Ahora ya los conocíamos. Sabíamos cómo conducía el delgaducho, con sus acelerones, sus giros cautos, su costumbre de calcular mal la anchura del camino de entrada de la casa de los Lisbon y por ello aplastarles el césped con las ruedas. Conocíamos la inflexión del sonido que emite una sirena al pasar, fenómeno que Therese había identificado correctamente como efecto Doppler la tercera vez que se presentó la ambulancia, aunque no la cuarta porque entonces también ella había encontrado su punto de inflexión, girando hacia abajo, lejos, en lentas espirales, sensación análoga a sentirse engullido por los propios intestinos. Sabíamos que el gordo tenía la piel sensible y que la navaja de afeitar le llenaba la cara de mataduras, que llevaba una cuña metálica en el tacón del zapato porque tenía la pierna izquierda más corta que la derecha y que cuando pasaba por el camino de entrada arrancaba de la gravilla una especie de ruidito irregular. Sabíamos que el delgaducho tenía el cabello graso porque el día que vinieron a recoger a Cecilia llevaba los cabellos largos como Bob Seger, mientras que ahora, un año después, ya no tenía todo aquel plumón y parecía una rata ahogada. Ignorábamos sus verdaderos nombres, pero estábamos empezando a intuir la condición de sus vidas de sanitarios, el olor de los vendajes y de las máscaras de oxígeno, el sabor de cenas previas a calamidades sobre bocas resucitadas, el perfume de la vida desvaneciéndose más allá de sus caras hinchadas, la sangre, las salpicaduras del cerebro estallado, las mejillas azules, los ojos desencajados y -en nuestro mismo vecindario- la sucesión de cuerpos fláccidos con brazaletes mágicos y relicarios de oro en forma de corazón.
Cuando llegaron por cuarta vez, ya estaban perdiendo la fe. La ambulancia hizo la misma parada brusca, los neumáticos chirriaron, las puertas se abrieron, pero cuando los sanitarios bajaron ya habían perdido su aspecto gallardo y quedó claro que ahora sólo eran dos hombres que temían ser humillados.
– Son los dos de siempre -dijo Zachary Larson, cinco.
El gordo miró al delgaducho y ambos se encaminaron hacia la casa, aunque esta vez sin equipo alguno. La señora Lisbon, con la cara lívida, abrió la puerta. Señaló con el dedo hacia el interior, pero no dijo nada. Cuando entraron los sanitarios, se quedó junto a la puerta y se ciñó el cinturón de la bata. Por dos veces rectificó con el dedo del pie la posición de la estera de bienvenida junto a la puerta. Los sanitarios salieron en seguida, ahora diferentes y electrificados, y descargaron la camilla. Un minuto después trasladaban en ella a Therese, colocada boca abajo. Llevaba el vestido levantado y arrollado a la cintura revelando la impropia ropa interior, del mismo color de los vendajes atléticos. Le habían saltado los botones de atrás y la abertura revelaba un trozo de espalda del color de las setas. Le colgaba la mano fuera de la camilla, pese a que la señora Lisbon insistía en colocarla en su sitio.
– ¡Quieta! -ordenó, como si hablara con la mano.
La mano volvió a caer. La señora Lisbon no insistió más, se le vencieron los hombros, pareció renunciar. Un segundo después echó a correr, se agarró al brazo de Therese y dijo en un murmullo lo que a algunas personas les pareció: «Ella no, Señor». Pero la señora O'Connor, que había hecho teatro en la escuela, aseguró que había dicho: «Qué crueldad, Señor».
En aquel momento ya estábamos en la cama fingiendo que dormíamos. Fuera, el sheriff se había puesto una máscara de oxígeno para entrar en el garaje y levantar la puerta automática. Al abrirla (por lo menos eso dijo la gente) no salió nada, ni humo como se esperaba ni un rastro de gas que pudiera hacer temblar la imagen, como en los espejismos. La ambulancia continuaba estremeciéndose y, como el sheriff había golpeado accidentalmente otro conmutador, el limpiaparabrisas se movía locamente. El gordo entró en la casa para descolgar a Bonnie del techo, colocando para ello en equilibrio una silla sobre otra, igual que hacen los equilibristas en el circo. A Mary la encontraron en la cocina, no muerta pero casi, la cabeza y el torso dentro del horno como si estuviera limpiándolo. Llegó una segunda ambulancia (fue la única vez), en la que iban otros dos sanitarios más eficientes que el sheriff y el gordo. Entraron corriendo en la casa y le salvaron la vida a Mary. Al menos durante un tiempo. No pudieron hacer otra cosa.
Técnicamente Mary sobrevivió más de un mes, pese a que todo el mundo opinaba lo contrario. Después de aquella noche la gente hablaba de las hermanas Lisbon en pasado y, si mencionaban a Mary, lo hacían con el velado deseo de que la muchacha se diese prisa y acabase todo de una vez. De hecho, los suicidios finales sorprendieron a muy pocos. Incluso nosotros, que habíamos intentado salvar a las chicas, acabamos por considerar que habíamos sufrido un episodio de locura temporal. Considerándolo en retrospectiva, la baqueteada maleta de Bonnie perdió sus asociaciones con los viajes y las fugas y pasó a convertirse simplemente en lo que era: un peso muerto para un ahorcado, como los sacos de arena en las viejas películas del Oeste. Sin embargo, aunque todo el mundo estaba de acuerdo en que los suicidios se produjeron de forma tan predecible como las estaciones o la vejez, nunca conseguimos ponernos de acuerdo sobre su explicación. Los suicidios finales parecían confirmar la teoría del doctor Hornicker acerca de que las muchachas habían sufrido una tensión postraumática, si bien el doctor Hornicker se apartaría más adelante de aquella conclusión. Aunque el suicidio de Cecilia desencadenó conductas imitativas, esto no explica por qué Cecilia se quitó la vida. En una reunión convocada precipitadamente en el Lions Club, el doctor Hornicker, orador invitado, mencionó la posibilidad de que existiera un enlace químico y adujo un nuevo estudio de «índices de un receptor plaquetario de serotonina en niños suicidas». El doctor Kotbaum, del Instituto Psiquiátrico Occidental, había podido comprobar que muchos suicidas tenían una deficiencia de serotonina, neurotransmisor esencial para la regulación del estado anímico. Como el estudio de la serotonina fue publicado después del suicidio de Cecilia, el doctor Hornicker no llegó a medir su nivel de serotonina. Examinó, sin embargo, una muestra de sangre de Mary en la que sí se apreciaba una ligera deficiencia de serotonina. La sometieron a medicación y, después de dos semanas de análisis psicológicos y de terapia intensiva, volvieron a hacerle otro análisis de sangre. Aquella vez el nivel de serotonina resultó normal.
En cuanto a las demás hermanas, se les practicó la autopsia en obediencia a una ley estatal que exigía un estudio de todas las muertes por suicidio. La ley daba libertad a la policía en tales casos y, debido al fallo que habían tenido anteriormente al no ordenar que se practicara la autopsia a Cecilia, muchos creyeron que se sospechaba que el señor y la señora Lisbon habían hecho un juego sucio o deseaban sentirse presionados para mudarse de vecindario. Un forense, que llegó de la ciudad con dos fatigados ayudantes, abrió el cerebro y las cavidades corporales de las muchachas y escrutó el misterio de su desesperación. Se sirvieron de un sistema parecido al de una línea de montaje: los ayudantes se iban pasando las chicas y las trasladaban al médico, quien utilizaba la sierra de mesa, la manguera, la aspiradora. Se sacaron fotografías, pero no llegaron a revelarse, aunque hay que decir que tampoco habríamos tenido estómago para examinarlas. Pese a ello, leímos el informe del forense, escrito en un estilo florido que convertía la muerte de las hermanas Lisbon en algo tan irreal como la propia noticia. Hablaba de la increíble limpieza de los cuerpos de las muchachas, los más jóvenes en los que había trabajado en su vida, y que en ellos no se apreciaban signos de desgaste ni de alcoholismo. Sus corazones azules y lisos parecían globos de agua y el resto de sus órganos poseía una diafanidad similar a la de los libros de texto. En la gente mayor o en la que está crónicamente enferma, los órganos tienden a deformarse, a distenderse, a cambiar de color, a establecer conexiones con órganos con los que no tienen ninguna relación, por lo que la mayor parte de las vísceras, como dijo el forense, parecen «un trozo deforme de goma. Como un objeto expuesto». Sin embargo, entristecía al forense perforar y despedazar aquellos cuerpos inmaculados, y más de una vez sintió que la emoción lo vencía. En un margen garrapateó una nota para su uso particular: «Diecisiete años en este trabajo y me he convertido en un inútil». No obstante, perseveró y encontró el amasijo de píldoras medio digeridas en el íleon de Therese, la sección estrangulada del esófago de Bonnie y la irrupción de monóxido de carbono en la tibia sangre de Lux.
La señorita Perl, cuyo artículo apareció en el periódico de la noche, fue la primera persona en señalar la importancia de la fecha. Resultaba que las hermanas Lisbon se habían suicidado el 16 de junio, aniversario del día en que Cecilia se había cortado las venas. La señorita Perl sacó partido del suceso y habló de «ominoso presagio» y de «pavorosa coincidencia», e inició por su cuenta aquel frenesí que alimentaría las especulaciones que han continuado hasta hoy. En sus posteriores artículos -uno cada dos o tres días durante dos semanas- varió el tono, que pasó del registro comprensivo de la persona que guarda luto a la acerada precisión de lo que nunca consiguió ser: una periodista dedicada a hacer reportajes. Recorriendo el vecindario en su Pontiac azul, compuso con los recuerdos una conclusión herméticamente cerrada, mucho menos verídica que la nuestra, llena de agujeros. Tras el emético que suponían las insistentes preguntas de la señorita Perl, Amy Schraff, la antigua amiga de Cecilia, vomitó un recuerdo correspondiente a los días que precedieron al suicidio: una tarde aburrida, Cecilia le había pedido que se tumbase en su cama debajo del móvil del zodíaco.
– Cierra los ojos y manténlos cerrados -le había dicho.
De pronto se abrió la puerta, las demás hermanas entraron en la habitación y pusieron sus manos sobre la cara y cuerpo de Amy.
– ¿Con quién quieres establecer contacto? -preguntó Cecilia.
– Con mi abuela -respondió Amy.
Sentía las manos frescas en la cara. Alguien hizo quemar incienso, ladró un perro. No sucedió nada. Basándose en aquel episodio, que no indica un fenómeno más espiritista que la tabla de Ouija girando entre los Milton Bradley de turno, la señorita Perl alegó que los suicidios eran un ritual esotérico de autosacrificio. Su tercer artículo, que apareció bajo el titular «Es posible que los suicidios obedecieran a un pacto», subraya la teoría general de una conspiración, que sostiene que las chicas planificaron los suicidios en concierto con un hecho astrológico indeterminado. Cecilia se había adelantado mientras sus hermanas esperaban entre bastidores.
El escenario estaba iluminado por las velas. Cruel Cux comenzó a lloriquear en el foso de la orquesta. El programa que el público tenía en las manos mostraba una imagen de la Virgen. La señorita Perl se había encargado de la magnífica coreografía. Lo que nunca llegó a explicar, sin embargo, fue la razón de que las hermanas Lisbon escogieran la fecha del intento de suicidio de Cecilia y no su suicidio real, tres semanas más tarde, el 9 de julio.
Pero aquella discrepancia no detuvo a nadie. Una vez que se produjo la imitación de los suicidios, los medios de comunicación se lanzaron a la calle sin interrupción. Nuestros tres canales de televisión local enviaron nuevos equipos e incluso apareció un corresponsal nacional, que viajaba con su caravana. Se había enterado de los suicidios en una parada de camiones del extremo sudoccidental de nuestro estado y decidió acercarse para hacer las comprobaciones oportunas.
– Dudo que cace nada -dijo-. Se supone que soy el de la casaca de color.
Aun así, aparcó la caravana cerca de la casa y a partir de ese momento lo vimos instalado en sus asientos a cuadros o cociendo hamburguesas en la minicocina. Sin dejarse arredrar por la delicada situación en que se encontraban los padres, los equipos de noticias locales empezaron a infundir de inmediato una serie de rumores. Fue entonces cuando vimos la filmación de la casa de los Lisbon, tomada unos meses antes, un hueco del tejado empapado de agua y una puerta frontal desnuda, todo lo cual conducía a una recapitulación por la que todas las noches desfilaban las cinco caras: Cecilia en su fotografía del anuario, seguida de sus hermanas en las suyas. En aquellos tiempos las retransmisiones en directo todavía eran algo nuevo y a menudo los micrófonos se quedaban mudos o las luces se fundían dejando a los periodistas hablando a oscuras. Los espectadores, a los que la televisión todavía no aburría, se peleaban para salir en el cuadro. Los periodistas intentaban entrevistar cada día al señor y a la señora Lisbon, pero nunca lo consiguieron. No obstante, a la hora del espectáculo pareció que habían logrado acceder a las habitaciones de las chicas dados los íntimos tesoros que exhibieron. Un periodista mostró un vestido de novia confeccionado el mismo año que el de Cecilia y, aparte de que no tenía el dobladillo cortado, por lo demás habría sido imposible distinguirlo del original. Otro periodista terminó su emisión con la lectura de una carta que Therese había escrito a la oficina de solicitudes Brown, «irónicamente -según dijo-, sólo tres días antes de que pusiera fin al sueño de ir a la universidad… o de cualquier otra cosa». Poco a poco, los periodistas comenzaron a referirse a las hermanas Lisbon por sus nombres de pila, dejaron de entrevistar a expertos en cuestiones médicas y optaron por acumular recuerdos. Se convirtieron, como nosotros, en guardianes de las vidas de las muchachas y, de haber realizado su labor a nuestra plena satisfacción, es posible que no nos hubiésemos visto obligados a vagabundear interminablemente por los vericuetos de las hipótesis y de la memoria. En lugar de eso, los periodistas se preguntaban cada vez menos por qué se habían matado las hermanas Lisbon y, en cambio, hablaban más de sus aficiones y méritos académicos. Wanda Brown, del Canal 7, desenterró una foto tomada en la piscina del centro comunitario, en la que una Lux en biquini conseguía que un salvavidas abandonase su silla para aplicar óxido de zinc en su nariz de conejillo. Cada noche los periodistas revelaban alguna anécdota o alguna nueva fotografía, si bien sus descubrimientos no guardaban relación alguna con lo que nosotros sabíamos que era verdad, hasta el punto que pronto nos pareció que hablaban de personas diferentes. Pete Patillo, del Canal 4, se refirió al «amor de Therese por los caballos», pese a que jamás la habíamos visto junto a ningún caballo, en tanto que Tom Thomson, del Canal 2, a menudo se hacía un lío con los nombres de las muchachas. Los periodistas citaban como hechos probados versiones de cosas apócrifas y confundían detalles de anécdotas que eran básicamente ciertas (de ese modo, la ropa interior negra de Cecilia apareció mezclada con la cera que el imbécil de Pete Patillo atribuyó a Mary). El hecho de que el resto de la ciudad aceptara las noticias como el evangelio no hacía sino desmoralizarnos todavía más. Para nosotros, las personas ajenas no tenían derecho alguno a referirse a Cecilia como «la loca» por el simple hecho de que no habían obtenido sus notas a través de una larga destilación de informes de primera mano. Por primera vez en nuestras vidas comprendimos al presidente, pues advertimos lo mal representada que estaba nuestra esfera de influencia por aquellos que no estaban en posición de saber qué había ocurrido realmente. Hasta nuestros propios padres parecían aceptar cada vez más la versión que de las cosas daba la televisión y prestaban oído atento a las sandeces que soltaban los periodistas, como si éstos pudiesen ponernos al corriente de la verdad de nuestras vidas.
Después del suicidio general, el señor y la señora Lisbon renunciaron al intento de llevar una vida normal. La señora Lisbon dejó de asistir a la iglesia y, cuando el padre Moody se presentó en su casa para ofrecerle sus consuelos, nadie le abrió la puerta.
– Estuve llamando al timbre con insistencia, pero fue como si nada -nos explicó.
Durante todo el tiempo que Mary estuvo en el hospital, la señora Lisbon sólo apareció una vez. Herb Pitzenberger la vio asomarse por el porche trasero de la casa con un montón de hojas manuscritas, apilarlas y prenderles fuego. Nunca supimos qué eran aquellas hojas.
Más o menos en esa época la señora Carmina D'Angelo recibió una llamada del señor Lisbon pidiéndole que volviera a poner la casa en venta (había renunciado a hacerlo poco después del suicidio de Cecilia). La señora D'Angelo le indicó, con todo el tacto de que fue capaz, que el estado en que se encontraba la casa en aquellos momentos no facilitaría la venta, pero el señor Lisbon respondió:
– Lo sé muy bien, pero es que he avisado a un chico.
El chico en cuestión resultó ser el señor Hedlie, profesor de inglés de la escuela. Como era verano y no trabajaba, llegó en su Volkswagen, cuyo guardabarros lucía una pegatina en la que seguía pidiendo apoyo para el último derrotado candidato demócrata a la presidencia. Al bajar del coche no llevaba el formal conjunto de chaqueta y pantalón habitual en un profesor de escuela, sino una túnica verde y amarilla y unas sandalias de piel de lagarto. El cabello le cubría las orejas y el hombre se movía con el aire bohemio y desgarbado propio de los profesores en vacaciones, época en que recuperan la indisciplina. A pesar de su pinta de líder de comuna, se puso a trabajar con ahínco y, en el espacio de tres días, sacó de la casa de los Lisbon una montaña de desechos. Mientras el señor y la señora Lisbon se alojaban en un motel, el señor Hedlie se enfrentó con la casa y se dedicó a eliminar esquíes, cajas de acuarelas, bolsas de ropa y un Hula Hoop. Sacó a rastras el baqueteado sofá marrón y lo cortó por la mitad al ver que no pasaba por la puerta. Llenó bolsas y más bolsas de basura con agarradores, talonarios viejos, montones de cachivaches acumulados, llaves inútiles. Lo vimos atacar las excrecencias que se habían ido formando en todas las habitaciones y recogerlas con la pala, y observamos que el tercer día se ponía una máscara de cirujano para protegerse del polvo. Ya no nos hablaba con oscuras frases griegas, ya no se interesaba por los partidos de béisbol que jugábamos en los solares, todas las mañanas comparecía con la desesperanzada expresión de quien aspira a secar un pantano con una esponja de cocina. Al levantar esteras y tirar toallas, liberaba en oleadas el olor de la casa, y muchos pensaban que no se ponía la máscara de cirujano para protegerse del polvo sino de aquellas exhalaciones de las hermanas Lisbon, que seguían vivas en la ropa de cama y en las tapicerías, en el papel de las paredes que ya se estaba desprendiendo, en espacios de alfombra nueva flamante que habían estado debajo de tocadores y mesillas de noche. El primer día el señor Hedlie se limitó a la planta baja, pero el segundo ya se aventuró hasta el saqueado serrallo que eran los dormitorios de las chicas, vadeándolos con los tobillos hundidos en prendas de vestir que emitían la música de tiempos pasados. Al retirar una bufanda nepalí de detrás del cabecero de la cama de Cecilia, le sorprendió el tañido de unos cascabeles verdes oxidados que colgaban de los flecos. Al distenderse, los muelles de la cama proferían lamentos de dos notas. De las almohadas nevaba piel muerta.
Vació seis estantes del armario de arriba y tiró montones de toallas de baño y de paños de aseo, fundas deshilachadas de colchón con manchas de color rosa o limón, mantas empapadas de las comidas campestres que derramaban los sueños de las muchachas. En el estante superior encontró y tiró suministros médicos: una botella de agua caliente con la textura de la piel inflamada, un frasco de vidrio azul marino de Vicks VapoRub con marcas de dedos en la pomada, una caja de zapatos llena de ungüentos para la tiña y la conjuntivitis, pomadas para las partes íntimas, tubos de aluminio abollados, aplastados o arrollados igual que serpentinas de fiesta. También aspirinas infantiles con sabor a naranja que las hermanas Lisbon tomaban como si fueran caramelos, un viejo termómetro (¡oral!) metido en su estuche de plástico negro, así como una variedad de artilugios, introducidos o aplicados a los cuerpos de las chicas; en resumen, todos los mejunjes terrenales que había empleado la señora Lisbon a lo largo de los años para mantener a sus hijas vivas y en buen estado.
Fue entonces cuando encontramos los álbumes de los Grand Rapids Gospelers, de Tyrone Little and the Believers y de todos los demás. Cada noche, cuando el señor Hedlie se marchaba cubierto por una película blanca que hacía que pareciese treinta años mayor, íbamos a revisar toda aquella mezcolanza de tesoros y basura que depositaba junto al bordillo. Nos sorprendía la extraordinaria libertad que le había concedido el señor Lisbon, puesto que el señor Hedlie no sólo se desembarazaba de envases reembolsables, como latas de betún para los zapatos (por los centros de plata) sino también de fotografías de familia, de un Water Pik que todavía funcionaba y de una tira de papel de carnicero en la que había quedado consignado el crecimiento de cada una de las hermanas Lisbon a intervalos de un año. Lo último que tiró el señor Hedlie fue el aparato de televisión vacío, que Jim Crotter se llevó a su dormitorio, y dentro del cual encontró la iguana disecada con la que Therese había aprendido biología. Tenía la cola arrancada y le faltaba la puerta trampilla del abdomen, por lo que quedaban a la vista los diferentes órganos de plástico numerados. Como es lógico, recogimos las fotografías de familia y, después de organizar una colección permanente en la casa del árbol, nos repartimos las restantes echándolas a suertes. La mayor parte de esas fotografías habían sido tomadas hacía muchos años, en una época que parecía más feliz, con interminables comidas campestres en familia. Una fotografía muestra a las hermanas Lisbon sentadas al estilo indio, equilibradas en la inclinación del prado (el fotógrafo había inclinado la cámara) por el contrapeso de un brasero japonés humeante situado hacia la mitad de la colina. (Lamentamos decir que esta fotografía, documento número cuarenta y siete, no fue encontrada últimamente en el sobre correspondiente.) Otra de las favoritas es la serie de instantáneas del tótem, tomadas en un parque de atracciones, y en la que el rostro de cada una de las chicas sustituía a un animal sagrado.
Sin embargo, a pesar de todas estas nuevas pruebas referentes a las vidas de las hermanas Lisbon y la repentina disolución de la unidad familiar (prácticamente se dejaron de hacer fotos más o menos cuando Therese cumplió doce años), nos enteramos de muy pocas cosas que no supiéramos ya. Daba la impresión de que la casa podía estar vomitando desechos eternamente, una marea incesante de zapatillas desparejadas y de vestidos colgados de perchas que parecían espantapájaros. Pero después de pasarlo todo por un filtro, seguíamos sin saber nada. Sin embargo, la marea tocó a su fin. Tres días más tarde el señor Hedlie se abrió paso hacia la casa, salió, abrió la puerta principal por vez primera y bajó los escalones del porche para colocar junto al letrero que decía EN VENTA otro más pequeño que decía VENTA DE OBJETOS USADOS. Aquel día, y los dos siguientes, el señor Hedlie presentó un inventario que no sólo incluía la vajilla desportillada propia de una venta de objetos usados, sino también los artículos que suelen ponerse a la venta en la liquidación de una propiedad. Acudió todo el mundo, no precisamente para comprar, sino simplemente para poder entrar en la casa de los Lisbon, transformada en una zona limpia y espaciosa que olía a pino. El señor Hedlie había tirado toda la ropa blanca, todo cuanto había pertenecido a las muchachas, todas las cosas rotas, y sólo había dejado los muebles, las mesas limpiadas con aceite de linaza, las sillas de la cocina, los espejos y las camas, y cada mueble llevaba una etiqueta blanca en la que figuraba el precio escrito con una caligrafía afeminada. Los precios eran inamovibles, no se admitían regateos. Estuvimos deambulando por la casa, subimos y bajamos, tocamos las camas donde las hermanas Lisbon ya no dormirían nunca más o los espejos en los que jamás volverían a verse reflejadas. Nuestros padres no eran dados a comprar muebles de segunda mano y, como es lógico, tampoco a comprar muebles contaminados por la muerte, pero entraron en la casa para curiosear, como todo el mundo, en respuesta al anuncio del periódico. Se presentó también un cura ortodoxo griego acompañado de un grupito de rotundas viudas. Después de pasar un buen rato graznando como cornejas y metiendo la nariz allí donde no debían, las viudas amueblaron el nuevo dormitorio de la parroquia con la cama provista de dosel que había pertenecido a Mary, el tocador de castaño que había sido de Therese, el farolillo chino de Lux y el crucifijo de Cecilia. Vinieron otras personas, que poco a poco fueron llevándose todo lo que contenía la casa. La señora Krieger encontró sobre una mesa colocada junto la puerta del garaje una paga y señal dejada por su hijo Kyle y, después de convencer al señor Hedlie de que aquel dinero era de su hijo, pudo volver a rescatarlo por tres dólares. Lo último que vimos fue un hombre con bigote de cepillo que cargaba la maqueta del velero en el maletero de su Eldorado.
Aunque el exterior de la casa continuaba en mal estado, el interior volvía a estar presentable y, en el curso de las semanas siguientes, la señora D'Angelo consiguió vender la casa a la joven pareja que actualmente vive en ella, si bien ahora ya no puede decirse que sea «joven». Llevados por un primer impulso, consecuencia de disponer de mucho dinero, hicieron una oferta al señor Lisbon que éste aceptó, pese a que la suma era muy inferior a la que él había pagado. La casa estaba casi completamente vacía y lo único que quedaba en ella era aquel altar levantado a Cecilia, un amasijo ensortijado de restos de cera que se había amalgamado con el alféizar de la ventana y que, por superstición, el señor Hedlie se negó a tocar. Nos figurábamos que no veríamos nunca más al señor y a la señora Lisbon e iniciamos, ya entonces, el imposible proceso de intentar olvidarlos. A nuestros padres pareció resultarles más fácil y volvieron a sus partidos de tenis por parejas y a sus intercambios de cócteles como si tal cosa. Ante los suicidios finales reaccionaron con un leve sobresalto, como si no les sorprendiera del todo o incluso hubieran esperado algo peor, como si ya los hubiesen previsto con anterioridad. El señor Conley se ajustó la corbata de tweed que se ponía incluso para cortar el césped y sentenció:
– El capitalismo ha tenido como resultado un bienestar material, pero también una bancarrota espiritual.
Y prosiguió con una conferencia de salón sobre las necesidades humanas y los estragos causados por la competitividad y, pese a ser el único comunista que conocíamos, advertimos que sus ideas sólo diferían de las de los demás en grado. El corazón de las hermanas Lisbon había quedado contaminado por la podredumbre que existía en el corazón del país. Nuestros padres opinaban que esto tenía que ver con la música que escuchábamos, con nuestra falta de bondad o con la relajación moral en lo que al sexo se refería, cosa que nosotros desconocíamos. El señor Hedlie hizo alusión, de paso, a la Viena fin de siécle, igualmente testigo de un estallido similar de suicidios entre los jóvenes, achacando la situación a la desgracia de vivir en un imperio agonizante. Era algo que estaba relacionado con el retraso con que el correo entregaba la correspondencia, con los baches que no se reparaban, con el modo en que nos robaba el ayuntamiento, con los motines raciales, o con los ochocientos un incendios que se habían producido en los alrededores de la ciudad durante la Noche del Diablo. Las hermanas Lisbon pasaron a convertirse en el símbolo de todo lo que funcionaba mal en el país, de los males que éste infligía incluso a sus ciudadanos más inocentes y, con intención de que las cosas fueran mejor, un grupo de padres donó a la escuela un banco en memoria de las muchachas. Originariamente concebida para conmemorar simplemente el recuerdo de Cecilia (el proyecto se había puesto en marcha ocho meses atrás, después del Día de la Aflicción), la donación del banco pudo ser reformulada con el tiempo justo para incluir en ella el recuerdo de las demás hermanas Lisbon. Era un banco pequeño, hecho con la madera de un árbol procedente de la parte alta de la península. El señor Krieger, que había adaptado algunas máquinas de su fábrica de filtros de aire para poder hacer el banco, dijo que era de «madera virgen». Una placa llevaba una simple inscripción: «En memoria de las hermanas Lisbon, hijas de esta comunidad».
Por supuesto que en aquellos momentos Mary aún vivía, pero la placa no dejaba constancia del hecho. Unos días más tarde volvió del hospital, después de permanecer dos semanas en él. Como sabía que se negarían, el doctor Hornicker ni siquiera pidió al señor y a la señora Lisbon que asistieran a las sesiones terapéuticas. Sometió a Mary a la misma batería de tests que había aplicado a Cecilia, lo que permitió dictaminar que no había en ella pruebas de trastorno psíquico como esquizofrenia o síndrome maníaco-depresivo.
– Las valoraciones demostraron que era una adolescente relativamente bien adaptada. Por supuesto que no tenía un futuro brillante, de modo que le recomendé una terapia continuada que le permitiera superar el trauma. Pero tenía buen aspecto, y un nivel elevado de serotonina.
Mary volvió a una casa sin muebles. El señor y la señora Lisbon, que habían regresado del motel, acamparon en el dormitorio principal. Facilitaron a su hija un saco de dormir. Como es lógico, el señor Lisbon se mostró reticente con respecto a los días que siguieron al triple suicidio, apenas si nos habló del estado en que Mary volvió a casa. Once años antes, cuando las hermanas Lisbon todavía eran pequeñas, la familia llegó a casa una semana antes que el camión de las mudanzas, por lo que también habían tenido que acampar, dormir en el suelo y leer cuentos a la luz de una lámpara de queroseno. Era extraño, pero durante sus últimos días en la casa el señor Lisbon volvió a recordar todo aquello.
– A veces, en plena noche, me olvidaba de todo lo que había ocurrido. Bajaba a la planta baja y por un momento tenía la impresión de que acabábamos de mudarnos y de que las niñas dormían en la tienda de campaña que habíamos instalado en la sala de estar.
Mary, metida en su saco de dormir, estaba sola en el extremo opuesto de aquellos días, sobre el duro suelo de un dormitorio que ya no compartía con nadie. El saco de dormir era antiguo, forrado de franela cubierta de bolitas y con un estampado de patos muertos sobre cazadores tocados con gorros rojos y una trucha saltando con un anzuelo prendido en la boca. A pesar de que era verano, Mary subió la cremallera y sólo dejó al descubierto la cabeza. Dormía hasta tarde, hablaba poco y se duchaba seis veces al día.
Desde nuestro punto de vista, la clase de tristeza de los Lisbon era absolutamente incomprensible, y por eso nos sorprendía todo lo que hacían durante aquellos últimos días en que los vimos. ¿Cómo era posible que se sentaran para comer, que al atardecer salieran al porche trasero para disfrutar del frescor de la brisa, que la señora Lisbon abandonase la casa con paso vacilante, como le vimos hacer una tarde, cruzara el jardín con el césped sin cortar y recogiera una flor del jardín de la señora Bates? ¿Cómo era posible que se la acercara a la nariz, que pareciera desagradarle su fragancia, que se la metiese en el bolsillo como un Kleneex usado, que saliera caminando a la calle y entrecerrando los ojos, pues no llevaba las gafas puestas, mirase a su alrededor? Además, el señor Lisbon dejaba todas las tardes la furgoneta aparcada en la sombra y abría el capó para inspeccionar el motor.
– Hay que mantenerse ocupado -comentó el señor Eugene como justificando su proceder-. ¿Qué otra cosa puede hacerse?
Vimos a Mary recorrer la calle rumbo a la casa del señor Jessup para tomar la primera lección de canto del año. Aunque no se había puesto previamente de acuerdo con él, el señor Jessup no podía darle con la puerta en las narices. Se sentó al piano y acompañó a Mary en las escalas y después metió la cabeza en un cubo de basura metálico para hacerle una demostración de cómo resonaba con su adiestrado vibrato.
Mary cantó la canción nazi de Cabaret, la que ella y Lux habían practicado el día que empezó la tragedia, y el señor Jessup comentó que todas las penalidades que había pasado habían prestado a su voz una melancolía y una madurez inusuales para su edad.
– Se fue sin pagar la lección -puntualizó-, pero es lo menos que podía hacer por ella.
Aquél volvió a ser un verano hecho y derecho. Había pasado más de un año desde que Cecilia se cortara las venas y difundiera el veneno en el aire. Un vertido en el río Rouge Plant aumentó el índice de los fosfatos en el lago y dio lugar a una capa de algas tan espesa que atascó los motores fuera borda. Con su capa de ondulante espuma, nuestro hermoso lago empezaba a tener todo el aspecto de un estanque cubierto de nenúfares. Los pescadores lanzaban piedras desde la orilla a fin de abrir rendijas por las que pudiesen pasar los hilos de las cañas. El olor que despedía la ciénaga era una ofensa para las magníficas mansiones de las familias acomodadas, para las pistas de paddle y para las fiestas de graduación celebradas bajo toldos iluminados. Las jóvenes que eran presentadas en sociedad se lamentaban de la desgracia que suponía tener que celebrar la fiesta justamente un año que todos recordarían por el mal olor. A pesar de ello, los O'Connor encontraron una ingeniosa solución al elegir la «asfixia» como tema de la fiesta de su hija Alice, razón por la cual los invitados acudieron con esmoquin y máscara de gas o traje de noche y casco de astronauta, mientras que el señor O'Connor llevaba un traje de buzo, lo que le obligaba a abrir el cristal de la escafandra para engullir el bourbon con agua. En el momento culminante de la fiesta, cuando Alice se metió en un pulmón artificial alquilado para la ocasión en el hospital Henry Ford (el señor O'Connor formaba parte del consejo de administración), el olor putrefacto que invadía el aire no parecía sino el toque de gracia de un ambiente de fiesta.
Como todo el mundo, asistimos a la fiesta de Alice O'Connor para olvidarnos un poco de las hermanas Lisbon. Los camareros negros, vestidos con chaquetas rojas, nos sirvieron alcohol sin pedirnos el carné de identidad y a cambio, a eso de las tres de la madrugada, tampoco nosotros dijimos nada cuando les vimos cargar las cajas de whisky sobrantes en el maletero de un desvencijado Cadillac. Dentro, conocimos a chicas a las que nunca se les había ocurrido quitarse la vida. Les servimos bebidas, bailamos con ellas hasta que ya no se tuvieron en pie y después las sacamos a la terraza cubierta. Perdieron los zapatos de tacón alto por el camino, nos besaron en la húmeda oscuridad y después se escabulleron y huyeron corriendo a vomitar recatadamente entre los arbustos. Mientras lo hacían, algunos de nosotros les sosteníamos la cabeza, luego dejábamos que se enjuagasen la boca con cerveza y seguidamente las volvíamos a besar. Las chicas estaban monstruosas con sus vestidos de ceremonia, confeccionados sobre jaulas de alambre. En lo alto de la cabeza tenían sujetas libras de cabello. Borrachas, besándonos o medio derribadas en las sillas, su destino era la universidad, el marido, el cuidado de los hijos, la infelicidad atisbada confusamente. En otras palabras: su destino era la vida.
En el calor de la fiesta, a los adultos se les enrojecía la cara. La señora O'Connor se cayó del sillón de orejas y la falda de miriñaque se le levantó hasta la cabeza. El señor O'Connor empujó al cuarto de baño a una de las amigas de su hija. Aquella noche todo el vecindario pasó por casa de los O'Connor, cantó viejas canciones interpretadas por la atrevida banda o recorrió los pasillos de la parte de atrás, estuvo en la polvorienta sala de juegos o se metió en el ascensor, que hacía tiempo que no funcionaba. La gente alzó las copas de champán y dijo que estábamos recuperando nuestra industria, nuestra nación, nuestro estilo de vida. Los invitados se pasearon por debajo de farolillos venecianos que conducían hasta el lago. Bajo la luz de la luna, la capa de algas era como una alfombra hirsuta y todo el lago parecía un salón hundido. Alguien cayó dentro, fue rescatado y conducido al muelle, donde permaneció tumbado.
– ¡Es lo que quiero! -dijo entre carcajadas-. ¡Adiós, mundo cruel! -Intentó arrojarse otra vez al lago, pero los amigos se lo impidieron-: No lo entendéis -exclamó-. ¡Soy adolescente, tengo problemas!
– No grites, que te van a oír -lo reprendió una voz de mujer.
A través de los árboles se divisaba la casa de los Lisbon, pero no se distinguían luces, probablemente porque a esa hora ya no funcionaba la electricidad. Nos metimos dentro, donde la gente se lo estaba pasando en grande. Los camareros servían ahora unos pequeños cuencos de plata llenos de helado verde. En la pista de baile habían colocado una caja de gas lacrimógeno que difundía una niebla totalmente inofensiva. El señor O'Connor bailaba con su hija. Todos brindaron por el futuro de Alice.
Nos quedamos hasta que amaneció. Al salir al encuentro de la primera madrugada alcohólica de nuestras vidas (una desleída aparición de luz, utilizada excesivamente a lo largo de los años por los directores que insisten en la misma nota), teníamos los labios hinchados a fuerza de besos y en la boca sentíamos un regusto a muchacha. En cierto sentido ya habíamos estado casados y divorciados, y Tom Faheem encontró una carta de amor en el bolsillo del pantalón, olvidada por la última persona que había alquilado el esmoquin. Las moscas del pescado que habían criado durante la noche seguían temblando en los árboles y en las farolas y hacían resbaladiza la acera, como si caminásemos entre ñames. El día amenazaba con ser bochornoso. Nos quitamos las chaquetas y seguimos por la calle de los O'Connor arriba, arrastrando los pies, después dimos la vuelta a la esquina y enfilamos nuestra calle hacia abajo. A lo lejos, delante de la casa de los Lisbon, estaba la ambulancia con sus destellos de luces. Ni siquiera se habían molestado en encender la sirena.
Aquella mañana los sanitarios vinieron por última vez. En nuestra opinión se movían con excesiva lentitud, y el gordo hizo el mismo chiste de siempre: aquello no era como en la televisión. Habían ido tantas veces a la casa que ni llamaron a la puerta, sino que entraron directamente, pasaron la cerca que ya no estaba, se dirigieron a la cocina para ver si el horno de gas estaba en marcha, bajaron al sótano donde encontraron la viga expedita y finalmente subieron a la planta superior, donde en el segundo dormitorio que inspeccionaron encontraron lo que andaban buscando: la última de las hermanas Lisbon metida en un saco de dormir y atiborrada de somníferos.
Llevaba tanto maquillaje encima que los sanitarios tuvieron la impresión de que algún empleado de pompas fúnebres la había preparado para que la vieran los deudos, impresión que persistió hasta que se dieron cuenta de que tenía corridos el carmín de los labios y la sombra de ojos. Al final se había manoseado un poco. Iba vestida de negro y llevaba velo, lo que a algunos les recordó las ropas de viuda de Jackie Kennedy. Y era verdad: el cortejo final, saliendo por la puerta principal, con los dos sanitarios que parecían portaféretros de uniforme y el ruido de los fuegos artificiales posteriores a la fiesta a poca distancia de la casa, hacía pensar en la solemnidad con que una figura nacional es conducida a su última morada. Ni el señor ni la señora Lisbon hicieron acto de presencia, por lo que nos correspondió a nosotros despedir a la muerta y, por consiguiente, estar presentes en la ceremonia en posición de firmes. Vince Fusilli sostenía en alto el mechero encendido, como en los conciertos de rock. Era lo más parecido a una llama eterna que teníamos a nuestro alcance.
Durante un tiempo tratamos de aceptar las explicaciones generales, que calificaban el dolor de las hermanas Lisbon como algo meramente histórico, surgido de la misma fuente que otros suicidios de adolescentes, cada muerte formando parte de una tendencia. Intentamos volver a nuestras vidas anteriores, dejar que las muchachas descansaran en paz, pero en la casa de los Lisbon seguía persistiendo un misterio que nos hacía ver, cada vez que la mirábamos, un arco flamígero en el tejado o una llama que oscilaba en alguna de las ventanas de arriba. Muchos de nosotros continuábamos soñando que las hermanas Lisbon se nos aparecían más reales que en vida, y despertábamos con la plena seguridad de que en la almohada persistía su perfume, llegado del otro mundo. Nos reuníamos casi a diario, como para comprobar lo que era evidente o para recitar fragmentos del diario de Cecilia (la descripción de Lux al probar la frialdad del mar, levantando una rodilla igual que un flamenco, había pasado a ser popular entre nosotros). Pese a todo, siempre terminábamos aquellas sesiones con la sensación de recorrer un camino que no conducía a ninguna parte, y cada vez nos sentíamos más hoscos y frustrados.
Quiso la suerte que el día en que se suicidó Mary se hubiera solucionado la huelga de empleados del cementerio después de cuatrocientos nueve días de negociaciones. La duración de la huelga había sido la causa de que los depósitos estuvieran llenos a rebosar desde hacía meses, por lo que ahora iban llegando de fuera del estado los muchos cadáveres que aguardaban ser enterrados. Los traían en camiones refrigerados o en avión, según los posibles del difunto. En la autopista Chrysler un camión tuvo un accidente y dio una vuelta de campana, por lo que en la primera página del periódico apareció una foto con todos los ataúdes metálicos desparramados como si fuesen lingotes. Nadie asistió a la misa de difuntos celebrada durante el entierro de las hermanas Lisbon aparte del señor y la señora Lisbon, el señor Calvin Honnicutt, empleado del cementerio recientemente reintegrado, y el padre Moody. Debido a lo limitado del espacio disponible, las tumbas de las chicas no estaban una al lado de la otra sino muy separadas, por lo que el cortejo fúnebre tuvo que trasladarse de sepultura en sepultura a la marcha terriblemente lenta del tráfico del cementerio. El padre Moody se lamentó de que el constante subir y bajar de la limusina había hecho que ya no recordase en qué tumba yacía cada muchacha.
– Tuve que hacer los panegíricos de una manera general -explicó-. Aquel día reinaba una gran confusión en el cementerio. Estamos hablando de los difuntos de todo un año. Toda la tierra estaba removida.
En cuanto al señor y a la señora Lisbon, la tragedia los había hundido en un estado de embotada sumisión. Seguían al sacerdote de sepultura en sepultura, hablando apenas. La señora Lisbon, bajo el efecto de los sedantes, continuaba con los ojos levantados al cielo, como si contemplase pájaros. El señor Honnicutt nos dijo:
– Me había pasado diecisiete horas seguidas trabajando, y eso gracias al No Doz. Sólo en aquel turno había enterrado a más de cincuenta personas. Pese a todo, aquella mujer me partió el corazón.
Vimos al señor y a la señora Lisbon cuando volvieron del cementerio. Salieron de la limusina con gran dignidad y se dirigieron a su casa; para acceder a las escaleras del porche de entrada se abrieron paso a través de arbustos y trozos rotos de pizarra. Por vez primera en la vida descubrimos el parecido existente entre la cara de la señora Lisbon y las caras de sus hijas, pero quizá esto se debía al velo negro que algunos recuerdan que llevaba. Nosotros no nos acordamos del velo y pensamos que es un detalle que obedece a una romántica elaboración de los recuerdos. Pese a todo, conservamos la imagen de una señora Lisbon vuelta hacia la calle y mostrando una cara que nunca habíamos visto a los que estábamos arrodillados ante las ventanas del comedor o atisbábamos a través de visillos de gasa, a los que sudábamos en el desván de Pitzenberger, a todos los que mirábamos por encima de capós de coche o desde hoyos utilizados como primera, segunda y tercera base, desde detrás de barbacoas o desde lo alto del arco descrito por un columpio. Se volvió, dirigió su mirada azul en todas direcciones -una mirada del mismo color que la de las niñas, fría, espectral e indiscernible-, y después dio media vuelta y siguió a su marido al interior de la casa.
Como en la casa no había muebles, no creíamos que los Lisbon se quedasen mucho tiempo en ella. Aun así, transcurrieron tres horas sin que volviesen a aparecer. Con un bate de béisbol, Chase Buell proyectó una pelota Wiffle al jardín de los Lisbon, pero volvió diciendo que dentro no había visto una sola alma viviente. Probó más tarde con otra pelota Wiffle, pero fue a parar entre los árboles. Durante el resto del día y de la tarde no vimos señales del señor ni de la señora Lisbon. Salieron cuando ya era noche cerrada. Nadie los vio, excepto el tío Tucker. Años después, hablando con él, lo encontramos absolutamente sobrio y totalmente recuperado después de decenios de abusar del alcohol. Comparado con los demás, con nosotros incluso, a quienes el paso de los años nos había puesto peor, el tío Tucker tenía mucho mejor aspecto que antes. Le preguntamos si recordaba haber visto salir a los Lisbon y nos dijo que sí.
– Yo estaba fuera fumándome un pitillo. Serían alrededor de las dos de la madrugada. Oí que se abría la puerta al otro lado de la calle y salieron los dos. La mujer parecía achispada. El marido la sostenía y la ayudó a meterse en el coche. Se fueron de inmediato, como alma que lleva el diablo.
Cuando despertamos a la mañana siguiente, la casa de los Lisbon estaba vacía. Tenía un aire más ruinoso que nunca, como si hubiera sufrido un colapso, igual que un pulmón. Durante el tiempo que la nueva y joven pareja que tomó posesión de la casa dedicó a rascar, pintar y rehacer el tejado, arrancar los arbustos e instalar césped artificial en el jardín, pudimos unir nuestras intuiciones y teorías y formar con ellas una historia con la que nos fuera posible seguir viviendo. La joven pareja eliminó las ventanas frontales (que todavía ostentaban las marcas de nuestros dedos y de nuestras narices) e instaló vidrios correderos de cierre hermético. Una cuadrilla de hombres vestidos con mono y gorro blanco limpió las paredes exteriores con arena y permaneció después dos semanas seguidas recubriéndolas de una espesa pasta blanca. El capataz, que llevaba prendida una tarjetita que decía «Mike», nos dijo que, gracias al «nuevo método Kenitex», no habría que volver a pintar la casa nunca más.
– Muy pronto todos optarán por el método Kenitex -dijo mientras los hombres se movían alrededor de la casa embadurnándola con sus pistolas rociadoras.
Al terminar, la casa de los Lisbon había quedado transformada en un gigantesco pastel de boda escarchado, pero antes de que pasase un año el Kenitex comenzó a desprenderse a pedazos igual que mierda de pájaro. Lo consideramos una venganza contra la joven pareja que con tanta rapidez y decisión se había lanzado a eliminar todas las señales de las hermanas Lisbon, a las que seguíamos queriendo: el tejado de pizarra, donde Lux había hecho el amor, cubierto ahora de cascajo; el lecho de flores del jardín de atrás, cuya tierra había analizado Therese para averiguar su contenido en plomo, ahora cubierto de ladrillos rojos para que la joven pareja pudiera coger flores sin mojarse los pies; las mismas habitaciones de las muchachas, convertidas ahora en espacios privados donde la joven pareja podía dedicarse a sus intereses personales: una mesa y un ordenador en lo que había sido la habitación de Lux y Therese, un telar en la de Mary y Bonnie. La bañera donde en otro tiempo flotaban nuestras náyades, donde Lux fumaba y luego dejaba las colillas flotando en el agua, como un cañaveral a través del cual respiraba, fue segada de raíz para instalar en su sitio un jacuzzi de fibra de vidrio. Abandonada junto al bordillo, examinamos la bañera y luchamos contra el ansia irreprimible de tumbarnos en ella. Los niños que saltaban dentro de la bañera desconocían su significado. La joven pareja transformó la casa en un espacio acicalado y vacío donde poder meditar y vivir serenamente, y cubrió con pantallas japonesas los toscos recuerdos de las chicas Lisbon.
No fue únicamente la casa de los Lisbon la que cambió, sino también la calle. El Departamento de Parques continuó abatiendo árboles, talando un olmo para salvar los veinte restantes, talando después otro más para salvar los diecinueve que quedaban y así sucesivamente hasta que ya no hubo más que aquel medio árbol delante de la casa de los Lisbon. Nadie se atrevió a mirar cuando vinieron por él (Tim Winer lo comparó con el último hablante de la lengua que existió un día en la isla de Mann), pero lo aserraron con un zumbido como habían hecho con todos los anteriores a fin de salvar otros árboles más lejanos, que crecían en otras calles. Todos permanecimos en casa durante la ejecución del árbol de los Lisbon, pero incluso metidos en nuestras madrigueras podíamos sentir lo deslumbrante que resultaba el exterior y que todo el barrio se había convertido en un fotografía sobreexpuesta. En aquel momento nos dimos cuenta de lo poco imaginativo que era nuestro barrio, de que todo él estaba trazado según una cuadrícula cuya anodina uniformidad había quedado oculta tras los árboles y de que los viejos artificios de estilos arquitectónicos diferenciados perdían aquel poder que hacía que nos sintiéramos únicos. El Tudor de los Krieger, el colonial francés de los Buell, la imitación de Frank Lloyd Wright de los Buck… todo se había convertido en un conjunto de tejados cociéndose al sol.
Poco tiempo después, el FBI detuvo a Sammy el Tiburón Baldino, que no tuvo tiempo de escapar por el túnel y, al cabo de un largo juicio, fue a parar a la cárcel. Según se decía, continuaba dirigiendo sus operaciones criminales desde la celda, mientras la familia Baldino seguía viviendo en la casa. De todos modos, aquellos hombres que los domingos por la tarde llegaban en sus limusinas blindadas a prueba de balas, ya no acudían a presentar sus respetos. Los laureles, que a nadie recortaba, estallaban en formas inarmónicas, mientras que el terror que la familia había inspirado en otro tiempo fue decreciendo día tras día hasta que alguien tuvo agallas suficientes para mutilar los leones de piedra que flanqueaban la escalinata principal. Paul Baldino comenzó a tener el mismo aspecto de todos los chicos gordos con ojeras, y un día que resbaló -o lo empujaron- en las duchas de la escuela, lo vimos tumbado en el suelo de baldosas frotándose el pie. Las convicciones de otros miembros de la familia acabaron por prevalecer y por fin los Baldino también se mudaron, llevándose a otra parte sus piezas de arte del Renacimiento y sus tres mesas de billar, todo metido en tres camiones. Un oscuro millonario compró la casa y elevó un palmo más la cerca.
Todas las personas con las que hablamos coinciden en señalar que la ruina del barrio comenzó en la época de los suicidios de las hermanas Lisbon. Aunque al principio todo el mundo les echaba la culpa a ellas, poco a poco fue operándose un cambio que acabó siendo radical, y al final ya no se vio a las hermanas Lisbon como chivos expiatorios sino como videntes. La gente fue olvidándose paulatinamente de las razones que podían haber inducido a las chicas a quitarse la vida, de los trastornos provocados por las tensiones o la insuficiencia de neurotransmisores, y atribuyó las muertes a la clarividencia de las muchachas en la predicción de la decadencia. La gente vio esa clarividencia en los olmos arrancados, en la áspera luz del sol, en el persistente declive de la industria del automóvil. Pero aquella transformación en la manera de ver las cosas pasó en gran parte inadvertida, porque ya rara vez volvimos a encontrarnos. Sin árboles ya no había hojas que rastrillar ni montones de hojas secas para hacer hogueras. Las nevadas de invierno continuaban frustrándonos. Ya no podíamos espiar a las hermanas Lisbon. De cuando en cuando, naturalmente, mientras nos sumíamos lentamente en el poso melancólico de nuestras vidas (un espacio que las hermanas Lisbon, prudentemente, como empezábamos a ver ahora, jamás se preocuparon en examinar), nos deteníamos, la mayor parte de las veces solos, delante de aquel sepulcro blanqueado que fuera en un tiempo la casa de las hermanas Lisbon y lo observábamos con atención.
Las hermanas Lisbon convirtieron el suicidio en un acto familiar. Más adelante, cuando otros conocidos nuestros optaron por poner fin a sus vidas -a veces incluso después de haber pedido prestado un libro a la biblioteca el día anterior-, nos los imaginábamos siempre sacándose unas engorrosas botas y metiéndose en una mohosa cabaña cargada de recuerdos, en una duna frente al mar. Todos habían leído los signos de dolor que la anciana señora Karafilis había escrito, en griego, en las nubes. Desde diferentes caminos, con ojos de colores diferentes o con diferentes movimientos de la cabeza, todos habían descifrado el secreto que conduce a la cobardía o al valor, lo que quiera que sea. Y las hermanas Lisbon siempre estaban delante de ellos. Se habían matado por nuestros bosques moribundos, por los manatíes que mutilaban las hélices cuando se asomaban al agua para beber de las mangueras de los jardines, por montañas de neumáticos viejos más altas que las pirámides. Se habían matado por la imposibilidad de encontrar un amor que ninguno de nosotros ha encontrado jamás. Al final, la tortura que había destrozado a las hermanas Lisbon indicaba una renuncia razonada a aceptar el mundo tal como se les concedía, tan lleno de defectos.
Pero esto ocurrió más tarde. Inmediatamente después de los suicidios, en la época en que nuestro barrio disfrutó de su transitoria infamia, el tema de las hermanas Lisbon se convirtió casi en un tabú.
– Fue como quedarse picoteando un cadáver -dijo el señor Eugene-, aparte de que la liberal distorsión de los medios de comunicación tampoco ayudó demasiado. ¡Salvad a las hermanas Lisbon! ¡Salvad la perca de los caracoles! ¡Vaya mierda!
Las familias se mudaban o se dispersaban, todo el mundo buscaba un sitio diferente en el Cinturón del Sol y durante un tiempo nos pareció que nuestra única prerrogativa sería la deserción. Después de desertar de la ciudad para escapar a su podredumbre, desertábamos ahora de las verdes orillas de nuestra lengua de tierra bordeada de agua que, trescientos años antes, los exploradores franceses habían llamado «Punta Gorda», dando origen a un chiste sucio que nunca nadie llegó a entender. Pero el éxodo no duró mucho. Una tras otra, las personas fueron regresando después de residir en otras comunidades, restaurando con ello ese banco de recuerdos defectuoso de donde hemos sacado los datos para realizar estas pesquisas. Hace dos años que la última mansión aislada fue arrasada para construir en su sitio una urbanización. El mármol italiano que revestía el vestíbulo de entrada -de una rara tonalidad rosada presente en una única cantera del mundo- fue cortado en bloques y vendido a tanto la pieza, al igual que las tuberías revestidas de oro y los frescos del techo. Una vez desaparecidos los olmos, sólo quedaron los minúsculos tocones que los sustituyeron. Y nosotros. Ya ni siquiera se nos permiten las barbacoas (ordenanza contra la contaminación atmosférica) pero, si nos autorizasen a hacerlas, es posible que algunos todavía nos reuniésemos para recordar la casa de los Lisbon y a las muchachas, cuyo cabello todavía conservamos fielmente en mechones y que cada vez se parece más al pelo artificial de los animales expuestos en los museos de historia natural. Todo está catalogado: desde el documento número uno al número noventa y siete, distribuidos en cinco maletas, cada uno con una fotografía de la difunta igual que una piedra angular copta, guardadas en la remozada casa del árbol, instalada en uno de los pocos árboles que quedan: (número uno) una polaroid de la señora D'Angelo en la que aparece la casa, recubierta de una pátina verdosa que tiene todo el aspecto del moho; (número dieciocho) los viejos cosméticos de Mary secándose y transformándose en un polvo de color tostado; (número treinta y dos) las camisetas que llevaba Cecilia, que ya se están amarilleando sin remedio pese a los cepillos de dientes y al lavavajillas; (número cincuenta y siete) las velas votivas de Bonnie roídas por los ratones durante la noche; (número sesenta y dos) las diapositivas de Therese que presentan las nuevas bacterias invasoras; (número ochenta y uno) los sostenes de Lux (Peter Sissen los cogió del crucifijo, ahora ya no tenemos reparo en admitirlo) tan tiesos y protéticos como los de una abuela. No hemos mantenido el sepulcro herméticamente y nuestros objetos sagrados están en las últimas.
Finalmente, dispusimos de algunas piezas del rompecabezas pero, por muchas combinaciones que hiciéramos con ellas, seguía habiendo huecos, espacios vacíos de formas extrañas, delimitados por todo lo que los rodeaba, países que no sabíamos nombrar.
– Toda la sabiduría termina en paradoja -dijo el señor Buell, justo antes de dejarlo al final de nuestra última entrevista, y entonces nos dimos cuenta de que lo que intentaba decirnos era que nos olvidásemos de las chicas, que las dejásemos en manos de Dios.
Sabíamos que Cecilia se había quitado la vida porque era un ser inadaptado, porque sentía la llamada del más allá, y sabíamos que sus hermanas, una vez abandonadas, también habían sentido que ella las llamaba desde el lugar donde se encontrase. Pero, pese a haber llegado a estas conclusiones, actualmente sentimos un nudo en la garganta porque nos damos cuenta de que son a la vez verdad y mentira. Se han escrito tantas cosas sobre las hermanas Lisbon en los periódicos, se ha rumoreado tanto sobre ellas por encima de la cerca trasera de la casa o se han relatado tantas versiones de los hechos en los consultorios de los psiquiatras a lo largo de los años, que estamos seguros de que no hay explicación suficiente. El señor Eugene, que nos dijo que los científicos estaban a punto de descubrir los «genes malos» que causan el cáncer, la depresión y otras enfermedades, habló de la esperanza de que muy pronto «se pudiese encontrar el gen causante del suicidio». En esto discrepaba del señor Hedlie, que no veía los suicidios como una respuesta a nuestro momento histórico.
– ¡Y una mierda! -exclamó-. ¿De qué tienen que preocuparse ahora los jóvenes? Si quieren problemas que vayan a Bangladesh.
– Se trataba de una combinación de muchos factores -dijo el doctor Hornicker en su último informe, escrito sin propósito médico, sólo porque no podía sacarse a las hermanas Lisbon de la cabeza-. Para la mayoría de las personas el suicidio viene a ser como la ruleta rusa. Hay una sola bala en el tambor. En el caso de las hermanas Lisbon, el arma estaba totalmente cargada. Una bala por presión familiar. Una bala por predisposición genética. Una bala por malestar histórico. Una bala por un impulso inevitable. Las otras dos balas son imposibles de nombrar, pero esto no quiere decir que las cámaras estuvieran vacías.
Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.