CUARTA PARTE

1

John William Polidori releyó las últimas líneas de la carta. Otra vez lo sobrecogió el pánico. Era, sin embargo, un miedo ambiguo. Se imaginaba los cadáveres hallados en los alrededores del Castillo de Chillon. Contra su voluntad se impuso en su pensamiento la imagen de Derek Talbot atado de pies y manos a la cama, desnudo, con la frente perforada y flotando en su propia sangre. Pero ahora, descubrió, no lo atemorizaba aquella ominosa correspondencia; al contrario, lo único que, supuso, podía salvarlo de la voracidad asesina de las mellizas Legrand era, precisamente, aquella monstruosa entidad. A pesar de la situación, cuanto menos unilateral, que surgía de la última carta, Polidori confiaba en la posibilidad de sacar algún rédito. Pero se preguntó si acaso Annette Legrand sabría qué era aquello que su corazón más anhelaba. Albergaba la supersticiosa esperanza de que lo supiera. No sentía el menor pudor en exhibir sus más recónditas miserias; al contrario, estaba dispuesto a desnudarle todas sus inconfesables ruindades. De pronto, Polidori descubrió que la abominable trilliza no solamente podría preservarlo de la muerte, sino que, aún más, podría cambiar su insignificante existencia.

John Polidori plegó la carta y la guardó en el sobre. Con la ansiedad de los enamorados, esperaba que concluyera el día que todavía no había comenzado para recibir la siguiente carta. Ni siquiera había considerado la posibilidad de dormir. No se imaginaba de qué forma Annette Legrand conseguía que las cartas aparecieran sobre el escritorio aunque sabía, sí, que la condición era la de no ser vista. De modo que, por si se decidía a dejarle correspondencia, John Polidori se dispuso a abandonar el cuarto.

Cuando el secretario bajaba al salón, desde el rellano de la escalera, se encontró con un cuadro aciago: el recinto estaba iluminado por un candelabro mortuorio que brillaba débilmente en el centro de la mesa. La cabecera norte, flanqueada por dos armaduras, estaba ocupada por Lord Byron y la contraria por Percy Shelley, mientras que, a los laterales, una frente a otra, estaban sentadas Mary y Claire. La extraña luz proveniente de las brasas del hogar se combinaba de un modo incierto con la que dimanaba del candelabro, lo que confería a la escena un sino de aquelarre. Los ojos de Byron brillaban con un resplandor malicioso que Polidori desconocía. Claire, la cabeza extrañamente erguida, las palmas sobre la mesa, parecía, alternativamente y según los arbitrios del vaivén de las llamas, tener los ojos en blanco o bien cerrados. Desde su perspectiva en lo alto de la escalera, Polidori no podía ver el rostro de Mary aunque sí percibía su respiración agitada. Percy Shelley había perdido su sempiterna expresión de alegre sarcasmo y, más bien, se lo veía asustado. Delante de Byron había un libro abierto. Con una voz áspera, grave, que su secretario jamás le había escuchado, su Lord leyó:

– De pronto se ha levantado la dama, la deliciosa Christabel… La noche es fría; el bosque está desnudo; ¿es el viento el que gime en la soledad? ¡Calla, palpitante corazón de Christabel! ¡Jesús, María, amparadla! Ha cruzado sus brazos bajo el manto y se desliza más allá del roble. ¿Qué es lo que ha visto allí?

Polidori notó que Shelley empalidecía. Un temblor indisimulable lo obligó a aferrarse a la silla. Byron continuó:

– Bajo la lámpara, la dama se inclinó y miró lentamente en su torno; después, reteniendo la anhelante respiración, como en un estremecimiento, soltó bajo el pecho su cintura; su vestido de seda y su camisa cayeron a sus pies, y aparecieron -¡miradlos!- sus senos y la mitad de su costado, visión de pesadilla…

En ese preciso pasaje de la lectura del Christabel de Coleridge, Percy Shelley lanzó un alarido desgarrador, saltó de su silla y corrió desesperada y tumultuosamente hasta caer, entre convulsiones y frases ininteligibles, a los pies de Byron. Como pudieron, entre los tres, lo alzaron y lo llevaron hasta el sillón. Shelley estaba delirando. Empapado en un sudor helado, la mirada perdida en sus propias alucinaciones, describía las pavorosas visiones que la lectura de Byron había desencadenado. Hablaba de una mujer en el centro de cuyos senos, en el lugar de los pezones, presentaba unos ojos amenazantes.

Polidori, testigo invisible, disfrutaba con infinito placer el triste espectáculo que daba aquel que fuera el joven imperturbable y escéptico que se jactaba de su ateísmo y que ahora, aterrado, dejaba en lamentable evidencia su frágil espíritu supersticioso. Entonces el secretario de Byron decidió entrar en escena. Paladeaba por anticipado el sabor de la venganza. Él, el pobre lunático, según las consideraciones de Shelley, era ahora el médico, aquel que tenía que socorrer a ese lamentable despojo sufriente con pretensiones de poeta.

– ¿Qué son esos gritos? -prorrumpió John Polidori desde lo alto de la escalera, con la actitud de un sabio importunado.

Byron le suplicó que hiciera algo por su amigo. Polidori corrió escaleras abajo y con aparatosa preocupación -que, desde luego, revelaba su grandeza espiritual capaz de olvidar las ofensas se inclinó ante el pobre desgraciado. La intervención del Dr. Polidori tuvo un efecto inmediato. En el momento mismo en que estaba por sujetarle la muñeca al enfermo con el propósito de tomar su pulso, la mirada extraviada de Shelley se posó accidentalmente sobre el secretario de Byron. De inmediato volvió en sí.

– ¡No permitan que ese miserable gusano me toque con sus asquerosas manos! -profirió el "enfermo", al tiempo que se ponía de pie y se alejaba con repugnancia.

Evidentemente el orgullo de Shelley era más fuerte que los poderosos efectos del ajenjo.

– No sabe lo que dice… -murmuró Polidori al oído de su Lord.

– ¡Sé perfectamente lo que digo! -vociferó Shelley mientras se acomodaba las ropas y con paso decidido volvía a ocupar su lugar en la mesa-. Continuemos con lo nuestro -concluyó, como si nada hubiese sucedido.

Mary se acercó, lo abrazó por detrás de la espalda y le susurró:

– Sería mejor que descansáramos…

– Dije que estoy perfectamente bien. Continuemos con la lectura.

Mary obedeció y se sentó a la mesa. Byron, temiendo una nueva crisis de su amigo o, lo que sería aún peor, de su secretario, creyó conveniente dar por concluida la reunión. Era la suya una posición difícil. Tenía que ser salomónico. Si daba por terminada la lectura, sería un desaire para Shelley y, si continuaba como si nada hubiese sucedido, ya podía ver a su secretario volando nuevamente por los aires. De pronto el rostro de Byron se iluminó. Propuso dar por finalizada la reunión bajo la condición de que cada uno de los presentes, inspirado en la reciente lectura de Coleridge, se comprometiera a componer un relato fantástico. Dentro de cuatro días, a las doce en punto de la noche, habrían de reunirse nuevamente a leer cada uno de los relatos.

Sin proponérselo, Byron acababa de empujar a su secretario al más despiadado de los duelos: inerme e inexperto, Polidori no tenía la menor posibilidad de batirse victorioso frente a su hábil oponente.

2

Cuatro horas permaneció John Polidori frente a un papel que se obstinaba en permanecer en blanco. Hundía la pluma en el tintero, se revolvía en la silla, se incorporaba, caminaba de un extremo a otro de la habitación, volvía presuroso a la silla como si acabara de atrapar la frase justa, exacta, que abriría el relato y cuando, por fin, se disponía a volcarla sobre el papel, descubría que la tinta ya se había secado en la punta de la pluma. Para cuando había terminado de remover la membrana que se formaba en la superficie del tintero, la frase ya se había evaporado con la misma volatilidad de los alcoholes de los pigmentos. Esta escena se repetía como en una pesadilla. John Polidori sabía que tenía la historia; estaba allí, al alcance de su mano. Sin embargo, por razones que se dirían de orden puramente burocrático y completamente ajenas a su talento, nunca acababa de trasponer el umbral de la res cogitans de su prodigiosa imaginación hacia la miserable res extensa del papel. Llegó a odiar la ordinaria sustancia de aquella hoja. Ésa y no otra era la dificultad: ¿por qué un espíritu como el suyo, habitante de las alturas del mundo de las ideas, tenía que rebajarse a la llanura del papel? El verdadero poeta no tenía motivos para dejar huella y testimonio de aquella experiencia intransferible que era la Poesía. En esa convicción e intuyendo que muy pronto alguien habría de solucionar aquel problema por así decirlo- "técnico", John William Polidori, pluma en mano, se durmió profundamente sobre el escritorio.

3

La mañana empezaba a desplegar sus pálidos resplandores a través de las hendijas de la persiana. John William Polidori despertó a causa del entumecimiento de su brazo derecho y un dolor agudo que le surcaba el espinazo de extremo a extremo. Se acomodó en la silla, extendió las piernas apoyándolas sobre el escritorio y se hubiese vuelto a dormir inmediatamente de no haber sido por un detalle en el que acababa de reparar: no recordaba haber cerrado la persiana. Se dijo que quizá las hojas hubieran girado sobre sus bisagras a causa de la tormenta. Pero cuando miró mejor, concluyó que por muy fuerte que hubiese soplado el viento, no era razón para que el pasador se hallara prolijamente cerrado. Automáticamente dirigió la mirada hacia el pie del candil. Tal como sospechaba, pudo ver, nuevamente, un sobre negro lacrado con el sello púrpura en cuyo centro se distinguía la letra L. Por primera vez sintió el ominoso aliento, material y próximo, de la acechanza.


Mi querido doctor:


Buenos días. Espero que os encontréis repuesto. No he querido importunaros, de modo que he sido sigilosa. Os he visto dormir. Parecíais un ángel. Me enterneció veros así, con la expresión de un niño. Me he tomado la libertad de desajustaros el moño y quitaras los zapatos. Ya juzgar por la sonrisa que en sueños me habéis dedicado, se diría que me estabais agradecido.


Polidori descubrió, efectivamente, que se hallaba descalzo y recordaba ahora que la noche anterior no se había quitado los zapatos. Frente al espejo comprobó que el moño le colgaba alrededor del cuello de la camisa. Una náusea lo obligó a arquearse sobre sí mismo. Con un movimiento que se diría reflejo se lo quitó y tomándolo entre el índice y el pulgar lo arrojó al cesto de papeles que estaba bajo el escritorio. Sólo entonces, cuando se hincó, vio que delante de sus narices, en el centro del escritorio, junto al tintero y debajo de la pluma, había unas cuartillas copiosamente escritas en el mismo lugar donde, la noche anterior, estaba aquella miserable hoja en blanco. Por un momento dudó si él mismo no había escrito aquellas cuartillas antes de dormirse. Quizá por el mismo volumen y vistosidad de la evidencia, John Polidori tardó en advertir que sobre las cuartillas había un cofrecillo de plata de factura rococó, cuyas variadas filigranas convergían en el centro enmarcando una letra L, idéntica a la del lacrado del sobre.

Temiendo tocar alguno de todos aquellos inopinados presentes, como si se precaviera de contagiarse alguna letal enfermedad, Polidori decidió resolver el enigma en la lectura de la carta.


Bien, ya sabéis qué es aquello de lo que sois dueño. Pero aún no os he dicho qué es lo que os ofrezco a cambio de lo que pido. Yo sé qué es lo que más anheláis. Podría jurar que conozco aquello con lo que siempre soñasteis, cuál es la razón de vuestros desvelos y lo que obnubila vuestros ojos en los ensueños diurnos. Puedo adivinar que el amargo alimento con que se nutre vuestra alma es el veneno de la envidia. Sé que estaríais dispuesto a entregar un dedo de vuestra mano derecha por un par de sonetos rimados y hasta la mano íntegra por un relato completo. Y no dudo de que entregaríais el alma al diablo por trescientos folios discretamente redactados. Pues bien, lo que os pido a cambio no es nada que no tenga remedio. Nada, absolutamente nada perderíais si accedierais a entregarme lo que necesito para seguir con vida. No estoy pidiendo caridad. Tampoco os ofrezco la inmortalidad. Aunque sí, quizá, lo más semejante a ella: la posteridad. Tal vez lo único que he aprendido en mi larga existencia no sea otra cosa que escribir. A cambio de aquello que necesito para seguir viviendo, os daré la autoría de un libro que, no lo dudéis, os hará entrar a] Olimpo de la gloria. Escalaréis hasta el más alto pedestal -más alto incluso que el del Lord al cual servís- de la celebridad. Las cuartillas que veis sobre el escritorio constituyen la primera cuarta parte de un relato. Tomadlo corno un obsequio. Leedlas: si consideráis que nada valen, arrojadlas al fuego y no volveré a importunaros (puedo hablar solamente por mí, no por mis hermanas). Si, en cambio, decidís que quisierais dignar con vuestra rúbrica la autoría, entonces me daréis a cambio lo que necesito. En caso de que accedierais, esta misma noche os daré la segunda parte. Será la primera de las tres entregas siguientes. Y por cada entrega me serviré de vos igual cantidad de veces. El contenido del cofrecillo simplificará las cosas, veréis.


Polidori leyó con avidez. El primer párrafo lo había dejado, sencillamente, estupefacto. Aquellas líneas eran, exactamente, las que había querido escribir, no ya la noche anterior, sino toda su vida. Así, letra por letra, punto por punto, frase por frase, aquél era el texto que su puño se negaba obstinadamente a redactar. No podía evitar la certeza de que era, literalmente, el relato con el que había soñado. Y allí estaba, para él, para su gloria y prestigio, para su posteridad, el libro que habría de elevarlo por sobre la estatura de su Lord. Por fin dejaría de ser la humillada y anónima sombra de Byron. Por fin reivindicaría el apellido que su padre, el pobre secretario, no había sabido honrar.

No era plagio, se dijo, ni usurpación. ¿No iba a ser aquel texto hijo de su propia sustancia? ¿No habría de aportar, acaso, la simiente que daría la vida a aquel relato aún por concebir? Sería, se dijo, literalmente y sin metáfora, el padre de la criatura.

Además, ¿con qué otro término más que "literario" podía calificarse todo aquel desquicio? ¿Quién habría de creerle si se dispusiera a revelar la verdad?

John Polidori abrió el pequeño cofre. Aspiró largamente el grato perfume que anticipaba las más dulces ensoñaciones. Temía a las alucinaciones del ajenjo. Lo aterraba el exceso sensual de la cannabis. En cambio, el opio lo sumía en un ensueño angelical. Sabía que aquello que lo espantaba de la cannabis no era la pérdida del eje que gobernaba su razón sino, al contrario, la agudización de su juicio crítico, aquella alteridad cíclica que él mismo describía como "pensamiento ondulante", según el cual a una idea placentera -de cualquier índole- venía a oponerse de inmediato otra de carácter punitivo contra la anterior. De modo que, según lo había deducido Polidori, la única forma de desembarazarse de aquella amenaza sobre la conciencia era el padecimiento físico que lo sustraía de cualquier consideración crítica. Entonces creía morir de asfixia o de un repentino ataque cardíaco. Y por mucho que intentaba convencerse de que el origen de sus dolencias no era otro que el derivado de tal proceso de pensamiento, los dolores en el pecho o la incontrolable frecuencia de los latidos del corazón que galopaba con la fuerza de un caballo desbocado terminaban por imponerse con la fuerza de la materialidad.

En cambio, el opio lo liberaba por completo de cualquier juicio crítico sobre su persona, incluso más que el parsimonioso estado del sueño que muchas veces se interrumpía por obra de una súbita e inexplicable angustia. Entonces despertaba sobresaltado y ya no podía volver a dormirse ni liberarse del desasosiego. Pero el opio lo sumía en un sueño lúcido aunque, paradójicamente, despojado de pensamiento, en una claridad espiritual que lo liberaba de la mediación del cuerpo. Era pura alma. Una idea. Un sueño soñado por una entidad perfecta.

4

PRIMER ENCUENTRO


Había entrado la noche cuando John Polidori se sentó al secrétaire, resuelto a iniciar la ceremonia. Cargó su pipa con aquel dedal de opio. Se tendió, vestido como estaba, sobre la cama y sólo entonces acercó el fuego al crisol. Retuvo la bocanada inicial durante varios segundos, primero en la boca, paladeando el sabor del humo. Contempló las montañas que amenazaban, negras y pétreas, recortadas contra un cielo hecho de espanto. Las nubes eran ciudades flotantes que pronto habrían de derribarse sobre el mundo. Un viento feroz revolvía las copas de los pinos y levantaba en veloces remolinos las hojas muertas del jardín.

En el mismo momento en que Polidori encendió el fósforo, un relámpago iluminó el lago y de inmediato la casa cimbró a causa del trueno.

Llovía.

John Polidori acarició los folios que contenían el principio del cuento, se reclinó en la silla y estiró las piernas sobre el secrétaire. Se abandonó a un sosegado reposo y entonces dejó que el humo se deslizara por su garganta con la misma morosidad que gobernaba su aliento. Inspiraba los mágicos espíritus que, a su paso, iban adormeciendo la materia sufriente y vil. Exhalaba y entonces, junto con el humo azulado, se despojaba, como en un íntimo exorcismo, de los horribles demonios de la cotidianidad. Se abrazó a los folios.

John Polidori entraba en un extraño umbral, una lúcida duermevela que lo transportaba a alturas nunca transitadas. Ascendía por una espiral de piedra. Inmediatamente reconoció en aquella construcción la mágica Rundetaam. Tenía la inequívoca certeza de que esa torre redonda, desprovista de escaleras, no podía ser sino aquella cuya cima alcanzaba el Rey Christian IV montado en su caballo. Entonces John Polidori cabalgaba un alazán de crines de bronce hasta llegar a la cúspide, desde donde dominaba todos los reinos a uno y otro lado del Báltico. Con rictus magnánimo, parsimonioso, aspiraba la segunda bocanada. Ahora cruzaba un monte de árboles negros; sobre las ramas acechaban calaveras desde cuyas cuencas asomaban ojos de búho. No sentía el menor temor. Al galope, entraba en un sendero precedido por un cartel en el cual se leía: "Villa Diodati". Trepaba las escaleras del atrio montado en el caballo y entraba en un gran salón: desde sus alturas ecuestres contemplaba, con una mezcla de compasión y repugnancia, cómo aquellos seres minúsculos fornicaban en confuso montón cual miserable jauría de hienas. Lord Byron, de rodillas, bañado en un sudor hediondo, lamía la lengua de Percy Shelley al tiempo que penetraba a Mary, quien, a su vez, mordisqueaba los pezones de su hermana Claire hasta hacerlos sangrar. Entonces él, el humillado secretario, el hijo del escribiente, el medicastro hipocondríaco, el ridículo Polly Dolly, era ahora la mano de Dios. Ungido de esa misma piadosa ira, elevaba la diestra hacia el cielo y de la nada hacía hierro y del hierro una espada. El caballo, rampante, se erguía sobre las patas traseras y de inmediato iniciaba una veloz carrera sobre la alfombra roja. Polidori cabalgaba alrededor de aquel grupo de animales que, aterrados, imploraban clemencia. Al galope, con la destreza de un cosaco, con una mano tomaba a Lord Byron por los cabellos y, con la otra, empuñaba la espada. Un único y exacto golpe de sable y la cabeza de Byron pendía ahora, gesticulante y locuaz, de la diestra de John William Polidori. Los ojos miraban alternativamente hacia arriba y hacia abajo, a izquierda y derecha, hasta que se topaban con la imagen de su cuerpo que, ajeno a su nueva condición, no dejaba de fornicar con Mary. La cabeza de Byron, suspendida por los cabellos, iniciaba un enloquecido soliloquio: suplicaba, maldecía, lloraba, daba unos desgarradores alaridos o bien se reía con unas demenciales carcajadas. Polidori, harto de escucharlo, tomaba un pañuelo, lo metía dentro de la boca de su Lord e inmediatamente guardaba la cabeza en la alforja de la montura.

Desde la planta superior llegaban unas voces que le resultaban extrañamente familiares. Polidori se apeaba, se cruzaba la talega al hombro y subía las escaleras.

Los gemidos provenían -ahora lo podía discernir- de su propio cuarto. Entraba pero no veía a nadie.

– Os estaba esperando -decía una ardiente voz femenina. De pronto, la silla de su escritorio giraba sobre su eje y entonces, frente a los ojos ensoñados de John Polidori, se presentaba una mujer de una hermosura como jamás había visto. Estaba completamente desnuda, una pierna descansaba sobre el brazo de la silla y la otra sobre el pie giratorio. John Polidori no tenía una especial predilección por las mujeres; sin embargo, se dijo, era un ser más bello que el propio Percy Shelley, cuya hermosura, según se lo había confesado a sí mismo con derrotada resignación hecha de objetividad, envidia y lujuriosa apetencia, no tenía igual. Era, exactamente, la perfecta versión femenina de Shelley.

– Soy Annette Legrand -decía y le extendía la mano cuyo índice descansaba hasta recién sobre sus labios.

John Polidori se arrodillaba a sus pies y besaba su mano con devoción. Desde el interior de la alforja que colgaba de su hombro llegaba el lamento en sordina de la cabeza de Byron que se agitaba como un pescado agonizante.

Annette Legrand se humedecía el índice entre sus labios y así, con la yema del dedo anegada en una saliva dulce y transparente, trazaba un sendero que se iniciaba en su pezón -rosado y turgente- y finalizaba en el rubio vellón del pubis.

Sin decir palabra, Annette Legrand se incorporaba, besaba largamente los labios de John Polidori y tomándolo suavemente por debajo de las axilas le cedía la silla. La talega se agitaba en el suelo y ahora la voz suplicante de Byron empezaba a hacerse inteligible, como si de a poco se fuera liberando de la mordaza del pañuelo. Sin dejar de mirar a su amante, Polidori tomaba el candelabro que descansaba sobre el escritorio y lo arrojaba, con vigorosa puntería, hacia la alforja. El golpe sonaba a hueso partiéndose. Annette Legrand desabrochaba, uno a uno, los botones de la bragueta de Polidori y extraía de su interior el magro, aunque gracioso, trofeo que presentaba la apariencia de un tímido champiñón. Annette Legrand se incorporaba, se alejaba unos pasos sin darse vuelta y le extendía a John William Polidori unas cuartillas manuscritas en cuya portada se leía: EL VAMPIRO, y más abajo, Segunda parte.

– Ésta es mi parte del pacto -decía con una voz que a Polidori se le antojaba la cuerda de un cello.

El secretario de Byron abrazaba las cuartillas, cerraba los ojos y posaba su mejilla sobre el lomo.

– ¿No vais a leerlo?

– No es necesario, me bastó con leer la primera parte.

Annette Legrand se arrodillaba a los pies de Polidori y se disponía a cobrar su parte del contrato.

5

John Polidori, sin dejar de abrazar las cuartillas, las piernas abiertas, tembloroso y jadeante, contempló su pequeño miembro mientras Annette Legrand lo recorría con la punta de la lengua. La alforja que contenía la cabeza de Lord Byron -en apariencia definitivamente exánime junto a la puerta de la habitación- comenzó nuevamente a dar unas sacudidas convulsivas acompañadas de un sordo farfullido. John Polidori disfrutaba postergando el pago, cosa que se manifestaba en unas breves convulsiones que inflamaban el glande violáceo. Annette Legrand sintió entre sus dedos los fluidos que iban y venían, lo cual, se diría, no parecía provocarle más que una desesperante ansiedad que pronto habría de convertirse en fastidio. Y cuanto más conminaba a su amante a que de una vez por todas le entregara su parte del pacto, John Polidori, en la misma proporción, tanto más demoraba su cumplimiento.

Como contra su voluntad, el secretario finalmente pagó. Fue una retribución voluptuosa, volcánica, copiosa. Una remuneración que a Polidori le pareció excesiva. Annette Legrand bebía de aquella fuente con una sed que se diría desértica. Trasegaba con la misma voracidad que un animal, los ojos en blanco, extasiada.

John Polidori permanecía abrazado a las cuartillas, los párpados fuertemente apretados, temblando como una hoja.

No habían cesado aún los estertores paroxísticos, cuando escuchó una voz áspera, aguardentosa, que parecía provenir del fondo de una caverna. Abrió los ojos y entonces John Polidori presenció el espectáculo más horrendo que jamás viera: aquella mujer que hacía unos instantes había rendido toda su hermosura a sus pies, se incorporó súbitamente. Con espanto, John Polidori vio erguirse frente a sí una suerte de reptil aproximadamente antropomorfo, una pequeña figura cubierta de una pelambre arratonada. Annette Legrand se alejó con movimientos de roedor hacia una rejilla que se abría en la pared por encima del zócalo. Levantó la tapa y, con la misma presteza de una rata, se perdió hacia las oscuras oquedades del ignoto desagüe. Polidori se miró a sí mismo con repugnancia. Vomitó sobre sus pies todo cuanto albergaban sus tripas.

El farfullo de la cabeza de Byron de súbito se hizo completamente inteligible, como si se hubiese liberado por completo de la mordaza. El secretario pudo escuchar una carcajada hecha de malicia. Abrió los ojos y entonces, de pie junto al vano de la puerta, vio a su Lord, de cuerpo entero, con la cabeza puesta donde habitualmente solía llevarla.

– Mi pobre Polly Dolly… -repetía Byron sin poder concluir la frase a causa de los incontenibles accesos de risa.

Lord Byron abrió la puerta y, por encima de sus hombros, Polidori pudo ver a Mary, Claire y Percy Shelley que, riéndose al borde de la asfixia, contemplaban su patética humanidad: doblado sobre sí mismo abrazado a una carpeta, desnudo y emporcado con el contenido de sus propias tripas.

6

Tres días permaneció John Polidori encerrado en su habitación. Annette Legrand había tenido la infinita benevolencia de procurarle tres botellines que, con puntual cumplimiento, pasaba a recoger durante la noche mientras Polidori dormía luego del fatigoso y vergonzante trámite que le demandaba llenarlos. A cambio, y con simétrica honradez, la trilliza le dejaba las cuartillas correspondientes sobre el escritorio, junto al candil. Cuando finalizó el contrato, John Polidori presentaba un aspecto lamentable.

Por cierto el volumen de los botellines -que, según habían estipulado, debían estar llenos hasta el tope- era lo suficientemente generoso como para que el secretario quedara por completo asténico. Pálido, con unas profundas ojeras violáceas y un temblor incontrolable en la diestra, John Polidori tenía, por fin, su relato concluido.

Leyó y releyó "su" obra. Con letra redonda y femenina transcribió, palabra por palabra, el manuscrito y, para que no quedara una sola duda sobre su autoría, se aseguró de hacer un cuaderno en cuya tapa escribió: "El vampiro, apuntes preliminares para un relato". Eran cincuenta folios de anotaciones escritas con escrupulosa desprolijidad, con una letra perfectamente ininteligible -a lo cual, desde luego, contribuyó el involuntario temblor-. Y tanta era la convicción que había puesto, que hasta llegó a persuadirse de la paternidad del manuscrito. Hacía correcciones que luego, con idéntico empeño, deshacía hasta volver al texto original.

Luego de tres días y tres noches de trabajo de corrección sobre corrección, de idas y vueltas, el texto final de El vampiro no difería en un punto ni una coma de los manuscritos primigenios. Cuando estuvo completamente terminado, se aseguró de destruir, sin ningún remordimiento, las pruebas de la ignominia: fiel a las enseñanzas de la autora, se devoró las cuartillas, página por página, de modo que el texto se hiciera carne.

7

Al cuarto día, John William Polidori salió de su habitación. Estaba impecable. Aquélla era la noche en la que, según lo estipulado, cada uno debía leer, a las doce en punto, la historia prometida. Desde lo alto de la escalera, John Polidori pudo ver el salón especialmente preparado para el acontecimiento: cuatro candelabros ubicados en los ángulos del salón proyectaban una luz mortecina que apenas iluminaba la mesa. A través de los ventanales entraba el resplandor de un cielo gris hecho de nubes que, filtrado por las cortinas purpúreas, le confería a la sala un sino de recinto mortuorio. Lord Byron y Percy Shelley ocupaban sendas cabeceras. Mary y Claire, los laterales. Todos con sus respectivos manuscritos delante de sí. Nadie había percibido la omnisciente mirada de Polidori, quien, en lo alto de la escalera, quedaba envuelto en la más absoluta penumbra. En rigor, nadie esperaba que el secretario acudiera a la cita. Polidori tardó en percatarse de que ni siquiera le habían reservado un lugar en la mesa. Una indignación corrosiva le atravesó la garganta. Sin embargo, aquel original que traía bajo el brazo era suficientemente disuasivo: no valía la pena descargar su ira en esos pobres engreídos.

– Veo que no me esperaban -se limitó a decir amablemente mientras bajaba las escaleras con paso afectado.

Lord Byron no atinó a articular palabra y le cedió su propia silla. Polidori le rogó que volviera a tomar asiento. Prefería permanecer de pie. Se dijo que así resultaría mucho más elocuente. Las normas indicaban que alguna de las dos mujeres debía iniciar la lectura. Pero era tal la excitación de Polidori que, sin que nadie le cediera la palabra, abrió el cuaderno y empezó a leer:


En aquel tiempo apareció, en medio de las frivolidades invernales de Londres, en las numerosas reuniones a que la moda obliga en esta época, un lord más notable aun por su singularidad que por su alcurnia…


John Polidori leía con pausa y, alternativamente, posaba su mirada maliciosa sobre los azorados rostros del reducido auditorio. Sin levantar la vista de su Lord, continuaba:


Su originalidad hacía que fuera invitado a todas partes. Todos querían conocerlo y aquellos a quienes, habituados desde siempre a las emociones violentas, la saciedad les hacía por fin sentir el peso del tedio, se felicitaban de encontrar algo que de nuevo despertase su interés adormecido.


El oscuro secretario caminaba alrededor de la mesa mientras leía. Y a la vez que con sus arteras miradas buscaba multiplicar el impacto de las palabras, comprobaba que estaba suscitando el exacto efecto buscado: su auditorio estaba cautivado. Las alusiones a los presentes eran de una sutileza tal que, si alguien se hubiese ofendido, habría pasado por un verdadero idiota.


Aubrey -leyó mirando fijo a los ojos de Shelley-, tendido en su lecho de dolor y poseído de una fiebre devoradora, llamaba, en los accesos de delirio, a Lord Ruthwen -y entonces clavaba sus ojos en Byron- ya Ianthe -leía y desplazaba la mirada hacia Claire-. A veces suplicaba a su antiguo compañero de viajes que perdonase a su amada…


Polidori leyó ininterrumpidamente, frente a las atónitas miradas del auditorio, hasta el final del relato:


…Lord Ruthwen había desaparecido y la sangre de su infortunada compañera había aplacado la sed de un vampiro -concluyó.


Polidori cerró el cuaderno. Se produjo un silencio sepulcral hecho de miedo, asombro y respeto.

– Bien, estoy ansioso por escuchar vuestros relatos dijo el secretario.

Byron se puso de pie, tomó sus cuartillas y las arrojó al fuego. Claire y Shelley lo imitaron. Polidori intentó un estudiado gesto de contrariedad. Entonces Mary abrió su cuaderno y se dispuso a leer. En el preciso momento en que estaba por pronunciar el título, John Polidori, con deliberado desinterés y el propósito avieso de resultar ofensivo, interrumpió:

– Debo disculparme, me retiro a mi habitación. Tengo cosas importantes que hacer.

En el momento en que cerraba la puerta de su cuarto, creyó escuchar que Mary pronunciaba "Frankenstein". Se rió con ganas del error de percepción.

8

John William Polidori era el hombre más feliz del mundo. No bien llegara a Londres, entregaría al editor de Byron -nada más humillante para su Lord- los manuscritos de El vampiro. Sin embargo, de pronto se dio cuenta de que el texto -que estaba llamado a abrir caminos- resultaba, pese a su genialidad y oscura luminosidad, escaso para que su nombre ascendiera a la gloria de la posteridad. Y mientras contemplaba el raquítico cuaderno -que no excedía los cincuenta folios- se dijo que un solo cuento, por más sublime, original y novedoso que fuera, era nada comparado, por ejemplo, con la obra de su Lord. Ya podía imaginar las ironías de Byron acerca de las Obras completas de su secretario. De pronto lo invadió una desazón más profunda que el lago que ahora contemplaba a través de la ventana. Miraba más allá de la cortina de agua que caía, oblicua e incesante, y trataba de distinguir la pequeña luz sobre la montaña. Pero no pudo percibir ningún indicio. Pese a la repugnancia, se dijo que estaría dispuesto a dar cualquier cosa a cambio de un nuevo libro.

John Polidori esperaba con ansiedad alguna señal de su "socia". Sin embargo, durante los tres días siguientes, Annette Legrand no dio ningún signo de vida; desapareció con la misma misteriosa volubilidad con la que había aparecido. John Polidori, ávido de gloria, estaba dispuesto a dar hasta la última gota de su esencial sustancia a cambio de nuevas historias. ¿Acaso no se decía, con soberbia cursilería, que los textos son hijos de sus autores? Pues, ¿por qué, entonces, no habría de reconocer la paternidad sobre aquellas obras si, con literal propiedad, era él quien aportaba la vital simiente para dar vida a cada uno de aquellos personajes? Era, sin metáfora, el padre de El vampiro y ahora, con generosa vocación multiplicadora y noble espíritu paternal, se ofrecía a ser el progenitor de las nuevas, tenebrosas y magistrales criaturas de la palabra. Aquella convicción lo liberaba de cualquier remordimiento. Resuelto a escalar la cima de la celebridad, John Polidori arribó a la conclusión de que, si para alcanzar ese propósito era necesario descender antes a los miserables infiernos de la humillación, estaba absolutamente decidido a hacerlo. Con la afiebrada determinación de un Fausto, hundió la pluma en el tintero y se dispuso a redactar un nuevo contrato.

9

Mi muy querida Annette:


Sois, en efecto, el ser más horroroso, despreciable y vil que me haya tocado en desgracia conocer. La descripción que hicierais sobre vuestra espantosa persona resultó benévola en comparación con la real anatomía que "cometéis". Y vuestro espíritu no va a la zaga. Sin embargo, debo admitir que el relato que me legasteis en paternidad es, sencillamente, sublime. Ignoro cómo habéis hecho para indagar en mi espíritu y develar lo más recóndito, oscuro y atroz de mi ser. Nadie podría dudar de la autoría de El vampiro, pues no es en absoluto ajeno a mi propia biografía. Sois el mismo diablo, un demonio maloliente y espantoso. Pero necesito ahora de vuestro maldito talento en la misma proporción que vos necesitáis de mi simiente para no perecer. Me entrego pues a este secreto matrimonio. Al igual que un noble señor necesita de la femenina carne para procrear y prolongar, de ese modo, su noble genealogía en los vástagos de su sangre, así preciso yo de vuestra eterna compañía. Os espero esta misma noche.


John Polidori dejó la carta junto al candelero. Tuvo el decoro, además, de dejar sobre la carta una orquídea blanca.

10

John Polidori se despertó excitado como un niño. Se incorporó y de inmediato miró hacia el escritorio. En efecto, allí donde siempre, al pie del candil, estaba la nueva carta. Abrió el sobre y con una sonrisa infantil se dispuso a leer.


Querido Dr. Polidori:


Para cuando estéis leyendo esta carta, yo ya no estaré aquí. Hemos decidido abandonar Ginebra por razones sobre las cuales no me explayaré, aunque de seguro habréis de sospechar. No sabéis cuánto me halaga vuestra propuesta de "matrimonio"; confieso que jamás he soñado con que alguien me hiciera semejante proposición y menos aún que vos, un joven hermoso, os convirtierais en mi pretendiente. Lamento no poder complaceros. Pero odio los compromisos formales. Sucede que vosotros, hombres, nunca estáis satisfechos con lo que tenéis. Daos por conforme con El vampiro que, modestamente, es demasiada obra para un pobre medicastro condenado a serla sombra de su Lord. Convenceos: no servís para otra cosa. Así escribierais una obra comparable a la del hermoso Percy Shelley, no podríais dejar de ser el paupérrimo sirviente hijo del secretario y, si pudierais ser padre, no podríais dar al mundo sino otros miserables secretarios como vos. No os engañéis, no tenéis más abolengo ni genealogía que los que os otorga la sombra de vuestro Lord. Por lo demás, ¿qué os hace suponer que vuestro fluido vital -delicioso, por cierto- es el único del que podría yo disponer? Por fortuna, existen millones de hombres en este mundo. Además, la paternidad es siempre lo más dudoso.

Me halagan los adjetivos con los que me calificáis aunque os recomendaría que, en honor a la prosa, evitéis el abuso de ellos. Me habéis llamado "diabólica " y os agradezco el cumplido. Pero, precisamente, debo recordaros que es el diablo quien elige las almas que ha de comprar y nunca se interesaría en el alma de quien, miserablemente, se la ofreciera en venta.

Conformaos con lo que os di. Adiós, mi querido Polly Dolly.


John Polidori tuvo que sentarse para no caer de espaldas. Siempre había sido víctima de las más vergonzantes humillaciones. Se diría que su naturaleza no era otra que la degradación; sin embargo, jamás se había sentido tan menoscabado. Lloraba con un desconsuelo infinito. Contempló frente al espejo su deplorable figura y creyó reconocer en su semblante la fisonomía de un perro, Boatswain, el terranova de su Lord. Su irremediable destino, se dijo, era igual que el de aquel miserable animal que caminaba detrás de Byron. Sin embargo, si muriera en ese mismo instante, no podría esperar una tumba como la que Byron construyera para su perro en la abadía de Newstead, ni mucho menos el epitafio que le dedicara: "Estas piedras se levantan para recordar a un amigo; jamás tuve otro, y aquí yace".

John Polidori lloraba ahora con el llanto de un perro: unos largos y desconsolados lamentos, unos aullidos interminables.

Otra vez volvía a ser el triste secretario, el bufón, el invisible fantasma, el hijo del secretario, el médico fracasado, el ignoto Polly Dolly.

John Polidori se asomó a la ventana. Llovía con furia. Contempló el lúgubre lago Leman e inmediatamente alzó la vista hacia la cima del monte. Creyó ver una tenue luz en la casa que se confundía con los peñascos de la cumbre. Entonces, de pronto, su rostro se iluminó. Corrió escaleras abajo con la expresión de un demente. Atravesó el salón como una exhalación y salió de la casa. En su carrera, casi sin detenerse, había descolgado uno de los fusiles que descansaban horizontales sobre el hogar. Empapado, corría sobre el barro, se caía, se incorporaba, se arrastraba. Sobre su ceja rodaba un hilo de sangre que brotaba con la misma insistencia con la que la lluvia lo lavaba. Tenía la cara rosada de sangre y agua. Corría hacia el lago con la desesperación de un animal acuático. Llegó hasta el pequeño embarcadero. Las maderas crujían a merced de unas olas que iban y venían furiosamente. El bote se balanceaba. Estaba dispuesto a asesinar a aquel horroroso monstruo de tres cabezas. Dirigió el caño del rifle hacia la orilla opuesta y, sin apuntar a ningún sitio en particular, disparó. Inmediatamente se deshizo del rifle arrojándolo al lago antes de saltar, ciego de ira, al interior del bote. Polidori jamás habría de saber que el disparo había apagado la llama de un remoto candil.

El Leman era un animal furioso. John Polidori remaba contra la corriente. Se diría que no sentía la menor fatiga. Animado con la misma perseverante voluntad de los salmones que nadan contra la cascada, hundía las palas de los remos en las olas. Remaba sin pericia ni método, de pie en el centro del bote, con la mirada clavada en la cima de la colina que parecía alejarse, maliciosa, en la misma proporción en que avanzaba el bote.

Con los ojos anegados de odio y lluvia, Polidori ni siquiera se había percatado de que el agua había alcanzado la altura de sus tobillos. El bote empezaba a hundirse. Convertido en el Caronte de su propio infierno, avanzaba en medio de aquellas aguas negras que hubieran hecho empalidecer al más avezado marinero. Literalmente, el bote volaba de ola en ola de través, golpeaba el endeble casco contra los muros de agua, hundía la proa, se despedía hacia arriba y adelante, clavaba la popa y volvía a volar. Entonces los remos se agitaban locamente en el aire. El bote se elevó, viró sobre estribor, giró sobre su eje longitudinal y cayó de revés. Una lengua de agua lo rodeó y en un instante el lago se lo había devorado. Polidori había sido despedido a una distancia no menor del doble de la eslora de la embarcación. Su Norte, su rosa de los vientos, su brújula, la estrella de los navegantes, era aquella luz que brillaba, ahora con más intensidad, en la cima de la montaña. Nadaba como un animal cuadrúpedo. La cabeza fuera del agua, sin técnica ni criterio, sin arreglo a estilo conocido, Polidori avanzaba, sin embargo, a veces de través, por momentos describiendo insólitas y vertiginosas parábolas y hasta de revés, abandonado al furioso arbitrio de las aguas. Quizá un nadador experimentado hubiese perecido de inmediato: las técnicas son construcciones artificiales que se imponen contra la naturaleza. Pero cuando ésta se rebela a sus propias leyes, sobreviene la indefensión. Lo que impulsaba ahora a Polidori, enceguecida la razón, no era otra cosa que el más puro instinto. Si repentinamente hubiese vuelto a sus cabales, se habría ahogado sin remedio.

Dios sabe cómo John Polidori alcanzó la orilla opuesta del lago. Por completo ajeno a su propia epopeya, reptaba sobre las rocas que, verdes de musgo, eran tan inasibles como su propio juicio. Ni siquiera había reparado en que acababa de rebatir la segunda afirmación de su Lord: ciertamente, cruzar un apacible río a nado era poca cosa en comparación con su reciente proeza. Estaba, por fin, al pie de la montaña. Entre dos rocas y más allá de los restos negruzcos y todavía erguidos de un árbol incinerado por un rayo, se iniciaba un camino tortuoso que trepaba por la falda de la montaña. Ni siquiera se detuvo a respirar. Con paso firme, ascendía por el pequeño sendero de lajas a cuya vera se doblaban, a causa del viento, unos pinos funerarios. Desde su perspectiva, John Polidori no alcanzaba a divisar la cima, sino el oblicuo muro de la ladera entre cuyas rocas caían furiosas columnas de agua que, como rápidos, arrastraban todo cuanto osaba interponerse a su paso. Al otro lado estaba el abismo. John Polidori ni siquiera había reparado en que más allá de los arbustos que se agitaban a su diestra se iniciaba un precipicio cuyo fondo quedaba oculto bajo las nubes que la montaña atravesaba. Las piedras que pisaba rodaban hasta el extremo de la cornisa y se caían al abismo hasta perderse en aquella negrura de profundidades inconmensurables. El lago era ahora una lejana pradera gris y fantasmagórica que, como un enorme cadáver, yacía bajo un sudario de nubes. El secretario había alcanzado la cima de la montaña.

La luz que veía Polidori desde su habitación provenía de un ventanuco que brillaba en lo alto. La casa resultó ser un pequeño y antiguo castillo ganado a la roca, una diminuta acrópolis horadada en la piedra que, como un alcázar, dominaba los cuatro vientos de Ginebra hasta sus confines. Unas enormes puertas cuyos herrajes medievales se afirmaban a la roca precedían a una suerte de nave principal que se unía a la ladera de la montaña. John Polidori no tuvo más que empujar una de las hojas para deslizarse hasta el interior. Cerró la puerta a sus espaldas. Tuvo que acostumbrarse a la oscuridad para ver, apenas, por dónde caminaba. A tientas llegó hasta un recinto a través del cual corría un viento más fuerte aún que el del exterior. Conforme sus retinas se iban adecuando a la penumbra, empezó a configurarse frente a sus ojos un paisaje desolador: como una ciudadela diezmada por la peste, aquel sitio había sido recientemente abandonado. Aquí y allá se esparcían prendas femeninas, restos de comida y papeles que no habían llegado a consumirse por el rescoldo de las brasas de la hoguera. Reinaba un hedor confuso hecho de antagónicos aromas provenientes de distintos sectores de la casa que parecían converger en aquella sala. John Polidori pudo distinguir un perfume. Caminó tras su huella hasta llegar a una habitación: dos camas idénticas cubiertas de idénticas cobijas, sobre cuyas idénticas cabeceras velaban dos idénticos Cristos. Dos mesas de noche -idénticas también- con idénticos candelabros cuyas velas estaban idénticamente consumidas.

John Polidori salió de la habitación tratando de identificar la procedencia de aquel hedor acre. Era, se dijo, un olor nauseabundo semejante al que se respiraba en los baños públicos de los figones o, más precisamente, en los prostíbulos más sórdidos de Grecia. Y creyó reconocer en esa pestilencia el aroma del fondillo de sus propios pantalones. Caminaba por un estrecho pasillo ascendente que pronto se convirtió en una escalera de dispares peldaños, que a su vez concluía en una puertecita de diminuto dintel. Aquella habitación, la que estaba tras la puerta, era sin duda la fuente de aquel olor irrespirable. Tuvo que agacharse para no darse la frente contra el travesaño. El cuarto era de un tamaño mínimo y, por cierto, inhabitable hasta para un animal. Un pequeñísimo lecho de paja y un mínimo pupitre bajo la ventana: eso era todo. El resto de una vela todavía ardía. Se acercó hasta la ventana y allí, al otro lado del lago, pudo ver la totalidad de la Villa Diodati y, exactamente en el centro, la ventana de su habitación. Bajo el pupitre había un pequeño arcón. Polidori lo tomó por una de las asas y lo abrió con avidez.

Vio centenares de papeles prolijamente acomodados. El primero, comprobó, era su propia carta, la misma que escribiera el día anterior. Más abajo había unas cuartillas: los apuntes para El vampiro. Extrajo el cuaderno y entonces, debajo, apareció un grueso atado de cartas. Reconoció inmediatamente la letra de la primera, pero tardó en creerlo. Cuando leyó la rúbrica, creyó morir de espanto. Y aún no había leído el contenido.

11

Conocía la letra de su Lord mejor que la de su propio puño. ¿Pero qué hacía una carta de Byron allí, en los repugnantes antros del monstruo sólo conocido por él, el sombrío Polidori? Y cuanto más leía y releía el encabezamiento, tanto menos podía entender, como si aquellas letras claras y redondas fuesen incomprensibles caracteres de un idioma desconocido.


Abominable musa de las tinieblas:


Acabo de leer la segunda parte de vuestro Manfred -o acaso debería decir "mi" Manfred y debo confesaros que, si los primeros versos eran alentadores, los siguientes son sencillamente cautivantes. Tienen un decidido tono byroniano, lo cual, por cierto, los hace verdaderamente exquisitos. Espero que os hayáis alimentado con provecho (no podríais quejaros de la abundancia de vuestra última cena) y, a juzgar por vuestra producción literaria, mi fluido vital parece haberos llenado de mi primorosa inspiración. El niño Manfred tiene las cualidades de su noble padre. En verdad me gusta. Si continuáis por el mismo camino, acabaré por enamorarme. Ignoro de dónde proviene vuestro maléfico talento, de dónde habéis tomado la voz de Manfred que, entre las heladas paredes de aquella catedral gótica, sin duda, resuena desterrada y dramática, idéntica a la mía. Aquella culpa, infinita e irremisible, es el remordimiento anticipado que, lo sé, habrá de atormentarme hasta el último de mis días. No hace falta que os diga por qué. No he leído el Fausto -ignoro el alemán-, pero casualmente hace muy poco tiempo mi amigo Matthew Lewis me tradujo, viva voce, un largo fragmento y no he podido evitarla misma viva impresión que me produjo la lectura de Manfred. ¡Cuánto desearía ser como vuestro héroe y tener su mismo temple ante las tentaciones! Pero como veis, ni siquiera puedo resistirme a la de aceptar la paternidad de Manfred.


John Polidori no pudo evitar sentirse el más imbécil de los hombres. Tenía la misma amarga e inconsolable desazón del marido engañado.

Este fragmento es casi literal respecto de otro que aparece en las cartas de Lord Byron a Murray. Solamente lo confortaba la idea de que su Lord, aquel magnánimo poeta, era tan miserable como él mismo.

Entre las cuatro hediondas paredes de aquella celda, revolvía los papeles que se apilaban en el arcón. Por completo fuera de sí, introdujo los brazos y, abarcando todo cuanto podían sus pequeñas manos, levantó una parva de papeles que volaron por los aires: eran decenas de cartas. Una había quedado colgando de su bolsillo. La leyó.


Notre (horrible) Dame:


Si de mi humilde persona dependiese, ya os hubiera dado el ministerio que hoy ocupa -o debería decir "usurpa "- el ridículo conde Rasumovskiz, cuya monstruosidad es de una tipología infinitamente más abyecta que la vuestra. Ya quisiera el ministro servirse del talento que os adorna, aunque mucho me temo que no tenga nada bueno para daros a cambio, ya que ni siquiera goza del vigor que ostenta nuestro archimandrita Fotij -Señor líbranos a nosotros, pobres pecadores, de estos pastores- quien al parecer muestra igual pasión por el alma de los hombres que por el cuerpo de las mujeres. Con más fundamentos que el archimandrita, puedo deciros lo mismo que Fotij a la señora Orlov: "¿Qué es lo que has hecho de mí, convirtiendo en alma mi cuerpo?".

He leído con infinito placer la segunda parte de La dama de pique. En verdad es el relato que quisiera estar escribiendo. Mucho me complacería saber cómo habrá de terminar mi historia. Os espero esta noche.


Alexander Puschkin


Había centenares de nombres ignotos, por completo desconocidos. Se sentía el más imbécil de los hombres. No ya porque había sido vilmente engañado, sino porque eran los suyos competidores de baja calaña, amantes sin fama ni gloria ni futuro. Leía las rúbricas de las cartas con el desconsuelo de un noble que hubiera sido víctima de adulterio a manos de su lacayo. Tres cartas de un tal E. T. A. Hoffmann, media docena de un ignoto Ludwig Tieck. Sacaba cartas esperando, cuanto menos, encontrar nombres célebres; pero no encontró sino ilustres desconocidos: Chateaubriand, Rivas, Fernán Caballero, Vicente López y Planes.

Con desesperación revolvía desordenadamente, enceguecido por el odio, las innumerables cartas que se apilaban en el arcón. Al azar, extrajo otra.

La siguiente carta llevaba la firma de Mary Shelley. La lectura del primer párrafo lo sumió en un terror indecible; había sido partícipe y testigo de los acontecimientos más horrorosos. Pero jamás había leído algo tan descarnado y sombrío. John Polidori no podía seguir leyendo. Las letras se convertían en figuras ondulantes que de pronto dejaron de representar sentido alguno. John Polidori se desmayó.

Nunca más, hasta el día de su temprana muerte, habría de recuperar la razón.

12

Pocos son los datos ciertos que se conocen sobre John William Polidori durante el curso de los cuatro años que sobrevivió a aquel verano que cambió el curso de la literatura universal. De su propio diario se desprende que el joven médico -según Byron, "más apto para producir enfermedades que para curarlas"- marchaba irremediablemente hacia un desequilibrio definitivo. Aprovechando la ausencia de su Lord, el secretario entregó los manuscritos de The Vampyre en 1819. La obra se publicó y, contrariando los pronósticos del propio Lord, la edición se agotó el mismo día de su salida. Sin embargo, la obra no había aparecido con la firma de su presunto autor, John Polidori, sino con la de Byron. Desde Venecia, indignado y furioso, Lord Byron hizo llegar al editor una categórica desmentida. Mary Shelley fue aún más lapidaria: en la advertencia que precede a su novela Frankenstein, en la que relata las circunstancias en las que concibió a su criatura durante el curso de aquel lluvioso verano de 1816 en Villa Diodati, hace mención al pacto según el cual "cada uno de nosotros debía escribir un cuento fundado en alguna manifestación sobrenatural". Hacia el final del pequeño prólogo, Mary Shelley afirma falsamente que "el tiempo mejoró de improviso y mis amigos me abandonaron para dedicarse a explorar los Alpes, entre cuyos magníficos parajes olvidaron nuestro compromiso con las evocaciones espectrales. Por ello, el relato que se ofrece a continuación es el único que llegó a concluirse". Por alguna extraña razón, la autora de Frankenstein decidió omitir el nacimiento de The Vampyre e ignorar con el más cruel de los silencios a John William Polidori.

Fue justamente en su derrotero italiano, durante su estadía en Pisa, en 1821, cuando Byron fue notificado del suicidio de su secretario. Y lo lamentó profunda y sinceramente. Quizás hubiese sido un consuelo saber que el pobre Polly Dolly había sido capaz de las tres proezas de las que ni él mismo fue consciente.

La historia ha dejado suficientes evidencias de la existencia de las mellizas Legrand. En los libros del Hótel d'Angleterre de Ginebra existe aún el registro de su hospedaje. Sin embargo, es absolutamente improbable que haya existido la supuesta trilliza oculta. Al menos, en lo que a mí concierne, no he conseguido hallar ninguna evidencia.

Me resisto a tomar como prueba el sobre negro -lacrado con un sello púrpura en cuyo centro se sospecha una presunta, casi ilegible, letra L- que apareciera, inopinadamente, sobre mi mesa de trabajo y que aún no me he resuelto a abrir.


Fin

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