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Las flores llegaron a casa de los Lisbon más tarde de lo acostumbrado. Dadas las circunstancias de aquella muerte, la mayoría de la gente optó por no enviarlas a la funeraria y en general todo el mundo fue posponiendo el encargo sin saber muy bien si era mejor dejar pasar la catástrofe en silencio o actuar como si aquella defunción hubiese obedecido a causas naturales. Al final, sin embargo, todos acabaron enviando algo: coronas de rosas blancas, centros de orquídeas, peonías lloronas. Peter Loomis, que hacía el reparto de FTD, dijo que la sala de estar de los Lisbon estaba atiborrada de ramos y coronas. Las butacas desbordaban de flores y hasta el suelo estaba cubierto de ellas.

– Ni siquiera las pusieron en jarrones -contó.

Casi todo el mundo optó por enviar tarjetas convencionales, en las que abundaba la frase «Reciban nuestra condolencia» o «Les damos nuestro más sentido pésame», pese a que algunos, más formalistas, acostumbrados a escribir notas para todas las ocasiones, elaboraron textos más personales. La señora Beards envió una cita de Walt Whitman que después correría de boca en boca: «Todo sigue, todo huye, nada se hunde y morir es diferente de lo que todos suponen, y más feliz». Chase Buell leyó lo que su madre había escrito en la tarjeta cuando la deslizó por debajo de la puerta de los Lisbon. Decía: «No sé qué sienten ustedes. Ni siquiera puedo imaginarlo».

Unos pocos tuvieron la osadía de visitarlos. El señor Hutch y el señor Peters se acercaron a casa de los Lisbon en ocasiones distintas, si bien sus comentarios difirieron muy poco. El señor Lisbon los invitó a pasar, pero antes de que tuvieran ocasión de abordar el penoso tema, los instaló delante de un partido de béisbol.

– Estuvo todo el rato hablando del partido -dijo el señor Hutch-. Yo había sido lanzador en la universidad y tuve que corregirlo en algunas cuestiones esenciales. Él habría cambiado a Miller, cuando era el que mejor cerraba. Acabé por olvidar lo que me había llevado a aquella casa.

En cuanto al señor Peters, dijo:

– El pobre estaba en la luna. No paraba un momento de subir el color de la pantalla hasta que todo el campo quedó prácticamente azul. Después volvió a sentarse. Al rato se levantó de nuevo. Entró una de las chicas… ¿las diferencia alguien…? y nos trajo un par de cervezas. Antes de dar a su padre la suya, tomó un trago.

Ninguno de los dos hombres habló del suicidio.

– Yo quería hablar del asunto, vaya si quería -aseguró el señor Hutch-, pero ni lo mencioné siquiera.

El padre Moody se mostró más perseverante. El señor Lisbon acogió amablemente al sacerdote como había hecho con los otros dos y lo condujo hasta una butaca situada delante de la retransmisión de un partido de béisbol. A los pocos minutos, como obedeciendo una consigna, entró Mary con unas cervezas. Pero el padre Moody no se arredró. Durante la segunda parte, dijo:

– ¿Qué le parece si pedimos a la señora que baje? Así charlamos un poco. El señor Lisbon se encorvó ligeramente frente a la pantalla.

– Lo siento, pero no quiere ver a nadie. Está indispuesta.

– Querrá ver a su sacerdote -dijo el padre Moody.

Pero se levantó para marcharse. El señor Lisbon levantó dos dedos. Tenía los ojos húmedos.

– Padre -dijo-, fuera de juego, padre.

Paolo Conelli, que hacía de monaguillo, oyó que el padre Moody explicaba a Fred Simpson, maestro del coro, cómo había dejado a «aquel hombre extraño, Dios me perdone por decir tal cosa, porque así lo hizo Él» y después subió las escaleras. La casa ya empezaba a evidenciar muestras de suciedad, aunque aquello no era nada comparado con lo que vendría después. Los peldaños estaban cubiertos de bolas de polvo. En el rellano había un bocadillo consumido a medias, quizá porque quien lo había empezado se había sentido demasiado triste para poder terminarlo. Como la señora Lisbon ya no hacía la colada y ni siquiera compraba detergente, las niñas habían empezado a lavar la ropa a mano en la bañera y cuando el padre Moody pasó por delante del cuarto de baño vio blusas, pantalones y ropa interior colgados de la barra de la ducha.

– En realidad, era un sonido agradable, como si estuviese lloviendo -dijo.

Del suelo se levantaba vapor impregnado de un olor a jabón con perfume a jazmín (semanas más tarde pedimos a la dependienta de la sección de perfumería de Jacobsen's que nos dejara oler el jabón con perfume a jazmín). El padre Moody se quedó fuera del cuarto de baño, sin atreverse a entrar en aquella cueva húmeda situada entre los dormitorios de las chicas y compartida por todas ellas. De no haber sido cura y haber mirado dentro habría visto un inodoro como un trono en el que defecaban públicamente las hermanas Lisbon y una bañera que utilizaban como diván y que llenaban de almohadas para que dos de las hermanas pudieran tumbarse allí mientras otra se rizaba el pelo. Habría visto el radiador cubierto de vasos y latas de Coca-Cola, la concha para el jabón utilizada, en caso de apuro, como cenicero. Desde que tenía doce años, Lux pasaba horas fumando en el retrete, exhalando el humo por la ventana o echándolo en una toalla húmeda que después dejaba colgada fuera. Pero el padre Moody no vio nada de esto porque no hizo más que atravesar aquella corriente de aire tropical que recorría la casa y aquí se acabó todo. No por eso dejó de sentir detrás de él otras corrientes más frías, ni las motas de polvo aleteando ni aquel olor familiar que toda casa tiene y que uno reconoce apenas entra en ella. La casa de Chase Buell olía a piel humana, la de Joe Larson a mayonesa, y en nuestra opinión, la de los Lisbon olía a palomitas de maíz rancias, aunque el padre Moody, cuando la visitó a partir del momento que comenzaron las muertes, dijo:

– Era un olor como una mezcla de funeraria y de armario de escobas. ¡Tantas flores! ¡Tanto polvo!

Quiso volver a la corriente que olía a jazmín pero mientras estaba allí de pie escuchando la lluvia que goteaba en las baldosas del cuarto de baño y borraba las pisadas de las chicas, oyó voces. Pasó rápidamente por el pasillo y llamó en voz alta a la señora Lisbon, pero ésta no respondió. Volvió al rellano y, cuando empezaba a bajar las escaleras, vio a las hermanas Lisbon a través de una puerta entreabierta.

– En esos momentos las niñas no tenían intención de repetir el error de Cecilia. Sé que todo el mundo se figura que aquello obedeció a un plan o que nosotros manejamos el asunto muy mal, pero la verdad es que ellas se encontraban tan anonadadas como nosotros.

El padre Moody dio unos golpecitos suaves en la puerta y pidió permiso para entrar.

– Estaban sentadas en el suelo y resultaba evidente que habían estado llorando. Creo que habían celebrado una especie de fiesta nocturna particular. Había almohadas por todas partes. No me gusta tener que hacer alusión a este punto y recuerdo que incluso entonces me reprendí por ello, pero no cabía la menor duda: no se habían bañado.

Preguntamos al padre Moody si había hablado con las chicas de la muerte de Cecilia o del disgusto que estaban pasando, pero él respondió que no había dicho nada al respecto.

– Lo saqué a colación unas cuantas veces, pero no se dieron por aludidas. Sé muy bien que este tipo de cosas no se pueden forzar. Hay que buscar el momento oportuno y esperar a que el ánimo esté bien dispuesto.

Al pedirle que nos resumiese la impresión que le había producido el estado emocional de las chicas, dijo:

– Afectadas, pero no hundidas.


Durante los primeros días que siguieron al funeral, el interés que sentimos por las hermanas Lisbon no hizo más que ir en aumento. A su belleza se sumaba ahora un nuevo y misterioso sufrimiento, llevado en el más absoluto silencio pero visible en aquella hinchazón azulada debajo de los ojos o en aquella manera que tenían a veces de pararse a medio camino, bajar los ojos y sacudir la cabeza como manifestando su desacuerdo con la vida. Su pesadumbre las llevaba a vagabundear y nos dijeron que habían sido vistas paseando sin rumbo fijo por el Eastland, recorriendo la iluminada galería con sus modestos surtidores y los perritos calientes ensartados debajo de lámparas de infrarrojos. De vez en cuando tocaban alguna blusa o algún vestido, pero nunca compraban nada. Woody Clabault vio a Lux Lisbon hablando con un grupo de motoristas en la puerta de Hudson's. Uno le dijo que, si quería, la llevaba, y después de mirar en dirección a su casa, situada a más de quince kilómetros de distancia, la chica aceptó y abrazó la cintura del muchacho. Éste en seguida infundió vida a la máquina con un impulso del pie. Más tarde vieron a Lux caminando sola hacia su casa con los zapatos en la mano.

Tumbados sobre un trozo de estera en el sótano de los Krieger, nos dedicábamos a soñar en todas las maneras posibles de consolar a las hermanas Lisbon. Algunos queríamos echarnos sobre la hierba con ellas o cantarles canciones acompañándonos de la guitarra. Paul Baldino se inclinaba por llevarlas a Metro Beach para que se bronceasen al sol. Chase Buell, cada vez más influido por la Ciencia Cristiana de la que su padre era adepto, sólo dijo que las chicas necesitaban «ayuda, pero no de este mundo». Con todo, al preguntarle qué quería decir con esas palabras, se encogía de hombros y decía:

– Nada.

Sin embargo, cuando veía pasar a las hermanas Lisbon se agachaba detrás de un árbol, cerraba los ojos y se dedicaba a mover los labios.

Pero no sólo pensábamos en las chicas. Ya antes del funeral de Cecilia muchos no sabían hablar de otra cosa que de lo peligrosa que era aquella verja sobre la que ella había saltado.

– Era un accidente que cabía esperar -dijo el señor Frank, que trabajaba en una compañía de seguros-. No hay póliza que cubra ese riesgo.

– Hasta a nuestros hijos les habría podido ocurrir -no paraba de insistir la señora Zaretti a la hora del café después de la misa del domingo.

Algunos padres no tardaron en eximir de culpas a la verja. Resultaba que la verja en cuestión estaba en la propiedad de los Bates, por lo que el señor Buck, abogado, habló con el señor Bates sobre la posibilidad de quitarla, aunque quiso mencionar el asunto al señor Lisbon. Por supuesto que todos daban por sentado que los Lisbon estarían contentos con la decisión.

Rara vez habíamos visto a nuestros padres con botas de trabajo, peleándose con la tierra, armados con azadones flamantes. Luchaban con la verja, encorvados como los marines cuando izaron la bandera de Iwo Jima. Fue la demostración más importante de esfuerzo colectivo que se recordaba en el vecindario: todos aquellos abogados, médicos y banqueros hombro con hombro en la trinchera, mientras las madres les levantaban el ánimo ofreciéndoles Kool-Aid de naranja. Por un momento nuestro siglo volvía a ser noble. Hasta los gorriones en los hilos del teléfono parecían contemplar la escena. No pasaban coches. La niebla industrial de la ciudad hacía que los hombres parecieran figurillas de peltre, pero llegó la noche y aún no habían conseguido sacar la verja. Al señor Hutch se le ocurrió la idea de serrar los barrotes tal como lo habían hecho los sanitarios y los hombres pasaron un buen rato haciendo turnos en la labor de serrar, pero aquellos brazos, que sólo estaban acostumbrados a manejar papeles, no tardaron en rendirse. Por fin decidieron atar la verja a la parte trasera del Bronco todoterreno propiedad del tío Tucker. A nadie le importaba que el tío Tucker no tuviera carnet de conducir (los examinadores siempre detectaban el aliento a alcohol y aun cuando dejó de beber tres días antes del examen, seguramente seguía saliéndole por los poros). Nuestros padres se limitaron a gritarle:

– ¡Dale fuerte!

El tío Tucker apretó a fondo el acelerador, pero la verja ni siquiera se movió. A media tarde acabaron por rendirse e hicieron una colecta para contratar a un equipo de gente del oficio. Una hora más tarde llegaba un hombre en un camión remolcador, sujetaba un barrote con un gancho, apretaba un botón para hacer girar el enorme manubrio y, con un potente fragor de tierra removida, arrancaba la verja asesina.

– Hay sangre -dijo Anthony Turkis.

La examinamos para averiguar si aquella sangre que nadie había visto cuando ocurrió el suicidio era posterior al mismo. Algunos aseguraban que estaba en la tercera púa, otros que en la cuarta, pero fue algo tan imposible como encontrar la pala ensangrentada en la parte de atrás de Abbey Road, donde todos los indicios proclamaban que Paul estaba muerto.

Ningún miembro de la familia Lisbon contribuyó en nada a la eliminación de la verja. Pese a todo, de vez en cuando veíamos aparecer fugazmente un rostro en una de las ventanas de la casa. En cuanto el camión hubo derribado la verja, salió el señor Lisbon en persona por una puerta lateral y enrolló una manguera de jardín. Ni por un instante se acercó a la trinchera. Agitó la mano como hacen los vecinos cuando se saludan y volvió a meterse dentro. El hombre ató al camión con una soga los trozos de la verja y, tras recibir el pago correspondiente, dejó al señor Bates el jardín más destrozado que habíamos visto en la vida. Nos sorprendió que nuestros padres lo permitieran cuando un jardín destrozado era razón suficiente para avisar a la policía. Pero el señor Bates no gritó ni anotó siquiera la matrícula del camión, como tampoco la señora Bates, a la que una vez habíamos visto llorar porque lanzamos petardos contra sus magníficos tulipanes. Ni ellos ni nuestros padres dijeron nada, lo que hizo que nos diésemos cuenta de lo viejos que eran, de lo acostumbrados que estaban a los sufrimientos, a las depresiones, a las guerras. Comprendimos que la versión del mundo que nos daban no era en la que ellos creían, y que por mucho que refunfuñasen y se quejasen cuando les estropeaban las plantas, en realidad sus jardines les importaban un rábano.

Apenas el camión hubo arrancado, nuestros padres volvieron a congregarse alrededor del agujero y observaron con detenimiento los gusanos que serpenteaban en él, las cucharas de cocina y la piedra que según juraba y perjuraba Paul Little era una flecha india. Ahora se inclinaban sobre palas y escobas, a pesar de que no habían hecho nada hasta aquel momento. Todos se sentían mejor, como cuando se ha limpiado un lago o el aire o el campo vecino destruido por las bombas. Era poco lo que podía hacerse para salvarnos, pero por lo menos la verja había desaparecido. Aun cuando su jardín había quedado devastado el señor Bates intentó recomponer un poco la tierra, y el viejo matrimonio alemán aparecía en su cenador con emparrado y se tomaba el vino dulce de los postres. Como de costumbre, llevaban puestos los sombreros alpinos, el señor Hessen con la plumita verde, y su perro schnauzer, sujeto con la correa, olisqueaba el ambiente. Sobre la cabeza del matrimonio colgaban racimos de uva. La espalda encorvada de la señora Hessen aparecía y desaparecía entre sus esplendorosos rosales, que había empezado a rociar.

En un momento determinado, levantamos los ojos al cielo y vimos que todas las moscas del pescado habían muerto. El aire ya no era pardo sino azul. Con la escoba de la cocina libramos palos, ventanas e hilos eléctricos de todos los bichos que se habían quedado prendidos y los metimos en bolsas. Los insectos muertos se contaban por millares. Tenían alas de seda, y Tim Winer, el cerebro, nos indicó que las colas de las moscas del pescado se parecían muchísimo a las de las langostas.

– Son más pequeñas -explicó-, pero tienen básicamente el mismo dibujo. Las langostas pertenecen al tipo de los artrópodos, igual que los insectos. De hecho, son insectos, y éstos no son más que langostas que han aprendido a volar.

Nadie habría podido explicar qué nos ocurrió aquel año ni el motivo por el que odiábamos tan intensamente aquellos insectos muertos posados sobre nuestra vida. De pronto aquellas moscas del pescado que cubrían como una alfombra las piscinas de nuestras casas, llenaban nuestros buzones y manchaban las estrellas de nuestras banderas, nos resultaban insoportables. El acto colectivo de derribar la verja condujo al barrido colectivo, al transporte colectivo de bolsas y al riego colectivo de los patios. Examinamos sus minúsculos rostros de bruja y las aplastamos entre los dedos hasta notar el olor a carpa que despedían. Intentamos quemarlas pero no ardieron (lo que hizo que nos parecieran más muertas que cualquier cosa que pudiésemos imaginar). Sacudimos los arbustos y las alfombras e hicimos funcionar a toda marcha los limpiaparabrisas. Las moscas del pescado taponaron las rejas de los albañales y tuvimos que desatrancarlas con ayuda de palos. Agachados sobre los albañales, oíamos el río que corría por debajo del pueblo y tirábamos piedras para escuchar el chapoteo que hacían al caer.

Pero no nos limitamos a nuestras casas. Una vez que las paredes estuvieron limpias, el señor Buell dijo a Chase que sacara los bichos de casa de los Lisbon. Debido a sus creencias religiosas, el señor Buell siempre se excedía en sus deberes, rastrillaba tres metros del terreno correspondiente a los Hessen, les limpiaba con la pala el camino de entrada de su casa e incluso se lo espolvoreaba con sal gema. No era extraño, pues, que dijera a Chase que barriera el patio de los Lisbon, a pesar de que vivían al otro lado de la calle y no en la puerta contigua. Como el señor Lisbon no tenía hijos sino hijas, los chicos y hombres del pueblo lo habían ayudado otras veces a retirar del jardín las ramas abatidas por el rayo, por lo que nadie dijo una palabra al ver acercarse a Chase enarbolando la escoba como si se tratase del estandarte de un regimiento. Pero entonces el señor Grieger ordenó a Kyle que fuera también a barrer un poco y el señor Hutch envió a Ralph y al poco rato estábamos todos en casa de los Lisbon restregando las paredes y sacando restos de mosca. Tenían más que en nuestras casas, las paredes estaban cubiertas de una capa de dos centímetros de espesor y Paul Baldino nos planteó esta adivinanza:

– ¿Qué es eso que huele como el pescado, se come en broma pero no es pescado?

Al llegar a las ventanas de los Lisbon, los inexplicables sentimientos que abrigábamos por las muchachas empezaron a destacar. Mientras estábamos retirando las moscas, vimos a Mary Lisbon en la cocina con una caja de macarrones Kraft en la mano. Daba la impresión de que dudaba si abrirla o no. Leyó las instrucciones, volvió la caja del otro lado para estudiar la imagen realista de la pasta y volvió a dejar la caja en el mostrador de la cocina. Anthony Turkis, pegando la cara contra la ventana, dijo:

– Algo tiene que comer.

La chica volvió a coger la caja. La miramos esperanzados, pero dio media vuelta y desapareció.

Estaba oscureciendo. En las casas más cercanas ya habían encendido las luces, pero no en la de los Lisbon. Apenas si veíamos el interior de la casa, de hecho los cristales habían empezado a reflejar nuestras caras boquiabiertas. No eran más de las nueve, pero todo confirmaba lo que decía la gente: que desde el suicidio de Cecilia, los Lisbon sólo aguardaban a que llegara la noche para olvidarse de todo con el sueño. En la ventana de uno de los dormitorios de arriba, tres lamparillas votivas de Bonnie resplandecían en medio de una neblina rojiza, pero el resto de la casa había absorbido las sombras de la noche. Justo en el momento en que volvíamos la espalda los insectos empezaban a vibrar en sus escondrijos. Los llamábamos grillos, pero nunca habíamos encontrado ninguno en los arbustos rociados ni en los jardines ventilados, e ignorábamos por completo la apariencia que tendrían. No eran más que ruido. Nuestros padres habían tenido mayor intimidad con los grillos. Era evidente que para ellos aquel zumbido no era una cosa meramente mecánica. Venía de todas las direcciones, siempre desde un lugar situado por encima de nuestra cabeza o justo debajo, sugiriéndonos que el mundo de los insectos era más sensible que el nuestro. Mientras estábamos allí, fascinados por aquella paz oyendo el canto de los grillos, el señor Lisbon salió por una puerta lateral y nos dio las gracias. Tenía el cabello más gris que antes, pero ni siquiera la pesadumbre había podido alterar el tono agudo de su voz. Iba vestido con un mono y llevaba una de las rodillas manchada de serrín.

– Podéis serviros de la manguera -dijo, mientras se fijaba en la camioneta del Buen Humor que pasaba en aquel momento por allí delante y, como si el tintineo de la campana le trajese recuerdos, sonrió o dio un respingo (no estaba demasiado claro), y volvió a meterse dentro.

Sólo más adelante entramos con él, invisibles, con los fantasmas de nuestros interrogantes. Parece que, al entrar, el señor Lisbon se encontró con Therese, que salía en aquel momento del comedor. Estaba llenándose la boca de caramelos -por el color eran M amp;M-, pero dejó de hacerlo al ver al señor Lisbon y se los tragó sin masticarlos. La ancha frente le resplandecía con la luz de la calle y tenía aquellos labios de cupido más rojos, más pequeños y mejor dibujados que como él los recordaba, sobre todo comparados con las mejillas y la barbilla, ahora más prominentes. Sus pestañas eran costrosas, como si acabaran de despegársele al abrir los ojos. En aquel momento el señor Lisbon tuvo la impresión de que no la conocía, como si los hijos fueran personas extrañas con las que uno acepta vivir, y se acercó a ella como si la viera por primera vez en su vida. Le puso las manos en los hombros y después las dejó caer a los costados. Therese se apartó los cabellos de la cara, sonrió y comenzó a subir lentamente las escaleras.

El señor Lisbon procedió a hacer su ronda nocturna habitual destinada a comprobar si la puerta principal estaba cerrada con llave (no lo estaba), si la luz del garaje estaba apagada (sí lo estaba) y si había quedado encendido alguno de los quemadores de la cocina (no había quedado ninguno). Apagó la luz del cuarto de baño de la planta baja, donde encontró en el lavabo los hierros de los dientes de Kyle Krieger, que se los había sacado durante la fiesta para comer el pastel. El señor Lisbon aclaró debajo del grifo los hierros de Kyle, examinó aquella forma rosada que encajaba con el paladar del chico, las ondulaciones del plástico que bordeaban la torreta de los dientes, el alambre frontal retorcido en los puntos clave (se distinguían las marcas de las tenacillas) para ejercer una presión progresiva. El señor Lisbon sabía que sus deberes de vecino y de padre le obligaban a guardar el hierro aquel en una bolsa Ziploc, llamar a los Krieger y comunicarles que aquel carísimo aparato de ortodoncia de su hijo estaba a buen recaudo. Este tipo de acciones -sencillas, humanas, conscientes, clementes- sirven para que la vida siga adelante. Unos días antes seguro que habría hecho todo aquello. Ahora, sin embargo, cogió el artilugio y lo tiró en el retrete. Después apretó la manija del agua. La oleada zarandeó el aparato, que desapareció por la garganta de porcelana, pero apenas las aguas se aquietaron volvió a emerger flotando en la superficie con aire burlón. El señor Lisbon aguardó a que volviera a llenarse el depósito y accionó nuevamente el dispositivo del agua. Ocurrió lo mismo. En esta ocasión la réplica de la boca del muchacho quedó en la blanca pendiente de porcelana.

En este punto el señor Lisbon vio un centelleo con el rabillo del ojo.

– Me pareció ver a alguien pero al mirar no vi nada.

Tampoco vio nada cuando volvió al recibidor de atrás, entró en el vestíbulo y subió las escaleras. En la planta inferior se detuvo delante de la puerta de las chicas, pero sólo oyó a Mary que tosía en sueños, a Lux que tenía puesta la radio muy baja y cantaba. Se metió en el cuarto de baño de sus hijas. Por la ventana entraba un rayo de luna que iluminó una parte del espejo. Entre las huellas de dedos que lo cubrían había una zona circular limpia en la que las chicas se miraban y sobre el espejo Bonnie había pegado una paloma recortada con papel de dibujo. El señor Lisbon entreabrió los labios en una mueca y observó en el círculo limpio del espejo su colmillo postizo de la parte izquierda de la boca, que ya empezaba a volverse verde. Las puertas de los dormitorios que compartían las chicas no estaban cerradas del todo y de dentro salían suspiros y murmullos. Prestó atención a los sonidos, como si pudieran revelarle los sentimientos de sus hijas y la manera de aquietarlos. Lux apagó la radio y todo quedó en silencio.

– No podía entrar -nos confesó años más tarde el señor Lisbon-. No habría sabido qué decir.

Sólo cuando salió del cuarto de baño y se dirigió al encuentro del olvido que el sueño le traería, el señor Lisbon vio el espectro de Cecilia. Estaba en su antiguo dormitorio y al parecer, puesto que volvía a llevar el traje de novia, se había quitado aquel vestido de color crema con cuello de encaje que le habían puesto antes de meterla en el ataúd.

– La ventana continuaba abierta -dijo el señor Lisbon-, creo que nunca nos acordábamos de cerrarla. Para mí estaba claro que o cerraba aquella ventana o ella seguiría saltando siempre por ella.

Según sus palabras, no la llamó, no quería saber nada de la sombra de su hija, no quería saber por qué se había matado ni pedirle que lo perdonara ni regañarla. Se limitó a pasar por su lado rozándola apenas para cerrar la ventana, pero el espectro se volvió y entonces el señor Lisbon vio que era Bonnie, envuelta en una sábana.

– No te preocupes -le dijo ella con voz tranquila-, porque ya han sacado la verja.


En una nota manuscrita que mostraba la caligrafía perfeccionada durante sus años de estudiante en Zurich, el doctor Hornicker citó al señor y a la señora Lisbon para una segunda consulta, a la que sin embargo no acudieron. Por lo que pudimos observar durante el resto del verano, la señora Lisbon se hizo cargo nuevamente de la casa mientras el señor Lisbon se retiraba en la sombra. Cuando volvimos a verlo, tenía el aire pusilánime de un pariente pobre. A finales de agosto, durante las semanas de preparativos que anteceden al principio del curso, comenzó a salir furtivamente de la casa por la puerta trasera. El coche gimoteaba en el garaje y, cuando se levantaba la puerta automática, salía indeciso, de medio lado, como un animal al que le faltara una pata. A través del parabrisas veíamos al señor Lisbon al volante, el cabello todavía húmedo y la cara con restos de crema de afeitar, e inexpresiva cuando golpeaba con el tubo de escape el camino de entrada y arrancaba chispas, lo que ocurría siempre. A las seis de la tarde regresaba a casa. En cuanto aparecía por el camino de entrada, la puerta del garaje se estremecía un momento antes de engullirlo y ya no volvíamos a verlo hasta la mañana siguiente, cuando el golpe metálico del tubo de escape anunciaba su salida.

El único contacto extenso con las hermanas Lisbon tuvo lugar a finales de agosto, cuando Mary apareció sin que hubiera mediado una cita previa en el consultorio dental del doctor Becker. Años más tarde hablamos con él, delante de docenas de moldes dentales de yeso que nos sonreían aviesamente desde vitrinas de cristal. Cada uno de aquellos moldes ostentaba el nombre del desgraciado niño que había tenido que tragar el cemento. Su sola visión nos retrotraía a la tortura medieval de nuestra ortodoncia particular. El doctor Becker habló un rato sin que le prestáramos atención, ya que todavía lo estábamos viendo martilleando abrazaderas en nuestras muelas o sujetándonos los dientes superiores e inferiores con gomas elásticas. La lengua buscó en la boca las bolsas que había dejado el tejido cicatrizal al fijar las grapas y, pese a haber transcurrido quince años, aún nos parecía notar el dulzor de la sangre.

El doctor Becker decía:

– Recuerdo a Mary porque vino sin sus padres, y eso no lo había hecho nunca ningún niño. Cuando le pregunté qué quería, se metió dos dedos en la boca y tiró para afuera adelantando el labio. Sólo dijo: «¿Cuánto?». Temía que sus padres no estuviesen en condiciones de pagarlo.

El doctor Becker se negó a hacer un presupuesto a Mary Lisbon.

– Que venga tu madre y hablaremos -le dijo.

De hecho, el proceso era largo, porque Mary, al igual que sus hermanas, tenía dos colmillos suplementarios. Se quedó en el sillón del dentista contrariada y con los pies levantados, mientras el tubo plateado chirriaba al aspirar agua en un cuenco.

– Tuve que dejarla sentada en el sillón porque tenía a cinco niños esperando -explicó el doctor Becker-. La enfermera me dijo después que la había oído llorar.

Las chicas no aparecieron en grupo hasta el día de la Reunión. El 7 de septiembre, un día con una temperatura que enfriaba todas las esperanzas de un veranillo de San Martín, Mary, Bonnie, Lux y Therese se presentaron en la escuela como si no hubiera ocurrido nada. Una vez más, aunque llegaron en bloque, apreciamos nuevas diferencias en ellas, y nos pareció que, si las observábamos con mucha atención, tal vez consiguiésemos entender un poco qué sentían y cómo eran. La señora Lisbon no les había comprado vestidos nuevos, por lo que llevaban los mismos del año anterior. Era ropa decorosa pero excesivamente ceñida (pese a todo, las hermanas Lisbon seguían desarrollándose) y parecían incómodas. Mary se había emperifollado con algunos accesorios: un juego de brazaletes de bolas de madera del mismo color rojo vivo que el pañuelo que llevaba atado al cuello. La falda escocesa de Lux, que ya le iba corta, le dejaba las rodillas y unos tres centímetros de muslo al descubierto. Bonnie llevaba puesta una cosa que parecía una tienda de campaña adornada con unas trencillas serpenteantes. Therese lucía un vestido blanco que parecía una bata de laboratorio. Pese a todo, las niñas entraron en fila con inesperada dignidad en medio del silencio que se hizo en el auditorio. Bonnie había hecho un sencillo ramillete con unos dientes de león del jardín de la escuela y lo puso debajo de la barbilla de Lux bromeando con ella. No se les notaba la desgracia que acababan de vivir pero, al sentarse, dejaron a su lado una silla plegable sin ocupar, como si la reservasen para Cecilia.

Las chicas no faltaron a la escuela ni un solo día, como tampoco el señor Lisbon, que dictaba sus clases con el habitual entusiasmo que lo caracterizaba. Seguía acribillando a los alumnos a preguntas fingiendo que quería estrangularlos y borrando las ecuaciones de la pizarra en medio de una nube de tiza. Sin embargo, a la hora de comer, en lugar de hacerlo en la sala de profesores, inauguró la costumbre de hacerlo en la clase y de consumir en su mesa de trabajo la manzana que se traía de la cafetería y la bandeja de queso fresco. También cayó en otras extravagancias. Lo veíamos paseándose por el ala de ciencias, conversando con las plantas araña que colgaban de los paneles geodésicos. Una semana después de iniciado el curso, comenzó a dar clases sentado en la silla giratoria, balanceándose frente a la pizarra hacia delante y hacia atrás sin ponerse nunca de pie. Explicó que lo hacía porque le había aumentado el nivel de azúcar en sangre. A la salida de la escuela, en su función de entrenador ayudante de fútbol, se quedaba detrás de la portería, limitándose a anunciar con desgana la puntuación y, terminadas las prácticas, se dedicaba a recorrer el campo cubierto de yeso y a recoger las pelotas, que metía en una sucia bolsa de lona.

Iba a la escuela en coche, solo, y llegaba antes que sus hijas, que lo hacían en autobús porque siempre dormían hasta última hora. Después de cruzar la puerta principal y pasar por delante de las armaduras (nuestros equipos de atletismo llevaban el nombre de los Caballeros), entraba directamente en la clase, donde de unos paneles perforados del techo colgaban los nueve planetas del sistema solar (sesenta y seis agujeros en cada cuadrado, según Joe Hill Conley, que los había contado durante la clase). Unos cordones casi invisibles mantenían los planetas unidos en su trayectoria. Todos los días efectuaban sus movimientos de rotación y traslación, el señor Lisbon dirigía la totalidad del cosmos tras consultar una carta astronómica y hacer girar una manivela que tenía junto al afilalápices. Más bajos que los planetas, colgaban unos triángulos blancos y negros, hélices anaranjadas y tonos azules con extremos separables. El señor Lisbon tenía sobre el escritorio un cubo Soma, resuelto definitivamente y fijado con cinta adhesiva. Junto a la pizarra, un soporte de alambre sujetaba cinco barras de tiza con las que daba las pautas musicales para el coro de niños. Hacía tanto tiempo que era profesor que tenía lavabo en la clase.

Las hermanas Lisbon, en cambio, entraban por la puerta lateral tras pasar por delante del parterre de los dientes de león en estado latente, cuidados todas las primaveras por la esbelta e industriosa esposa del director. Tras desperdigarse hacia armarios separados, se reunían de nuevo en la cafetería para tomar un zumo durante el descanso. Julie Freeman había sido la mejor amiga de Mary Lisbon, pero después del suicidio de Cecilia dejaron de hablarse.

– Era una buena chica, pero no la aguantaba. Me tenía desorientada. Además, yo había empezado a salir con Todd.

Las hermanas se paseaban muy tranquilas por los pasillos con los libros apretados contra el pecho y la mirada fija en un punto del espacio invisible para nosotros. Eran como Eneas, que (según la traducción a través de la cual le dimos vida, envueltos en la nube del olor a axila del doctor Timmerman) bajó al infierno, vio a los muertos y regresó llorando por dentro.

¿Quién habría podido decir qué pensaban o sentían? Lux seguía riéndose tontamente, Bonnie manoseaba el rosario que guardaba en el bolsillo de su falda de pana, Mary lucía aquellos vestidos que le daban aire de Primera Dama, Therese continuaba llevando gafas durante las clases, pero todas se mantenían distantes de nosotros y de las demás chicas y también de su padre. Una vez las vimos juntas en el patio, bajo la lluvia, mordisqueando el mismo donut, los ojos levantados al cielo, calándose lentamente.


Hablábamos con ellas a trompicones, añadiendo cada uno una frase a una conversación común. Mike Orriyo fue el primero. Tenía el armario junto al de Mary y un día, asomándose por encima de la puerta abierta, le dijo:

– ¿Cómo estás?

Mary tenía la cabeza baja y el cabello le tapaba la cara. No estaba seguro de que le hubiera oído hasta que respondió:

– Tirando. -Sin volverse a mirarlo, cerró de golpe la puerta del armario y se alejó apretando los libros contra el pecho.

Tras dar unos pasos, se dio unos tirones en la parte de atrás de la falda. El día siguiente el chico la esperó y, cuando vio que Mary abría el armario, le dijo otra cosa:

– Soy Mike.

Esta vez Mary también dijo una cosa diferente a través del cabello:

– Ya sé quién eres. No he ido a otra escuela en toda mi vida.

Mike Orriyo tenía ganas de añadir algo más, pero cuando la chica se volvió por fin a mirarlo, se quedó mudo. Sólo la contempló fijamente y abrió la boca, pero de ella no salió nada. La chica dijo:

– No es preciso que hables conmigo.

Otros chicos fueron más afortunados. Chip Willard, el rey de los reformatorios, se acercó a Lux, sentada tomando el sol -era uno de los últimos días cálidos del año-, y desde la ventana del segundo piso observamos que se sentaba a su lado. Lux llevaba la falda escocesa y medias blancas hasta la rodilla. El elástico parecía nuevo. Antes de que se acercara Willard, se los había estado restregando con aire indolente. Después estiró las piernas, apoyó las manos detrás de la espalda y expuso la cara a los últimos rayos de sol de la temporada. Willard también se puso al sol y le habló. Ella juntó rápidamente las piernas, se rascó una rodilla y las separó. Willard acomodó su corpachón en el mullido suelo. Se inclinó hacia ella con una sonrisa furtiva y, pese a que nadie le había oído decir nada ocurrente en toda su vida, hizo reír a Lux. Willard se mostraba muy seguro, y nos sorprendió ver lo mucho que había aprendido en los sótanos y graderíos de la delincuencia. Estrujó una hoja seca sobre la cabeza de Lux. Algunos trocitos cayeron por la espalda de la blusa y Lux le dio un empujón. Poco después caminaban juntos hacia la parte de atrás de la escuela, seguían más allá de las pistas de tenis, atravesaban la hilera de olmos conmemorativos y se dirigían a la imponente cerca que marcaba los límites de las mansiones privadas con su camino de entrada particular.

Pero no sólo fue Willard. También Paul Wanamaker, Kurt Siles, Peter McGuire, Tom Sellers y Jim Czeslawski tuvieron un breve periodo de compromiso formal con Lux. Era bien sabido que el señor y la señora Lisbon no permitían que sus hijas salieran con chicos y que la señora Lisbon en concreto desaprobaba los bailes tanto particulares como escolares y los manoseos mutuos a que son dados los adolescentes cuando tienen ocasión de instalarse en asientos retirados. Las breves relaciones de Lux eran clandestinas. Brotaban en los ratos muertos de las clases de estudio, florecían camino de la fuente y se consumaban en el cubículo situado sobre el auditorio, entre cables y focos. Los chicos se encontraban con Lux cuando ésta tenía que llevar algún recado, o en la farmacia mientras la señora Lisbon esperaba dentro del coche, y en una ocasión, en la cita más atrevida que pueda imaginarse, dentro de la mismísima furgoneta familiar, durante los quince minutos que la señora Lisbon estuvo haciendo cola en el banco. Pero los chicos que salían con Lux siempre eran los más estúpidos, los más egoístas y los que peor trato recibían en sus casas, lo cual los convertía en pésimas fuentes de información. Independientemente de lo que pudiéramos preguntarles, siempre nos salían con procacidades como: «Lo del acordeón se le da bien, te lo aseguro». O bien: «¿Quieres saber lo que ha pasado? Pues huéleme los dedos, hombre».

Que Lux consintiera en encontrarse con esa clase de chicos en los rincones y matorrales del terreno de la escuela no hace más que confirmar su desequilibrio. Solíamos preguntarles si hablaba de Cecilia, pero siempre respondían que, en realidad, hablar no era exactamente lo que hacían.

El único chico digno de confianza entre los que trataron a Lux en aquella época fue Trip Fontaine, aunque su sentido del honor hizo que no revelase nada durante años. Tan sólo dieciocho meses antes de los suicidios Trip Fontaine salió de la torpeza infantil para delicia de muchachitas y mujeres a partes iguales. Debido a que lo habíamos conocido como un niño gordinflón cuyos dientes le asomaban por la boca siempre abierta y dando boqueadas, como hacen los peces, tardamos en darnos cuenta de su transformación. Por otra parte, nuestros padres y nuestros hermanos mayores, así como nuestros decrépitos tíos, nos habían asegurado que cuando uno era hombre el aspecto físico carecía de importancia. Nos tenía sin cuidado si éramos bien parecidos o no y creíamos que contaba muy poco, hasta que vimos que las chicas que conocíamos, e incluso sus madres, se enamoraban de Trip Fontaine. Era como un deseo silencioso pero magnífico, como mil margaritas volviendo la corola al paso del sol. Al principio no advertimos siquiera los fajos de notas deslizadas a través de la puerta del armario de Trip ni las brisas ecuatoriales que lo perseguían por los pasillos, fruto de tanta sangre en ebullición. Pero al fin, después de ver tantas chicas inteligentes sonrojándose cuando Trip se acercaba o tirándose mutuamente de la trenza para no sonreírle tanto, nos dimos cuenta de que nuestros padres, hermanos y tíos nos habían engañado y de que ninguna chica jamás nos amaría por el simple hecho de sacar buenas notas. Años más tarde, en el rancho donde Trip Fontaine se desintoxicaba del caballo y en el que dejó todos los ahorros de su ex mujer, recordaba las pasiones violentas que desató cuando le apareció en el pecho el primer vello. El hecho ocurrió en un viaje a Acapulco, cuando su padre y el noviete de éste salieron a dar un paseo por la playa dejando que Trip se valiera por sí solo dentro del recinto del hotel. (Documento número siete, una instantánea de aquel viaje en la que aparece un señor Fontaine muy bronceado posando junto a Donald, los dos muslo contra muslo en el trono de Moctezuma situado en el patio del hotel.) En la barra donde no se servían bebidas alcohólicas, Trip conoció a Gina Desander, que acababa de divorciarse y que le pidió su primera piña colada. A su regreso, Trip Fontaine, tan caballero como siempre, nos puso al corriente de los detalles más característicos de la vida de Gina Desander, que trabajaba como crupier en un casino de Las Vegas y le enseñó la manera de ganar en el blackjack y que, además, escribía poesía y comía coco cortándolo con un cuchillo del ejército suizo. Sólo años más tarde, contemplando el desierto de su vida con ojos cansados y cuando sus maneras caballerescas ya no podían proteger a ninguna mujer porque ya todas tenían más de cincuenta años, Trip confesó que Gina Desander había sido «la primera que me tiré».

Aquello explicaba muchas cosas. Explicaba por qué no se sacaba nunca de encima el collar de caracolas que ella le había regalado. Explicaba aquel anuncio turístico que Trip tenía sobre la cama en el que se veía a un hombre planeando sobre la bahía de Acapulco en una cometa arrastrada por una lancha rápida. Explicaba por qué había cambiado su estilo de indumentaria antes de los suicidios y había pasado de los pantalones y camisas propias de un escolar a la ropa vaquera, a las camisas con botones perlados, bordados en los bolsillos y hombreras, todo cuidadosamente elegido para parecerse a aquellos hombres de Las Vegas que aparecían junto a Gina Desander en las fotos que llevaba en el billetero y que le había mostrado durante aquel viaje de siete días y seis noches. Gina Desander, a los treinta y siete años, había calibrado el nivel de masculinidad potencial existente en la forma regordeta de Trip Fontaine y, durante la semana que pasó con él en México, lo cinceló hasta hacer de él un hombre. Aunque nunca supimos qué ocurrió en la habitación del hotel, no nos costó imaginar a Trip, borracho de zumo de piña bien cargado, mirando cómo Gina Desander arrancaba llamas de la cama. La puerta corredera del balconcito de cemento se había salido de la guía, y puesto que Trip era el hombre, había intentado ponerla en su sitio. En los muebles y mesillas de noche de la habitación estaban los restos de la fiesta de la noche anterior… vasos vacíos, palillos para remover cócteles, rodajas de naranja exprimida. Trip, con su bronceado de vacaciones, debía de tener el aspecto habitual de finales de verano, cuando iba de un lado a otro de la piscina de su casa, con las tetillas como cerezas rosadas rebozadas en azúcar moreno. La piel rojiza y ligeramente cuarteada de Gina Desander se oscurecía con la edad, como les ocurre a las hojas de los árboles. As de corazones. Diez de tréboles. Veintiuno. Has ganado. Le acariciaba el cabello, volvía a empezar. Trip nunca nos contó los detalles, ni siquiera después, cuando ya teníamos edad para entenderlos. Nosotros veíamos aquello como una maravillosa iniciación a manos de una madre clemente y, pese a que era algo que se mantenía en secreto, la noche puso en los hombros de Trip la capa del amante. Al volver, su voz nos pareció profunda y resonaba con fuerza sobre nuestras cabezas; observamos, sin llegar a comprenderlo del todo, lo ceñidos que le quedaban los vaqueros, olimos la colonia que llevaba y no pudimos por menos de comparar nuestra piel color queso con la suya. Pero su olor a almizcle, la suavidad de su rostro, como si se lo hubiera untado con aceite de coco, los dorados granos de arena que parecían brillar, persistentes, en sus cejas, no nos afectaban tanto como a las chicas, que desfallecían primero una por una y más tarde en grupo.

Recibía cartas decoradas con diez tipos diferentes de labios (el perfil de los labios es tan peculiar como el de las huellas dactilares) y se demoraba en el estudio de los mismos, debido a que eran muchas las chicas que retozaban con él en la cama. Perdía el tiempo bronceándose en una colchoneta en la piscina de su casa, cuyas dimensiones eran las de una bañera. Las chicas no se equivocaban al escoger a Trip, porque era el único que sabía mantener la boca cerrada. Trip Fontaine tenía la discreción natural de los grandes amantes, seductores más importantes que Casanova por el simple hecho de no haber dejado tras de sí doce volúmenes de memorias y porque nadie conoce su identidad. Ni en el campo de fútbol ni, desnudo, en el vestuario, Trip Fontaine habló una sola vez de los trozos de pastel, cuidadosamente envueltos en papel de aluminio, que aparecían en su armario, ni tampoco de las cintas para el pelo que ataba a la antena del coche, ni tan siquiera de la zapatilla de tenis que colgaba sujeta con el machucado cordón en el espejo retrovisor y en la punta de la cual se leía la siguiente nota: «La razón es el amor: amor. Para eso sirves, Trip».

En los pasillos comenzaba a resonar su nombre murmurado a media voz. Mientras nosotros nos referíamos a él llamándole el Tripero, las chicas no hablaban más que de Trip, Trip, su único tema de conversación, y, cuando fue elegido «el más guapo», «el mejor vestido», «el chico con más personalidad» y «el mejor atleta» (pese a que ninguno de nosotros, por despecho, le había dado el voto y, dicho sea de paso, tampoco había para tanto), comprendimos hasta qué punto las chicas estaban pirradas por él. Hasta nuestras propias madres hablaban de lo bien parecido que era, lo invitaban a cenar y parecía que ni advirtiesen que llevaba el pelo largo y sucio. No tardó en vivir como un pachá y en aceptar el homenaje tributado a la colcha de su cama, de tejido sintético: algún que otro billete sisado del bolso de una madre, bolsitas con droga, anillos de graduación, obsequios de Rice Krispie envueltos en papel parafinado, frasquitos de nitrito amílico, botellas de Asti Spumante, quesos variados importados de Holanda, ocasionalmente la colilla de un porro. Las chicas le traían resúmenes pasados a máquina y con notas a pie de página para las pruebas trimestrales, un trabajo que se tomaban para que Trip no tuviera que hacer otra cosa que leer una sola página de cada libro. Con el tiempo, y gracias a la generosidad de los regalos que recibía, consiguió reunir un museo de «Grandes Porros del Mundo», cuyas muestras guardaba en un frasco vacío de especias colocado en un estante de la librería, desde la Blue Hawaiian a la Panama Red, pasando por las muchas paradas de los oscuros territorios comprendidos entre ambos, y una de las cuales tenía la apariencia y el olor de una alfombra. No sabíamos mucho de las chicas que iban a ver a Trip Fontaine, sólo que conducían su propio coche y que siempre sacaban algo del maletero. Pertenecían al tipo de las que llevan pendientes de esos que tintinean, las puntas del cabello decoloradas y zapatos con tacón de corcho sujetos con tiras en los tobillos. Transportaban cuencos de ensalada cubiertos con servilletas estampadas y cruzaban el jardín con las piernas abiertas, mascando chicle y sonriendo. Arriba, ya en la cama, daban a Trip de comer en la boca, luego se la limpiaban con la sábana, dejaban los cuencos en el suelo y por fin se fundían entre sus brazos. De vez en cuando, al entrar o salir del dormitorio de Donald, el señor Fontaine recorría el pasillo, si bien lo escabroso de su propia conducta le impedía hacer especulaciones sobre los susurros que se oían al otro lado de la puerta de la habitación de su hijo. Padre e hijo vivían en la casa como camaradas; a veces, por la mañana, tropezaban el uno con el otro en el pasillo y se echaban mutuamente la culpa de que no quedara café, pese a lo cual por la tarde se bañaban juntos en la piscina y alborotaban un rato, como compatriotas en busca de un poco de pasión sobre la tierra.

Padre e hijo lucían el bronceado más deslumbrante de toda la ciudad. Ni siquiera los albañiles italianos, que trabajan al sol día tras día, llegaban a conseguir aquel tono caoba. Al atardecer, tanto la piel del señor Fontaine como la de Trip adquirían una coloración casi azulada y, cuando se liaban la toalla a la cabeza a modo de turbante, parecían Krishnas gemelos. La pequeña piscina circular, situada sobre el nivel del terreno, lindaba con la cerca de atrás y a veces, con sus chapuzones, empapaban al perro de los vecinos. Embadurnados de aceite para bebés, el señor Fontaine y Trip sacaban las colchonetas con respaldo y soporte para las bebidas y se abandonaban al tibio cielo del norte como si estuvieran en la Costa del Sol. Solíamos observarlos mientras adquirían progresivamente el color del betún. Sospechábamos que el señor Fontaine se teñía el cabello de rubio, aparte de que tenía unos dientes tan esplendorosos que hasta molestaba mirarlos. En las fiestas, muchas chicas de ojos extraviados se nos arrimaban por el simple hecho de que éramos amigos de Trip aunque, al cabo de un rato, nos dábamos cuenta de que estaban tan aturdidas en brazos del amor como nosotros. Cierta noche, cuando Mark Peters salía del coche, notó que alguien le agarraba la pierna. Al bajar los ojos vio a Sarah Sheed, que le confesó que estaba tan loca por Trip que no podía andar siquiera. Todavía no se le ha borrado el pánico que sintió al ver a aquella chica tan fuerte y tan sana, famosa por el tamaño de sus senos, caminando como una tullida por la hierba cubierta de rocío.

Nadie sabía cómo se habían conocido Trip y Lux, ni qué se decían, ni si la atracción era mutua. Incluso muchos años después Trip se mostró reticente sobre el asunto, consecuente con la promesa de fidelidad que había hecho a las cuatrocientas dieciocho muchachas y mujeres adultas con las que se había acostado durante su larga carrera. La única cosa que nos dijo fue:

– No me he recuperado nunca de aquella chica, ¡nunca!

En el desierto, entre convulsión y convulsión, estaba claro que sus ojos, a pesar de aquellas ojeras amarillentas que le daban un aire enfermizo, miraban hacia dentro, fijos en tiempos mejores. Poco a poco, tras presiones incesantes y gracias en parte a la necesidad de hablar sin parar que tienen los yonquis, conseguimos reconstruir la historia de aquel amor.

Comenzó el día en que Trip Fontaine asistió a una clase de historia equivocada. Como tenía por costumbre, durante la clase de estudio de la quinta hora fue a su coche para fumarse el porro que se administraba con la misma regularidad con que Peter Petrovich, el diabético, tomaba insulina. Petrovich comparecía tres veces al día en el consultorio de la enfermera para ponerse las inyecciones, sirviéndose él mismo de la aguja hipodérmica como el más cobarde de los yonquis, aunque después de chutarse a lo mejor daba un concierto de piano en el auditorio con un arte sorprendente, como si la insulina fuera el elixir del genio. También Trip Fontaine se metía tres veces al día en el coche, a las diez y cuarto, a las doce y cuarto y a las tres y cuarto, como si, igual que Petrovich, un reloj de pulsera le avisara de que era el momento de tomar la dosis. Estacionaba siempre su Trans Am en el extremo más alejado del aparcamiento, de cara a la escuela por si se acercaba algún profesor. El capó ranurado del coche, el techo reluciente y la cola curvada le daban el aspecto de un escarabajo aerodinámico. Aunque el paso del tiempo había empezado a estropear los acabados dorados, Trip había repintado las deportivas franjas negras y abrillantado los tapacubos dentados que parecían armas. Dentro, los asientos cóncavos tapizados de cuero presentaban las típicas manchas de sudor: era perfectamente visible el lugar donde el señor Fontaine había descansado la cabeza durante los embotellamientos de tráfico y, debido a los productos químicos con los que se rociaba el cabello, había transformado el marrón del cuero en un tono morado claro. Aún flotaba en el aire la leve fragancia del ambientador Boots and Saddle, pese a que ahora el coche estaba más impregnado del olor a almizcle y a porro. Las puertas del coche cerraban herméticamente y Trip solía decir que en su coche se podía volar a gran altura porque respirabas todo el humo que se quedaba dentro. Trip Fontaine se pasaba los descansos del zumo y de la comida y los ratos de estudio inmerso en aquel baño de vapor. Quince minutos después, al abrir la puerta, salía el humo como vomitado por una chimenea, dispersándose y formando volutas a los acordes de la música -generalmente Pink Floyd o Yes-, que Trip dejaba en marcha mientras comprobaba el motor y sacaba brillo el capó (ya que éstas eran las razones que alegaba para sus viajes al aparcamiento). Una vez cerrado el coche, Trip se iba detrás de la escuela para airear la ropa. Tenía escondida una caja de pastillas de repuesto en el agujero de un árbol conmemorativo (plantado en memoria de Samuel O. Hastings, graduado de la promoción de 1918). Las chicas lo observaban desde las ventanas del aula, sentado debajo del árbol, solitario e irresistible, con las piernas cruzadas igual que un indio y, antes aun de que se pusiese de pie, ya imaginaban las leves manchas de humedad que se habrían formado en sus nalgas. Siempre hacía lo mismo: Trip Fontaine se levantaba muy erguido, se ajustaba la montura de sus gafas de aviador, se echaba el cabello hacia atrás, cerraba la cremallera del bolsillo de la chaqueta de cuero y echaba a andar con el movimiento implacable de sus botas. Recorría la avenida de árboles conmemorativos, atravesaba el jardín de atrás de la escuela, pasaba junto a los parterres de hiedra y entraba en el edificio por la puerta trasera.

No había chico más insolente ni más reservado que él. Fontaine daba la impresión de estar calificado para acceder a un estadio superior de la vida, de tener las manos metidas en el corazón de la realidad, mientras el resto de nosotros todavía estábamos aprendiéndonos citas de memoria y mendigando aprobados. Pese a que seguía sacando los libros del armario, todos sabíamos que no eran más que puntales y que no estaba destinado a la sabiduría sino al capitalismo, como ya auguraban sus tratos con la droga. Sin embargo, Trip jamás olvidaría aquella tarde de septiembre, cuando ya habían empezado a caer las hojas de los árboles. Al entrar en la escuela se encontró con el señor Woodhouse, el director, que se acercaba por el pasillo. Trip ya estaba acostumbrado a topar con personas importantes cuando estaba colocado y, según nos aseguró, nunca se sentía paranoico por eso. No sabía explicar por qué la visión del director, con sus pantalones anchos y sus calcetines amarillo canario, hicieron que se le acelerase el pulso y comenzara a sudarle la nuca. El hecho fue que, con gesto imperturbable, Trip se coló en la primera clase que encontró.

Al sentarse no vio una sola cara, no vio profesor ni alumnos y lo único que percibió fue una luz celestial que iluminaba el aula, un fulgor anaranjado que provenía del follaje otoñal. Era como si la clase se hubiera llenado de un líquido dulzón y untuoso, una miel casi tan ligera como el aire que inhaló. El tiempo parecía transcurrir más lentamente y en el oído izquierdo percibió el campanilleo del Om cósmico con la claridad de un timbre de teléfono. Cuando le sugerimos que posiblemente estos detalles estaban relacionados con el mismo THC [1] de su sangre, Trip Fontaine levantó un dedo en el aire y aquélla fue la única vez que le dejaron de temblar las manos durante todo el tiempo que duró la conversación.

– Sé muy bien qué es estar colocado -dijo-, pero esa vez era diferente.

Bajo aquella luz anaranjada, las cabezas de los alumnos parecían anémonas de mar que ondulasen dulcemente y el silencio de la clase era como el del lecho del océano.

– Cada segundo es eterno -nos dijo Trip al describirnos cómo, cuando se sentó en su pupitre, la chica que tenía delante se dio la vuelta y lo miró sin razón aparente.

No habría podido decir si era guapa o no porque lo único que vio fueron sus ojos. El resto de la cara -sus labios carnosos, la rubia pelusilla del cutis, la nariz con las ventanas rosadas y translúcidas- se dibujó vagamente mientras los ojos azules lo levantaban como una ola marina y lo mantenían en suspenso.

– Fue el punto fijo de un mundo que giraba -nos dijo, citando a Eliot, cuyos Poemas completos había encontrado en la biblioteca del centro de desintoxicación.

Aquella Lux Lisbon seguiría mirándolo durante toda la eternidad y Trip Fontaine le devolvería la mirada. El amor que Trip sintió en aquel momento por ella fue más auténtico que todos los amores que vendrían después porque sobreviviría a la vida real y seguía atormentándolo, incluso ahora en el desierto, con su belleza y su salud arruinadas por completo.

– Nunca se sabe qué desencadenará el recuerdo -nos dijo-. Puede ser cualquier cosa: la cara de un niño, el cascabel en el collar de un gato…

No se dijeron una sola palabra, pero durante las semanas que siguieron, Trip pasó los días vagando por los pasillos con la esperanza de ver aparecer a Lux, la persona vestida más desnuda que había visto en su vida. A pesar de los discretos zapatos de colegiala que llevaba, arrastraba los pies como si fuese descalza y las ropas holgadas que le compraba la señora Lisbon no hacían sino aumentar su atractivo, como si tras desnudarse se hubiera puesto lo primero que había encontrado a mano. Cuando llevaba pantalones de pana, los muslos se rozaban con un rasgueo y siempre había como mínimo algún fascinante descuido que lo iluminaba todo: la blusa mal remetida en el pantalón, un agujero en el calcetín, una costura descosida que dejaba ver el vello de la axila. Lux transportaba los libros de un aula a otra, pero ni siquiera los abría. Sus plumas y sus lápices parecían tan provisionales en ella como la escoba de Cenicienta. Aunque al sonreír se veían demasiados dientes en su boca, por las noches Trip Fontaine soñaba que lo mordían todos y cada uno de ellos.

No sabía cuál era el primer paso que había que dar para perseguirla, porque el perseguido siempre había sido él. Poco a poco, a través de las chicas que frecuentaban su habitación, Trip se enteró de dónde vivía, aunque al preguntar debía andarse con cuidado a fin de no despertar recelos. Comenzó a rondar con el coche la casa de los Lisbon con la esperanza de atisbarla o de contentarse con el premio de consolación que significaba ver a alguna de las hermanas. A diferencia de nosotros, Trip Fontaine nunca mezcló a las hermanas Lisbon, sino que desde el principio vio a Lux como el fulgurante pináculo de todas ellas. Cuando pasaba por delante de su casa, bajaba los cristales del Trans Am y subía el volumen de su ocho bandas esperando que ella, desde su cuarto, pudiera oír su canción favorita. Otras veces, incapaz de dominar el tumulto de sus entrañas, apretaba el acelerador y dejaba atrás, como única muestra de su amor, un rastro de olor a goma quemada.

Trip no entendía cómo había podido embrujarlo de aquella manera ni por qué, después de haberlo hecho, se había olvidado tan pronto de su existencia, y, desesperado, preguntaba al espejo por qué no estaba loca por él la única chica que lo tenía loco. Pasó un tiempo recurriendo a métodos de atracción cuya efectividad había comprobado repetidas veces, como echarse el cabello hacia atrás cuando ella pasaba o poner ruidosamente las botas sobre la mesa; en una ocasión incluso se bajó las gafas de sol para obsequiarla con la visión de sus ojos. Pero Lux no lo miró siquiera.

El hecho es que hasta los chicos menos atractivos estaban más acostumbrados que Trip a preguntar a las chicas si querían salir, porque el ser canijos o patituertos les había enseñado a ser perseverantes, en tanto que Trip no se había tenido que molestar siquiera en llamar a una chica por teléfono. Había muchas cosas que eran nuevas para él: aprenderse de memoria discursos estratégicos, tiradas de conversaciones posibles, la respiración profunda del yoga, todo para zambullirse de cabeza y a ciegas en el mar estático de las líneas telefónicas. No había padecido la eternidad de los timbrazos antes de que ellas atendieran, no conocía el loco arrebato del corazón al oír la voz incomparable entrelazándose con la propia, aquella sensación de proximidad que hacía que uno prácticamente pudiera ver a la chica, se creyera dentro de su oído. Jamás había experimentado el dolor de las respuestas anodinas, aquel temible: «¡Ah… hola!», o aquella aniquilación repentina del: «¿Quién?». La belleza de Trip había matado sus argucias por lo que, desesperado, confesó su pasión a su padre y a Donald. Éstos comprendieron su situación apurada y, después de calmarlo con un trago de Sambuca, le dieron el consejo que sólo dos personas como ellos, experimentadas en soportar la carga de un amor secreto, podían darle. Le dijeron en primer lugar que bajo ningún concepto se le ocurriera llamar a Lux por teléfono.

– Todo es cuestión de sutilezas -dijo Donald-, de matices.

En lugar de lanzarse a declaraciones abiertas, sugirieron a Trip que sólo hablara con ella de cosas vulgares, del tiempo, del trabajo escolar, de lo que fuera con tal de que le brindase la oportunidad de comunicarse con ella a través del silencioso pero inequívoco lenguaje del contacto visual. Le aconsejaron que se quitase las gafas oscuras y se apartara el cabello de la cara fijándolo con laca. El día siguiente Trip Fontaine se sentó en el ala de ciencias y esperó a que pasara Lux camino del armario. El sol, al levantarse, encendía los recuadros en forma de panal. Cada vez que se abrían las puertas, Trip veía avanzar flotando el rostro de Lux antes de que unos ojos, una nariz y una boca se reorganizaran en el rostro de alguna otra chica. Lo tomó como un mal presagio, como si ella estuviera disfrazándose continuamente para eludirlo. Temió que pudiera no venir nunca o, peor aún, que viniera.

Después de una semana de no verla, optó por las medidas drásticas. El siguiente viernes por la tarde salió del gabinete de estudio del ala de ciencias para asistir a una asamblea. Hacía tres años que no iba a una, porque era más fácil saltársela que saltarse una clase y Trip prefería pasar aquel rato fumando el narguile que tenía en la guantera. No tenía idea del lugar donde se sentaría Lux, por lo que se entretuvo junto a la fuente de agua con la intención de seguirla apenas entrase. Desobedeciendo el consejo que le habían dado su padre y Donald, se puso las gafas de sol para disimular las miradas que dirigía al pasillo. En tres ocasiones el corazón le dio un vuelco ante el espejismo de una visión de las hermanas de Lux, pero el señor Woodhouse ya había presentado al orador del día -un meteorólogo de la televisión local- cuando Lux salió del lavabo de las chicas. Trip Fontaine la observó con tal concentración que hasta dejó de existir. En aquel momento en el mundo sólo existía Lux. Estaba rodeada de un aura difusa, como una vibración de átomos que se apartasen y que, según opinamos más adelante, debió de ser el resultado de la afluencia de sangre en la cabeza de Trip. Lux pasó junto a él sin mirarlo y en aquel instante Trip no percibió olor a cigarrillos como esperaba sino a chicle de sandía.

La siguió hasta la claridad colonial del auditorio con su cúpula Monticello, sus pilastras dóricas y aquellos faroles de gas de imitación que solíamos llenar de leche. Se sentó junto a ella en la última fila y, aunque evitó mirarla, no le sirvió de nada porque con los órganos de unos sentidos que ignoraba que tuviese, Trip Fontaine la sentía a su lado, notaba la temperatura de su cuerpo, los latidos de su corazón, el ritmo de su respiración, todo aquel bombear y fluir que había en su cuerpo.

Cuando el hombre del tiempo comenzó a pasar diapositivas se atenuaron las luces del auditorio y al poco rato se encontraron juntos en la oscuridad, solos pese a los cuatrocientos estudiantes y cuarenta y cinco profesores presentes. Paralizado por el amor, Trip permaneció inmóvil mientras en la pantalla arreciaban los tornados, y tardó quince minutos en reunir el valor suficiente para apoyar levemente el antebrazo en el brazo de la silla. Hecho el gesto, todavía los separaban dos centímetros de espacio, por lo que a lo largo de los siguientes veinte minutos, mediante avances infinitesimales que cubrieron su cuerpo de sudor, Trip Fontaine acercó su brazo al de Lux. Mientras los ojos de todos los alumnos observaban el huracán Zelda avanzar hacia una ciudad costera caribeña, el vello del brazo de Trip rozó el del brazo de Lux y a través de aquel nuevo circuito saltó la corriente eléctrica. Sin volverse hacia él, sin respirar siquiera, Lux le respondió presionando suavemente su brazo contra el de él. Trip volvió a presionar, Lux volvió a responder y así sucesivamente hasta que sus codos se juntaron. Pero algo ocurrió en aquel momento preciso: tapándose la boca con las manos ahuecadas, un bromista situado algunas filas más adelante emitió el ruido de un pedo y toda la sala se estremeció con una carcajada. Lux se quedó pálida y retiró el brazo, pero Trip Fontaine tuvo la oportunidad de pronunciar las primeras palabras que murmuraría en su oído:

– Debe de haber sido Conley -dijo-. Se las va a cargar.

Lux hizo un movimiento con la cabeza por toda respuesta. Pero Trip, todavía inclinado sobre ella, continuó:

– Preguntaré a tu viejo si puedo salir contigo.

– Lo tienes difícil -dijo Lux sin mirarlo.

Se encendieron las luces y todos los estudiantes comenzaron a aplaudir. Trip esperó a que los aplausos alcanzaran su punto culminante para volver a hablar.

– Iré a tu casa a ver la tele -dijo-. El domingo. Después les pediré que me dejen salir contigo.

Volvió a esperar a que Lux dijera algo, pero lo único que ella hizo fue levantar la mano con la palma hacia arriba como indicándole que hiciera lo que le viniera en gana. Trip se levantó para salir pero, antes de hacerlo, volvió a apoyarse en el respaldo del asiento vacío y pronunció aquellas palabras que desde hacía semanas tenía guardadas dentro:

– Eres una perita en dulce -dijo, y se marchó.

Trip Fontaine fue el primer chico que entró solo en casa de los Lisbon después de Peter Sissen. Se limitó a anunciarle a Lux cuándo iría, dejando que ella se encargara de decírselo a sus padres. Nadie se explicaba que no nos hubiéramos dado cuenta, sobre todo cuando insistió en que no había tomado precauciones, de que había ido tranquilamente a casa de Lux en coche y que había aparcado el Trans Am delante del tronco de un olmo para evitar las manchas de savia. Para la ocasión se cortó el pelo y, en lugar del típico atuendo vaquero, se puso camisa blanca y pantalón negro, como los camareros de lujo. Lux salió a recibirlo a la puerta y, sin decirle apenas nada (estaba haciendo calceta), lo condujo al asiento que le habían asignado en la sala de estar. Trip se sentó en el sofá junto a la señora Lisbon, al otro lado de la cual se ubicó Lux. Trip Fontaine nos dijo que las chicas casi no le hicieron caso, o al menos no tanto como podía esperar un rompecorazones como él. Therese estaba sentada en un rincón con una iguana disecada en el regazo explicándole a Bonnie de qué se alimentaban las iguanas, cómo se reproducían y cuál era su hábitat natural. La única hermana que habló con Trip fue Mary, que se encargó de suministrarle Coca-Cola a medida que la consumía. En la tele daban un programa especial dedicado a Walt Disney que los Lisbon miraban con la actitud complaciente de una familia acostumbrada a los entretenimientos insulsos, riendo juntos los mismos ardides ingenuos o irguiéndose en el asiento en los momentos más emocionantes. Trip Fontaine no vio signo alguno de extravagancia en las chicas, aunque más tarde diría:

– Te habrías pegado un tiro sólo para hacer algo.

La señora Lisbon supervisaba la labor de calceta de Lux y, antes de cambiar de canal, consultaba la TV Guide para decidir si el programa valía la pena o no. Las cortinas eran tan gruesas que parecían de lona. En el alféizar de la ventana había unas cuantas plantas larguiruchas que no tenían nada que ver con las de hojas exuberantes del salón de su casa (el señor Fontaine era un gran aficionado a la jardinería) y Trip habría podido creer que se encontraba en un planeta muerto de no haber sido por la vida palpitante que emanaba Lux desde el otro extremo del sofá. Le veía los pies desnudos cada vez que los ponía sobre la mesilla baja. Tenía las plantas y las uñas moteadas de laca rosa. Cada vez que colocaba los pies en la mesa, la señora Lisbon le propinaba un golpecito en ellos con la aguja de hacer punto para indicarle que los bajara.

No ocurrió nada más. Trip no consiguió sentarse al lado de Lux ni hablar con ella ni tan siquiera mirarla, aunque la realidad de su presencia ardía en su cabeza. A las diez, obedeciendo una indicación de su esposa, el señor Lisbon dio una palmadita en la espalda a Trip y le dijo:

– Bien, hijo, sabrás que a esta hora nosotros solemos acostarnos.

Trip estrechó primero la mano del señor Lisbon y luego la de la esposa, bastante más fría, mientras Lux se levantaba para acompañarlo a la puerta. Debía de darse cuenta de lo estúpido de la situación, pues en el breve trayecto apenas si lo miró. Lux caminaba con la cabeza baja, rascándose el interior de la oreja, y no levantó los ojos hasta que abrió la puerta para dirigirle una triste mirada que no hablaba más que de frustración. Trip Fontaine salió de la casa hecho polvo, sabiendo que lo único que podía esperar era otra noche en el sofá junto a la señora Lisbon. Cruzó el jardín, cuyo césped no habían cortado desde la muerte de Cecilia, se sentó en el coche y miró la casa mientras las luces de la planta baja iban siendo sustituidas progresivamente por las de arriba y, al poco rato, también éstas iban apagándose una tras otra. Imaginó a Lux metiéndose en la cama y la sola imagen de la chica con el cepillo de dientes en la mano lo turbó más profundamente que las desnudeces totales que casi todas las noches presenciaba en su cuarto. Reclinó la cabeza en el asiento y abrió la boca para aliviar la opresión que sentía en el pecho cuando percibió de pronto un remolino de aire dentro del coche. Alguien lo agarró por las solapas, tiró de él hacia delante y volvió a empujarlo hacia atrás, al tiempo que un ser con cien bocas le sorbía el tuétano. No dijo nada durante el rato que estuvo agarrada a él como un animal hambriento y Trip no habría sabido quién era de no haber sido por aquel sabor a chicle de sandía que después de los primeros tórridos besos también él masticó. Ya no llevaba pantalones, sino una bata de franela, y los pies, mojados con el rocío del césped, olían a hierba. Trip notó sus húmedas pantorrillas, sus cálidas rodillas, sus velludos muslos y, empavorecido, metió el dedo en la boca de cuervo de aquel animal que ella tenía sujeto con traílla más abajo de la cintura. Le pareció que era la primera vez en su vida que tocaba a una chica y sintió el pelo y la sustancia untuosa como una piel de nutria. Dentro del coche había dos bestias, una arriba, que resollaba y mordía, y otra abajo, que porfiaba para escapar de la húmeda jaula. No sin esfuerzo hizo lo que pudo para alimentarlas a las dos, para aplacarlas, pero en él iba creciendo por momentos una sensación de incapacidad y, pasados unos minutos, Lux lo dejó, más muerto que vivo, pronunciando únicamente estas palabras:

– Tengo que volver antes de que se den cuenta de que no estoy en la cama.

Pese a que aquel ataque relámpago sólo duró tres minutos, dejó su marca en él. Hablaba de ello como si se hubiese tratado de una experiencia religiosa, de una aparición, una visión, una ruptura con su vida anterior que no podía describirse con palabras.

– A veces pienso que quizá lo soñé -nos dijo recordando la voracidad de aquellas cien bocas que le habían sorbido el jugo en la oscuridad.

Aun así, Trip Fontaine siguió disfrutando de su envidiable vida amorosa, por mucho que confesara que todo aquello era insulso porque sus tripas ya no volverían a tirar de él con tan deleitosa fuerza, ni volvería jamás a sentirse tan totalmente mojado de la saliva de otro ser humano.

– Me sentía como un sello -dijo.

Los años transcurridos no habían podido librarlo del pavor que le había producido la osadía de Lux, su ausencia total de inhibición, aquella mutabilidad mítica que le había hecho nacer tres brazos, cuatro brazos a un tiempo.

– Casi nadie ha probado esa clase de amor -comentó como cobrando ánimo a pesar del desastre que era su vida-. Yo por lo menos lo probé una vez.

Comparados con aquella amante, las de sus primeros tiempos de hombría y de madurez eran dóciles criaturas de suaves flancos y previsibles alaridos. Incluso mientras hacía el amor las imaginaba trayéndole leche caliente, preparándole la declaración de la renta o presidiendo su lecho de muerte con lágrimas en los ojos. Eran mujeres cálidas, cariñosas, de ésas que te traen la botella de agua caliente. Las que gritaron después en sus años de adulto lo hicieron con voz de falsete y no hubo jamás una pasión que estuviera a la altura de aquel silencio de Lux, que lo desolló vivo.

Nunca supimos si la señora Lisbon sorprendió a Lux cuando volvía a entrar furtivamente en la casa pero, cualquiera que fuera la razón, cuando Trip intentó sentarse otra vez en el sofá de los Lisbon, Lux le dijo que estaba castigada y que su madre le tenía prohibidas las visitas. En la escuela, Trip Fontaine se mostró reservado con respecto a lo que había ocurrido entre los dos y, pese a que circularon historias acerca de que se encontraban en varios sitios discretos, él insistió en que la única vez que se habían tocado había sido en el coche.

– En la escuela no teníamos dónde ir. El viejo no le quitaba el ojo de encima. Era una tortura, tíos, una jodida tortura.


En opinión del doctor Hornicker, la promiscuidad de Lux era una reacción normal frente a una necesidad emocional.

– Los adolescentes buscan el amor donde lo encuentran -decía en uno de los muchos artículos que tenía la esperanza de publicar-. Lux confundía el acto sexual con el amor. El sexo se convirtió para ella en sucedáneo del consuelo que necesitaba después de suicidarse su hermana.

Varios chicos proporcionaron detalles que corroboraban esta teoría. Willard contó que una vez, mientras estaban tumbados en los vestuarios del campo de deportes, Lux le preguntó si él consideraba sucio lo que habían hecho.

– Yo sabía lo que hay que decir en estos casos y por eso le respondí que no -rememoró Willard-. Entonces ella me cogió la mano y dijo: «Yo te gusto, ¿verdad?». No contesté, porque sé que es mejor dejar a las chicas en la duda.

Años más tarde, Trip Fontaine se puso como una furia cuando le dijimos que la pasión de Lux provenía seguramente de una necesidad mal orientada.

– ¿Qué queréis decir con eso? ¿Que yo no fui más que un vehículo? Estas cosas no se pueden fingir, tíos, la cosa iba en serio.

Incluso planteamos esta posibilidad a la señora Lisbon durante la única entrevista que sostuvimos con ella en el bar de una parada de autobuses, pero ella se mostró tajante al respecto:

– A ninguna de mis hijas le faltó cariño. En nuestra casa abundaba el cariño.

Era una afirmación difícil de defender. Cuando llegó el mes de octubre, la casa de los Lisbon adoptó un aire menos alegre. El tejado de pizarra azul, que de acuerdo con la luz que le diese parecía un estanque suspendido en el aire, se oscureció visiblemente. Los ladrillos de color amarillo adquirieron una tonalidad parduzca. Por la noche salían murciélagos de la chimenea, al igual que de la mansión Stamarowski, situada a muy poca distancia. Estábamos acostumbrados a ver murciélagos revoloteando sobre la casa de Stamarowski, zigzagueando en el aire y proyectándose verticalmente mientras las chicas chillaban cubriéndose los largos cabellos. El señor Stamarowski llevaba jerseys negros de cuello alto y solía asomarse al balcón. Al caer la tarde, nos dejaba corretear por el amplio jardín de su casa y una vez, en uno de los parterres de flores, encontramos un murciélago muerto con la cara arrugada de un viejo con dos preciados dientes. Siempre nos figuramos que los murciélagos habían venido de Polonia con los Stamarowski; encajaban como anillo al dedo volando sobre aquella casa sombría, con sus cortinas de terciopelo y aquel desmoronamiento tan típico del Viejo Mundo, pero no sobre las útiles chimeneas dobles de la casa de los Lisbon. Había otros signos de la progresiva desolación. El timbre de llamada desapareció de la puerta. El comedero para pájaros que había en el patio trasero cayó al suelo y allí quedó. La señora Lisbon dejó una nota para el lechero en la caja donde éste solía depositar las botellas: «No deje más leche mala». Al recordar aquel tiempo, la señora Higbie insistía en asegurar que el señor Lisbon, sirviéndose de un largo palo, había cerrado las contraventanas exteriores. Al preguntar a los vecinos, todos dijeron lo mismo. Sin embargo, el documento número tres, una fotografía tomada por el señor Buell, deja ver a Chase blandiendo su nuevo bate Lousville Slugger y en el fondo la casa de los Lisbon con todos los postigos abiertos (en este caso la lupa nos fue de mucha utilidad). La foto se hizo el 13 de octubre, día del cumpleaños de Chase y de la inauguración de las Series Mundiales. Exceptuando la escuela o la iglesia, las hermanas Lisbon no iban nunca a ninguna parte. Una vez por semana, una camioneta de Kroger les traía víveres. Un día Johnny Buell y Vince Fusilli la pararon sosteniendo una cuerda imaginaria a través de la calle y tirando de ella como si fuesen unos Marcel Marceaux gemelos. El conductor los dejó subir y, ya dentro, revisaron las notas de los pedidos con la excusa de que, cuando fuesen mayores, querían ser repartidores. El pedido de los Lisbon, que Vince Fusilli se guardó en el bolsillo, parecía una lista de suministros militares.

1 harina Krog de 5 lb

5 leche descr. Carnat. de 1 gal.

18 rollos Wh. Cld. t.p.

24 latas meloc. Del. (en alm.)

24 latas guis. v. Del.

10 lbs lomo Gr.

3 Won. Br.

1 mant. Jif p.

3 Kell. C. Flks.

5 Stkst. Tu.

1 mayo. Krog. 1 iceberg

1 lb tocino O. May.

1 mant. L. Lks.

1 Tang o.f.

1 choc. Hersh.


Esperábamos a ver qué ocurriría con las hojas. Estuvieron cayendo durante dos semanas y cubrieron el césped de todos los jardines, porque en aquellos tiempos todavía teníamos árboles. En otoño, sólo unas pocas hojas hacían una especie de salto del ángel desde las copas de los pocos olmos que nos quedaban; la mayoría recorrían en su caída sin alardes el metro que las separaba del suelo desde lo alto de aquellos arbolillos sostenidos con estacas con los que el municipio había querido consolarnos de la visión que tendría nuestra calle dentro de cien años. Nadie sabía muy bien qué clase de árboles eran aquéllos. El empleado del Departamento de Parques se limitó a decir que los habían seleccionado por su «resistencia al escarabajo holandés del olmo».

– Eso quiere decir que ni a los escarabajos les gustan -dijo la señora Scheer.

En otros tiempos, el otoño empezaba con un estertor de las copas de los árboles; después, en interminable profusión, las hojas se iban desprendiendo y caían flotando, describiendo círculos y aleteando hacia arriba, como si el mundo entero se despellejase. Dejábamos que fuesen acumulándose. Las contemplábamos tomándolas como una excusa para no hacer nada mientras las ramas iban dejando al descubierto espacios de cielo cada vez más grandes.

El primer fin de semana después de la caída de las hojas comenzábamos a rastrillarlas en formación militar, acumulando montones en la calle. Cada familia tenía su método. Los Buell empleaban una formación de tres hombres, con dos rastrilladores que operaban en sentido longitudinal y otro en ángulo recto, imitando una alineación que el señor Buell había puesto en práctica innumerables veces. Los Pitzenberger actuaban con diez personas: dos padres, siete adolescentes y el error católico de dos años siguiendo detrás con un rastrillo de juguete. La señora Amberson, que estaba muy gorda, usaba un fuelle para aventar las hojas. Todos poníamos lo que podíamos de nuestra parte. Después, una vez rastrillada, la hierba, como cabello bien cepillado, nos proporcionaba un placer que nos llegaba a las entrañas. A veces el placer era tan intenso que llegábamos a arrancar la hierba y dejábamos zonas de tierra al descubierto. Al terminar el día nos quedábamos en el bordillo contemplando nuestros jardines con todas las briznas de hierba aplastadas, la tierra desmigajada e incluso algunos tubérculos de azafrán al descubierto. En aquellos días anteriores a la contaminación universal nos dejaban quemar las hojas y, de noche, en uno de los últimos rituales de nuestra tribu en vías de desintegración, todos los padres salían a la calle para encender la pira familiar.

Generalmente el señor Lisbon hacía él solo la labor de rastrillado mientras iba cantando con su voz de soprano, pero cuando Therese cumplió quince años quiso comenzar a ayudarle y ya se le pudo ver con él, con sus ropas de hombre, botas de goma hasta la rodilla y gorro de pescador, agachada y rastrillando el suelo. Al llegar la noche, el señor Lisbon encendía la hoguera, como todos los padres del vecindario, pero la ansiedad que le producía el temor de que el fuego escapara a su control disminuía gran parte del placer. Supervisaba la hoguera todo el rato, empujando continuamente las hojas hacia el centro, vigilando las llamas y, cuando el señor Wadsworth se acercaba para ofrecerle un trago de su botella con monograma, como hacía con todos los padres de los alrededores, el señor Lisbon lo atajaba diciendo:

– No, gracias; no, gracias.

El año de los suicidios las hojas del jardín de los Lisbon quedaron sin rastrillar. Durante el sábado destinado a esta labor el señor Lisbon no se movió de su casa. De vez en cuando, mientras íbamos rastrillando, mirábamos en dirección a la casa de los Lisbon, contemplábamos las paredes que iban absorbiendo la humedad del otoño, el césped descuidado y polícromo flanqueado por otros céspedes cada vez más descubiertos y más verdes. Cuantas más hojas barríamos, más hojas nos parecía que se amontonaban en el jardín de los Lisbon, asfixiando los arbustos y cubriendo incluso el primer escalón del porche. Cuando aquella noche encendimos las hogueras todas las casas se tiñeron de color anaranjado. Sólo la casa de los Lisbon permaneció oscura, como un túnel o un vacío a través del cual pasaban nuestro humo y nuestras llamas. Transcurrieron las semanas y las hojas seguían en su sitio. Cuando el viento las barría en dirección a otros jardines, se oía refunfuñar a la gente.

– Estas hojas no son mías -decía el señor Amberson al tiempo que las metía en un cubo.

Llovió dos veces y las hojas se empaparon, se fueron oscureciendo. El jardín de los Lisbon parecía un barrizal.


Fue precisamente el estado cada vez más ruinoso de la casa lo que atrajo a los primeros periodistas. El señor Baubee, editor del periódico local, seguía emperrado en su decisión de no informar acerca de tragedias tan personales como un suicidio. En cambio, optó por analizar la controversia desatada a causa del nuevo barandal que tapaba la vista del lago, o el motivo por el cual las negociaciones de la huelga de empleados del cementerio, que acababa de entrar en su quinto mes (los cadáveres eran sacados del estado en remolques refrigerados), se encontraban en un punto muerto. La sección titulada «Bienvenido, vecino» seguía elaborando la lista de los recién llegados atraídos por el verdor y la tranquilidad de nuestra ciudad y por sus imponentes miradores: un primo de Winston Churchill -que en realidad parecía demasiado delgado para ser pariente del primer ministro británico- había encontrado casa en Windmill Pointe Boulevard; una tal señora Shed Turner, la primera mujer blanca que había penetrado en las junglas Papúa de Nueva Guinea, tenía en su regazo lo que aparentaba ser una cabeza humana reducida, si bien el epígrafe de la foto identificaba la imagen borrosa con «su yorkie, Guillermo el Conquistador».

Ya en verano, los periódicos de la ciudad no se habían dignado mencionar siquiera el suicidio de Cecilia por considerarlo un suceso absolutamente prosaico. Debido a los constantes despidos que se producían en las fábricas de automóviles, apenas pasaba un día sin que algún alma desgraciada sucumbiese bajo el peso de la recesión, y era de lo más corriente descubrir hombres en el garaje con el motor del coche en marcha o hechos un guiñapo bajo la ducha, todavía con la ropa de trabajo puesta. Tan sólo adquirían rango de noticia los asesinatos-suicidios y aun así aparecían en la página tres o en la cuatro: historias de padres que liquidaban a tiros a toda su familia antes de volver el arma contra sí mismos o de hombres que incendiaban su casa después de atrancar bien las puertas. El señor Larkin, editor del periódico más importante de la ciudad, vivía a menos de un kilómetro del domicilio de los Lisbon y era evidente que estaba al corriente de los rumores que corrían por el vecindario. Joe Hill Conley, que tonteaba a menudo con Missy Larkin (la chica había estado enamoriscada de él un año entero pese a que Joe tenía la cara hecha una lástima debido a que siempre se cortaba al afeitarse), Joe, pues, nos había asegurado que Missy y su madre habían hablado del suicidio en presencia del señor Larkin pero que éste no había mostrado el menor interés y había permanecido imperturbable en su tumbona tomando el sol con un paño húmedo sobre los ojos. Sin embargo, el 15 de octubre, más de tres meses después de ocurrido el hecho, el periódico publicó una carta al director en la que sucintamente se hacía referencia a los detalles del suicidio de Cecilia y se pedía a los responsables de las escuelas que atendieran «la agobiante angustia de nuestros adolescentes». La carta estaba firmada por una tal «señora I. Dew Hopewell», evidentemente un seudónimo, si bien ciertos detalles señalaban a una persona de nuestra calle. A aquellas alturas, el resto de la ciudad ya se había olvidado del suicidio de Cecilia, a pesar de que el creciente descuido que evidenciaba la casa de los Lisbon nos recordaba constantemente el drama que se cocía dentro. Años más tarde, cuando ya no quedaban más hijas que salvar, la señora Denton acabó por confesar que era la autora de aquella carta y que la había escrito movida por un arrebato de lícita indignación cierta vez que se encontraba debajo del secador del cabello. Y no lo lamentaba.

– Una no puede quedarse como si tal cosa mientras tu vecino desaparece por el retrete -comentó-. No somos tan malos como eso.

Un día después de publicada la carta, se paró un Pontiac azul delante de la casa de los Lisbon y bajó de él una desconocida. Tras comprobar la dirección que llevaba escrita en un trozo de papel, subió los escalones de aquel porche por el que hacía semanas que no pasaba nadie. Shaft Tiggs, el repartidor de periódicos, lo lanzaba ahora contra la puerta a tres metros de distancia. Incluso dejó de ir a cobrar los jueves (su madre ponía la cantidad de su bolsillo no sin recomendar al chico que no se lo dijera a su padre). El porche de los Lisbon, donde en otro tiempo nos habíamos parado para ver a Cecilia apoyada en la cerca, se había convertido en un lugar tabú: pisarlo traía mala suerte. La estera de bienvenida confeccionada con césped artificial ya estaba empezando a curvarse por los bordes. Los periódicos se quedaban sin leer y formaban un montón de papel mojado. De las fotos en colores de la sección de deportes chorreaban lagrimones de tinta roja. El buzón metálico despedía olor a óxido. La mujer apartó a un lado los periódicos con el escarpín azul y llamó con los nudillos a la puerta. Se abrió una rendija y la mujer, mirando a través de la oscuridad, soltó su perorata. En un momento dado advirtió que la persona con la que hablaba estaba situada un palmo más abajo del lugar hacia el que miraba, y corrigió la inclinación de la cabeza. Sacó un bloc del bolsillo de la chaqueta y lo agitó como los supuestos espías en las películas de guerra. El gesto funcionó. La puerta se abrió unos centímetros más para dejarla entrar.

El artículo de Linda Perl apareció publicado al día siguiente, aunque el señor Larkin nunca quiso hablar de las razones que lo indujeron a claudicar. En él se daba una descripción detallada del suicidio de Cecilia. Por los datos aparecidos en el artículo (si les interesa pueden leerlo, porque lo hemos incluido bajo el epígrafe de documento número nueve), es evidente que la señora Perl, reportera recién contratada por un periódico provinciano de Mackinac, sólo pudo hablar con Bonnie y con Mary antes de que la señora Lisbon la pusiera de patitas en la calle. El artículo procede de acuerdo con la lógica de las noticias «de interés humano» que comenzaron a proliferar por aquel entonces. Pinta la casa de la familia Lisbon en términos muy difusos. Frases como «El elegante barrio más famoso por las puestas de largo que por los entierros de chicas en edad de puesta de largo» o «Las exuberantes y guapas hermanas evidencian muy pocos signos de la reciente tragedia» dan una idea del estilo de la señora Perl. Después de una descripción superficial de Cecilia («Era aficionada a llevar un diario que ilustraba con dibujos»), el artículo despacha el misterio de su muerte con conclusiones de este tipo: «Los psicólogos coinciden en afirmar que la adolescencia es ahora mucho más vulnerable a las presiones y complejidades que en otros tiempos. Es frecuente que, en el mundo actual, esta infancia más larga que concede la vida americana a sus hijos sea una especie de erial donde el adolescente se siente extrañado tanto de la infancia como de la etapa adulta. Es frecuente, también, que se corten las vías de expresión. Según afirman los médicos, esta frustración conduce cada vez más a actos de violencia cuya realidad el adolescente no puede desvincular de la tragedia que presuponen».

Es evidente que el texto evita el sensacionalismo, informando al público de un peligro social generalizado. El día siguiente apareció un artículo de carácter general sobre el suicidio de adolescentes cuya autora era también la señora Perl y que se complementaba con gráficos y diagramas. En él Cecilia sólo aparecía mencionada en la primera frase: «El suicidio de una adolescente del East Side durante el pasado verano ha aumentado la conciencia pública de una crisis nacional». A partir de ese momento empezó el barullo. Aparecieron artículos que daban cuenta de suicidios de adolescentes dentro del ámbito estatal durante el año anterior. Se publicaron fotografías, generalmente retratos escolares de jóvenes muy emperejilados y con cara de pena, chicos con bigotes incipientes y corbatas de nudo que parecían bocios, chicas de peinados altos rociados de laca y cadenas de oro con los nombres «Sherri» o «Gloria» en sus vulnerables cuellos. Había fotos de familia que databan de tiempos más felices, donde los rostros de los adolescentes esbozaban sonrisas, a menudo soplando las velas de pasteles de cumpleaños. Como tanto el señor como la señora Lisbon se negaban a conceder entrevistas, los periódicos debieron procurarse las fotos de Cecilia a través del anuario escolar Spirit. En la página arrancada (documento número cuatro), los ojos penetrantes de Cecilia atisban entre los hombros de dos compañeros que están delante de ella. Varios equipos de televisión acudieron a filmar el exterior cada vez más degradado de la casa de los Lisbon. Primero vino el Canal 2, después el Canal 4 y finalmente el Canal 7. Estuvimos un tiempo vigilando la televisión por si veíamos aparecer la casa de los Lisbon, pero no aprovecharon la película hasta unos meses después, cuando todas las niñas Lisbon ya se habían suicidado y ya no era el momento. Mientras tanto, un programa de la televisión local se centró en el tema del suicidio de los adolescentes e incluso invitó a dos chicas y a un chico para que expusieran las razones por las que lo habían intentado. Los escuchamos, pero era evidente que habían sido sometidos a tantas sesiones terapéuticas que ya no sabían dónde estaba la verdad. Las respuestas que dieron parecían forzadas y se apoyaban en conceptos de autoestima y otras palabras que sonaban falsas puestas en su boca. Una de las chicas, Rannie Jilson, había intentado acabar con su vida preparándose un pastel con veneno para ratas a fin de no despertar sospechas, con lo que únicamente había conseguido matar a su abuela de ochenta y seis años, especialmente aficionada a los dulces. Rannie, al contarlo, no pudo contener las lágrimas y fue consolada por la presentadora, quien de inmediato dio paso a los anuncios publicitarios.

Hubo muchas personas que protestaron contra los artículos y programas de televisión pues en su opinión aparecían demasiado tiempo después de ocurridos los hechos. La señora Eugene dijo:

– Que la dejen descansar en paz.

La señora Larson, por su parte, se lamentaba de que los medios de comunicación social se hubieran ocupado del asunto «precisamente cuando todo estaba volviendo a la normalidad». Aun así, los reportajes nos ponían en guardia contra las señales de peligro que no podíamos por menos de tener en cuenta. ¿Tenían las pupilas dilatadas las niñas Lisbon? ¿Hacían un uso excesivo de los sprays nasales? ¿O quizá de los colirios? ¿Habían dejado de interesarse por las actividades escolares, por los deportes, por sus aficiones particulares? ¿Se habían distanciado de sus compañeros? ¿Tenían crisis de llanto sin motivo justificado? ¿Se quejaban de insomnio, de dolores torácicos, de constante fatiga? Comenzaron a llegar folletos. Eran de color verde oscuro con letras blancas y los enviaba la Cámara de Comercio local.

– Consideramos que el verde era un color alegre, pero no excesivamente alegre -dijo el señor Babson, que era el presidente-. El verde, además, era serio. Así que insistimos en él.

Los folletos no hablaban para nada de la muerte de Cecilia y ahondaban, en cambio, en las causas del suicidio en general. Por ellos nos enteramos de que en Estados Unidos se producían ochenta suicidios diarios, a razón de uno cada dieciocho minutos, lo que sumaba treinta mil suicidios al año; que cada minuto había un intento de suicidio y que alguno llegaba a término; que por cada tres o cuatro varones se suicidaba una mujer, pero que éstas lo intentaban en un número tres veces superior al de los hombres; que entre los suicidas había más blancos que personas no blancas; que en los últimos cuarenta años se había triplicado el número de suicidios entre los jóvenes (15-24); que el suicidio era la segunda causa de muerte entre los estudiantes de segunda enseñanza; que la cuarta parte de todos los suicidios se producía en el grupo de edad comprendido entre los quince y los veinticuatro años pero que, contrariamente a lo que pudiera pensarse, el índice más alto de suicidios se daba entre los varones de raza blanca mayores de cincuenta años. Hubo muchos hombres que afirmaron posteriormente que los miembros de la junta de la Cámara de Comercio local -el señor Babson, el señor Laurie, el señor Peterson y el señor Hocksteder- habían demostrado una gran previsión al predecir la publicidad negativa que el miedo al suicidio reportaría a nuestra ciudad, así como la posterior disminución de la actividad comercial. Mientras duró la racha de suicidios, y durante un cierto tiempo después, la Cámara de Comercio se ocupó menos de la afluencia de compradores negros que de la disminución de los blancos. Hacía años que afluían negros, generalmente mujeres, que se mezclaban con nuestras sirvientas. El centro comercial de la ciudad se había deteriorado hasta tal punto que la mayoría de los negros no tenían ningún otro sitio al que acudir. No era casualidad que pasaran por delante de nuestros escaparates en los que se exhibían elegantes maniquíes luciendo faldas de color verde, alpargatas rosa, monederos azules con broches formados por dos ranas doradas unidas en un beso. A pesar de que siempre habíamos preferido hacer de indios que de vaqueros, y que considerábamos que Travis Williams era el que mejor pateaba y Willie Horton el que mejor le pegaba, nada nos molestaba tanto como una persona negra comprando en Kercheval. No podíamos por menos de preguntarnos si ciertas «mejoras» del Village no habían obedecido al deseo de ahuyentar a los negros. La figura del escaparate de la tienda de vestidos, por ejemplo, tenía una cabeza terriblemente puntiaguda y cubierta con una capucha, mientras que el restaurante había eliminado el pollo frito de la carta sin que mediase explicación alguna. Sin embargo, nunca llegamos a saber si estas modificaciones habían sido planificadas, puesto que apenas comenzaron los suicidios la Cámara de Comercio dirigió toda su atención hacia una «Campaña en favor del Bienestar». Bajo el disfraz de educación sanitaria, la cámara colocó unos avisos en los institutos donde facilitaba información acerca de una gran variedad de contingencias, desde el cáncer rectal a la diabetes. Se autorizó a los Hare Krishna a que entonaran sus cánticos con la cabeza afeitada y sirvieran gratuitamente alimentos vegetales azucarados. A todo esto vinieron a sumarse los folletos verdes y las sesiones de terapia familiar en las cuales los hijos describían sus pesadillas. Willie Kuntz, que asistió a una de ellas obligado por su madre, dijo:

– No querían dejarme salir hasta que me echara a llorar y dijera a mi madre que la quería. Y así lo hice. Pero lo de llorar fue pura farsa. Me restregué los ojos hasta que me escocieron y la cosa dio resultado.

Sometidas a creciente escrutinio, las chicas se las arreglaron para no llamar la atención en la escuela. Sus diferentes imágenes de la época se mezclan con la imagen general del grupo moviéndose a través del vestíbulo central. Pasaban por debajo del gran reloj de la escuela cuando la negra manecilla de los minutos señalaba hacia abajo en dirección a sus frágiles cabezas. Siempre creímos que el reloj acabaría cayendo, pero nunca ocurrió, y tan pronto como las chicas sorteaban el peligro sus faldas se hacían transparentes con la luz que llegaba del otro extremo del vestíbulo, revelando sus piernas. No obstante, si las seguíamos, las chicas se desvanecían y, al mirar en las clases donde podían haber entrado, veíamos cualquier rostro menos el de ellas, o les perdíamos el rastro e íbamos a parar a la escuela elemental, entre un remolino incomprensible de pinturas hechas con el dedo. El olor a huevo de la pintura al temple todavía nos retrotrae a aquellas inútiles persecuciones. Los corredores, limpiados durante la noche por solitarios conserjes, estaban en silencio, y nosotros seguíamos una flecha trazada a lápiz por algún niño a lo largo de quince metros de pared diciéndonos a nosotros mismos que esta vez hablaríamos con las chicas Lisbon y les preguntaríamos qué les preocupaba. A veces sorprendíamos algún andrajoso calcetín al volver una esquina o tropezábamos con ellas, agachadas delante de un armario, embutiendo los libros en él, apartándose los cabellos de los ojos. Pero siempre ocurría lo mismo: sus blancos rostros se deslizaban a cámara lenta ante nuestros ojos, mientras nosotros hacíamos como que no las buscábamos, como que ni siquiera sabíamos de su existencia.

Conservamos algunos documentos de aquella época (número trece y número quince): las evaluaciones de química de Therese, el trabajo de historia sobre Simone Weil que escribió Bonnie, las frecuentes excusas falsificadas que presentaba Lux para saltarse las clases de educación física. Utilizaba siempre el mismo procedimiento: imitaba las rígidas t y b de la firma de su madre y después, para diferenciar su propia caligrafía, firmaba debajo con su nombre a lápiz, Lux Lisbon, con las dos L mayúsculas inclinadas juntándose por encima del foso de la u y del alambre espinoso de la x. También Julie Winthrop solía saltarse la clase de gimnasia y pasaba muchas horas con Lux en el vestuario de las chicas.

– Solíamos encaramarnos a los armarios y fumábamos -nos contó-. Desde abajo no podía vernos nadie, y si entraba algún profesor, no podía saber de dónde venía el humo. Se figuraban que alguien había estado allí fumando, pero que ya se había marchado.

Según Julie Winthrop, ella y Lux no eran más que «compañeras de pitillo», y subidas en lo alto de los armarios apenas hablaban, ya que estaban demasiado atentas a aspirar el humo o a escuchar los pasos de alguien que pudiera acercarse. Dijo que Lux sólo era fría en apariencia y que posiblemente su frialdad no era más que una reacción frente al dolor.

– Decía continuamente: «Estoy hasta las narices de la escuela» o «Me falta tiempo para marcharme de aquí». Pero eso, en realidad, lo pensábamos todos.

Una vez, sin embargo, cuando ya habían terminado de fumar, Julie saltó de los armarios y se dispuso a salir, pero al ver que Lux no la seguía, la llamó por su nombre.

– Siguió sin responder, por lo que volví atrás y miré hacia arriba. Allí estaba, tumbada encima del armario, abrazándose a sí misma. No hacía ningún ruido, pero temblaba como si tuviera frío.

Nuestros profesores recordaban de maneras muy distintas a las chicas durante ese periodo, y la opinión dependía bastante de la asignatura que enseñasen. El señor Nillis decía de Bonnie:

– No se establecía contacto con ella. No puede decirse que hiciéramos buenas migas.

En tanto que el señor Lorca dijo de Therese:

– ¡Una gran chica! Me parece que cuando era más pequeña debió de ser más feliz. Así son el mundo y el corazón de los hombres.

Al parecer, sin tener un talento congénito para los idiomas, Therese hablaba con un excelente acento castellano y poseía una extraordinaria memoria para el vocabulario.

– Sabía hablar en español -dijo el señor Lorca-, pero no lo «sentía».

En su respuesta escrita a las preguntas que le hicimos (quería tiempo para «reflexionar y sopesar las palabras»), la profesora de arte, señorita Arndt, dijo:

– Las acuarelas de Mary se caracterizaban por lo que, a falta de palabra mejor, definiría como «tristeza». No obstante, si he de guiarme por mi experiencia, en realidad sólo hay dos clases de niños: los que tienen la cabeza hueca (flores fauvistas, perros y barcos de vela) y los inteligentes (acuarelas del deterioro urbano, abstracciones melancólicas), dentro de la línea de mis propias pinturas en la escuela y en aquellos tres locos años en el Village. ¿Si podía prever que se suicidaría? Pues lamento decir que no. Hay como mínimo un diez por ciento de mis alumnos que tienen tendencias modernistas innatas. Quiero hacerles unas preguntas: ¿es una cualidad la estupidez?, ¿es una maldición la inteligencia? Yo tengo cuarenta y siete años y vivo sola.

Las hermanas Lisbon fueron cayendo progresivamente en el ostracismo. Como formaban un grupo, las demás muchachas encontraban difícil hablar o salir con ellas, y muchas daban por sentado que querían estar solas. Cuanto más solas las dejaban, más se retraían. Sheila Davis dijo que había estado en un grupo de estudio de inglés con Bonnie Lisbon.

– Hablamos del libro ese que se titula Retrato de una dama. Tuvimos que hacer el retrato de un personaje, en ese caso el de Ralph. Al principio, Bonnie no dijo gran cosa, pero luego nos recordó que Ralph tiene siempre las manos en los bolsillos. Después, de golpe, a mí se me ocurrió decir: «Resulta muy triste cuando se muere». Lo dije sin pensar. Grace Hilton me pegó un codazo y yo me puse colorada. Todos nos quedamos en silencio.

Fue a la señora Woodhouse, la esposa del director, a quien se le ocurrió la idea del Día de la Aflicción. Se había especializado en psicología y dos veces por semana hacía una labor voluntaria en un programa llamado Ventaja Inicial en el centro de la ciudad.

– En el periódico seguían hablando de suicidio, pero aquel año en la escuela no hablamos ni una sola vez del asunto -nos dijo casi veinte años después-. Yo habría querido que Dick presentase el tema en la Reunión, pero él no era de la misma opinión y tuve que posponerlo. Poco a poco, a medida que la cosa fue adquiriendo mayores proporciones, se puso de mi parte. (En realidad, el señor Woodhouse había tocado el tema, aunque de pasada, durante el discurso de bienvenida pronunciado en la Reunión. Después de presentar a los nuevos profesores, había dicho: «Para algunos de los aquí presentes éste ha sido un verano largo y duro, pero hoy empieza un nuevo año de esperanzas y objetivos».)

La señora Woodhouse insinuó la idea a unos cuantos jefes de departamento en el curso de la cena celebrada en la modesta casa estilo rancho a la que había accedido con el cargo de su esposo, y la semana siguiente la presentó en un pleno de profesores. El señor Pulff, que abandonó el puesto poco tiempo después de haberse incorporado a un trabajo de publicidad, recordaba algunas de las palabras pronunciadas aquel día por la señora Woodhouse.

– «El dolor es algo natural -había dicho-, superarlo es opcional.» Recuerdo la frase porque la utilicé después para promocionar un producto dietético: «Comer es algo natural, engordar es opcional». A lo mejor visteis el anuncio.

El señor Pulff votó contra el Día de la Aflicción, pero estuvo en minoría y se estableció una fecha. Muchos recuerdan el Día de la Aflicción como una fiesta nefasta. Se suprimieron las tres primeras horas de clase y nos quedamos en las aulas. Los profesores pasaron fotocopias sobre el tema del día, nunca anunciado de forma oficial, ya que la señora Woodhouse consideró inadecuado hacer hincapié en la tragedia de las hermanas Lisbon. El resultado fue que la tragedia se propagó y se universalizó. Como dijo Kevin Tiggs:

– Fue como lamentarnos de todas las tragedias ocurridas desde siempre.

Los profesores tuvieron libertad para presentar todo el material que se les antojó. El señor Hedlie, el profesor de inglés, que iba a la escuela en bicicleta con los bajos de los pantalones sujetos con unos aros metálicos, distribuyó una colección de poemas de la poetisa victoriana Christina Rossetti. Deborah Ferentell recordó unos versos de un poema titulado «Reposa»:


Oh, Tierra, cubre sus ojos con tu peso,

sella sus dulces ojos cansados de mirar, Tierra:

quédate muy cerca de ella; no dejes espacio al júbilo

con su estruendosa risa, ni al rumor de suspiros.

Porque ella no tiene ya preguntas ni respuestas tampoco.


El reverendo Pike habló del mensaje cristiano de la muerte y del renacimiento, y se centró en la historia de una pérdida tristísima, cuando el equipo de fútbol de su colegio no consiguió ganar el título de la división. El señor Tonover, que enseñaba química y que a su edad seguía viviendo con su madre, al no encontrar las palabras apropiadas para la ocasión dejó que sus alumnos mataran el tiempo preparando crocante de cacahuete con un mechero Bunsen. Otras clases, divididas en grupos, se dedicaron a juegos en los que imaginaban que eran estructuras arquitectónicas.

– Si fueras un edificio, ¿qué clase de edificio te gustaría ser? -preguntaba el que dirigía el juego.

Debían describir las estructuras con todo lujo de detalles y después establecer mejoras. Las hermanas Lisbon, desamparadas en diferentes clases, se negaron a jugar o pasaron el rato pidiendo permiso para ir al lavabo. Como ningún profesor insistió en que participasen, el resultado fue que se aplicó la curación a los que en realidad no teníamos ninguna herida. A eso del mediodía Becky Talbridge vio a las hermanas Lisbon juntas en el cuarto de baño de las chicas, situado en el ala de ciencias.

– Habían ido a buscar unas sillas del vestíbulo y estaban allí sentadas, esperando la hora de salir. Mary tenía una carrera en las medias de nailon (parece increíble que llevara medias de nailon) y la frenaba con ayuda de laca de las uñas. Las hermanas parecían observarla, pero en realidad tenían aire de aburrimiento. Yo me metí en el retrete, pero podía sentirlas ahí fuera, de modo que me fue imposible… bueno, ya me entendéis lo que quiero decir.

La señora Lisbon no se enteró siquiera de lo del Día de la Aflicción, ya que ni su marido ni sus hijas dijeron nada del asunto al volver aquel día a su casa. Naturalmente, el señor Lisbon había estado presente en la reunión de profesores en la que la señora Woodhouse hizo la propuesta, pero los testimonios difieren con respecto a su reacción. El señor Rodríguez recordaba que «asintió con la cabeza, pero no dijo nada», mientras que la señorita Shuttlworth recordaba que había abandonado la reunión a poco de empezar y que ya no había vuelto a entrar.

– De lo del Día de la Aflicción ni oyó hablar porque salió con aire aturdido y con el abrigo de invierno -explicó, después de lo cual nos planteó una de sus construcciones retóricas (en aquel caso, «zeugma»), que tuvimos que identificar antes de prescindir de su presencia.

Cuando la señorita Shuttleworth entró en el despacho para someterse a la entrevista, todos nos pusimos respetuosamente de pie como habíamos hecho siempre en su presencia y, pese a que ya éramos personas adultas y algunos ya lucíamos una calva incipiente, siguió llamándonos «niños», igual que en los lejanos tiempos en que fuimos sus alumnos. Todavía conservaba sobre el escritorio aquel busto de yeso de Cicerón y la imitación de una urna helénica que le regalamos el día de nuestra graduación, y todavía seguía exudando aquel aire de célibe polígrafa empolvada.

– No creo que el señor Lisbon se enterara de la celebración del Dies Lacrimarum hasta bastante avanzado el día porque, al pasar por delante de su aula durante la segunda hora, vi que estaba dando clase sentado en su sillón. Seguramente no hubo nadie que tuviera el valor de ponerlo al corriente de las actividades del día.

En efecto, cuando años más tarde le hablamos del asunto, el señor Lisbon conservaba únicamente un vago recuerdo del Día de la Aflicción.

– Probad por décadas -nos dijo.

Transcurrió mucho tiempo antes de que la gente se pusiera de acuerdo sobre los diferentes intentos de enfocar el suicidio de Cecilia. La señora Woodhouse opinaba que el Día de la Aflicción había cubierto un objetivo vital y a muchos profesores les gustó que se hubiera roto el silencio en relación con el asunto. Una vez por semana vino una psicóloga, que pasó a compartir el despachito de la enfermera. Todos los alumnos que sintiesen necesidad de una consulta podían acudir a verla. Nosotros nunca fuimos a visitarla, pero todos los viernes nos dedicábamos a vigilar si alguna de las chicas Lisbon iba a ver a la psicóloga. Se llamaba señorita Lynn Kilsem y un año más tarde, después de los demás suicidios, desapareció sin despedirse de nadie. Se averiguó que no tenía ningún diploma que la acreditase como psicóloga y ni siquiera supimos con certeza si se llamaba realmente Lynn Kilsem, quién era ni dónde fue a parar después. En cualquier caso, es una de las pocas personas que no hemos podido localizar y, por esa ironía tan característica de las circunstancias, una de las pocas que habrían podido aclararnos algo. Parece ser, en efecto, que las chicas iban a visitar regularmente a la señorita Kilsem todos los viernes, aunque jamás llegamos a verlas entre las pobres existencias médicas que constituían nuestra pobre enfermería. Los archivos de los pacientes de la señorita Kilsem, por otra parte, fueron devorados por un incendio que se declaró en el despacho cinco años después (una cafetera, una prolongación de hilo eléctrico), por lo que no tenemos información exacta con respecto a las sesiones. Muffie Perry, sin embargo, que aprovechó los servicios de la señorita Kilsem como psicóloga deportiva, recordaba a menudo haber visto a Lux y a Mary en su despacho, y alguna vez a Therese y a Bonnie. Nos costó mucho trabajo localizar a Muffie Perry debido a los rumores que corrían respecto de su nombre de casada. Algunos aseguraban que ahora se llamaba Muffie Friewald, otros Muffie von Rechewicz, pero cuando por fin dimos con ella estaba ocupada en cuidar de las raras orquídeas que su abuela había legado al jardín Botánico de Belle Isle y nos dijo que seguía llamándose Muffie Perry y punto, exactamente igual que en los tiempos de sus triunfos en el hockey. En el primer momento no la reconocimos debido a que estaba rodeada de viñas y frondosas enredaderas, y debido también al ambiente neblinoso del invernadero. Cuando la convencimos de que se situara debajo de la lámpara de crecimiento artificial, pudimos comprobar que estaba abotargada y al mismo tiempo arrugada, aunque sus minúsculos dientes perfectamente encajados en sus rosadas encías seguían siendo los mismos. La decadencia de Belle Isle contribuyó a la negra visión que tuvimos de las cosas. Flotaba en nuestro recuerdo la delicada isla en forma de higo, varada entre el Imperio Americano y el pacífico Canadá, tal como era hacía muchos años, con aquel acogedor lecho de flores rojas, blancas y azules que simbolizaban una bandera, sus fuentes rumorosas, su casino europeo y aquellos caminos de herradura que conducían a través de bosques donde los indios habían doblado los árboles para formar arcos gigantescos. Ahora, en la playa cubierta de basura, crecían manchas de hierba donde algunos niños pescaban con latas suspendidas de una cuerda. De las torres en otro tiempo flamantes se desprendía, descascarillada, la pintura. Surgían fuentes de agua potable en charcos de barro atravesados por pasarelas de ladrillos rotos. Al borde del camino, el rostro de granito del Héroe de la Guerra Civil estaba recubierto de pintura negra. La señora Huntington Perry había regalado sus premiadas orquídeas al jardín Botánico en los tiempos que precedieron a los motines, cuando el dinero todavía valía bastante, pero desde su muerte los impuestos lo habían corroído todo y habían obligado a una serie de recortes que habían llevado al despido de un jardinero por año, de modo que ahora las plantas que habían sobrevivido al trasplante desde regiones ecuatoriales para florecer de nuevo en aquel falso paraíso, estaban marchitas y entre los letreros que las identificaban crecían hierbajos mientras el remedo de luz solar sólo brillaba unas pocas horas al día. La única cosa que seguía subsistiendo era el vapor, que perlaba las ventanas inclinadas del invernadero y nos llenaba la nariz de humedad y del aroma de un mundo putrefacto.

Era aquella podredumbre lo que había hecho volver a Muffie Perry. Los cicnoquios de su abuela habían estado al borde de la muerte a consecuencia de una plaga; los parásitos habían invadido tres extraordinarios dendrobios, mientras el bancal de masdevalias en miniatura, en las que la propia señora Huntington Perry había conseguido mediante elaborada hibridación unos pétalos aterciopelados de color morado con la punta rojo sangre, eran, para quien quisiera mirarlas, un amasijo de trinitarias de lo más vulgar. La nieta les dedicaba gustosamente el tiempo de que disponía con la esperanza de devolver a las flores su antiguo esplendor, aunque nos confesó que no tenía ninguna esperanza, ninguna esperanza. Era como si aquellas plantas crecieran a la sombra de una mazmorra, ya que los gamberros saltaban la cerca trasera y se metían en el invernadero simplemente para darse el gusto de arrancarlas. Muffie Perry había agredido a uno de aquellos vándalos blandiendo un desplantador. Nos costó lo nuestro sacar a la mujer de aquel mundo de ventanas rotas, polvo amontonado, gente que entraba sin pagar entrada y ratas que habían instalado su madriguera entre los juncos egipcios. Poco a poco, sin embargo, mientras iba alimentando las caritas de las orquídeas con un cuentagotas lleno de algo muy parecido a leche, nos fue contando algunas cosas sobre las visitas de las chicas Lisbon a la señorita Kilsem.

– Al principio parecían bastante deprimidas. Mary tenía unas ojeras enormes; era como si llevase puesto un antifaz.

Muffie Perry todavía recordaba aquel supersticioso olor a antiséptico que impregnaba el despacho. Ella siempre había creído que era el olor de la pena que aquellas chicas llevaban encima. Precisamente entraba en el despacho en el momento en que ellas salían, los ojos bajos, los cordones de los zapatos desatados, aunque nunca se olvidaban de coger un bombón de menta de los que la enfermera tenía en una mesa junto a la puerta. Dejaban siempre a la señorita Kilsem en fase de recuperación de lo que pudieran haberle contado. A menudo la mujer permanecía sentada ante el escritorio con los ojos cerrados y los pulgares colocados en los puntos neurálgicos, incapaz de hablar por espacio de un minuto.

– Siempre tuve el presentimiento de que la señorita Kilsem era una persona en la que confiaban -dijo Muffie Perry-. Desconozco la razón, pero quizá fue por eso por lo que desapareció de aquella manera.

Prescindiendo de si las hermanas Lisbon confiaban o no en la señorita Kilsem, lo cierto es que la terapia pareció serles de ayuda, puesto que recuperaron el ánimo casi de forma inmediata. Muffie Perry oyó que al acudir a la consulta reían y hablaban muy excitadas. A veces la ventana estaba abierta y, saltándose las normas, Lux y la señorita Kilsem fumaban con la mayor tranquilidad del mundo. Otras veces las chicas entraban a saco en el platito de los caramelos y dejaban la mesa de la señorita Kilsem cubierta de papelitos arrugados.

También nosotros notamos el cambio. Las niñas Lisbon parecían menos cansadas. En clase se dedicaban bastante menos a mirar por la ventana, levantaban más la mano, hablaban. Durante un tiempo se olvidaron del estigma que pesaba sobre ellas y volvieron a participar en las actividades escolares. Therese asistía a las reuniones del club científico en la sombría clase del señor Tonover, con sus mesas ignífugas y sus negras piletas. Dos veces por semana Mary ayudaba a la señora divorciada que cosía los vestidos para el teatro escolar. Bonnie incluso apareció en una reunión de jóvenes cristianos que se celebró en casa de Mike Firkin, que más tarde se haría misionero y moriría de malaria en Thailandia. Lux, por su parte, intentó participar en las sesiones musicales de la escuela y, como Eugie Kent estaba loco por ella y el director del teatro, el señor Oliphant, estaba loco por Eugie Kent, llegó a tener un pequeño papel en el coro y se la vio cantar y bailar como si fuera feliz. Eugie nos diría más adelante que el asedio de que era víctima por parte del señor Oliphant hacía que Lux estuviera en el escenario cuando Eugie estaba fuera de él, por lo que nunca tenía ocasión de envolverse con ella en las cortinas del escenario amparándose en la oscuridad de las bambalinas. Cuatro semanas más tarde, después de la reclusión final de las chicas, Lux abandonó la obra de teatro, pero los que asistieron a las representaciones declararon que Eugie Kent cantó sus números con su habitual voz estridente y anodina, más enamorado de sí mismo que de la chica del coro en cuya ausencia nadie había reparado.

Por aquel entonces el otoño ya se había hecho tétrico y había cerrado el cielo con una plancha de acero. En la clase del señor Lisbon los planetas iban desplazándose unos centímetros cada día y, si levantábamos los ojos, comprobábamos que la tierra ya había apartado del sol su faz azul y ahora seguía su oscuro camino cuesta abajo a través del espacio, encaminándose hacia el rincón del techo donde se acumulaban las telarañas por estar fuera del alcance de la escoba del conserje. Convertida en recuerdo la humedad del verano, hasta el verano mismo comenzaba a hacerse tan irreal que acabamos por perderlo de vista. La pobre Cecilia asomaba en nuestra conciencia en los momentos más inspirados, la mayor parte de las veces cuando despertábamos o cuando mirábamos fijamente la ventanilla del coche rayada por la lluvia. Se nos aparecía con su traje de novia, ahora manchado con el barro del más allá, pero el sonido de un claxon o una canción conocida que se oía de pronto en la radio nos devolvía de nuevo a la realidad. Otros podían barrer más fácilmente de sus pensamientos el recuerdo de Cecilia. Cuando alguien hablaba de ella, decían que siempre habían creído que terminaría mal y, lejos de ver a las hermanas Lisbon como una raza aparte, ya se habían percatado de que la que era un ser aparte era Cecilia, anormal por naturaleza. El señor Hillyer resumió el sentimiento de la mayoría con estas palabras:

– A esas chicas les aguardaba un futuro brillante, pero la otra habría acabado mal.

Poco a poco la gente dejó de hacer comentarios sobre el misterio del suicidio de Cecilia y prefirió verlo como algo inevitable o que era mejor olvidar. Pese a que la señora Lisbon proseguía su sombría existencia, rara vez abandonaba su casa y se hacía servir a domicilio las compras del supermercado, nadie decía nada al respecto y había incluso quien le tenía simpatía.

– La que más pena me da es la madre -dijo la señora Eugene-. A una le queda siempre el resquemor de si habría podido hacer algo por ella.

En cuanto a las hijas supervivientes y siempre dolientes, fueron creciendo en grandeza, como los Kennedy. Los compañeros volvieron a sentarse a su lado en el autobús. Leslie Tompkins pedía prestado el cepillo a Mary para peinarle su larga cabellera pelirroja. Julie Winthrop volvió a fumar con Lux en lo alto de los armarios y dijo que aquel episodio de los temblores no había vuelto a repetirse. Era como si las chicas fueran recuperándose día tras día de la pérdida sufrida.

Durante este período de recuperación Trip Fontaine hizo su movimiento de avance. Sin consultar con nadie ni confesar los sentimientos que Lux le inspiraba, Trip Fontaine fue directo a la clase del señor Lisbon y se quedó de pie delante de su mesa. Lo encontró solo, sentado en el sillón giratorio y observando con mirada perdida los planetas suspendidos sobre su cabeza. De sus cabellos grises se había descarriado un juvenil y rizado mechón.

– Ésta es la cuarta hora, Trip -dijo el señor Lisbon con aire cansado-. No tengo clase contigo hasta la quinta hora.

– No he venido para hablar de matemáticas, señor.

– ¿No?

– He venido para decirle que mis intenciones con su hija son absolutamente honorables.

El señor Lisbon levantó las cejas y, a pesar de la expresión de cansancio de su rostro, dio la impresión de que aquella mañana ya había escuchado esa misma declaración por boca de seis o siete chicos más.

– ¿Y qué intenciones son ésas?

Trip juntó las botas.

– Quiero pedirle a Lux que vaya conmigo al Homecoming [2].

El señor Lisbon rogó a Trip que se sentara y durante los minutos siguientes le explicó, con voz de infinita paciencia, que él y su esposa tenían ciertas normas, que siempre habían observado aquellas normas con las mayores y que ahora no iban a cambiarlas con las pequeñas y que, aunque él hubiera querido cambiarlas, su esposa no se lo habría permitido (¡ja, ja!), y que pese a que a él le parecía bien que Trip fuera a su casa para ver la televisión, no podía autorizarlo, quería repetirlo, no podía autorizarlo a salir con su hija fuera de casa, y menos en coche. Trip nos contó que el señor Lisbon había hablado de una manera que demostraba una sorprendente comprensión, como si todavía se acordara de aquellas angustias que se sienten de cintura para abajo durante la adolescencia. Trip también se dio cuenta de que el señor Lisbon tenía hambre de hijo porque se levantó y le dio tres joviales palmadas en la espalda.

– Siento decir que es la política de nuestra familia -dijo finalmente.

Trip Fontaine comprendió que se le cerraban las puertas. Entonces vio la fotografía familiar que el señor Lisbon tenía sobre la mesa: Lux, de pie delante de una noria, sostenía en la mano una manzana roja recubierta de caramelo en cuya reluciente superficie se reflejaba su regordeta barbilla. A través de sus labios manchados de azúcar asomaba un diente.

– ¿Y si vamos en grupo? -preguntó Trip Fontaine-. ¿Si formamos un grupo con unos cuantos compañeros y sus hijas? ¿Si las acompañamos a casa a la hora que usted nos diga?

Trip Fontaine planteó la alternativa con voz tranquila, pese a que le temblaban las manos y tenía los ojos húmedos. El señor Lisbon lo miró largamente.

– ¿Eres del equipo de fútbol, hijo?

– Sí, señor.

– ¿En qué puesto juegas?

– Delantero.

– En mis tiempos yo jugaba de defensa.

– Buen puesto, señor. Nada entre usted y la línea de gol.

– Exactamente.

– El caso es que vamos a celebrar el partido entre el Homecoming y el Country Day, después habrá el baile y todo lo demás, y los chicos del equipo ya están decidiendo con quién saldrán.

– Tú eres un chico muy apuesto. Estoy seguro de que tendrás montones de chicas.

– Sí, señor, pero a mí no me interesan los montones de chicas -declaró Trip Fontaine.

El señor Lisbon se recostó en el sillón y soltó un largo suspiro. Contempló la fotografía de su familia y en ella vio un rostro que le sonreía como en sueños pero que ya no existía.

– Lo hablaré con su madre -dijo por fin-. Haré lo que pueda.

Así fue como algunos de nosotros tuvimos ocasión de salir con las niñas Lisbon la única vez que ellas tuvieron ocasión de salir sin carabina. Tan pronto como abandonó el aula el señor Lisbon, Trip Fontaine reunió a sus compañeros de equipo. Aquella tarde, durante la hora de entrenamiento, mientras hacíamos carreras por el campo, nos anunció:

– Voy con Lux Lisbon al partido. Necesito a tres chicos más para las hermanitas. ¿Quién se apunta?

En los intervalos de los veinte metros, jadeantes y sin aliento, con los desfavorecedores petos y los calcetines sucios, uno tras otro tratamos de convencer a Trip Fontaine de que contara con nosotros. Jerry Burden le ofreció tres canutos. Parkie Denton le dijo que él podía disponer del Cadillac de su padre. Todos nos brindamos a proporcionar alguna ventaja. Buzz Romano, apodado Cable debido al sorprendente animal amaestrado que tenía entre las piernas y que nos había mostrado un día en las duchas, se cubrió el casco con las manos y comenzó a gimotear en un extremo del campo.

– ¡Me muero! ¡Me muero! ¡Llévame a mí, Tripero! Al final se eligió a Parkie Denton por lo del Cadillac, a Kevin Head porque había ayudado a Trip Fontaine a reparar el motor de su coche, y a Joe Hill Conley porque siempre sacaba sobresalientes y Trip pensó que así impresionaría al señor y a la señora Lisbon. El día siguiente Trip presentó la lista de candidatos al señor Lisbon y hacia el final de la semana éste le comunicó su decisión y la de su esposa. Autorizaban a salir a las chicas bajo las siguientes condiciones: (1) irían en un solo grupo; (2) irían al baile y a ningún sitio más; (3) volverían a casa a las once. El señor Lisbon dijo a Trip que era imposible burlar aquellas condiciones.

– Yo seré uno de los acompañantes -dijo.

Resulta difícil saber qué supuso para las hermanas Lisbon aquella salida. Cuando el señor Lisbon les comunicó que les daba permiso para salir, Lux echó a correr, le dio un abrazo y lo besó con el cariño espontáneo de una niña pequeña.

– Hacía años que no me besaba de aquella manera -diría él después.

Las otras chicas reaccionaron con menos entusiasmo. En aquel momento Therese y Mary estaban jugando a damas bajo la mirada vigilante de Bonnie. Suspendieron su estado de concentración y apartaron los ojos del abollado tablero metálico, después de lo cual preguntaron a su padre la identidad de los demás chicos del grupo. El señor Lisbon les dio los nombres.

– ¿Quién va con quién? -preguntó Mary.

– Lo echarán a suertes -dijo Therese, y a continuación movió seis ruidosas posiciones como dándose por aludida.

La tibia reacción de las demás se explicaba por la historia familiar. En connivencia con otras madres cuya compañía frecuentaba en la iglesia, la señora Lisbon ya había concertado otras salidas en grupo de sus hijas. Los chicos Perkin habían llevado a las chicas Lisbon en cinco canoas de aluminio impulsadas por una hélice a través de un lóbrego canal de Belle Isle, mientras el señor y la señora Lisbon y el señor y la señora Perkin vigilaban a distancia desde botes impulsados igualmente por hélices. La señora Lisbon era de la opinión de que las exigencias más urgentes de la edad se compensaban sobradamente retozando al aire libre: el amor sublimado disparando dardos. Recientemente, en una excursión por carretera (sin otra razón para hacerla que el aburrimiento y el cielo gris), nos paramos en Pennsylvania y, al ir a comprar velas en una tosca tienda, nos enteramos de las costumbres que observan durante el noviazgo los miembros de la comunidad amish en virtud de las cuales el chico lleva a la novia que han elegido sus padres a dar un paseo en un coche negro, seguido por otro en el que viajan los padres de ella. La señora Lisbon creía que había que mantener una estricta vigilancia sobre las relaciones amorosas. Pero mientras el muchacho amish se presenta en plena noche a arrojar piedras a la ventana de su amada (contando con que todos harán como si no oyesen), en la doctrina de la señora Lisbon no entraba la amnistía nocturna y sus canoas jamás conducían a campamento alguno.

Las chicas Lisbon sólo podían esperar más de lo mismo y, como el señor Lisbon estaría al acecho, lo normal era que tirase de la rienda. Bastante difícil era ya que el padre de una fuera profesor y que se ganase la vida en la escuela, día tras día a la vista de todos con sus tres únicos trajes. Las hermanas Lisbon recibían estudios gratuitos debido al cargo de su padre, pero cierto día Mary le dijo a Julie Ford que la situación hacía que se sintiese un «objeto de caridad». Y ahora, además, su padre se encargaría de supervisar el baile junto con otros profesores que se habían ofrecido voluntariamente a ello o se habían visto obligados a hacerlo, generalmente los peor relacionados y los que no practicaban ningún deporte o los más ineptos desde el punto de vista social, para quienes el baile no era más que una manera de llenar otra noche solitaria. A Lux no parecía importarle demasiado, porque no pensaba en otra cosa que en Trip Fontaine. Volvía a escribir un nombre en su ropa interior, para lo cual empleaba tinta soluble, a fin de hacer desaparecer los «Trip» antes de que su madre los descubriera. (De ese modo su nombre estaba en contacto continuo con su piel.) Es de suponer que hizo partícipes a sus hermanas de los sentimientos que le inspiraba Trip, pero no había chica en la escuela que le hubiera oído pronunciar nunca su nombre. Trip y Lux se sentaban uno al lado del otro a la hora de comer y a veces los veíamos pasear cogidos de la mano, siempre buscando un armario, un contenedor, un conducto de la calefacción para tumbarse en su interior, pero incluso en la escuela el señor Lisbon los controlaba y, después de suprimir unos cuantos circuitos, acabaron pasando por la cafetería y subiendo por la rampa recubierta de goma que conducía al aula del señor Lisbon donde, tras apretarse un momento las manos, emprendían caminos separados. Las demás hermanas ignoraban incluso cuándo salían.

– Ni siquiera se lo decían -explicó Mary Peters-. Era algo así como un casamiento amañado o cosa parecida. Algo inquietante.

Pese a todo, seguía en pie el permiso, para que Lux estuviera contenta, para que ellas estuvieran contentas o simplemente para terminar con la monotonía de otra noche de viernes. Cuando años más tarde hablamos con la señora Lisbon, nos dijo que ella no había abrigado duda alguna con respecto a aquella salida, mencionando en apoyo de tal afirmación los vestidos que había confeccionado especialmente para aquella velada. En efecto, una semana antes del baile había llevado a sus hijas a una tienda de tejidos. Las chicas se habían paseado entre estanterías llenas de cortes de tela, con el patrón en papel de un vestido de ensueño, pese a que importaba poco el vestido que pudieran escoger. La señora Lisbon añadió un par de centímetros al perímetro torácico y cuatro más a las cinturas y dobladillos y los vestidos se convirtieron en cuatro sacos informes e idénticos.

Hay una foto de aquella noche (documento número diez). Las niñas aparecen una al lado de la otra con sus vestidos de fiesta, hombro contra hombro, como las pioneras. Sus rígidos peinados (o «antipeinados», según dijo Tessie Nepi, la esteticista) poseen aquella connotación estoica y presuntuosa de la moda europea que intenta imponerse a la rusticidad. También los vestidos tienen un aire extranjerizante, con sus pecheras rematadas de encaje y sus cerrados escotes. Aquí están tal como las conocimos, tal como seguimos recordándolas: la asustadiza Bonnie, como rehuyendo el destello de la fotografía; Therese, con aquella cabeza suya comprimida que le hacía entrecerrar las suspicaces rendijas de los ojos; Mary, muy comedida y en pose; y Lux, que no mira la cámara sino el aire. Aquella noche llovió y justo sobre la cabeza de Lux cayó un goterón que le fue a parar a la mejilla un segundo antes de que el señor Lisbon dijera: «Cuidado». Aunque dista mucho de ser perfecta (un foco perturbador de luz irrumpe por la izquierda), la fotografía reproduce el orgullo de una prole hermosa y de un rito liminar. En los rostros de las hermanas Lisbon resplandece una especie de esperanza. Agarradas entre sí, empujándose para caber en el encuadre, es como si se animaran a esperar algún descubrimiento o algún cambio de vida. Sí, de vida. Eso, por lo menos, es lo que nos parece ver. No la toquen, por favor. Volvemos a guardarla en el sobre.

Una vez hecha la fotografía, las chicas se quedaron esperando a los muchachos cada una a su manera, Bonnie y Therese se sentaron a jugar a las cartas, mientras Mary permanecía inmóvil en el centro del salón, como si no quisiese que se le arrugara el vestido. Lux abrió la puerta principal y caminó, vacilante, hacia el porche. Creímos, de pronto, que se había torcido el tobillo, pero después nos dimos cuenta de que llevaba tacones altos. Caminaba arriba y abajo, como practicando, hasta que el coche de Parkie Denton dobló la esquina. Entonces dio media vuelta, llamó al timbre de la puerta de su casa para avisar a sus hermanas y desapareció en el interior.

Nosotros estábamos en la calle y vimos acercarse el coche. El Cadillac amarillo de Parkie Denton se aproximó flotando calle abajo, los chicos como suspendidos en el interior. Pese a que llovía y estaba funcionando el limpiaparabrisas, el interior del coche resplandecía con un cálido fulgor. Al pasar por delante de la casa de Joe Larson, los chicos levantaron los pulgares.

El primero en salir fue Trip Fontaine. Se había remangado las mangas de la chaqueta como había visto que hacían los modelos masculinos que aparecían en las revistas de moda de su padre. Llevaba una corbata muy estrecha. Parkie Denton se había puesto una americana azul, al igual que Kevin Head. Finalmente salió Joe Hill Conley, que iba sentado detrás y llevaba una americana de tweed que le estaba grande porque era de su padre, maestro de escuela y comunista. Los chicos titubearon un momento y se quedaron junto al coche, como si no advirtieran que estaba lloviendo, hasta que Trip Fontaine se dirigió por fin al camino de entrada de la casa. Los perdimos de vista cuando cruzaron la puerta, aunque después nos contaron que el principio de aquella salida había sido como el de otra cualquiera. Las chicas habían desaparecido escaleras arriba, fingiendo no estar preparadas, y el señor Lisbon había hecho pasar a los muchachos al salón.

– Las niñas bajarán en seguida -dijo mirando el reloj-. ¡Huy! Será mejor que yo también me prepare.

Bajo el arco apareció la señora Lisbon. Tenía la mano en la sien, como si le doliera la cabeza, pero sonrió cortésmente.

– Hola, chicos.

– Hola, señora Lisbon -dijeron todos al unísono.

Como Joe Hill Conley diría más tarde, tenía el aspecto contenido de una persona que ha estado llorando en la habitación de al lado. Había advertido en la señora Lisbon (esto dijo muchos años después, por supuesto, cuando Joe Hill Conley ya se arrogaba la facultad de extraer a voluntad la energía de su chakras) un dolor antiguo que emanaba de toda su persona, algo que era el compendio del dolor de toda su familia.

– Era una mujer que provenía de una raza triste -dijo-. La cosa no había empezado con Cecilia, sino que aquella tristeza se había iniciado mucho antes, antes de América. Las chicas también la tenían.

Nunca habían advertido que llevase gafas bifocales.

– Le partían los ojos por la mitad.

– ¿Quién conduce? -preguntó la señora Lisbon.

– Yo -respondió Parkie Denton.

– ¿Cuánto tiempo hace que tienes carné?

– Dos meses. Pero ya hacía un año que tenía el permiso.

– Normalmente no dejamos que las niñas vayan en coche. Hay tantos accidentes ahora. Está lloviendo y los caminos deben de estar resbaladizos. Espero que seas prudente.

– Lo seremos.

– De acuerdo -exclamó el señor Lisbon-, ha terminado el interrogatorio. ¡Chicas! -gritó dirigiéndose al techo-. Me voy. Os veré en el baile, muchachos.

– Allá nos veremos, señor Lisbon.

Salió y dejó a los chicos solos con su esposa. La señora Lisbon no miraba a los ojos, pero hacía una exploración general, como las enfermeras jefes cuando revisan los gráficos. Después se acercó al pie de la escalera y miró hacia arriba. Ni el mismo Joe Hill Conley pudo deducir lo que pensó en aquel momento. Tal vez pensaba en Cecilia, cuando había subido por aquella misma escalera cuatro meses antes. O en la escalera por la que ella misma había bajado el día que tuvo su primera cita. O escuchaba aquellos ruidos que sólo puede oír una madre. Ninguno de los chicos recordaba haber visto nunca a la señora Lisbon tan distraída como aquel día. Parecía haber olvidado que ellos estaban allí. Tenía la mano en la sien (sí, le dolía la cabeza).

Por fin aparecieron las hermanas Lisbon en lo alto de la escalera. Estaba bastante oscuro (tres bombillas, de las doce que tenía la araña de cristal, estaban fundidas) y mientras bajaban se agarraban ligeramente a la barandilla. Los vestidos holgados que llevaban le recordaron a Kevin Head las túnicas de los niños que cantan en los coros.

– Pero ellas no parecían advertirlo. Creo, personalmente, que aquellos vestidos les gustaban. O a lo mejor es que estaban tan contentas de poder salir que no les importaba lo que llevasen. Tampoco a mí me importaba. Estaban guapísimas.

Sólo cuando llegaron al pie de la escalera los chicos se dieron cuenta de que no habían decidido cómo se emparejarían. Naturalmente, Trip Fontaine tenía derechos adquiridos sobre Lux, pero las otras tres estaban por adjudicar. Por suerte, los vestidos y los peinados las hacían homogéneas.

Una vez más, los chicos no estaban seguros de quién era quién. En lugar de preguntar, hicieron lo primero que se les ocurrió: ofrecerles la flor que llevaban para cada una.

– Las flores son blancas -dijo Trip Fontaine-. No sabíamos de qué color sería el vestido y el chico de la floristería nos ha dicho que el blanco va bien con todo.

– Me gusta que sean blancas -dijo Lux al tiempo que cogía el ramillete, que estaba dentro de una pequeña caja de plástico.

– No hemos querido comprar esas flores que se ponen en la muñeca -explicó Parkie Denton- porque siempre se caen.

– Sí, no son prácticas -dijo Mary.

Nadie dijo nada más. Nadie se movió. Lux examinó la flor encerrada en la cápsula contra el tiempo. De pronto, la señora Lisbon dijo:

– ¿Por qué no dejáis que ellos os las prendan?

Al oír aquellas palabras, las chicas dieron un paso al frente, ofreciendo tímidamente las pecheras de los vestidos. Los chicos manosearon torpemente las flores, las sacaron de sus estuches prescindiendo de los alfileres decorativos que las sujetaban. Sentían clavada sobre ellos la mirada de la señora Lisbon y, aunque estaban lo bastante cerca de las chicas para notar su aliento y oler el primer perfume que se habían puesto en la vida, no sólo procuraron no pincharlas, sino ni siquiera tocarlas. Levantaron suavemente la tela que les cubría los pechos y les prendieron las flores blancas sobre el corazón. Cada uno se adjudicó la chica a la que le había prendido la flor. Al terminar, dieron las buenas noches a la señora Lisbon y escoltaron a las chicas hasta el Cadillac, sosteniendo las cajas que habían contenido las flores sobre sus cabezas para protegerles el cabello de la lluvia.

A partir de aquel momento las cosas fueron mejor de lo que habían esperado. En sus casas, los muchachos se habían imaginado a las hermanas Lisbon con todos los elementos del decorado que les brindaba su pobre imaginación: retozando entre el oleaje o deslizándose juguetonas en la pista de hielo o haciendo oscilar ante nuestros ojos los pompones de los gorros de esquí como si fuesen frutas maduras. Pero ya en el coche, sentados junto a las chicas de carne y hueso, descubrieron hasta qué punto eran erróneas aquellas imágenes. Quedaron igualmente descartadas cualidades negativas tales como que las chicas estaban locas o al menos ligeramente chaladas. (Siempre resulta que la vieja loca que encuentras todos los días en el ascensor está perfectamente cuerda cuando decides hablar con ella.) La revelación fue, para los chicos, más o menos ésta:

– No eran muy diferentes de mi hermana -declaró Kevin Head.

Alegando que nunca tenía ocasión de hacerlo, Lux quiso sentarse delante. Se colocó entre Trip Fontaine y Parkie Denton. Mary, Bonnie y Therese se apelotonaron en el asiento de atrás, Bonnie la más fastidiada. Joe Hill Conley y Kevin Head se sentaron uno a cada lado, junto a las puertas traseras.

Vistas de cerca, las hermanas Lisbon tampoco parecían deprimidas. Se instalaron en los asientos sin que les importaran demasiado las apreturas. Mary iba casi sentada en las rodillas de Kevin Head y se pusieron a charlar inmediatamente. Al pasar por delante de las casas, hacían comentarios sobre las familias que vivían en ellas, lo que indicaba que nos habían estado observando con el mismo interés con que nosotros las observábamos a ellas. Hacía dos veranos que habían visto al señor Tubbs, cogerente de UAW, cuando daba un puñetazo a la mujer que siguió a su esposa hasta su casa después de un accidente de automóvil sin importancia. Sospechaban que los Hessen habían sido nazis o simpatizantes de los nazis. Detestaban el cobertizo de aluminio de los Krieger.

– El señor Belvedere ataca de nuevo -dijo Therese refiriéndose al presidente de la empresa de rehabilitación de viviendas en su anuncio nocturno.

Como nosotros, las chicas tenían recuerdos muy precisos sobre diferentes arbustos, árboles y tejados de garajes. Se acordaban de los motines racistas, del día en que desfilaron los tanques por nuestra calle y la Guardia Nacional se lanzó en paracaídas en los patios de nuestras casas. Después de todo, eran vecinas nuestras.

Al principio los chicos permanecían callados, agobiados por la locuacidad de las hermanas Lisbon. ¿Quién hubiera dicho que hablaban tanto, que tenían tantas opiniones, que palpaban el mundo con tantos dedos? Entre las esporádicas ojeadas que les habíamos dirigido, las chicas habían continuado sus vidas, desarrollándose de una manera que ni siquiera podíamos imaginar, leyéndose todos los libros de la expurgada biblioteca familiar. Sin embargo, en cierto modo habían aprendido cómo debían comportarse cuando salían con chicos gracias a la televisión o a lo que habían observado en la escuela, por lo que sabían mantener una conversación fluida o llenar los embarazosos silencios que pudieran producirse. Su inexperiencia en materia de trato con chicos se ponía únicamente de manifiesto a través de sus remilgados peinados, cuyo relleno parecía estar a punto de salirse por todas partes, o de las agujas excesivamente visibles con que se sujetaban el cabello. La señora Lisbon jamás les había dado consejos de belleza y tenía vedada la entrada en la casa a las revistas femeninas (un artículo publicado en Cosmo, «¿Eres multiorgásmica?», había sido la gota que colmó el vaso). Las chicas Lisbon lo habían hecho lo mejor que habían podido.

Lux se pasó todo el viaje manipulando la radio para localizar su canción favorita.

– Me crispa los nervios -dijo-, sabes que la están tocando en alguna parte pero no puedes localizarla.

Parkie Denton enfiló la avenida Jefferson, pasó por delante del edificio Wainwright con su histórica lápida verde y se dirigió al grupo de mansiones situadas frente al lago. En los jardines delanteros brillaban farolasde gas de imitación. En cada esquina había una camarera negra esperando el autobús. Siguieron adelante, pasaron frente al resplandeciente lago y finalmente llegaron a la escuela después de atravesar el camino cubierto por las irregulares copas de los olmos.

– Esperemos un poco -rogó Lux-, quiero fumarme un cigarrillo antes de entrar.

– Papá lo olerá -dijo Bonnie desde el asiento trasero.

– ¡Qué va! Llevo pastillas de menta -dijo agitándolas.

– Huele el tabaco en la ropa.

– Pues se le dice que en el lavabo había alguien fumando.

Parkie Denton bajó la ventana de delante mientras Lux fumaba. No se dio prisa, sacaba el humo por la nariz. De pronto avanzó la barbilla en dirección a Trip Fontaine, redondeó los labios y, con un perfil de chimpancé, le envió tres anillos de humo perfectos.

– Que no se muera ninguna virgen -exclamó Joe Hill Conley inclinándose hacia el asiento delantero y atrapando uno.

– ¡Menuda vulgaridad! -dijo Therese.

– Sí, Conley -dijo Trip Fontaine-, a ver cuándo empiezas a crecer un poco.

Camino del baile, se formaron las parejas. A Bonnie se le quedó metido el tacón del zapato en la grava y tuvo que apoyarse en Joe Hill Conley para desengancharlo. Trip Fontaine y Lux iban juntos, ya formaban un todo. Kevin Head iba al lado de Therese, mientras Parkie Denton daba el brazo a Mary.

La llovizna había parado un momento y habían empezado a aparecer grupos de estrellas. Bonnie, que había conseguido liberar el tacón, levantó los ojos al cielo y comentó:

– ¡Siempre la Osa Mayor! Cuando miras los mapas los ves llenos de estrellas, pero si levantas los ojos lo único que ves es la Osa Mayor.

– Es por las luces de la ciudad -le aclaró Joe Hill Conley.

– ¡Pamplinas! -dijo Bonnie.

Las hermanas Lisbon sonreían al entrar en el gimnasio, lleno de rutilantes calabazas y de espantapájaros vestidos con los colores de la escuela. El comité encargado de organizar el baile había optado por el tema de la siega. La pista de baloncesto estaba cubierta de paja y en la mesa de la sidra había cornucopias que vomitaban tumorosos calabacines. El señor Lisbon ya había llegado, llevaba una corbata anaranjada que reservaba para las ocasiones festivas. Estaba hablando con el señor Tonover, el profesor de química. El señor Lisbon no se dio por enterado de que sus hijas acababan de llegar aunque muy bien podía haber sido que no las hubiera visto. Las luces de la pista habían sido recubiertas con gelatina anaranjada del teatro y las gradas quedaban a oscuras. Del tanteador colgaba una bola de discoteca que habían alquilado y que inundaba la sala de manchas de luz.

Nosotros también habíamos llegado con nuestras parejas y bailábamos como quien sostiene un maniquí, mirando por encima de los hombros cubiertos de gasa de nuestra chica, en busca de las hermanas Lisbon. Las vimos entrar, vacilantes sobre sus tacones altos. Con ojos muy abiertos echaron una mirada al gimnasio, después de lo cual hablaron entre ellas y dejaron a sus parejas para llevar a cabo la primera de las siete excursiones al cuarto de baño que harían a lo largo de aquella noche. Hopie Riggs estaba delante del lavabo cuando entraron las hermanas.

– Me di cuenta de que se sentían incómodas con aquellos vestidos -nos explicó-. No dijeron nada, pero resultaba evidente. Esa noche yo llevaba un vestido con el cuerpo de terciopelo y la falda de tafetán. Todavía me va bien.

Sólo Mary y Bonnie tenían necesidad de ir al servicio. Lux se miró al espejo el tiempo necesario para corroborar su belleza, Therese evitó mirarse.

– No hay papel -dijo Mary desde el retrete-. Dadme un poco.

Lux arrancó unas cuantas servilletas de papel del dispensador del lavabo y se las echó por encima de la puerta.

– Está nevando -dijo Mary.

– Armaban mucho ruido, como si estuvieran en su casa -explicó Hopie Riggs-. Yo tenía algo en la parte de atrás del vestido y Therese me lo sacó.

Al preguntarle si las niñas Lisbon habían dicho algo sobre sus parejas en el ámbito íntimo del cuarto de baño, Hopie respondió:

– Mary dijo que estaba contenta de que el chico que le había tocado no fuera un asco total, aunque la verdad es que lo era. Me parece que les importaban menos los chicos que iban con ellas que estar en el baile. A mí me ocurría lo mismo. A mí me acompañaba Tim Carter, que era un auténtico renacuajo.

Cuando las hermanas salieron del cuarto de baño, en la pista había mucha más gente y varias parejas paseaban lentamente por el gimnasio. Kevin Head preguntó a Therese si quería bailar con él y no tardaron en perderse en el tumulto.

– ¡Dios mío, yo era tan joven! -nos diría Kevin años más tarde-. ¡Y tenía tanto miedo! También ella tenía miedo. La cogí de la mano y no sabíamos qué hacer, no sabíamos si enlazar los dedos o no. Por fin los enlazamos. Eso fue lo que se me quedó más grabado, lo de los dedos.

Parkie Denton aún se acuerda de los movimientos estudiados de Mary, de su pose.

– Era ella la que llevaba la batuta -dijo-. Tenía en una mano un Klennex hecho una bola.

Mientras bailaba mantenía una conversación muy comedida, del tipo de las que sostienen las muchachas con los duques en las películas antiguas mientras bailan un vals. Se mantenía muy erguida, como Audrey Hepburn, esa actriz a la que idolatran todas las mujeres y en la que los hombres jamás piensan. Daba la impresión de que tenía dibujada en la mente la pauta que debían seguir sus pies en el suelo, el aspecto que debían tener los dos juntos, y estaba fuertemente concentrada en ese tipo de cosas.

– Su expresión era tranquila -declaró Parkie Denton-, pero por dentro estaba tensa. Tenía los músculos de la espalda como las cuerdas de un piano.

En las piezas rápidas, Mary no lo hacía tan bien.

– Como los viejos cuando se empeñan en bailar en las bodas.

Lux y Trip no bailaron hasta más tarde y lo primero que hicieron fue buscar un sitio en el gimnasio donde pudieran estar a solas. Pero Bonnie los siguió.

– Y yo la seguí a ella -explicó Joe Hill Conley-. Hacía como que quería pasear, pero miraba de reojo a Lux y no la perdía de vista ni un instante.

Iban de un lado a otro del grupo de los que bailaban. Siguieron la pared más alejada del gimnasio, pasaron por debajo de la red de baloncesto, ahora cubierta de adornos, y acabaron en las gradas. Entre dos bailes, el señor Durid, jefe de estudios, declaró abierta la votación para elegir el rey y la reina del baile y, mientras todos tenían la vista clavada en la urna de cristal donde había que depositar las papeletas, colocada sobre la mesa de la sidra, Trip Fontaine y Lux Lisbon se colaron debajo de las gradas.

Bonnie fue tras ellos.

– Como si temiera quedarse sola -dijo Joe Hill Conley.

Pese a que ella no se lo había pedido, él la siguió. Abajo, gracias a las franjas de luz que se filtraban a través de las tablas, vio que Trip Fontaine acercaba una botella a la cara de Lux para que leyera la etiqueta.

– ¿Ha visto alguien que te metías aquí debajo? -preguntó Lux a su hermana.

– No.

– ¿Y a ti?

– No -respondió Joe Hill Conley.

Después ya nadie dijo nada más y la atención de todos se centró en la botella que sostenía Trip Fontaine en la mano. Los reflejos de la bola de luces brillaban en la botella e iluminaron la encendida fruta de la etiqueta.

– Schnapps de melocotón -explicaría Trip Fontaine años más tarde en el desierto, en la época que estaba abandonando eso y todo lo demás-. A las chavalas les encanta.

Había comprado el licor aquella tarde con un carné de identidad falso y había llevado la botella escondida en el forro de la chaqueta. Ahora, mientras los otros tres lo observaban, desenroscó el tapón y tomó un sorbo de aquella especie de néctar de miel.

– Hay que probarlo con un beso -dijo. Acercó la botella a los labios de Lux y agregó-: No te lo tragues. Después él tomo otro sorbo, acercó la boca a la de Lux y le dio un beso que sabía a melocotón. Lux se atragantó debido a la intensidad del placer. Se echó a reír y por la barbilla le bajó un reguero de schnapps que ella recogió con la mano en la que llevaba el anillo, pero en seguida los dos se pusieron solemnes y, juntando las caras, siguieron bebiendo y besándose. Durante una pausa, Lux dijo:

– Este mejunje es una verdadera delicia.

Trip pasó la botella a Joe Hill Conley, quien la acercó a la boca de Bonnie, pero ésta la rechazó.

– No, no quiero -dijo.

– ¡Vamos, sólo un poquito! -insistió Trip.

– ¡Anda, no te hagas la estrecha! -dijo Lux.

Lo único visible eran las rendijas de los ojos de Bonnie, que la luz plateada mostró llenos de lágrimas. Joe Hill Conley acercó la botella a la mancha oscura que ocultaba su boca. Los ojos húmedos de Bonnie se agrandaron y sus mejillas se hincharon.

– No te lo tragues -le ordenó Lux.

Entonces Joe Hill Conley derramó el contenido de su boca en la de Bonnie. Dijo que ella había mantenido apretados los dientes durante el beso, haciéndolos rechinar. El schnapps de melocotón fue pasando de una a otra boca hasta que por fin ella acabó tragándoselo y ya se quedó tranquila. Bastantes años después, Joe Hill Conley alardeaba de saber detectar el estado emocional de una mujer por el sabor de su boca, e insistía en afirmar que había adquirido ese don aquella noche estando con Bonnie debajo de las gradas. Dijo que a través del beso podía sentir toda su persona, como si se le escapara el alma a través de los labios, tal como creía la gente del Renacimiento. Lo que cató primero fue la grasa del lápiz de labios Chap Stick, a continuación el triste sabor a coles de Bruselas de su última comida y después ya vino aquel sabor a polvo de muchas tardes perdidas y de la sal de los conductos lacrimales. El schnapps de melocotón iba desvaneciéndose al diferenciar los jugos de sus órganos internos, todos con la leve acidez del infortunio. A veces sus labios se volvían extrañamente fríos y, al mirarla, se dio cuenta de que besaba con ojos asustados y enormemente abiertos. Después el schnapps volvió a circular de mano en mano, de boca en boca. Preguntamos a los chicos si habían hablado de cosas íntimas con ellas o si les habían hecho alguna pregunta sobre Cecilia, pero dijeron que no.

– No quería estropear un momento tan bueno como aquél -dijo Trip Fontaine.

Y Joe Hill Conley añadió:

– Hay momentos para hablar y momentos para callar.

Aunque en la boca de Bonnie cató misteriosas profundidades, no intentó sondearlas porque no quería que ella dejara de besarlo.

Vimos a las chicas cuando salían de debajo de las gradas, arrastrando los vestidos y secándose la boca. Lux se movía con aire insolente al son de la música. Fue entonces cuando Trip Fontaine bailó por fin con ella y años después nos diría que aquel saco informe que llevaba por vestido no hizo sino acrecentar su deseo.

– Te dabas cuenta de la esbeltez de su cuerpo debajo de todas aquellas ropas. Me mataba.

A medida que fue avanzando la noche las hermanas Lisbon se fueron acostumbrando a sus vestidos y a moverse con ellos. Lux descubrió una manera de arquear la espalda que hacía que la ropa se le ciñera por delante. Nos acercábamos a ellas siempre que podíamos, fuimos veinte veces al cuarto de baño y nos tomamos veinte vasos de sidra, intentamos hablar con sus chicos con intención de suplantarlos, pero ellos no dejaban solas a las chicas ni un minuto. Terminada la votación para elegir al rey y a la reina, el señor Durid subió al improvisado escenario y anunció los nombres de los vencedores. Todo el mundo sabía que el rey y la reina no podían ser otros que Trip Fontaine y Lux Lisbon, y hasta las chicas que llevaban vestidos de cien dólares aplaudieron como locas al verlos aparecer. Después bailaron los dos y bailamos todos, y finalmente abordamos a Head, a Conley y a Denton para ver si nos dejaban bailar con las chicas Lisbon. Cuando por fin nos tocó el turno, estaban rojas como pimientos, tenían las axilas mojadas e irradiaban calor por los cuatro costados debido a lo cerrados que eran sus vestidos. Estrechamos sus manos sudorosas entre las nuestras, hicimos girar sus cuerpos bajo la bola de mil reflejos, las perdimos bajo la inmensidad de sus ropas y volvimos a encontrarlas, estrujamos la pulpa de sus carnes e inhalamos el perfume de sus movimientos. Alguno de nosotros tuvo la valentía de introducir una pierna entre las suyas y de oponer nuestra angustia a la de ellas. Las hermanas Lisbon volvían a parecer idénticas con aquellos vestidos mientras iban circulando de mano en mano, sonrientes y dando incesantemente las gracias. Un hilo suelto del vestido se enganchó en el reloj de David Stark y, mientras Mary se dedicaba a desenredarlo, él le preguntó:

– ¿Lo pasas bien?

– No lo había pasado tan bien en toda mi vida -respondió ella.

Y decía la verdad. Nunca nadie había visto a las hermanas Lisbon tan contentas como aquel día, tan sociables, tan parlanchinas. Después de un baile, mientras Therese y Kevin Head tomaban el fresco en la puerta, ella le preguntó:

– ¿Cómo es que se os ocurrió invitarnos?

– ¿Qué quieres decir?

– Me refiero a que si lo hicisteis por lástima.

– ¡Ni hablar!

– ¡Embustero!

– Creo que eres guapísima. Ahí tienes la razón.

– ¿Te parecemos tan locas como todo el mundo se figura que somos?

– ¿Quién se lo figura?

Therese no respondió, se limitó a extender la mano fuera de la puerta para ver si llovía.

– Cecilia era rara, nosotras no. -Guardó silencio un instante y luego añadió-: Lo que queremos es vivir… si nos dejan.

Más tarde, cuando ya se dirigían al coche, Bonnie se paró con Joe Hill Conley a contemplar de nuevo las estrellas. El cielo estaba totalmente cubierto de nubes. Mientras observaban el cielo encapotado, ella le preguntó:

– ¿Crees que Dios existe?

– Sí.

– Yo también.

Eran las diez y media y las hermanas Lisbon debían estar de regreso al cabo de media hora. Ya se estaba terminando el baile y el coche del señor Lisbon salía de la zona de aparcamiento destinada a los profesores en dirección a su casa. Kevin Head y Therese, Joe Hill Conley y Bonnie, Parkie Denton y Mary se encaminaron hacia el Cadillac, pero Lux y Trip no los siguieron. Bonnie volvió corriendo al gimnasio para ver si estaban allí, pero no los vio por ninguna parte.

– A lo mejor han vuelto a casa con tu padre -apuntó Parkie Denton.

– Lo dudo -dijo Mary escrutando la oscuridad y alisándose la parte de arriba del vestido, bastante arrugada.

Las chicas se sacaron los zapatos de tacón alto para caminar más cómodamente e inspeccionaron entre los coches aparcados y la zona del mástil donde la bandera había ondeado a media asta el día de la muerte de Cecilia, pese a que había sido en verano y nadie, salvo los que estaban en el prado, se habían percatado del detalle. Las hermanas Lisbon, hasta hacía unos instantes tan alegres, se habían puesto ahora muy serias y se habían olvidado de sus compañeros. Se movían en pelotón y, si se dispersaban un momento, volvían a replegarse al instante. Inspeccionaron en los alrededores del teatro, detrás del ala de ciencias, e incluso en el patio donde había una pequeña estatua de una chica, regalada en recuerdo de Laura White y cuya falda de bronce ya estaba empezando a oxidarse. Las soldaduras de las muñecas estaban atravesadas por simbólicas cicatrices, pero las hermanas Lisbon ni la miraron ni dijeron nada al volver al coche a las once menos diez. Las llevaron a su casa.

El trayecto de regreso se desarrolló en un silencio casi total. Joe Hill Conley y Bonnie estaban sentados detrás, junto a Kevin Head y Therese. Parkie Denton conducía; más tarde se quejaría de que esto le impedía cualquier movimiento en dirección a Mary. De todos modos, Mary estuvo todo el tiempo arreglándose el peinado con ayuda del espejo de la visera. Therese le comentó:

– Déjalo ya. La que nos espera…

– En todo caso a Luxie, no a nosotras.

– ¿Tiene alguien un caramelo de menta o un chicle? -preguntó Bonnie.

Nadie tenía ninguno, por lo que se volvió hacia Joe Hill Conley. Lo miró fijamente un momento y después, sirviéndose de los dedos, le marcó una raya en los cabellos, en el lado izquierdo de la cabeza.

– Así está mejor -dijo Bonnie.

Casi veinte años después, Conley sigue peinándose el poco pelo que le queda con la raya marcada por la invisible mano de Bonnie.

Fuera de la casa de los Lisbon, Joe Hill Conley besó a Bonnie por última vez y ella se dejó. Therese ofreció la mejilla a Kevin Head. A través de los cristales velados por el vapor, los chicos miraron la casa. El señor Lisbon ya había regresado y la luz del dormitorio principal estaba encendida.

– Os acompañaremos hasta la puerta -dijo Parkie Denton.

– No, no -dijo Mary.

– ¿Por qué?

– Porque no -replicó, y salió del coche casi sin darle la mano.

– De veras que lo hemos pasado muy bien -dijo Therese desde el asiento de atrás.

– ¿Me llamarás? -musitó Bonnie al oído de Joe Hill Conley.

– Seguro.

Se oyó el chasquido de las puertas al abrirse, bajaron las chicas, se alisaron el vestido y se dirigieron a la casa.

El tío Tucker acababa de ir a la nevera del garaje en busca de otro paquete de seis botellas de cerveza cuando se paró el taxi, dos horas más tarde de lo convenido. Vio que de él bajaba Lux y que hurgaba en el bolso para sacar el billete de cinco dólares que la señora Lisbon había dado aquella noche a cada una de sus hijas antes de que salieran de casa. «Siempre hay que llevar encima lo suficiente para pagar un taxi», era una de sus máximas, pese a que aquélla era la primera noche que las dejaba salir y, por lo tanto, la primera que habría podido hacerles falta el dinero.

Lux no aguardó a que el taxista le devolviera el cambio. Enfiló el camino de entrada levantándose un poco el vestido para caminar mejor. Tenía los ojos clavados en el suelo. Llevaba la espalda de la chaqueta manchada de blanco. Se abrió la puerta principal y el señor Lisbon se asomó al porche. Se había quitado la chaqueta, pero aún llevaba la corbata anaranjada. Bajó las escaleras y coincidió con Lux a medio camino. Lux comenzó a excusarse con gestos de las manos. Cuando el señor Lisbon la interrumpió, bajó la cabeza y asintió de mala gana. El tío Tucker no podía recordar en qué momento exacto la señora Lisbon se incorporó a la escena. Sin embargo, de repente se dio cuenta de que se oía una música de fondo y, al mirar hacia la casa, vio a la señora Lisbon recortada en el marco de la puerta. Llevaba una bata a cuadros y tenía un vaso en la mano. La música procedía de dentro de la casa, y en ella reverberaban órganos y arpas seráficas. Como había empezado a beber a mediodía, el tío Tucker ya casi había terminado la caja de cervezas que consumía diariamente. Al mirar fuera del garaje, mientras la música llenaba la calle como si fuese aire, le entraron ganas de llorar.

– Era esa clase de música que tocan cuando alguien se muere -explicó.

Era música de iglesia, una selección de alguno de los tres discos que a la señora Lisbon le gustaba poner una y otra vez los domingos. Sabíamos de aquella música por el diario de Cecilia («Domingo por la mañana. Mamá ha vuelto a poner esa mierda») y, meses más tarde, cuando cambiaron de casa, encontramos los discos entre la basura que dejaron junto al bordillo. Los álbumes son -según hemos enumerado en el Archivo de Pruebas Físicas-: Canciones de fe, de Tyrone Little y the Believers; Arrobamiento eterno, del Coro Baptista Toledo; y Cantando tus alabanzas, de los Grand Rapids Gospelers. En cada una de las fundas se veían nubes atravesadas por rayos de luz. No pusimos los discos ni una sola vez. Era ese tipo de música que nos saltamos en la radio, entre el Motown y el rock and roll, un faro de luz en un mundo de tinieblas, basura absoluta llena de voces rubias que cantan a coro, escalas que suben hacia armónicos crescendos, como un espumoso dulce de malvavisco que nos inundase los oídos.

Siempre nos habíamos preguntado quién podía escuchar esa clase de música y nos imaginábamos que seguramente eran adictas a ella viudas solitarias que vivían en casas de reposo o familias de pastores que pasaban las veladas haciendo circular bandejitas de jamón. Ni una sola vez supusimos que aquellas piadosas voces pudiesen atravesar las tablas del suelo y llenar con sus eclesiásticos sones los rincones donde las hermanas Lisbon, agachadas, se pulían con piedra pómez los callos de los pies. El padre Moody también había escuchado aquella música las pocas veces que fue a tomar café a casa de los Lisbon alguna tarde de domingo.

– La verdad es que no me gustaba mucho -nos dijo después-. A mí me van cosas más augustas, como el Mesías de Händel, el Réquiem de Mozart, una música que, si se me permite la expresión, es más propia de una familia protestante.

Mientras sonaba la música, la señora Lisbon se mantenía inmóvil en la puerta. El señor Lisbon escoltó a Lux hasta la casa. Lux subió los peldaños de la escalera, atravesó el porche, pero su madre le impidió el paso. La señora Lisbon dijo algo que el tío Tucker no pudo oír. Lux abrió la boca y la señora Lisbon se inclinó hacia delante y mantuvo la cara, muy quieta, junto a la de su hija.

– Por el aliento -nos explicó el tío Tucker.

La prueba no duró más de cinco segundos antes de que la señora Lisbon retrocediera para abofetear a Lux. Pero Lux se hizo atrás y no recibió la bofetada. La señora Lisbon se quedó petrificada, con el brazo levantado, y sólo se volvió para escudriñar la oscuridad de la calle, como si presintiera que la estaban observando cien ojos y no sólo los dos del tío Tucker. El señor Lisbon también se volvió. Y lo mismo hizo Lux. Los tres escrutaron el barrio a oscuras, donde los árboles seguían goteando y los coches dormían en garajes y cobertizos con los motores emitiendo crujidos a lo largo de toda la noche a medida que se iban enfriando. Permanecieron muy quietos y después la mano de la señora Lisbon cayó inerte a un costado del cuerpo, momento en que Lux vio el cielo abierto, ya que escapó corriendo escaleras arriba y se metió en su habitación.

Sólo años más tarde nos enteramos de lo que les había ocurrido a Lux y a Trip Fontaine. Hasta el mismo Trip Fontaine habló con desgana del asunto, insistiendo, tal como ordenaban los Doce Pasos, en que él ahora era otro hombre. Después de bailar como rey y reina de la fiesta, Trip había escoltado a Lux a través de todo el corro de compañeros que los aplaudían y la había conducido a la puerta donde Therese y Kevin estaban tomando el fresco.

– Después del baile estábamos acalorados -dijo.

Lux todavía llevaba la tiara de Miss América que le había puesto el señor Durid. Los pechos de ambos estaban cruzados por las bandas reales.

– ¿Qué haremos ahora? -había preguntado Lux.

– Lo que queramos.

– Quiero decir como rey y reina. ¿Tenemos que hacer algo?

– No, ya ha terminado. Hemos bailado, nos han puesto las bandas. Sólo seremos reyes esta noche.

– Creía que íbamos a serlo todo el año.

– Bueno, en realidad sí, pero no tenemos que hacer nada más.

Lux asintió con la cabeza.

– Me parece que ya ha parado de llover -comentó.

– ¿Quieres que salgamos?

– Mejor no. Nos iremos en seguida.

– Podemos vigilar el coche. No van a irse sin nosotros.

– ¿Y mi padre? -preguntó Lux.

– Después le dices que has ido a guardar la corona en el armario.

Había parado de llover, en efecto, pero flotaba una cierta neblina cuando cruzaron la calle y, cogidos de la mano, se dirigieron al campo de fútbol, totalmente empapado.

– ¿Ves aquel montoncito de tierra? -le preguntó Trip Fontaine-. Pues allí es donde hoy le he dado fuerte al tío aquel. ¡Será gilipollas!

Pasaron los cincuenta metros, los cuarenta y llegaron a la línea de meta, donde nadie podía verlos. Aquella raya blanca que el tío Tucker vio después en la chaqueta de Lux se la hizo al tumbarse en la línea de meta. Mientras hacían el acto los reflectores recorrieron el campo, pasaron por encima de ellos e iluminaron el poste de la portería. A la mitad Lux dijo:

– Yo siempre lo fastidio todo, siempre. -Y se echó a llorar.

Trip Fontaine apenas nos contó más. Le preguntamos si la había acompañado al coche, pero nos dijo que no.

– Yo volví andando a casa y no me preocupó cómo volvía ella a la suya. Simplemente me marché. -Después añadió-: Es muy extraño… me refiero a que la chica me gustaba, me gustaba de veras. Y en aquel momento me harté de ella.

En cuanto a los demás, pasaron el resto de la noche dando vueltas con el coche por el barrio. Pasaron por delante del Little Club, del Yacht Club, del Hunt Club, cruzaron el Village, donde la parafernalia del Halloween había dado paso a la del Día de Acción de Gracias. A la una y media de la noche, incapaces de quitarse de la cabeza a las chicas cuya presencia seguía llenando el coche, decidieron pasar por última vez por delante de la casa de las hermanas Lisbon. Pararon un momento para que Joe Hill Conley se aliviara detrás de un árbol y después siguieron Cadieux abajo pasando a toda marcha por delante de las casitas que en otro tiempo habían sido cabañas para temporeros. Pasaron por una urbanización donde mucho tiempo atrás se había levantado una de nuestras grandes mansiones, cuyos ornamentados jardines habían sido sustituidos por casas de ladrillo rojo con puertas pretendidamente antiguas y garajes gigantescos. Enfilaron Jefferson, pasaron por delante del Monumento a los Caídos y de las puertas negras de los últimos millonarios y condujeron en silencio hacia la casa de aquellas chicas que por fin se habían convertido para ellos en seres reales. Al acercarse a la casa de los Lisbon vieron que la ventana de uno de los dormitorios estaba iluminada. Parkie Denton levantó la mano para que los demás le dieran un palmetazo.

– Ha habido suerte -dijo.

Pero su alegría duró poco. Antes de parar ya sabía qué había ocurrido.

– Sentí en la boca del estómago que aquellas chicas ya no volverían a salir en su vida -nos dijo Kevin Head unos años más tarde-. La vieja bruja las había vuelto a encerrar. No me preguntéis cómo lo supe, pero fue así.

Las persianas de las ventanas se habían cerrado igual que párpados y los descuidados parterres daban a la casa un aire de abandono. Pero en la única ventana donde había luz la cortina se estremeció. La retiró una mano que reveló el atisbo de una cara amarillenta -Bonnie, Mary, Therese o incluso Lux- que miraba calle abajo. Parkie Denton hizo sonar el claxon, un bocinazo breve y preñado de esperanza, pero justo cuando la chica ponía la palma de la mano en el cristal, se apagó la luz.

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