Unas semanas después de que la señora Lisbon cerrase la casa y le impusiera un aislamiento total, la gente comenzó a ver a Lux haciendo el amor en el tejado.
Después del baile del Homecoming, la señora Lisbon cerró las persianas de abajo. Lo único que podíamos ver eran las sombras encarceladas de las hermanas Lisbon, que adquirían tintes alucinantes en nuestra imaginación. Por otra parte, cuando el otoño cedió paso al invierno, los árboles del jardín se vencieron y espesaron hasta tapar la casa, pese a que las ramas desnudas de hojas deberían haberla desvelado. Sobre el tejado de los Lisbon siempre había una nube, hecho que no tenía más explicación que la psíquica: la casa estaba en sombras porque así lo quería la señora Lisbon.
El cielo se oscureció y el día se quedó sin luz, por lo que nos encontramos metidos en una lobreguez intemporal en la que sólo podíamos saber qué hora era por el sabor de los eructos: por la mañana sabían a pasta dentífrica y por la tarde a la salsa del estofado que comíamos en la escuela.
Sin que mediara explicación alguna, las hermanas Lisbon dejaron de asistir a clase. Una mañana no se presentaron y la siguiente tampoco. Cuando el señor Woodhouse quiso que le informaran del asunto, el señor Lisbon parecía no tener ni idea de adónde podían haber ido.
– Decía continuamente: «¿Seguro que no están?».
Jerry Burden conocía la combinación del armario de Mary, lo abrió y dentro encontró casi todos sus libros.
– Tenía postales pegadas. Cosas muy raras. Sofás y mierdas de ésas.
(En realidad, se trataba de postales del museo de arte, que mostraban una silla Biedermeier y un sofá Chippendale tapizado de chintz rosa.) Las libretas estaban en el estante de arriba, cada una con el nombre de una materia nueva e incitante que nunca llegó a estudiar. Dentro de la de Historia americana, entre espasmódicas notas, Jerry Burden encontró el siguiente garabato: una chica con coletas vencida bajo el peso de una enorme roca. Tenía los carrillos hinchados y de sus labios gordezuelos salía una nube de vapor. Dentro de esa nube, que se ensanchaba progresivamente, figuraba escrita la palabra «presión» con trazo oscuro.
Teniendo en cuenta que Lux no se había sometido al toque de queda, todo el mundo estaba a la espera de que ocurriese algo, si bien nadie se figuraba que pudiera ser tan drástico. Sin embargo, al hablar con ella unos años después, la señora Lisbon insistió en que nunca había tenido la intención de comportarse con sus hijas de forma punitiva.
– Dada la situación, la escuela no hacía sino empeorar las cosas -dijo-. Las compañeras no les dirigían la palabra, los únicos que les hablaban eran los chicos, y éstos ya se sabe lo que buscan. Las chicas necesitaban tiempo para ellas. Son cosas que una madre sabe muy bien. Pensé que, si se quedaban en casa, se repondrían mejor.
La entrevista con la señora Lisbon fue breve. Nos encontramos en la parada del autobús del pueblo en que ahora vive, porque era el único sitio donde servían café. Tenía los nudillos enrojecidos y se le habían contraído las encías. La tragedia que había vivido no la había hecho más abordable, en realidad le había infundido esa cualidad impalpable que poseen los que han sufrido más de lo que puede expresarse con palabras. Aun así, queríamos hablar con ella sobre todo porque nos dábamos cuenta de que, por su condición de madre de las chicas, tenía que saber mejor que nadie por qué se habían suicidado. Pero lo que nos dijo fue:
– Esto es lo más espantoso, que no lo sé. Cuando no están contigo, son diferentes. Los hijos son así.
Cuando le preguntamos por qué no buscó nunca el consejo psicológico que podía ofrecerle el doctor Hornicker, la señora Lisbon se molestó.
– El médico aquel nos echaba la culpa a nosotros. Decía que Robbie y yo éramos los culpables de todo.
En ese momento llegó un autobús a la parada, que escupió por la puerta abierta de la Salida 2 una ráfaga de monóxido de carbono sobre el mostrador, cubierto de montones de rosquillas fritas. La señora Lisbon dijo que tenía que dejarnos.
Pero la señora Lisbon hizo algo más que impedir a sus hijas que fueran a la escuela. El domingo siguiente, de regreso a su casa después de escuchar un encendido sermón en la iglesia, ordenó a Lux que destruyera sus discos de rock. La señora Pitzenberger (que estaba pintando una habitación en la casa de al lado) oyó la enfurecida discusión.
– ¡Ahora! -no cesaba de repetir la señora Lisbon, mientras Lux intentaba hacerla entrar en razón, llegar a un acuerdo con ella, y estallaba finalmente en sollozos.
A través de la ventana del pasillo de arriba, la señora Pitzenberger vio que Lux se dirigía taconeando furiosamente a su dormitorio y volvía con unas cajas que habían contenido melocotones. Eran cajas pesadas y Lux las soltó escaleras abajo como si fueran trineos.
– Las dejaba resbalar escaleras abajo pero, antes de soltarlas, las retenía un momento.
La señora Lisbon tenía encendida la chimenea de la sala de estar, y Lux, que lloraba en silencio, comenzó a arrojar los discos al fuego. No supimos qué álbumes fueron condenados al auto de fe, pero parece que Lux imploraba misericordia a la señora Lisbon mientras iba cogiendo en sus manos los discos uno tras otro. Pronto el olor lo invadió todo y el plástico se fundió sobre los morillos, por lo que la señora Lisbon pidió a Lux que no echara más discos en el fuego. (El resto de los álbumes fueron a parar a la basura de la semana.) Pero Will Timber, que estaba tomando un vaso de mosto, dijo que durante todo el camino hasta Mr. Z's, la tienda de Kercheval donde vendían artículos para fiestas, tuvo metido en la nariz aquel hedor a plástico quemado.
Durante las semanas siguientes apenas vimos a las chicas. Lux no volvió a hablar nunca más con Trip Fontaine, ni Joe Hill Conley llamó a Bonnie pese a habérselo prometido. La señora Lisbon llevó a sus hijas a casa de su abuela a fin de escuchar el consejo de una anciana que había vivido todo tipo de penalidades. Cuando la llamamos por teléfono a Roswell, Nuevo México, población a la que se había trasladado después de vivir cuarenta y tres años en la misma casa de una sola planta, la vieja (de nombre Lema Crawford) se negó a responder a las preguntas sobre su participación en el castigo, ya fuera por testarudez o para no oír su voz a través del audífono diciendo aquellas cosas por teléfono. Habló, sin embargo, de los sinsabores que a ella misma le había deparado el amor sesenta años atrás.
– Son cosas que jamás se superan -dijo-, aunque puedes acabar encontrándote en una situación en la que ya no te importen tanto. -Después, antes de colgar, añadió-: El tiempo aquí es espléndido. Lo mejor que hice en mi vida fue liar los bártulos y marcharme de aquella ciudad.
El sonido desvaído de su voz hizo que la escena cobrase vida: la vieja, ante la mesa de la cocina, con los escasos cabellos metidos en un turbante de tejido elástico, la señora Lisbon con los labios apretados y expresión ceñuda sentada delante de ella y las cuatro penitentes, las cabezas bajas y manoseando chucherías y figurillas de porcelana. No se habla ni un momento de lo que ellas sienten ni de lo que esperan de la vida, no hay más que una orden que emana de arriba -abuela, madre, hijas- mientras fuera, en el patio trasero, va cayendo la lluvia sobre las marchitas hortalizas del huerto.
El señor Lisbon siguió yendo a su trabajo todas las mañanas y la familia a la iglesia los domingos, pero aquí se acabó todo. La casa se iba viendo ahogada por nieblas de juventud, y hasta nuestros padres comenzaron a decir que tenía un aire lúgubre y malsano. Los vapores que emanaban las miasmas atraían por las noches a los mapaches y no era raro encontrar alguno muerto, aplastado por un coche al alejarse de la basura de los Lisbon. Una semana, en el porche delantero, se vio a la señora Lisbon con bombas humeantes que despedían un hedor sulfuroso. Nadie había visto nunca aquellos artilugios, pero decían que eran útiles para ahuyentar a los mapaches. Tiempo después, antes de que arreciaran los primeros fríos aproximadamente, la gente empezó a ver a Lux copulando en el tejado con hombres y muchachos sin rostro.
Al principio habría sido imposible decir qué ocurría. Un cuerpo de celofán movía los brazos contra las tejas de pizarra como un niño que arrastrara un ángel por la nieve. Después ya se distinguía otro cuerpo más oscuro, a veces con uniforme de un restaurante de comidas rápidas, a veces con todo un surtido de cadenas de oro, una vez con el atuendo gris pardusco de los contables. Apostados en la buhardilla de los Pitzenberger, y a través de las ramas más pequeñas de los olmos, ahora desnudas de hojas, acabamos por descubrir el rostro de Lux, sentada y envuelta en una manta Hudson Bay, fumando un cigarrillo, tan inasequiblemente cercana allí metida en el círculo de los prismáticos, moviendo lentamente los labios sin emitir sonido alguno.
Nos sorprendía que pudiera hacerlo en su propia casa, mientras sus padres dormían. En realidad era imposible que el señor y la señora Lisbon vieran lo que ocurría en el tejado de su casa y, una vez instalados en él, Lux y sus amiguetes disfrutaban de una cierta seguridad. Pese a todo, debía de producirse el inevitable ruido de los muchachos y los hombres al colarse dentro de la casa, los crujidos de las escaleras en medio de una oscuridad cargada de ansiosas vibraciones, los ruidos nocturnos zumbando en sus oídos, hombres sudorosos, conscientes de que corrían el riesgo de ser acusados de violación, de perder su trabajo, de afrontar un divorcio, pero que eran conducidos escaleras arriba y tenían que saltar por una ventana para subir al tejado, donde la pasión les machacaba las rodillas y los hacía revolcarse en charcos empantanados. Nunca supimos de dónde los sacaba Lux. No nos constaba que abandonase la casa en ningún momento, ya que si hubiera salido de noche habría podido hacer lo mismo en cualquier solar a orillas del lago. El hecho es que prefería hacer el amor en el mismo lugar donde estaba confinada. En lo que a nosotros respecta, aprendimos mucho acerca de las técnicas del amor y, puesto que no conocíamos las palabras para designar lo que veíamos, tuvimos que inventárnoslas. Así fue como empezamos a hablar de «trinar en el cañón», de «atar el tubo», de «gimotear en el pozo», de «deslizar la cabeza de la tortuga» o de «masticar zumaque». Años más tarde, cuando también nosotros perdimos la virginidad, el pánico nos hizo imitar aquellos lejanos revolcones de Lux en el tejado, e incluso ahora, de ser sinceros con nosotros mismos, tendríamos que admitir que seguimos haciendo el amor con aquel pálido espectro, sus pies afianzados en el canalón, su mano florida apoyada siempre en la chimenea, prescindiendo de lo que hagan los pies y las manos de nuestras actuales amantes. Y también tendríamos que admitir que, en nuestros momentos más íntimos, solos en la noche con los latidos de nuestro corazón, mientras pedimos a Dios que nos salve, la aparición más frecuente es Lux, súcubo de aquellas noches binoculares.
Tuvimos informes de sus aventuras eróticas a través de las fuentes más insospechadas, como muchachos de clase obrera con extraños cortes de pelo que juraban y perjuraban que habían estado con Lux en el tejado de su casa y, pese a que tratábamos de ponerlos en un brete buscando contradicciones en sus historias, nunca lo conseguimos. Decían siempre que la casa estaba muy oscura, que no habían visto nada y que lo único vivo que había en ella era la mano de Lux, conminatoria y reticente a un tiempo, que los llevaba agarrados por la hebilla del cinturón. El suelo era una carrera de obstáculos. En una ocasión Dan Tyco pisó una cosa blanda en el rellano y la recogió. Sólo cuando Lux lo llevó al tejado a través de la ventana, la luz de la luna le permitió ver qué llevaba en la mano: aquel medio bocadillo que el padre Moody había encontrado cinco meses antes. Otros encontraron cuencos de espaguetis congelados y latas vacías, como si la señora Lisbon hubiera dejado de cocinar para sus hijas, y éstas vivieran de forraje.
A decir de los chicos, Lux había perdido peso, aunque no habríamos podido asegurarlo viéndola a través de los prismáticos. Los dieciséis hicieron algún comentario sobre la prominencia de sus costillas, sus escuálidos muslos, y uno que había subido al tejado con Lux durante una cálida tormenta de invierno nos dijo que los huecos de las clavículas de la chica recogían el agua de la lluvia. Unos pocos hicieron referencia al sabor ácido de su saliva -el de los jugos gástricos cuando no se emplean en nada-, si bien ninguno de estos signos de desnutrición, de enfermedad o de pesadumbre (las pupas de las comisuras de los labios, la calva sobre la oreja izquierda) impedían que Lux produjese la apabullante impresión de ser un ángel hecho carne. Hablaban de haber subido a la chimenea como llevados por dos grandes y batientes alas, y de aquella leve pelusilla que Lux tenía en el labio superior, que se le caía igual que plumón. Sus ojos brillaban, ardían, estaban abocados a su misión como sólo podían hacerlo los de una criatura que no dudara de la gloria de la creación o de su falta de sentido. Las palabras empleadas por aquellos muchachos, los evasivos movimientos de las cejas, su espanto, su desconcierto, dejaban claro que eran perfectamente conscientes de no ser más que insignificantes asideros en la ascensión de Lux y, al final, pese a que ellos llegaban al pináculo, tampoco habrían podido decir qué había más allá de todo aquello. Unos pocos hicieron alguna observación sobre la avasalladora sensación que les producía la inconmensurable caridad de Lux.
Aun cuando apenas si sostuvo conversaciones largas, nos hicimos una ligera idea de su estado mental a través de lo poco que nos llegó de lo poco que dijo. En una ocasión le comentó a Bob McBrearley que le era imposible vivir sin «hacerlo regularmente», si bien pronunció la frase con acento de Brooklyn, como si hiciera una imitación cinematográfica. En su manera de proceder había mucho de actuación. Willie Tate llegó a afirmar incluso que, pese a su avidez, «no parecía gustarle mucho», y otros chicos señalaron una desatención similar. Al levantar la cabeza del dulce apoyo que era el cuello de Lux, encontraban sus ojos abiertos, la veían perdida en la maraña de sus pensamientos o, en el punto culminante de la pasión, sentían que les arrancaba la costra de un grano que tenían en la espalda. Sin embargo parece que Lux decía cosas como:
– Todavía no la saques, déjala un minuto. Así nos sentiremos más unidos.
Otras veces afrontaba el acto como un deber, colocaba a los chicos en su sitio, les desabrochaba el cinturón y les bajaba la cremallera con la actitud mecánica de una cajera de supermercado. Las precauciones que tomaba para no quedar embarazada eran de lo más contradictorio. Algunos afirmaban que se servía de procedimientos complicados, que se introducía tres o cuatro gelatinas o cremas a la vez, rematadas con un espermicida blanco al que se refería con el nombre de «la crema de queso». En ocasiones se limitaba a usar el «método australiano», consistente en agitar una botella de Coca-Cola y regar con ella sus interioridades. Cuando le daba por ser más estricta, pronunciaba aquella consigna suya que sonaba a ultimátum.
– Nada de erección sin protección.
A menudo usaba productos farmacéuticos; otras veces, sin embargo, seguramente cortada por los impedimentos de la señora Lisbon, recurría a los ingeniosos métodos concebidos por las comadronas de otros tiempos. El vinagre demostró sus propiedades, al igual que el jugo de tomate: diminutas naves del amor naufragando en mares ácidos. Lux conservaba todo un surtido de botellas, así como un complejo arsenal que tenía escondido detrás de la chimenea. Nueve meses después, cuando los techadores contratados por la joven pareja que acababa de mudarse encontraron las botellas, comentaron a la esposa:
– Parece que aquí arriba había alguien que preparaba ensaladas.
Si ya era una locura hacer el amor en el tejado en cualquier época del año, hacerlo en invierno indicaba enajenación, desesperación, autodestrucción muy por encima del placer que pueda conseguirse debajo de árboles que gotean. Si algunos veíamos a Lux como una fuerza de la naturaleza, inasequible al frío, una diosa de hielo concebida por la propia estación, la mayoría sabíamos que no era más que una chica que corría peligro de morir de frío o que perseguía ese final. En consecuencia, no nos sorprendió que, después de tres semanas de exhibiciones al aire libre, volviera a presentarse la ambulancia. Aquella vez, la tercera, la ambulancia ya se había hecho tan habitual como las histéricas voces de la señora Buell llamando a Chase a casa. Cuando apareció como un bólido por la calle, su imagen familiar impidió que reparásemos en los neumáticos para la nieve recién colocados y en los anillos de sal incrustados en los guardabarros. Vimos al sheriff -el tipo delgado y con bigote- saltar del asiento del conductor antes de que tuviera tiempo de saltar realmente y, a partir de aquel momento, cada imagen ya estuvo marcada con la impronta del déjá vu. Estábamos preparados para ver a las chicas pasando por delante de las ventanas con las batas puestas, encenderse las luces que iluminarían el derrotero de los sanitarios hasta la víctima, primero la luz del vestíbulo, después la del salón, después la del pasillo de arriba, después la del dormitorio de la derecha, hasta que toda la casa, como una máquina tragaperras, quedase totalmente iluminada por sectores. Eran más de las nueve de la noche y no había luna. Los pájaros habían anidado en las farolas, por eso la luz se filtraba a través de las briznas de paja y de las plumas de la muda. Hacía tiempo que los pájaros habían emprendido el camino del sur, pero de nuevo el sheriff y el gordo aparecieron en la puerta de la casa de los Lisbon. Llevaban la camilla, tal como esperábamos, pero al iluminarse el porche no estábamos preparados para ver lo que vimos: Lux Lisbon sentada, totalmente viva.
Parecía acongojada, pero al sacarla en andas de la casa tuvo la presencia de ánimo suficiente para coger el Reader's Digest, que después, en el hospital, se leería de cabo a rabo. De hecho, pese a las convulsiones (se cogía el vientre con las manos), Lux había tenido la osadía de darse en los labios una capa de carmín rosado que, al decir de los que estuvieron en el tejado con ella, sabía a fresa. La hermana de Woody Clabault tenía una barra de la misma marca y una vez que nos metimos en el cuarto donde sus padres guardaban los licores, pedimos a Woody que se pintara los labios y nos besara a todos por turno para que supiésemos cómo sabía. Por encima del sabor de las bebidas que improvisamos aquella noche -una parte de ginger ale, una parte de bourbon, una parte de zumo de lima y una parte de whisky escocés-, pudimos apreciar el gusto a cera de fresas en los labios de Woody Clabault, transformados delante de la chimenea de su casa en los labios de Lux. En la grabadora sonaba una estruendosa música de rock, mientras nosotros nos agitábamos en las butacas, flotando incorpóreos de vez en cuando hasta el sofá para hundir la cabeza en el frasco de fresas, pese a lo cual al día siguiente nos negamos a recordar lo ocurrido y de hecho ésta es la primera vez que hablamos del incidente. En cualquier caso, el recuerdo de aquella noche fue sustituido por el de Lux transportada a la ambulancia porque, pese a las discrepancias de tiempo y espacio, fueron los labios de Lux los que catamos, no los de Clabault.
Era evidente que Lux necesitaba un lavado de cabello. George Pappas, que se acercó a la ambulancia antes de que el sheriff cerrara la puerta, dijo que Lux tenía sangre pegada en las mejillas.
– Se le notaban las venas -dijo.
Con la revista en una mano, agarrándose el vientre con la otra, fue transportada en la camilla como en un cimbreante bote salvavidas. Sus sacudidas, sus gritos, sus muecas de dolor no hacían sino poner más de relieve la inerte inmovilidad de Cecilia, a la que ahora veíamos en el recuerdo más muerta de lo que había estado en la realidad. La señora Lisbon no subió de un salto a la ambulancia como la otra vez, sino que se quedó de pie en el césped agitando la mano como si su hija fuera a pasar unas vacaciones a un campamento de verano. Ni Mary ni Bonnie ni Therese salieron de la casa. Al hablar más tarde del asunto, nos dimos cuenta de que muchos habíamos tenido en aquel momento una especie de confusión mental, que no hizo sino empeorar en ocasión de las muertes restantes. El síntoma predominante de aquel estado fue una incapacidad para recordar ningún sonido. Las puertas de la ambulancia golpearon sin ruido, la boca de Lux (once empastes, según los archivos del doctor Roth) profirió gritos mudos, en tanto que la calle, las ramas de los árboles con sus crujidos, los semáforos con sus destellos de diferentes colores, el zumbido eléctrico de la caja en el paso de peatones -sonidos todos ellos que normalmente son ruidos clamorosos-, quedaron en suspenso o se produjeron a un volumen tan bajo que impidió que los oyéramos pese a provocarnos estremecimientos en la columna vertebral. El sonido sólo volvió una vez que Lux se hubo marchado. Entonces, de los televisores surgieron risas enlatadas y los padres salieron a la calle quejándose de dolor de espalda.
Pasó media hora antes de que la hermana de la señora Patz llamara desde Bon Secours con la noticia preliminar de que Lux había sufrido una peritonitis. Nos sorprendió que no padeciera ningún daño que ella misma se hubiera infligido, aunque la señora Patz añadió:
– Es la tensión. Esa pobre chica está sometida a una tensión tal que le ha reventado el apéndice, ni más ni menos. Lo mismo le pasó a mi hermana.
Brent Christopher, que aquella noche por poco se corta la mano derecha con una sierra eléctrica (estaba instalando una cocina nueva), vio que Lux era conducida en una camilla a la sala de urgencia. Pese a que él llevaba el brazo vendado y estaba atontado debido a los calmantes, recuerda que los internos levantaron a Lux y la colocaron en una cama al lado de la suya.
– Respiraba con la boca abierta, como si necesitara desesperadamente aire, y se apretaba el estómago con las manos. No paraba de decir: «¡Ouuu, ouuu!», así, tal como suena.
Parece que los internos los dejaron un momento para ir a buscar un médico a toda prisa y que entonces Brent Christopher y Lux se quedaron solos. Ella dejó de llorar y lo miró mientras él levantaba la mano envuelta en gasas. Lux lo observó sin interés especial, después se incorporó y cerró la cortina que separaba las dos camas.
Un tal doctor Finch (o French, el nombre es ilegible en los archivos) se encargó de examinar a Lux. Le preguntó dónde le dolía, le extrajo sangre, le dio unos golpecitos, le provocó náuseas con un depresor de la lengua y le examinó los ojos, las orejas y la nariz. También le examinó el costado y no encontró hinchazón alguna. En realidad, ya no mostraba signos de dolor y, pasados los primeros minutos, el médico dejó de hacerle preguntas en relación con su apéndice. Algunos dijeron que, a ojos de un médico experimentado, los signos eran evidentes: una mirada de ansiedad, frecuentes toqueteos del vientre. Fuera lo que fuese, el doctor sabía de qué se trataba.
– ¿Cuándo tuviste el periodo por última vez? -le preguntó.
– Hace bastante.
– ¿Un mes?
– Cuarenta y dos días.
– ¿No quieres que lo sepan tus padres?
– No, gracias.
– ¿Y por qué tanto jaleo? ¿Por qué la ambulancia?
– Era la única manera de salir de casa.
Hablaban en un bisbiseo, el médico inclinado sobre la cama, Lux sentada. Brent Christopher oyó un ruido que identificó como castañeteo de dientes. Después ella dijo:
– Quiero que me hagan una prueba. ¿Querrá pedirla?
El médico no se comprometió verbalmente a hacerle la prueba pero, por alguna razón, cuando salió al vestíbulo dijo a la señora Lisbon, que acababa de llegar después de dejar a su marido en casa con las niñas:
– Su hija se repondrá totalmente.
Después se metió en su despacho, donde una enfermera lo encontró más tarde fumando ansiosamente en pipa. Con respecto a lo que pasó aquel día por la imaginación del doctor Finch hemos imaginado diferentes posibilidades: que se enamoró de aquella chica de catorce años a la que se le retrasaba el periodo o que estaba calculando mentalmente cuánto dinero tenía en el banco, cuánta gasolina en el depósito del coche y hasta dónde podían llegar antes de que su mujer y sus hijos lo descubrieran. Nunca entendimos por qué Lux fue al hospital y no al departamento de Planificación Familiar, pero la mayoría pensamos que había dicho la verdad y que, de hecho, no veía otro medio de establecer contacto con un médico. Cuando volvió el doctor Finch, dijo:
– Le explicaré a tu madre que vamos a hacerte análisis gastrointestinales.
Brent Christopher se levantó; había decidido que ayudaría a escapar a Lux. Oyó que la chica decía:
– ¿Cuánto tiempo tardaremos en saberlo?
– Una media hora.
– ¿Es verdad que utilizan un conejo?
El médico se echó a reír.
Al ponerse de pie, Brent Christopher sintió unas pulsaciones en la mano, se le enturbiaron los ojos y experimentó un terrible mareo pero, antes de perder el conocimiento, todavía vio pasar al doctor Finch camino del lugar donde esperaba la señora Lisbon. Ella fue la primera en saberlo, después fueron las enfermeras y a continuación nosotros. Joe Larson cruzó la calle corriendo, se escondió entre los arbustos de los Lisbon y, una vez allí, oyó los lloriqueos feminoides del señor Lisbon, según dijo semejantes a una especie de musiquilla. El señor Lisbon estaba sentado en su butaca, tenía los pies en un reposapiés y se cubría el rostro con las manos. Sonó el teléfono, lo miró, lo cogió.
– ¡Gracias a Dios! -exclamó-. ¡Gracias a Dios! Resultaba que Lux sólo sufría una indigestión.
Además de una prueba de embarazo, el doctor Finch practicó a Lux un examen ginecológico completo. Obtuvimos los documentos pertinentes, que conservamos entre nuestras posesiones más preciadas, de manos de Angelica Turnette, administrativa del hospital (como no pertenecía al sindicato, con la paga que recibía a duras penas llegaba a cubrir gastos). El informe del médico, en una serie de números sugestivos, presenta a Lux con una bata de papel grueso subiéndose a la balanza (45), abriendo la boca para recibir el termómetro (37) y orinando en un recipiente de plástico (WBC 6-8 aglutinaciones ocas.; moco espeso; leucocitos 2+). El simple comentario de «leves abrasiones» informa de las condiciones de las paredes uterinas y, como inicio de un examen que a partir de entonces fue discontinuo, se tomó una fotografía del rosado cuello del útero, que tiene todo el aspecto del obturador de una cámara a una exposición extremadamente baja. (Nos mira como un ojo inflamado que nos escrutase con su silencio acusador.)
– La prueba del embarazo resultó negativa, pero era evidente que existía actividad sexual -nos explicó la señorita Turnette-. Tenía el virus del papiloma humano, precursor de verrugas genitales. Cuantas más son las personas con las que mantienes relaciones, más virus de papiloma, así de simple.
Aquella noche resultó que el doctor Hornicker estaba de servicio y se las arregló para ver unos minutos a Lux sin que la señora Lisbon se enterara.
– La chica todavía estaba esperando los resultados de las pruebas, de modo que es normal que estuviera tensa -dijo-. Pero en ella había algo más, como una especie de desazón.
Lux se había vestido y estaba sentada en el borde de la cama en la sala de urgencias. Cuando el doctor Hornicker se presentó, le dijo:
– ¡Ah, usted es el médico que habló con mi hermana!
– Exacto.
– ¿Tiene que preguntarme algo?
– Sólo si quieres.
– He venido aquí… -dijo bajando la voz- sólo para que me viera el ginecólogo.
– ¿O sea que no quieres que te pregunte nada?
– Ceci nos habló de las pruebas que usted hacía, y yo ahora no estoy de humor.
– ¿Y de qué humor se supone que estás?
– No estoy de humor y basta. Estoy cansada, eso es todo.
– ¿No duermes bastante, quizá?
– Duermo muchísimo.
– ¿Y pese a todo estás cansada?
– Sí.
– ¿A qué lo atribuyes?
Hasta aquí Lux había contestado rápidamente, balanceando los pies, que no le llegaban al suelo. Ahora hizo una pausa y miró al doctor Hornicker. Se echó para atrás y bajó la cabeza, debajo de la barbilla se le replegó la carne.
– Poco hierro en sangre -dijo Lux-. Es de familia. Pediré al médico que me recete vitaminas.
– Estaba absolutamente negativa -dijo el doctor Hornicker más tarde-. Era evidente que padecía insomnio, el síntoma de la depresión que citan todos los libros de texto, pero fingía que su problema, y por asociación el problema de Cecilia, no tenía verdadera importancia.
El doctor Finch entró poco después con los resultados de las pruebas y al instante Lux saltó de la cama, muy feliz.
– Pero incluso en su alegría había algo patológico, se daba contra las paredes.
Poco después de aquella conversación, el doctor Hornicker, en el segundo de los muchos informes que redactó, comenzó a revisar la opinión que se había formado de las hermanas Lisbon. Aduciendo la cita de un reciente estudio de la doctora Judith Weisberg, que estudiaba «el proceso de congoja que viven los adolescentes que han perdido a un hermano por haberse éste suicidado» (véase Lista de Estudios Fundamentados), el doctor Hornicker explicó el comportamiento irregular de las muchachas; su retraimiento, sus repentinos accesos emotivos o catatónicos. El informe mantenía que, como resultado del suicidio de Cecilia, las hermanas Lisbon supervivientes padecían un «trastorno de tensión postraumática».
«No es extraño -escribía el doctor Hornicker- que el hermano de un A.M.S. [adolescente muerto por suicidio] también se suicide en un intento de aliviar la angustia que sufre. Hay familias en las que se produce un elevado índice de suicidios repetitivos.» Después, en una nota al margen, abandonó el estilo médico y apuntó: «Lemmings».
Tal como circuló durante los meses siguientes, esta teoría convenció a muchos porque simplificaba las cosas. Visto retrospectivamente, el suicidio de Cecilia había adquirido las dimensiones de un acontecimiento vaticinado desde hacía mucho tiempo. Era un hecho que ya no repugnaba a nadie y, al aceptarlo como una «causa primera», se eliminaba toda necesidad de entrar en más explicaciones. Como dijo el señor Hutch:
– Convirtieron a Cecilia en la oveja negra.
Su suicidio, visto desde esta perspectiva, pasó a ser una especie de enfermedad que hubiese contaminado a las personas más allegadas. Allí en la bañera, cociéndose en el caldo de su propia sangre, Cecilia había emanado un virus que, transportado a través del aire, había penetrado en sus hermanas, que precisamente habían acudido a salvarla. A nadie le preocupaba cómo había contraído Cecilia el virus. La transmisión devino explicación. Las otras chicas, seguras en sus habitaciones, habían olido algo extraño en el aire, pero lo habían pasado por alto. Por debajo de sus puertas habían reptado negros zarcillos de humo, elevándose por detrás de sus afanosas espaldas para adoptar las formas malignas que en las tiras cómicas adquiere el humo o la sombra: un asesino con un sombrero negro empuñando una daga, un yunque a punto de desplomarse.
El suicidio contagioso lo materializó. En la mucosa de las gargantas de las chicas se alojaban erizadas bacterias. Por la mañana, una pequeña afta había brotado en sus amígdalas. Las hermanas Lisbon se sentían perezosas. En la ventana parecía que la luz del mundo se hubiera ensombrecido. Inútilmente se restregaron los ojos. Se sentían torpes y pesadas. Los objetos de la casa habían perdido significado. Un reloj de cabecera se convirtió en un trozo de plástico moldeado que indicaba algo llamado tiempo y que estaba en un mundo cuyo paso marcaba por alguna razón. Cuando pensábamos en las chicas en estas condiciones nos las imaginábamos como criaturas febriles que exhalaban un aliento pesado y que día tras día iban marchitándose en su aislado recinto. Salíamos a la calle con el pelo mojado en la esperanza de coger la gripe para de ese modo participar de su delirio.
De noche, los gritos de los gatos apareándose o peleando, sus maullidos en la oscuridad, nos revelaban que el mundo era emoción pura y que bullía en todas direcciones entre sus criaturas; los sufrimientos del siamés de un solo ojo no se diferenciaban mucho de los que padecían las hermanas Lisbon y hasta los árboles sucumbían al sentimiento. La primera teja de pizarra que se desprendió del tejado estuvo a punto de estrellarse contra el porche. Se hundió en el blando césped, dejando ver desde lejos el alquitrán que había debajo, permitiendo que el agua se colara. En la sala de estar, el señor Lisbon puso una vieja lata de pintura debajo de una gotera y después observó cómo se iba llenando con el color azul marino del techo del dormitorio de Cecilia (había escogido un color parecido al cielo nocturno y la lata hacía años que estaba en el armario). Con el paso de los años hubo otras latas debajo de otras goteras: sobre el radiador, en la repisa, en la mesa del comedor, pero nunca se llamó a ningún techador, entre otras cosas porque se creía que los Lisbon no toleraban que nadie entrase en su casa. Soportaban, solos, sus goteras, permaneciendo en aquella selva tropical que era su sala de estar. Mary guardaba las apariencias y se encargaba de recoger el correo (sólo facturas o folletos publicitarios; ya no llegaba ninguna clase de correspondencia personal) y aparecía con jerseys verdes o rosas estridentes adornados con corazones rojos. Bonnie vestía una especie de bata corta a la que nosotros llamábamos «su peinador», sobre todo por las plumas que llevaba prendidas en él.
– Seguro que tiene rota la almohada -dijo Vince Fusilli.
Las plumas, que no eran blancas como es corriente, sino de un color pardusco, procedían de patos de inferior calidad, animales de granja cuyo olor a jaula propagaba el viento siempre que aparecía Bonnie con sus cañones de pluma hincados en la ropa. Pero no había nadie que se acercase demasiado, que se aventurara ya a entrar en aquella casa, ni nuestros padres ni nuestras madres, ni siquiera el cura; y hasta el mismo cartero, en lugar de tocar el buzón con la mano, levantaba la tapa con el lomo del ejemplar de Círculo Familiar de la señora Eugene. El lento deterioro de la casa comenzó a evidenciarse más claramente. Nos figurábamos que las cortinas estaban hechas un pingajo hasta que advertimos que lo que veíamos no eran las cortinas sino una película de suciedad restregada en algunos puntos para poder atisbar por ellos. Lo mejor era ver cómo los hacían: la rosada palma de una mano frotaba el cristal y después se retiraba para descubrir el rutilante mosaico de un ojo que nos observaba. Los canalones del tejado se hundían.
Sólo el señor Lisbon salía de la casa, por lo que el único contacto que teníamos con sus hijas era a través de las señales que ellas dejaban en él. Parecía mejor peinado que de costumbre, como si las chicas, incapaces de atildarse ya para nadie, ahora lo atildasen a él. Ya no llevaba adheridos a las mejillas trocitos de papel higiénico con su manchita de sangre, como minúsculas banderas japonesas, lo que para muchas personas fue un signo evidente de que sus hijas se encargaban ahora de afeitarlo, y que ponían mucha más atención en ello que la que dedicaban a Joe el Retrasado sus hermanos al rasurarlo. (Pese a todo, la señora Loomis insistía en afirmar que después de lo ocurrido con Cecilia el señor Lisbon se había comprado una afeitadora eléctrica.) Prescindiendo de los detalles, el señor Lisbon pasó a convertirse en el medio a través del cual teníamos un atisbo del estado de ánimo de las chicas. Las veíamos a través del tributo que ellas le hacían pagar: ojos enrojecidos y abotargados que apenas se abrían ya para contemplar a unas hijas que se iban marchitando; zapatos gastados de tanto subir unas escaleras sobre las que planeaba la amenaza de algún otro cuerpo inerte; tez cetrina que iba deteriorándose para estar a tono con la de ellas; y aquella mirada perdida del hombre que se daba cuenta de que la única vida que tendría sería aquélla, poblada de muerte. Cuando salía para ir a trabajar, la señora Lisbon ya no lo reconfortaba con una taza de café, pese a lo cual apenas se ponía al volante cogía automáticamente del salpicadero la taza de café frío de la semana anterior y se la llevaba a los labios. En la escuela, recorría los pasillos con fingida sonrisa y ojos vidriosos o, en un arrebato juvenil, gritaba:
– ¡En guardia!
Y acorralaba a los estudiantes contra la pared. Pero aguantaba demasiado rato, y no deponía su actitud hasta que ellos le gritaban:
– Usted pega.
O bien, para sacárselo de encima:
– Usted ahora está en la zona de penalti, señor Lisbon.
Una vez el señor Lisbon hizo una llave a Kenny Jenkins y éste habló de la serenidad que se apoderó de los dos.
– Es curioso. Hasta podía olerle el aliento, pero no traté de escapar. Fue como cuando estás debajo de un montón de jugadores y a pesar de que te aplastan sientes una gran tranquilidad y te encuentras la mar de bien.
Muchos lo admiraban por continuar trabajando, en tanto que otros lo condenaban por la dureza de su corazón. Debajo del traje verde su cuerpo se parecía cada vez más a un esqueleto, como si Cecilia, al morir, se hubiera llevado una parte con ella al otro mundo. Nos recordaba a Abraham Lincoln por lo desgarbado y silencioso, y porque parecía cargar sobre sus hombros con todo el peso del dolor del mundo. Nunca pasaba por delante de un suministrador de agua sin saciar en él su modesta sed.
Pero un día, menos de seis semanas después de que las chicas dejaran de ir a la escuela, el señor Lisbon dimitió. A través de Dini Fleisher, secretaria del director, supimos que el señor Woodhouse lo había llamado para hablar con él de las vacaciones de Navidad. Dick Jensen, presidente de la junta de Síndicos, también había asistido a la reunión. El señor Woodhouse pidió a Dini que sirviera un ponche de leche y huevo del que tenía en la nevera del despacho. Antes de aceptar, el señor Lisbon preguntó:
– No será fuerte, ¿verdad?
– ¡Es Navidad! -respondió el señor Woodhouse.
El señor Jensen habló sobre el torneo de Rose Bowl y dijo al señor Lisbon:
– Usted es del U. of M., ¿no?
Al decir esto, el señor Woodhouse indicó a Dini que saliera pero ésta, antes de cerrar la puerta, oyó decir al señor Lisbon:
– Sí, pero no creo habérselo dicho nunca, Dick. Da la impresión de que ha mirado mi expediente.
Los hombres se echaron a reír, aunque sin alegría. Dini cerró la puerta.
El 7 de enero, cuando se reanudaron las clases, el señor Lisbon ya no formaba parte del personal. Oficialmente estaba de baja con permiso, pero era evidente que la nueva profesora de matemáticas, la señorita Kolinski, debía de sentirse bastante segura en su puesto, porque había retirado los planetas que seguían trazando su órbita en el techo. Todos aquellos globos arrinconados en un ángulo parecían representar ahora el desastre final del universo: Marte incrustado en la Tierra, Júpiter partido por la mitad, el pobre Neptuno segado por los anillos de Saturno. Nunca supimos de qué se habló en aquella reunión, pero la esencia de la conversación estaba clara: Dini Fleisher nos comunicó que poco después de que Cecilia se quitase la vida los padres de los alumnos habían empezado a presentar quejas. Opinaban que si una persona era incapaz de gobernar su propia familia seguramente también era incapaz de enseñar a sus hijos. El coro de desaprobaciones alcanzó su nivel máximo cuando advirtieron el deterioro de la casa de los Lisbon. La conducta del señor Lisbon tampoco ayudó mucho, siempre con su traje verde, su renuencia a ir al comedor de los profesores, su estridente voz de tenor interrumpiendo el coro de voces viriles como una endecha de mujer acongojada. Lo habían despedido y había vuelto a una casa en la que algunas noches no se encendían las luces por oscuro que estuviera y donde nunca se abría la puerta de entrada.
A partir de aquel día la casa murió de verdad, ya que mientras el señor Lisbon iba a la escuela todavía circulaba un poco de aire fresco y entraban en ella algunas de las golosinas que consumían habitualmente las chicas: barritas Mounds, caramelos de naranja, Kool-Pops con todos los colores del arco iris. Podíamos imaginar cómo estaban las chicas porque sabíamos lo que comían. Participábamos de sus dolores de cabeza atracándonos de helados, nos poníamos morados de chocolate, pero cuando el señor Lisbon dejó de salir de casa, ya no compró más aquel tipo de golosinas. Ni siquiera habríamos podido asegurar que las chicas comieran. Ofendido por la nota de la señora Lisbon, el lechero había dejado de servirle leche, buena o mala. Kroger dejó también de servirles víveres. La madre de la señora Lisbon, Lema Crawford, nos informó, en el transcurso de aquella accidentada llamada telefónica a Nuevo México que sostuvimos con ella, de que había regalado a la señora Lisbon la mayor parte de sus encurtidos y conservas de verano (titubeó al pronunciar esta última palabra porque era el verano en que Cecilia había muerto mientras los pepinos, las fresas y hasta ella misma, con sus setenta y un años, habían continuado proliferando y viviendo). Nos dijo también que la señora Lisbon guardaba en el sótano de su casa una abundante cantidad de conservas, agua potable y otros alimentos en previsión de un ataque nuclear. Al parecer tenían una especie de refugio a prueba de bombas en el sótano, junto a la sala de juegos desde la cual habíamos visto cómo Cecilia subía las escaleras que la conducirían a la muerte. El señor Lisbon incluso había instalado un retrete de cámping que funcionaba con propano, si bien todo esto databa de los tiempos en que esperaban peligros de fuera, mientras que ahora no había nada que tuviera menos sentido que disponer de una habitación de supervivencia debajo de una casa que se había convertido en un gran ataúd.
Nuestra inquietud fue en aumento cuando vimos que Bonnie iba marchitándose visiblemente. Poco después del amanecer, cuando el tío Tucker se metía en cama, solía verla aparecer en el porche delantero de la casa, como si diera por supuesto erróneamente que todos los vecinos de la calle estaban durmiendo. Llevaba siempre aquella camisa fruncida y cubierta de plumas y, en ocasiones, aquella almohada a la que el tío Tucker daba el nombre de «esposa holandesa» por el modo en que la abrazaba. Tenía una esquina rota y por ella salían plumas que revoloteaban alrededor de su cabeza. Estornudaba. Su cuello era blanco y delgado y caminaba de aquella manera tambaleante y penosa de los biafreños, como si le faltara lubricante en las articulaciones de las caderas. Como el tío Tucker también era un hombre extremadamente delgado a causa de su dieta líquida a base de cerveza, creímos lo que afirmaba acerca del peso de Bonnie. No habría sido lo mismo si la señora Amberson nos hubiera dicho que Bonnie estaba consumiéndose; comparado con ella, a todo el mundo le ocurría lo mismo. Pero aquella hebilla de turquesa y plata del cinturón del tío Tucker parecía tan enorme como el enjoyado cinturón de un campeón de peso pesado. Atisbando desde el garaje, con una mano apoyada en la nevera, él observaba cómo Bonnie Lisbon bajaba con movimientos descoordinados los dos escalones del porche, avanzaba por el jardín hasta el pequeño montón de tierra que había quedado de las excavaciones que se habían hecho hacía unos meses y, deteniéndose en el lugar donde su hermana había encontrado la muerte, empezaba a rezar el rosario. Sosteniendo la almohada con una mano, iba pasando las cuentas con la otra, esforzándose por terminar antes de que la luz de la primera casa de la calle se encendiera y los vecinos comenzaran a despertar.
No sabíamos si aquello era ascetismo o inanición. Parecía tranquila, según dijo el tío Tucker, sin el febril apetito de Lux ni los labios apretados o aquella expresión concentrada de Mary. Le preguntamos si llevaba una estampa plastificada de la Virgen y nos dijo que creía que no. Aparecía todas las mañanas, aunque a veces, cuando daban una película de Charlie Chan, al tío Tucker se le olvidaba comprobarlo.
El tío Tucker fue también el primero en detectar aquel olor que nunca llegamos a identificar. Una mañana, cuando Bonnie se acercó al montón de tierra, dejó la puerta de la casa abierta, y el tío Tucker notó un olor que no se parecía a ninguno de los que había olido en su vida. Al principio se figuró que no era más que una intensificación de aquel aroma a pluma mojada que emanaba Bonnie, pero el olor persistió incluso después de que ella se metiera dentro. Cuando despertamos, nosotros también lo percibimos. Porque aunque la casa comenzaba a caerse a pedazos y vomitaba las vaharadas que desprendía la madera podrida y las alfombras húmedas, aquel otro olor ya comenzaba a salir de la vivienda de los Lisbon para poblar nuestros sueños e incitarnos a lavarnos las manos una vez tras otra. Era un olor tan denso que parecía líquido y, si te introducías en él, era como si te salpicase. Tratamos de localizar de dónde salía, miramos si en el jardín había alguna ardilla muerta o algún saco de abono, pero aquel olor tenía demasiado néctar metido para que fuera olor de muerte. Olía a algo vivo, evidentemente. A David Black le recordaba una fantasiosa ensalada de setas que había comido en ocasión de un viaje a Nueva York con sus padres.
– Huele a castor cogido en la trampa -dijo Baldino, muy competente, y como no estábamos bastante enterados de la cuestión, no le llevamos la contraria, aunque nos costaba imaginar que aquel aroma pudiera salir de los ventrículos del amor.
Era en parte olor a mal aliento, a queso, a leche, a esa capa blanquecina que a veces cubre la lengua, pero era también similar al olor a chamusquina que se desprende de los dientes cuando los taladran. Era como ese hedor que produce el mal aliento, pero al que vas acostumbrándote a medida que te acercas a él hasta que acabas por no olerlo porque también es el de tu propio aliento. Por supuesto que, con los años, ha habido mujeres que al abrir la boca nos han lanzado a la cara ingredientes de ese olor original y alguna vez, suspendidos sobre cobertores ajenos, en la oscuridad de una traición nocturna o de una cita con una desconocida, hemos acogido con avidez cualquier nuevo mal olor debido a su conexión parcial con aquellos vahos que comenzó a despedir la casa de los Lisbon poco después de que se cerrara su puerta, y no cesaron nunca más. Incluso ahora, si nos concentramos, todavía podemos olerlos. Nos sorprendía en nuestras camas y en el campo de juegos cuando jugábamos a Matar al Hombre con la Pelota, bajaba por las escaleras de la casa de los Karafilis cuando la anciana señora Karafilis soñaba que volvía a estar en Bursa cocinando hojas de viña. Llegaba hasta nosotros incluso por encima del hedor que desprendía el puro del abuelo de Joe Barton cuando nos mostraba el álbum de fotos de los tiempos en que estaba en la Marina y nos decía que aquellas mujeres gordas en enaguas que aparecían con él eran sus primas. Por extraño que parezca, pese a que el olor era dominante, ni una sola vez tratamos de retener la respiración o, como último recurso, de exhalar el aire a través de la boca, sino que a los pocos días ya sorbíamos aquel aroma como la leche de los pechos de nuestras madres.
Siguieron meses de modorra: enero dominado por el hielo, el implacable febrero, marzo sucio y fangoso. En aquel entonces aún había inviernos, terribles tormentas de nieve, días en que cerraban la escuela a causa del mal tiempo. Pasábamos las mañanas nevadas en casa, escuchando en la radio que también habían cerrado otras escuelas (todo un desfile de condados con nombres indios, Washtenaw, Shiawassee… hasta llegar a nuestro anglosajón Wayne), sabíamos de la sensación vivificante de estar calientes bajo techo, igual que los pioneros. Ahora, debido a los vientos cambiantes que vienen de las fábricas y a la temperatura de la tierra, que va calentándose progresivamente, la nieve ya no llega nunca de manera repentina sino a través de una lenta acumulación nocturna, en súbitos espumarajos. El mundo, actor cansado, nos ofrece una temporada que sería más propia de un novato. En los tiempos de las hermanas Lisbon nevaba todas las semanas y teníamos que sacar a paletadas la nieve de la entrada de nuestras casas y formar con ella montones más altos que nuestros coches. Pasaban camiones que esparcían sal. Cuando comenzaron a encenderse las lucecitas de Navidad, el viejo Wilson hizo la extravagante exhibición de todos los años: un muñeco de nieve de seis metros de altura con tres renos mecánicos que tiraban de un enorme Papá Noel montado en su trineo. Semejante exhibición siempre atraía una hilera de coches a nuestra calle. Aquel año, sin embargo, el tráfico aminoraba la marcha en dos lugares. Veíamos familias que señalaban con el dedo y sonreían a Papá Noel, pero después se paraban en seco y observaban ávidamente la vivienda de los Lisbon como mirones que contemplasen una casa derrumbada. El hecho de que los Lisbon no encendieran luces hasta pasada la Navidad contribuyó aún más a que su casa pareciera terriblemente desolada. En el jardín de los Pitzenberger, que vivían en la casa de al lado, tres ángeles inmovilizados por la nieve soplaban sus rojas trompetas. En casa de los Bates, en la acera de enfrente, brillaban caramelos multicolores entre helados arbustos cubiertos de escarcha. Hasta enero, cuando hacía ya una semana que no trabajaba, el señor Lisbon no salió de su casa para colgar guirnaldas de lucecitas. Cubrió con ellas los arbustos de la parte delantera, pero al conectar las luces no se sintió complacido con el resultado.
– Hay una intermitente -explicó al señor Bates cuando éste se metía en el coche-. La caja dice que lleva una marca de color rojo, pero las he revisado todas y no la encuentro. Detesto las luces que parpadean.
El señor Lisbon podía detestarlas, pero seguían destellando siempre que se acordaba de conectarlas por la noche.
Durante todo el invierno las hermanas Lisbon se mantuvieron esquivas. A veces salía alguna a la calle, abrazándose el cuerpo con los brazos cruzados y formando una nube de vapor con la respiración, pero un minuto después volvía a meterse dentro. Por la noche Therese continuaba utilizando su emisora de radioaficionada y enviaba mensajes que la llevaban lejos de su casa, a calentarse en los estados sureños e incluso hasta la punta de América del Sur. Tim Winer intentaba encontrar la frecuencia de onda de Therese y llegó a afirmar que había dado con ella. En una ocasión la oyó hablar con un hombre de Georgia sobre el perro de éste (artritis en la cadera, ¿lo operaba o no?) y otra vez, a través de aquel medio que está al margen de sexos y naciones, Therese habló con un ser humano cuyas escasas respuestas Winer consiguió grabar. No eran más que puntos y rayas, pero nos las ingeniamos para traducirlas al inglés. La conversación se desarrolló más o menos en estos términos:
– ¿Tú también?
– Mi hermano.
– ¿Cuántos años?
– Veintiuno. Guapo. Tocaba bien violín.
– ¿Cómo?
– Puente próximo. Corriente rápida.
– ¿Cómo lo cruzó?
– No lo cruzó.
– ¿Cómo es Colombia?
– Caluroso. Tranquilo. Ven.
– Me gustaría.
– Respecto de bandidos estás equivocada.
– Te dejo. Mamá me llama.
– Pinté tejado de azul, como dijiste.
– Adiós.
– Adiós.
Eso fue todo. Nos parece que la interpretación es bastante obvia y sirve para demostrar que, en marzo, Therese estaba conectando con un mundo más libre. En esta época pidió solicitudes de ingreso en una serie de universidades (los periodistas hablarían de ello más tarde). Las hermanas Lisbon también solicitaban catálogos de artículos que no estaban en condiciones de comprar y el buzón de los Lisbon volvió a llenarse de catálogos de muebles de Scott-Shruptine, de indumentaria lujosa, de vacaciones exóticas. Como no podían ir a ninguna parte, las chicas viajaban con la imaginación a templos siameses coronados de oro o pasaban junto a un viejo que con el cubo y el rastrillo iba recogiendo las hojas de un trocito de Japón alfombrado de musgo. Tan pronto como supimos los nombres de esos folletos los solicitamos para enterarnos de los sitios a los que querían ir las hermanas Lisbon: Aventuras en el Lejano Oriente, Circuitos sin trabas, Túnel hacia la China, Orient Express. Los conseguimos todos y, al hojearlos, recorrimos polvorientos caminos en compañía de aquellas muchachas, nos paramos de vez en cuando para ayudarlas a descargar las mochilas, les rozamos con las manos los hombros cálidos y húmedos, contemplamos puestas de sol entre papayos. Tomamos el té con ellas en un pabellón acuático, sobre refulgentes pececillos dorados. Hicimos todo cuanto deseábamos hacer, y Cecilia no se había suicidado, sino que era una novia de Calcuta que iba cubierta con un velo rojo y se había teñido con alheña las plantas de los pies. La única manera de acercarnos a las hermanas Lisbon fue a través de esas imposibles excursiones que dejaron en nosotros cicatrices perennes y que nos hicieron más felices con aquellos sueños que a las mujeres. Algunos maltrataron los catálogos, se los llevaron a sus habitaciones o se los escondieron debajo de la camisa. Pero teníamos poca cosa más que hacer, caía la nieve y el cielo era de un color gris implacable y constante.
Nos gustaría contar de manera fidedigna qué ocurría en casa de las hermanas Lisbon o qué sentían encarceladas en ella. A veces, consumidos por las averiguaciones, anhelábamos dar con alguna evidencia, alguna piedra Rosetta que nos descubriese cómo eran realmente las chicas. Pero aunque no se puede decir que aquel invierno fuese feliz, poco más habría podido afirmarse. El intento de averiguar qué dolor atormentaba a las hermanas Lisbon venía a ser como el autoexamen que los médicos nos instaban a hacer (ya habíamos llegado a esa edad). De manera regular, nos vemos obligados a explorar con distanciamiento clínico nuestra bolsa más íntima y, al presionarla, a imbuirnos de su realidad anatómica: dos huevos de tortuga alojados en un nido de minúsculos huevecillos de jibia, con tubos que entran y salen a través de un sinuoso recorrido y de protuberancias de nódulos cartilaginosos. En este paraje oscuramente trazado, entre grumos y espirales naturales, nos piden que descubramos inesperados intrusos. No sabíamos que tuviéramos todos aquellos bultos hasta que los exploramos. Así pues, nos tumbábamos boca arriba, nos explorábamos, nos asustábamos, volvíamos a explorarnos y las simientes de la muerte se perdían en aquel embrollo en el que Dios nos había metido.
No ocurría de manera diferente con las chicas. Apenas habíamos empezado a palpar su pesadumbre, ya nos preguntábamos si aquella herida particular era mortal o no, o si (en nuestra ciega manipulación) era realmente una herida. Igual podía ser una boca, así de húmeda y cálida. La cicatriz podía estar en el corazón o en la rótula. Imposible decirlo. Todo lo que podíamos hacer era ir palpando brazos y piernas, recorriendo el suave torso bivalvular hasta el rostro imaginado. Él nos habla. Pero nosotros no lo oímos.
Todas las noches escudriñábamos las ventanas de las habitaciones de las hermanas Lisbon. En la mesa, a la hora de cenar, nuestras conversaciones giraban inevitablemente en torno de la situación problemática que vivía la familia. ¿Conseguiría el señor Lisbon otro trabajo? ¿Cómo mantendría a su familia? ¿Cuánto tiempo seguirían soportando las niñas aquel encierro? Hasta la misma anciana señora Karafilis hizo uno de sus raros viajes a la planta superior (ese día no le tocaba bañarse) sólo para echar una mirada a la casa de los Lisbon, al otro lado de la calle. No recordábamos ningún otro incentivo que hubiera empujado a la anciana señora Karafilis a interesarse por el mundo, puesto que desde que la conocíamos no había hecho otra cosa que permanecer en el sótano esperando la muerte. A veces Demo Karafilis nos llevaba abajo para jugar al foosball, y entre los conductos de la calefacción, los catres de repuesto y las maletas medio desfondadas nos abríamos paso hasta el cuartito que la anciana señora Karafilis había decorado para que se pareciera al Asia Menor. De un techo enrejado colgaban racimos artificiales y decorativas cajas que contenían gusanos de seda; las paredes construidas con ladrillos de ceniza estaban pintadas de aquel color azul celeste que es definitivamente propio del país. Las postales pegadas en esas paredes eran ventanas abiertas a otro tiempo y a otro lugar en los que la anciana señora Karafilis seguía viviendo. Había un fondo de verdes montañas que se abrían a desportilladas tumbas otomanas, techados de tejas rojas y una vaharada que se elevaba de un rincón en tecnicolor donde un hombre vendía pan caliente. Demo Karafilis nunca nos dijo qué mal aquejaba a su abuela, aunque a él tampoco le parecía extraño que la tuviesen recluida en el sótano junto a la enorme caldera y a los desagües que rebosaban (las tierras bajas de nuestro barrio eran propensas a las inundaciones). Sin embargo, aquella manera suya de pararse delante de las postales, chupándose el pulgar y presionando con él siempre un mismo punto ya descolorido, aquella manera de sonreír mostrando los dientes de oro y de mover afirmativamente la cabeza ante el paisaje como si saludase a los viandantes, nos decían que la anciana señora Karafilis había sido moldeada y entristecida por una historia de la que nada sabíamos. Cuando fuimos a verla, nos dijo:
– Apagad la luz, cariño mou.
Y así lo hicimos, dejándola en la oscuridad, mientras iba dándose aire con aquel abanico que le regalaba todas las Navidades la empresa de pompas fúnebres que había enterrado a su marido. (En el abanico, cartón barato sujeto a una varilla, se veía la escena de Jesús rezando en el huerto de Getsemaní y, detrás de él, todo un cúmulo de portentosas nubes, mientras que a un lado se anunciaban los servicios funerarios.) Aparte de cuando tenía que tomar un baño, la anciana señora Karafilis sólo subía arriba -atada con una cuerda a la cintura de la que tiraba suavemente el padre de Demo mientras éste y sus hermanos colaboraban empujandola por detrás- una vez cada dos años, cuando ponían en la televisión El tren a Estambul. Entonces permanecía sentada, excitada como una muchachita, inclinada hacia delante en el sofá y esperando aquella escena de diez segundos en la que el tren pasaba por delante de unas colinas verdes que le dejaban el corazón en vilo. Levantaba entonces los dos brazos y soltaba un grito como el de un buitre mientras el tren -siempre igual- desaparecía en el interior del túnel.
A la anciana señora Karafilis jamás le preocuparon excesivamente las habladurías del vecindario, especialmente porque no entendía casi nada, y lo que entendía le parecía trivial. De joven había tenido que esconderse en una cueva para evitar que los turcos la mataran. Se había pasado un mes entero alimentándose únicamente de aceitunas e incluso tragándose los huesos para llenar el estómago. Había presenciado cómo exterminaban a miembros de su familia, había visto a hombres colgados al sol comiéndose sus propios genitales y ahora, al oír que Tommy Riggs había dejado hecho chatarra el Lincoln de sus padres o que el árbol de Navidad de los Perkin se había incendiado y había matado al gato, era incapaz de valorar el drama. La única vez que se animó fue cuando le mencionaron a las hermanas Lisbon y entonces no fue para hacer preguntas ni obtener detalles, sino para ponerse en contacto telepático con ellas. Si hablábamos de las muchachas y la anciana señora Karafilis oía lo que decíamos levantaba la cabeza e inmediatamente después se incorporaba trabajosamente de la silla y cruzaba con su bastón el frío pavimento de cemento. A un extremo del sótano un patio interior dejaba penetrar una luz débil y, acercándose a sus fríos cristales, podía contemplar un pedazo de cielo visible a través de una blonda de telarañas. Éste era todo el mundo de las hermanas Lisbon que ella podía ver, el mismo que ellas veían desde su casa, aunque para la anciana señora Karafilis constituía información suficiente. Se nos ocurrió pensar que tanto ella como las chicas leían secretos signos de desgracia en la forma de las nubes, que a pesar de la diferencia de edad había algo intemporal que las comunicaba, como si aquella mujer aconsejara a las muchachas en su griego farfullado:
– No perdáis el tiempo en la vida.
El patio de ventanas estaba cubierto de hojas que el viento había arrastrado, también había una silla rota de cuando habíamos construido un fuerte. A través de la bata de la anciana señora Karafilis se filtraba la luz, y era tan fina y su dibujo tan monótono que parecía de papel. Llevaba unas sandalias útiles para ir a un hammam, a algún lugar lleno de vapor, pero no para pisar un suelo sujeto a todo tipo de corrientes de aire.
El día que supo que las niñas volvían a estar encarceladas, levantó la cabeza y asintió sin sonreír. Al parecer, ya estaba enterada.
Mientras tomaba el baño semanal de sales de Epsom, hablaba de las hermanas Lisbon o les hablaba, no se habría podido decir cuál de las dos cosas ocurría realmente. Nosotros no nos acercábamos demasiado a ella ni escuchábamos lo que decía a través del ojo de la cerradura, porque los pocos atisbos contradictorios que habíamos tenido de la anciana señora Karafilis, con sus pechos colgantes que databan de otro siglo, sus piernas azules, su cabello enmarañado asquerosamente largo y brillante como el de una jovencita, nos llenaban de confusión. Hasta el mismo ruido del agua del baño al correr nos hacía enrojecer, mientras ella se quejaba con voz apagada de sus dolores y la mujer negra, tampoco joven por cierto, la instaba a meterse en la bañera y las dos, con toda su decrepitud a cuestas, se quedaban solas detrás de la puerta del cuarto de baño, gritando, cantando, primero la mujer negra y después la anciana señora Karafilis, que entonaba una antigua canción griega y, como fondo de todo, el ruido del agua, cuyo color no podíamos imaginar siquiera, desapareciendo en un remolino. Después de todo aquello aparecía tan pálida como antes y con la cabeza envuelta en una toalla. Oíamos sus pulmones mientras se inflaban y la mujer negra pasaba una cuerda alrededor de la cintura de la anciana señora Karafilis y se la llevaba escaleras abajo. A pesar de sus deseos de morir lo antes posible, la anciana señora Karafilis siempre afrontaba con miedo el descenso de aquellas escaleras y se agarraba a la barandilla con los ojos agrandados por las gafas sin montura. A veces, cuando pasaba, le soplábamos la última noticia acerca de las hermanas Lisbon, y ella exclamaba:
«¡Mana!», lo que, según Demo, quería decir algo así como: «¡Vaya mierda!».
Pero nunca parecía realmente sorprendida. Fuera pasaban las ventanas que atisbaba todas las semanas, fuera pasaba la calle, vivía aquel mundo que la anciana señora Karafilis sabía que estaba muriéndose desde hacía años.
En última instancia no era la muerte lo que la sorprendía, sino la terquedad de la vida. No le cabía en la cabeza que los Lisbon se mantuvieran tan tranquilos, no se lamentaran ni gritaran enloquecidos. Al ver al señor Lisbon colgando las guirnaldas de Navidad, sacudió la cabeza y murmuró algo por lo bajo. Soltó el andador geriátrico que le habían instalado en el primer piso, dio unos pasos a nivel del mar sin ningún tipo de apoyo, y por primera vez en siete años no sintió dolor alguno. Demo nos lo explicó en estos términos:
– Nosotros los griegos somos gente taciturna. Para nosotros el suicidio tiene sentido. Pero poner luces de Navidad después de que tu hija se ha suicidado, eso sí que no tiene sentido. Lo que mi yia yia no llegó a entender jamás de este país es por qué la gente se empeña en ser constantemente feliz.
El invierno es la estación del alcoholismo y la desesperación. No hay más que ver los borrachos de Rusia o los suicidios de Cornell. Hubo tantos examinandos que se lanzaron allí colina abajo que la universidad decretó un día de fiesta en pleno invierno para tratar de aliviar la tensión existente (conocida popularmente como «día del suicidio», la fiesta apareció de improviso, en una indagación informática que realizamos, junto con «excursión al suicidio» y «suicidio-móvil»). No entendemos en absoluto a aquellos chicos de Cornell, a Bianca con su primer diafragma y toda la vida por delante saltando desde el puente llevando un chaleco como único amortiguador; al moreno y existencial Bill, con sus cigarrillos de clavo y su abrigo del Ejército de Salvación, que no saltó como Bianca, sino que se encaramó a la barandilla y se quedó colgado ante la muerte antes de dejarse caer (los músculos de los hombros muestran desgarrones en un treinta y tres por ciento de los que escogen los puentes; el sesenta y siete por ciento restante se limita a saltar). Lo decimos sólo para demostrar que hasta los estudiantes universitarios, libres de emborracharse y de fornicar a placer, optan por quitarse de en medio en gran número. Imagínense, pues, qué había de ocurrirles a las hermanas Lisbon, encerradas en su casa sin un estéreo atronador ni posibilidad de escuchar sonido alguno.
Los periódicos, al ocuparse más adelante de lo que calificaron de «pacto de suicidio», trataron a las muchachas de autómatas, seres con tan poca vida que sus muertes apenas supusieron un cambio. En los sucesivos artículos de la señorita Perl, que se prolongaron por espacio de dos o tres meses y que condensaban el sufrimiento de cuatro seres humanos en el titular «Cuando la juventud no ve ningún futuro», las niñas aparecían como personas indiferenciadas que van marcando el calendario con negras letras x o que celebraban supuestas Misas Negras cogidas de la mano. La señorita Perl no duda en advertir indicios de satanismo o alguna forma leve de magia negra. Sacó un gran partido del incidente de la quema de discos y citó a menudo letras de música de rock que aludían a muerte o a suicidio. La señorita Perl hizo amistad con un pinchadiscos local y se pasó una noche entera escuchando los discos que los compañeros de Lux le señalaron como los favoritos de la chica. De aquellas pesquisas resultó un descubrimiento del que se sentía extraordinariamente orgullosa: una canción de la banda Cruel Crux titulada «Virgen suicida». A continuación se reproduce el estribillo, aunque de todos modos ni la señorita Perl ni nosotros hemos podido determinar si el álbum figuraba entre los discos que la señora Lisbon obligó a Lux a quemar:
Virgen suicida
¿Qué gritaba ella?
Es inútil seguir
en ese viaje al holocausto.
Me dio su cereza.
Es mi virgen suicida.
Resulta evidente que la canción entronca perfectamente con el concepto de que unas fuerzas oscuras acechaban a las hermanas Lisbon, algún mal monolítico del que nosotros no éramos responsables. Pero el comportamiento de las muchachas distaba mucho de ser monolítico. Mientras Lux se citaba con sus amantes en el tejado, Therese criaba caballitos de mar fluorescentes en un vaso de agua y, en el salón de abajo, Mary se pasaba horas contemplándose en su espejo portátil. El espejo, con su marco oval de plástico rosa, estaba circundado de bombillas, como los de los camerinos de las actrices. Mediante un interruptor, Mary simulaba diferentes horas y temperaturas. Disponía de fondos para «mañana», «tarde» y «noche», así como uno para «sol brillante» y otro para «nublado». Mary pasaba horas sentada delante del espejo, observando su cara mientras navegaba a través de las alteraciones de mundos falsos. Llevaba gafas oscuras cuando brillaba el sol y se arropaba cuando estaba nublado. En ocasiones el señor Lisbon advertía que Mary accionaba continuamente el interruptor y que en un momento recorría un período de diez o veinte días y a menudo hacía sentar a su lado, delante del espejo, a una de sus hermanas a fin de aconsejarle:
– Date cuenta de que, cuando está nublado, se notan más las ojeras. Esto es porque nosotras tenemos la piel pálida. Con el sol… espera un minuto… fíjate, así, desaparecen. Eso quiere decir que en los días nublados tenemos que ponernos más maquillaje o crema base. Cuando hace sol, en cambio, tenemos el cutis más descolorido, o sea que necesitamos ponerle color. Carmín de labios e incluso sombra de ojos.
Ese auténtico proyector que es la prosa de la señorita Perl tiende a desdibujar los rasgos de las hermanas Lisbon. Emplea frases hechas para describirlas y las califica de «misteriosas» o de «solitarias» e incluso llega a decir que se sentían «atraídas por el aspecto pagano de la Iglesia Católica». Nunca supimos qué significaba exactamente aquella frase, pero muchos pensaban que tenía que ver con el intento de las muchachas de salvar el olmo familiar.
Por fin llegó la primavera y los árboles se llenaron de brotes. La escarcha que cubría las calles crujía al derretirse. El señor Bates registró nuevos baches, como todos los años, y envió una lista mecanografiada de los mismos al Departamento de Transportes. A primeros de abril, el Departamento de Parques volvió a colocar cintas en los árboles condenados, pero esta vez no fueron rojas sino amarillas y con las siguientes palabras impresas: «Se ha diagnosticado a este árbol la enfermedad holandesa de los olmos, razón por la cual será arrancado a fin de evitar su diseminación. Por orden del Departamento de Parques». Había que dar tres vueltas alrededor del árbol para leer la frase entera. El olmo del jardín delantero de los Lisbon (véase documento número uno) figuraba entre los árboles condenados, y aunque aún hacía frío llegó un camión cargado de hombres para cortarlo.
Conocíamos la técnica. Primero subió un hombre a la copa en una jaula de fibra de vidrio y después de hacer un agujero en la corteza acercó la oreja al mismo como si quisiera escuchar el pulso vacilante del árbol. Acto seguido, sin más ceremonias, comenzó a podar las ramas más pequeñas, que iban cayendo en las manos cubiertas con guantes anaranjados de unos hombres colocados debajo. Éstos las iban amontonando cuidadosamente, como si fueran tablones de dos por cuatro, y después las metían en la sierra circular de la parte trasera del camión. La calle quedaba inundada de chorros de serrín y, años más tarde, siempre que nos encontrábamos en bares anticuados, el serrín de los suelos nos retrotraía a la tala de nuestros árboles. Una vez desguarnecido el tronco, los hombres lo dejaban para desguarnecer otros y durante un tiempo el árbol se quedaba marchito, intentando elevar los muñones que tenía por brazos, criatura muda y armada con porras de la que sólo la ausencia de voz había hecho que nos diéramos cuenta de que hasta entonces había estado hablando. En aquella hilera de muertos, los árboles eran como la barbacoa de los Baldino, y comprendimos que Sammy el Tiburón hubiera tenido la previsión de construir el túnel, pensando en los árboles no como eran ahora, sino en cómo serían, para que si en el futuro se veía obligado a escapar pudiera hacerlo a través de una entre cien cepas idénticas.
Normalmente, la gente salía a despedirse de sus árboles. No era extraño ver a una familia reunida en el jardín, a prudente distancia de las sierras de cadena, una madre y un padre cansados, con dos o tres adolescentes de largos cabellos y un perro lanudo con un lazo prendido en el pelo. La gente se sentía propietaria de los árboles. Sus perros habían dejado a diario sus marcas en ellos. Sus hijos los habían utilizado como base meta. El día que se mudaron a sus casas los árboles ya estaban allí, y prometían seguir estando en el mismo sitio cuando se marcharan. Pero cuando se presentaron los del Departamento de Parques para cortarlos, comprendimos que nuestros árboles no eran nuestros, sino de la ciudad, y que la ciudad era libre de hacer con ellos lo que le viniera en gana.
Sin embargo, los Lisbon no salieron de casa cuando se produjo la tala. Las chicas lo observaron todo desde una de las ventanas de arriba, con la cara blanca, embadurnada de crema. Con muchas arremetidas y retrocesos, el hombre podó el verde que coronaba la gran copa del olmo. Tronchó la rama enferma que se había combado y que el verano anterior había echado hojas amarillas. También procedió a talar las ramas sanas y dejó el tronco del árbol como un pilar grisáceo en el jardín de los Lisbon. Cuando los hombres se marcharon, no sabíamos si el árbol estaba muerto o vivo.
Durante las siguientes dos semanas esperamos a que los del Departamento de Parques terminaran su trabajo, pero tardaron tres semanas en volver. Esta vez bajaron del camión dos hombres provistos de sierras de cadena. Rodearon el tronco para tomarle la medida, se afianzaron las sierras en los muslos y tiraron de los cordones de arranque. En aquel momento estábamos en el sótano de Chase Buell jugando al billar, pero el gemido nos llegó desde arriba, a través de las ventanas del techo. Las aberturas de aluminio de la calefacción se estremecieron y las rutilantes bolas temblaron sobre el tapete verde.
El ruido de la sierra de cadena nos llenó la cabeza como en otro tiempo la broca del dentista, y salimos corriendo de la casa para ver a los hombres encaramarse al olmo. Llevaban anteojos para protegerse de las astillas, pero por lo demás hacían su trabajo con el aburrimiento propio de los hombres acostumbrados a la matanza. Levantaron las complicadas barras de guía y uno escupió jugo de tabaco. Después, acelerando los motores, ya iban a derribar el árbol cuando el capataz saltó del camión agitando furiosamente los brazos. Por el jardín, en formación de falange, las hermanas Lisbon se acercaban corriendo a los hombres. La señora Bates, que estaba mirando, dijo que le pareció que las niñas iban a echarse sobre la sierra de cadena.
– ¡Si es que iban directas a la sierra! Y con la locura reflejada en los ojos.
Los hombres del Departamento de Parques no sabían por qué el capataz pegaba aquellos saltos.
– Yo no veía nada -dijo uno de ellos-. Las chicas se echaron directamente debajo de la sierra. Gracias a Dios que las vi a tiempo.
Los dos hombres levantaron las sierras y se hicieron atrás. Las hermanas Lisbon pasaron corriendo junto a ellos. Debían de estar jugando a algo porque miraban hacia atrás como si temieran que alguien las cogiese. Pero ya habían llegado a la zona en que estaban a salvo. Los hombres desconectaron las sierras de cadena y el aire vibrante se sumió en el silencio. Las chicas, juntando las manos, formaron un corro alrededor del árbol.
– Marchaos -dijo Mary-. Este árbol es nuestro.
No se enfrentaron con los hombres, sino con el árbol, y apretaron las mejillas contra el tronco. Therese y Mary llevaban zapatos, pero Bonnie y Lux iban descalzas, lo que indujo a muchos a creer que aquella acción de rescate había surgido espontáneamente. Allí estaban, abrazadas al tronco, que se elevaba sobre ellas hacia la nada.
– ¡Chicas, chicas! -les gritó el capataz-. Llegáis tarde. El árbol ya está muerto.
– Eso lo dirás tú -le espetó Mary.
– Tiene escarabajos. Tenemos que cortarlo para que no se propaguen a otros árboles.
– No existen pruebas científicas de que la eliminación limite la propagación -dijo Therese-. Estos árboles son viejos y tienen estrategias evolutivas para hacer frente a los escarabajos. ¿Por qué no dejáis que la naturaleza resuelva el problema?
– Si lo dejásemos en manos de la naturaleza, ya no quedarían árboles.
– De todos modos, es lo que va a ocurrir -dijo Lux. -Si los barcos no hubieran traído el hongo de Europa, no habría ocurrido -dijo Bonnie.
– No podéis volver a meter el genio en la botella, niñas. Ahora tenemos que recurrir a la tecnología y ver qué se puede salvar.
En realidad, es probable que ninguna de estas frases haya sido pronunciada, porque las hemos hilado a través de versiones parciales y sólo podemos dar fe de su sentido básico. Las hermanas Lisbon creían que los árboles sobrevivirían mejor por su cuenta y echaban la culpa de la enfermedad a la arrogancia humana. Con todo, muchos estaban convencidos de que se trataba de una cortina de humo. Aquel olmo en particular, como todos sabían, había sido el árbol favorito de Cecilia y en el agujero embreado que cubría un nudo de la madera aún podía verse la marca de su pequeña palma. La señora Scheer recordaba haber visto a menudo a Cecilia bajo el árbol en primavera, tratando de atrapar al vuelo las vertiginosas hélices de sus semillas. (Por nuestra parte, recordábamos aquellas semillas verdes alojadas en una sola vaina fibrosa que bajaba como un helicóptero hasta el suelo, si bien no habríamos podido asegurar si pertenecían a los olmos o, por decir algo, a los castaños, ya que ninguno de nosotros tenía un manual de botánica a mano, tan populares entre los amantes de los bosques y de la realidad.) De todos modos, a muchos de los vecinos les resultaba fácil imaginar por qué las chicas relacionaban el olmo con Cecilia.
– Lo que querían salvar no era el olmo -decía la señora Scheer-, sino el recuerdo de Cecilia.
Alrededor del árbol se formaron tres corros: el corro rubio de las hermanas Lisbon, el corro verde bosque de los hombres del Departamento de Parques y, alrededor de éstos, el corro de los mirones. Los hombres trataron primero de hacer entrar en razón a las chicas, se fueron poniendo cada vez un poco más serios, intentaron sobornarlas prometiéndoles un paseo en el camión y, finalmente, pasaron a las amenazas. El capataz ordenó a sus hombres que se tomaran la pausa del almuerzo pensando que en ese intervalo las muchachas claudicarían, pero transcurrieron cuarenta y cinco minutos y ellas seguían formando una cadena alrededor del árbol. Finalmente el hombre decidió entrar en la casa y hablar con el señor y la señora Lisbon pero, para su sorpresa, éstos no le resultaron de ninguna ayuda. Acudieron a abrir la puerta los dos juntos, el señor Lisbon rodeando con el brazo los hombros de su esposa en una insólita muestra de intimidad física.
– Tenemos orden de cortar el olmo de su jardín -dijo el capataz- y sus hijas nos lo impiden.
– ¿Cómo saben ustedes que ese árbol está enfermo? -preguntó la señora Lisbon.
– Lo sabemos, puede usted creerme. Tiene hojas amarillas, es decir, tenía hojas amarillas. Ya le hemos cortado la rama. ¡Es un árbol muerto, por el amor de Dios!
– Nosotros estamos a favor del aritex -dijo el señor Lisbon-. ¿Sabe qué le quiero decir? Nuestra hija nos mostró un artículo. Se trata de una terapia menos agresiva.
– Pero que no funciona. Mire usted, como dejemos este árbol, el año que viene habrán desaparecido todos los demás.
– Tal como van las cosas, es lo que ocurrirá de todos modos -dijo el señor Lisbon.
– No me gustaría tener que llamar a la policía.
– ¿La policía? -preguntó la señora Lisbon-. Las niñas están en el jardín de su casa. ¿Desde cuándo es un delito?
Llegado a este punto, el capataz se dio por vencido sin llegar a hacer realidad su amenaza. Cuando se disponía a subir a su camión, el Pontiac azul de la señorita Perl asomó detrás de éste. Un fotógrafo profesional ya estaba sacando las fotos que el periódico no tardaría en publicar. Había pasado menos de una hora entre el momento en que las niñas hicieron corro alrededor del árbol y la llegada de la señorita Perl, que al parecer pretendía emular a Weegee, aunque ella no revelaría jamás quién la había puesto sobre aviso. Muchos creían que habían sido las propias hermanas Lisbon para conseguir publicidad, pero no existía forma de asegurarlo. Mientras el fotógrafo seguía disparando la máquina, el capataz dijo a sus hombres que subieran al camión. Al día siguiente apareció un breve artículo, acompañado de una foto granulosa de las niñas abrazadas al árbol (documento número ocho). Da la impresión de que le rinden culto, como si fueran un grupo de druidas. A juzgar por la foto, nadie diría que el árbol termina seis metros más arriba de las cabezas inclinadas de las muchachas.
«Cuatro hermanas de Cecilia Lisbon, la adolescente del East Side cuyo suicidio el pasado verano despertó la atención sobre un problema nacional, pusieron en riesgo sus vidas el miércoles pasado en un intento de salvar el olmo que Cecilia tanto amaba. El año pasado le fue diagnosticada al árbol la enfermedad holandesa del olmo y estaba previsto que sería cortado esta primavera.» De esas palabras se desprende que la señorita Perl aceptaba la teoría de que las chicas habían salvado el árbol en recuerdo de Cecilia, y lo que leímos en el diario de esta última hace que no tengamos motivos para disentir de su opinión. Con todo, años más tarde, cuando hablamos con el señor Lisbon, él lo negó de plano.
– La aficionada a los árboles era Therese. Lo sabía todo acerca de ellos. Conocía todas las variedades, la profundidad a que llegaban las raíces. Si quieren que les sea franco, no recuerdo que Cecilia se interesase demasiado por la vida de las plantas.
Sólo cuando los del Departamento de Parques se hubieron marchado, las muchachas rompieron la cadena que habían formado alrededor del árbol. Restregándose los brazos entumecidos, volvieron a meterse en casa sin ni siquiera echar un vistazo a los que mirábamos, desperdigados, desde los jardines vecinos. Chase Buell oyó que Mary decía: «Volverán». Y se metieron dentro.
El señor Patz, que formaba parte de un grupo de unas diez personas, manifestó:
– Yo estoy de parte de las chicas. Cuando los de Parques se marcharon, me entraron ganas de aplaudir.
Temporalmente, el árbol sobrevivió. El Departamento de Parques siguió con la lista que llevaba y eliminó otros árboles del vecindario, pero nadie más tuvo agallas suficientes o fue tan loco como para oponer resistencia. El olmo de los Buell, con su columpio hecho con un neumático, fue retirado, el de los Fusilli desapareció un día mientras estábamos en la escuela y el de los Shalaan también se desvaneció. Muy pronto el Departamento de Parques se trasladó a otras calles, aunque el lamento incesante de sus sierras de cadena hacía que ni nosotros ni las hermanas Lisbon pudiéramos apartarlo de nuestros pensamientos.
Comenzó la temporada de béisbol y nos perdimos por verdes campos. En otros tiempos, el señor Lisbon llevaba a veces a sus hijas a algún partido de los que jugábamos como locales, y ellas se sentaban en las gradas y vitoreaban a los jugadores como todo el mundo. Mary hablaba con las animadoras.
– A ella le habría gustado serlo, pero su madre no la dejaba -nos dijo Kristi McCulchan-. Yo le enseñé algunos estribillos y la verdad es que lo hacía muy bien.
No lo dudábamos. Nosotros siempre mirábamos a las hermanas Lisbon y no a nuestras chifladas animadoras. En los partidos muy reñidos se mordían los puños y se figuraban que todas las pelotas que iban fuera del diamante equivalían a una carrera completa. Saltaban y se ponían de pie cuando la pelota caía, demasiado pronto, en el guante del «jardinero». El año de los suicidios las hermanas Lisbon no asistieron a un solo partido, aunque nosotros no esperábamos que lo hicieran. Poco a poco fuimos dejando de buscar en las gradas sus rostros enfebrecidos, como dejamos también de pasearnos por debajo para ver otras cosas de ellas, cortadas en franjas desde atrás.
Si bien seguíamos atraídos por las niñas Lisbon y continuábamos pensando en ellas, ya se estaban alejando de nosotros. Las imágenes que habíamos atesorado de ellas -en traje de baño, saltando sobre un aspersor de riego o huyendo de una manguera de jardín convertida en serpiente gigante por el arte de la presión del agua- ya comenzaban a desdibujarse por muy religiosamente que siguiésemos meditando en ellas en nuestros momentos más íntimos, tumbados en la cama junto a dos almohadas atadas con un cinturón para simular un cuerpo humano. Ya no podíamos evocar el timbre ni la cadencia exacta de sus voces. Incluso el jabón de jazmín comprado en Jacobsen's, que guardábamos en una vieja caja de pan, ya se había reblandecido y había perdido el aroma y ahora olía igual que las cajas de cerillas cuando se ponen húmedas. Al mismo tiempo, aún no nos habíamos percatado del todo de que las hermanas Lisbon estaban yéndose lentamente a pique y había mañanas en que despertábamos a un mundo que todavía no estaba fracturado: nos desperezábamos, saltábamos de la cama y sólo después de restregarnos los ojos delante de la ventana nos acordábamos de la casa que se estaba desmoronando al otro lado de la calle y de las ventanas oscurecidas por el musgo que nos vedaba la visión de las muchachas. La verdad era ésta: comenzábamos a olvidar a las hermanas Lisbon, y no recordábamos nada más. Ya se desvanecía el color de sus ojos, la situación de sus lunares, hoyuelos y minúsculas cicatrices. Hacía tanto tiempo que no veíamos sonreír a las hermanas Lisbon que ya nos costaba recordar sus apretados dientes.
– Ahora no son más que recuerdos -dijo tristemente Chase Buell-. Ha llegado el momento de suprimirlas.
Pero pese a decirlo, se rebelaba contra sus palabras, al igual que todos nosotros. Y en lugar de relegar a las niñas al olvido, contemplábamos una vez más las cosas que habían sido suyas, las cosas de las que habíamos conseguido apoderarnos durante aquella extraña curaduría nuestra: los sujetadores de Cecilia, el microscopio de Therese, un joyero con una hebra de los cabellos rubios de Mary puesta sobre algodones, la fotocopia de la estampa de la Virgen que había pertenecido a Cecilia, una blusa de Lux. Lo juntábamos todo en el centro del garaje de Joe Larson y dejábamos entornada la puerta automática para ver el exterior. El sol ya se había puesto y el cielo estaba oscuro. Ahora que ya se habían marchado los del Departamento de Parques, la calle volvía a ser nuestra. Por primera vez desde hacía meses vimos encenderse una luz en casa de los Lisbon, y en seguida se apagó con un parpadeo. En una habitación contigua se encendió otra luz, que parpadeó también en respuesta. En torno a las aureolas de las farolas advertimos un velado remolino que en el primer momento no reconocimos porque lo conocíamos demasiado, un absurdo ejemplo de éxtasis y de locura: la llegada de las primeras moscas del pescado de la temporada.
Había pasado un año y seguíamos sin saber nada. Las chicas se habían reducido de cinco a cuatro, pero todas -las vivas y la muerta- se estaban convirtiendo en sombras. Ni siquiera el surtido de sus pertenencias allí ordenadas a nuestros pies servía para reafirmar su existencia, y nada nos parecía más anónimo que cierto absurdo bolsito de vinilo, cubierto de cadena dorada, que tanto podía haber pertenecido a cualquiera de las chicas como a cualquier chica del mundo. El hecho de que en alguna ocasión hubiéramos estado lo bastante cerca de las hermanas Lisbon para ir pasando a través de los diferentes aromas de sus respectivos champús (del jardín de hierbas al calvero del limonar y al soto de las manzanas verdes) ya empezaba a parecernos cada vez más irreal.
¿Cuánto tiempo seguiríamos siendo fieles a las hermanas Lisbon? ¿Cuánto tiempo conservaríamos puro su recuerdo? En realidad, ahora ya no las conocíamos y sus nuevas costumbres -abrir una ventana, por ejemplo, para echar por ella un pañuelo de papel hecho una bola- hacían que nos preguntásemos si alguna vez las habíamos conocido o si nuestros desvelos sólo habían sido huellas dactilares de fantasmas. Nuestros talismanes dejaron de ser efectivos. Tocar la falda escocesa que Lux llevaba en la escuela sólo evocaba un nebuloso recuerdo de los tiempos en que se la vimos puesta en clase: una mano cansada que jugaba con el imperdible plateado, que se lo quitaba, que dejaba los pliegues sueltos sobre las rodillas desnudas, siempre a punto de abrirse en el minuto más impensado, pero nunca, nunca… Había que frotar varios minutos seguidos la falda para verlo con claridad. Las restantes diapositivas iban desvaneciéndose de la misma manera o, cuando accionábamos el proyector, no caía ninguna en la rendija del proyector y nos dejaba con la carne de gallina y los ojos clavados en una pared blanca.
Las habríamos perdido totalmente si las chicas no se hubieran puesto en contacto con nosotros. Justo cuando ya empezábamos a desesperar de poder acercarnos nuevamente a ellas comenzaron a aparecer nuevas estampas plastificadas de la Virgen. El señor Hutch encontró una sujeta en el limpiaparabrisas del coche y, como no entendió su significado, hizo con ella una bola y la echó en el cenicero. Ralph Hutch la encontró más adelante debajo de un montón de ceniza y de colillas. Cuando nos la trajo, la estampa estaba quemada por tres puntos. Aun así, pudimos comprobar que era idéntica a la estampa de la Virgen que Cecilia tenía agarrada en la bañera y, cuando le sacudimos la ceniza de encima, en el reverso de la misma apareció el número de teléfono: 555-MARY.
Pero Hutch no fue el único en encontrar una estampa. La señora Hessen encontró otra prendida en sus rosales. Joey Thompson, por su parte, percibió un día un extraño ruido en los neumáticos de la bicicleta y, al mirar, vio una estampa de la Virgen sujeta en los radios. Finalmente, Tim Winer encontró una estampa pegada en las ventanas de su estudio, con la imagen hacia él, como si lo mirase. Nos dijo que debía de hacer bastante tiempo que la estampa estaba allí, porque la humedad había penetrado en la superficie plastificada y le daba al rostro de la Virgen un aspecto gangrenoso. Por lo demás era igual que las demás: la Virgen iba cubierta con un manto azul provisto de un cuello mariposa de lamé dorado, llevaba en la cabeza una corona imperial de margaritas y un rosario ceñido en la cintura. Como es habitual, la Santa Madre tenía esa expresión beatífica de los que se medican con litio. Nadie vio jamás a las hermanas Lisbon distribuyendo las estampas, de la misma manera que nadie supo tampoco por qué las distribuían, pero aun ahora, después de tantos años, recordamos aquel estremecimiento que sentíamos cada vez que alguien nos informaba del hallazgo de otra estampa. Aquellas estampas tenían un sentido que no podíamos discernir y su lamentable estado -desgarrones, moho- hacía que pareciesen antiguas. Tim Winer escribió en su diario: «La sensación era como la que se podía experimentar al desenterrar una ajorca que hubiera pertenecido a una muchacha muerta bajo las cenizas de Pompeya. Acababa de ponérsela y estaba agitándola delante de la ventana, admirando cómo brillaba la joya cuando, súbitamente, la erupción del volcán la había teñido de rojo». (A Winer le encantaban las novelas de Mary Renault.)
Dejando aparte las estampas de la Virgen, estábamos convencidos de que las muchachas nos enviaban otro tipo de señales. Cierta vez, en mayo, el farolillo chino de Lux comenzó a parpadear en un indescifrable código Morse. Cada noche, cuando en la calle empezaba a oscurecer, su farolillo comenzaba a parpadear y el calor de la bombilla hacía girar un farol mágico interior que proyectaba sombras en las paredes. Nos pareció que las sombras transmitían un mensaje y los prismáticos así lo confirmaron, pero resultó que los mensajes estaban escritos en chino. El farol solía encenderse y apagarse según secuencias variadas -tres breves, dos largos, dos largos, tres breves-, después de lo cual se iluminaba la luz del techo y revelaba una habitación que era como una exposición de museo. En nuestro breve recorrido respetábamos los cordones de terciopelo y pasábamos de largo por delante del mobiliario fin de siglo: una cabecera de cama comprada en Sears con mesilla de noche a juego; la lámpara Apolo II de Therese, que proyectaba su luz sobre un póster propiedad de Lux en el que aparecía Billy Jack de tamaño natural con un sombrero negro de ala plana y un cinturón Navajo. Era una visión que sólo duraba treinta segundos al cabo de los cuales la habitación de Lux y Therese volvía a quedar a oscuras. Entonces, en respuesta, se iluminaba por dos veces la de Bonnie y Mary. Nadie pasaba por delante de las ventanas y la duración de las iluminaciones tampoco correspondía a ninguna actividad habitual. Las luces de las habitaciones de las hermanas Lisbon se apagaban y se encendían sin que entendiéramos la razón.
Todas las noches tratábamos de descifrar el código. Tim Winer quiso registrar los destellos con su lápiz estilográfico, pero sabíamos que, por algún motivo, no correspondían a ninguna forma de comunicación establecida. Algunas noches las luces nos hipnotizaban hasta tal punto que, cuando recuperábamos la conciencia, habíamos olvidado dónde estábamos y lo que hacíamos y la única luz que iluminaba la trastienda de nuestro cerebro era aquel fulgor de burdel que emitía el farolillo chino de Lux.
Nos costó un poco descubrir las luces que brillaban en la que había sido la habitación de Cecilia. Distraídos por los destellos que observábamos a uno y otro lado de la casa, no advertimos aquellas lucecitas blancas y rojas que resplandecían en la ventana por la que hacía diez meses había saltado la muchacha. Una vez que las descubrimos, tampoco nos pusimos de acuerdo acerca de qué podían ser. Unos creían que eran varillas de incienso que quemaban en una ceremonia secreta, en tanto que otros opinaban que no eran más que cigarrillos. La teoría de los cigarrillos se vino abajo tan pronto como detectamos más luces rojas que posibles fumadores, y cuando contamos dieciséis comprendimos en parte el misterio: las muchachas habían preparado un altar dedicado a su hermana muerta. Los que iban a la iglesia dijeron que la ventana se parecía a la gruta de la iglesia católica de San Pablo del Lago, si bien en lugar de colocar hileras ascendentes de cirios votivos, todos iguales en tamaño e importancia, como las almas que representaban, las hermanas Lisbon idearon una fantasmagoría de faroles. Fundieron los restos de las velas que encendían durante la cena y formaron una bola de parafina envuelta en su propia mecha, luego fabricaron diez antorchas con una «vela artística» psicodélica que Cecilia había comprado en una feria callejera y encendieron las seis velas achaparradas que el señor Lisbon guardaba en una caja en el armarito de la escalera para casos de averías eléctricas. También encendieron tres tubos de carmín de Mary, que ardían sorprendentemente bien. En el alféizar de la ventana, puestas en tazas colgadas de un tendedero, en macetas viejas, en cajas de leche cortadas, ardían las velas. Por las noches veíamos a Bonnie ocupándose de que no se apagaran. En ocasiones, al encontrar velas ahogadas en su propia cera, abría con unas tijeras una trinchera para canalizarla, pero la mayor parte de las veces vigilaba las velas como si le fuera la vida en ello; las llamas casi se extinguían pero, por avidez de oxígeno, aguantaban.
Las velas no sólo imploraban a Dios, sino también a nosotros. El farolillo chino emitía su intraducible S.O.S. La luz del techo nos mostraba el lamentable estado de la casa de los Lisbon y nos mostraba también a Billy Jack, que había vengado la violación de su chica sirviéndose del repudiado kárate. Las señales de las hermanas Lisbon llegaban hasta nosotros pero a nadie más, como una emisión de radio captada por nuestras antenas. Por la noche, detrás de nuestros párpados destellaban sombras de imágenes vistas o permanecían flotando sobre la cama como un enjambre de luciérnagas. Nuestra imposibilidad de responder hacía que aquellas señales fuesen aún más importantes. Cada noche asistíamos al espectáculo, a punto siempre de encontrar la clave, y Joe Larson incluso intentó responder apagando y encendiendo la luz de su cuarto, lo que hizo que la casa de los Lisbon quedara sumida en la oscuridad y nos sintiéramos castigados.
El 7 de mayo llegó la primera carta. Se deslizó en el buzón de Chase Buell junto con el resto de la correspondencia. No llevaba sello ni remitente, pero al abrirla reconocimos en seguida el Flair púrpura con el que a Lux le gustaba escribir.
Querido quien seas:
Di a Trip que he acabado con él.
Es asqueroso.
Adivina quién soy
No decía más. Durante las semanas siguientes llegaron otras cartas que revelaban diferentes estados de ánimo. Los sobres venían hasta nuestras casas traídos por las propias chicas en plena noche. Sólo pensar que salían a hurtadillas de su casa y pasaban por nuestra calle nos llenaba de excitación y hubo noches en que permanecimos despiertos hasta tarde tratando de sorprenderlas. Pero despertábamos por la mañana para descubrir que nos habíamos quedado dormidos junto al buzón, donde, igual que la moneda que el hada pone debajo de la almohada a cambio del diente, esperaba una carta. Hubo ocho en total. No todas las escribió Lux, aunque ninguna llevaba firma. Todas eran cortas. Una decía: «¿Nos recordáis?». Otra: «Abajo los chicos sosos». Otra más: «Vigilad las luces». Y la más larga: «En esta oscuridad habrá luz. ¿Nos ayudaréis?».
Durante el día la casa de los Lisbon parecía vacía. La basura que la familia sacaba una vez por semana (también en plena noche, puesto que nadie los vio nunca, ni siquiera el tío Tucker) se parecía cada vez más a los desechos de gente sometida a un largo asedio. Comían habichuelas de lata, sazonaban el arroz con salsas inmundas. Por la noche, cuando aparecían las señales luminosas, nos devanábamos los sesos para dar con la manera de ponernos en contacto con las chicas. A Tom Faheem se le ocurrió que podíamos hacer volar una cometa con algo escrito en ella y pasearla por delante de la casa, pero la idea fue rechazada por razones logísticas. El pequeño Johnny Buell dijo que se podía optar por escribir lo que fuera en una piedra y arrojarla a las ventanas de las chicas, pero teníamos miedo de que al romper el cristal pusiéramos en guardia a la señora Lisbon. La solución era tan sencilla que tardamos una semana en dar con ella.
Las llamaríamos por teléfono.
En el listín telefónico de los Larson, descolorido por el sol, justo entre Licker y Little, encontramos la inclusión «Lisbon, Ronald A.». Estaba hacia la mitad de la página de la derecha, no indicado por ningún código ni símbolo, ni siquiera un asterisco como referencia a un apéndice de dolor. Lo miramos fijamente durante un rato. Después, con tres índices diferentes preparados, marcamos el número.
El teléfono sonó once veces antes de que contestara el señor Lisbon.
– ¿Qué va a ser hoy? -dijo en seguida con voz cansada. Su manera de hablar era confusa. Tapamos el aparato con la mano y no dijimos nada-. Adelante, estoy esperando. Hoy pienso escuchar todas sus mierdas. -Se oyó otro chasquido a través del teléfono, como el de una puerta que se abriera en un pasillo vacío. Por fin, el señor Lisbon farfulló-: Mire, concédanos un descanso, ¿quiere?
Hubo una pausa. Una respiración regular, reformulada mecánicamente, se introdujo en el espacio electrónico. Entonces el señor Lisbon habló con voz distinta de la suya, un agudo chillido… la señora Lisbon se había apoderado del aparato.
– ¿Por qué no nos dejan en paz? -gritó, antes de golpear ruidosamente el teléfono.
Nosotros seguimos a la escucha. Durante cinco segundos más nos llegó su respiración furiosa a través del hilo pero, tal como esperábamos, la comunicación no se interrumpió. En el otro extremo del hilo una presencia oscura esperaba.
Pronunciamos un intento de saludo. Pasado un momento, una voz débil y desgarrada contestó:
– Hola.
Hacía mucho tiempo que no oíamos hablar a ninguna de las hermanas Lisbon, pero la voz no removió ningún recuerdo. Sonó -quizá porque la persona apenas susurraba- de forma irreparablemente alterada, disminuida, como la voz de un niño caído en un pozo. No sabíamos cuál de ellas era, no sabíamos qué decirle. Pese a todo, continuamos juntos -ella, ellas, nosotros- y en algún lugar adyacente del sistema telefónico de Bell hubo una conexión de otra línea. Un hombre comenzó a hablar bajo el agua a una mujer. Oíamos a medias lo que decían («He pensado que tal vez una ensalada…» «¿Una ensalada? Me matas con tus ensaladas»), pero entonces debió de liberarse otro circuito porque la pareja fue repentinamente eliminada y nos dejó en un rumoroso silencio mientras la voz, destemplada pero ahora más potente, dijo:
– Mierda. Hasta luego. -Y colgó.
El día siguiente volvimos a llamar a la misma hora y contestaron a la primera llamada. Esperamos un momento por razones de seguridad y procedimos de acuerdo con el plan que habíamos ideado la noche anterior. Sostuvimos el teléfono delante de uno de los altavoces del señor Larson y pusimos la canción que de manera más directa transmitía los sentimientos que nos inspiraban las hermanas Lisbon. No recordamos ahora el título de la canción y la búsqueda exhaustiva en los discos de la época ha resultado infructuosa. Sin embargo, recordamos los sentimientos esenciales que evocaba, sabemos que hablaba de días difíciles, de largas noches, de un hombre aguardando fuera de una cabina de teléfonos rota esperando que suene el teléfono, de lluvia y del arco iris. Predominaban las guitarras, aparte de un intervalo con el suave zumbido de un violoncelo. La transmitimos por teléfono, después Chase Buell dio nuestro número y colgamos.
El día siguiente, a la misma hora, sonó nuestro teléfono y, después de una cierta confusión (se nos cayó el teléfono), oímos el golpe de una aguja al caer sobre un disco y la voz de Gilbert O'Sullivan que cantaba desde un disco rayado. Es posible que recuerden la canción; se trata de una balada que describe las desventuras de la vida de un joven (mueren sus padres, su novia lo deja plantado ante el altar), que tras cada línea va quedándose cada vez más solo. Era la canción favorita de la señora Eugene y nosotros lo sabíamos muy bien, porque se la habíamos oído cantar junto a sus ollas humeantes. La canción nunca tuvo mucho sentido para nosotros, debido a que hablaba de una época que no habíamos conocido, pero oída de aquella manera tan queda a través del teléfono y saliendo como salía de casa de las hermanas Lisbon, nos impactó. La voz mágica de Gilbert O'Sullivan era tan aguda que casi parecía la de una chica. La letra también podría haber estado compuesta por fragmentos de un diario que las hermanas Lisbon musitasen en nuestros oídos. Aunque no eran sus voces las que oíamos, la canción conjuraba sus imágenes con más fuerza que nunca. Las sentíamos, al otro extremo del hilo, soplando el polvo de la aguja, sosteniendo el teléfono sobre el negro disco que iba girando, poniendo el volumen muy bajo para que no lo oyeran en la casa. Al terminar la canción, la aguja patinó por el círculo interior y produjo un chasquido que fue repitiéndose (como un momento vivido una y otra vez). Joe Larson ya tenía preparada nuestra respuesta y, apenas la transmitimos, las chicas Lisbon volvieron a transmitir la suya, y de esta manera fue transcurriendo la noche. Hemos olvidado el nombre de muchas de las canciones, pero una parte de aquel intercambio musical ha sobrevivido en el dorso del Tea for the Tillerman de Demo Karafilis, anotada a lápiz por él mismo. La damos a continuación:
las hermanas Lisbon «Otra vez solo, naturalmente», Gilbert O'Sullivan
nosotros «Tienes un amigo», James Taylor
las hermanas Lisbon «¿Dónde juegan los niños?», Cat Stevens
nosotros «Querida Prudence», The Beatles
las hermanas Lisbon «Una candela al viento», Elton John
nosotros «Caballos salvajes», The Rolling Stones
las hermanas Lisbon «A los diecisiete», Janice lan
nosotros «El tiempo en una botella», Jim Croce
nosotros «Tan lejos», Carole King
En realidad, no estamos muy seguros del orden. Demo Karafilis garrapateó los títulos un poco al azar. De todos modos, el orden presentado ofrece la progresión básica de nuestra conversación musical. Como Lux había quemado sus discos de rock duro, las canciones de las chicas eran en su mayor parte de música folk. Se trataba de voces plañideras que pedían justicia e igualdad. Algún ocasional violín country evocaba tiempos pasados. Los cantantes eran hombres de piel curtida o llevaban botas. Todas las canciones, una tras otra, palpitaban con secreto dolor. Hacíamos circular el pegajoso teléfono de oreja a oreja, los redobles de tambor eran tan regulares que parecía como si tuviésemos la oreja pegada al pecho de las hermanas Lisbon. A veces teníamos la impresión de que las oíamos cantar y era casi como estar con ellas en un concierto. Nuestras canciones eran en su mayor parte canciones de amor. Cada selección intentaba dirigir la conversación hacia terrenos más íntimos. Pero las hermanas Lisbon se atenían a cuestiones más impersonales. (Agachamos la cabeza e hicimos un comentario sobre su perfume. Dijeron que probablemente era de magnolia.) Poco después nuestras canciones se volvieron más tristes y sensibleras y entonces fue cuando ellas pusieron «Tan lejos». Advertimos el cambio de inmediato (habían dejado la mano en nuestra muñeca y se demoraban en ella) y continuamos con «Puente sobre aguas turbulentas». Con ésta subimos el volumen porque la canción expresaba mejor que ninguna lo que nos inspiraban las chicas, lo mucho que queríamos ayudarlas. Al terminar, esperamos su respuesta. Después de una larga pausa, volvió a rechinar su tocadiscos y entonces oímos aquella canción que incluso ahora, cuando la escuchamos a través del hilo musical de unas galerías comerciales, hace que detengamos nuestros pasos y que volvamos la vista atrás, hacia un tiempo perdido:
¡Eh! ¿habéis intentado probar alguna vez llegar al otro lado?
Tal vez suba al arco iris,
Pero, amigo, ahí está:
Los sueños son para los que duermen,
a nosotros nos toca vivir.
Y si te preguntas adónde va a parar esta canción,
quiero descubrirlo contigo.
Se interrumpió la comunicación. (De pronto, las muchachas nos habían echado los brazos al cuello, nos habían hecho aquella confesión ardiente al oído y habían salido corriendo de la habitación.) Durante unos minutos permanecimos inmóviles, escuchando el zumbido de la línea telefónica, que inmediatamente después comenzó a emitir un furioso bip bip hasta que una voz grabada nos dijo que colgáramos sin más pérdida de tiempo.
Nunca se nos habría ocurrido soñar que las hermanas Lisbon pudieran corresponder nuestro amor. Sólo de imaginarlo la cabeza nos daba vueltas. Nos tumbamos en la alfombra de los Larson, que olía superficialmente a desodorante de animales y, más profundamente, a animales. Pasó un buen rato sin que nadie hablara, pero, poco a poco, mientras íbamos barajando recuerdos en nuestra mente, comenzamos a ver las cosas bajo una nueva luz. ¿Acaso las hermanas Lisbon no nos habían invitado a la fiesta que habían dado en su casa el año pasado? ¿No sabían nuestros nombres y direcciones? ¿No nos espiaban a través de los pequeños huecos que limpiaban con la mano en los cristales sucios de las ventanas? Olvidados de nosotros y, cogidos de la mano, sonreíamos con los ojos cerrados. En el estéreo, Garfunkel comenzó a desgranar sus agudos y ya no pensamos en Cecilia. Sólo pensábamos en Mary, Bonnie, Lux y Therese, varadas en la vida, imposibilitadas hasta ahora de hablar con nosotros a no ser de aquella manera tímida e incierta. Repasamos sus últimos meses en la escuela y surgieron nuevos recuerdos. Lux se había dejado olvidado un día el libro de matemáticas y había tenido que compartir el de Tom Faheem. En el margen había escrito: «Quiero irme de aquí». ¿Qué amplitud tenía aquel deseo? Volviendo la vista atrás, nos dimos cuenta de que las hermanas Lisbon habían intentado comunicarse con nosotros, habían tratado de que las ayudásemos, pero nosotros habíamos estado demasiado embobados para escucharlas. Estábamos tan absortos vigilándolas que éramos incapaces de notar nada excepto que cuando las mirábamos nos miraban. ¿A quién más podrían recurrir? A sus padres desde luego que no, tampoco a los vecinos. Estaban prisioneras en su propia casa: fuera de ella, eran unas leprosas. Por eso se escondían del mundo y esperaban que alguien -nosotros- las salvase.
Durante los días siguientes tratamos de volver a llamar a las chicas, aunque sin éxito. El teléfono sonaba desesperanzado, abandonado. Nos imaginábamos el aparato ululando debajo de almohadones mientras las hermanas Lisbon trataban en vano de cogerlo. Incapaces de establecer contacto, compramos Lo mejor de Bread y estuvimos escuchando una y otra vez «Hacerlo contigo». Hablábamos de túneles incesantemente, decíamos que se podría iniciar uno en el sótano de los Larson y continuarlo por debajo de la calle. Podríamos trasladar la tierra en las perneras de los pantalones y vaciarlas mientras paseábamos, como en La gran evasión. Nos seducía tanto el dramatismo de la situación que llegamos a olvidar por un momento que aquel túnel ya estaba construido: las cloacas. Sin embargo, al explorarlas descubrimos que estaban llenas de agua, ya que aquel año el nivel del lago había vuelto a subir. No importaba. El señor Buell tenía una escalera extensible que podíamos apoyar fácilmente en las ventanas de las muchachas.
– Es como fugarse -dijo Eugie Kent.
Las palabras hicieron navegar nuestros pensamientos hasta un juez de paz de rostro rubicundo en alguna pequeña ciudad y hasta el coche cama de un tren que atravesaba durante la noche azules campos de trigo. Nos imaginábamos todo tipo de cosas, sólo esperábamos a que las hermanas dieran la señal.
Ninguna de estas cosas -lo de los discos, los destellos de luces, las estampas de la Virgen- salió nunca en los periódicos. Pensábamos en nuestra comunicación con las hermanas Lisbon como en una muestra de sagrada confianza, incluso cuando esa fidelidad dejó después de tener sentido. La señorita Perl (que más adelante publicó un libro con un capítulo dedicado a las hermanas Lisbon) habló de que su ánimo iba hundiéndose cada vez más en inevitable progresión. Presenta en él los últimos y patéticos intentos de las chicas por incorporarse a la vida -Bonnie ocupándose del altar, Mary poniéndose jerseys de colores chillones-, aunque la señorita Perl añade que, debajo de cada piedra que utilizaban las muchachas para construirse un refugio, había barro y gusanos. Las velas eran un espejo entre dos mundos que tenía una doble función: evocaba a Cecilia pero llamaba también a sus hermanas a reunirse con ella. Los vistosos jerseys de Mary sólo demostraban la urgente y desesperada necesidad de la adolescente de sentirse hermosa, en tanto que los holgados chándals de Therese revelaban su falta de autoestima.
Nosotros sabíamos más cosas. Tres noches después de la sesión de los discos, vimos que Bonnie metía una maleta negra en su cuarto. La dejó sobre la cama y comenzó a llenarla de ropa y libros. Se acercó Mary y metió dentro su espejo climático. Discutieron sobre el contenido de la maleta y, cediendo a un arranque, Bonnie sacó algunas prendas que había metido y dejó más espacio para las cosas de Mary: una grabadora, un secador de cabello y un tope de puerta de hierro forjado, objeto cuya utilidad no entendimos hasta más tarde. No teníamos idea de lo que hacían, pero de inmediato nos dimos cuenta del cambio que se apreciaba en su conducta. Ahora se movían con un nuevo propósito. Su carencia de objetivo había desaparecido. Paul Baldino interpretó sus actos de esta manera:
– Parece como si quisieran tomarse un descanso -dijo dejando a un lado los prismáticos. Enunció aquella conclusión con la seguridad de quien ha visto desaparecer parientes camino de Sicilia o de América del Sur y nosotros le dimos crédito inmediato-. Os apuesto diez dólares contra cinco a que este fin de semana se largan.
Tenía razón, aunque no ocurrió exactamente tal como había anunciado. La última nota, escrita en el dorso de una estampa plastificada de la Virgen, llegó al buzón de Chase Buell el 14 de junio. Decía simplemente: «Mañana. A medianoche. Esperad la señal».
En esa época del año las moscas del pescado formaban una capa que cubría las ventanas y dificultaba mirar a través de ellas. La noche siguiente nos reunimos en el solar que había al lado de la casa de Joe Larson. El sol se había puesto detrás del horizonte, pero aún iluminaba el cielo con una franja química de color naranja más bella que si hubiera sido natural. La casa de los Lisbon, al otro lado de la calle, estaba a oscuras salvo por el neblinoso fulgor rojizo que envolvía el altar de Cecilia, prácticamente escondido. Desde abajo apenas si distinguíamos el piso de arriba, de modo que intentamos subirnos al tejado de los Larson, si bien el señor Larson nos paró los pies.
– Acabo de alquitranarlo -nos dijo.
Volvimos a vagar por el solar, nos fuimos después calle abajo y pusimos las palmas de las manos sobre el asfalto, todavía caliente por el sol. El olor a humedad de la casa de los Lisbon llegó hasta nosotros, pero se desvaneció en seguida, por lo que creímos haberlo imaginado. Joe Hill Conley comenzó a subirse a los árboles, como siempre hacía; los demás pensamos que ya no teníamos edad para eso. Nos quedamos mirándolo mientras trepaba a un arce. No podía subir muy alto porque las ramas eran delgadas y no lo habrían sostenido. Chase Buell le gritó:
– ¿Ves algo?
Joe Hill Conley entrecerró los ojos y después tiró de la comisura de los párpados por considerarlo más efectivo, y finalmente negó con la cabeza. Pese a todo, aquello nos dio una idea y nos dirigimos a la vieja casa del árbol. Inspeccionándola a través del follaje, examinamos su estado. Hacía años que una tormenta se había llevado parte del tejado y le faltaba aquel detalle con que la habíamos rematado, el pomo de la puerta, pero la estructura aún parecía habitable.
Subimos a la casa del árbol igual que habíamos hecho siempre, haciendo pasar la cuerda deshilachada a través del agujero de un nudo, después a través del tablero claveteado, a continuación por los dos clavos torcidos, antes de tirar de ella e introducirnos por la trampilla. Ahora éramos mucho más voluminosos y nos costó entrar. Una vez dentro, el suelo de contrachapado se venció con el peso de nuestros cuerpos. La ventana apaisada que muchos años atrás habíamos cortado con una sierra de mano seguía dominando la fachada de la casa de los Lisbon. Junto a la ventana había cinco fotografías de las hermanas Lisbon manchadas y clavadas con chinchetas oxidadas. No recordábamos haberlas colocado allí, pero allí estaban, veladas por el paso del tiempo y la intemperie, por lo que apenas si nos revelaron los perfiles fosforescentes de los cuerpos de las muchachas, convertido cada uno de ellos en una letra brillante y diferente de un alfabeto desconocido. Abajo, algunos vecinos habían salido a regar el césped o los parterres de flores y lanzaban chorros de plata. De toda una serie de aparatos de radio salió la voz cascada de nuestro locutor local de béisbol describiendo un drama lento que no veíamos y sobre los árboles convergieron los clamores de la vuelta completa, que se dispersaron después. Oscureció aún más. La gente se metió en sus casas. Probamos de encender la mecha de la vieja lámpara de queroseno y prendió a causa de algún invisible residuo, pero al cabo de un minuto una multitud de moscas del pescado comenzaron a entrar por la ventana y tuvimos que apagar la lámpara. Oíamos sus cuerpos estrellándose contra las farolas de la calle, una granizada de bolas de pelo, reventando debajo de los neumáticos de los coches que pasaban. Unos cuantos bichos reventaron con un chasquido cuando nos recostamos en las paredes de la casa del árbol. Inertes a menos que se los arrancase de su sitio, se debatían furiosamente, entre nuestros dedos, después de lo cual huían volando para adherirse, nuevamente inertes, sobre cualquier cosa. Los desechos de sus cuerpos muertos o moribundos oscurecían las farolas de la calle y los faros de los coches y transformaban las ventanas de las casas en telones por los que apenas se filtraba la luz. Nos acomodamos e izamos con una cuerda una caja de seis botellas de cerveza calientes, bebimos y esperamos.
Todos habíamos dicho a nuestras familias que nos quedábamos a dormir en casa de algún amigo, o sea que disponíamos de toda la noche para pasarla allí sentados y bebiendo sin que los adultos nos molestaran. Pero ni a la hora del crepúsculo ni después vimos ninguna luz en casa de los Lisbon aparte de la que proyectaban las velas. Parecían arder más débilmente, y sospechamos que, pese a administrarla, a las chicas comenzaba a escasearles la cera. La ventana de Cecilia tenía ese fulgor húmedo de los acuarios sucios. Moviendo en ángulo el telescopio de Carl Tagel a través de la ventana del árbol, pudimos observar la luna picada de viruelas emanando silenciosamente vapor a través del espacio, y también el azulado Venus, pero cuando dirigimos el telescopio a la ventana de Lux quedamos tan cerca de ella que nos fue imposible ver nada. Lo que al principio semejaba el xilofón de su columna vertebral acurrucado en la cama resultó ser una moldura decorativa. Un correoso hueso de melocotón colocado sobre la mesilla de noche, que databa de los tiempos en que tomaban alimentos frescos, dio pie a una serie de extravagantes conjeturas. Cada vez que descubríamos o veíamos alguna cosa que se movía, se trataba de una pieza demasiado pequeña para montar el rompecabezas, por lo que al fin renunciamos, plegamos el telescopio y nos fiamos de nuestros ojos.
La medianoche pasó en silencio. La luna se ocultó. Apareció una botella de vino de fresas Boone's Farm, que hicimos circular y dejamos después en una rama del árbol. Tom Bogus se dirigió, vacilante, a la puerta y desapareció de la vista. Un minuto más tarde oímos sus arcadas entre los arbustos. Permanecimos despiertos lo bastante como para ver salir al tío Tucker con un trozo de linóleo. Era la decimotercera capa que instalaba a fin de llenar las horas de su vida. Después de sacar una cerveza de la nevera del garaje, se paseó por el jardín delantero de su casa y echó una ojeada a su territorio nocturno. Se apostó detrás de un árbol y esperó a que apareciese Bonnie, rosario en mano. Desde el lugar en que se encontraba no podía ver el destello de luz que aparecía en la ventana del dormitorio, y cuando oímos que ésta se abría él ya se había metido en casa. Teníamos los ojos fijos en aquella luz; osciló en la oscuridad y después se encendió y se apagó tres veces seguidas.
Se levantó brisa. En la negrura las hojas del árbol en que estábamos se agitaron un poco y el aire se llenó con el aroma crepuscular que emanaba la vivienda de los Lisbon. Ninguno de nosotros recuerda haber pensado ni decidido nada, puesto que en aquel momento preciso la mente dejó de funcionarnos y se nos llenó con la única paz que conocimos nunca. Estábamos allá arriba, sobre el nivel de la calle, a la misma altura que las ruinosas habitaciones de las hermanas Lisbon, y ellas nos llamaban. Oímos el crujido de la madera. Entonces, por un instante, las vimos -Lux, Bonnie, Mary y Therese- enmarcadas en la misma ventana. Nos miraban, penetraban el vacío hasta nosotros. Mary nos envió un beso o quizá se secó la boca. La luz se apagó. La ventana se cerró y ellas se marcharon.
Ni nos paramos a hablarlo siquiera. En fila, como los paracaidistas, saltamos del árbol. Era un salto fácil, y el golpe nos reveló cuán cerca estaba el suelo: a no más de tres metros. Si saltábamos, casi podíamos tocar el suelo de la casa del árbol. Nos asombró nuestra nueva altura y más tarde muchos dijeron que aquello contribuyó a potenciar nuestra audacia porque por primera vez nos sentimos hombres.
Avanzábamos hacia la casa desde diferentes direcciones, ocultándonos en las sombras de los árboles que aún sobrevivían. A medida que nos acercábamos, algunos arrastrándose por el suelo a la manera de los soldados, otros caminando, el olor era cada vez más fuerte. El aire se espesaba. Pronto llegamos a una barrera invisible: hacía meses que nadie se acercaba tanto a la casa de las hermanas Lisbon. Vacilamos y entonces Paul Baldino levantó la mano, dio la señal y nos aproximamos aún más. Rozamos las paredes de ladrillo, nos agachamos debajo de las ventanas, se nos prendieron telarañas en los cabellos. Nos metimos en la húmeda suciedad del jardín trasero. Kevin Head tropezó con el comedero de los pájaros, que todavía seguía allí. Se partió por la mitad y las semillas que contenía se desparramaron por el suelo. Nos quedamos helados, pero no se encendió ninguna luz. Un minuto después nos acercamos un poco más. Los mosquitos se lanzaban en picado sobre nuestras orejas, pero no les hacíamos caso porque estábamos demasiado absortos tratando de descubrir en la oscuridad una escala hecha con sábanas anudadas y un camisón que descendía por ella. No vimos nada. La casa se erguía ante nosotros, sus ventanas reflejaban oscuras masas de hojas. Chase Buell nos recordó en un murmullo que acababa de obtener el carné de conducir y nos mostró las llaves del Cougar de su madre.
– Podemos coger mi coche -dijo.
Tom Faheem escudriñó los descuidados parterres en busca de piedrecillas para arrojar a las ventanas de las chicas. En cualquier momento una de las ventanas de arriba podía abrirse después de romper la soldadura de las moscas del pescado y entonces se asomaría una cara que nos miraría durante el resto de nuestras vidas.
Cuando llegamos a la ventana de atrás fuimos lo bastante valientes para atisbar dentro. A través de una maraña de plantas muertas colocadas en el alféizar, descubrimos el interior de la casa: un paisaje marino de objetos confusos que tan pronto avanzaban como retrocedían a medida que los ojos se iban acomodando a la luz. La butaca del señor Lisbon rodó hacia delante, el apoyo de los pies se levantó como una pala de recoger nieve, el sofá de vinilo marrón retrocedió hacia la pared. Mientras se movían de un lado a otro, el suelo pareció elevarse como un escenario hidráulico y entonces, iluminada por la única luz de la habitación, procedente de una pequeña lámpara con pantalla, vimos a Lux. Estaba tumbada en un almohadón y tenía las rodillas levantadas y separadas, la parte superior del cuerpo hundida en el cojín, como si la sujetase igual que una camisa de fuerza. Llevaba vaqueros y zuecos de ante y la larga cabellera se le desparramaba sobre los hombros. Tenía un cigarrillo en la boca, y la larga ceniza estaba a punto de caer.
No sabíamos qué hacer a continuación. Nadie nos había dado instrucciones. Apretábamos la cara contra las ventanas y nos servíamos de las manos como de unos anteojos. Los vidrios transmitían las vibraciones de los sonidos y, al inclinarnos hacia delante, sentíamos a las demás muchachas moviéndose en la planta superior. Algo se deslizó, se detuvo, volvió a deslizarse. Algo rebotó. Apartamos las caras y todo volvió a quedar quieto. Después volvimos a acercarnos al vidrio que zumbaba.
Lux buscó a tientas un cenicero. Al no encontrar ninguno al alcance de la mano, sacudió la ceniza, que cayó sobre sus vaqueros. Se los restregó con la mano. Al moverse se incorporó y vimos que llevaba una camiseta de tirantes. Los llevaba atados detrás del cuello con un lazo y los extremos descendían por sus pálidos hombros y sus clavículas salientes, para ensancharse después en dos tiras amarillas. Llevaba la camiseta ligeramente torcida hacia la derecha, y cuando se estiró reveló una suave y blanda carnosidad.
– En julio hará dos años -dijo Joe Hill Conley refiriéndose a la última vez que la habíamos visto con aquella camiseta.
Era un día muy caluroso. Lux había salido pero a los cinco minutos su madre le ordenaba que entrara en la casa y se cambiara. Ahora, esa camiseta nos hablaba de todo el tiempo transcurrido, de todas las cosas que habían sucedido desde entonces, pero sobre todo nos informaba de que las chicas se marchaban y de que a partir de entonces llevarían lo que se les antojase.
– Quizá tendríamos que llamar -murmuró Kevin Head.
Pero nadie llamó. Lux volvió a acomodarse en el almohadón. Aplastó el cigarrillo en el suelo. Detrás de ella, en la pared, se proyectó una sombra. Lux se volvió de pronto, pero sonrió en seguida al ver a un gato que nunca habíamos visto hasta ese momento y que subió a su regazo. Ella abrazó el cuerpo indiferente del animal hasta que éste, tras debatirse un instante, consiguió liberarse (ésta es otra de las cosas que deseamos hacer constar: al final Lux quería a aquel gato extraviado. El animal se escapó y desapareció de este informe). Lux encendió otro cigarrillo. Al quedar iluminada por el reflejo de la cerilla, miró hacia la ventana. Levantó la barbilla y tuvimos la impresión de que nos había visto, pero entonces se pasó la mano por el cabello. Sólo estaba observando el reflejo de su imagen. La luz del interior de la casa nos hacía invisibles y, aunque nos encontrábamos a pocos centímetros de la ventana, no podía vernos, como si estuviésemos mirándola desde otro plano de la existencia. El débil resplandor que salía de la ventana aleteaba ante nuestra cara mientras teníamos el tronco y las piernas sumidos en la oscuridad. En el lago un carguero hacía sonar la sirena, no era noche de niebla. Otro carguero le respondió con un sonido más agudo. De un tirón brusco se le habría podido arrancar a Lux aquella camiseta de tirantes.
Tom Faheem fue el primero, desmintiendo con ello la fama que tenía de tímido. Subió los escalones del porche trasero, abrió sigilosamente la puerta y, finalmente, nos franqueó la entrada de la casa de los Lisbon.
– Aquí estamos -fue todo lo que dijo.
Lux levantó los ojos, pero no se levantó del almohadón. Sus ojos soñolientos no reflejaron sorpresa alguna al vernos, pero en la base de su blanco cuello comenzó a extenderse una mancha de rubor en forma de langosta.
– Ya era hora. Hace tiempo que os estamos esperando -dijo, y dio otra calada al cigarrillo.
– Tenemos un coche -continuó Tom Faheem-. El depósito está lleno. Os llevaremos donde queráis.
– No es más que un Cougar -explicó Chase Buell-, pero el maletero es bastante grande.
– ¿Podré ir sentada delante? -preguntó Lux torciendo la boca para sacar el humo de lado, alejándolo cortésmente de nosotros.
– Por supuesto.
– ¿Quién de vosotros, tíos, se sentará a mi lado?
Echó la cabeza hacia atrás y soltó una sucesión de anillos de humo. Los contemplamos mientras iban subiendo, pero esta vez Joe Hill Conley no se adelantó corriendo para introducir el dedo en ellos. Por vez primera echamos una ojeada a la casa. Ahora que estábamos dentro el olor nos parecía más intenso que nunca. Era un olor a yeso mojado, a desagües atascados con la interminable maraña de los cabellos de las hermanas Lisbon. Los armarios estaban cubiertos de moho, las tuberías goteaban. Debajo de las goteras seguía habiendo botes de pintura, cada uno con un resto de la solución que había contenido en otro tiempo. La sala de estar parecía haber sufrido un saqueo. El televisor, en un rincón, no tenía pantalla. Delante de él estaba abierta la caja de herramientas del señor Lisbon. A los sillones les faltaban los brazos o las patas, como si los Lisbon los hubieran utilizado como leña.
– ¿Dónde están tus padres?
– Duermen.
– ¿Y tus hermanas?
– Ahora vienen.
Algo cayó escaleras abajo con ruido sordo. Nos retiramos hacia la puerta de atrás.
– Vamos -dijo Chase Buell-. Será mejor que salgamos de aquí. Se está haciendo tarde.
Pero Lux se limitó a mover la cabeza y a suspirar. Se apartó un tirante de la piel, le había dejado una marca roja. Todo volvía a estar en silencio.
– Esperad cinco minutos -dijo Lux-. No hemos terminado de hacer el equipaje. Teníamos que esperar a que mis padres estuviesen dormidos. Les cuesta muchísimo dormirse. Especialmente a mi madre. Padece insomnio. Es probable que ahora mismo esté despierta. -Se puso de pie. Vimos que se incorporaba en el almohadón inclinándose hacia delante como para darse impulso. Aquella prenda, con sus inconsistentes tirantes, le colgaba totalmente separada del cuerpo, lo que nos permitía ver aire oscuro entre la tela y la piel y también el dulce fogonazo de sus pechos enharinados-. Tengo los pies hinchados -dijo-. Es de lo más desagradable. Por eso llevo zuecos. ¿Os gustan?
Hizo balancear uno en la punta de los dedos.
– Sí.
Ahora Lux estaba de pie en toda su estatura, que no era mucha. Era preciso que no parásemos de repetirnos que todo aquello estaba ocurriendo de verdad, que aquélla era realmente Lux Lisbon, que estábamos en la misma habitación que ella. Lux se miró, se arregló los tirantes de la camiseta, con el pulgar se encajó la tela en la carnosidad del lado derecho, ahora al descubierto. Después volvió a levantar la vista como si nos mirase a los ojos a todos al mismo tiempo, y echó a andar. Caminaba arrastrando los zuecos en dirección a la zona de sombras y, al acercarse, mientras iba dejando con sus pasos una marca en el suelo cubierto de polvo, oímos que decía:
– En un Cougar no cabremos todos. -Dio un paso más y su cara reapareció. Durante el espacio de un segundo no pareció viva: era demasiado blanca, tenía las mejillas esculpidas de manera demasiado perfecta, las arqueadas cejas parecían pintadas, sus labios gruesos eran de cera. Pero se acercó más y entonces vimos en sus ojos aquella luz que desde siempre habíamos buscado-. ¿No creéis que es mejor coger el coche de mi madre? Es más grande. ¿Quién de vosotros conduce?
Chase Buell levantó la mano.
– ¿Crees que sabrás conducir una furgoneta?
– Seguro que sí -respondió Chase, y al instante preguntó-: No tiene palanca de marchas, ¿verdad?
– No.
– Pues sí, no hay problema.
– ¿Me dejarás conducir un poco a mí?
– Claro. Pero tenemos que irnos. Acabo de oír algo. A lo mejor es tu madre.
Lux se acercó a Chase Buell. Se acercó tanto que su aliento agitó levemente el cabello del chico. Y entonces, delante de todos, le desabrochó el cinturón. Ni siquiera tuvo que bajar la vista. Los dedos veían el camino y sólo una vez se equivocaron, lo que la obligó a hacer un movimiento con la cabeza, como el músico que falla una nota fácil. Todo el tiempo Lux tuvo los ojos clavados en los de Chase, encaramada siempre en las esferas de sus pies, y era tal el silencio de la casa que hasta oímos cómo le desabrochaba los pantalones. El ruido de la cremallera descendió por nuestra columna vertebral. Nadie se movió. Chase Buell no se movió. Los ojos de Lux, fuego y terciopelo, brillaban en la semipenumbra. En el cuello le palpitaba suavemente una vena, aquella en la que se supone que hay que poner el perfume precisamente por esa razón. Aunque se lo hacía a Chase Buell, todos teníamos la impresión de que nos lo hacía a nosotros, que se acercaba y nos poseía como sabía que podía poseernos. Justo en el último segundo se oyó un golpe sordo proveniente de abajo. Arriba, el señor Lisbon tosió en sueños. Lux se detuvo. Apartó los ojos, como consultando consigo misma, y entonces dijo:
– No, ahora no podemos. -Soltó el cinturón de Chase Buell y se dirigió hacia la puerta de atrás-. Tengo que tomar un poco de aire fresco. Chicos, me habéis puesto nerviosa.
Y sonrió, una sonrisita indefinida, torpe, una sonrisa genuina, pero desagradable.
– Yo esperaré en el coche. Vosotros aguardad aquí a mis hermanas. Tenemos cantidad de cosas. -Hurgó dentro de un cuenco junto a la puerta de atrás buscando las llaves del coche. Hizo como que se iba, pero volvió a pararse-. ¿Adónde iremos?
– A Florida -respondió Chase Buell.
– Fabuloso -dijo Lux-. Florida.
Un minuto después oímos la puerta del coche que se cerraba con un golpe en el garaje. Algunos recuerdan haber oído los débiles acordes de una melodía popular atravesando la noche, lo que nos indicó que había puesto la radio. Esperamos. No estábamos seguros de dónde podían estar las chicas. Oíamos ruidos que venían de arriba, la puerta de un armario que se abría, el peso de una maleta que arrancaba sonidos discordantes de los muelles de la cama. Tanto arriba como abajo se oía ruido de pisadas. Arrastraban algo en el sótano. Aunque no sabíamos qué eran todos aquellos ruidos, había un hecho preciso que los rodeaba: todos los movimientos parecían exactos, como si formasen parte de un elaborado plan de fuga. Nos dimos cuenta de que no éramos más que peones de aquella estrategia, útiles sólo una vez, aunque el hecho no disminuía en nada la excitación que sentíamos. Cada vez estábamos más convencidos de que pronto nos encontraríamos en el coche con las muchachas, que las conduciríamos fuera de nuestro verde vecindario para ir en busca de la desolación pura y libre de carreteras comarcales que no conocíamos siquiera. Echamos suertes para saber quién iría delante, quién se pondría detrás. Entretanto, la sensación de que pronto las hermanas Lisbon se reunirían con nosotros nos llenaba de serena felicidad. ¿Quién habría podido decir hasta qué punto nos acostumbraríamos a aquellos ruidos; al que producen, al cerrarse de golpe, los bolsillos elásticos de satén que hay en el interior de las maletas; al del cascabeleo de la bisutería; al de los pies de las chicas, encorvadas por el esfuerzo, arrastrando las maletas a través de un pasillo anónimo? En nuestros pensamientos iban adquiriendo forma caminos desconocidos. Nos veíamos abriéndonos paso a través de espadañas, de ensenadas, de viejos embarcaderos. En una gasolinera pediríamos la llave del lavabo de señoras porque las hermanas Lisbon, demasiado tímidas, no se atreverían a hacerlo. Pondríamos la radio y dejaríamos las ventanas abiertas.
En un momento de aquel ensueño la casa quedó en silencio. Pensamos que ya debían de haber terminado de empaquetarlo todo. Peter Sissen, con su pluma-linterna, abrió un camino escueto de luz hacia el comedor y volvió para decirnos:
– Todavía queda una abajo. Hay luz en la escalera.
Permanecimos en el mismo lugar, agitamos la pluma-linterna, esperamos a las chicas, pero no vino nadie. Tom Faheem quiso subir la escalera, pero crujió tan ruidosamente que volvió a bajar en seguida. El silencio de la casa resonaba en nuestros oídos. Pasó un coche y una sombra recorrió el comedor. Por un momento quedó iluminada la pintura de los Peregrinos. Sobre la mesa del comedor había montones de ropa de invierno envuelta en plástico. Asomaban otros bultos voluminosos. La casa parecía un desván lleno de trastos entre los que se establecían revolucionarias relaciones: la tostadora estaba dentro de la jaula del pájaro, las zapatillas de ballet sobresalían de una cesta de mimbre. Nos abrimos camino entre aquella confusión, pasamos por espacios despejados para los juegos -un tablero de backgammon, un juego de damas-, después volvimos a meternos entre matorrales de batidoras de huevos y botas de goma. Entramos en la cocina. Estaba demasiado oscura para ver nada, pero oíamos un leve siseo, como si alguien suspirase. Desde el sótano se proyectaba un trapezoide luminoso. Nos acercamos a la escalera y aguzamos el oído. Después bajamos a la sala de juegos.
Chase Buell iba delante y, a medida que descendíamos, agarrado cada uno a la trabilla del cinturón del compañero, retrocedimos hasta aquel día del año anterior en que bajamos esas mismas escaleras para asistir a la única fiesta que las hermanas Lisbon estuvieron autorizadas a dar en su vida. Cuando llegamos abajo nos dimos cuenta de que literalmente habíamos retrocedido en el tiempo porque, aparte de los dos centímetros de agua que inundaba el suelo, la sala estaba exactamente igual como la habíamos dejado. Nadie se había encargado de recoger las cosas después de la fiesta de Cecilia. La mesa para jugar a las cartas seguía cubierta con el mantel de papel, ahora manchado de cagadas de rata. En el cuenco de cristal tallado se había solidificado la masa pardusca del ponche, que aparecía salpicada de moscas. Hacía mucho tiempo que se había derretido el sorbete, aunque en el pegajoso sedimento asomaba todavía un cucharón, y delante de éste seguían amontonados unos tazones, grises de polvo y telarañas. Colgados del techo con anchas cintas había toda una profusión de globos marchitos. El juego del dominó seguía invitando a que alguien lo continuara con un tres o con un siete.
No sabíamos dónde podían estar las hermanas Lisbon. La superficie del agua estaba rizada, como si algo acabara de nadar o de zambullirse en ella. El gorgoteante desagüe absorbía de manera intermitente. Por las paredes resbalaba el agua, que reflejaba nuestras caras rosadas y los banderines rojos y azules que colgaban del techo. Los cambios de la sala -sabandijas acuáticas adheridas a las paredes, una rata muerta flotando- no hacían más que resaltar lo que no había cambiado. Si entrecerrábamos los ojos y nos tapábamos la nariz, podíamos engañarnos hasta el punto de creer que la fiesta todavía continuaba. Buzz Romano vadeó hasta la mesa para jugar a las cartas y, ante nuestros propios ojos, se marcó unos pasos de baile que su madre le había enseñado en el esplendor papal de sus salones. Buzz sólo abrazaba aire, pero nosotros la veíamos a ella, a ellas, a las cinco hermanas Lisbon, entre sus brazos.
– Esas chicas me vuelven loco. Si por lo menos pudiese meterle mano a una… -dijo mientras los zapatos se le llenaban y vaciaban de légamo.
Aquel baile todavía difundió más el olor a cloaca y, más intenso que nunca, aquel otro olor que ya no olvidaríamos jamás. Porque entonces vimos, sobre la cabeza de Buzz Romano, la única cosa que había cambiado en la habitación desde que la dejamos un año atrás. Entre los globos medios desinflados colgaban los zapatos bicolores, marrones y blancos, de Bonnie. Había atado la cuerda a la misma viga que los adornos.
Nadie se movió. Buzz Romano, totalmente abstraído, continuaba bailando. Sobre él, con su vestido rosa, Bonnie tenía un aire pulcro y festivo. Parecía una piñata. Tardamos un minuto en percatarnos de la situación. Levantamos los ojos hacia Bonnie, hacia sus piernas larguiruchas cubiertas con las medias blancas de la confirmación, y se apoderó de nosotros una vergüenza que, de hecho, nunca nos había abandonado. Los médicos con los que consultamos después atribuyeron nuestra reacción a la conmoción sufrida. Pero nuestro estado de ánimo se parecía más bien a una sensación de culpa, como un despertar a último momento, cuando ya es demasiado tarde, como si Bonnie revelase en un murmullo no sólo el secreto de su muerte sino de su vida, de las vidas de todas las hermanas Lisbon. Estaba tan quieta. Tenía un peso tan enorme. Las suelas de sus zapatos húmedos estaban cubiertas de fragmentos de mica, que brillaban y se iban desprendiendo.
Nunca la habíamos conocido. Nos habían conducido hasta allí para que lo supiéramos.
Cuánto rato permanecimos de aquel modo, en comunión con su espíritu desaparecido, es algo que no podemos recordar, pero fue el suficiente para que nuestra respiración colectiva desencadenara una brisa en la habitación que hizo girar el cuerpo inerte de Bonnie. Giraba lentamente y llegó un punto en que su rostro se apartó de las algas marinas de los globos para mostrarnos la realidad de la muerte que había elegido: un mundo de cuencas ennegrecidas, de sangre acumulada en las extremidades inferiores envarando las articulaciones.
Ya conocíamos el resto, aunque nunca llegamos a estar seguros de la secuencia de los hechos. Todavía discutimos acerca de ello. Lo más probable es que Bonnie muriese mientras estábamos en la sala soñando con autopistas. Mary metió la cabeza en el horno poco después, al oír que Bonnie pegaba un puntapié a la maleta a la que se había subido. Estaban dispuestas a ayudarse mutuamente en caso de necesidad. Es probable que Mary todavía respirase cuando pasamos por su lado camino del sótano y que, como comprobamos más tarde, estuviésemos a menos de medio metro de ella en plena oscuridad. Therese, atiborrada de píldoras para dormir que se tragó con ayuda de ginebra, seguramente ya estaba muerta cuando nos metimos en la casa. Lux fue la última en marcharse, veinte o treinta minutos después de que nos fuéramos nosotros. Cuando huimos corriendo, gritando sin proferir sonido alguno, olvidamos detenernos en el garaje, de donde aún salía música. La encontraron en el asiento de delante, el rostro gris y sereno, sosteniendo un mechero que le había quemado unos círculos en la palma de la mano. Había huido en el coche tal como habíamos planeado. Si nos había desabrochado el cinturón, sólo había sido para entretenernos, para que ella y sus hermanas pudieran morir en paz.