CARTA DE WILLIAM LEGRAND AL DR. FRANKENSTEIN
París, 15 de marzo de 1747 Mi muy estimado Dr. Frankenstein:
Estas líneas son hijas de la desesperación. Mucho me complacería, habida cuenta del largo tiempo que no mantenemos contacto, hablaros de cuestiones más gratas. Sin embargo, debo confesaros que, si decidí llamarme a silencio durante estos últimos tres años, ha sido, justamente, a causa del desgraciado curso que, inesperadamente, ha tomado mi vida. Os suplico que me ayudéis, pues ya no me quedan fuerzas para seguir cargando con esta cruz. Necesito de vuestro sabio consejo y, sobre todo, de vuestra noble discreción. Esta carta es a la vez una confesión, un intento de expiar culpas y un ruego. Tal vez vuestra sabiduría de médico encuentre una salida al siniestro laberinto en que, durante estos últimos tres años, se ha transformado mi existencia. Lo que habré de relataros es lo más espantoso que podría sucederle a un hombre. No me juzguéis como a un pobre loco; aún, al menos por ahora, no lo estoy. Hago votos para que Dios me anime a enviaros esta carta una vez concluida, aunque mucho me temo que el pudor me impida hacerlo. En la última, os daba la buena nueva de que Marguerite estaba encinta. Recuerdo con qué felicidad os relataba el acontecimiento, pues era un anhelo largamente acariciado por mi mujer y por mí. Todo marchaba a las mil maravillas y no había motivos para suponer otra cosa que el más auspicioso de los desenlaces. Sé que estáis enterado de que mi mujer murió durante el parto a causa de ciertas inesperadas complicaciones y también sé que estáis al tanto de que, mientras su vida se apagaba, con heroico renunciamiento y en el límite de sus fuerzas, pudo dar a luz a dos hermosas mellizas. Pero ésa es sólo una parte de la historia. Existen otros acontecimientos que nadie conoce aún y que jamás me he atrevido a revelar pues son tan terribles e inexplicables que, presa del espanto, no he sabido cómo proceder ni a quién acudir.
Trataré de contároslo con tanto detalle como me lo permita el pudor.
Durante la helada madrugada del 24 de febrero de 1744, minutos antes de que un relámpago cadmio anunciara la proximidad de la tormenta más espantosa de la que este siglo tenga memoria, Marguerite -que acababa de entrar en el séptimo mes de embarazo- se despertó sobresaltada. Recuerdo que, aquella noche -ignoro por qué-, la había pasado yo en vela presa de una indefinible angustia que era -hoy lo sé- la señal de los más negros augurios. Tenía la inexplicable certeza de que algo funesto habría de ocurrir. Como si de pronto los acontecimientos comenzaran a adecuarse a mis oscuros temores, mi esposa se incorporó y, apoyada sobre los codos, creyó morir de dolor. Se llevó la palma de la mano al vientre, tal como hacen las mujeres embarazadas cuando presienten la inminencia del peligro. En ese preciso momento sobrevinieron dos hechos a un mismo tiempo, como si uno fuera la causa ya la vez el efecto del otro. Cuando mi esposa posó su mano por encima del camisón, me comunicó su inquietante impresión de que el volumen de su vientre era incomparablemente mayor que al acostarse, hacía apenas unas horas; en ese mismo instante, la casa entera cimbró a causa de un trueno. Intenté tranquilizarme en la convicción de que todo aquello no era más que una falsa percepción, producto de la angustiosa duermevela. De inmediato encendí las velas del candelabro que estaba sobre la mesa de noche y, espantado, pude comprobar que, efectivamente, el vientre sietemesino, que hasta hacía unas horas apenas si sobrepasaba el perfil del exiguo busto de mi mujer, era ahora un abdomen colosal cuyo volumen le impedía juntar una mano con la otra por delante de él.
Jamás sospeché que el abrupto final del sueño de mi esposa iba a ser el comienzo de la más negra de las pesadillas que habrá de atormentarme hasta el último de mis días.
Del otro lado de la ventana, el cielo se cernía sobre el mundo como un ultimátum; la ciudad era una sombra lejana y endeble que parecía implorar piedad, cercada arriba por la tormenta y abajo por el río; París nunca había visto el Sena tan furioso. Las aguas empezaban a golpear con iracundia las escalinatas que bajan a la ribera hasta alcanzar, con su cresta de monstruo, las balaustradas de los puentes.
Sin embargo, si hubiera imaginado lo más terrible que podía sucederle a una embarazada, hasta la fantasía más tenebrosa habría sido benévola comparada con lo que sucedió aquella noche en la que se desató la tormenta más espantosa de la que este siglo tenga memoria.
Caía una lluvia furiosa. Fui hasta la ventana, desempañé el vidrio con la palma de la mano y pude comprobar que la cortina de agua y piedras de hielo hacía imposible ver más allá del alféizar, sobre cuya superficie unas macetas con malvones se deshacían como si fueran atacadas a golpe de hacha. Enfrente, la catedral parecía ser el epicentro del diluvio, como si la furia de Dios se manifestara a través de las tenebrosas bocas de las gárgolas que vomitaban unas pesadas columnas de agua.
Con los ojos llenos de asombro, miraba a mi mujer, cuyo rostro, desde mi perspectiva junto a la ventana, quedaba oculto detrás del gigantesco promontorio del vientre.
Los primeros cinco minutos de la tormenta ya habían hecho estragos. Mi mujer gritaba de dolor. Desesperado envolvía Marguerite en las cobijas y no sin dificultades la alcé en mis brazos.
Pude darme cuenta de que el cobertizo estaba inundado recién cuando sentí el agua que trepaba hasta mis rodillas. Recostada sobre una vieja mesa en desuso, mi esposa parecía morir.
Los caballos relinchaban y corcoveaban echando un vapor blanco y espeso por la boca. No había forma de sujetarlos al coche. Marguerite se retorcía de dolor y ya no quedaba demasiado tiempo. Corrí hasta la puerta y grité suplicando auxilio. Sin embargo nadie, absolutamente nadie, acudió en mi ayuda. Era como si todos los habitantes de París acabaran de ser exterminados por imperio de una súbita peste. El alarido de mi mujer me devolvió de inmediato al cobertizo. Cuando entré, la vi recostada contra la pared, jadeante y envuelta en un tul de sudor helado, intentando detener con sus manos una cascada de sangre que brotaba desde el centro de sus piernas. En otras circunstancias, y si no se hubiera tratado de la mujer que amaba, habría sucumbido al pasmo que me produjo el cuadro. Sin embargo, dueño de una súbita valentía, me arremangué dispuesto a traer a este mundo el fruto que albergaba el vientre de mi esposa.
Con su último aliento, mi mujer, exhausta y pálida a causa de la imparable pérdida de sangre, se esforzaba todo cuanto se lo permitía el exánime vigor de su cuerpo. Impulsado por el más elemental instinto, introduje mi mano y, de inmediato, pude palpar la forma inconfundible de una diminuta cabeza. Me encomendé al Todopoderoso y tiré de ella con delicada firmeza hasta verla asomar entre aquella vertiente de sangre. Cuando todo hacía suponer que con un poco más de fuerza tendría aquel cuerpecito entre mis manos, noté que algo estaba obturando la salida. Giré mi mano con suavidad y entonces pude sentir con absoluta nitidez que, junto a la pequeña cabecita que sujetaba, había otra de idénticas dimensiones. Marguerite exhaló un prolongado suspiro y, para mi completa desesperación, vi que no volvía a respirar. Presa del más amargo desconsuelo, grité con todas las fuerzas de mis pulmones esperando que alguien viniera en nuestro auxilio. Dios sabe cómo, con mis propias manos, traje al mundo a las dos pequeñas.
Las niñas tenían unidas las espaldas por una horrorosa pústula, una suerte de eslabón de carne inciertamente antropomorfo. Para mi completo terror, vi que aquel nexo se agitaba con movimientos propios, se contraía y se dilataba como si estuviese respirando. Cuando levan té a las niñas en mis brazos, se separaron como por accidente, sin que tuviera yo que hacer el menor esfuerzo. Aquella cosa cayó al piso -que estaba cubierto de agua- y se deslizó, flotando, hasta un rincón del cuarto. No pude evitarla viva impresión de que esa entidad estaba animada. Intenté disuadirme con la idea de que su aparente movimiento no respondía a otra cosa que al leve vaivén del agua sobre la cual flotaba. Sin embargo, cuando me detuve a observarlo más de cerca, no tuve dudas de que aquel extraño ser estaba haciendo esfuerzos por mantenerse a flote. Era, entonces pude percibirlo, una suerte de pequeño animal, como un renacuajo, cubierto por una piel grisácea semejante a la de los murciélagos. Hubiera jurado además que esa cosa horrorosa me estaba mirando. Dr. Frankenstein, imaginad el cuadro: mi esposa muerta sobre la mesa, mis hijas en mis brazos, ese fenómeno mirándome con unos ojos llenos de hostilidad y yo solo, completamente solo y sin saber qué hacer. De pronto tuve la inmediata certeza de que la causa de toda mi súbita desgracia no podía ser sino ese ente siniestro que se debatía en el agua. Entonces -aferrando a mis hijas entre los brazos- caminé hasta donde estaba aquel engendro y, aprisionándolo entre la planta de mi pie y el piso, me aseguré de que se ahogara bajo el agua. En ese preciso instante noté que mis hijas empezaban a ponerse moradas y que no respiraban. No tardé en comprender que una cosa era causa de la otra pues, no bien hube levantado el píe liberando del ahogo a esa cosa, mis hijas volvieron a respirar. Aquel pequeño monstruo me miraba ahora con unos ojos llenos de odio. Para mi completo espanto, vi cómo giraba sobre su diminuto eje y, con la velocidad de una rata, se perdía tras las maderas del zócalo.
Mi esposa murió. Mis hijas, a las que bauticé como Babette y Colette, han crecido saludables y hermosas. Aquella pequeña monstruosidad deambula por los sótanos de la casa y rara vez se deja ver. Suelo oírla andar por los subsuelos -la biblioteca y la bodega- y solamente sé de su existencia por sus asquerosos rastros. La he visto disputarse su comida con las ratas. Aunque nunca más he vuelto a verla, sé que permanece viva porque mis hijas aún respiran. Muchas veces, mientras intentaba dormir, he sospechado su ominosa presencia acechándome desde la oscuridad y aún temo una despiadada venganza. Sé que me odia.
Una nodriza se hizo cargo de alimentara las niñas y, desde hace un año, un aya se ocupa de educarlas. Las mellizas han crecido llenas de salud y son de una belleza tan idéntica que aún hoy me cuesta distinguir a una de la otra.
La carta se interrumpió abruptamente en la mitad del papel. Polidori miró el reverso de la hoja comprobando que ya lo había leído. En la siguiente página Annette Legrand retomaba la palabra.
Como la sola idea de la confesión lo llenó de pudor, mi padre decidió compartir el peso del secreto sólo con mis hermanas y la carta que comenzara a escribir a su amigo quedó inconclusa. La tomé del cesto de papeles. Ahora habréis de comprender por qué razón mis hermanas se han preocupado en mantenerme con vida.
Dr. Polidori, como podréis imaginar, los hechos que confiesa mi padre están cautamente tamizados por la vergüenza y, pese al tono de dramático mea culpa, apenas revelan una parcialidad de la historia. Y no lo condeno. Pero, desde luego, pese a su lastimero alegato cargado de martirio, jamás habré de perdonarle el confesado hecho de que haya querido asesinarme. En verdad os digo que no guardo un profundo aprecio por la vida. Si aún no he muerto, desde luego que no lo debo al amor de mi padre ni al fraternal cariño de mis hermanas. Conservo una férrea memoria de mis días de infancia. A nadie acuso de haberme condenado a una inexistencia civil de hecho. A ninguna otra cosa que a mi propia voluntad de retiro atribuyo mi absoluto anonimato. Desde muy pequeña sentí un irrevocable afán de soledad y siempre tuve una necesidad -casi fisiológica- de permanecer en sitios oscuros y silenciosos. De mis rivales, las criaturas de las profundidades, he aprendido casi todo. De las ratas, la voraz apetencia por los libros; de las cucarachas, el penetrante poder de observación; de las arañas, la paciencia; de los murciélagos, el sentido de la oportunidad; de las lauchas, a recorrer distancias inconmensurables por las entrañas de las tinieblas. Conozco París mejor que el más orgulloso de los parisinos. Sé de los pasadizos y corredores que atraviesan la ciudad de extremo a extremo, a uno y otro lado del Sena y, si mi interés hubiera sido el dinero, podría haber robado cien y mil veces los tesoros napoleónicos.
Desde muy pequeña sentí la viva necesidad de permanecer cerca de mis hermanas. Quizás, a causa de nuestra condición de siamesas, de nuestra germinal e íntima comunión carnal y, tal vez, con el afán de velar por su salud -después de todo, también mi vida dependía de la de ellas- jamás pude llevar una existencia completamente independiente, como si, efectivamente, continuáramos siendo un mismo ser dividido en tres partes. De modo que, cuando éramos todavía muy pequeñas, mientras la institutriz, con infinita paciencia, se desgañitaba enseñándoles el alfabeto a mis hermanas -que por cierto nunca tuvieron demasiadas luces, porro decir que eran lisa y llanamente dos idiotas-, yo permanecía del otro lado de la reja de la ventilación, escudriñando desde la penumbra. Así aprendí a leer y a escribir. También, desde muy pequeña, decidí que mí lugar en la casa eran los subsuelos: la biblioteca y, más abajo todavía, la bodega. Mi padre había heredado la fabulosa biblioteca de mi tío, André Paul Legran d, cuya pasión por los libros superaba holgadamente el espacio destinado a la biblioteca: la segunda planta de la casa. Sin embargo mi padre decidió que aquellos innumerables ejemplares eran un verdadero estorbo que no hacían más que quitar espacio e hizo trasladar todos los volúmenes, sin orden ni criterio, a los sótanos de la casa.
Era una biblioteca verdaderamente bella. Una luz mortecina que bajaba desde las claraboyas en tenues y solemnes conos le confería un aspecto que se diría extrañamente sagrado, una suerte de basílica pagana, una lujuriosa y dionisíaca catedral que, ruinosa y abandonada, se me ofrecía -sólo para mí- como el más tentador de los pecados. El dulce perfume del papel humedecido, el cuero de los lomos, las hojas arrancadas a dentelladas por las ratas, los gusanillos y la invasión del hongo sobre la letra otorgaban a los libros una apariencia de animal muerto, del cual se nutrían innumerables y antagónicas bestezuelas (Dr. Polidori, quien escriba con ánimo de trascender se interna por mal camino). Y en medio de ese sordo combate, también yo, animal carroñero, quería mi parte. Fue una larga y denodada lucha contra las ratas, que parecían obstinadas en devorarse exactamente aquella lectura que yo me reservaba con más fruición. Tenía que ser veloz, leer tan rápido como me fuera posible, antes de que mis rivales acabaran con mi lectura. Era una lucha desigual, pues tenía que batirme sola contra no menos de cien roedores. Bastaba con que un libro despertara mi interés, para que ése y no otro fuera inmediatamente atacado. Y precisamente los libros que más placer le habían dado a mi espíritu, esos que quería conservar con más ansias, eran las presas predilectas de mis voraces enemigas. No había escondite que no encontraran, ni barrera que no pudieran superar. Fue entonces cuando descubrí que si las ratas eran más sabias que yo, no tenía otro camino que aprender de su ancestral sabiduría. Si los libros estaban condenados a ser pábulo de las bestias, yo iba a ser la más predadora de las fieras. Leía durante días enteros. Cada página que concluía la arrancaba de inmediato y me la engullía de un bocado. Pronto aprendía distinguir el sabor y las diferencias nutritivas de cada autor, de cada texto, de cada una de las escuelas y corrientes. Y en mi infatigable lucha contra las ratas, cuanto más me parecía a ellas, tanto más, por primera vez, me sentía infinitamente humana. Así como el hombre, en su evolución, pasó de la comida cruda a la cocida, de igual manera hice mi propio progreso: de devorar, pasé a comer. Y, habida cuenta de la vecindad con la bodega, que además estaba tan bien nutrida como la biblioteca, descubrí que para cada autor había un vino y no otro.
En el curso de mis primeras comidas, he almorzado una antigua edición del Quijote en español; aquella misma noche, entusiasmada con el Manco de Lepanto, cené las Novelas ejemplares y, al día siguiente -tal fue mi fascinación por el hallazgo- me devoré, a guisa de desayuno, una bonita edición del Hidalgo Caballero en francés que, por cierto, tuve que disputarme con las ratas en una pelea cuerpo a cuerpo. Proseguí con un delicioso ejemplar de la primera edición de los Padecimientos del joven Werther y una orgiástica cena de Las mil y una noches. Habiendo ya devorado los Ensayos de Montaigne, buen provecho me hicieron Phillipe de Commines, la marquesa de Sévigné y el duque de Saint Simon. Conservo aún las tres últimas páginas del Decamerón y las últimas de Gargantúa y Pantagruel: tanto gusto me dan queme resisto a terminarlas. Engullí Los besos de Juan Segundo Everardi junto con Ariosto, Ovidio, Virgilio, Catulo, Lucrecio y Horacio. Llegué, incluso, a degustar el indigesto aunque no menos delicioso Discurso del método seguido del Tratado de las pasiones del alma. Como habéis de inferir no tengo la virtud de la relectura. Sin embargo, soy dueña de lo que me atrevo a definir como memoria del organismo: además del ingrato don de recordarlo todo -podría recitaros La odisea de principio a fin-, lo que no sin cierta vulgaridad suele llamarse el saber se ha instalado, no en mi espíritu como una suma de conocimientos sino en mi cuerpo como un cúmulo de instintos en el sentido más animal del término. La literatura es mi modo natural de supervivencia. Dr. Polidori, os recomiendo seriamente que hagáis la prueba: comed lo que leáis.
John Polidori estaba maravillado. Muchas veces se había reprochado su cortedad de memoria. Cuántas hubiese querido recitar tal o cual verso en aquellas circunstancias que se presentaban como las propicias. Pero era la suya una memoria conceptual y no literal; podía recordar la idea precisa pero le era imposible adecuarla a la métrica y a la rima con que tal poema había sido concebido. Las veces que había intentado cautivar a un eventual auditorio se había extraviado, con ridícula actitud declamatoria, en presuntos versos que jamás terminaban de rimar y cuya métrica convertía los endecasílabos en larguísimas construcciones de hasta veinticuatro sílabas. Como había traído consigo La excursión, de William Wordsworth, la consideró una buena oportunidad para iniciarse. Leyó ávidamente la primera página, la arrancó de cuajo, la estrujó entre los dedos y se la llevó a la boca. No resultaba fácil masticar la reseca factura del papel: era duro y las aristas le lastimaban la boca. En un primer intento, no pudo siquiera pasarlo por la garganta. Se consideraba a sí mismo como una suerte de rumiante; aquel miserable papel jamás acababa de ablandarse. Finalmente, después de varios intentos abortados por las náuseas, consiguió tragarlo. Ahora, mientras la hoja bajaba por el esófago, se sentía como una boa luego de devorarse un cordero íntegro. Insistió con la segunda página. A partir de la quinta, aquello le resultaba tan fácil como beber caldo. Ya en plena gula, allá por la página noventa y tres, Byron abrió la puerta del cuarto de su secretario inesperadamente y sin anunciarse. Ambos se quedaron petrifica dos mirándose el uno al otro. Polidori tenía la boca repleta de papeles que aún asomaban desde los labios anegados en una saliva negra de tinta y sostenía sobre su falda lo que quedaba del libro: las portadas y unas raquíticas hojas. Terminó de masticar y tragó ruidosamente intentando disimular lo indisimulable. Antes de girar sobre sus talones y salir por donde había entrado, Byron susurró:
– Bon appétit.
Por toda respuesta Polidori soltó un eructo involuntario, seco, áspero y demasiado escueto para constituir una opinión literaria.
Durante el curso de mis subterráneas excursiones he dado por azar con uno de los más increíbles hallazgos que, no lo dudo, ha tenido para mí el valor de una verdadera revelación. En los pasadizos adyacentes al estrecho túnel que, por debajo del Sena, une Notre Dame con Saint-Germain-des-Prés, con frecuencia creía percibir el cercano -y para mí irresistible- perfume del papel y la tinta que, a juzgar por su intensidad, se adivinaba en cantidades orgiásticas. No era, sin embargo, el olor de la tinta de imprenta sino el inquietante y para mí inconfundible aroma que tienen los manuscritos. No me fue difícil hallar el pasaje que, finalmente, me condujo a la fuente de tan tentador perfume. Se trataba, según pude inteligir, de los sótanos pertenecientes a la Librería Editorial Galland.
Frente a mis ojos tenía el tesoro más deslumbrante que me haya sido dado ver: cientos de miles de manuscritos que se apilaban desde el piso hasta el techo. Tardé en comprender su valor. No se trataba, como de seguro habréis de suponer, de los originales que habían visto en forma de libro la luz de la gloria y la posteridad, sino, muy por el contrario, de aquellos que cargaban la condena más atroz con que se puede castigar una obra: sobre la porrada todos llevaban un sello rojo que rezaba, lapidario, "IMPUBLICABLE". Si pudiera describiros las maravillas que me fueron reveladas en aquellas páginas condenadas a muerte antes de nacer… Os aseguro que la historia de las letras de Occidente habría sido otra y más gloriosa si tan sólo algunas de estas páginas, en lugar de otras ilustres, reconocidas y consagradas, hubiesen visto la luz de la publicación.
Interesada en saber quién era el ignoto juez de las letras, aquel que decidía por nosotros, lectores, y por la posteridad de los escritos y sus autores, he podido conocer a uno de los más oscuros y descabellados personajes que habitaron la entraña de la tierra.
El hombre responsable del fallo sobre los manuscritos presentados ocupaba un sórdido despacho del subsuelo de la librería. A sus espaldas se alzaba una máquina de dimensiones gigantescas que ocupaba casi por completo la superficie de la planta. El anónimo juez había hecho, quizá, la más escrupulosa clasificación de las grandes novelas universales. Había contado, palabra por palabra, descomponiendo y numerando cada elemento sintáctico y gramatical, desde los lejanos relatos orientales como el Genji Monogatori de Murasaki No Shikibu, el Kalila y Dimma, pasando por el Satiricón de Petronio, La historia del cavallero de Dios que había por nombre Cifar, hasta el Quijote y las Novelas ejemplares y, desde luego, Boccaccio,
Quevedo, Lope de Vega, Defoe y Swift, Lasage, Lafayette y Diderot. De acuerdo con tales modelos, había descompuesto todos los elementos cuantificables de cada novela -cantidad de páginas y de palabras, peso, artículos, sustantivos, adjetivos, adverbios, preposiciones, etc., etc., etc.- y había calculado los promedios correspondientes. Había considerado, además, los componentes no cuantificables, que dio en llamar de modo genérico, los "contenidos espirituales" que habitaban las páginas de los libros. Decidió que también era posible objetivar tales elementos sometiendo los ejemplares a diferentes tratamientos. Así, por ejemplo, los expuso al empuje de enormes prensas, a temperaturas elevadas, al vapor, a movimientos bruscos, etc., y por este camino descubrió que aquellos libros que más habían perdurado en la memoria de los tiempos eran los que, casualmente, no habían modificado su peso después de tales procesos. Tomando esta peculiaridad como ley general, ideó la que dio en llamarla máquina lectora.
En la base de la máquina había una gran caldera calentada por brasas que alimentaba un fogonero. Dos colosales chimeneas trepaban hasta superar el tejado de la editorial. El artefacto presentaba una pequeña puerta por donde se colocaba el manuscrito. El primer paso consistía en pesarla obra. Si el peso estaba dentro de los promedios aceptables, era transportado hacia un contador de páginas constituido por un rodillo provisto de tantos dientes sucesivos como páginas debía tener la obra. Si el manuscrito en cuestión superaba los escollos "formales"; pasaba a la "cámara de los espíritus"; donde era sometido al tratamiento para objetivar los con-tenidos espirituales. En caso de que el ejemplar superase todas las pruebas, se lo sellaba automáticamente con una leyenda azul que decía "PUBLICARBLE" y concluía su trayecto en un largo tubo que lo conducía a la imprenta. Sí, por el contrario, el manuscrito no se adecuaba a alguno de los sucesivos parámetros, caía en la negra garganta de una tubería que desembocaba en los más profundos subsuelos y se lo calificaba con un sello rojo que rezaba "IMPUBLICABLE".
En rigor, el ignoto juez había inventado su máquina con el solo propósito de ahorrar tiempo y, de ese modo, evitarse el arduo trabajo de leer. No lo animaba, sin embargo, la pereza; al contrario, su propósito era el de disponer del mayor tiempo posible para llevar adelante su mayor anhelo, la empresa que habría de justificar su oscura existencia: escribirla novela perfecta. Era, justamente, el dueño de la fórmula.
Diez años le demandó la redacción de su novela, a la que tituló La llave del secreto. El glorioso día que le puso el punto final, no hubiese tenido que tomarse más trabajo que el que demandaba llevar a la imprenta su flamante obra bajo el brazo. Al fin y al cabo era el juez. Pero no pudo sustraerse a la tentación. Abrió la puertecita de su máquina y con una sonrisa satisfecha dejó que el libro tomara su justo curso. Con espanto pudo comprobar que el artefacto de su inventiva, con expeditivo desdén, escupía el manuscrito hacia los infiernos de la librería.
El fogonero no tuvo tiempo de hacer nada para impedir que el juez ingresara, con paso decidido, al interior de su máquina.
He podido ver, llena de horror, el cadáver que yacía sobre su propio manuscrito en los profundos subsuelos de la librería. Al igual que en la portada del original, sobre la frente del juez podía leerse en letras rojas y lapidarias:
"IMPUBLICABLE".
Durante los primeros años de mi existencia llevé una vida de sosegada clausura. Y era completamente feliz. Tenía mi propio paraíso. Todo estaba al alcance de la mano. Mis nocturnas excursiones subterráneas me permitían desplazarme a todas las bibliotecas de París y devorar los más exóticos libros escritos en lenguas lejanas que aprendía descifrar. No necesitaba de la presencia de nadie. Sin embargo, al llegar a la edad de ser mujer, una cosa espantosa iba a suceder en mi vida.
De la noche a la mañana, con la misma súbita premura con que el gusano se convierte en mariposa, algo terrible iba a cambiar en mí. Inesperadamente me vería obligada a abandonar la feliz y completa soledad en la que tan a gusto me sentía para tener que depender de la ingrata existencia de mis "semejantes". El mismo día en que me convertí en mujer, me invadió una perentoria, urgente e impostergable necesidad de conocer -en el más puro sentido bíblico- a un hombre. No eran aquellos arrebatos de excitación que tan a menudo me sobrecogían; no se trataba de las frecuentes humedades bajas que ciertas lecturas solían provocarme. En última instancia, sabía perfectamente bien cómo prodigarme íntimo consuelo. Podía arreglármelas sola y, realmente, prefería mis propias y puntuales caricias -nadie podía conocer mi anatomía mejor que yo- a la idea de que un hombre pudiera tocarme. Pero esto era completamente nuevo y de una naturaleza puramente fisiológica: si tuviese que comparar mi estado de necesidad con algún requerimiento físico, me vería tentada a hacerlo con el hambre y la sed. Sentía que, de no mediarla presencia de un hombre, moriría igual que si dejase de comer o de beber agua. Yen efecto, el curso de los días me iba a demostrar que esta última no era una metáfora. Mi salud se deterioró hasta tal punto que me vi sumida en un estado de postración queme impedía, casi, moverme. Como ya lo habréis de suponer, el estado de salud de mis hermanas corría la misma suerte que el mío y, conforme mi agonía avanzaba, la vida en ellas se iba apagando en la misma proporción.
Mis hermanas eran dos bellísimas mujercitas. Y su hermosura no iba a la zaga de su precoz y ávida lujuria. Yo misma había observado, desde el respiradero, cómo se entregaban a los juegos lascivos de monsieur Pelián, el por entonces socio de mi padre, a quien se le había confiado la educación musical de las mellizas. Monsieur Pelíán solía aprovechar las ausencias de nuestro padre para visitar a mis hermanas. Como os digo, eran juegos, lúbricos y obscenos, sí, pero no más que juegos. Monsieur Pelián solía sentar a las niñas sobre su regazo -una sobre cada pierna-; primero les contaba alguna historieta, por cierto bastante vulgar pero lo suficientemente eficaz para que se pusieran rojas de una presunta vergüenza que, en rigor, era pura excitación. A monsieur Pelián le provocaba un infinito arrobamiento tener frente a sí a dos idénticas y bellas muñequillas, como si el paroxismo fuera provocado, no ya por la belleza de mis hermanas, sino por la condición misma de la perfecta identidad entre ambas. El juego predilecto de Pelián era aquel que había dado en llamar el "Juego de las diferencias". Según le habían confesado las mellizas, sus respectivas anatomías presentaban apenas cuatro ligeras diferencias. Como el socio de mi padre nunca había sabido a ciencia cierta cuál era Babette y cuál Colette, debía descubrir las diferencias apelando a su pericia táctil. Comenzaba, entonces, por acariciar los rubios bucles de mis hermanas. Con sus finos dedos de pianista, tocaba escrupulosamente, primero, la nuca de una; luego, bajaba suavemente hasta el cuello y, como un avezado catador, rozaba apenas con sus labios el extremo de la oreja -lo cual inmediatamente obligaba a mi hermana a cerrarlos ojos, azules y transparentes, ya exhalar un imperceptible suspiro-; recorría con la lengua la egipcia longitud del cuello hasta el borde de la espalda. Luego se alejaba y dejaba a mi hermana, de pie, temblando como una hoja y deseosa de más caricias. Se acercaba a la otra y repetía la operación con idénticos resultados.
– Hasta aquí no he encontrado diferencias -decía en un susurro grave y entonces se disponía a continuar examinando.
Monsieur Pelián se sentaba en la butaca del piano y atraía hacia sí a una de mis hermanas, la conminaba amablemente a que permaneciera de pie delante de él y, sin tocarla todavía, le suplicaba que girara muy lentamente sobre su eje. Entonces monsieur recorría con sus ojos ávidos, primero el dulce y naciente perfil de los senos, cuyos pezones, por el solo efecto de la mirada, se ponían pétreos y se marcaban a través del vestido. Luego, y conforme seguía girando, detenía sus ojos en aquel trasero abundante y firme pero todavía infantil; mi hermana, entonces, contorsionaba la columna de modo tal que sus cuartos traseros quedaran más pronunciados de lo que ya eran por naturaleza y se los ofrecía a monsieur acercándolos hasta sus mismas narices. Pero Pelián los rehusaba y, en cambio, la tomaba por los muslos, duros y largos, hasta rozar, apenas y a través del vestido, las proximidades de la vulva que para entonces estaba completamente mojada y caliente. Al igual que antes, la separaba de sí y le suplicaba a mi otra hermana que compareciera. Con idéntico escrúpulo, repetía la escena.
– Tampoco encuentro diferencias por aquí -susurraba con deliberado fastidio monsíeur Pelián-; tendré que seguir investigando.
Entonces llegaba la parte más esperada. Les rogaba a mis hermanas que se sentaran una junto a la otra sobre la tapa del piano, lentamente les levantaba las polleras, acariciando primero sus pantorrillas firmes y torneadas y, tomando un pequeño pie de cada una de ellas, se frotaba ambas plantas contra la verga que, para entonces, estaba dura y palpitante, marcándose obscenamente a través del pantalón que parecía no poder contener su escandaloso volumen. Así, en esa posición, monsieur Pelián ascendía con su lengua desde las pantorrillas hasta los labios silenciosos que, sin embargo, parecían suplicar con leves convulsiones las caricias que ya tanto conocían. Mientras recorría con su lengua el pequeño promontorio -erguido y rojo- que asomaba brioso desde la comisura de los labios callados de la una, introducía y retiraba suavemente, primero uno, luego dos y, finalmente, tres de sus dedos finos, alargados y diligentes en los dulces antros ardientes de la otra. Mis hermanas gemían mientras se besaban y se acariciaban mutuamente los pezones. Cuando estaban al borde del frenesí, monsieur se incorporaba, se alejaba unos pasos y se las quedaba mirando, jadeantes, bañadas en un sudor de seda.
– Sigo sin encontrar diferencia alguna -decía contrariado. Se acomodaba las ropas, giraba sobre sus talones y se retiraba. Desde el vano de la puerta, volvía la cabeza y se despedía:
– Quizás en la próxima lección. Practicad para la siguiente clase lo que os enseñé hoy.
A sus espaldas cerraba suavemente la puerta y así, sentadas sobre la tapa del piano, las piernas abiertas, las vulvas empapadas y los pezones suplicantes, se quedaban mirándose la una a la otra.
Monsieur Pelián se nos presentaba como el único capaz de darnos lo que necesitábamos. Pero, ¿acaso estábamos dispuestas a revelara monsieur Pelián mi hasta entonces desconocida existencia? ¿Cuál sería el destino de las mellizas Legrand -y desde luego el de mi padre-, si de pronto se supiera que ocultaban a una monstruosa trilliza? ¿Cómo saber si las autoridades no iban a decidir que mi destino tenía que serla reclusión? ¿A qué abominables estudios sería sometida por morbosos médicos? Pero, lo más inminente, ¿cómo convencer a monsieur Pelián de que se entregase a mi monstruosa persona? Por muy perverso que pudiera haber resultado el socio de mi padre, por más exquisitamente retorcida que fuera su lúbrica imaginación, difícilmente llegara al extremo de dar su lujuria a un engendro cubierto de una pelambre de roedor de cloacas, un adefesio pestilente, síntesis de las bestias más inmundas de las profundas tinieblas. Lo más probable era que monsieur huyera a la carrera de la casa y denunciara la aparición de un horroroso fenómeno o, en el mejor de los casos, que muriera víctima del espanto. Decidimos con mis hermanas que un camino posible era el otro juego que solían jugar con monsieur: el del gallo ciego.
Mis hermanas guardaban cama. En el límite de la desesperación, mi padre estaba resuelto a llamar al médico. Las mellizas le suplicaron que no lo hiciera y que, en cambio, mandara a llamar a su socio. Sin comprender el motivo, nuestro padre accedió a la extravagante petiéión. Yo, por mi parte, hacía dos días que no me movía del respiradero que daba a la habitación de mis hermanas.
Mi padre volvió con monsieur Pelián quien, con sincera preocupación, miró a mis hermanas, desfallecientes y pálidas, con impotente amargura. Babette le pidió a nuestro padre que las dejara un momento a solas con monsieur Pelián. Mi padre, que jamás había sospechado de la honradez de su socio, al que, por otra parte, había confiado la educación de sus hijas, supuso que, como a un confesor, mis hermanas deseaban confiar sus últimas voluntades y expiar sus infantiles culpas. Abrazó a su socio y amigo y, finalmente, conteniendo los sollozos, se retiró del cuarto.
Monsieur Pelián, de pie entre las dos camas, contemplaba a mis hermanas con angustiosa intriga.
– Mis niñas -empezó diciendo-, no bien vuestro padre me informó de la grave enfermedad acudí sin vacilar. No sé en qué podría seros útil -dijo, conmovido, arrodillándose al pie de sendos lechos-, no soy médico. Pero podéis pedirme lo que queráis.
Babette, no sin dificultades, se incorporó sobre los codos y le pidió que acercara el oído a su boca:
– Deseamos jugar al gallo ciego.
Monsieur supuso que, presa del delirio, Babette estaba desvariando.
– Mi niña -dijo mientras acariciaba sus rubios bucles-, no sabéis lo que decís…
– Sabemos perfectamente lo que decimos -interrumpió Colette con una voz quebrada pero imperativa-, os lo suplicamos: tomadlo si queréis como una última voluntad.
– Por favor, no nos lo neguéis -imploró dulcemente Babette, al tiempo que ponía aquella cara de inocente y perversa lascivia que tanto animaba los oscuros instintos de monsieur Pelián.
– Pero si entrara vuestro padre -murmuró el maestro de piano-, imaginaos, vosotras así… enfermas y yo…
– Poned la traba a la puerta y venid -musitó Babette, apoyando su índice sobre los labios de su maestro, sabiendo que monsieur ya había accedido.
Colette puso una venda alrededor de los ojos de Pelián.
– No hagáis trampa, no espiéis.
El juego consistía en que monsieur tenía que adivinar quién de las dos lo estaba tocando. Si el maestro se equivocaba, le quitaban una prenda. Mis hermanas se sentaron en el borde de la cama y en medio de ellas ubicaron a monsieur.
Primero Babette pasó, suave, apenas perceptible, su lengua por la comisura de los labios de Pelián.
– Oh, pícara, reconozco tu aliento: Colette.
Mis hermanas no tenían fuerzas ni para reír.
– Oh, oh, error. Empezaremos por el chaleco.
Lentamente desabrocharon, uno a uno, los botones del chaleco empezando por los de arriba y, cuando llegaron al último, no pudieron evitar rozar, adrede, el voluminoso promontorio que empezaba a henchirse bajo el pantalón. Luego, otra vez Babette, introdujo su índice dentro de la boca del hombre.
– Ese dedo sí, indudablemente, es el de Babette -dijo seguro monsieur.
No había tiempo para ser honestas, ni estaban en condiciones de extender el juego tanto como solían hacerlo, de modo que se decidieron por el camino más expeditivo.
– Otra vez la respuesta es no. Ahora serán los zapatos.
Con fatigada respiración, la una le quitó el zapato derecho y la otra el izquierdo. Según las reglas, cada zapato debía ser una prenda distinta, pero, habida cuenta de las circunstancias, monsieur no puso ningún reparo. Estaba verdaderamente preocupado de que su socio y amigo pudiera sorprenderlo, lo cual, por paradójica reacción, parecía excitarlo aún más. Luego Colette le pasó ambas manos por las ingles, circunvalando la abultada bragueta de Pelián que estaba conturbada en un dilatado palpitar.
Impresionadas con el tamaño y los bríos de aquella fiera enjaulada, las mellizas, cada una con una mano, la apretaron y la recorrieron de extremo a extremo. Ya sin orden a regla ni norma, se abalanzaron sobre el maestro de piano. Babette se sentó sobre su boca y lo conminó a que le introdujera la lengua dentro de su ardiente morada. Colette terminó de desabrochar la bragueta, hasta desnudar el grueso marlo de monsieur, cuyo diámetro apenas si podía abarcar con su pequeña boca.
Fue entonces cuando me descolgué de la rejilla de la ventilación y con mis últimas fuerzas me sumé al trío. Babette se aseguró de que la venda estuviera bien sujeta y ocultara por completo los ojos del maestro. En el momento exacto, Colette me ofreció lo que sujetaba entre las manos y entonces bebí hasta la última gota de aquel delicioso elixir de la vida que manaba caliente y abundante. Y conforme bebía, podía sentir cómo mágicamente mi cuerpo volvía a llenarse de vida, de aquella misma vida que llevaba en su torrentoso caudal el germen de la existencia misma.
Para cuando monsieur Pelián se hubo quitado la venda de los ojos, yo estaba, otra vez, en mi anhelada biblioteca. Atónito, el maestro pudo ver que aquellas dos pobres almas que hasta hacía unos momentos desfallecían, presentaban ahora un aspecto rebosante, las mejillas sonrosadas y llenas de vitalidad.
Cuando mi padre entró en el cuarto y vio a sus hijas completamente restablecidas, abrazó a su amigo, besó sus manos ya punto estuvo de hincarse a besarle los pies.
– Ahora estoy seguro de no equivocarme: eres William -dijo enigmático monsieur Pelián, quien, agotado y confundido, no estaba dispuesto a reiniciar el juego.
Durante aquellos lejanos años, Pelián nos procuró el dulce elixir de la existencia ignorando que era el benefactor de nuestras vidas. Así Babette y Colette crecieron en igual proporción a su belleza y pronto fueron dos hermosísimas mujeres.
En la hora de su ocaso viril, mis hermanas supieron también sacar buen provecho del viejo y ya carente de atractivo monsieur Pelián. El maestro de piano tenía muchas y muy buenas amistades en los círculos más selectos del teatro. Bajo su padrinazgo, y viendo que las mellizas tenían mejores dotes histriónicas que musicales, mis hermanas pudieron ingresar sin mayores obstáculos a la compañía Théátre sur le théátre, cuya acogedora sede estaba en los altos de un pequeño teatro sobre la rue Casimir-Delavigne.
Mi padre no veía con buenos ojos la incursión de sus hijas en aquellos ámbitos que sospechaba poco sanctos. Sin embargo, a instancias de su viejo amigo Pelián, acabó por aceptarlo aunque, al principio, a regañadientes. La compañía estaba dirigida por monsieur Laplume, hombre cuyo profesional criterio se veía empañado por su incoercible afición a las mujeres. Y, en efecto, el director no tardó en caer rendido ante las idénticas bellezas de Babette y Colette. Varios años más joven que monsieur Pelián, mis hermanas encontraron de inmediato al sustituto perfecto del ya decrépito maestro de piano.
Si bien las mellizas hallaron en la nueva amistad un amante fogoso y atractivo con quien se sentían a gusto, no era menos cierto el carácter utilitario de la relación: no solamente tenían asegurada con frecuente regularidad la dosis vital, sino que muy pronto habían ascendido los casi siempre arduos peldaños de la dramaturgia hasta ocupar los lugares de las primeras actrices. Y ciertamente, el tiempo que habían demorado en transitar el camino desde el llano hasta la cúspide había sido breve aunque mayor que sus respectivos talentos. Mis hermanas no tardaron en ganarse la indignada antipatía del resto de las integrantes de la compañía y, en proporción inversa, la fascinada admiración del sector masculino. Como quiera que fuere, siendo extremadamente jóvenes, las mellizas Legrand ya se habían convertido en actrices famosas. Seducir hombres no representaba para ellas ninguna dificultad; por el contrario, eran numerosísimos los galanes que las cortejaban y, por cierto, hasta formaban largas filas en las puertas de los camarines o se agolpaban bajo las marquesinas a la salida de los teatros. Y, como ya habréis de imaginar, habría de llegar también, lo inevitable.
Sucedió, como era de esperarse ante la súbita fama, que empezaron a llegarles numerosas propuestas de matrimonio. Monsieur Laplume llegó a expulsar a puntapiés a los pretendientes que, cargando ramos de flores y regalos, formaban fila frente a la puerta del camarín de mis hermanas. Pero por mucho que se esforzó, el irascible director no pudo evitar que, finalmente y casi al mismo tiempo, sendos galanes robaran sus corazones. Las Legrand se habían enamorado de dos jóvenes hermanos.
De pronto me había convertido yo en el más odioso de los obstáculos. No solamente porque no se mostraban en absoluto dispuestas a compartir conmigo el líquido producto del amor de sus enamorados, sino que, además, el anhelado matrimonio se convertía, en los hechos, en una ilusión de imposible cumplimiento. Por fuerza, y muy a nuestro pesar, estábamos obligadas a permanecer unidas. ¿Cómo pensar en formar hogares separados? Mis hermanas consideraron seriamente la posibilidad de confesar a sus respectivos pretendientes todo acerca de mi monstruosa existencia. Pero, ¿cómo estar seguras de que no huirían espantados frente ala horrible revelación de que, en realidad, ellas mismas eran parte de una monstruosa trinidad? Y aun superando este último escollo, ¿cómo saber qué clase de descendencia serían capaces de darles a sus futuros maridos? ¿Y si, acaso, perpetuaran en la Tierra una nueva raza de monstruos iguales a nosotras? El odio hacia mi persona se hizo tan intenso que, no lo dudo, de no significar su propio fin, me hubiesen matado sin más ni más. Y no las culpo.
Dr. Polidori, no tengo palabras para explicar el tormento y el sentimiento de culpa que esto me produjo. Y, lo digo sin espíritu de mártir, si mi muerte no tuviese consecuencias, yo misma me habría quitado la vida. Pero no es mi intención dramatizar.
Mis hermanas tomaron la más cruel de las decisiones. No tenían otra alternativa que renunciar definitivamente al amor. Pero, por la misma razón, no podían renunciar al sexo. Así rompieron intempestivamente sus compromisos sin dar explicaciones, condenándose a un eterno calvario. Es mi obligación, entonces, decir en favor de mis hermanas frente a las murmuraciones que deshonran su fama pública, que su vida injustamente tildada de “ligera” es, en realidad, la cara visible del más puro y difícil acto de renunciamiento: la resignación al amor. En este acto de paradójico ascetismo se explican la fugacidad, ligereza y falta de compromiso en sus relaciones sentimentales. De modo que si mis hermanas se veían obligadas a trabar amistad con hombres de baja calaña y carentes de cualquier adorno espiritual u otro atractivo que no fuera el meramente camal, lo hacían con el único propósito de huir del amor.
Dr. Polidori, si me permito revelaros algunas intimidades de la vida de mis hermanas, lo hago con el solo propósito de lavar su mancillada reputación. Dicho esto y salvado su buen nombre y honor, me abstendré de ventilar otros episodios. Solamente me detendré en aquellos que hacen a lo que a nuestros asuntos -los vuestros y los míos, Dr. Polidori- concierne.
Sin embargo, mi querido doctor, los años no han pasado en vano. Os ahorraré el largo relato de nuestras biografías. La antigua lozanía de mis hermanas se vio derrotada por el paso del tiempo. Aquellos bustos magníficos y erguidos fueron perdiendo volumen y consistencia, hasta convertirse en sendos pares de magros colgajos. Los cuartos traseros, tradicionales emblemas que bien podrían haber sido los motivos del bastión heráldico de las Legrand, se transformaron en unos adiposos despojos. Y no había afeites ni lociones que pudieran disimular las profundas arrugas que, cada día, se obstinaban en multiplicarse. Ya los baños de leche tibia no alcanzaban para borrarlas manchas seniles que salpicaban, progresivamente, la antigua piel, tersa y como de porcelana, de la que otrora se enorgullecían: era ahora un lienzo con la textura de un paquidermo. De a poco, las decenas de rozagantes mozos empezaron a desertar. Los más antiguos y fieles amantes fueron perdiendo el vigor viril hasta extinguirse por completo o, en el peor de los casos, morirse de viejos. En resumidas cuentas, mis hermanas estaban ya decrépitas y ni ofreciendo dinero podían servirse de un hombre, pues no conseguían, siquiera, elevar los ímpetus varoniles. Por otra parte, tenían que cuidarlas formas, porque, como os imaginaréis, una cosa son los siempre dudosos y refutables rumores y muy otra la exhibición pública e indiscriminada. Dr. Polidori, habíamos llegado a la agonía, pues durante semanas no conseguían traer a la casa ni una gota de la vital simiente. Y, lo relato llena de pudor ajeno, mis hermanas han llegado a disfrazarse de pordioseras y echarse a los burdeles de las calles vecinas y revolver entre los desperdicios de los prostíbulos más miserables en busca de condones que contuvieran, aunque más no fuera, una gota del dulce y blanco germen de la vida. Desde luego, no era suficiente: era como calmarla sed de un beduino perdido en el desierto con una lágrima nacida de su propia desesperanza.
Nos estábamos muriendo.