heyman hecha por Fields sea injusta-, y Kralick era despachado como un sicario del Gobierno que intentaba esforzadamente quedar bien con todo el mundo, y que estaba dispuesto a cualquier compromiso con tal de evitar problemas. Fields no se andaba con rodeos en cuanto al papel jugado por el Gobierno en el asunto de Vornan. Decía con toda claridad que el Presidente había ordenado que se aceptaran todas las afirmaciones de Vornan para así deshinchar el movimiento de los Apocaliptistas. Esto era cierto, naturalmente; pero nadie lo había admitido en público antes, y desde luego, nadie con una posición tan alta dentro de los círculos que rodeaban a Vornan como era Fields. Por suerte, enterraba su queja en un pasaje largo y confuso dedicado a los rasgos paranoides de la mente nacional, y sospecho que a la mayor parte de los lectores se les pasó por alto aquel punto en concreto.

En las opiniones de Fields yo era retratado con bastante precisión. Me describía como un tipo distante, superficial, falsamente profundo, una parodia de filosofo que invariablemente retrocedía aterrorizado ante cualquier problema difícil. No me gustan esas acusaciones, pero sospecho que debo confesarme culpable de todas ellas. Fields hacía alusión a mi excesiva promiscuidad, mi falta de compromiso real con cualquier tipo de causa y mi exceso de tolerancia ante los defectos de quienes me rodeaban. Sin embargo, en su párrafo sobre mí no había veneno. A él yo no le había parecido un estúpido ni un villano, sino más bien una figura neutral de poco interés. Así sea.

El desagradable cotilleo de Fields sobre sus compañeros del comité no habría bastado por sí solo para que su libro tuviera demasiada audiencia fuera de los círculos académicos, y no justificaría el que yo hablara aquí en forma tan extensa de él. Pero el núcleo de su ensayo era su «novísima revelación», su análisis de Vornan-19. Aunque confusa, laberíntica, aburrida y redactada en un estilo envarado, esta parte del libro lograba transmitir la suficiente cantidad del carisma de Vornan como para atraer a los lectores. Y de esta forma, el estúpido librito de Fields logró una influencia totalmente desproporcionada a su contenido real.

Sólo consagraba unos cuantos párrafos al problema de si Vornan era auténticamente lo que decía ser. Durante el curso de los últimos seis meses, Fields había mantenido toda una variedad de opiniones contradictorias sobre ese tema, y aquí había logrado amontonar todas esas contradicciones en un breve espacio. En efecto, decía que probablemente Vornan no era un impostor, pero que nos estaría muy bien empleado a todos el que sí lo fuera, y en cualquier caso, aquello no importaba. Lo que importaba no era la verdad absoluta concerniente a Vornan, sino sólo su impacto sobre el año 1999. En esto pienso que Fields tenía razón. Fraude o no, el efecto de Vornan sobre nosotros era innegable, y el poder de su paso a través de nuestro mundo era auténtico, incluso si Vornan como viajero del tiempo quizá no lo fuese.

Así pues, Fields manejaba el problema envolviéndolo en un amasijo de ambigüedades confusas, y pasaba a una interpretación del papel cultural de Vornan entre nosotros. Era muy sencillo, decía Fields. Vornan era un dios. Era deidad y profeta en una sola persona, un omnipotente autopropagandista de sí mismo, ofreciéndose como la personificación de todos los vagos anhelos sin foco concreto, sentidos por un planeta cuya gente había tenido demasiada comodidad, demasiada tensión y demasiado miedo. Era un dios para nuestros tiempos, emitiendo electricidad que podía ser producida por pilas energéticas implantadas quirúrgicamente o podía no serlo; un dios que, al igual que Zeus, se llevaba a los mortales a su cama; un dios que causaba problemas; un dios escurridizo, elusivo y evasivo que se consentía todos los caprichos sin ofrecer nada, y aceptándolo casi todo.

Es preciso comprender que, al resumir los pensamientos de Fields, los estoy comprimiendo mucho y que también estoy desenredándolos, podando las espinas y los zarzales de su excesivo dogmatismo, y dejando sólo la teoría interior con la cual yo mismo estoy totalmente de acuerdo. Desde luego, Fields había captado la esencia de nuestra respuesta a Vornan.

En ninguna parte de La Novísima Revelación afirmaba Fields que Vornan-19 fuese literalmente divino, así como tampoco ofrecía una opinión final respecto a la autenticidad de su afirmación en cuanto a haber venido del futuro. A Fields no le importaba si Vornan era auténtico o no y, desde luego, no pensaba que fuese un ser sobrenatural en ningún aspecto. Lo que realmente estaba diciendo —y lo creo de todo corazón— es que nosotros mismos habíamos hecho un dios de Vornan. Habíamos necesitado una deidad para que estuviera por encima nuestro cuando entráramos en nuestro nuevo milenio, pues los viejos dioses habían abdicado; y Vornan había llegado para colmar nuestra necesidad. Fields estaba analizando a la humanidad, no evaluando a Vornan.

Pero, naturalmente, el grueso de la humanidad es incapaz de absorber distinciones tan sutiles. ¡Aquí había un libro encuadernado de rojo, afirmando que Vornan era un dios! No importaban las vacilaciones y las dudas, no importaban todos los rodeos y oscuridades eruditas. ¡La condición divina de Vornan había sido proclamada oficialmente! Y de «es un dios» a «es Dios» hay un trayecto muy corto. La Novísima Revelación se convirtió en un texto sagrado. ¿Acaso no decía con palabras bien claras, palabras impresas, que Vornan era divino? ¿Podían ignorarse tales palabras?

El proceso mágico siguió todas las expectativas naturales. El pequeño panfleto rojo fue traducido a todos los idiomas de la humanidad, pues servía de justificación sagrada a la locura de la adoración de Vornan. Los fieles tenían un talismán más que llevar encima. Y Morton Fields se convirtió en el San Pablo del nuevo credo, el agente de prensa del profeta. Aunque nunca volvió a ver a Vornan y nunca tomó parte activa en el movimiento que había ayudado a crear involuntariamente, a través de su pequeño y repugnante libro, Fields ya se ha convertido en una presencia invisible de gran significado dentro del movimiento que ahora barre el mundo. Sospecho que acabará siendo puesto en un lugar de altura dentro del santoral en cuanto se hayan escrito las nuevas hagiografías.

Leyendo mi ejemplar del libro de Fields a principios de agosto, antes de que hubiera sido editado, no logré suponer el impacto que tendría. Lo leí rápidamente con esa fría fascinación que se siente al levantar una roca de la playa para dejar al descubierto las viscosas criaturas blancas que se agitan bajo ella, y luego lo dejé a un lado, divertido y repelido, y lo olvidé todo sobre él hasta que su importancia se hizo manifiesta.

Cuando llegó el momento, fui a San Francisco para recibir a Vornan a su regreso del espacio. En el espaciopuerto había las precauciones y subterfugios habituales. Mientras que una multitud rugiente agitaba La Nueva Revelación bajo un cielo grisáceo cubierto de niebla, Vornan avanzó por un pasillo subterráneo hasta una zona de recepción situada en los límites del espaciopuerto.

Me dio un cálido apretón de manos.

—Leo, tendrías que haber venido —dijo—. Fue una auténtica delicia. Yo afirmaría que ese complejo de la Luna es el triunfo de tu era… ¿Qué has estado haciendo?

—Leyendo, Vornan. Descansando. Trabajando.

—¿Y ha servido de algo?

—No ha servido de nada.

Tenía buen aspecto, relajado y tan lleno de confianza como siempre. Parte de su brillo se había transferido al rostro de Aster, que se mantenía siempre junto a él de una forma francamente posesiva, ahora ya no la mujer vacía, ausente y cristalina que recordaba, sino una cálida y apasionada, que por fin había despertado plenamente para ser consciente de su espíritu. No importaba cómo hubiera obrado tal milagro, indudablemente era su logro más impresionante. Su transformación era notable. Mis ojos se encontraron con los suyos y en sus líquidas profundidades vi una sonrisa secreta.

Por su parte, Helen McIlwain parecía vieja y cansada: sus rasgos flácidos, el cabello reseco y el cuerpo un poco encorvado. Por primera vez tenía el aspecto de una mujer de mediana edad. Luego descubrí lo que la obsesionaba: tenía la sensación de haber sido derrotada por Aster, pues durante todo el tiempo había dado por sentado que Vornan la miraba como a una especie de consorte y estaba muy claro que dicho papel había pasado ahora a ser desempeñado por Aster. También Heyman parecía debilitado. La pesadez teutónica que tanto me disgustaba le había abandonado. Habló muy poco, no me saludó y en su rostro había una expresión distante, absorta y preocupada. Me recordó a Lloyd Kolff en sus últimas semanas. Obviamente, la exposición prolongada a Vornan tenía sus peligros. Incluso Kralick, duro y resistente, tenía cara de haberse visto sometido a graves pruebas. Cuando extendió su mano hacia mí le temblaban los dedos: los tenía muy separados unos de otros, y tuvo que hacer un claro esfuerzo de voluntad para unirlos.

Superficialmente, sin embargo, la reunión fue agradable. No se dijo nada sobre las tensiones a que pudiera estar sometido ninguno de ellos, ni tampoco sobre la apostasía del odioso Fields. Acompañé a Vornan en el desfile motorizado hasta la parte baja de San Francisco, y a lo largo de todo el camino había multitudes lanzando vítores, bloqueándolo de vez en cuando, al igual que si hubiera llegado alguien de la más alta importancia.

Reanudamos nuestra gira interrumpida. A esas alturas, Vornan ya había visto gran parte de lo que se consideraba una muestra representativa de los Estados Unidos, y el itinerario pedía de él que viajase al extranjero.

Teóricamente, la responsabilidad de nuestro Gobierno tendría que haber terminado en ese punto. No nos habíamos encargado de guiar a Vornan durante los primeros días de su visita al siglo veinte, cuando había estado explorando -y desmoralizando- las capitales de Europa; ahora, ya que se iba hacia el oeste, tendríamos que haberle entregado a otros. Pero las responsabilidades tienen el poder de acabar haciéndose a sí mismas institucionales. Sandy Kralick vio cómo se le encargaba el trabajo de llevar a Vornan de un sitio a otro, pues era la principal autoridad del mundo en ese problema; y Aster, Helen, Heyman y yo mismo nos vimos arrastrados hacia la órbita de Vornan. No protesté. Sentía un clarísimo deseo de huir a la necesidad de enfrentarme con mi propio trabajo.

Así pues, viajamos. Nos dirigimos a México, hicimos una gira por las ciudades muertas de Chichen Itzá y Uxmal, visitamos las pirámides mayas a medianoche y nos desplazamos a Ciudad de México para echarle un vistazo a la metrópoli más vibrante del hemisferio. Vornan aceptó todo aquello callado y con calma. Su nuevo estado anímico, evidenciado por primera vez en primavera, había seguido acompañándole hasta este final del verano. Ya no cometía ofensas verbales, ya no soltaba impredecibles y escabrosos comentarios, ya no se podía contar con que trastornara cualquier plan o programa en el cual estuviera involucrado. Sus acciones parecían ahora lánguidas y escasas. Ya no se tomaba la molestia de hacernos enfurecer.

Me pregunté a qué se debería eso. ¿Estaba enfermo? Su sonrisa era tan deslumbrante como siempre, pero no había vitalidad detrás de ella; ahora todo en Vornan era fachada. Realizaba todos los gestos y movimientos precisos en una gira por el globo, y respondía de forma puramente mecánica a cuanto veía. Kralick parecía preocupado. También él prefería el demonio al autómata, y se preguntaba por qué su animación le había abandonado.

Pasé bastante tiempo con Vornan mientras íbamos velozmente hacia el oeste, de Ciudad de México a Hawaii, y de allí a Tokio, Beijing, Angkor, Melbourne, Tahití y la Antártida. No había perdido totalmente mi esperanza de conseguir sacarle alguna información precisa sobre los puntos científicos que me preocupaban; pero aunque fracasé en eso, aprendí un poco más sobre el propio Vornan. Descubrí por qué estaba tan alicaído aquellos días.

Habíamos dejado de interesarle.

Le aburríamos. Nuestras pasiones, nuestros monumentos, nuestras tonterías, nuestras ciudades, nuestras comidas, nuestros conflictos, nuestras neurosis… lo había probado todo y el sabor había acabado apagándose. Me confesó que se encontraba terriblemente cansado de ser llevado de un lado a otro sobre la faz de nuestro mundo.

—Entonces, ¿por qué no vuelves a tu tiempo? —pregunté.

—Todavía no, Leo.

—Pero si tanto te cansamos y te aburrimos…

—Creo que de todas formas me quedaré un poco más. Puedo soportar el aburrimiento durante cierto tiempo. Quiero ver cómo acaban las cosas.

—¿Qué cosas?

—Las cosas —dijo.

Le repetí esto a Kralick, quien se limitó a encogerse de hombros.

—Esperemos que vea pronto cómo acaban las cosas —dijo Kralick—. No es el único que está cansado de tanto viajar.

El ritmo de nuestro viaje se aceleró, como si Kralick deseara que Vornan se hartase por completo del siglo XX. Las imágenes y las texturas se confundieron en un veloz torbellino; fuimos zigzagueando desde la blanca desolación de la Antártida al trópico de Ceilán y luego cruzamos la India y el Cercano Oriente, fuimos en falúa por el Nilo, viajamos hasta el corazón de África y volamos de una resplandeciente capital a otra. Allí donde fuéramos, incluso en los países más atrasados, la recepción era delirante. Miles de personas se presentaban para saludar a la deidad que les visitaba. Para aquel entonces —ya casi estábamos en octubre—, el mensaje de La Novísima Revelación había tenido tiempo para hacer su efecto. Las metáforas de Fields fueron transformadas en afirmaciones; no había ninguna Iglesia Vornanita en el sentido formal de la palabra, pero estaba muy claro que la histeria de masas carente de foco se estaba agrupando en un movimiento religioso.

Mis temores de que Vornan intentara tomar el control de tal movimiento se demostraron infundados. Las multitudes le aburrían ahora tanto como los laboratorios y las plantas de energía. Respondía a las turbas rugientes desde balconadas bien protegidas igual que un César, alzando la mano; pero no se me escapaban el aleteo de sus fosas nasales ni el bostezo apenas disimulado.

—¿Qué quieren de mí? —preguntó, casi con petulancia.

—Quieren amarte —dijo Helen.

—Pero, ¿por qué? ¿Tan vacíos están?

—Terriblemente vacíos —murmuró Helen.

—Si caminaras entre ellos sentirías su amor —dijo Heyman, como desde muy lejos.

Vornan pareció estremecerse.

—No sería prudente. Me destruirían con su amor.

Recordé a Vornan en Los Angeles seis meses antes, sumergiéndose alegremente en una enloquecida turba de Apocaliptistas. Entonces no había mostrado temor alguno ante sus desesperadas energías. Cierto, iba enmascarado; pero los riesgos habían seguido siendo grandes. La imagen de Vornan con un montón de miembros del culto aturdidos formando una barricada viviente acudió a mi cerebro. ¡Qué alegría había sentido en medio de aquel caos! Ahora temía el amor de las multitudes que le deseaban. Sí, éste era un nuevo Vornan, más cauteloso. Quizá por fin era consciente de las fuerzas que había ayudado a liberar, y se había vuelto más serio en su apreciación del peligro. Aquel despreocupado Vornan de los primeros días ya no existía.

A mediados de octubre nos hallamos en Johannesburgo, teniendo previsto saltar el Atlántico para hacer una gira por América del Sur. El subcontinente estaba impaciente, dispuesto a recibirle. Los primeros signos de Vornanismo organizado estaban apareciendo allí: en Brasil y en Argentina se habían celebrado sesiones de oración a las cuales asistieron miles de personas; y habíamos oído decir que se estaban fundando iglesias, aunque los detalles eran fragmentarios y no daban mucha información. Vornan no mostraba ninguna curiosidad hacia aquello. En vez de eso, una tarde vino a verme sin avisar y dijo:

—Deseo descansar durante un tiempo, Leo.

—¿Quieres echar una siesta?

—No, descansar de los viajes. Las multitudes, el ruido, las emociones… ya he tenido suficiente. Ahora quiero silencio y tranquilidad.

—Sería mejor que hablases con Kralick.

—Primero debo hablar contigo. Leo, hace algunas semanas mencionaste a unos amigos tuyos que viven en un sitio tranquilo. Un hombre y una mujer, un antiguo estudiante tuyo, ¿sabes a quiénes me refiero?

Lo sabía. Me envaré. Obedeciendo a un impulso caprichoso le había hablado a Vornan de Jack y Shirley, del placer que me daba acudir a ellos en épocas de crisis interna o fatiga. Al hablarle de eso había tenido la esperanza de sacarle alguna declaración semejante a la mía, algún detalle de sus propias costumbres y relaciones en ese mundo del futuro que tan irreal me parecía aún. Pero no había previsto aquello.

—Sí —dije con voz tensa—. Sé a quiénes te refieres.

—Quizá pudiéramos ir allí juntos, Leo. Tú y yo y esas dos personas, sin los otros, sin los guardias, el ruido, las multitudes. Podríamos desaparecer en silencio. Debo renovar mis energías. Este viaje ha supuesto una gran tensión para mí, ya lo sabes. Y quiero ver a gente de esta era en su vida cotidiana. Lo que he visto hasta el momento ha sido un desfile, una mascarada. Pero limitarse a estar sentado con tranquilidad, hablar… eso me gustaría mucho. ¿Podrías conseguirlo, Leo?

Me cogió desprevenido. El imprevisto calor que había en la petición de Vornan me desarmó y, automáticamente, me descubrí calculando las posibilidades de que pudiéramos aprender mucho sobre Vornan de esa forma. Sí, que Jack, Shirley y yo, tomando cócteles bajo el sol de Arizona, pudiéramos arrancarle al visitante hechos que habían permanecido ocultos durante su enormemente público viaje alrededor del mundo. Era muy consciente de lo que podíamos intentar sacarle; y engañado por el Vornan tan poco exigente de meses recientes, no se me ocurrió tomar en consideración lo que él podría intentar sacar de nosotros.

—Hablaré con mis amigos —prometí—. Y con Kralick. Veré lo que puedo hacer al respecto, Vornan.

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