Había algo en el tono de la carta
que me llenó de inquietud. Su estilo
difería por completo del de Legrand.
¿En qué estaría soñando? ¿Qué
nueva excentricidad se había
posesionado de su excitable
cerebro? ¿Qué asunto de "la más
alta importancia "podía tener
entre las manos? Las noticias que
de él me daba Júpiter no auguraban nada
bueno.
Edgar Allan Poe
Las nubes eran catedrales negras, altas y góticas que de un momento a otro habrían de derrumbarse sobre Ginebra. Más allá, al otro lado de los Alpes de Saboya, la tormenta anunciaba su ferocidad dando azotes de viento que enfurecían al apacible lago Leman. Acosado entre el cielo y las montañas, como un animal acorralado, el lago se rebelaba echando coces de caballo, zarpazos de tigre y coletazos de dragón, todo lo cual resultaba en un oleaje tumultuoso. En una recóndita concavidad abierta entre los peñascos que se precipitaban perpendiculares hasta hundirse en las aguas, se extendía una pequeña playa: apenas una franja de arena semejante a un cuarto de luna, menguante cuando las aguas subían y creciente en la bajamar. Aquella tempestuosa tarde de julio de 1816, junto a la cabecera del muelle que limitaba el extremo oeste de la playa, amarró una pequeña embarcación. El primero en descender fue un hombre rengo que se vio obligado a hacer equilibrio para no caer en las fauces de las aguas, cuya iracundia se descargaba contra la estructura de la endeble escollera que, sobrevolada por las gaviotas, presentaba el aspecto de una fantasmagórica osamenta varada. Una vez en tierra, el recién llegado se aferró con un brazo a uno de los palos y, extendiendo el otro, ayudó a bajar al resto de sus acompañantes: primero a dos mujeres y luego a otro hombre. El grupo emprendió la caminata a lo largo del muelle hacia la tierra firme, como lo haría una troupe de torpes y alegres equilibristas, sin demorarse a esperar a que descendiera un tercero quien, no sin dificultades, tuvo que arreglárselas completamente solo. Iban en fila contra el viento y la pendiente, hasta llegar -empapados, divertidos y jadeantes- a la casa situada en la cima del pequeño promontorio de la Villa Diodati. El tercer hombre caminaba con pasos cortos y ligeros, taciturno y sin levantar la vista del suelo, como un perro que siguiera la huella de su amo. Las mujeres eran lady Mary Godwin Wollstonecraft y su hermanastra, Jane Clairmont. La primera, pese a que aún era soltera, reclamaba para sí el derecho de llevar el apellido del hombre con el que habría de casarse: Shelley; la segunda, por razones menos conocidas, había renunciado a su nombre y se hacía llamar Claire. Los hombres eran Lord George Gordon Byron y
Percy Bysshe Shelley. Pero ninguno de estos personajes interesa demasiado en esta historia, salvo aquel que descendió último del barco, el que caminaba solitario y rezagado: John William Polidori, el oscuro y despreciado secretario de Lord Byron.
Los sucesos de aquel verano en la Villa Diodati son suficientemente conocidos. O al menos algunos de ellos. Sin embargo, el hallazgo de cierta correspondencia que habría sobrevivido al Dr. Polidori, el sombrío autor de The Vampyre, revelaría otros episodios, hasta ahora desconocidos, en torno a su vida y, más aún, echaría luz sobre las razones de su trágica y precoz muerte.
Según se consigna, The Vampyre constituiría el primer relato de vampiros, la piedra basal sobre la que habrían de sucederse incontables historias, hasta el punto de convertir el vampirismo en un verdadero género, cuya cúspide -al menos en orden de trascendencia- alcanzara Bram Stoker con su conde Drácula. No existe historia de vampiros que no guarde una deuda de gratitud con el satánico Lord Ruthwen que pergeñara John Polidori. Sin embargo, los sucesos que envuelven el nacimiento de The Vampyre parecen ser tan sombríos como el propio relato. Se sabe que no existe cosa más dudosa que la paternidad. Afirmación que, naturalmente, podría hacerse extensiva a los vástagos literarios. Aunque los repetidos incidentes relativos al plagio -acusaciones remotas y recientes, comprobadas o descabelladas- parecieran ser intrínsecos a la literatura y tan antiguos como ella, en el caso de The Vampyre las disputas no se suscitaron justamente por reclamos de propiedad. Al contrario, por alguna extraña razón, nadie quiso reconocer como propia a la maléfica criatura que estaba llamada a abrir caminos. El cuento se publicó en 1819 y llevaba la firma de Lord Byron; pero nótese la paradoja: mientras aceptaba su responsabilidad en el -digámoslo así- confuso embarazo de Claire Clairmont, Byron rechazaba furiosa y vehementemente todo parentesco con The Vampyre, atribuyendo la "culpabilidad" a su secretario, John William Polidori. Y así quedó escrita la historia.
Ahora bien, un relato tan tétrico como The Vampyre no podía, desde luego, tener un origen menos tenebroso que su contenido. Es sabido que, luego de la muerte de Polidori, se halló en su poder una considerable cantidad de cartas, documentos y escritos que habrían de agregar datos indeseables a las biografías de varios ilustres personajes, quienes, con entera justicia, hubieran pretendido para sí una pacífica posteridad.
La correspondencia en cuestión no es novedosa. O, más bien, las absurdas y escandalosas instancias jurídicas, académicas y hasta políticas por las que dichos documentos debieron atravesar son bastante conocidas. Las polémicas acerca de su autenticidad fueron una verdadera guerra. Se dieron a conocer los informes de los expertos, los resultados de las pruebas caligráficas, las ambiguas declaraciones de los testigos, las airadas desmentidas de los actores más o menos involucrados. Pero lo que nunca, lo que jamás se conoció públicamente es el contenido de una sola de las cartas ya que, según se dijo, se habrían quemado en el incendio que destruyó los archivos del juzgado en 1824. Y era previsible. Pero los escándalos, pese a la magnitud y a la ilusión de eternidad que puedan provocar, suelen ser tan efímeros como el tiempo que los separa del siguiente y acaban invariablemente sepultados por toneladas de papel y ahogados en ríos de tinta. El férreo silencio de los involucrados, el progresivo desinterés del público y, finalmente, la muerte de todos los actores sumió en el olvido la controvertida documentación de la cual, por otra parte y según se afirmaba, no habían quedado más que cenizas. Lo único que sobrevivió fue el no menos dudoso diario de John William Polidori.
Como el lector ya habrá de sospechar, se impone un inevitable "sin embargo…" Efectivamente, por razones completamente azarosas, poco tiempo atrás, estando yo en Copenhague, entró en contacto conmigo un amabilísimo personaje que se presentó como el último de los teratólogos, un exegeta de los antiguos textos referidos a monstruos, una suerte de arqueólogo del horror, buscador de cuanto testimonio hubiesen dejado en su espantoso paso por el mundo los míticos teratos; en fin, un taxonomista de nuevos y temibles leviatanes humanos. Era un hombre pálido y longilíneo, de una anacrónica elegancia; fue una breve conversación durante la noche prematura del invierno danés en el Norden Café, frente a la fuente de las cigüeñas, allí donde muere la calle Klareboderne. Según me dijo, estaba enterado de un reciente artículo mío sobre el tema que lo ocupaba y se vio tentado de intercambiar conmigo alguna información. No era mucho lo que yo podía ofrecerle, de modo que no tuve otro remedio que confesarle mi condición de neófito en materia teratológica; se mostró sorprendido de que, siendo yo oriundo del Río de la Plata, ignorara la versión que señalaba que el destino último de buena parte de la correspondencia de
John William Polidori habría sido, presumiblemente, un antiguo caserón otrora perteneciente a cierta tradicional familia porteña de remota ascendencia británica. Mi pintoresco interlocutor nunca había estado en Buenos Aires y las referencias con las que contaba eran pocas e imprecisas. Sin embargo, de acuerdo con la vaga semblanza que hiciera de la casa y según su emplazamiento "cercano al Congreso", no tuve dudas de cuál se trataba. Era un ruinoso palacete que, por curiosa coincidencia, me era absolutamente familiar. Infinidad de veces había pasado yo por la puerta de aquella extemporánea casa de la calle Río bamba, cuya arquitectura inciertamente victoriana jamás se adecuó a la fisonomía porteña. Nunca habían dejado de sorprenderme ni la desproporcionada palmera que -en el centro mismo de la ciudad de Buenos Aires- se elevaba por encima de los siniestros altos ni la reja que precedía al atrio, hostil y amenazante, eficaz a la hora de disuadir a cualquier inopinado vendedor ambulante de aventurarse más allá del portón.
Apenas hube llegado a Buenos Aires, no vacilé en relatar mi conversación de ultramar a mi amigo y colega Juan Jacobo Bajarlía -sin dudas nuestro más informado estudioso del género gótico-, quien se ofreció de inmediato a oficiar de Caronte en el infernal periplo porteño que se iniciaba a las puertas del caserón de la calle Riobamba. Me adelanto a decir que, gracias a sus artimañas de abogado y a sus argucias de escritor, llegamos, luego de infinitas indagaciones, hasta los presuntos documentos.
En honor a un compromiso de discreción, me es imposible revelar más detalles acerca del modo en que, finalmente, dimos con los supuestos "documentos". Y si me amparo en la cautelosa anteposición del adjetivo supuestos y en las precavidas comillas, lo hago en virtud de la sincera incertidumbre: no podría afirmar que tales papeles no fueran apócrifos ni tampoco lo contrario, porque en rigor no tuve la oportunidad siquiera de tenerlos en mis manos.
En realidad, durante la entrevista en el viejo caserón, no vi ningún original: nuestro anfitrión -cuya identidad me excuso de revelar- en parte nos leyó y en parte nos relató el contenido de los numerosos folios encarpetados, unos papeles fotostáticos ilegibles casi por completo. Las dimensiones del sótano, entre cuyas cuatro oscuras paredes nos encontrábamos, no pudieron abarcar el volumen de nuestro asombro. Como no nos estuviera permitido conservar ningún testimonio material ni una copia ni tan siquiera una anotación, lo que sigue es, a falta de memoria literal, una laboriosa reconstrucción literaria. La historia que resultó de la concatenación de las cartas
– fragmentos apenas- es tan fantástica como inesperada. A punto tal que la genealogía de The Vampyre sería, apenas, la llave que develaría otros increíbles hallazgos atinentes al concepto mismo de paternidad literaria.
En lo que a mí concierne, no le otorgo ninguna importancia al eventual carácter apócrifo de la correspondencia. De hecho, la literatura -a veces es necesario recurrir a Perogrullo- no reviste otro valor más esencial que el literario. Sea quien fuere el autor de las notas aquí reconstruidas, haya sido protagonista, testigo directo o tangencial, o un simple fabulador, no dudamos de que se trata de la invención de una infamia urdida por una monstruosa inventiva, cuya clasificación en el reino de los espantajos dejo por cuenta de los teratólogos. A propósito, entonces, de la veracidad -y, más aún, de la verosimilitud de los acontecimientos narrados a continuación, me veo en la obligación de suscribirme a las palabras de Mary Shelley en la advertencia que precede a su Frankenstein: "…ni remotamente deseo que se pueda llegar a creer que me adhiero de algún modo a tal hipótesis y, por otra parte, tampoco pienso que al fundar una narración novelesca en este hecho me haya limitado, en tanto escritor, a crear una sucesión de horrores pertenecientes a la vida sobrenatural".
Como quiera que sea, la historia se inicia, precisamente, a orillas del lago Leman en el verano europeo de 1816.
La residencia de la Villa Diodati era un esplendoroso palacio de tres plantas. El frente estaba presidido por una recova delimitada por una sucesión de columnas dóricas sobre cuyos capiteles descansaba una amplia veranda cubierta por un toldo. Un tejado piramidal, por donde asomaban tres claraboyas correspondientes a los altos, remataba la arquitectura de la mansión. El criado, un hombre adusto que hablaba lo mínimo indispensable, esperaba a los recién llegados bajo la recova. Con los pies completamente embarrados, trayendo los zapatos en las manos, los cuatro entraron al recibidor y, antes de que el criado intentara alcanzarles unas toallas, ya se habían quitado las ropas quedándose totalmente desnudos. Mary Shelley, alegremente exhausta, se recostó sobre el sillón y tomando de la mano a Percy Shelley lo atrajo hacia ella hasta hacerlo caer sobre su desnuda y agitada humanidad, rodeándolo con las piernas por detrás de la espalda.
Claire se había quitado la ropa lentamente y en silencio. No había sido un acto de deliberada concupiscencia, tal como supuso Byron; al contrario, se la veía ausente, procedía como si nadie más que ella estuviese en la pequeña sala de recepción. Se sentó sobre el brazo del sillón mientras Lord Byron la miraba extasiado. La piel de Claire estaba hecha de la misma pálida materia de la porcelana y su perfil parecía el de un camafeo que de pronto se hubiese animado. Sus pezones tenían un diámetro sorprendente y estaban coronados por una aréola rosada que, aun contraída por las finas gotas de agua y por el frío, superaba la circunferencia de la boca abierta de Byron, quien súbitamente se había arrodillado a sus pies y ahora, desnudo y jadeante, recorría con la lengua su piel mojada. Claire no lo apartó con brusquedad, ni siquiera se hubiese dicho que lo rechazó. Pero ante la helada indiferencia y el cerrado mutismo con que su amiga ignoraba las caricias que le prodigaba, Byron se puso de pie, giró sobre sus talones y, quizá para disimular el desprecio del que era objeto, desnudo como estaba, extendió su brazo sobre el hombro del criado y le susurró al oído:
– Mi fiel Ham, no me dejan alternativa. El criado se mostraba más preocupado por el lodazal en que se había convertido el recibidor -las ropas tiradas en el suelo, el tapizado de los sillones empapado- que por las procaces bromas de su Lord, aunque, en rigor, Ham nunca podía distinguir cuándo Byron hablaba en serio. En ese momento entró John Polidori quitándose la capa, debajo de la cual las ropas estaban apenas húmedas. Como además había tomado la precaución de caminar por el sendero de piedra, sus zapatos no presentaban el menor indicio de barro. Cuando vio el cuadro, no pudo evitar un gesto de puritano fastidio.
– Oh, mi querido Polly Dolly, todos me rechazan, has llegado justo para llenar mi soledad.
John Polidori era capaz de soportar con estoica resignación las más crueles humillaciones, había aprendido a hacer oídos sordos a las ofensas más despiadadas, pero nada le provocaba tanto odio como que su Lord lo llamara Polly Dolly.
John William Polidori, muy joven por entonces, representaba aún menos edad de la que tenía. Quizá cierto infantilismo espiritual le confería una apariencia aniñada que contrastaba con su fisonomía adulta. Así, las cejas negras y tupidas se veían desproporcionadamente severas en comparación con su cándida mirada. Al igual que un niño, no podía disimular los sentimientos más primarios como el fastidio o la excitación, la congoja o el júbilo, la fascinación o la envidia. Tal vez esta última constituyera el rasgo que menos podía ocultar. Y, sin duda, el rapto de pudibundez frente al cuadro que se presentaba ante sus ojos no tenía otro motivo que el de los celos que le provocaban los nuevos amigos de su Lord. Miraba con recelo a todo aquel que se acercara a Byron. No se diría, sin embargo, que el origen de su desconfianza estuviese orientado a proteger a su Lord sino, más bien, a conservar un lugar en su siempre huidiza estima. Después de todo, él era su mano derecha y merecía un justo reconocimiento. John Polidori examinaba ahora a aquel trío de extraños con unos celos infantiles; pero detrás de aquellos ojos renegridos y pueriles parecía anidar un magma de odio contenido siempre a punto de hacer erupción, una malicia tan imprevisible como ilimitada.
Sin otro propósito que el de poner un poco de orden, Ham, con paternal autoridad y delicada firmeza, batió las palmas conminando a los huéspedes a ponerse de pie. Como si se tratase de un grupo de niños, los condujo a las habitaciones que les habían sido asignadas previamente por el anfitrión, Lord Byron. Desnudos y todavía mojados, atravesaron el gran salón de la planta inferior, subieron las escaleras e ingresaron a un largo y oscuro pasillo a cuyos lados se sucedían las puertas de las habitaciones. Las hermanastras ocuparían la alcoba central de la primera planta, que era la más suntuosa y a la que se accedía por una puerta de doble hoja. A Shelley se le había asignado la habitación contigua de la derecha, mientras que Byron ocuparía la de la izquierda, ambas igualmente comunicadas por una puerta con la alcoba principal.
Cuando Ham hubo terminado de alojar a cada huésped en su habitación, notó que unos pasos más atrás, de pie en el lugar más oscuro del pasillo, permanecía John Polidori. El criado se acercó al secretario de Lord Byron y, examinándolo de arriba abajo, le preguntó:
– ¿El doctor espera algo?
– Mi habitación -titubeó Polidori, al tiempo que le extendía su pequeña maleta con una sonrisa indecisa, estúpida.
El criado se limitó a señalarle la escalera con un desdeñoso cabeceo.
– Segunda puerta -dijo lacónico, giró sobre sus talones y dejó a Polidori con el brazo extendido y la maleta suspendida delante de sus propias narices.
Si bien entre uno y otro existía la natural competencia de jerarquía y atribuciones inevitable entre un criado y un secretario, Polidori inspiraba un indisimulable desprecio, aun en aquellos que lo trataban por primera vez; aversión que, por otra parte, el mismo Polidori parecía cultivar. Se diría que encontraba un delicioso placer en la propia conmiseración.
El pequeño cuarto situado en los altos era un cubil oscuro apenas ventilado por una diminuta ventana que, como un ojo acechante, asomaba entre las tejas. La habitación estaba exactamente sobre la de Byron, de modo que si Lord necesitaba los servicios de su secretario no tenía más que golpear el techo con un largo palo que se había procurado para ese fin con el solo propósito de obligarlo a subir y bajar las escaleras.
John Polidori terminaba de cambiarse las ropas húmedas cuando reparó en que sobre su escritorio había una carta. En rigor, demoró en darse cuenta de que aquello que descansaba junto al candil era, efectivamente, una carta. Se trataba de un sobre negro en cuyo reverso se destacaba, como un crespón, un enorme lacrado púrpura: en su centro había grabada una barroca letra L. Pensó que era correspondencia para Lord Byron y que el criado la había dejado allí por error; sin embargo, cuando leyó el frente, advirtió que, en realidad, en el lugar del destinatario decía, en letras blancas, "Dr. John W. Polidori". No había razones para recibir correspondencia en aquel sitio, ya que, en rigor, nadie sabía de su reciente llegada a Villa Diodati. Antes de abrirla, Polidori corrió escaleras abajo y se dirigió al office donde el casero instruía a la cocinera sobre los gustos de Lord y sus invitados.
– ¿Cuándo llegó esta carta? -irrumpió, imperativo, Polidori.
El criado no se inmutó. Apenas emitió un mínimo suspiro de contrariedad.
– Parece que en Italia no se estila anunciarse -le dijo a la cocinera, sin mirar siquiera al recién llegado. Ignoro de qué carta me habla el doctor. Por otra parte, la correspondencia no me compete a mí sino casualmente al secretario. De cualquier modo, le informo al doctor que no ha llegado carta alguna. Por cierto, si hubiese correspondencia para mí, le rogaría al señor secretario me lo hiciera saber -concluyó y, sin levantar la vista del generoso escote que se erigía a su lado, continuó instruyendo a la cocinera.
John Polidori volvió sobre sus pasos. Miraba la carta con unos ojos hechos de intriga. Por cierto, aquel infrecuente sobre negro resultaba de tan mal agüero como un cuervo. Por otra parte, ante la evidencia cierta de que no había sido el criado, se preguntaba quién habría dejado el sobre en su escritorio. Daba por descontado, además, que si de los nuevos amigos de su Lord no podía esperar más que una sorda indiferencia, mucho menos iban a tener la amabilidad de alcanzarle una carta. Que Byron procediera como el secretario de su secretario llevándole la correspondencia hasta la habitación tampoco parecía una hipótesis plausible. Lo más razonable sería abrir el sobre, leer la carta y así despejar el pequeño enigma. Pero a John Polidori no lo adornaba el don del pragmatismo. No podía evitar, a propósito de cualquier nimiedad, desplegar las más complicadas conjeturas y esperar el desenlace de los más sombríos augurios. No lo atormentaba el sinsentido de la existencia, sino que, por el contrario, su padecimiento consistía en otorgarle a todo un oculto sentido: el universo era un designio urdido contra su propia persona. Tuvo, inclusive, la supersticiosa idea de no abrir el sobre y echarlo inmediatamente al fuego. Aquella carta no podía significar sino la más negra de las señales. Y quizá, por primera y única vez, no se equivocaba. Tal vez el destino de John William Polidori hubiese sido otro de no haber abierto jamás aquel amenazante sobre negro.
Ginebra, 15 de julio de 1816
Dr. John Polidori:
Quizás os sorprenderéis al recibir esta carta o, mejor dicho, de que ésta os reciba a vuestra llegada. He querido serla primera en daros la bienvenida. No os molestéis en ir al final de estas notas para descubrirla identidad del rubricante, pues en verdad no me conocéis. Pero ni sospecháis cuánto os conozco. Antes de que avancéis en la lectura, debo suplicaros que no enteréis a nadie de esta carta; de vuestro silencio depende, ahora, mi vida. Confío en que guardaréis el secreto pues, desde el momento en que habéis leído aunque más no fuera sólo estas primeras líneas, también vuestra vida depende irremediablemente de la mía. No lo toméis como una amenaza, al contrario, me ofrezco como vuestro ángel guardián en este lugar horripilante. Bajo otras circunstancias os recomendaría que partierais ahora mismo. Pero ya es demasiado tarde. Hace apenas unos meses que -contra mi voluntad- me encuentro aquí y por cierto, nada bueno me ha deparado este sitio, salvo vuestra esperada visita. Este verano se ha presentado inusualmente espantoso; ni un solo día ha brillado el sol. Nunca he visto este lugar tan deshabitado. Pronto comprobaréis que hasta los pájaros han emigrado. He comenzado a temer a todo. Hasta mi propia persona, por momentos, me resulta extraña y temible. Yo que, lo digo sin petulancia, jamás he temido a nada. Sin embargo, acontecimientos muy extraños han comenzado a sucederse. La muerte se ha enseñoreado de este lugar: el lago se ha convertido en un animal traicionero. Desde el comienzo del verano se ha devorado sin piedad tres barcazas, de las cuales no se ha encontrado ni una madera. Literalmente desaparecieron dentro de su negra entraña y nada se ha vuelto a saber de sus ocupantes. Hace tres días, dos cuerpos aparecieron salvajemente mutilados al pie de los montes, cerca del Castillo de Chillon. Yo misma los he visto. Se trataba de dos hombres jóvenes -aproximadamente de vuestra edad- que vivían muy cerca de la residencia que vosotros ocupáis. Ignoro el modo en que llegaron -vivos o ya muertos- a la orilla opuesta del Leman. Y, lo que más me atormenta, no podría asegurar que yo misma no tenga alguna responsabilidad en este siniestro acontecimiento. Pero no os inquietéis, me estoy adelantando.
Vuestra anhelada presencia me tranquiliza, no porque espere nada de vos -al menos por ahora-, sino porque la sola idea de protegeros -sin dudas que lo necesitaréis- me devuelve algo del valor que había perdido.
Si eleváis ahora mismo la mirada por sobre estas notas, veréis, del otro lado de vuestra ventana, la orilla contraria del lago. Mirad ahora las lejanas y tenues luces que se distinguen sobre la cima del monte más encumbrado. Es allí donde estoy ahora. Cuando leáis estas líneas, yo estaré vigilando vuestra ventana.
John Polidori interrumpió la lectura. Aquella última frase lo había estremecido. Se incorporó, desempañó el vidrio con la palma de la mano y miró a través de la ventana. Detrás de la cortina de agua que caía oblicua sobre el lago, apenas podían distinguirse las montañas cuyos picos se fundían con el cielo tempestuoso. Sobre la otra orilla brillaban dos lejanas luces mortecinas. Sopló la llama del candelero que iluminaba su escritorio. La tormenta era tal, que la habitación quedó casi por completo a oscuras. Cuando volvió a mirar por la ventana, descubrió que una de las luces de la otra orilla ya no brillaba. Así, en la penumbra, se quedó contemplando. Al cabo de un rato, volvió a encender las velas del candelabro. Entonces, como si fuese obra de su propia acción, al mismo tiempo, la lejana luz tras el lago volvió a brillar. Aquel primer e inusual diálogo lo estremeció de terror. Efectivamente, John Polidori tuvo la inquietante certeza de que estaba siendo observado.
Desde el piso inferior llegaban en sordina las carcajadas de Mary y Claire, y el dulce perfume del ajenjo, el tabaco y los aromatizantes turcos, combinación a la que Polidori jamás se había terminado de acostumbrar y que le provocaba unas náuseas incontenibles. Irreflexivamente abrió la ventana, pero un miedo supersticioso lo obligó a cerrarla de inmediato. De pronto, todo el paisaje que se ofrecía al otro lado de la ventana -cuya majestuosidad quedaba coronada por el imponente nevado del Mont Blanc-, todo aquel esplendoroso panorama velado por una translúcida mortaja de lluvia, quedó reducido a aquella minúscula luz acechante que, como un lejano ojo ciclópeo, lo observaba desde la cima de la montaña. Como movido por una voluntad contraria a la suya, retomó la lectura.
Os hablaré de mí. Debo anticiparme a decir que habré de revelaron un secreto para el cual, quizás, aún no estéis preparado. Pero confío en que, durante el curso de la lectura de esta carta, el temple de médico se impondrá a vuestra envidiable juventud. No imagináis lo que para mí significa que estéis leyendo estas líneas. Ni sospecháis, tan siquiera, el peso -antiguo como mi larga vida- del que me estáis librando. Aunque pueda pareceros increíble sois el primero y el único -fuera de mi familia, si es que así mereciera llamarse- que sabe de mi, hasta ahora, anónima existencia. Pero todavía no me he presentado. Mi nombre es Annette Legran d. Sois muy joven, pero aun así, tal vez no me equivoque si afirmo que alguna vez habréis oído hablar de mis hermanas, Babette y Colette Legrand.
En efecto, John Polidori no solamente había escuchado hablar de las mellizas Legrand, sino que, según recordaba, había tenido oportunidad de conocerlas en casa de Miss Mardyn o -no estaba seguro- quizás en una de las escandalosas fiestas que diera cierta amiga de su Lord, una actriz del DruryLane. Pero, sí, recordaba con absoluta claridad a las hermanas Legrand. John Polidori se había quedado vivamente sorprendido de la singularidad de las -ya por entonces- retiradas actrices. Además de ser exactamente iguales, era motivo de comentarios la increíble unicidad que parecía gobernar sus movimientos: caminaban a la par y nunca se alejaban entre sí a más de un paso de distancia; reían de las mismas cosas o bien se mostraban idénticamente aburridas ante tal o cual conversación; tenían una natural inclinación a interrumpir los más interesantes comentarios justo en el ansiado momento del desenlace de la eventual anécdota y parecían estar animadas por un mismo y único espíritu. Pero lo que más lo había sorprendido era la desinhibida lascivia con que examinaban a cuanto hombre se cruzara frente a sus narices. No mostraban el menor pudor en clavar la mirada en las más prominentes entrepiernas. Sin el menor reparo, seguían con los ojos -o, llegado el caso, girando impúdicamente las cabezas la trayectoria del eventual "galán". En esas circunstancias, murmuraban una en el oído de la otra y se reían, nerviosa y acaloradamente, sin disimular la alegre excitación que las asaltaba. Según parecía, no mostraban la menor preocupación por desmentir los turbios rumores que sobre ellas corrían. Rumores que iban desde las habladurías susurradas al oído hasta la injuria materialmente grabada en las puertas de los retretes públicos. Incluso recordaba haber leído en cierto artículo periodístico el neologismo "legrandesco", aplicado a cierta dama cuya reputación se estaba poniendo en duda. Al menos su Lord conservaba una altiva dignidad frente a los rumores sobre su intimidad y, en público, se cuidaba de guardar las apariencias. "Las calumnias son demasiado infames para contestarlas sólo con desdén", le había escuchado decir recientemente, cuando un indignado caballero lo enfrentara en los pasillos del Hótel d'Angleterre increpándolo porque él y sus "pestilentes amigos" constituían una "sociedad incestuosa que ofendía a la Corona". En cambio, las hermanas Legrand no parecían prestarle ninguna importancia a las formas.
Polidori recordaba. Se hubiera dicho que tenía la mirada perdida en un punto impreciso, lejos de este mundo. Aquellos ojos que parecían no ver otra cosa que el paisaje difuso de su propia memoria no dejaban de escudriñar, sin embargo, aquel punto de luz sobre la cima de la montaña. John Polidori dejó la carta sobre el pequeño escritorio. Caminó de aquí para allá como si en algún lugar de su cuarto fuera a encontrar alguna explicación. De pronto se vio asaltado por un arrebato de razón: se asomó por la ventana apoyando los codos sobre el alféizar y el mentón sobre los puños. Consideró largamente la tenue multitud de luces que brillaban paralelas al lago. En la misma dificultad con que tropezó para contarlas encontró la solución: algunas se apagaban y otras aparecían súbitamente desde la lejana penumbra, unas titilaban débilmente hasta desaparecer por completo y otras eran, quizá, no más que pequeñas virtualidades reflejadas en el agua. Se dijo que si en ese preciso instante a él se le ocurría soplar la llama del candil, al mismo tiempo y por obra del más puro azar, alguna de todas aquellas luces que ahora veía habría de apagarse.
En efecto, ni siquiera hizo falta que soplara la vela: una frágil lucecita que brillaba sobre la cresta de un monte dejó de arder. Sonrió. Se reía de su propia estupidez. Su Lord se estaba burlando de su supersticiosa imaginación. Dobló la apuesta para confirmar la hipótesis. Se dijo que, si ahora mismo y suponiendo que momentos antes la hubiese apagado, él volviera a encender la luz, seguramente algún otro candil lejano habría de empezar a brillar desde la nada. Al cabo de unos breves segundos pudo ver aparecer, hacia el oeste, un punto luminoso. Todo aquello no era más que una estúpida broma urdida, sin dudas, por alguna de las dos pequeñas arpías. Aquellas risas que provenían desde la escalera confirmaban sus conjeturas. Ahora estaba todo claro: habían contado con la complicidad del criado, quien había dejado la carta en su habitación antes de que él entrara. Por eso lo habían dejado rezagado en el espigón apurando el paso para adelantarse a su llegada. Más aún, ahora recordaba que la noche anterior a la partida de Ginebra, en el Hótel d'Angleterre, los cuatro habían comentado algunos pasajes de aquel horroroso relato de Matthew Lewis, The Monk, y como Polidori no pudiera disimular cierto escozor, se divirtieran a expensas de él, contando historias cada vez más siniestras. Aquella carta que ahora sostenía entre el índice y el pulgar había sido escrita por Mary o por Claire. Al igual que las luces que se prendían y apagaban sin arreglo a ninguna lógica externa, la luz que brillaba en lo alto de la montaña -se dijo- había dejado de arder en virtud de la más pura casualidad. John Polidori plegó la carta en cuatro y se dispuso a bajar para anunciar el fin de la broma. Sin embargo, antes de salir de la habitación, para conmiserarse de su propia estupidez y convencerse de la fragilidad de la farsa, tomó el candelabro, lo acercó a la ventana y, usando el sobre a guisa de pantalla, lo interpuso entre la vela y el vidrio ocultando la llama durante tres intervalos iguales y uno más prolongado. Hecho esto, se quedó contemplando la orilla opuesta. Con una carcajada sonora, se rió de su propia imbecilidad. En el exacto momento en que estaba por girar sobre sus talones y abandonar el cuarto, pudo ver con nitidez que la lejana luz en la cima se interrumpió en tres intervalos iguales y uno más prolongado.
Por un momento, John Polidori consideró la posibilidad de que, súbitamente, hubiese perdido la razón y que todo aquello -la inexplicable aparición de la carta que ahora creía sostener entre los dedos, el insólito diálogo de luces, las negras amenazas que suponía haber leído- no fuera sino producto de un vívido delirio. Entonces se preguntó para qué alimentar su tormento en la lectura de aquella siniestra carta, nacida de su propio y turbado juicio, si aquel tétrico despliegue que se presentaba ante sus ojos no tenía otro origen que el de su repentina demencia. Claro que esa hipótesis no lo tranquilizaba; al contrario, la sola idea de haber caído víctima de la locura lo aterró todavía más. Por eso, volvió a la lectura albergando ahora la esperanza de encontrar una explicación que lo disuadiera de la pavorosa idea de haber perdido la cordura.
Os lo advierto desde ahora: no os hagáis ilusiones respecto de mi belleza si estáis pensando en mis hermanas. Sois el primero en saber que las Legrand no son mellizas, sino que, en realidad, somos trillizas. Y sobran motivos para que nadie lo sepa. Escuchad:
Pude haber sido la espina bífida de alguna de mis hermanas, un teratoma crecido al cobijo de un glúteo fraterno, uno de aquellos tumores que, cuando se extirpan, presentan el horroroso aspecto de una persona a medio hacer: un manojo de pelos, uñas y dientes. En vuestra profesión, sin duda debéis haber visto más de uno.
John Polidori levantó la vista de la carta. Sus manos sudaban y el papel se agitaba al ritmo de su tembloroso pulso. Aquellas palabras parecían haberse adelantado a su propio pensamiento. En efecto, no había terminado de leer el vocablo "teratoma" cuando se impuso en su memoria, y contra su voluntad, un recuerdo de sus años de estudiante. Por mucho que lo intentaba, no podía desembarazarse de la temida imagen de un frasco en cuyo interior flotaba en alcohol un monstruoso quiste del tamaño de un puño que había sido extraído de la espalda de una anciana. Polidori siempre se había considerado un medroso hipocondríaco, incapaz de ejercer su profesión con el temple de espíritu que debe tener un médico. Esa carta venía para atormentarlo. Como una exasperante presencia, podía ver aquella cosa inciertamente antropomorfa, desde cuyo centro brotaban unos huesecillos como dientes, esa suerte de feto anciano envuelto en una pelambre ya canosa del mismo gris que los cabellos de Miss Winona Orwel, la enferma de la cual había sido extirpado. Todavía podía ver a su maestro, el siniestro Dr. Green, sosteniendo el teratoma en la palma de su mano y, como si fuese hoy, recordaba su mirada maliciosa y su voz cavernosa que repetía:
– Mr. Polidori, déme su mano.
Pálido y al borde de la lipotimia, el joven estudiante Polidori apretaba sus manos detrás de la espalda como un niño.
– Mr. Polidori -repetía sonriente y calmo el Dr. Green-, extienda su mano o salga de aquí y no regrese jamás.
Entonces, cerrando los ojos con toda la fuerza de los párpados, había extendido la mano e inmediatamente pudo sentir que aquella entidad viscosa se resbalaba inerte por su palma con la consistencia de un gusano muerto.
– Mr. Polidori, le presento a Mr. Orwell, su primer paciente. Queda en sus manos -dijo el profesor Green ante las carcajadas hechas de nervios y malicia de sus compañeros.
El profesor Green giró sobre sus talones y, dirigiéndose a la enferma que yacía en la cama de la sala, le dijo con tono protocolar:
– Miss Orwell, le presento a su hermano menor -sonreía mientras señalaba hacia aquella cosa que yacía en la temblorosa mano del estudiante Polidori.
Miss Orwell, una anciana viuda y sin familia que vivía sola en un pensionado de indigentes en Liverpool, se enderezó apoyándose sobre los codos, miró con unos ojos húmedos y candorosamente preguntó:
– ¿Está vivo?
El profesor Green rió con una carcajada medieval que fue seguida por la de todos los alumnos. El estudiante Polidori no pudo evitar una profunda náusea antes de caer de espaldas al suelo.
Sin embargo, mi querido doctor, para compasión de algunos y espanto de otros, quiso el azar que aquella malformación enquistada en las fetales nalgas de Babette tomara un curso súbitamente independiente, se separara y, finalmente, se convirtiera en esto que ahora soy. Dr. Polidori, no puedo dejar de reconocerme, si no en el fenómeno, al menos en la etimología del teratoma: teratos, monstruo.
Soy, en efecto y dicho esto sin apelara ninguna metáfora, un monstruo. Ni siquiera puedo arrogarme la inclusión dentro de la clasificación que agrupa a aquellos adefesios cuyos padres abandonan en las puertas de las iglesias o en los atrios de los cotolengos. Padezco de una cierta idiotez química, de un desconocido capricho fisiológico que hizo de mí un fenómeno inciertamente amorfo. Soy una suerte de formación residual de mis hermanas. Los animales, Dr. Polidori, al menos tienen el decoro de matar a las crías enfermas.
Era de esperarse que la brutalidad química que animaba mi fisonomía modelara mi espíritu a imagen del cuerpo en el cual habitaba. Además de mis rústicos modales naturales -más cercanos a los de una bestezuela que a los de una dama-, carezco de cualquier atributo que pudiera adjetivarse como delicado. Cualesquiera de los sentimientos que, en la mayoría de los mortales, se desatan de manera cadente, pudorosa, nocturna o inconfesable, en mi espíritu se desenlazan de un modo brutal e incontrolable, súbita e indecorosamente, sin el menor reparo en las formas sociales: actúo según el arbitrio que me imponen mis impulsos arcaicos. Yen esto último, Dr. Polidori, quizá nos parezcamos. Soy un ser desmesurado, lascivo y jamás mido las consecuencias de aquello que deseo o, más bien, de aquello que necesito conseguir. Pero soy, apenas, la tercera parte de un monstruo que ninguna razón -ni humana ni divina- podría haber concebido. Ignoro qué oscura inteligencia gobierna la naturaleza; no dejéis que os engañen con los bucólicos encantos de los pedestres poetas. La belleza no es más que la apariencia del horror e, invariablemente, necesita de la muerte: la más hermosa de las flores hunde sus raíces en la fétida materia descompuesta. No me detendré en intentar una humillante descripción de mi persona; basta con que imaginéis al ser más horroroso que os fue dado ver y luego multipliquéis por cien aquel quantum de fealdad.
No hizo falta que John Polidori hurgara demasiado en su memoria para recordar al ser más espantoso que jamás hubiera visto. Como si aquella desconocida supiera de sus recuerdos más ingratos, Polidori no pudo evitar que se le impusiera uno de los episodios más atroces de su corta existencia. Evocaba ahora el pestilente Abnormal Circus, en cuyos sórdidos subsuelos había tenido el macabro privilegio de presenciar el más espantoso desfile: estaturas mínimas, gibas como montañas, garras en lugar de uñas, cuencas de ojos vacías, brazos y piernas amputados o simplemente faltantes, gruñidos de fiera, risas enloquecidas, lamentos sordos, llantos desgarradores, pestilencias desconocidas, cabezas inconmensurables, súplicas de piedad. Así, a medio domesticar, obedientes unos a los látigos y los correajes, rebeldes otros a las cadenas y los grilletes, avanzaban ante los gritos brutales y los golpes furiosos de los "domadores" ataviados con libreas y botones dorados. Iban en tumultuosa fila por el estrecho y nauseabundo corredor hacia los sótanos. Esos veinticinco freaks traídos desde los cuatro puntos cardinales, embarcados en las hediondas bodegas de los barcos más pestilentes y enjaulados después en los subsuelos del Abnormal Circus, habrían de ser exhibidos y vendidos en subasta pública al mejor postor. Con el propósito de despojarlos de todo rasgo que denunciara algún vestigio de humanidad, les habían prodigado los más extravagantes afeites y maquillajes. El Dr. Green había concertado allí, en carácter de "práctica obligatoria", la última clase de Patología. Según había afirmado el sombrío catedrático, la esperada subasta anual del Abnormal Circus ofrecía un incomparable catálogo viviente, un encuentro privilegiado con la esencia del pathos, imposible de aprehender en la práctica clínica cotidiana. John Polidori recordaba de qué forma, antes de la subasta, el Dr. Green, con la "científica" complicidad del martillero, había sujetado a la camilla a una aterrada mujercita que no superaba el medio metro de estatura. Los ojos eran dos esferas blancas e inertes por donde jamás había entrado la luz. Para demostrarles que "la enferma" era completamente ciega, extrajo un fósforo y lo encendió delante de sus ojos. La mujer no presentó reflejos hasta que se le acercó la llama a la piel. Entonces, retorciéndose del dolor, emitió un sonido gutural, un alarido mudo que parecía provenir del fondo de una caverna. El Dr. Green explicó que, si bien "la enferma" no veía, presentaba reflejos táctiles. Acto seguido, tomó la pluma, que aún conservaba restos de tinta, y la clavó en el pulpejo de uno de los dedos de "la enferma", que arqueó la espalda al tiempo que su pie izquierdo temblaba sísmicamente. El maestro explicó el recorrido nervioso que une la yema de los dedos de las manos con las de los pies. La tinta de la pluma empezaba a mezclarse con la sangre. La mujer, moviendo la cabeza a izquierda y a derecha, parecía preguntarse -como si tuviese noción del pecado y la piedad- qué mal había cometido para merecer aquel castigo y, a juzgar por la aterrada expresión, parecía suplicar clemencia. El Dr. Green se preguntó por las secretas impresiones que podía albergar "la enferma", habida cuenta de que era ciega, sorda y muda. Un interesante enigma acerca del cual aconsejó reflexionar a sus espantados alumnos. En ese preciso momento, una voz subterránea, cavernosa, cuyo origen no se distinguía a causa de la penumbra que reinaba en el subsuelo, preguntó:
– ¿Cuáles son los mudos arcanos que los muertos intentan comunicarnos desde lo profundo de la tierra?
El Dr. Green giró la cabeza y, como no viera a nadie, caminó unos pasos elevando el candil.
Entonces se hizo visible la figura de un hombre inconmensurable. Tenía la forma y la complexión de una montaña, una cabeza de dimensiones increíblemente pequeñas y una expresión de pacífica e infinita tristeza. Sujeta al tobillo, llevaba una gruesa cadena en cuyo extremo había una bola de hierro.
Sin prestarle atención, el profesor Green comenzó a describir el característico pathos de la reciente visita, cuando, imprevistamente, aquella mole extendió un brazo y una mano gigantesca abarcó la totalidad del diámetro de la cabeza del profesor Green. Los aterrados alumnos vieron cómo lo elevaba en el aire y lo apartaba de su camino. Cuando lo hubo soltado, el maestro cayó vertical sobre sí mismo. El visitante se abrió paso entre los discípulos paralizados de horror, liberó a la mujercita, la tomó entre sus brazos con la delicadeza de una madre, pasó por sobre el cuerpo espasmódico del Dr. Green y se volvió a perder en las tinieblas.
Como os lo dije antes, soy apenas la tercera parte de una monstruosidad. Pareciera ser que todo en nosotras está repartido en forma inversamente proporcional. Ala fama pública de mis hermanas se opone mi absoluto anonimato. A su belleza incomparable se opone mi desmesurada fealdad. A su frívola estupidez se contrapone -y no toméis esto último como una muestra de soberbia, pues no lo presento como una virtud sino, más bien, como todo lo contrario-, mi insufrible inteligencia que me atormenta y me acosa como una enfermedad. A su locuacidad exasperante -rayana en la grosería, pues pareciera que no pudieran sustraerse a la tentación de interrumpir compulsivamente a sus eventuales interlocutores- se opone mi obligado mutismo. A su falta de escrúpulos, mi excesiva inclinación al remordimiento, como si estuviera yo condenada a cargar con todo el peso de sus atroces crímenes y ya os estoy haciendo una confesión, pues tampoco me declaro inocente sobre mi propia conciencia.
Mi querido doctor, sois el primero en saber de mi existencia; si me conocierais y compararais mi persona con las de mis hermanas, quizás os veríais inclinado a suponer que, al igual que las riquezas, exista en el universo una determinada cantidad de belleza que, como todo, está injustamente repartida. Por cada ápice de la piel tersa, suave y perfumada de mis hermanas, por cada uno de sus recatados poros, puedo contar, sobre la superficie de la mía, el mismo número de pústulas crónicas y quistes sebáceos, de forúnculos en flor y de llagas malolientes. Por cada uno de sus cabellos rubios y ondulados, puedo contar la mitad en la escasa pelambre arratonada y mustia que deja traslucir mi cuero cabelludo seborreico y salpicado de costras de piel muerta. Desde que aprendimos a hablar, era notable en ellas una cierta tendencia a pronunciarse al unísono, lo cual, por cierto, conduciría a suponer una consecuente unicidad de pensamiento, por llamar de algún modo a aquello que gobierna el movimiento de sus lenguas.
Lo que estoy a punto de revelaros -quizá lo más escabroso que habréis de escuchar- no tiene otro propósito que el de protegeros. En este punto tal vez os estaréis preguntando de quién. Pues ya mismo os lo contestaré: de mis hermanas y, consecuentemente, de mí. Y la siguiente pregunta que de seguro os formularéis es de qué deberíais cuidaros.
Mi querido Dr. Polidori, no habréis de suponer que mi monstruosidad consiste únicamente en mi extrema fealdad. No. No ignoro vuestra vastísima erudición. Sabéis que existen personas cuya supervivencia depende de la apropiación de "algo" de sus semejantes, aun cuando en la consecución de este "algo" pudiera irla vida del ocasional semejante. Conocéis la negra leyenda de la condesa Bátory, que -según se dice- necesitaba de la sangre de sus víctimas para conservar su juventud. Probablemente, mediante este supuesto, justificara la condesa el morboso placer que le provocaba ver la sangre brotar de sus bellas sirvientas, como presenciar el espectáculo de la muerte en el curso de los inhumanos tormentos a los cuales las sometía.
Sucede, mi querido Dr. Polidori, que mi propia supervivencia y, consecuentemente, la de mis hermanas, depende de la obtención de "algo" que vos poseéis. No sabéis cuánto debo resistir a la tentación, pues, desde ya os lo digo, en poco tiempo mis hermanas y yo estaremos agonizando si nos falta "aquello" de lo que sois dueño.
Pero me parece prudente concluir por hoy mis confesiones. Ya os he dicho demasiado y estoy extenuada. Este verano será bastante largo. Me despido hasta muy pronto con una súplica: cuidaos.
Annette Legrand
Al borde de la desesperación, John Polidori hizo un rápido inventario de todo cuanto le pertenecía. Su patrimonio no superaba los magros excedentes del salario que, puntualmente, recibía de su Lord. No tenía propiedades: de su padre no había heredado más que la congénita sumisión y el pobre destino de estar irremediablemente condenado a la servidumbre. Al igual que a su padre, Gaetano Polidori, el fiel secretario del poeta Vittorio Alfieri, no lo adornaba el don de la escritura, no podía esperar el dulce dictado de las musas, sino el de la grave voz de su Lord, cuya inspiración parecía ir más rápido que su mano.
Era dueño, sí, de una sorda y corrosiva envidia. Cuántas veces, mientras transcribía las obras todavía inéditas de Byron, lo había asaltado la idea del plagio. ¿Qué era lo que él podía tener? No era dueño de nada, ni material ni espiritual, que no tuviera el más simple de los mortales.
Un crepúsculo gris amarillento se alzaba tras el Mont Blanc, cuya corona de nieve se perdía más allá de las nubes. El Leman presentaba la apariencia de una pradera devastada. El sol, una mancha difusa y apenas visible, irradiaba una luz fría que igualaba, en un incierto color otoñal, el rojo de los tejados con el verde de los álamos, el gris de las rocas con el ocre de la arena. Caía una lluvia furiosa. Había llovido sin pausa durante toda la noche.
John Polidori despertaba de un sueño frágil y quebradizo. Volvía de aquella frontera difusa que separa la duermevela de la vigilia. Transitaba ese umbral en el cual los anhelos tienen la materialidad de la concreción y la realidad es apenas una vaga incertidumbre. Conforme al raro concierto de percepciones y ensoñaciones, el secretario tenía dos certezas. La primera, que durante la noche, antes de dormirse, había escrito un relato de principio a fin, cuyo contenido no recordaba con claridad, aunque lo tranquilizaba la irrebatible evidencia -bastaba con abrir los ojos- de que los manuscritos descansaban sobre el escritorio. La segunda, que había tenido una horrenda pesadilla en torno a una carta, cuyo macabro contenido sí podía recordar. Un mal sueño. Nada más. Y se alegró profundamente de ambas convicciones. Se desperezó extendiendo los brazos y arqueando la espalda. Con unas deliciosas y merecidas caricias, se rascó la cabeza haciendo un remolino de pelo en torno al índice. Una levísima, imperceptible sonrisa se insinuaba en las comisuras de sus labios. Había escrito el relato perfecto. Recordó la discusión que había mantenido con su Lord hacía unos pocos días, en el curso de la cual Polidori le hiciera saber a Byron que entre ambos no existía diferencia alguna. Y recordó, ahora sí con una sonrisa franca, la hiriente respuesta de su Lord:
– Yo puedo hacer tres cosas que tú nunca lograrías: atravesar un río a nado, apagar de un balazo una candela a veinte pasos de distancia y escribir un libro del que se vendan catorce mil ejemplares en un día.
Poco le importaban a Polidori las destrezas físicas. Pero aquel libro que acababa de escribir hacía apenas unas horas habría de sobrevivir -no lo dudaba- a la efímera fama de su Lord. Los críticos no se equivocaban. Byron era un escritor mediocre, cuya celebridad no tenía otra razón que la de los escandaletes que generaba en torno de sí. En cambio, para los hombres de la talla de John William Polidori -se dijo el secretario-, para ellos estaba hecho el marmóreo pedestal de la gloria. Aquel libro que acababa de concluir iba a vender, no catorce mil ejemplares, sino veintiocho y hasta treinta mil en sólo un día. Animado en esa convicción, feliz y riente, se despertó.
En el mismo lapso que separa un abrir y cerrar de ojos, John Polidori descubrió su propia farsa, aquel grato pero efímero engaño con el que a menudo nos ilusionan los sueños.
Desesperado, caminaba de un rincón a otro de su habitación. Furioso y aterrado apretaba la carta de Annette Legrand, empeñado en olvidar los negros augurios epistolares y, sobre todo, en recordar el contenido del relato que había soñado. Pero cuanto más se obstinaba en asir los difusos vestigios del cuento, en la misma proporción se esfumaban de su memoria. Creyó conservar un trazo, un brevísimo rastro que habría de ponerlo en la senda. Pero para cuando hubo hallado una pluma y un papel, descubrió que aquel pequeño resto era como la volátil estela de una estrella fugaz. Nada. La historia que había soñado se le había escurrido como el agua entre las manos. Nada. Polidori se sumió en una angustia inédita, inconsolable. Si la pérdida de un objeto preciado o, más aún, de una persona amada eran hechos ciertamente irremediables, al menos podían ser parcial y deficientemente sustituidos por la añoranza, por la incompleta aunque dulce sustancia de la nostalgia; pero aquello que acababa de extraviar Polidori, que era, además, su más profundo anhelo, no tenía ni siquiera el consuelo del recuerdo.
En ese estado de ánimo dejó su habitación.
Byron había amanecido de un pésimo humor. Tenía una expresión descompuesta y una temible arruga en el entrecejo. No pronunció palabra cuando se cruzó con su secretario en el salón. Ni siquiera había contestado al saludo de Ham. Caminó hasta la veranda y se sentó a contemplar la lluvia. Desayunó solo y de espaldas al salón.
Polidori, enfurecido consigo mismo, intentaba vanamente recordar el relato que había soñado. Creía percibir un leve destello del sueño cuando, a sus espaldas, tronó un alegre "buenos días". Con la ligereza de una gacela, Percy Shelley atravesó el salón y fue al encuentro de Byron. Acercó una silla y se sentó junto a su amigo. Polidori ignoraba qué extraño magnetismo ejercía sobre su Lord aquel joven desinhibido, de costumbres y modos más próximos a la espontaneidad del vulgo que al protocolo al cual Byron era tan apegado. Bajo las mismas circunstancias y habida cuenta del ánimo con el que había amanecido, si cualquier otra persona hubiese osado interrumpir el íntimo e inexpugnable ensimismamiento de su Lord, se hubiera expuesto al más hiriente de los desaires. Sin embargo, desde el salón, pudo ver cómo el semblante de Byron se iba distendiendo hasta la sonrisa mientras conversaba con Shelley. Polidori odió al intruso con toda la fuerza de su alma y con el agravante, desde luego, de que había sido el responsable de la interrupción del recuerdo del sueño, justo en el momento en que estaba por acudir a su memoria.
Mary se levantó cerca del mediodía. Estaba preocupada -así se lo hizo saber a Shelley por la salud de Claire, quien, hablando en sueños durante la noche, había dicho unas cosas horrorosas. Percy Shelley parecía saber perfectamente de qué se trataba. Mary no se las quiso repetir, pero le manifestó que no estaba dispuesta a seguir compartiendo la habitación con su hermanastra. Hablaba en un susurro como si quisiera evitar que la escuchara Byron. Polidori, que permanecía casualmente del otro lado de la puerta, era testigo invisible de la conversación. Claire no quiso salir de la cama. No había desayunado y se negaba a almorzar. Percy Shelley mostraba más fastidio que preocupación. Por momentos -y cada vez con más frecuencia-, tenía la convicción de que había sido una locura haber incluido a Claire en la fuga. Percy Shelley había pergeñado la huida junto con Mary, la hija de su maestro, William Godwin. Como se resistía a concebir esto último como una traición, se justificaba a sí mismo renegando de su maestro. A sus ojos, Godwin ya no era aquel sabio hereje que había escrito la Investigación sobre la justicia política; no era ya el que se había pronunciado abiertamente contra el matrimonio e incluso contra el concubinato, razón por la que jamás había vivido bajo un mismo techo con la madre de su hija. No, ya no era aquél, sino su propio reverso: un hombre casado, para peor en segundas nupcias y, por añadidura, con una arpía, la horrenda señora Clairmont -madre de Claire-, una mujer sin más horizontes que el de los estrechos límites de la cocina. ¿Cómo había podido ofender de semejante forma la memoria de Mary Wollstonecraft? ¿Cómo comparar a la fervorosa autora de Vindicación de los derechos de la mujer con este esperpento doméstico, cuya sola existencia era una afrenta a la condición femenina? Godwin ya no era aquel de los escritos fragorosos en favor de los cambios sociales, sino un pobre escritor dedicado ahora a los cuentos infantiles y a la literatura para púberes. De modo que, pensaba Shelley, huir con la hija de su viejo maestro no significaba una traición; al contrario, no era sino resucitar las antiguas enseñanzas y, de ese modo, reivindicarlo, redimirlo de su actual postración intelectual. Pero lo que ni Mary ni él habían previsto era el error que habría de significar incluir a Claire en la larga fuga que se había iniciado hacía ya más de dos años en Somers Town. Atrás habían dejado Dover, Calais y París. Ya no eran los tres alegres fugitivos de paso por Troyes, Vendeuvre y Lucerna. Shelley, pese a su infinita juventud, tenía el ánimo de un anciano enfermo; Mary presentaba el aspecto de un alma en pena y Claire hacía ya mucho tiempo que se había convertido en un estorbo para la pareja: carecía de cualesquiera de las virtudes que adornaban a su padrastro y había heredado con creces la malicia de su madre, la señora Clairmont. Claire era una suerte de molesta intrusa: su quebradiza salud y, más aún, su voluble razón que, por momentos, parecía abandonarla, habían convertido el viaje en una pesadilla y, según parecía, la estancia en la Villa no habría de ser más auspiciosa. Por otra parte, Byron no se mostraba en absoluto dispuesto a desembarazarlos de Claire, en cuya compañía parecía sentirse a gusto, aunque no hasta el punto de quedarse con ella. En rigor, se diría que también el propio Byron empezaba a mostrar un progresivo fastidio hacia Claire. El deslumbramiento que le había provocado su belleza comenzaba a opacarse en contraste con el agobio espiritual y, sobre todo, con la aridez intelectual que podía ver ahora con absoluta transparencia en el ánimo de Claire. Por mucho que había intentado engañarse, Byron ya no se podía ocultar que, en realidad, lo único que lo había encandilado de Claire Clairmont era aquella sensualidad rayana en la ninfomanía que ahora parecía haberla abandonado por completo.
Almorzaron en silencio. Por alguna extraña razón nadie parecía ser el mismo después de la llegada a Villa Diodati. Polidori no podía evitar la impresión de que se le estaba ocultando algo aunque, en rigor, nunca -y bajo cualquier circunstancia y compañía- había podido sustraerse a esa certidumbre. Quizá su parecer no fuese sino el producto de atribuir a sus acompañantes sus íntimos propósitos, ya que era el propio Polidori quien sí estaba ocultando algo. Un observador imparcial, en cambio, hubiera dicho que todos se estaban escondiendo algo entre sí. El tenso silencio de la sobremesa fue interrumpido por la llegada de una embarcación. Desde la mesa vieron cómo una pequeña lancha amarraba en la escollera. Los cuatro comensales apenas pudieron disimular una inconfesable inquietud. Polidori empalideció.
Ham salió al encuentro del visitante que, ya en tierra, avanzaba bajo la lluvia hacia el camino que conducía a la residencia. Al cabo de unos minutos, Ham reapareció en el salón y anunció:
– El prefecto Michel Didier desea cambiar unas palabras con Milord.
– Que pase -ordenó Byron con impaciente curiosidad.
Didier era un hombre perfectamente redondo de mejillas rojas; la caminata le había provocado una leve agitación asmática, y un agudo silbido se le adosaba a la voz como una rémora pertinaz y monocorde. Primero, el prefecto le hizo saber a Byron y a sus acompañantes que cumplía en darles la más calurosa de las bienvenidas y que, desde ya, les deseaba la más feliz de las estadías aunque el tiempo, lamentablemente y como ya habían podido comprobar, era un verdadero incordio. Fue un largo y ampuloso monólogo. Aunque sabía -dijo- que la ilustre visita era un eximio nadador y un excelente remero, tenía la obligación de prevenirlo acerca del peligro que, bajo las actuales condiciones climáticas, presentaba aventurarse en el lago. No quería ser homérico, pero tampoco podía dejar de advertirle que tres embarcaciones habían desaparecido en las fauces del lago. Imprevistamente cambió la expresión circunspecta, sonrió y comentó divertido que estaba enterado del revuelo que había provocado la presencia de Lord en el Hótel d'Angleterre y que, personalmente, estaba convencido de que había sido una sabia decisión instalarse en Villa Diodati, fuente de inspiración de otro poeta cuyo nombre ahora no podía recordar pero que, seguramente, empalidecería en comparación con el talento de Byron, de quien -aseguró- tenía un ejemplar de una obra cuyo título tampoco recordaba, pero los versos eran de una magnificencia inigualable, según le habían comentado, porque en rigor -confesó- aún no había tenido tiempo de leerlo, pero que aun así no se perdonaría que Lord abandonara Ginebra sin antes autografiarle el libro que, para su desgracia, se había dejado olvidado antes de salir. Byron tenía la impresión de que el prefecto estaba dando un enredado circunloquio del cual no sabía cómo salir y que, mientras más se empeñaba en no sembrar preocupación, tanta más intriga estaba provocando con su enigmático prólogo. Byron aprovechó la andanada de elogios para interrumpir al prefecto y conminarlo amablemente a ir al grano. Nada para alarmarse, pero dos hermanos habían desaparecido hacía tres días. Se trataba de dos pescadores, hombres jóvenes de veintitrés y veinticuatro años que vivían en un paraje vecino a la Villa. Nada se sabía de ellos y, lo más curioso, no se habían embarcado ya que el pequeño pesquero estaba amarrado frente a la finca donde vivían, de modo que si llegaran a tener alguna noticia, si vieran "algo", cualquier cosa, les agradecería infinitamente su colaboración. No tenía la menor intención de inquietarlos y mucho menos de interrumpir la tranquilidad de la estadía, de modo que, habiendo cumplido en tenerlos informados, el prefecto Didier se puso de pie, saludó amablemente y, aunque nadie mostró la menor disposición para acompañarlo hasta la puerta, pidió que nadie se molestara, que conocía la salida. Sin embargo Ham creyó oportuno señalarle que la puerta por la que pretendía egresar era la que conducía hacia el sótano.
En ese preciso momento Polidori, la mirada perdida más allá de la veranda, pálido y tembloroso, musitó como un autómata:
– En los alrededores del Castillo de Chillón.
Lo dijo en voz muy baja pero perfectamente audible. Didier quedó petrificado en el vano de la puerta. Había hablado con una certidumbre tal, que parecía la confesión de un asesino. El prefecto volvió sobre sus pasos.
– ¿Perdón…? -preguntó tratando de interponerse entre la mirada del secretario de Byron y la nada.
Polidori acababa de caer en la cuenta de que había hablado y, lo que era peor, de que, como siempre, había hablado de más. En escasos segundos pensó que no había forma de retractarse. Podía decir cualquier cosa, completar la frase con alguna nimiedad, pero si, efectivamente y tal como decía la carta, los cadáveres fueran hallados en aquel sitio, quedaría de manifiesto no solamente que sabía del lugar exacto, sino que además había tratado de ocultarlo. Por un momento pensó en subir a su cuarto y mostrarle la carta al prefecto, pero un terror supersticioso lo disuadió de la idea.
– En los alrededores del Castillo de Chillon; he visto que las aves volaban en aquella dirección -se limitó a responder enigmático y sin dar precisiones.
Percy Shelley aprovechó que casualmente la mirada del prefecto se detenía en su persona para hacerle un gesto imperceptible pero significativo: cerró los ojos, negó levemente con la cabeza y se llevó el índice a la sien. El prefecto Didier hizo un leve asentimiento. En realidad, se dijo, el hombre que acababa de aventurar tan insólita premonición no presentaba un aspecto de saludable cordura.
– Bien -dijo-, consideraré la sugerencia.
Cuando el prefecto se hubo retirado, John Polidori saltó de su silla y, sorpresivamente, se abalanzó sobre el cuello de Percy Shelley.
– Miserable, vi el gesto, miserable lunático…
Shelley se lo sacó de encima con la misma facilidad con que se hubiese desembarazado de una mosca y, en un momento, lo tenía tomado por las muñecas. Byron intercedió en favor de su secretario, liberándolo de las manos del poeta, lo cual enfureció todavía más a Polidori. Se sentía como un niño: no había conseguido turbar siquiera la sonrisa de Shelley y la defensa de su Lord parecía más bien un acto de piedad. Enceguecido, Polidori corrió a lo largo del salón y con ese mismo impulso se arrojó desde la veranda hacia el vacío.
Byron y Shelley se asomaron a la balaustrada y, bajo la lluvia, vieron el cuerpo exánime de Polidori tendido sobre el pasto. Como exhalaciones, corrieron escaleras abajo. Cuando llegaron al jardín vieron que respiraba con un ritmo tumultuoso. Polidori lloraba con llanto amargo, agudo, un llanto hecho del odio más profundo. Había caído sobre los suaves arbustos que circundaban la casa y el espeso barro del jardín terminó de amortiguar la caída. Lo único que había conseguido era torcerse un tobillo. Lo levantaron por las axilas y lo entraron a la casa.
Polidori, recostado sobre el sillón, un poco magullado y cubierto con una manta cerca del fuego, se sentía ahora profundamente feliz. Byron, que le había preparado un té, estaba sentado a su lado y le acariciaba la frente. Shelley se había disculpado francamente y Mary le había leído, en un dulce susurro, buena parte de La Nouvelle Heloise de Rousseau.
Polidori rememoraba íntimamente su reciente proeza atlética y, sobre todo, espiritual. Byron jamás podría jactarse de semejante hazaña. Paladeaba por adelantado la dulce y demorada respuesta que, cuando llegara el momento oportuno, lanzaría como una daga al centro de la petulancia de su Lord: "Puedo saltar desde las alturas sin sentir el más leve temor por mi vida". Por estúpido que pudiera resultar, éstas eran las pequeñas gestas que, paradójicamente, alimentaban el orgullo de John William Polidori y, a la vez, las que manifestaban su recóndita devoción por Byron: procedía como una novia despechada. Otra vez, y no hacía mucho tiempo, había intentado envenenarse con cianuro en una proporción tal que habría resultado insuficiente para matar a un ratón. Pero estas epopeyas lo acercaban a las alturas de los héroes románticos. Y, desde luego, la condición del héroe no era otra que la del martirio. Le había escuchado decir a Shelley que Occidente necesitaba construir sus ídolos con el estiércol de la conmiseración. Aquella frase se le había revelado tan cierta como iluminadora. Era, después de todo, la historia de su propia vida. Y ahora, mientras todos le prodigaban el merecido consuelo, no podía evitar sentirse un verdadero Cristo, lastimero, dolorido y expiatorio. Y todos se inclinaban a los pies sufrientes de su redentora figura. Por añadidura, su pequeña épica había restablecido su decreciente prestigio: Byron le había suplicado que, en cuanto pudiera, revisara a Claire, cuya salud lo tenía seriamente preocupado. Por primera vez se dirigía a su secretario en su condición de médico.
Cerca de la noche, antes de la cena, la pictórica imagen que presentaba el salón, comparable a los frescos alusivos al martirio, se vio intempestivamente disuelta por la ya recurrente visita del prefecto Didier.
Se lo veía absorto. Byron, no sin dejar de hacer visible cierto fastidio, le hizo saber que no tenían novedades sobre el asunto que lo ocupaba; en rigor, le dijo, ni siquiera habían salido de la casa. No quería que el prefecto tomara conocimiento de la breve excursión de Polidori por el jardín -ya podía imaginar los comentarios que suscitaría la noticia en Inglaterra-, de modo que no hizo ningún esfuerzo por disimular que su presencia ya empezaba a molestarlo. Pero el prefecto estaba tan ensimismado en su sorpresa, que ni siquiera había reparado en las indirectas de Byron.
– Encontramos los dos cuerpos en los alrededores del Castillo de Chillon -dijo lacónico, en disonancia con la locuacidad que lo había caracterizado en su visita anterior.
Todas las miradas cayeron sobre Polidori. El secretario de Byron, recostado en el sillón junto al fuego, se limitó a arquear las cejas, torcer mínimamente la boca y mover la cabeza para un costado con una mezcla de asentimiento y rechazo, de certeza y resignación, como si así dijera: "Lo sabía. Era obvio. Es una pena, pero ¿cuál es el motivo de la sorpresa?" De pronto, Polidori había descubierto que aquella ominosa carta no dejaba de presentar un costado benéfico. Se sentía infinitamente importante, una pieza fundamental e insustituible en la marcha del mundo. El prefecto Didier, con unos ojos hechos de pleitesía, miraba a aquel hombre iluminado por el fuego. Sin la menor intención de importunarlo en su contemplación, le suplicó que le revelara cómo había hecho para establecer el lugar exacto. Polidori suspiró, entrecerró los ojos y después de un enigmático silencio se dignó a hablar. En realidad, cómo explicarlo, se trataba de aquella equilibrada mezcla de médico y poeta; el instinto propio del galeno y el ilimitado vuelo espiritual del literato le proporcionaban una suerte de olfato lírico, ese especial perfume de la muerte, en fin, el vuelo de las gaviotas y las corrientes del lago; era obvio, no podía ser de otra manera, pobres muchachos, él mismo se negaba a dar crédito al dictado de sus deducciones pero, por desgracia, los hechos le demostraban que, otra vez, él tenía razón. Polidori se perdió en un intrincado y solemne monólogo en el cual se lamentaba de su insoportable inteligencia y de su insufrible capacidad deductivo-inductiva, de aquella sensibilidad poética; ¿por qué no podía ser como el resto de los hombres, un poco menos complejo, un poco más -cómo decirlo sin ofender- simple? Pero ¿qué podía él hacer? Ésa era su naturaleza y debía aceptarla con resignación. Hablaba en un tono grave y calmo, mirando el fuego. Estaba envuelto en una frazada que le confería el aspecto de un sabio de la antigüedad. Shelley y Mary intercambiaban miradas atónitas, mezcla de asombro e incredulidad. Conocían poco al secretario de Byron, pero lo suficiente para saberlo incapaz de cualquier atisbo no ya de clarividencia, sino del más elemental y rudimentario proceso lógico. Por su parte, Claire no había prestado la menor atención al monólogo de Polidori, aunque no podía disimular el hartazgo que le provocaba su voz monocorde y áspera, cuya profusión verbal terminaría por hacerle estallar la cabeza, ya bastante maltratada por una jaqueca que amenazaba con hacerse crónica.
– Che sará, sará -concluyó enigmático, se disculpó y se retiró a su cuarto con el cansancio de los profetas después de un trance clarividente.
El prefecto Didier lo despidió con un respetuoso silencio. Byron terminó de convencerse de que su secretario estaba definitivamente loco.
Entró en su habitación absolutamente convencido de la veracidad del discurso que acababa de pronunciar. Admitía que la noticia sobre la aparición de los cadáveres la había obtenido de la carta. Sin embargo, no era menos cierto que él y no otro, por razones obvias, había sido elegido confidente de aquel misterioso espíritu de las tinieblas. Repentinamente el miedo se había convertido en una grata inquietud. Intuía que podría sacar algún provecho de aquella misteriosa correspondencia. Encendió el candil y miró hacia los montes al otro lado del lago. La pequeña luz en la cima volvió a brillar. Sonrió nerviosamente y, no sin alguna ansiedad, bajó la vista hacia su escritorio. Con la respiración agitada y un amable temor, pudo comprobar que allí mismo, junto al candil, había un nuevo sobre negro con un idéntico lacrado púrpura.
Dr. Polidory
Lo que habéis hecho esta tarde fue una verdadera estupidez. De milagro habéis salido ileso. Y no puedo evitar sentirme responsable. Quizás en mi carta anterior debí haberos hablado de ciertos asuntos que os darían buenos motivos para permanecer con vida. Ya os he dicho que hay "algo" que tenéis que me es de vital importancia. Y, voy a hablaros sin rodeos, lo que quiero proponeros es un negocio, pues hay otra cosa que yo poseo que, lo sé, es aquello que vos más anheláis. Pero la condición del éxito es, en primer lugar, que ambos permanezcamos con vida y, en segundo lugar, el más absoluto secreto. Lo que habéis hablado con el prefecto Didier pudo, también, haberos costado la vida. Mi querido Dr. Polidori, esto no es un juego. Ya no tengo dudas sobre mi responsabilidad en la muerte de esos dos pobres inocentes. Por momentos temo no poder seguir cargando con el peso del remordimiento. Pero vayamos a lo nuestro.
Es tiempo de que os revele qué es "aquello" que preciso para poder seguir viviendo. Al igual que el agua y el aire, necesito de la simiente que produce la vida y la perpetúa a través del tiempo, aquella semilla vital que pervive a los muertos en virtud de su descendencia y lleva en sí el torrente animal de los instintos, pero también la intangible levedad del alma, los caracteres de nuestros antecesores y el potencial temperamento de los que nos sucederán, aquello que está escrito en la materia del primero de los hombres y que habrá de estarlo también en el último y por los siglos de los siglos, la herencia que nos condena hasta el fin de nuestros días a serlo que fatalmente somos, el irrevocable legado que nos da la vida con la misma insondable predeterminación con que nos la quita. Aquello, en fin, que transporta en su dulce caudal el germen de todo cuanto somos. Aquel fluido germinal que solamente vosotros, los hombres, poseéis. Habréis descubierto ya, mi querido doctor, a qué elemento me refiero. Pues sí, necesito del claro elixir de la vida lo mismo que cualquier mortal necesita del alimento. Con igual intensidad con la que cualquiera de vosotros necesita del agua para no perecer, así preciso yo beber del vital fluido. Ignoro por qué monstruosa razón la única sustancia que puede mantenerme con vida es, justamente, el más puro germen de la vida. Dr. Polidori, habréis de imaginar a qué terrible destino estoy condenada. Ya os he dicho que soy el ser más espantoso que haya existido jamás en la faz de la tierra. De más estaría deciros que no me adorna la gracia de la seducción y que, por el contrario, el solo hecho de someterme a la mirada de un hombre -cosa que afortunadamente jamás ocurrió- provocaría en él la más profunda repugnancia. Os preguntaréis de qué manera me he podido procurar la vital sustancia hasta ahora. Sois un hombre inteligente; de seguro ya lo habréis imaginado. También os he dicho que mi extrema fealdad es inversamente proporcional a la belleza de mis hermanas. Huelga deciros que, desde luego, Babette y Colette me han proporcionado, a expensas de su idéntica hermosura, aquello que mi monstruosidad me impedía procurarme por mis propios medios. Pero me adelanto a deciros que, si durante toda la vida se han tomado este -según se mire- "ingrato" trabajo, no lo han hecho movidas por el amor fraterno ni por el placer que, eventualmente, tal tarea pudiera provocarles. En rigor, sí del deseo de mis hermanas dependiera, ya hubiese muerto hace mucho tiempo. Me reservo para más adelante el revelaros el motivo de la “humanitaria" vocación de Babette y Colette. Es casi pública la fama de mis hermanas. Tal vez, vos mismo habéis escuchado las murmuraciones que sobre ellas corren: rameruelas, cantoneras, zorronas, corta faldas, pencurias, casquivanas, esquifadas y hasta, lisa y llanamente, putas, son algunos de los calificativos que les han endilgado. Quizás hayáis leído con vuestros propios ojos alguno de estos epítetos escrito en la puerta de algún retrete público de París. Y poco hay de cierto. No podría decir que exista en ellas una natural inclinación a la promiscuidad. Sin embargo, es probable que, a causa de la tarea casi cotidiana que las obligaba a salir a conseguir el elixir de la vida, hayan terminado por tomarle gusto o hacerse a la afición. Pero ésos son efectos y no causas.
Ahora que ya os he revelado qué es aquello que vos poseéis, se impone que os hable de la historia de mi familia.
Desciendo de una antigua familia protestante. Quisieron los raros avatares del azar que mis lejanos ancestros emigraran de Francia a Inglaterra y, más tarde, de Inglaterra hacia América. Mi padre, William Legrand, hombre de un frágil equilibrio espiritual, dilapidó tantas veces como rehizo la fortuna que había heredado. Nació en Nueva Orleáns y allí creció sin más preocupaciones que las que puede tener un joven de acomodada posición.
Al morir mi abuelo, mi padre, presa de una de las pestes más devastadoras que sufriera América -me refiero a la letal fiebre del oro-, dilapidó hasta la última moneda que había heredado detrás de sus quiméricas ilusiones. Sin otra compañía que la de su fiel criado -que, por otra parte, era lo único que lo mantenía con los pies en la tierra-, se instaló en la solitaria isla de Sullivan cercana a Charleston, en Carolina del Sur. Dios sabe cómo, al cabo de dos años, volvió a Nueva Orleáns convertido en uno de los hombres más ricos de América. Pero su fortuna duró tanto como el tiempo que separa el relámpago del trueno: entusiasmado por su buena estrella, invirtió la totalidad de su capital en una descabellada expedición al inhóspito Yukon, donde, por añadidura, cerca estuvo de perder la vida.
Pero como si su destino hubiese estado signado por la misma suerte de Lázaro, milagrosamente habría de levantarse, otra vez, de la más paupérrima miseria. Cuando todo parecía indicar que aquél era el fin definitivo de la ancestral fortuna de los Legrand, una mañana llamaron a su puerta. Un lacónico caballero de aspecto medieval y cara de pájaro que se presentó como notario cumplió en notificarle que, no habiendo descendientes directos ni testamento, él, William Legrand, sobrino nieto de un desconocido André Paul Legrand recientemente fallecido en Francia, era el único heredero de todos los bienes del ignoto difunto, a saber: una discreta mansión en el corazón de París con todas sus piezas de arte, joyas y mobiliario, y una suma de dinero suficiente para que pudieran vivir holgadamente, por lo menos, las tres generaciones siguientes.
Habida cuenta de que ya nada lo ataba a la ciudad de Nueva Orleáns -no tenía familia y su entrañable criado, Júpiter, que ni en las peores circunstancias lo habría abandonado, estaba muerto-, mi padre decidió que su nuevo destino habrían de serlas tierras de sus ancestros. La decisión no tardó más que el tiempo que le llevó estampar su firma en el documento que acababa de leerle el notario. Al mes siguiente mi padre llegaba a París. Durante la primavera de 17…, conoció a quien sería mi madre, Marguerite, con la que se casó en la primavera siguiente. No es mucho lo que puedo decir sobre mi madre pues no la conocí. Poco tiempo después -a un año exactamente de su casamiento-, la vida de mi padre habría de convertirse en una pesadilla.
Pero dejaré que el relato corra por su cuenta: os transcribo aquí una carta que mi padre le escribiera a cierto médico en la cual, con desesperada amargura, le relata el comienzo de mi monstruosa biografía.