PRIMERA VÍCTIMA
París se había convertido en una ciudad hostil y peligrosa. Francia recordaba a las mellizas Legrand y, aun siendo como eran, viejas y decadentes, todavía eran reconocidas por los viandantes. Y, si bien aquella fama de casquivanas siempre les había otorgado un cierto glamour y el halo de misterio que nace del rumor, tampoco podían exhibirse como un par de ancianas ninfómanas, desesperadas por conseguir un hombre en los suburbios parisinos. De modo que, en la certeza de que bajo tales circunstancias lo más sabio era el anonimato, decidieron abandonar París.
¡A qué humillaciones no me vi sometida cada vez que debíamos emprender un viaje! Con el solo propósito de no hacer pública mi monstruosa persona, mis hermanas habían comprado una jaula de viaje para perros. ¡Cuántas horas de encierro he debido padecer en aquella celda que apenas si podía albergar mi sufriente -permítaseme la licencia- humanidad! ¡Qué distancias no he soportado en el portaequipajes de un carruaje o, peor aún, en la infecta bodega de un barco, viajando en la ingrata compañía de las bestias!
Recorrimos casi todas las grandes ciudades de Europa. Mis hermanas albergaban la ilusión de conocer sendos galanes que pudieran pro-curarnos aquello que necesitábamos y aspiraban a una vida de sosegado anonimato y reposada felicidad. En fin, aquello a lo que aspira toda mujer soltera. En la elegante Budapest, nuestro primer destino, pasearon por la tarde sus franceses abolengos a lo largo de la ribera del Danubio, sobre la señorial margen de Buda, y acabaron por la noche, cargando desesperadas su humillación y recogiendo condones en las puertas de los burdeles de las sórdidas orillas de Pest. En Londres tuvieron peor fortuna; en Roma fueron víctimas de las más crueles humillaciones; Madrid, una calamidad. En San Petersburgo estuvieron cerca de morir congeladas. Entonces se dijeron, con sensato y cruel criterio, que el mejor destino al que podían aspirar no eran las grandes ciudades sino la tranquilidad del campo: si los solitarios pastores desquitaban sus instintos, forzados por la obligada abstinencia, en sus pestilentes ovejas, cómo no iban a recibirlas, al menos, con alguna benevolencia. Mis hermanas admitían su decrepitud, pero por muy corroídas que estuvieran, se dijeron, no podían perder en la comparación con unas malolientes cabras. Pero corno la precaución siempre es buena consejera, por las dudas, aprendieron a balar.
Así, decidimos instalarnos en una bella y modesta casa en los Alpes suizos.
Me inclino a pensar que la primera víctima fue, en rigor, producto de una trágica conjunción entre necesidad de supervivencia y lujuria.
El casero de nuestra modesta residencia era un hombre joven y, por cierto, muy apuesto: un campesino fornido hijo de galeses, cuyos rústicos modales le conferían un atractivo casi salvaje. Derek Talbot, tal su nombre, tenía su pequeña vivienda a poca distancia de nuestra casa. Desde la ventana, mis hermanas solían contemplarlo ocultas tras las flores del alféizar. A causa, quizá, de su agreste inocencia y de la relación casi arcaica que conservaba con la tierra, solía quitarse la camisola para cortar el césped, cosa que despertaba nuestra -digámoslo así- inquietud, pues tenía un torso que se hubiera dicho esculpido por las manos de Fidias y unos brazos fuertes que denunciaban una solidez física de animal. Cada vez que arremetía con las tijeras, sus músculos se dilataban de un modo obsceno y no podíamos evitar representarnos su miembro, que imaginábamos tan agraciado y solícito para la erección como lo eran sus brazos para el trabajo. Pero a la natural excitación se sumaba la desesperada necesidad de conseguir, por cualquier medio y de quien fuese, el vital fluido. Yo, por mi parte, por mucho que intentaba distraerme en la lectura, no podía disuadirme de la anhelada imagen de ver surgir el blanco elixir de la vida con la fuerza de un torrente de volcánica lava porque se me aparecía con la insistencia inopinada de los malos pensamientos. Y entonces la boca se me hacía agua de sólo imaginarme bebiendo de aquella tibia fuente hasta la saciedad. Además, la obligada abstinencia me había ocasionado, al igual que a mis hermanas, una terrible debilidad que pronto habría de convertirse en agonía, a menos que me fuera proporcionado el dulce elixir.
Pese a la urgencia y la fatiga, mis hermanas tenían que proceder con suma cautela. La primera estrategia que urdieron fue, cuanto menos, ingeniosa. De sus épocas de estrellato guardaban una vieja acuarela publicitaria que solían mirar llenas de nostalgia. En ella aparecían, jóvenes y deslumbrantes, completamente desnudas y besándose mientras se acariciaban mutuamente los pezones. La idea consistía en dejar, como al descuido, un sobre con la acuarela en su interior a la vista de Derek Talbot. Había dos alternativas. La primera y la más ambiciosa era que la lasciva ilustración despertara en él el deseo por las protagonistas de la escena que, si bien correspondía a épocas lejanas de dorada gloria, a pesar del paso del tiempo, no dejaban de ser las mismas. Y así, quizá, reconociendo en mis hermanas algún vestigio de su pasado esplendor, se rindiese en las actuales personas de Babette y Colette a los pretéritos encantos de la acuarela. La segunda era que, habida cuenta de la obligada abstinencia a que lo sometía el aislamiento, Derek Talbot se viera inducido a prodigarse una íntima satisfacción a sí mismo y entonces, inmediatamente después y de acuerdo a un sincronizado ardid, nos apoderaríamos de la preciada materia del éxtasis.
Aquella misma tarde, mientras el casero terminaba las tareas de jardinería, Babette entró en la casa y dejó la lámina sobre la mesa de noche. La casa tenía un tejado a dos aguas y desde la claraboya podía verse, justamente, la cama de Derek Talbot. Había entrado la noche cuando mi hermana Babette trepó subrepticiamente por la escalerilla hasta la pequeña claraboya. Colette, según lo planeado, se asomó ala ventana de nuestra casa, desde donde podía ver la lejana silueta de Babette cortada contra el cielo como una vieja gata en celo.
El joven casero se había quitado ya la ropa cuando, al sentarse en el borde de la cama, encendió el candil y entonces descubrió en la mesa de luz el sobre desde cuyo interior asomaba parte de la acuarela. Al otro lado de la claraboya, Babette pudo ver cómo el casero examinaba sorprendido el anverso y el reverso del sobre y, lleno de curiosidad, trataba de inteligirla parte de la figura visible del papel. Sabía que aquello no era para él, pero tampoco podía sustraerse a la curiosidad. Tiró un poco más de la hoja y, entonces, creyó reconocer el rostro que acababa de quedar al descubierto. Tardó en comprender que aquella cara inciertamente familiar correspondía a la de una de las mellizas, cosa que confirmó inmediatamente cuando, habiendo tirado un poco más del papel, descubrió el otro rostro idéntico y simétrico al primero. Mi hermana Babette vio cómo Derek Talbot ponía los ojos como dos monedas de oro al retirar por completo la acuarela. Babette contemplaba la escena con una mezcla de ansiedad y excitación que se hicieron manifiestas cuando el casero se tendió sobre la cama dejando ver su miembro que empezaba a apuntar hacia el norte, mientras miraba la acuarela. Su mano se empezó a deslizar tímidamente y, como impulsada por una voluntad independiente o, más bien, contraria a la suya, alcanzó sus ciegos testigos. Babette sonrió con una expresión hecha de lascivia y apetencia, al tiempo que se humedecía los labios con la lengua como un animal de presa que se aprestara a saltar sobre su víctima después de un largo ayuno. Derek Talbot posó la pintura sobre la almohada y con la otra mano, ahora libre, comenzó a frotarse suavemente el glande que había quedado completamente descubierto. Mi hermana, en puntas de pie sobre la pequeña cornisa, se levantó las faldas y humedeció sus dedos mayores con una saliva espesa: con uno se prodigaba unas levísimas caricias en torno del pezón -que se había puesto duro y prominente- y con el otro comenzó a circunvalar el perímetro de los labios mudos. Se acariciaba con la misma cadencia con que el joven casero iba y venía con su mano alrededor del grueso mastuerzo. Mi hermana contenía o bien apuraba el ritmo de acuerdo al tempo que adivinaba en la expresión de Derek Talbot. No quería alcanzar el éxtasis ni antes ni después que el casero. En el mismo momento en que él se disponía para un orgasmo que se auguraba prodigioso en deleites y más que profuso en abundancia del anhelado fluido, acontecieron dos hechos a un tiempo. Por una parte, contra su voluntad, los ojos del casero se posaron en el Cristo que vigilaba sobre la cabecera de su cama y, como si de pronto se hubiese visto sorprendido en toda su vileza, sintió que el índice de Dios lo amenazaba, Todopoderoso y Condenatorio, con mandarlo al más profundo de los infiernos. Aterrado, el casero se detuvo, arrojó la lámina por los aires y cubriéndose el sexo -que en un suspiro había vuelto al más diminuto de los reposos- empezó a santiguarse e implorar perdón. Mi hermana, con una mueca de congelado desconcierto, se quedó, rígida como estaba, medio en cuclillas, con un dedo metido en sus cavernosos antros y el otro a mitad de camino entre la boca y el pezón. Parecía señalarse como si se dijera: `Heme aquí, la más imbécil". Si una escultura tuviese que representar la decadencia, allí estaba mi hermana, Babette Legrand, a la intemperie nocturna, cual estatua viviente y patética, con su trasero decrépito al viento. Por otra parte, como si fuese poco, Derek Talbot, furioso consigo mismo, golpeó con toda la fuerza de sus puños la mesa de noche, con una decisión tal que el pesado candelero fue despedido con la violencia de una munición, hasta dar contra el marco de la pequeña claraboya. El ventanuco giró sobre su eje transversal abriéndose brutalmente de suerte tal que golpeó en la mandíbula de Babette quien, exánime, cayó sobre el vidrio que obró de plano inclinado haciendo que la humanidad de mi hermana se deslizara hacia el interior de la casa. Tiesa, despeinada yen la misma posición en la que estaba, se despeñó en una caída tumultuosa. El casero, aterrado, pudo ver cómo aquella maldición de Dios se acercaba desde el cielo como un cometa devastador y obsceno -pues el dedo aún permanecía metido allí- y apenas pudo protegerse cuando Babette se estrelló contra él.
Mi hermana Colette, que esperaba la señal desde nuestro balcón, no pudo comprenderla efímera escena que se había presentado a sus ojos, aunque, a juzgar por el lejano estrépito, sospechó que algo había salido mal. Corrió escaleras abajo, tomó el rifle que descansaba sobre el hogar, cruzó la puerta y, cual guerrero, se perdió en la noche en dirección a la casa vecina. Aquél iba a ser el principio de la tragedia.
Colette, rifle en mano, entró en la casa como un justiciero. A tontas ya locas, apuntó hacia adelante y entonces, justo en la línea de la mirilla, pudo ver al casero, desnudo y aterrorizado, junto a nuestra hermana Babette, que, confusa y desequilibrada, intentaba incorporarse.
Presa de la desesperación, mis hermanas, sin dejar de apuntar al pobre casero, lo ataron por las muñecas a la cabecera de la cama y por los tobillos al rodapié. Por las dudas descolgaron el Cristo y se dispusieron, como fuera, a extraer del cuerpo del joven el néctar de la vida.
Derek Talbot, desnudo y aterrado, vio cómo mi hermana Colette le acercaba el rifle a la sien y con una mezcla de furia, excitación y desesperada urgencia, lo conminaba a colaborar. Mis hermanas se habían transformado, súbitamente, en un par de vulgares ladronas. Sin embargo, mi querido Dr. Polidori, como habéis de imaginar, era el suyo, cuanto menos, un extraño -y por cierto difícil- botín. El trabajo de ladrón lo imagino fácil: si bajo las mismas circunstancias, un dúo de improvisados ladronzuelos hubiesen querido llevarse dinero u objetos, podéis suponer que habría sido una tarea sencillísima. Aun si la víctima tuviera que ser obligada a revelar el lugar del pretendido objeto, bastaría con amenazarla firmemente y con viva convicción. Y, de hecho, sospecho que un rifle apuntado certeramente ala sien es una razón suficientemente persuasiva. Pero, de pronto, mis hermanas descubrieron que era el suyo el más difícil de los botines. Es obviamente posible sustraer objetos; pueden, incluso, arrancarse confesiones, súplicas o lágrimas. Pero, ¿cómo apoderarse de aquello que ni siquiera está gobernado por la propia voluntad de la víctima? Las mujeres -y en esto no me incluyo- pueden simular placer y hasta un actuado paroxismo. Pero a vosotros, los hombres, os está vedada la simulación. ¿Cómo actuar una erección cuando, por la razón que fuere, la voluntad de vuestro socio se niega a acompañaros en la empresa? Y mucho menos aún podéis simular el regalo del viril maná. Pues precisamente ésta era la desesperada situación a la que se veía confrontado Derek Talbot: cuanto más lo conminaban a que entregara el preciado tesoro, tanto menos podía cumplir con tales peticiones y, lejos de alcanzar siquiera una modesta erección, presentaba una vergonzante inutilidad que convirtió a aquel magnífico guerrero enhiesto, que hasta hacía unos minutos se erigía brioso y rampante cual león, en una suerte de tímido roedor que apenas asomaba la cabeza desde la madriguera de su piloso pubis. Mis hermanas comprendieron que mientras mayor fuera la exigencia sobre el joven casero, tanto menores habrían de ser las posibilidades de conseguir su propósito. De hecho, el panorama que se presentaba a los ojos de Derek Talbot no se diría precisamente voluptuoso: dos ancianas fuera de sí, una apuntándolo cual forajido y la otra, magullada y confundida, paseándose a la deriva por el cuarto, dándose de bruces contra las paredes. Colette decidió cambiarla estrategia. Primero se cercioró de que las cuerdas que aseguraban las muñecas y los tobillos del casero estuviesen firmemente sujetas, después dejó el rifle apoyado contra la pared, caminó hasta el espejo y se miró largamente. Se compuso un poco los cabellos y, sin proponérselo, adquirió de pronto el viejo talante sensual con el cual solía arreglarse frente al espejo del camarín cuando, en la primavera de su vida, se disponía a salir al escenario. Creyó ver en aquellos ojos claros -enmarcados ahora en unos párpados hechos de arrugas- algo de la antigua sensualidad. Bajó su mirada hasta su propio busto y se dijo que, pese al rigor de los años, no se veía del todo mal o, en último caso, que aquel corsé que comprimía donde sobraba y rellenaba donde faltaba le confería una apariencia -por ilusoria que fuera- no del todo desdeñable. Sentada como estaba, cruzó una pierna por sobre la otra y se levantó las faldas por encima de los muslos. No era benevolente consigo misma; vio, sí, las carnes blandas que pendían sobre sus propios pliegues, consideró las adiposidades que ocupaban ahora el lugar vacante de las carnes firmes que otrora le conferían a sus piernas la belleza de la madera torneada y, pese a la devastación implacable producida por el paso de los años, se reconoció en aquella sílfide que había sido. Se dijo que si su propio y despiadado juicio -que solía atormentarla con la implacable severidad de la nostalgia- le otorgaba ahora alguna concesión, pues por qué no iba a suscitar todavía, aunque más no fuera, un pequeño rescoldo de su pasado fulgor. Sentada como estaba, giró en la silla hacia el joven casero que la había estado observando con alguna curiosidad y creyó ver en su mirada un sino de apetencia. Y no se equivocaba.
Derek Talbot la examinaba no sin cierta aprobación. Colette se sintió súbitamente bella. Sabía, íntimamente, que siempre había sido más hermosa que Babette. Sólo un idiota o un ciego podría confundirla con su melliza. Miró a Babette, que trataba de recuperarla compostura, con sincera compasión. De hecho, el casero ni siquiera había vuelto a reparar en Babette y, en cambio, recorría con sus ojos las piernas desnudas que le ofrecía Colette. Mi hermana separó las rodillas y, mirando a los ojos de Derek Talbot, primero se acarició los muslos y después extendió un brazo hasta alcanzar el rifle que descansaba apoyado vertical contra la pared. Acarició el caño del arma desplazando ahora su mirada al miembro del casero -que se diría que empezaba a resucitar- e inmediatamente bajó el mango del rifle hasta su pubis, apretándolo entre las piernas mientras pasaba su lengua por la boca del caño. En esa posición se contoneaba como si montara un caballo al trote, suave y morosamente. Derek Talbot había recobrado algo de su expresión, cuando, momentos antes, contemplaba la antigua acuarela. Mi hermana Colette, viendo que el "socio" del casero regresaba al reino de los vivos, se incorporó, caminó hasta la cama, se hincó de rodillas y, como si rindiese una profana pleitesía, lo tomó entre sus manos y pasó su lengua desde el nacimiento hasta el glande y desde el glande al nacimiento. Babette, que empezaba a componerse, miró la escena, atónita y descreída. Colette, sin soltar su presa, levantó la vista y miró a nuestra hermana no sin alguna malicia, como si así le dijera: "Yo, Colette Legrand, he conseguido lo que tú, vieja e insulsa hermana, jamás podrías lograr".
Colette sintió entre sus manos una convulsión que se diría sísmica. Rápida y puntual, envolvió el trofeo en el pañuelo que llevaba consigo y sólo entonces, como un volcán furioso, manó la blanca y anhelada lava. Cuando hubieron cesado los estertores, Colette presionó aun más para extraer hasta la última gota. Cuando el fluido de la vida quedó depositado en la concavidad del pañuelo, Colette hizo un nudo en las puntas y guardó la virtual talega entre sus ropas. Derek Talbot temblaba todavía como una hoja cuando, súbitamente, abrió los ojos. Como si acabara de pasar del más grato de los sueños a la más atroz de las pesadillas, vio a aquel dúo de ancianas decrépitas, voraces y rapiñeras que se reían satisfechas como hienas. Derek Talbot sintió un profundo asco que se manifestó en una náusea incontenible. Primero rogó que lo liberaran, después maldijo con toda la fuerza de sus pulmones, juró denunciarlas y propalar a los cuatro vientos que las Legrand eran unas rameras de siete suelas.
Me trajeron presurosas el néctar robado. Bebí hasta la saciedad y conforme el fluido de la vida bajaba por mi garganta, en la misma proporción el alma nos volvía al cuerpo hasta restablecernos por completo. Desde la pequeña casa al otro lado de la residencia llegaban los gritos y las maldiciones de Derek Talbot.
Entonces mis hermanas repararon en el hecho incontestable de que si, efectivamente, el joven casero hablaba de lo sucedido, los rumores que sobre ellas corrían iban a quedar definitivamente confirmados.
Ahora, llenas de vitalidad y animadas por una única convicción, rifle en mano, volvieron sobre sus pasos hasta la pequeña casa de Derek Talbot. Cuando el casero volvió a verlas, irrumpió en nuevas y más terribles maldiciones.
Babette levantó el rifle hasta la altura de sus ojos, apuntó al centro de la frente del joven casero y disparó.
Aquél iba a ser el inicio de una demencial serie de crímenes.
Me inclino a suponer que mis hermanas jamás se consideraron a sí mismas como un dúo de asesinas. Mataban con la misma insita naturalidad con la que el tigre hunde sus colmillos en la médula de la gacela. Mataban sin odio, sin ensañamiento. Mataban sin piedad ni espíritu de redención. Mataban sin método ni cuidado. No sentían remordimiento ni placer. Mataban conforme a las leyes de la naturaleza: sencillamente porque tenían que vivir. De pronto nos convertimos al nomadismo. Llegábamos a una ciudad o a un pueblo, mis hermanas elegían a las víctimas, obtenían el botín, mataban, volvían a matar y entonces partíamos hacia un nuevo destino. Ya os he contado el tormento que para mí significaban los desplazamientos. Se diría, en cambio, que mis hermanas estaban felices con su nueva vida.
Viajar les producía una inmensa excitación. En el curso de un año hemos viajado más que vos en toda vuestra existencia. El azar nos llevó desde el extremo occidental hasta el oriental de Europa, de Lisboa hasta San Petersburgo; de norte a sur, desde los reinos nórdicos hasta la isla de Creta. Conocimos las tierras más exóticas a uno y otro lado del Atlántico, desde los confines de los Mares del Sur y las márgenes del oceánico Río de la Plata, hasta los Estados Unidos de Norteamérica. Confieso que no podría contar, ni siquiera por aproximación, el número de muertos que dejamos tras nuestros pasos.
Dr. Polidori, en lo que a mí concierne, debo confesaros que ya no puedo seguir cargando con el peso del remordimiento. Ni del cansancio. Soy ya un monstruo viejo. Si me he resuelto a confesaros mi existencia es porque sé que en lo más recóndito de nuestras almas nos parecemos. Sé que podemos sernos mutuamente útiles. Lo que tengo para ofreceros a cambio de lo que ya sabéis es lo que vuestro corazón siempre anheló. Mañana os lo entregaré. Ahora debo dormir, ya no me quedan demasiadas fuerzas.
Sabréis de mí.
Annette Legrand
La lejana luz de la cima se apagó.