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Si la primera vez no pudimos entender por qué Cecilia había querido quitarse la vida, todavía lo entendimos menos la segunda. Su diario, examinado por la policía como parte de las pesquisas rutinarias, no confirmó la suposición de un amor no correspondido. El pequeño diario de papel de arroz iluminado con rotuladores Magic Marker de todos los colores que le daban el aspecto de un Libro de Horas o de una Biblia medieval mencionaba una sola vez a Dominic Palazzolo. Las páginas estaban plagadas de miniaturas. Ángeles de color de rosa descendían de los márgenes superiores o abrían sus alas entre los apretados párrafos. Doncellas de dorados cabellos derramaban lágrimas azules como el mar en el margen interior del libro. Ballenas de color de uva se desangraban en torno a un recorte de periódico (pegado) con la lista de las especies en peligro de extinción. Seis pajarillos recién salidos del cascarón, roto a su lado, lloraban junto a una anotación que databa de Pascua. Cecilia había llenado las páginas con una profusión de colores y volutas, escaleras del País del Caramelo y tréboles listados, pero la anotación que hacía referencia a Dominic decía: «Palazzolo ha saltado hoy del tejado sobre esa puta esplendorosa, Porter. ¡Será estúpido!».

Volvieron los sanitarios; eran los mismos, pero nos llevó unos instantes reconocerlos. Un poco por miedo y un poco por educación, nos habíamos trasladado al otro lado de la calle y esperábamos apoyados en el capó del Oldsmobile del señor Larson. Nadie dijo una palabra al salir de la casa, salvo Valentine Stamarowski, quien desde el otro lado del césped gritó:

– Gracias por la fiesta, señor y señora Lisbon.

El señor Lisbon seguía entre los arbustos, que lo tapaban hasta la cintura, y su espalda se estremecía como si aún tratase de levantar a Cecilia o como si estuviera sollozando. La señora Lisbon, en el porche, obligó a las chicas a ponerse de cara a la pared de la casa. El riego de aspersión, programado para las ocho y cuarto de la tarde, cobró vida justo en el momento en que por el extremo de la calle aparecía la ambulancia a una velocidad de unos veinte kilómetros por hora, sin destellos de luces ni sirena, como si los sanitarios supieran ya que esta vez todo era inútil. El delgaducho de bigote fue el primero en bajar, seguido del gordo. En lugar de ir a comprobar de inmediato el estado de la víctima, lo que hicieron fue sacar la camilla, lo cual, según supimos más tarde por boca de profesionales médicos, violaba el procedimiento rutinario. No llegamos a saber quién había avisado a los sanitarios ni por qué sabían ya que sólo encontrarían un cadáver. Tom Faheem dijo que Therese había entrado a llamar, pero todos recordábamos a las cuatro hermanas Lisbon inmóviles en el porche incluso después de que llegara la ambulancia. Ningún otro vecino de la calle se había enterado de lo ocurrido y no había nadie en los jardines idénticos al de los Lisbon. En alguna parte alguien asaba carne. Detrás de la casa de Joe Larson se oía a los dos jugadores de bádminton más grandes del mundo dándole al volante de un lado a otro.

Los sanitarios apartaron al señor Lisbon para examinar a Cecilia. No tenía pulso, pese a lo cual siguieron el procedimiento habitual como si pretendiesen salvarla. El gordo cortó con una sierra el barrote de la verja mientras el delgaducho se disponía a cogerla en brazos, ya que era más peligroso arrancar a Cecilia de la púa que tenía clavada que dejársela introducida en el cuerpo. Al cortar la punta, el delgado se tambaleó hacia atrás debido al peso del cuerpo de Cecilia, pero recuperó el equilibrio, giró en redondo y la dejó en la camilla. Una vez retirada de su sitio, el barrote aserrado produjo el efecto de una tienda de campaña a causa de la sábana que le pusieron encima para cubrirla.

Para entonces ya eran casi las nueve de la noche. Desde el tejado de la casa de Chase Buell, donde nos reunimos todos después de quitarnos los trajes de vestir para observar qué ocurría después, se veía, por encima de las copas de los árboles proyectadas en el aire, el corte abrupto de la arboleda y la línea donde empezaba la ciudad. El sol se ponía en la bruma de fábricas distantes, y en los arrabales cercanos los vidrios diseminados recogían el fulgor desnudo de una puesta de sol vestida de niebla. Allá arriba podíamos percibir sonidos que habitualmente no oíamos y, agachados sobre las ripias alquitranadas, la barbilla apoyada en las manos, descubríamos como débil música de fondo la indescifrable cinta magnetofónica de la vida de la ciudad, llamadas y gritos, el ladrido de un perro atado a una cadena, los bocinazos de los coches, voces de muchachas gritando números en un juego oscuro y pertinaz. Eran los sonidos de la ciudad empobrecida que nunca habíamos visitado, todos mezclados y atenuados, carentes de sentido, traídos de lejos por el viento. Después, la oscuridad. A distancia se movían luces de coches. Cerca, las casas se iluminaban con luces amarillas revelando familias congregadas en torno al televisor. Uno tras otro, nos volvimos todos a nuestras casas.


Nunca había habido un funeral en el pueblo, por lo menos durante el periodo que abarcaba nuestra vida. La mayor parte de las defunciones habían ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial, cuando nosotros todavía no existíamos y nuestros padres eran aquellos jóvenes increíblemente delgados que habíamos visto fotografiados en blanco y negro: padres en pistas de aterrizaje en plena selva, padres con granos en la cara y tatuajes, padres con chicas despampanantes, padres que escribían cartas de amor a chicas que se convertirían en nuestras madres, padres inspirados por alimentos concentrados, soledad y desenfreno glandular en ambiente de malaria transformados en poéticas ensoñaciones que cesaron completamente apenas regresaron a casa. Ahora nuestros padres eran hombres de mediana edad, con barriga y espinillas sin pelo debido a años de llevar pantalón largo, pero la muerte aún les quedaba muy lejos. Incluso sus padres, que hablaban lenguas extranjeras y vivían en buhardillas restauradas semejantes a guaridas de buitres, disponían de las mejores atenciones médicas y amenazaban con durar hasta el siglo siguiente. No se había muerto el abuelo de nadie, ni la abuela de nadie, ni los padres de nadie, sólo algunos perros: el beagle de Tom Burke, Muffin, que se ahogó con un chicle Bazooka Joe. Pero aquel verano se había muerto una chica que, de haber calculado su edad de acuerdo con la que suelen alcanzar los perros, todavía era un cachorrillo: Cecilia Lisbon.

El día que ella murió la huelga de empleados del cementerio tocaba a su sexta semana. Nadie había hecho demasiado caso de la huelga, ni tampoco de las demandas de los empleados, ya que prácticamente ninguno de nosotros había puesto jamás un pie en un cementerio. De vez en cuando oíamos disparos que provenían del gueto, pero nuestros padres insistían en que eran los tubos de escape de los coches. Así pues, cuando los periódicos informaron de que los cementerios de la ciudad estaban totalmente paralizados, no creíamos que eso pudiera afectarnos en algo. Tampoco el señor y la señora Lisbon, que sólo tenían cuarenta y tantos años y una recua de hijas jóvenes, habían hecho mucho caso de la huelga hasta que aquellas muchachas comenzaron a quitarse la vida.

Seguían celebrándose funerales, pero no se enterraba a los muertos. Los ataúdes se iban acumulando junto al trozo de tierra que había que excavar, los curas pronunciaban sus panegíricos, se vertían lágrimas, pero después los féretros eran trasladados al depósito a la espera de su definitivo destino. La incineración estaba experimentando un alza de popularidad. Sin embargo, la señora Lisbon ponía objeciones a la idea, la consideraba pagana e incluso echaba mano de un pasaje bíblico que venía a insinuar que los cadáveres se levantarían en el Segundo Advenimiento y que de cenizas nada.

En nuestra población no había más que un cementerio, un terreno muy poco atractivo que a lo largo de los años había sido propiedad de diferentes iglesias, desde los luteranos a los católicos pasando por los episcopalianos. Daba cobijo a tres tramperos francocanadienses comerciantes de pieles, a toda una estirpe de panaderos de apellido Kropp y a J.B. Milbank, inventor de un refresco local parecido a la cerveza sin alcohol. Con sus lápidas inclinadas, su camino de entrada en forma de herradura cubierto de grava roja y su profusión de árboles nutridos por pellejos bien alimentados, el cementerio se había ido llenando a lo largo del tiempo con los últimos cadáveres. Debido a esto, el director de pompas fúnebres, el señor Alton, se vio obligado a exponer al señor Lisbon una serie de alternativas posibles.

Se acordaba muy bien de aquel mal trago. Los días de la huelga del cementerio se olvidaron fácilmente, pero el señor Alton confesaba:

– Aquél era mi primer suicidio y, además, se trataba de una jovencita. No se podía recurrir al pésame habitual. Si he de decir la verdad, me costó lo mío.

En el West Side visitaron un cementerio tranquilo del sector palestino, pero al señor Lisbon le desagradó profundamente el sonido del almuecín llamando a oración a los fieles, aparte de que había oído decir que los vecinos continuaban matando cabras en la bañera como práctica ritual.

– No, aquí no -dijo-, aquí no.

Después se dieron una vuelta por un pequeño cementerio católico que al señor Lisbon le pareció perfecto hasta que llegó a la parte final, donde pudo contemplar tres kilómetros de terreno llano que le recordaron las fotografías de Hiroshima.

– Era el sector polaco -nos explicó el señor Alton.

La General Motors contrató a veinticinco mil polacos para construir una enorme fábrica automotriz. Demolieron veinticuatro manzanas de la ciudad, pero se les acabó el dinero y el terreno quedó convertido en cascajos y hierba. Un sitio desolado, por supuesto, pero sólo si lo mirabas desde la cerca de atrás.

Por fin llegaron a un cementerio público no adscrito a ninguna religión en especial y situado entre dos autopistas. Fue precisamente en este lugar donde Cecilia Lisbon fue despedida de acuerdo con los ritos funerarios de la Iglesia Católica, en todo salvo en el entierro. La defunción de Cecilia quedó oficialmente consignada en los registros eclesiásticos como un «accidente», al igual que ocurriría con las demás niñas un año después. Cuando preguntamos al padre Moody acerca del particular, respondió:

– No queríamos andarnos con sutilezas. ¿Y si resultaba que de veras había resbalado?

Cuando le presentamos las píldoras para dormir, el nudo corredizo y las demás cosas, entonces dijo:

– El suicidio, como todo pecado mortal, comporta una intención. Es muy difícil saber qué encerraba realmente el corazón de esas muchachas, qué pensaban hacer en realidad.

La mayoría de nuestros padres asistieron al sepelio, aunque a nosotros nos dejaron en casa para protegernos de la contaminación de la tragedia. Todos coincidieron en afirmar que aquel cementerio era el más soso que habían visto en su vida. No había lápidas ni monumentos, sólo losas de granito hincadas en la tierra y, en las sepulturas de los Veteranos de Guerras Extranjeras, banderas americanas de plástico muy maltratadas por la lluvia, o guirnaldas de alambre de las que colgaban flores secas. Al coche fúnebre le costó trabajo pasar a través de la verja a causa de los piquetes, pero cuando los huelguistas se enteraron de la edad de la difunta, hubo disensiones y algunos incluso bajaron las furibundas pancartas. Dentro era evidente el abandono provocado por la huelga. Alrededor de algunas tumbas había montones de cascotes. Una excavadora había dejado en suspenso el movimiento de sus fauces justo cuando iba a morder el terrón, como si le hubiera llegado la orden del sindicato en el momento de enterrar a alguien.

Los familiares, en su papel de sepultureros, habían hecho conmovedores intentos para que el lugar de descanso final de sus seres queridos quedase medianamente pulcro, pero en una tumba el abono excesivo había quemado la tierra hasta dejarla de un color amarillo brillante, en tanto que el riego excesivo había convertido otra en un pantano. Dado que había que trasegar el agua a mano (el sistema de riego automático había sido objeto de sabotaje), aquí y allá se veían profundas pisadas, como si por las noches los muertos se dedicaran a pasear entre las tumbas.

Hacía casi siete semanas que no se cortaba la hierba. Los que formaban la comitiva fúnebre estaban de pie con la hierba hasta el tobillo mientras esperaban a los que transportaban el féretro. Debido al bajo índice de mortalidad juvenil, los fabricantes de ataúdes hacían muy pocos de dimensiones medianas. Fabricaban un reducido número de féretros para recién nacidos, apenas más grandes que una caja de zapatos, y el tamaño siguiente ya era el máximo, muy superior al que Cecilia requería. Cuando en la funeraria abrieron el ataúd, todo lo que pudo ver la concurrencia fue un cojín de satén y el ondulante almohadillado de la tapa. La señora Turner comentó al respecto:

– Por un momento creí que estaba vacío.

Pero después, dejando apenas una leve marca en el fondo de la caja debido a sus treinta y nueve kilos, la desvaída piel y el cabello claro que se confundía con el blanco del satén, Cecilia fue emergiendo del féretro como la imagen de una ilusión óptica. Ya no llevaba el vestido de novia, que finalmente la señora Lisbon había tirado, sino uno de color crema con cuello de blonda, que su abuela le había regalado para unas Navidades pero que ella se había negado a llevar en vida. La parte abierta de la tapa no sólo permitía ver la cara y los hombros, sino también las manos de uñas mordisqueadas, los codos ásperos, los huesos gemelos de las caderas e incluso las rodillas.

Los únicos que desfilaron delante del féretro fueron los miembros de la familia. Primero pasaron las chicas, aturdidas e inexpresivas, por lo que después la gente comentó que por sus caras ya se podía haber supuesto lo que vendría después.

– Fue como si le hicieran un guiño -dijo la señora Carruthers.

– ¿Qué hicieron en vez de echarse a llorar? Pues se acercaron al ataúd, atisbaron el interior y se marcharon. ¿Por qué no nos dimos cuenta?

Curt Van Osdol, el único chico que estuvo en la funeraria, dijo que él habría hecho una última demostración de sus sentimientos, allí delante del cura y de los demás, si nosotros hubiésemos estado presentes para verlo. Después de las chicas pasó la señora Lisbon cogida del brazo de su marido, dio diez pasos tambaleantes hasta Cecilia e inclinó la cabeza sobre su rostro. Por primera y última vez en su vida, se puso roja como la grana.

– ¡Fíjate en las uñas! -exclamó, según dijo el señor Burton-. ¿No podían hacer algo con esas uñas?

Pero el señor Lisbon replicó:

– Le crecerán. Las uñas continúan creciendo. Y ahora ella ya no se las puede morder, cariño.


Con la misma anormal persistencia, los conocimientos que teníamos de Cecilia también crecieron después de su muerte. Pese a que apenas hablaba y nunca había tenido amigos de verdad, todo el mundo conservaba recuerdos muy vivos de ella. Algunos la habían sostenido cinco minutos en brazos cuando era pequeña mientras la señora Lisbon volvía corriendo a su casa a recoger el bolso que se había olvidado. Otros habían jugado con ella en la arena o se habían peleado con ella por una pala o se habían exhibido ante ella detrás de la morera que crecía como carne informe entre la cerca de alambre. Y no faltaba quien había hecho cola con ella para vacunarse de la viruela, quien le había enseñado a saltar a la comba o a buscar culebras, quien había impedido alguna vez que se arrancara las costras y quien le había advertido que no tocara el caño de la fuente de Three Mile Park con la boca cuando bebiera agua. Finalmente, estaban aquellos que se habían enamorado de ella, aunque jamás se lo habían dicho a nadie porque todos sabíamos que era la hermana rara de la familia.

Esta faceta de la personalidad de Cecilia quedó confirmada cuando Lucy Brook nos describió su habitación. Además de un móvil del zodíaco, Lucy encontró una colección de amatistas, así como una baraja de Tarot debajo de la almohada, que aún olía a incienso y a los cabellos de Cecilia. Lucy quiso comprobar -porque le habíamos pedido que lo hiciera- si las sábanas estaban limpias, y nos dijo que no lo estaban. La habitación estaba intacta, como una exposición. La ventana a través de la cual había saltado Cecilia seguía abierta. En el cajón superior del escritorio Lucy encontró siete bragas, todas teñidas de negro con Rit. También encontró en el armario dos sostenes inmaculados. Ninguna de esas cosas nos sorprendió. Hacía tiempo que sabíamos que Cecilia llevaba bragas negras porque cuando se ponía de pie en los pedales de la bicicleta para ir más rápida solíamos mirar por debajo de sus faldas. Y a menudo la habíamos visto en la escalera de atrás restregando el corselete con un cepillo de dientes que sumergía en una taza de Ivory Liquid.

El diario de Cecilia comienza un año y medio antes del suicidio. Muchos consideraban que las páginas ilustradas eran un jeroglífico que revelaba una indescifrable desesperación, aun cuando se trataba, en su mayor parte, de dibujos alegres. El diario tenía un candado, pero David Barker, que lo recibió de manos de Skip Ortega, el aprendiz del fontanero, nos dijo que Skip lo había encontrado junto al inodoro del cuarto de baño principal, pero con el candado ya forzado, como si el señor y la señora Lisbon lo hubieran estado leyendo. Tim Winer, el cerebro, insistió en examinarlo. Se lo llevamos al estudio que sus padres le habían construido para su uso exclusivo, con sus lámparas verdes de sobremesa, su globo terráqueo en relieve y sus enciclopedias de lomos dorados.

– Inestabilidad emocional -dijo, analizando la escritura-. Fijaos en los puntos de las íes. Todos muy altos. -Después, inclinándose hacia delante y mostrando las venas azules debajo de su piel de muchacho enteco, añadió-: Aquí nos encontramos básicamente con una soñadora, una persona sin contacto con la realidad. Cuando saltó, probablemente se figuraba que volaría.

Ahora nos sabemos de memoria muchos de los fragmentos del diario. Nos lo llevamos a la buhardilla de Chase Buell y leíamos trozos en voz alta. Nos lo pasábamos de uno a otro, hacíamos señales en algunas páginas y buscábamos ansiosamente nuestros nombres. Sin embargo, poco a poco reparamos en que, aunque Cecilia se había fijado siempre en todos, nunca había pensado en ninguno. Tampoco había pensado en ella. El diario constituye un documento insólito de la adolescencia, ya que rara vez revela la aparición de un ego en formación. No aparecen por ninguna parte las inseguridades, lamentaciones, amoríos y ensoñaciones que son propios de esa edad. Cecilia, por el contrario, habla de ella y de sus hermanas como de una entidad única. A menudo resulta difícil saber de qué hermana está hablando, y hay muchas frases extrañas que sugieren al lector la imagen de un ser mítico con diez piernas y cinco cabezas que se queda en cama comiendo porquerías o que debe soportar las visitas de tías cariñosas. El diario nos dice más acerca de cómo fueron transformándose las niñas que de la causa de su suicidio. Nos abruma hablando de lo que comían («Lunes, 13 de febrero. Hoy hemos comido pizza congelada…») o de la ropa que llevaban o de los colores que preferían. Todas odiaban el maíz a la crema. Mary había probado la droga y tenía una cápsula. («¡Os lo dije!», exclamó Kevin Head al leerlo.) Así fue como nos enteramos de cosas de sus vidas, como supimos de ciertos recuerdos de épocas que no conocíamos, como recogimos imágenes de Lux asomándose a la borda de un barco para acariciar la primera ballena de su vida al tiempo que decía: «Jamás imaginé que oliesen tan mal». A lo cual Therese respondía: «Es por las algas, que se les pudren en la boca».

Supimos de los cielos estrellados que las niñas habían contemplado años atrás, cierta vez que acamparon, y del aburrimiento de los veranos yendo de aquí para allá, del patio trasero al delantero y nuevamente al trasero, y supimos también de un olor indefinible que salía de los inodoros en las noches de lluvia y al que las niñas daban el nombre de «cloaqueo». Supimos qué se siente al ver a un muchacho con el pecho desnudo, una sensación que indujo a Lux a llenar con el nombre Kevin, escrito con rotulador Magic Marker de color púrpura, su libreta de tres anillas e incluso el sostén y las bragas, y por esto comprendimos que se pusiera como una furia el día que llegó a casa y se encontró con que la señora Lisbon había puesto sus cosas en remojo con Clorox a fin de hacer desaparecer todos aquellos «Kevin». Supimos de la rabia que da que el viento de invierno te levante la falda y que las rodillas acaban doliéndote a fuerza de mantenerlas apretadas en clase y de lo fastidioso y cargante que resulta tener que saltar a la comba cuando los chicos juegan a béisbol. Nunca llegamos a entender por qué a las chicas les preocupaba tanto hacerse mayores ni por qué se sentían obligadas a dedicarse cumplidos, pero a veces, cuando uno de nosotros había leído en voz alta una larga parte del diario, debíamos reprimir la necesidad de echarnos los unos en brazos de los otros o de decirnos que estábamos guapísimos. Supimos de esa cárcel que es ser chica, de los impulsos y sueños que genera y por qué acaban sabiendo qué colores combinan y cuáles no. Supimos que las chicas eran gemelas nuestras, que todos existíamos en el espacio como animales con idéntica piel y que si ellas lo sabían todo de nosotros, nosotros en cambio no podíamos sacar nada en claro de ellas. Supimos, finalmente, que las hermanas Lisbon eran en realidad mujeres disfrazadas de niñas, que sabían del amor e incluso de la muerte y que nuestra función se reducía simplemente a emitir una especie de ruido que parecía fascinarlas.

A medida que el diario va avanzando, Cecilia empieza a apartarse de sus hermanas y, de hecho, de todo tipo de narración personal. La primera persona del singular desaparece casi por completo, con un efecto bastante parecido al de la cámara apartándose de los personajes al final de una película para mostrar, a través de una serie de fundidos, la casa, la calle, la ciudad, el país y, finalmente, el planeta, que no sólo los empequeñece sino que acaba borrándolos. Su prosa precoz se centra en cuestiones impersonales, el anuncio del indio lloroso que rema con su canoa por un río contaminado o el recuento de cadáveres de la guerra nocturna. En el último tercio del diario presenta dos estados de ánimo alternantes. En los pasajes románticos, Cecilia se lamenta desesperadamente de la desaparición de nuestros olmos. En los cínicos insinúa que los árboles no están enfermos y que la deforestación no es más que una conjura «para dejarlo todo arrasado». Afloran referencias ocasionales a una u otra teoría sobre conspiraciones -los Illuminati, el complejo Militar-Industrial-, pero sólo se trata de estratagemas, como si los nombres no fueran más que vagos contaminantes químicos. De la invectiva pasa sin solución de continuidad a la ensoñación poética. Son muy bonitos, en nuestra opinión, un par de versos de un poema sobre el verano, que no llegó a acabar:


Los árboles son pulmones que de aire se llenan, mi hermana, la mala, peina mi cabellera.


El fragmento está fechado el 26 de junio, tres días después de su regreso del hospital, cuando solíamos verla tumbada en el jardín delantero.

Se sabe muy poco acerca del estado mental de Cecilia en el último día de su vida. Según el señor Lisbon, parecía contenta con la fiesta. Cuando él bajó al sótano para ver cómo marchaban los preparativos, la encontró subida a una silla, atando globos al techo con cintas rojas y azules.

– Le dije que se bajara porque el médico había dicho que no levantara las manos más arriba de la cabeza. A causa de los puntos.

Cecilia obedeció la orden y pasó el día entero tumbada en la alfombra de su cuarto contemplando el móvil del zodíaco y escuchando los extraños discos de música celta que había comprado por correo.

– Siempre había una voz de soprano que hablaba de pantanos y de rosas mustias.

Aquella música tan melancólica había alarmado al señor Lisbon cuando la comparó con las melodías alegres de su juventud, pese a que al cruzar el pasillo comprobó que no era mucho peor que los aullidos de la música rock que escuchaba Lux o incluso que los berridos inhumanos que surgían de la radio de Therese.

A partir de las dos de la tarde, Cecilia se sumergió en la bañera. No era extraño en ella que tomase baños maratonianos pero, después de lo ocurrido la última vez, el señor y la señora Lisbon ya no corrían riesgos.

– Le hacíamos dejar la puerta entornada -dijo la señora Lisbon-. A ella no le gustaba, naturalmente. Y ahora tenía nuevos argumentos, porque el psiquiatra había dicho que Ceel estaba en una edad en la que se necesita gozar de intimidad.

Durante la tarde el señor Lisbon buscó mil excusas para acercarse al cuarto de baño.

– Esperaba hasta que oía ruido de chapoteo y entonces seguía mi camino. Por supuesto, habíamos retirado del cuarto de baño todos los objetos cortantes.

A las cuatro y media, la señora Lisbon envió a Lux arriba para que viera lo que hacía Cecilia. Cuando Lux bajó dijo que estaba muy tranquila, en el comportamiento de su hermanita no había nada que despertara la menor sospecha de lo que haría aquel día.

– Está perfectamente -dijo Lux-. El cuarto apesta a esas sales de baño que utiliza.

A las cinco y media Cecilia salió del cuarto de baño y fue a vestirse para la fiesta. La señora Lisbon la oyó ir y venir de una habitación a otra de sus hermanas. (Bonnie compartía el cuarto con Mary; Therese, con Lux.) El tintineo de sus brazaletes era un alivio para sus padres, porque les permitía estar al tanto de sus movimientos como ocurre con esos cascabeles que se cuelgan al cuello de los animales domésticos. De vez en cuando, antes de que nosotros llegásemos, el señor Lisbon seguía oyendo el tintineo de los brazaletes de Cecilia mientras subía y bajaba por las escaleras y se probaba diferentes zapatos.

Según lo que el señor y la señora Lisbon nos dijeron posteriormente en diferentes ocasiones y en diferentes estados de ánimo, durante la fiesta no advirtieron nada extraño en el comportamiento de Cecilia.

– Siempre estaba tranquila cuando se encontraba en compañía de gente -explicó la señora Lisbon.

Tal vez por su falta de costumbre de contacto social, el señor y la señora Lisbon recordaban la fiesta como un éxito. De hecho, la señora Lisbon se sorprendió cuando Cecilia le pidió que le permitiera retirarse.

– Me figuraba que lo estaba pasando bien.

Tampoco entonces las hermanas se comportaron como si sospecharan lo que iba a ocurrir. Tom Faheem recuerda que Mary le habló de que pensaba comprarse un vestido sin mangas en Penney's. Therese y Tim Winer, por su parte, hablaron de que les preocupaba no poder ingresar en una universidad de la lvy League.

Gracias a los indicios que fuimos descubriendo más tarde, resultó que Cecilia no había ido a su cuarto con la rapidez que supusimos primero. Entre el momento en que nos dejó y antes de subir las escaleras se tomó tiempo, por ejemplo, para beberse una lata de zumo de pera (dejó la lata en la cocina, perforada con un solo agujero, contrariamente al método prescrito por la señora Lisbon). Ya fuera antes o después del zumo, se acercó a la puerta trasera de la casa.

– Me figuré que se iba de viaje, porque llevaba una maleta -comentó la señora Pitzenberger.

La maleta no apareció por ninguna parte y sólo nos explicamos el testimonio de la señora Pitzenberger como una alucinación propia de alguien que usa gafas bifocales o como una profecía de los suicidios que ocurrirían después, en los que las maletas tuvieron un papel tan importante. Sea cual fuere la verdad, lo cierto es que la señora Pitzenberger vio a Cecilia cerca de la puerta trasera de la casa y que el hecho ocurrió sólo unos segundos antes de que subiera por las escaleras, lo que oímos perfectamente desde abajo. Pese a que aún era de día, encendió todas las luces del dormitorio y, desde el otro lado de la calle, el señor Buell la vio abrir la ventana de su cuarto.

– La saludé con la mano, pero no me vio -nos dijo el señor Buell.

En ese momento su mujer estaba refunfuñando en la habitación de al lado y el hombre ya no volvió a saber de Cecilia hasta que llegó la ambulancia y se volvió a marchar con ella dentro.

– Por desgracia, teníamos nuestros problemas -explicó.

Mientras Cecilia asomaba la cabeza por la ventana al encuentro del aire rosado, húmedo y suave, el señor Buell fue al cuarto de su esposa enferma para ver qué le pasaba.

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