Nunca estuve en el frente — comenzó Petrov—. Era demasiado joven. Durante la guerra estudiaba y trabajaba en un laboratorio radiotécnico.
Lejos, en los campos de batalla, los cazas brillaban en el cielo, los aviones de reconocimiento indicaban por radio los objetivos. Los pilotos de los bombarderos intercambiaban mensajes entre el silbido de los proyectiles y el pitido de las señales telegráficas.
Yo escuchaba todo esto a través de un receptor ultrasensible del laboratorio. Luego, aquellas voces se apagaron, el frente se alejó cada vez más, y con él, mi esperanza de poder llegar a ser un día radiotelegrafista del ejército.
Porque la dirección del instituto no me permitió alistarme. A pesar de ello, tuve la ocasión de trabajar como radiotelegrafista de un carro de combate. Pero después de la guerra.
Por encargo del instituto me había trasladado por aire a una pequeña ciudad siberiana; debía instalar, junto a la estación ionosférica local, un nuevo aparato registrador construido por nuestro laboratorio. Aprovechando la ocasión, debía también examinar un cierto equipo de acumuladores ideado por un inventor del lugar, y en el caso de hallarlo interesante, considerar la posibilidad de enrolar a su autor en nuestro instituto.
En aquella época yo soñaba con construir un aparato excepcional, al que ya habla dado un nombre: «ojo omnividente». Pero me hacían falta acumuladores potentes y ligeros y nadie los había inventado todavía.
Por lo tanto, había aceptado con verdadera alegría la misión de examinar el trabajo del inventor siberiano. Tal vez se trataba precisamente de lo que yo buscaba.
Pero quién habría podido sospechar las extraordinarias aventuras que me aguardaban…
Las recuerdo ahora con cierto embarazo. La juventud es romántica y con frecuencia ingenua… Por supuesto, hoy juzgaría los hechos de otra manera y miraría a mi alrededor con más sentido común. Pero entonces todo me aparecía bajo una luz distinta y, sobre todo, con proporciones mayores.
No me juzguen con demasiada severidad. Aun hoy, ni siquiera yo mismo consigo distinguir en aquellos acontecimientos la realidad de la fantasía.
De todas formas, les contaré los hechos tal como me parecieron entonces. La tarde en la que se inició este relato estaba yo sentado junto a la ventana abierta de una habitación del hotelito en el que me alojaba desde mi llegada. Giraba distraídamente el botón de sintonía de una pequeña radio portátil, que yo mismo había construido y de la que no me separaba nunca.
Del altavoz salían estridentes melodías, fragmentos de conversaciones, el silbido intermitente de las señales telegráficas. Continuaba desplazando la aguja sobre el cuadro luminoso. No había transmisiones interesantes y sólo fuertes parásitos.
Me recosté sobre el respaldo de la butaca, dejando, por casualidad, detenida la aguja sobre el número 68.
En el horizonte apenas se delineaba el perfil irregular del bosque lejano, dominado por el cielo estrellado de agosto. Una estrella fugaz surcó el cielo, dejando una estela azul pálido. Pensé instintivamente si no debería haber formulado un deseo, recordando la leyenda popular.
Recordé mis audaces sueños juveniles, la nave planetaria que, como la estrella fugaz, había trazado en el cielo un surco luminoso. ¿Y si mis sueños se realizasen? Ya no era un muchacho, pero aún pensaba en mis viajes extraordinarios. Hubiese querido explorar lugares nunca hollados por pies humanos.
De la taiga llegó un rumor sordo, lejano. Me asomé a la ventana y presté atención, pero ya no oí nada más.
El silencio era absoluto. El viento me agitaba el cabello. Sólo e1 zumbido de la radio seguía resonando fastidiosamente en mi oído. Parecía que no pasase nada de extraordinario.
¿Y aquella explosión? No conocía el lugar. ¿Qué se puede ver desde un avión, cuando se sobrevuela la infinita taiga? Quizá se efectuaban trabajos, tal vez estaban abriendo una nueva carretera o desraizando cepas.
No tenía sueño, así que tomé el libro que había traído para el viaje. Por una rara coincidencia se trataba de una recopilación de novelas de Wells.
Hojeando las páginas, volví a ver a los marcianos que ya había conocido en mi infancia, releí —por enésima vez— la descripción de su llegada a la Tierra. Pensé, con una sonrisa, en que estas fantasías parecían más reales ahora, sólo doce años después. Dejé el libro y mis pensamientos se concentraron sobre lo que debía hacer el día siguiente. Era mi primer servicio. Tenía que encontrarme con un tío mío, profesor retirado, actualmente director de la estación ionosférica, el profesor Cernikov. ¿Había cambiado Nicolás Spiridonovic? Hacía dos años que no nos veíamos.
Del altavoz salieron señales extrañas. Un silbido discontinuo e incomprensible, como si alguien poco experto moviese el manipulador de transmisión con mano nerviosa.
Me puse a descifrarlas. Tres breves impulsos, uno tras otro: parecía la letra S; luego, tres líneas. ¿Una señal de socorro, un SOS?
Alrededor del cuadro luminoso bailaban algunas mariposas nocturnas, y desde el fondo, cerrado por la espesa redecilla, continuaban saliendo señales, puntos y rayas, como si alguien pidiese socorro.
— Incendio… is…la — conseguí descifrar.
Extraño. ¿De qué isla podía tratarse si por los alrededores sólo había estepa y taiga? ¿Tal vez se trataba de señales más lejanas? No, incluso variando la sintonía, las señales seguían claras en una banda bastante amplia, lo cual demostraba que el transmisor no debía estar lejos.
Mi radio estaba dotada de una antena móvil. La hice girar hasta obtener la máxima intensidad. El indicador de la antena me señaló que las llamadas venían de la taiga, ¿Una onda reflejada? Poco probable.
El sonido del teléfono interrumpió mis pensamientos. Tomé el receptor mientras disminuía el volumen de la radio. Las misteriosas señales continuaban sonando.
— Habla el capitán de ingenieros Jarcev por encargo del profesor Cernikov — oí decir a una voz un poco velada—. El profesor me ha comunicado que recibió su telegrama y me ha pedido que le acompañe a la estación ionosférica.
— Gracias… ¿Tan difícil es llegar?
— Verá… Es accesible sólo a caballo. Mañana por la mañana, ¿de acuerdo?
— Muy bien, gracias — contesté distraídamente, con el oído aún atento a las señales transmitidas por la radio—. A propósito…, estoy recibiendo señales muy extrañas. ¿Hay alguna estación de radio en las cercanías? No sé qué pensar… Aquí están de nuevo… Un momento…
— ¿Qué transmiten?
— Consigo entender sólo dos palabras: «incendio», «isla», «incendio», «isla», y nada más. Escuche — acerqué el micrófono a la radio—. ¿Qué le parece? ¿Las oye?
Pero no obtuve respuesta.
— ¿Han terminado? — preguntó la telefonista.
Esperé casi diez minutos por si el desconocido que se había presentado como el capitán de ingenieros Jarcev volvía a llamar. ¿Por qué había cortado la comunicación?
La radio continuaba transmitiendo las señales. Ahora eran roncas, débiles.
El cielo se aclaró como si amaneciese. ¡No era posible! Me acerqué a la ventana. Sobre el bosque se extendía una faja clara que a trazos adquiría un esplendor intenso, para luego apagarse e irisar de nuevo como una cruel lengua de fuego.
Alguien llamó a la puerta nerviosamente.
— ¡Adelante!
Sobre el fondo de la luz del corredor se recortó en la puerta el rostro de un hombre. Era el piloto del avión en el que yo había venido.
— Camarada Petrov — explicó, con voz insegura—. Nos piden que hagamos un vuelo de reconocimiento. Parece que hay alguien…
— ¿Qué reconocimiento? ¿Quién?
— En la taiga. Hay un incendio…
Involuntariamente, volví la mirada hacia el bosque. Sobre la taiga se extendía un amanecer de fuego.
Cerré la ventana y me incliné sobre la radio para apagarla.
— I…s…l…a — repitieron las señales por última vez.
Tras las negras columnas de humo que oscurecían el horizonte se transparentaba un retazo de cielo azul. El disco del sol de levante era rojo oscuro.
Volábamos sobre la taiga.
El comandante del aeródromo había indicado al piloto la dirección en la que debían realizarse los reconocimientos. ¿Pero hallaríamos espacio suficiente para aterrizar?
Respirábamos con dificultad. El humo se hacía sentir y teníamos la garganta inflamada.
Estábamos sobrevolando la zona del incendio.
En la negra cortina de humo llameaban lenguas de fuego. Tizones ardientes proyectados hacia el aire lanzaban millones de chispas, que se arremolinaban bajo las alas del avión. Una rama ardiente centelleó junto a nosotros como una bala trazadora. De improviso, el avión se metió en una corriente ascendente y fue necesario tomar altura.
Volábamos sobre el bosque en llamas hacía ya una hora y no habíamos encontrado nada aún. No era posible ver nada en aquel caos.
Durante un instante brilló bajo nosotros algo que parecía un lago. Sí, allí debía encontrarse la isla desde la cual se transmitían las señales.
Empezamos a girar, descendiendo todo lo posible e intentando, en los breves instantes en los que el viento disipaba el humo, localizar y observar la isla.
Por fin conseguí ver dos figuras sobre la hierba amarillenta. Agitaban los brazos y tal vez querían decirnos algo.
La imagen duró un instante y luego desapareció otra vez en el humo.
El lago estaba rodeado en tres lugares por el bosque en llamas. El fuego se acercaba a los árboles de la orilla. Tizones ardientes caían al agua, levantando blancos vapores mezclados con el humo negro.
Tomamos altura y, esperando un momento, hasta divisar otro instante el lago, nos lanzamos en picado. Rozamos casi el agua en las cercanías de la isla. Conseguí ver a mi derecha a dos hombres junto a una empalizada en llamas.
Aterrizar era imposible. Lo comprendí desde el momento en que el avión se remontó casi verticalmente, atravesando un denso estrato de humo ardiente.
Recobrada la línea de vuelo del aparato, el piloto se volvió para preguntarme:
— ¿Lo ha visto?
Una gota de sudor había dejado una huella blanca sobre su cara, ennegrecida por el humo.
Mientras regresábamos, no dejé de mirar atrás en la irrazonable esperanza de ver extinguirse el incendio. Pero no fue así. Parecía adquirir cada vez mayor vigor.
Pensaba en los hombres rodeados por las llamas, les veía mojar la hierba, arrancar los matorrales. ¿Resistirían hasta la llegada de los socorros? El fuego se apagaría más pronto o más tarde. ¿Pero cómo salvar a aquellos hombres?
Eché una mirada al ala del avión, cubierta por una delgada tela saturada de barniz de nitroglicerina, y me puse pálido. Nuestro pájaro mecánico hubiese podido inflamarse como una cinta de celuloide…
¿Cómo se podía llegar a la isla?
Recordé casos en los que carros armados habían conseguido atravesar un pueblo en llamas.
Golpeé en la espalda al piloto. Este redujo el gas y se volvió con aire interrogativo.
— ¡Los salvaremos con un tanque! — grité.
El piloto sacudió la cabeza y me indicó con la mirada un tubo delgado.
Una lágrima transparente resbalaba a lo largo del tubo metálico: era una gota de bencina.
Por fin tomamos tierra. No había que perder un minuto.
Me froté rápidamente la cara, llena de hollín, y, sin pérdida de tiempo, corrí hacia la escuela de carros armados.
Me recibió el director, teniente coronel Stepanov Egor Petrovic. Al verme, preguntó:
— ¿Los ha visto?
Emocionado, le expliqué el vuelo sobre la taiga, deduciendo tristemente que sería imposible salvarlos desde el aire (los helicópteros apenas se conocían).
Stepanov, pensativo, se pasó una mano por la cara. Fue en aquel instante cuando lo vi en realidad, sencillo, sorprendentemente modesto, de pelo gris, espesas cejas negras, ojos semicerrados de miope, los rasgos de su rostro suaves y, al mismo tiempo autoritarios.
— Bien, habrá que pensar otra solución — dijo, con calma.
Y por lo que añadió luego, deduje que incluso antes de mi llegada se había reunido con un pequeño grupo de alumnos para estudiar el salvamento de los hombres atrapados en la taiga en llamas. Y, como es natural, habían pensado en abrirse camino con un carro armado antes que yo.
— ¡Yo voy, teniente coronel! — La oferta procedía de un alférez moreno, rechoncho, de negros cabellos rizados y un par de pequeños bigotes sobre el labio superior. Sus grandes ojos azules se fijaban llenos de esperanzas en el teniente coronel—. Mi tanque nunca se ha incendiado. Podríamos eludir la zona más peligrosa, pero si es absolutamente necesario, la atravesaremos. ¡Déme la orden, Egor Petrovic, se lo ruego! Stepanov sacudió la cabeza.
— No, Beridze. Es imposible atravesar una zona de diez kilómetros en llamas. ¿Qué opina, capitán? — preguntó dirigiéndose a un oficial de elevada estatura, de pie junto a la ventana.
El capitán, como para desechar algún pensamiento molesto, agitó un brazo.
— Tiene razón, teniente coronel. El carburante se inflamaría y la tripulación no resistiría una temperatura tan elevada.
Pensé que ya había oído aquella voz. Siguió un breve silencio. De la ventana llegaba, desde lejos, el rumor de un motor.
— Entonces — el teniente coronel se pasó una mano sobre los cabellos grises con aire pensativo, mirando a los oficiales con ojos semicerrados—, ¿un carro armado no podría pasar?
— No — confirmó el oficial alto—, pero ya sabe mi parecer: no hay otro camino…
— Temo que no resulte — observó Stepanov—. Es demasiado complicado. Pero parece que no nos queda otra posibilidad.
— ¿Nos permite emplear el tanque de adiestramiento? Lo prepararemos de forma adecuada. — El capitán echó una mirada al reloj—. Estará listo a las dieciséis en punto…
Stepanov reflexionó aún un instante y luego le tendió la mano.
— Tengo confianza en usted, tovarich Jarcev. «Es el que ha telefoneado», pensé entonces.
— Ya está bien de discusiones — continuó el teniente coronel.
— Nos ocuparemos de los detalles en cuanto se hayan distribuido las misiones y los hombres se hayan puesto a trabajar.
Sacó del bolsillo una pitillera y tomó uno, sacudiéndolo sobre la tapa.
— ¡Bien! — Jarcev giró sobre sus talones y salió de la habitación.
Alejandro Beridze, que, muy agitado, estaba golpeando la fusta sobre las manos, me dijo, con el tono del que quiere convencer como sea a su interlocutor:
— Andrej es un valiente, un hombre estupendo. Una mente despejada, con un gran talento de inventor… Durante la guerra dirigía una oficina en el frente. Recientemente ha inventado un nuevo tipo de acumulador, sorprendente… Pero nadie sabe por qué lo han descartado. Quizá le han encontrado defectos.
Luego me tomó de la mano para llevarme hacia la puerta.
— Vayamos al polígono… — Beridze no callaba ni un momento—. Un hombre de veras sorprendente… Cuando una cosa no le sale bien, no bebe, no come, por la noche no hace más que andar arriba y abajo por el patio y fumar. Esta noche fue a la taiga en motocicleta. Quería llegar al lago a toda costa… Su chica está allí. La ama, pero no lo dice… Ha vuelto con la guerrera quemada, los cabellos y las cejas chamuscados. ¡Es un hombre fuerte, orgulloso!
Llegamos al polígono. Desde lejos se divisaba sobre el fondo claro del cielo la silueta de un enorme tanque. Junto a él, Jarcev masticaba pensativamente un lápiz.
Cuando nos vio, se metió el lápiz en el bolsillo y vino rápidamente a nuestro encuentro.
— Le pido disculpas — me dijo, frunciendo las cejas y apretándome fuertemente la mano—. Estuve descortés al interrumpir nuestra conversación telefónica. Pero tiene que comprenderme… Aquel mensaje tan imprevisto… ¿Sabe? Allí tengo… amigos míos…, y, además, hoy temamos que visitar al profesor.
— No importa, no importa — refunfuñé, con el pensamiento puesto en las personas abandonadas en la taiga — El profesor puede esperar, no se preocupe. ¡Ya iremos luego!
Jarcev me miró, retirando bruscamente la mano.
— ¿Pero qué dice? ¿Puede esperar?
— ¿Por qué no? ¡Esperará! Además, tampoco es tan urgente, Jarcev. Esto es más importante.
Jarcev se volvió. El hecho de que su descortesía no me hubiese extrañado le había dejado perplejo, por lo visto. Quise de alguna manera distraerlo de pensamientos desagradables, y por eso le pregunté:
— ¿Cómo piensa proteger el motor? Con el aire aspirará también el fuego, y el carburante…
— No habrá carburante… — me contestó bruscamente Jarcev—. Perdóneme, ya traen el asiento.
Y corrió al encuentro de la camioneta que llegaba.
Confieso que no comprendí que un motor pudiese funcionar sin carburante, pero me pareció inútil seguir molestando a Jarcev, pues antes o después lo sabría.
Corrí varias veces en busca del radiotelegrafista, el cual continuaba recibiendo las señales de socorro. Pero por más que gritase en el micrófono, no obtenía ninguna respuesta. Probablemente, la estación local de la isla no podía recibir. ¿Por qué? Misterio.
Los alumnos estaban recubriendo la coraza del tanque con gruesas capas de amianto. Daba una cierta impresión ver aquel artefacto cubrirse de un blanco invernal sobre el fondo verde del prado.
Dos soldados se afanaban junto a un montón de material rosado. Un compresor empezó a toser y, una vez en marcha, emitió ronquidos en tono bajo y potente. El tejido palpitaba, transformándose en espesas cubiertas cosidas. Se hincharon con aire comprimido sacos de tela de amianto y cristal impregnado con una composición especial; debían revestir las paredes interiores del carro para aislarlas del calor.
Lancé una ojeada a través de la tronera del conductor. En el asiento del mismo estaba Beridze, quien daba vueltas, con el ceño fruncido, a la manivela del reostato; parecía un tranviario. Por lo visto, el nuevo sistema no le gustaba mucho; no estaba acostumbrado a él.
Apenas me había alejado de la tronera, cuando Jarcev se me acercó.
— ¿Vienes conmigo, Alejandro? — preguntó, en voz baja.
— ¿Por qué me lo preguntas, Andrej? ¿No soy tu amigo? Te seguiré en el agua y en el fuego…
— De momento, sólo por el fuego — contestó Jarcev, con sonrisa triste.
Transcurrieron varias horas de intenso trabajo. Sobre el campo se extendió una bruma gris azul. Era el humo acre, pesado, que silenciosamente venía de la taiga.
Llegó una pequeña camioneta cargada con baterías en cajitas de materia plástica azul. Los acumuladores fueron fijados en alojamientos adecuados, instalados en el tanque. Los electricistas controlaron los contactos. Se encendieron los faros, brillantes, parecidos a potentes proyectores. Comprendí que usaran acumuladores tan grandes; de otra forma, no sería posible ver a través del humo.
El teniente coronel giró alrededor del tanque, pasó la mano sobre los extraños costados de blando amianto y tocó los almohadones de aire del revestimiento, comprobando que todo estuviese en orden, Poco después, Andrej Jarcev daba algunas instrucciones a Alejandro, temiendo, sin duda, que éste se encontrase en dificultades ante los insólitos instrumentos que debía manejar.
Me sentí lleno de envidia. Ningún hombre había intentado aún navegar en un rnar de fuego. ¡Ellos serían los primeros!
En la penumbra caliginosa, el tanque parecía un pájaro fantástico. El haz de luz de los faros encendidos se entrecruzaba con el humo, dando lugar a una bruma plateada, transparente, colocada sobre el carro como una gran cola. En la hierba se desenrollaba un grueso cable negro.
— ¡Ahora comprendo! — me dije—. El carro está unido a una fuente de energía eléctrica. Arrastrará el cable que alimenta el motor eléctrico… Genial, pero poco práctico. ¿Cómo conseguirá arrastrar diez kilómetros de cable?…
— ¿Intenta llevar la central eléctrica a la taiga? — pregunté a Jarcev, que en aquel momento pasaba por mi lado.
El capitán me miró sorprendido.
— ¿Qué central eléctrica? Estamos cargando los acumuladores.
— ¿Quiere decir que el motor del carro será alimentado por acumuladores? — Estaba profundamente maravillado—. ¡Pero deberán tener una capacidad enorme! ¿Son como esos acerca de los cuales nos habló Nikolaj Spiridonovic?
— Sí. Pidió que se realizaran experimentos prácticos. Estos acumuladores, con el mismo peso y volumen, tienen una capacidad diez veces superior… Pero ya lo sabrá por los informes. — Jarcev calló, golpeando nerviosamente el lápiz sobre los dedos—. La verdadera prueba empieza ahora, de modo que el representante de Moscú podrá establecer con exactitud su valor práctico.
Me volvió la espalda y se marchó.
Tuve la impresión de que dijo «representante de Moscú» con una cierta ironía. Quizá no tenía mucha fe en un experto tan joven. ¡Tampoco el inventor era tan viejo! No, no se trataba de esto. El nerviosismo de Jar- cev era natural, dadas las circunstancias.
Mientras, se estaban llevando a cabo los últimos preparativos. Se controlaron los trajes de amianto proporcionados por la sección de bomberos, se cargaron en el tanque bombonas de oxígeno, medicamentos; en una palabra, todo lo necesario para el arriesgado viaje.
El radiotelegrafista no había logrado tomar contacto con la isla. Era, pues, inútil instalar una radio en el tanque, que hubiera requerido tiempo y restado espacio, más necesario a los acumuladores.
Por fin parecía todo listo. Jarcev esperó con impaciencia a que estuviera dispuesto el cable de alimentación, se sentó en el asiento del conductor y, entornando los ojos, giró la manivela de mando.
Todos permanecimos inmóviles: el teniente coronel, con el cigarrillo a medio fumar; Beridze, con el cable apoyado en el hombro; un joven recluta, con las manos tendidas hacia el tanque. Durante un instante, la escena pareció una imagen cinematográfica de improviso.
Se oyó un silbido monótono, las portas de la coraza anterior y de la torreta vibraron y el tanque empezó a moverse lentamente.
El instante de tensión pasó. Egor Petrovic se llevó el cigarrillo a los labios y aspiró una bocanada con satisfacción; Beridze tiró el cable y echó a correr detrás del tanque, mientras el recluta batía palmas, maravillado, y sonreía como un chiquillo.
Por mi parte, comprendí que los acumuladores de Jarcev merecían la máxima atención. Relativamente pequeños y ligeros, proporcionaban una potencia capaz de mover un carro armado. Hubiese querido disponer de uno inmediatamente para probarlo… Pero no era aquél el momento adecuado.
El tiempo apremiaba. Cada minuto era precioso. Andrej se puso rápidamente el traje de amianto. Corrió hacia mí, cerrando, mientras caminaba, la cremallera. Murmuró, emocionado:
— Estoy seguro de que la máquina no nos decepcionará. La hemos probado muchas veces en el polígono… Pero tengo miedo de no encontrarlos. En el bosque en llamas ya no quedan ni caminos ni senderos.
— Pero la estación de radio le conducirá a la isla.
Aconsejé a Jarcev que se orientase por radio. Como la escuela no disponía de aparatos adecuados, me vi obligado a ofrecerle el mío.
— Tiene una antena especial de dirección… Compensada con mucho cuidado… — había empezado a dar explicaciones técnicas, pero de improviso callé.
Resultaba muy difícil el manejo de mi receptor experimental, dada su abundancia de interruptores y mandos. En mi laboratorio nadie lo conocía a la perfección. Mi jefe lo llamaba «la armónica» y decía que había que aprender a «tocarla».
A pesar de todo, salté sobre la primera camioneta que pasó y fui al hotel para recogerlo.
Tras echar una mirada a mi aparato, Jarcev suspiró:
— Ninguno de mis radiotelegrafistas podría manejarlo. Están acostumbrados a los aparatos comunes. — Me miró, luego me volvió la espalda para dirigirse al tanque.
Sentí como si algo se helase en mi interior. ¿Iba a perder aquella ocasión única de realizar un viaje a través del fuego? Sin contar, y esto era lo principal, que podría efectivamente ayudarles a encontrar la isla, siempre que la radio de los sitiados no cesara de funcionar.
No lo pensé dos veces y dije, con voz decidida:
— Voy con ustedes. Es cierto que nadie podrá manejar esta radio.
Jarcev objetó algo, pretextando el riesgo, pero se le notaba indeciso.
Al acercarse el teniente coronel y saber de lo que se trataba, meneó la cabeza:
— Es difícil tomar una decisión. La operación es peligrosa. Pero si insiste, si desea contribuir a salvar a nuestros compañeros, entonces… — calló, me abrazó paternalmente, estrechándome con fuerza la mano.
Siempre recordaré aquel momento. No tenía una idea muy clara de lo que me esperaba, aunque debo confesar que en mí hablaba más el romanticismo de la juventud que la dura necesidad. Pero en la isla nos necesitaban.
Pronto estuvimos junto a la torreta del tanque, enfundados en blancos trajes de botones niquelados con casco y guantes. A la espalda, a modo de mochila, llevábamos las bombonas de oxígeno. Delante de nuestra insólita máquina rugía otro potente tanque, que debía remolcarnos hasta el límite de la taiga, a fin de que no malgastásemos energía antes de tiempo.
Jarcev hizo rápidamente unos cálculos en un bloc. Confieso que la cosa me sorprendió. ¿Era aquél el momento de plantear problemas? Parecía una pérdida de tiempo.
El teniente coronel Stepanov miró por última vez a la tripulación.
— ¡Dense prisa, les esperan!
Jarcev se mordió los labios y guardó el bloc en el bolsillo de amianto. Después de erguirse, dio al conductor del carro que debía remolcarnos la señal de partida.
Se oyó rugir el motor. Tras tensarse el cable, nuestro tanque eléctrico empezó a moverse.
Seguimos una carretera polvorienta. El carro que nos remolcaba era invisible. La única señal de su presencia era el cable tenso, iluminado por la luz de nuestros faros. Parecíamos marchar a remolque de una negra nube de humo.
Entre el humo se distinguían sombras vagas. Los animales del bosque en fuga. Vi relampaguear los cuernos de un alce enloquecido. Un lobo corría a su lado, sin mirarlo siquiera; liebres y ardillas saltaban sobre la hierba quemada. Negros pájaros revoloteaban en el aire, piando y batiendo las alas.
Frente a nosotros se percibía la ardiente respiración del fuego. Recuerdo con un poco de vergüenza que entonces dije a Jarcev:
— ¡Y pensar que ningún hombre navegó hasta ahora por un mar de fuego!
Jarcev me miró maravillado y de pronto ordenó:
— ¡Pónganse las máscaras!
Indudablemente, era el mejor sistema de refrescar mi inoportuno entusiasmo…
Nos encontrábamos en un mundo extraordinario. Briznas de hollín revoloteaban ante la luz de los faros, y se posaban sobre el suelo como una bandada de cuervos. A intervalos, una rama en llamas caía como un fabuloso pájaro de fuego.
El tanque que nos arrastraba se detuvo. Como si el cable estuviese animado, se soltó y desapareció entre las cenizas. De la oscuridad surgió el conductor de nuestro remolque, para gritar al oído de Jarcev:
— No podemos continuar. El motor hierve.
Dicho esto, hizo retroceder a su máquina, deteniéndola en una encrucijada. Ahora debíamos valemos por nuestros propios medios.
¿Dónde estaba la carretera invisible que nos llevaría al lago? ¿Seguía transmitiendo la radio de la isla?
Encendí mi radio, orienté la antena en dirección al bosque y oí de nuevo las señales intermitentes.
Jarcev me rozó el hombro.
— ¿Se oyen?
Incliné la cabeza afirmativamente e indiqué la dirección nordeste.
Me dejó bajar el primero. Luego, Andrej cerró la porta tras sí y giró el interruptor de la refrigeración.
El carro entró en el bosque en llamas. Lancé una mirada a través de la tronera de la torreta. No se veía nada, excepto humo surcada por lenguas de fuego. Parecía como si mirase por el portillo de un horno crematorio. Involuntariamente, cerré los ojos. Qué macabra asociación de ideas…
Una llama penetró por la estrecha tronera. Ni el amianto ni el espeso traje nos protegían del calor.
El tanque avanzaba entre montones de tierra y troncos quemados, contra los que golpeaba, desviándose a derecha e izquierda.
Oímos un fuerte golpe sobre la coraza. Un tronco derribado por el fuego había caído sobre nosotros.
Al primero siguieron otros golpes. El tanque sufría una granizada de tizones ardientes.
A nuestro alrededor bailaban olas de fuego. Se levantaban liberando columnas de denso humo, se lanzaban con encarnizamiento contra las ramas dobladas de los árboles. Delgados riachuelos de fuego serpenteaban a lo largo de los troncos resinosos, atacando las ramas secas. Luego, de golpe, el árbol se inflamaba como un hacha gigantesca, disparando por doquier con estruendo fragoroso una lluvia de chispas.
Ante nosotros sólo se veía el fuego, fuego por todas partes, hierba en llamas, ramas incandescentes… En aquel mundo cegador no había sombras: todo era incandescente, luminoso, chispeante. Un mar de luz. La vista buscaba con desesperación una sombra salvadora. Me lloraban los ojos, y tuve que girar la cabeza para no quedar cegado.
De pronto, el carro se detuvo.
— ¿Qué dirección debemos tomar? — gritó Alejandro, encaramándose en la torreta.
Obligado a desviarse continuamente, había perdido la orientación.
En el carro brillaba una pequeña lámpara apenas perceptible en el humo, como el punto luminoso de un cigarrillo encendido en una habitación oscura.
Me pareció como si Jarcev me mirase interrogativamente. ¿Qué podía contestarle? Encerrados en la caja de acero del tanque, no era posible escuchar las señales de la estación de la isla.
— Tendríamos que abrir la porta — dije, dubitativo, mientras con los ojos seguía las lenguas de fuego que lamían la tronera.
Andrej vaciló. Pero no quedaba otra salida y levantó la porta.
Las llamas se arremolinaban sobre nuestras cabezas. Cogí la radio, la tapé con un trozo de tejido de amianto y me senté sobre el borde de la torreta. Aun a través del amianto y del traje acolchado, sentía el metal incandescente.
Al girar los botones del aparato, procuré protegerlo de posibles llamaradas. En la onda 68 no se oía nada. Silencio absoluto.
Andrej levantó la cabeza y me tocó la pierna. Sus ojos me interrogaban a través del cristal de la máscara.
Pasaron algunos minutos angustiosos. El ruido del fuego y el estrépito de los árboles en llamas me impedían oír las conocidas señales.
Andrej gritó algo. AI ver que no le entendía, me gritó al oído:
— ¡Continuemos al azar! ¡De otra forma llegaremos tarde!
Me encogí de hombros. Intentando captar a toda costa las señales, sintonicé de nuevo la radio.
Volví a oír el conocido silbido intermitente al desplazar la aguja sobre la cifra 120. A veces se desvanecía, a veces se oía claramente en medio del rugido del bosque en llamas. Línea…, línea…, punto…
Protegiéndome con la tapa de amianto de las llamas que asaltaban por todas partes, giré la manivela de la antena para establecer la dirección de la estación ionosférica, de donde provenían las nuevas señales.
La aguja indicó la dirección exacta. Ahora debía controlar si la señal era directa o reflejada, pero yo también empezaba a confundirme… No importa, decidí tomar como buena la señal y determiné la dirección de la isla…
Descendimos y Andrej cerró la porta.
Desde el suelo se elevaba la espiral de un tifón de fuego, ante la cual corría una tormenta de chispas. Nos parecía haber caído en medio de una tremenda tempestad de nieve iluminada por un sol cegador.
Cuanto más penetrábamos en la taiga, tanto más ingente era el incendio. Frente a nosotros no veíamos nada: ni troncos, ni ramas; sólo llamas hirvientes, compactas, palpables, corno si nuestra máquina navegase en un magma incandescente.
El tanque se detuvo de nuevo. Volutas de humo blanco se elevaban en torno a la tórrela.
No, no era humo. Por la tronera vimos que el tanque se hallaba en medio de una nube de vapor de agua.
Alejandro se unió a nosotros y gritó:
— ¡El frente está roto! ¡Hemos llegado al lago!
«Isla de las frambuesas», era la denominación que Andrej y Alejandro habían convenido dar al islote sin nombre situado en el centro del lago, en cuya orilla, por fin, nos hallábamos.
Habíamos obtenido el primer éxito. Pero para llegar a la isla era necesario encontrar el puente. ¿Cómo lograrlo en medio del fuego y del humo? No se veía nada.
— Bordeemos la orilla del lago — propuso Andrej—. En algún sitio aparecerá.
Abrimos la portilla superior. A través del humo se entreveía el brillo de las rosadas aguas del lago. Ante nosotros, un poco a la izquierda, se elevaban, negros y compactos, árboles no tocados aún por el fuego. El tanque avanzaba a lo largo de la orilla arenosa, sumergiendo de vez en cuando las cadenas ardientes en el agua, que hervía, envolviendo la coraza en densas columnas de vapor.
No vimos el puente hasta que casi estuvimos sobre él. El negro tablero de troncos apareció de improviso al alcance de la mano.
— ¿Resistirá? —preguntó Alejandro a Andrej.
— Creo que sí. Los pilotes y el tablero son fuertes — contestó el segundo, mirando atentamente los contornos, apenas perceptibles, de la isla.
El tanque descendió lentamente sobre el tablero, luego se detuvo como si reflexionara. Alejandro saltó fuera de la porta y se puso a correr sobre el puente, desvaneciéndose en el humo. Un minuto después volvió, agitó una mano y ocupó su puesto.
Al principio, con desconfianza, luego, con más rapidez, el carro atravesó el puente hasta llegar a toda velocidad a la orilla opuesta.
En la parte occidental de la isla ardían las copas de los pinos altos, a nuestra izquierda se quemaba un matorral. «Probablemente, frambuesas — me dije—; éstas islas lacustres siempre son ricas en frambuesas.» Y en aquel mismo instante comprendí que estábamos cerca de nuestro objetivo.
Los acumuladores de Jarcev habían resistido la primera prueba. De no ser por la situación en que nos encontrábamos, hubiese felicitado con alegría al inventor, pero pensé que podría ser inoportuno..
Sentado junto a Alejandro, Andrej indicaba el camino hacia el edificio de la estación ionosférica.
El tanque chocó con una chimenea de ladrillo, en torno a la cual se amontonaban vigas de hierro, tubos y redes retorcidas. Sobre las vigas de madera quemadas vagaban aún algunas llamitas azuladas.
Era todo lo que quedaba del edificio. Pero, ¿dónde estaban los hombres que allí dentro vivían y trabajaban? ¿Qué había sido de ellos?
Me senté sobre la torreta y volví a sintonizar la radio. Nada…, ninguna señal… Hice recorrer a la aguja todo el cuadrante. Parásitos…, música…, el locutor de Moscú, que hablaba del cereal cultivado más allá del Círculo Polar, de un nuevo ballet, de nuevos libros. Como siempre, el éter vivía su vida intensa, alegre o triste, pero las señales que yo buscaba no se escuchaban…
Delante de mí, como sobre un negativo, veía las caras de Andrej y Alejandro, que regresaban.
No pudieron contar nada satisfactorio. Habían registrado casi toda la isla, pero sin resultado.
— Vamos por aquella parte. Busquemos cerca del agua — propuso Alejandro, tirando a Andrej de la manga.
Se marcharon otra vez. Pasó tanto tiempo que empecé a preocuparme. Me quité el guante para mirar el reloj: eran ya las seis de la tarde. Quedaba oxígeno para dos horas. Aunque llevábamos dos botellas de reserva destinadas a los hombres que contábamos encontrar en la isla, así como trajes de amianto y máscaras.
No lejos de la chimenea, que apenas se distinguía a través del humo, vi una línea luminosa vertical. Con el temor de ver confirmado un vago presentimiento, corrí hacia el edificio destruido.
Era justamente lo que pensaba: la antena de la radio estaba ardiendo. Pero si nuestros compañeros habían utilizado aquella antena, no debían estar lejos…
— Razonemos — me dije, intentando mantenerme tranquilo—. Todas las antenas tienen una toma de tierra… Debo encontrarla… ¿Pero cómo hallar un cable con este humo tan intenso?
No me quedaba otro remedio que pedir socorro. Sin pensar en las consecuencias, me quité la máscara y empecé a gritar:
— ¡Venid aquí, en seguida!
El humo agrio me llenó la garganta. Empecé a toser, grité de nuevo y sentí que me sofocaba.
Conteniendo la respiración, intenté ponerme la máscara, pero no conseguía desenredar los lazos. Me la puse al revés, el tubo de oxígeno se enredó… Eché a correr hacia el carro, tropecé y me caí sobre carbones ardientes.
La última cosa que percibí fue un retumbar en los oídos, como si centenares de campanas sonasen junto a mí.
Recuperé el conocimiento con la agradable sensación de poder respirar de nuevo. Una cara cubierta con una máscara estaba inclinada sobre mí. El cristal de las gafas reflejaba una débil luz. Reinaba un extraño silencio.
Pregunté:
— ¿Andrej? ¿Alejandro?
El hombre enmascarado sacudió nuevamente la cabeza y dijo:
— Estése tranquilo, no se agite.
En este momento debo aclarar que con la máscara puesta nos era difícil entendernos, no sólo entonces, sino durante todo el viaje. Lo explico ahora como si nuestras conversaciones fuesen muy animadas, pero en realidad eran bastante taciturnas, y la mayoría de las veces se reducían a gestos.
Aún recuerdo que me pareció haber oído ya antes la voz de aquel desconocido.
Miré a mi alrededor. Me hallaba en una barraca de madera, sin ventanas, probablemente bajo tierra. Los rincones del local se hundían en la sombra, mientras una débil lamparita iluminaba botes y cajas metálicas. En el centro surgía el cofre negro del transmisor con niquelados deslumbrantes y dos grandes cuadrantes redondos, que me miraban ciegamente como órbitas vacías.
Me daba vueltas la cabeza. Sin duda, había aspirado mucho humo y no me sentía demasiado bien. Precisamente por eso no estoy en situación de describir con mucho detalle mi encuentro con el profesor Cernikov, porque él era el hombre que estaba junto a mí.
Alto, sólido, demasiado fornido para el traje de amianto que lo protegía, estaba de pie ante mí y me preguntaba algo.
— ¿Quién es usted? — inquirí en seguida.
— Cernikov Nikolaj Spiridonovic. Tal vez haya oído hablar de mí…
Incliné la cabeza afirmativamente y volví a mirar a mi alrededor. El profesor vestía un traje igual al mío. Por lo tanto, Andrej y Alejandro no debían estar lejos. ¿Dónde se hallaban? ¿Dónde estaba la hija de Nikolaj Spiridonovic?
— Tranquilícese, Sus amigos volverán pronto. Han ido a recoger a mi ayudanta.
Nikolaj Spiridonovic se dirigió hacia la puerta de salida, cubierta con una tela alquitranada, gris como el humo que se fundía con la oscuridad calaginosa del ambiente.
Recordé que en una de sus lecciones, el profesor nos explicó que los hombres ya habían recorrido a lo largo y a lo ancho todos los ángulos de la esfera terrestre, cada continente, cada isla del océano. El hombre había viajado por doquier: bajo el agua, bajo la tierra, en el aire. En el futuro, su mayor interés sería viajar por la ionosfera con las ondas de radio. ¡Había aún tantas cosas misteriosas y poco conocidas allí arriba!
Por tal motivo, el profesor se alejó de la capital para aislarse en aquella estación ionosférica, que le permitiría dedicarse a sus exploraciones con completa tranquilidad. Durante el verano se le había reunido su hija Valja, estudiante de radiotecnia, con el fin de hacer prácticas bajo la guía de su padre.
Y de pronto todo había acabado. La estación había sido destruida por el fuego, salvándose únicamente parte de los aparatos de radio. Pero no lo supe hasta más tarde; entonces estaba preocupado por la suerte de mis nuevos amigos y de la desconocida muchacha, que todavía no habían encontrado.
Pero lo que más me sorprendió fue la conducta de Nikolaj Spiridonovic.
Silencioso durante largo rato, se encogió al fin de hombros como para librarse de un peso invisible, e inclinándose sobre mí, dijo:
— Sus amigos me han dicho que es usted ingeniero electrónico. Si no me equivoco, somos colegas…
No recuerdo mi respuesta, pero creo recordar que negué categóricamente aquella calificación tan lisonjera.
En realidad, sólo era un técnico en los inicios de su carrera y no un experto de la propagación de las ondas de radio.
— Eso no quiere decir nada — rebatió el profesor, acompañando sus palabras con la mano. De detrás de mi espalda tomó el receptor construido por mí—. ¿Es suyo?
Tuve que admitirlo, aunque no pude comprender sus intenciones, — Me molesta cansarle — empezó excusándose—, las circunstancias no son muy oportunas, pero en estos últimos días se han verificado extraños fenómenos en la ionosfera. Y hoy ha sucedido algo absolutamente increíble. No sé cómo explicarlo… Tal vez una ionización de las partículas de carbón producidas por las llamas o una refracción parcial en el estrato E…
Debo precisar que las palabras del profesor no fueron probablemente éstas y que tal vez no se refirió siquiera al estrato E. Luego me habló de una serie de hipótesis que no comprendí del todo. Dijo que tuvo la rara fortuna de observar la difusión de las ondas a través de una espesa barrera de fuego. Podían producirse fenómenos interesantísimos… Me quedé perplejo, sin saber cómo interpretar sus palabras. ¿Fanatismo o extravagancia de científico pasado de moda? Había perdido a su hija, estaba rodeado por un anillo de fuego, le quedaba poco oxígeno y permanecía allí, interesándose por los fenómenos de la ionosfera…
— ¿Las ha tomado usted por ondas reflejadas? — me preguntó, para, al punto, continuar—: He transmitido señales en varias frecuencias diferentes, pero no he logrado controlar la fundamental de diez metros… Ni tampoco salvar el receptor… Tuve que enviar a todos los hombres de la expedición… Espero que captase usted esa onda…
— No lo recuerdo — admití honestamente—. En una frecuencia se oía, en otras no. He probado en varias.
— ¿Y no ha tomado notas?
— Perdone, Nikolaj Spiridonovic, pero ni siquiera se me ocurrió.
El profesor se levantó enojado, dándose un golpe con la lámpara colgada del techo, que osciló, animando sobre la pared una enorme sombra con los brazos levantados.
Tropezando con las cajas esparcidas por el suelo, Nikolaj Spiridonovic se dirigió hacia una esquina alejada, tamborileó sobre el cuadrante colocado sobre el cofre del receptor y se volvió de repente hacia mí.
— ¿Es posible que el profesor que durante tantos meses seguidos os ha hablado de las leyes que gobiernan las ondas de radio, no haya conseguido meteros en la cabeza el espíritu de iniciativa que distingue a un científico de un artesano? ¿Quién era vuestro profesor?
— El profesor Cernikov — contesté, Alguien levantó la tela alquitranada de la entrada. Entre espiras de humo denso aparecieron en el umbral Andrej y Alejandro.
— Valja no está en la isla — dijo Andrej, levantando su máscara.
Su voz era ronca. Tosió, taponándose la boca con una mano. Luego se puso otra vez la máscara y salió.
La lamparita seguía oscilando. Cuando se detuvo y se inmovilizaron las sombras, en las paredes observó que sólo una, la más grande, conservaba un ligero temblor. Eran los hombros de Nikolaj Spiridonovic, que no podía contener su dolor.
Más tarde me contaron que, al caerme, había tropezado con un cable. Era el cable de la antena que estaba buscando. Su otro extremo terminaba en la barraca subterránea donde el profesor y su hija se habían refugiado. Todos los demás miembros de la estación ionosférica, tal como nos dijo Nikolaj Spiridonovic, habían salido de expedición, o se habían marchado a la ciudad para aprovechar el día festivo. El incendio de la taiga les había impedido regresar de nuevo.
Andrej y Alejandro habían acudido a mis gritos. Inmediatamente me habían puesto la máscara y llevado a la barraca siguiendo el cable de la antena.
En la barraca habían encontrado al profesor Cernikov, sentado junto al transmisor con un pañuelo apretado sobre la boca, que enviaba señales al éter. La corriente estaba proporcionada por acumuladores tipo Jarcev, que el profesor había llevado a la barraca en cuanto estalló el incendio.
Cernikov había anotado incluso el trabajo de la estación de radio, con la hora, el minuto y la longitud de onda, dejando programadas las transmisiones como para prolongar la vida del transmisor al menos durante tres días.
Tras confiarme a los cuidados de Nikolaj Spiridonovic, Andrej y Alejandro habían registrado toda la isla, pero sin hallar rastro de Valja. ¿Cómo no preocuparse?
Nikolaj Spiridonovic estaba sentado sobre una caja, con la cabeza inclinada y con los ojos fijos, mirando el pavimento de ladrillo a través del cristal de la máscara.
— ¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces…, desde que Valja…? — Andrej buscaba las palabras. El profesor se inclinó aún más.
— Hace casi una hora… — dijo, con voz sorda—. Encontró en un rincón una vieja máscara antigás y ha huido. ¡Loca!… Intenté hacerla volver…
Subimos por la vacilante escalerilla. Andrej apartó la lona y abrió la puerta. Fuimos embestidos por el humo denso, que descendió a la barraca como un agua turbia.
Ya no estaba la antena; sin duda, se había derrumbado. Alrededor del lago, el fuego arreciaba.
Saltando entre los matorrales ardientes, nos acercamos al tanque. Bajo nuestros pies chisporroteaban tizones recubiertos por una transparente película gris. Por ñn vimos el tanque a la luz anaranjada de las llamas. Negras manchas de hollín cubrían la coraza, que parecía un extraño animal.
Nikolaj Spiridonovic miraba atentamente en torno suyo, intentando ver a través de la espesa cortina de humo.
Mientras se acercaba al carro, al observar los acumuladores envueltos en material aislante, preguntó a Andrej:
— ¿Son los mismos?
Andrej indicó que sí con la cabeza.
Alejandro cogió al profesor por un brazo y le ayudó a entrar en el tanque. También Andrej y yo nos dispusimos a ocupar nuestros puestos.
Reflexionando sobre la suerte de Valja, llegué a la conclusión de que la muchacha había conseguido pasar el puente cuando el anillo de fuego no se había estrechado aún alrededor del lago. ¿Pero habría llegado muy lejos? ¿Habría muerto? No quería ni pensarlo.
Levantando nubes de chispas, el tanque se dirigió hacia el Norte.
Di una ojeada al indicador del manómetro y noté con preocupación que nos quedaba oxígeno para poco más de una hora. En aquel breve lapso de tiempo debíamos encontrar a Valja y salir de la taiga.
Alcanzamos la orilla. Sobre el lago se extendía una línea de fuego.
— ¡El puente arde! — gritó» Alejandro con voz ronca, a través de la máscara, golpeando furioso la coraza con el puño.
Efectivamente, la balaustrada y el tablero del puente estaban en llamas.
Los troncos devorados por el fuego se precipitaban al agua, arrastrando consigo las traviesas en llamas del tablero y levantando nubes de vapor acuoso. El camino de regreso estaba cortado…
Salimos del tanque y nos reunimos cerca del agua, mirando a la otra orilla con una mezcla de temor y de esperanza. Era imposible atravesar el lago a nado, dejando el tanque en la isla. No habríamos dado ni un paso por el fuego a pesar de nuestros equipos protectores.
— ¿Su tanque no flota? — nos preguntó, preocupado, el profesor—. ¿No es anfibio? Andrej meneó la cabeza. Pregunté la profundidad del agua en aquel punto.
— De seis a siete metros — contestó Andrej—. Imposible vadearlo.
Quedamos silenciosos. En la orilla opuesta se desplomó un pino. Algunas ramas incandescentes volaron hasta nosotros. Nikolaj Spiridonovic sacudió los carbones ardientes que le habían caído sobre la manga y miró a Andrej en espera.
— Pasemos sobre el fondo — propuso Alejandro.
— Justo, pasemos sobre el fondo — confirmó, distraídamente, el profesor, sumergido en sus pensamientos.
Andrej se acercó a mi máscara y, mirando al profesor, me dijo rápido:
— Es la única solución. El peligro es grande, pero no queda otra salida. Desde aquí a la otra orilla habrá unos cincuenta metros. En caso de emergencia, dejaremos los portillos abiertos. Si el motor se para, continuaremos a nado.
Reconozco que la idea no me gustaba en absoluto. ¡Aventurarse en el agua con un carro armado!… Pero los otros dieron su conformidad y no podía hacer otra cosa que aceptar.
Alejandro obturó cuidadosamente con una cinta especial las rendijas del colector del motor, comprobando posibles agujeros en los instrumentos y apretando los tapones de los acumuladores. Envolví la radio en una tela impermeable.
— ¡A sus puestos! — ordenó Jarcev.
Nuestro conductor ya estaba dispuesto. El profesor entró con cierta dificultad en la torreta. Andrej y yo nos quedamos arriba, agarrados a las manillas.
El tanque alcanzó la orilla. El agua, iluminada por el fuego, parecía hierro fundido recién salido del horno.
Lentamente, como quien antes de tomar el baño mira si el agua está fría, el carro descendió al lago. Las cadenas levantaron grandes chorros, que se escurrieron por los costados como una mágica lluvia de oro. De improviso, el carro se detuvo.
Vimos aparecer a Alejandro, que nos dijo:
— Quiero asegurarme de que no hay agujeros o grietas. ¿Me permite, camarada capitán?
Obtenido el permiso de Jarcev, se lanzó al agua, pero al punto apareció en la superficie, flotando como un corcho. La gran botella de oxigeno le impedía descender al fondo.
Enojado por el error cometido, Alejandro regresó de la orilla con una gran piedra, y manteniéndola bajo el sobaco, desapareció en el lago.
A través de su superficie se extendía una línea de puntos negros. Eran los extremos de los pilotes, todo lo que había quedado del puente.
Alejandro no volvía. Andrej escrutaba el velo azul del humo que oscilaba sobre el lago. Nikolaj Spiridonovic taconeaba nerviosamente. De los árboles caían ramas encendidas y carbones incandescentes que, en contacto con el agua, se apagaban con un chirrido.
De pronto, junto a una rama aún inflamada que cayó en aquel momento, reapareció Alejandro. La rama le iluminaba el camino como una antorcha.
Con pocos y medidos movimientos, Alejandro alcanzó la orilla.
— Hay que pasar más a la derecha — indicó, lanzándose sobre la torreta.
El carro se puso otra vez en marcha. Las cadenas se hundieron en el agua, que empezó a entrar por los portillos anteriores. Poco a poco llenó también la torreta, hirviendo como en una cacerola.
Yo estaba aterrado.
A través del agua verdosa brillaba diáfana la luz de los faros. Pálida, apenas visible, se veía también la lamparita de la torreta. Por último, las olas turbulentas se cerraron sobre nuestras cabezas.
Bajo el agua no noté nada sorprendente, ni peces extraños ni algas multicolores. Pero no olvidaré nunca aquel breve viaje submarino.
Andrej había descendido, pero yo permanecía junto al portillo superior.
El lago estaba limpio y transparente y los faros iluminaban buena parte de su extensión, contrariamente a cuanto sucedía arriba, entre el humo.
Ante nosotros se ataría un fondo arenoso, de apariencia fosforescente, sembrado de extrañas piedras recubiertas de musgo. Parecía ser una playa cubierta de matas ralas en una mañana de niebla.
Pero bastaba con mirar a lo alto para que esta impresión se desvaneciese.
Sobre nuestras cabezas estaba suspendido un enorme espejo animado, ondulante, palpitante. Las luces de los faros reflejadas sobre la arena dorada chocaban con la bóveda vítrea y volvían nuevamente hasta nosotros, se agitaban bajo el agua como si intentasen atravesar el espejo transparente. Sí, era verdaderamente transparente. A través de él se adivinaba una llama rosada.
— Esta será la aurora del mundo submarino — me dije.
No quitaba los ojos de la bóveda de cristal, el cielo de los habitantes del lago, que veía encenderse fuegos deslumbrantes, semejantes a estrellas fugaces. No conseguía comprender la causa de tan insólito fenómeno, pero luego comprobé que se trataba de los tizones ardientes que caían en la superficie del lago.
En lugar del aullido de las llamas y el estrépito de los árboles ardientes se escuchaba el rumor de las cadenas sobre el fondo duro, el borboteo y la agitación del agua.
Por el portillo superior apareció entre una nube de burbujas Nikolaj Spiridonovic; se sentó en el borde de la torreta, mirando los tizones incandescentes que aparecían y desaparecían. Levantó instintivamente una mano para señalarlos; al hacerlo, soltó la manilla a la que estaba sujeto, soltándose a la vez en el agua una enorme burbuja, que subió rápidamente hacia la superficie.
Asustado, sacudí algunos golpes sobre la coraza, que sonaron como los golpes de una campana seguidos de un súbito silencio. El tanque se detuvo. Apareció Andrej, a quien intenté explicar por señas lo que había sucedido.
El profesor, difícilmente, podría haber alcanzado la orilla opuesta. Aunque lo hubiese conseguido, no podría salir del agua, porque la cortina de fuego había alcanzado ya el borde del lago.
Miré a lo alto y me pareció ver la mitad de una figurita de porcelana partida en dos. El traje blanco y las blancas botas de amianto parecían cubiertas de esmalte.
Tal vez a causa de la crisis por la que atravesaba, prisionero en el fondo de un lago, o a causa de los milagros de la memoria humana, el hecho es que la imponente figura de Nikolaj Spiridonovic me recordó entonces una figurita que rompí de muchacho. La situación del profesor no era realmente trágica, pero, de todos modos, una comparación tan inoportuna me molestó. Y lo malo es que aún hoy no consigo separarlo de mi mente.
Rota la superficie del agua, apareció sobre nosotros una mano de porcelana, luego la máscara. El profesor debía mirarnos desde algunos metros de altura, flotando sobre aquel techo excepcional.
De improviso, se oyó un extraño sonido musical. Se repitió una vez más y otra, como si alguien hiciese vibrar los dientes de un peine.
Alejandro salió por el portillo anterior y, agarrándose a las partes salientes del tanque, nos alcanzó. Sujetando una manilla con una mano, con la otra se quitó el capuchón cié amianto con la máscara, y se puso en la boca el tubo de goma del oxígeno. Luego nos preguntó:
— ¿Qué ha pasado?
Todo se explicó con bastante sencillez. Si se hace vibrar una goma delgada como un papel sobre un peine, se puede hablar también bajo el agua. Las oscilaciones de esta membrana sui generis se difunden en el agua como en el aire.
Ni yo ni Andrej tuvimos que recurrir a este sistema para responder a la pregunta de Alejandro. Este ya había visto a Nikolaj Spiridonovic suspendido en lo alto, y apretando la goma sobre los labios, pronunció:
— ¡En seguida vuelvo!
Un minuto después, como si fuese lanzada por un invisible trampolín, la blanca figura, seguida por una cuerda, flotaba hacia la superficie, con una extremidad atada a la cintura de Alejandro y la otra al tanque.
Con poco esfuerzo arrastramos hacia el tanque a nuestro compañero, que había abrazado al profesor.
— Nunca hubiese pensado… — confesó más tarde Nikolaj Spiridonovic— que un día me arrastrarían de la superficie de un lago al fondo para salvarme…
El motor volvió a zumbar. Su voz apagaba todos los rumores del mundo subacuático: el murmullo de las corrientes frías, el borboteo de las burbujas de gas desprendidas de nuestros aparatos, el estruendo de los tizones incandescentes.
El tanque avanzaba sobre la arena brillante, sobre las algas verdes, bajo millones de brillantes burbujas semejantes a perlas de cristal.
Algo se separó con fuerza de la torreta y se perdió sobre nosotros.
— Quizá sea un tizón que quedó prendido en la portilla — dije, pero mientras, el tanque se había ya alejado y no conseguí ver nada.
El agua color ámbar anunció la cercanía de la orilla. Ya se notaba la luz de las matas en llamas, con la que se confundían el haz de nuestros faros.
El fondo empezó poco a poco a elevarse hacia el techo de vidrio. Este fue descendiendo cada vez más hacía nosotros hasta que, por fin, el tanque lo rompió.
El fuego se enfurecía entre los juncos de la orilla, lamiendo el agua.
Nos refugiamos al punto en la torreta, cerramos las portas y pusimos en marcha la refrigeración. La atmósfera era tan ardiente, que parecía como si el carro fuera a fundirse.
El tanque marchaba en línea recta, superando infinitas barreras de troncos abatidos, escalando montañas de carbón y ceniza y levantando millones de chispas. La refrigeración era claramente insuficiente y nuestros mojados trajes transpiraban vapor.
Pasaron cinco, diez minutos angustiosos. Se hizo difícil respirar. La aguja del manómetro se desplazaba continuamente hacia la izquierda, pues no nos quedaba ya más que una hora de oxígeno.
¿Cuánto tiempo duraría aún la energía de los acumuladores? Había que saberlo. Tomé un bloc y, siguiendo el ejemplo de Andrej, empecé por anotar las indicaciones de los instrumentos.
El tanque aminoró y se detuvo. Alejandro cerró el portillo. Ante nosotros sólo había una cortina de fuego.
Intentó rodear el centro del incendio. Giró hacia la derecha, aunque también allí surgían las llamas insaciables. Giró hacia la izquierda, donde, a través del humo, se divisaban troncos negros aún no tocados por el fuego. Tal vez allí se había refugiado la muchacha.
Alejandro detuvo la máquina por un instante y luego, con furia, como si con las cadenas quisiese aplastar a un enemigo, lanzó el tanque hacia adelante.
Mi cabeza dio contra el portillo superior y tuve la impresión de que la tierra desaparecía bajo mis pies.
Mis ojos se oscurecieron. La caída me pareció interminable. Otro golpe cien veces más fuerte y luego el silencio.
Cuando volví a abrir los ojos, vi en una semioscuridad caliginosa que todos mis compañeros yacían sobre el pavimento. Nikolaj Spiridonovic se lamentaba débilmente. Andrej intentaba levantarse, agarrándose con las manos a la superficie lisa de los cojines hinchados. Sentí un golpe sobre la portilla y pasos rápidos sobre la coraza.
El techo de la torreta se abrió y apareció la cabeza de Alejandro.
— ¿Vivos?
Andrej se frotó la espalda, dolorida.
— Vivos, Alejandro.
— Eso parece — murmuró el profesor, palpándose la cabeza.
— ¡Mire! — gritó Alejandro, aterrándome por los hombros y ayudándome a salir del tanque—. ¡Se acabó el incendio! ¡No ha llegado hasta aquí!
Efectivamente, ya no había fuego. Parecía que hubiésemos caído en otro mundo. Como si hubiésemos «atravesado la tierra de parte a parte». Había oído decir muchas veces esta frase, pero sólo entonces comprendí plenamente su significado.
Lejos, desde un punto indeterminado, llegaba el aullido de las llamas. Sobre nuestras cabezas se espesaba un humo negro semejante a algodón en rama, a través del cual aparecían retazos de cielo como vistos por un techo de cristal cubierto de nieve.
Obedeciendo instintivamente a un impulso repentino, corrí a abrazar los fríos troncos de los árboles, apoyé en ellos la cara, buscando a través de la delgada goma de la máscara aquella sensación de frescor que representaba la salvación.
Alejandro se inclinó para recoger una margarita.
— El fuego ha pasado cerca — dijo, examinando la flor—. No lo comprendo.
No supe qué contestar. Por otra parte, mi atención estaba atraída por Andrej, que parecía como si preparase una exploración. Había cogido un traje de amianto, una máscara y se había metido una brújula en el bolsillo. Al ver que yo estaba subiendo sobre la torre para coger mi radio, me dijo.
— De paso, déme, por favor, la botella de oxígeno. Quería la última botella que quedaba, la destinada a Valja.
Descubrí entonces que los trajes contra incendio eran de tipo experimental y no tenían botellas de reserva. Por otra parte, los bomberos no las necesitaban. Para ellos una sola había sido siempre más que suficiente.
Bajé al tanque, pero no encontré la botella, a pesar de que recordaba perfectamente dónde había sido colocada.
Andrej se inclinó sobre la portilla y me gritó con impaciencia:
— ¿Aún no la encuentra? ¡A la derecha, a la derecha!
Convencido de que la botella ya no estaba, se volvió hacia Alejandro y el profesor, pero ninguno de los dos sabía nada. Recordé entonces aquella cosa que había saltado por la portilla hacia la superficie, cuando nos encontrábamos en el fondo del lago. Sin duda se trataba de la botella de reserva que habíamos reservado para Valja. Cada uno de nosotros había tenido siempre el pensamiento puesto en la muchacha, pero casi por un tácito acuerdo ninguno había pronunciado su nombre.
Creía que Andrej no se irla sin la botella, pero de pronto nos dimos cuenta de que había desaparecido.
Pasaron algunos minutos. Andrej no volvía. Alejandro, el profesor y yo mirábamos preocupados la negra cortina de humo.
Muy probablemente, Andrej había querido establecer la dirección de marcha con la brújula. Para ello debía alejarse de la masa de acero del tanque lo menos una decena de metros. Pero, ¿nos volvería a encontrar? Habíamos apagado los faros para conservar los acumuladores, ya descargados en parte, gritar hubiese sido inútil, porque la voz se filtraba mal a través de la máscara. Podría haber pasado junto a nosotros sin vernos.
Poco después apareció una figura completamente blanca. Se acercó al tanque y el hombre saltó hábilmente sobre la coraza. Los redondos cristales de las gafas de su máscara brillaban, reflejando la luz de la débil lamparita encendida en la torreta.
— ¡Andrej! — exclamé contento, ayudándole a entrar en el tanque.
— ¡No soy Andrej! — era la voz de Alejandro.
En las tinieblas caliginosas todo era confuso. Alejandro había hecho una exploración por su cuenta y Nikolaj Spiridonovic y yo ni siquiera habíamos notado su ausencia.
Seguimos esperando a Andrej. El oxígeno se agotaba, había que darse prisa. El pensamiento que siempre quise ignorar, se hacía más insistente. Quizá Andrej se había perdido, quizá le había sucedido algo grave.
Alejandro corrió alrededor del carro, levantando su máscara y gritando, pero sin ningún resultado.
En aquel momento comprendí que mi radio podría ser útil de nuevo.
Nikolaj Spiridonovic y Alejandro estaban hablando entre ellos. Escuchaba los sonidos sordos provenientes de sus máscaras y me parecía que todo era un sueño, que en realidad no existía la taiga en llamas ni el tanque, ninguna de aquellas personas tan cercanas. Quería restregarme los ojos para despertarme, pero los párpados estaban cubiertos por la máscara y mi mano resbaló sobre el cristal.
El tiempo era precioso. Tras recobrarme, me llevé aparte a Alejandro.
— Intentaré buscar a Andrej. Si dentro de… — miré el manómetro del oxígeno—, dentro de media hora no he vuelto, no me esperéis, partid. ¡Hay que salvar al profesor!
— ¿Qué estás diciendo? — rebatió Alejandro—. ¿Cómo vas a volver? ¿Cómo te orientarás?
No perdí tiempo en explicaciones. La idea que se me había ocurrido era de una sencillez verdaderamente ridícula. Me metí en la torreta del tanque, cogí la radio envuelta en una tela de amianto y empecé a prepararme.
Al notar mi actividad, Nikolaj Spiridonovic dijo:
— ¿Qué pretende hacer? Se perderá…
— No, encontraré el camino de regreso.
— ¡Pero no verá nada con este humo!
— No necesito ver. Le ruego sólo que una y separe a intervalos estos dos hilos — expliqué.
Tras una última ojeada al manómetro, me sumergí en el humo.
No sé que les parecerá esta parte de mi relato, en la que les hablaré de un descubrimiento extraordinario. Podría sugerir un título, por ejemplo, «El enviado del cielo». Desde luego es el que más se adapta. De todos modos, esto es asunto suyo.
Otra cosa quiero decir. En mi acción no hubo nada de heroico; salí en busca de Andrej, porque estaba firmemente convencido de regresar al tanque, como si me hubiese unido a él una cuerda delgada y sólida.
Pero aquí entramos ya en el campo de la técnica, pero de ello hablaré más tarde. Aunque se trata de una técnica tan primitiva, que la recuerdo con un cierto embarazo.
Al alejarme del tanque, me pareció descender por un profundo barranco cubierto con una espesa niebla. Afortunadamente, el tanque se había detenido justo en el borde. Caminaba de prisa, casi corriendo. Pensaba que Andrej no habría vuelto a subir y que estaría aún buscando a Valja en el barranco.
De pronto tropecé con algo y caí sobre la hierba. Mientras intentaba librar el pie, noté en la mano una cuerda delgada y sólida.
¿Cómo estaba allí? Tiré de ella hacia mí y noté que estaba atada a alguna cosa más abajo. Haciendo correr aquel hilo de Ariadna entre los dedos, descendí al barranco, contento de haber encontrado una guía para el regreso. Andrej había recurrido tal vez a aquel antiguo sistema para no perderse. En ocasiones es útil conocer la mitología.
Delante, el humo parecía más denso. A través de los negros arabescos se transparentaba una luz apenas perceptible. Ascendía y descendía acercándose a mí, como si estuviese siguiendo a alguien con una candela.
La luz vacilante llegó justo delante de mí. Extendí inmediatamente un brazo para detener al inesperado transeúnte, pero mi mano sólo encontró el vacío. La vivaracha llamita siguió corriendo a lo largo de la delgada cuerdecita, chirriando y crepitando, se acercó a mi mano, la lamió con una ardiente lengua rosada hasta desvanecerse.
Así se desvaneció también mi esperanza de retroceder con el viejo sistema de Ariadna. De todos modos, recordaba la dirección seguida por la llamita y descender a un barranco es fácil.
Cuanto más descendía, más transparente se hacían las tinieblas.
Una luz extraña, temblorosa, aclaraba el fondo. A través de la niebla negra se traslucía un disco rojo, semejante al que aparece cuando miramos al sol a través de un cristal ahumado.
El pequeño sol daba una luz cada vez más viva. Perdiendo poco a poco su tonalidad rojo oscura, fue adquiriendo un color rosado y luego naranja.
No, no era el sol reflejado en el agua. Era una esfera incandescente, cuyo calor era perceptible. Desde lejos vi que reposaba entre matorrales carbonizados. Estaba rodeada por una faja negra, quemada, como si hubiese caído de lo alto y justamente por su causa hubiese empezado el incendio.
Me acerqué para examinar el pequeño astro caído sobre la tierra, que recordaba un «modelo operativo» del Sol y en el cual hasta se podían distinguir algunas manchas.
Estaba convencido de encontrarme en presencia del meteorito cuya caída había observado la tarde anterior. Pero no se había quemado, no había estallado, no se había hundido en el suelo.
Los meteoritos me interesan, había leído mucho sobre ellos. Los científicos afirmaban que un bosque nunca ha ardido a causa de un meteorito, que llegan fríos a la Tierra.
¿Qué era entonces?
¿Un proyectil, un cohete especial lanzado desde otro planeta? ¡Era imposible!
Me detuve tan sorprendido que sentí que me faltaba la respiración.
En las tinieblas caliginosas, iluminadas por el rojo reflejo de la esfera de fuego, se movían ciertos seres extraños semejantes a gigantescos cangrejos con monstruosas pinzas. El susto me impidió, en un primer momento, calcular su número. Luego observé que delante de mí sólo había dos. Debían ser criaturas malvadas y pérfidas. En todo caso aquellos a los que estaba observando me parecían indispuestos el uno con el otro. Movían amenazadoramente las tenazas y mostraban una luz de maldad en los ojos.
Hoy me avergüenzo al admitir mi error, pero debe tenerse en cuenta la situación: un mundo misterioso iluminado por una trémula aurora violeta, una esfera violeta, una esfera de fuego, la terrible tensión de las últimas horas, difícil de soportar para quien no está acostumbrado… Cualquiera en mi lugar hubiese visto visiones.
Vi luchar a los dos desconocidos seres hasta que uno de ellos, el más alto y gordo, agarró a su compañero y lo arrastró lejos de la esfera.
Oí un grito de desprecio lanzado por una voz femenina y una exhortación de Andrej.
Había venido en busca de Andrej y no le había reconocido, aun cuando en las últimas horas sólo le hubiese visto con máscara y traje… Es cierto que Andrej llevaba la máscara antigás; evidentemente había dado la suya a Valja. Pero era hermoso haberlos encontrado…
No me detendré en la historia del encuentro. Intenté arrastrar a Andrej y a Valja lo más lejos posible del meteorito, temía alguna radiación y recordaba que quedaba poco oxígeno. Por otra parte, Andrej no habría podido resistir mucho tiempo con la máscara antigás.
Pero Andrej, mirando a Valja de perfil, llevó la conversación por otros derroteros.
— ¿Ha visto? — preguntó, indicando el meteorito—. ¿Qué hacemos con él?
— Ante todo volvamos al tanque. Hay que tomar el camino más corto para salir del barranco.
Valja me tendió la cuerdecita.
— He sido previsora.
Pero en sus manos sólo quedaba parte de ella.
Durante la disputa con Andrej no había advertido que la llamita se estaba consumiendo y que se había apagado al contacto del guante de amianto.
Tuve que tranquilizarla.
— Encontraremos el tanque gracias a la radio — abrí la tela de amianto en la que estaba envuelto el receptor. Andrej observó, sorprendido:
— Pero el tanque no lleva transmisor.
— Esté tranquilo. Ya está funcionando. Volvamos ahora. Luego se lo contaré.
Pera Valja estaba interesada en otra cosa.
— ¿Cómo piensa transportar el meteorito? Hay que hacerlo lo más rápido posible.
— He aquí la razón de la disputa — me dije, e inmediatamente concebí un plan. No podíamos perder el tiempo convenciendo a una muchacha que desvariaba.
— ¡Les ruego que no se queden atrás! — ordené, asumiendo las funciones de jefe—. Volveremos más tarde para recoger el meteorito.
Mi decisión convenció a Valja, que me siguió dócilmente, cosa que el comandante de la expedición no había logrado conseguir. Las relaciones de Jarcev con Valja debían ser más complejas, pues ella no quería obedecerle en modo alguno.
Yo no tenía derecho, por supuesto, a prometer la recuperación del meteorito, pero pensaba que otros lo harían cuando el incendio se hubiese apagado.
En cuanto nos pusimos en marcha, sintonicé la radio. Andrej y Valja esperaban con impaciencia las señales, evidentemente contagiados por mi proceder.
— ¿Por qué no escuchaba nada? ¿Qué podía haber sucedido?
Por fin, del altavoz surgió un fuerte ruido. Al principio temí que se tratase del fragor de los árboles en llamas. Pero no, era distinto e intermitente, eran las señales enviadas por el rudimentario transmisor del tanque. Aquellas estridencias eran para mí música divina.
— Agárrese a mi cinturón — indiqué a Andrej.
El camino de regreso fue difícil. Nos perdíamos en el denso humo, tropezábamos con las raíces que salían del suelo, pero seguíamos una dirección precisa, que no venía indicada por una moderna estación, sino por la primitiva chispa del inventor de la radio.
Pocos minutos después vimos brillar aquella chispa sobre la torreta del tanque.
En la bobina de encendido de que disponía el tanque, yo había embonado dos hilos cuyos extremos fijé en la torreta. Entre ellos saltaba, por una espira construida a toda prisa, una chispa azul.
Debajo, sentado en el suelo, el profesor Cernikov, doctor en ciencias técnicas, consejero en la construcción de potentes emisoras de radio, frotaba un hilo sobre la borda del acumulador.
Puedo afirmar que nunca en su vida el profesor tuvo que manejar un transmisor tan extraño, pero me pareció que en su rostro, semioculto por la máscara, existía la misma concentración que, habitualmente, dedicaba a sus experiencias de investigación atmosférica.
Al ver a su hija sana y salva, Nikolaj Spiridonovic corrió a su encuentro, abrazándola con arrebato. Sólo entonces comprendimos la angustiosa impaciencia con que había esperado su regreso. Debía tener un temperamento de hierro para conservar aquella calma exterior, con la mente torturada por el pensamiento de la suerte del ser amado.
Es evidente que entonces yo no conocía a Valja; el traje era áspero y demasiado grande para ella, la máscara además de cubrirle la cara sofocaba su voz, haciéndola apagada y desagradable. Sin embargo, había en ella algo que me gustaba, si bien aún no conseguía perdonarle su insensatez y su obstinación.
A pesar de la escasez de oxígeno — Andrej casi no podía respirar con su máscara antigás—, Valja se afanaba en torno al carro armado, buscando el cabo de arrastre, — ¿Dónde está? —preguntó a Andrej. Andrej contestó decidido:
— No descenderemos. Cada minuto es precioso. Y hemos tenido que arrancarla casi a la fuerza del meteorito. Alejandro se volvió perplejo.
— ¿Meteorito? ¿Qué meteorito?
En aquel momento intervino Nikolaj Spiridonovic.
— Estoy de acuerdo con usted, tovarich Jarcev. Vamonos antes de que termine el incendio. Entonces fui yo el que se asombró.
— No comprendo, Nikolaj Spiridonovic. Cuando el incendio se apague, será más fácil salir de la taiga.
— Tengo una idea sobre este particular — el profesor me tomó del brazo para explicarme—. ¿No le interesaría controlar la propagación de las ondas en condiciones tan excepcionales? ¡Qué ocasión para descubrir los fenómenos que se producen en la ionosfera! ¿Me comprende? ¿Cómo voy a despreciar esta ocasión?
Me explicó además que recordaba la descripción del trabajo de otras estaciones ionosféricas de la Unión Soviética, que esperaba recibir ciertas ondas reflejadas, y entonces… Debo confesar que le escuchaba muy distraídamente, porque seguía pendiente de Andrej, que respiraba con mucha fatiga.
Alejandro pretendió obligarle a aspirar algunas boqueadas de oxígeno de su propia botella. Lo mismo le ofrecimos Valja y yo. Pero él no quiso aprovecharse de nosotros ni de Nikolaj Spiridonovic.
Valja se nos acercó, mientras el profesor me decía casi en voz baja:
— Como radiotécnico le será más interesante estudiar la propagación de las ondas que los meteoritos.
— ¿Cómo? ¿Pretende abandonar el meteorito y marcharse? — intervino Valja, indignada—. ¿Y se pretenden científicos?
Alejandro corrió en nuestra ayuda.
— Lo lamento, pero esta discusión es inútil. La ciencia es algo muy hermoso, pero ahora tengo la obligación de ponerles a salvo. El camino es largo, difícil y el oxígeno se acaba. Atravesaremos el fuego y luego volveremos aquí, para recuperar el meteorito, apagar el incendio, estudiar las ondas, lo que ustedes quieran…
Valja le escuchó en silencio e insistió, testaruda:
— No. Nos llevaremos el meteorito ahora. Si no quieren, volveré abajo y me quedaré allí esperando.
No hay nada peor que la obstinación de una muchacha. La galantería resultaba imposible en aquellas circunstancias.
Observando que Andrej estaba indeciso, intenté mostrarme enérgico.
— Tovarich Jarcev, debemos volver. No podemos correr riesgos.
Me pareció ver bajo la máscara cómo los ojos de Valja brillaban de ira. Le temblaba la voz.
— ¿Cómo se atreve…?
Perplejo, añadí que podíamos muy bien volver al día siguiente para recoger el meteorito.
¿No les da vergüenza? — me interrumpió Valja—. Vi caer el meteorito y he corrido a buscarlo… Sin preocuparme del fuego. Además la esfera desaparecerá, se pulverizará, se transformará en cenizas. He estado junto a ella y me parecía verla disminuir a simple vista…, pero no podía hacer nada… Y ustedes, que son hombres, ingenieros, científicos… — parecía como si quisiera añadir algo más, pero sacudió una mano y nos volvió la espalda.
Debo admitir que nos sentíamos todos un tanto turbados. El extraño meteorito podía arder como un pedazo de carbón, en efecto, sin que nadie hubiera descrito, ya que no estudiado, aquel milagro de la naturaleza.
Todo esto nos hizo perder algún tiempo, unos minutos, pero nos parecieron horas a causa de la constante advertencia de la aguja del manómetro, que indicaba inexorablemente el consumo de oxigeno, así como el temor de no poder respirar muy pronto.
Después de habernos increpado Valja, transcurrió probablemente un momento. El profesor miraba a lo alto. Alejandro dejaba caer pensativamente el puño sobre la coraza. Andrej se apretaba con impaciencia la máscara antigás.
Yo me sentía particularmente molesto. La razón nos. empujaba a salir de la taiga en llamas sin perder un segundo, pero en el fondo de nuestro corazón estábamos totalmente con la valerosa muchacha. La extraña forma del meteorito suscitaba en mí las más audaces fantasías. En el fondo del barranco había sofocado los pensamientos que se amontonaban en mi mente, pero ahora volvían con insistencia cada vez mayor. Andrej se inclinó hacia Alejandro y le dijo algo. Este, en contestación, bajó la cabeza y subió a la torreta.
— ¡A sus puestos! — ordenó Jarcev.
No le obligamos a repetir la orden.
¿Qué decisión había tomado? ¿Intentaríamos atravesar la cortina de fuego o descenderíamos al barranco en busca del meteorito?
El tanque dio la vuelta y empezó a arrastrarse en dirección opuesta al barranco.
Valja posó sobre mí dos ojos enfurecidos, brillantes, a través del cristal de la máscara.
— ¡Alégrese, ha vencido su prudencia!
— Yo no cuento… No lo he decidido…
— ¿Cómo que no cuenta? — replicó indignada—. Conozco bien a Andrej y a Alejandro, y todavía mejor a mi padre. Ninguno de ellos se habría retirado frente al peligro. Es a causa de usted que regresamos…
— ¿Qué dice? ¿Por qué…? —pregunté maravillado.
Valja lanzó una mirada a Andrej y, al ver que éste se afanaba con la refrigeración y no se preocupaba de nosotros, se inclinó hacia mí:
— Porque usted no es de los nuestros, porque se trata de un huésped, y no debemos hacerle correr riesgos.
¿Sería posible? ¿Lo hacían por mí?… Aquello me pareció ofensivo por lo que, para aclarar en el acto el equívoco, cogí a Andrej por los hombros.
— Dígame francamente…
Justo en aquel momento, tras haber girado en torno a un grueso montón de árboles aplastados, el carro alcanzó el borde del barranco en el que había caído la esfera.
Andrej me miró expectante. Me interrumpí y le estreché la mano en silencio.
El carro descendió con rapidez la larga pendiente, evitando hábilmente los puntos más empinados.
Por signos poco visibles, pero que recordaba perfectamente, vi que seguíamos la ruta que recorrí poco antes con Andrej y Valja.
Allí estaba el grueso matorral, sobre el que gravitaba un humo denso, plúmbeo. Allí estaba el pequeño claro donde había visto a «los extraños seres de otro planeta». Allí estaba la faja negra, quemada. Allí estaba el montículo sobre el que…, ¿qué había pasado?
El meteorito había desaparecido.
Como es lógico, ya saben ustedes que no hubo ningún final trágico, puesto que estoy aquí para contarles mi aventura.
Admito que no estaba solo en la taiga en llamas, y que mis compañeros podrían haber muerto. Pero en este caso nunca habría tenido valor para contar esta historia, que despertaría en mí recuerdos demasiado dolorosos y entristecería a mis lectores. No me gusta leer esos relatos donde los buenos mueren. ¿Qué cuesta dejarles con vida? Durante el curso de la vida, todos pierden algún amigo querido o algún pariente. ¿Para qué recordar también estas tristes circunstancias en los libros?
Estas ideas tal vez les parecerán ingenuas, pero cuando recuerdo lo ocurrido en el camino de regreso, el simple pensamiento de la muerte me pone de pésimo humor, Y no se trata de cobardía, sino de algo mucho más complejo.
Ignoro el motivo, si fue la impresión u otra cosa; el hecho es que mucho después de mi aventura evitaba mirar el fuego. El simple olor del humo o incluso una cerilla encendida provocaban en mí los más tétricos recuerdos.
Pero volvamos a lo que nos ocupa. Les hablaré de la desaparición del meteorito.
El humo y un gran matorral, alto y espeso, nos ocultaba el fondo del barranco. ¿Había caído la esfera en alguna gran fosa o se había quemado definitivamente? ¿Cómo pudo desaparecer tan de improviso?
Valja estaba más alarmada que nosotros. En unión de Andrej y Alejandro buscaba la esfera no lejos del lugar en el que la dejamos.
Me arrodillé con la esperanza de hallar algún fragmento del meteorito.
Unas minúsculas chispas, apenas perceptibles, atrajeron mi atención. Como sembrado de microscópicos fragmentos de cristal brillantes al sol, un sendero dorado y transparente se extendía ante mí. Lo seguí y, tras un matorral carbonizado, divisé inmediatamente una clara mancha de fuego.
Era la esfera. Me pareció como si se bambolease ligeramente.
«¿Qué clase de meteorito será —pensé— si puede moverse como una máquina dirigida?»
Valja llegó entonces, seguida por el tanque.
Alejandro saltó fuera de la portilla, desconcertado, tirando del cable de arrastre.
— ¡Qué esfera tan enorme! — exclamó, parándose con la cuerda en la mano—. ¿Podremos arrastrarla?
— Tal vez esté vacía por dentro — observé, pese a no tener ningún motivo para hacer tal suposición.
Alejandro preparó el cable y, a modo de lazo, lo lanzó hábilmente sobre la esfera. El cable se detuvo por un instante en la superficie curva del meteorito y luego resbaló al suelo.
— No hay nada que hacer — murmuró Alejandro—, no hay nada donde pueda hacer presa.
Hizo otra tentativa. El cable prendió algo, la esfera osciló, hasta que se puso a rodar precisamente hacia nosotros. Conseguimos evitarla por poco.
La mole candente pasó a nuestro lado y se detuvo.
Inclinando la cabeza, Alejandro lanzó el cable una vez más y alcanzó el centro de la esfera. Luego tiró con cuidado. El flexible cable de acero se había enganchado con fuerza en el espesor del instrumento.
Encontrado un punto de apoyo, Alejandro tiró con fuerza. La esfera se acercó.
— ¿Lo ven? — exclamó Valja alegre—. Hasta un hombre puede arrastrarla…
Al principio me asombré de que Alejandro lograra fijar el cable, sin que éste resbalase con la tensión. Luego advertí que el meteorito no tenía una forma esférica regular, sino que recordaba más bien la de una gota. Sobre su superficie habían entrantes y salientes, de forma que el cable podía hacer presa en la masa rugosa.
Nikolaj Spiridonovic se acercó a mí y, mirando el meteorito, dijo:
— Extraño, muy extraño. Será interesante ver de qué metal está hecho.
Este pensamiento no me dejaba tranquilo y aproveché la ocasión para preguntarle;
— ¿También usted piensa en eso?
El profesor sacudió asustado la mano enguantada y se alejó con precipitación.
Emprendimos el camino de regreso. Tenso el cable, la esfera nos siguió dócilmente.
El tanque remontó la pendiente. Oímos de nuevo el bramido de la tormenta de fuego. Pronto el incendio vino a nuestro encuentro, lamiendo la hierba con largas lenguas llameantes. El tanque las aplastó con sus pesadas cadenas, dejando tras sí dos surcos negros, sobre los cuales avanzaba como sobre ruedas la esfera de fuego.
Apareció un gran matorral en llamas y se hizo necesario cerrar las portillas. ¿Y el meteorito? A pesar de que el cable era corto, no siempre era posible distinguirlo entre las llamas. Cada diez metros nos deteníamos; Andrej y yo, por turno, salíamos de la torreta para comprobar la tensión del cable.
Valja intentó salir varias veces para convencerse personalmente de que no se había perdido el meteorito, pero cada vez Andrej se opuso de modo categórico.
Conseguí convencer a Andrej de que se pusiera mi máscara, por lo menos durante cinco minutos. Debo confesar que el breve tiempo que llevé la máscara antigás me pareció una eternidad.
Justo al llegar mi turno de control, el tanque entró en el bosque llameante. De lo alto llovían tizones incandescentes, caían troncos carbonizados. Salir era peligroso.
Andrej me tomó de la mano y me gritó al oído:
— Basta…, se lo prohíbo. ¡Al diablo el meteorito! ¡No podemos arriesgarnos más!
No logré comprender el motivo de su agitación. Luego me di cuenta de que procedíamos sin orientación, al azar. En tales circunstancias difícilmente nos bastaría el oxígeno.
A través de la tronera sólo se veían llamas y humo. Ninguna señal que permitiese orientarnos, establecer la dirección de marcha.
Como es natural, entonces pensé nuevamente en la radio. Pero antes éramos guiados por la estación de radio del lago. ¿Cómo hacerlo ahora?
— Hemos entrado en la taiga por el oeste…, hay que encontrar esa dirección. Pero a causa del humo el sol no es visible y la brújula del tanque no funciona… Sólo queda la radio… Moscú se encuentra al oeste: si consigo captar alguna estación de Moscú, saldremos… — me dije febrilmente.
Dentro de la jaula de hierro del carro no podía sintonizar ninguna emisora. Intenté abrir la puerta superior. ¡Imposible salir!
Con gran esfuerzo conseguí sacar al exterior sólo el aparato envuelto en amianto y quedé a la escucha.
Al verme tomar el aparato, Nikolaj Spiridonovic se me acercó y siguió con ávida curiosidad mis movimientos. Por fin no resistió más y me tiró de una manga:
— Las llamas actúan como pantalla de la antena — gritó—. Hay que apartar la pantalla, o sea el fuego, para poder recibir.
Siguiendo las órdenes de Andrej, Alejandro buscó una garganta en la que el fuego se hubiese extinguido, pero alrededor de nosotros no había más que troncos abatidos y árboles en llamas.
De pronto Alejandro frenó bruscamente y pasó por debajo de nuestras piernas para sacar de la parte posterior del carro algo envuelto en amianto.
— Esto también servirá. Podemos apagar algo. ¿Me permite, capitán?
Jarcev vio un extintor en las manos de Alejandro e inclinó la cabeza cansadamente.
— Venga, esperemos que sirva.
Un chorro de espuma silbante se extendió en torno al tanque. Un minuto después el fuego se debilitaba y se apagaba.
Así creamos un pequeño espacio libre del fuego. Había sacado fuera mi radio, cuando, no lejos de nosotros, resonó un estallido, luego otro y otro más.
Los estallidos continuaron. Parecía un bombardeo aéreo. Me acordé de que para apagar los grandes incendios en los bosques, se recurre a veces a bombas contra incendios. Nunca pensé encontrarme al fin de la guerra bajo un bombardeo en Siberia…
Alejandro se agitaba sobre su sillín y gritaba:
— ¡Ahora lo entiendo! ¡La aviación bombardea la primera línea enemiga! ¡Ahora romperemos el frente!
Instalé mi aparato sobre la torreta y me puse a buscar radio Moscú.
El profesor me tiró otra vez de la manga y me dijo:
— ¿Oye señales que se debilitan periódicamente?
Un sonido apenas perceptible en el altavoz había llamado mi atención. Empecé a descifrar aquellas palabras cuando la insistente llamada del profesor me distrajo de nuevo. Irritado, me volví hacia Nikolaj Spiridonovic.
— ¿No tenía razón? Ahora se nota menos la acción obstaculizadora de las ramas — me dijo y, sin esperar respuesta, tendió una mano hacia el receptor—. Probemos en la frecuencia de diez metros.
¿Qué podía hacer? Aún consciente de mi grosería le separé la mano.
— Un momento, Nikolaj Spiridonovic. Antes debo localizar Moscú—. Por fin, tras muchos intentos, conseguí escuchar claramente:
— Hemos transmitido…
Y luego… de nuevo la voz de Nikolaj Spiridonovic:
— Esta es otra onda. No nos interesa. Era difícil de soportar… Estaba a punto de explotar cuando el altavoz resonó:
— ¡Habla Moscú!
Aquella voz iba a guiarnos…
— No pierdas la dirección, Alejandro, por lo que más quieras — dijo Andrej con voz ronca y se llevó una mano a la garganta.
Sólo entonces comprendí sus sobrehumanos esfuerzos para respirar con la máscara antigás. Le ofrecí inmediatamente el oxígeno. Aspiró algunas bocanadas y me devolvió el tubo, indicándome con la mirada el manómetro. La aguja señalaba cero.
El tanque atravesó una zona llena de humo, donde las bombas antiincendio habían apagado las llamas. Pocos metros más adelante el fuego aullaba aún como en la chimenea de un horno.
Tras recorrer unos metros más, el tanque se detuvo de pronto.
— ¿Qué ha pasado, Alejandro? — gritó Jarcev.
— ¡Los acumuladores!
Andrej bajó junto al conductor para observar los instrumentos.
— Descargados. Estamos detenidos.
Valja se estrechó sobre él.
— ¿Es el fin?
Alejandro abrió la portilla. Una lengua de fuego entró en el tanque.
No sólo Nikolaj Spiridonovic y yo nos interesábamos por los acumuladores de Jarcev. También Alejandro, quien precisamente por su causa había cambiado de especialidad para convertirse en un buen electrotécnico. Trabajaba en el laboratorio de Jarcev y le fascinaba hasta tal punto los experimentos con los acumuladores del capitán, que nunca hubieran pensado siquiera en abandonarlos.
Ni yo tampoco. Estaba plenamente convencido de que el ingeniero Jarcev y el técnico Beridze eran los elementos más adecuados para nuestro laboratorio de Moscú. Allí dispondrían de todo lo necesario para dedicarse al invento, especialmente por cuanto la escuela de carros armados se estaba reorganizando.
Esto lo supe por Nikolaj Spiridonovic, que tenía en gran estima las capacidades técnicas de Jarcev y Beridze, los cuales le habían ayudado a montar los aparatos de la estación ionosférica. En cuanto a las cualidades morales de mis nuevos amigos, yo mismo había tenido ocasión de conocerlas durante la expedición a la taiga.
Lo crean o no, en los momentos más trágicos de nuestro viaje, cuando el tanque se detuvo y apenas podíamos respirar en nuestras máscaras sin oxígeno, yo pensaba sólo en que aquellos estupendos muchachos debían trabajar en nuestro instituto.
Nikolaj Spiridonovic me daba pena, pero Valja, con su ingenua y viril testarudez, me iba gustando cada vez más. Porque ella no quería el meteorito para sí, sino para su tesis de licenciatura.
Imaginaba claramente la suerte reservada a mis amigos, pero no pensé que me tocase a mí también. Por supuesto, en mí hablaba el instinto de conservación. No tenía fe en mis cualidades síquicas, pensé más bien que no podía resistir mucho: acabaría quitándome la inútil máscara y, tras gritar histéricamente, me lanzaría al fuego presa de la desesperación.
Pero aunque parezca extraño, no pasó nada. Cada minuto que transcurría me recordaba nuestro posible fin, 167 pero giraba con mano bastante firme los botones del receptor, esperando oír las señales salvadoras. No podían haberse olvidado de nosotros… Me es difícil reconstruir ahora los detalles de los sucesivos acontecimientos. Recuerdo sólo momentos concretos.
La refrigeración ya no funcionaba. Los tubos antes cubiertos de escarcha eran ahora tan calientes como las otras partes del tanque. La máscara se me adhería fuertemente al rostro. Los trajes húmedos por efecto del calor desprendían vapor. Nuestra transpiración era abundante como si tuviésemos mucha fiebre.
— Esto es como me temía — explicó con voz ronca Andrej, inclinándose sobre mí—. Mis acumuladores se descargan en unas horas, tanto si trabajan como si no… Creí haberlo conseguido. Si funcionaran sólo diez minutos más…
— ¿Se han descargado a causa del calor?
Andrej se sofocaba, pero ya no podía ofrecerle mi máscara, no quedaba casi oxígeno. Por otra parte, el propio Andrej nunca habría aceptado mi ofrecimiento.
— ¿El calor? — preguntó a su vez, hablando de prisa para poder expresarse pese al frecuente jadeo—. Están bien aislados… del fuego… Y además funcionan también a elevada temperatura… ¡Un momento! — me apretó con fuerza el brazo—. Hay que quitar el revestimiento… Aunque hiervan…
Calculando cada movimiento para conservar las fuerzas, rompimos con los cuchillos los cojines aislantes que recubrían los acumuladores.
Andrej se dejó caer agotado.
— Alejandro, prueba… ¡Arranca!
El carro se tambaleó y, con una sacudida, empezó a caminar. Avanzaba moviendo apenas las cadenas. Los acumuladores suministraban las últimas partículas de energía. ¿Conseguiríamos llegar?
Ante nosotros oímos nuevos estallidos. ¿Seria posible captar las señales transmitidas por el avión?
En el altavoz oí la voz del radiotelegrafista de la escuela, que llamaba a la isla.
— Escuchen las señales que les transmitiremos desde el aire. Les buscamos.
Repitió varias veces la onda que debíamos sintonizar y luego llamó al avión:
— «Violeta» llama a «Lila», «Violeta» llama a «Lila». ¿Los han encontrado? Comuniquen las coordenadas.
Ya no me acuerdo muy bien, pero creo que el radiotelegrafista del avión nos comunicó entonces que siguiéramos hacia la dirección en la que se oían los estallidos.
— Estén tranquilos, les hemos localizado…
Esto nos devolvió alguna esperanza, pero, ¿cómo continuar si los acumuladores estaban descargados?
El resto lo recuerdo muy confusamente. Me parece haber visto a través de la tronera árboles carbonizados esparcidos en todas direcciones por las bombas. En el interior del tanque la pequeña lámpara se hacía cada vez más débil: la energía de los acumuladores ya no bastaba ni para iluminar.
La respiración se hizo difícil y yo estaba casi desfallecido. Me parecía oír el estruendo de una división de tanques lanzados al combate, yo estaba tendido en una cuneta y no podía gritar, mientras pasaban a mi lado, casi me rozaban…
La portilla se abrió con estrépito y sobre nuestras cabezas apareció entre nubes de humo un rostro enmascarado. Era el conductor del carro que nos había remolcado. Permaneció esperándonos cerca de la encrucijada.
Estábamos salvados.
Una vez repuestos gracias al oxígeno de las pesadas botellas que nos proporcionaron inmediatamente, el conductor nos explicó que el teniente coronel había enviado a nuestro encuentro una división de tanques.
En efecto, un minuto después, casi a la vez, aparecieron por doquier los perfiles de las máquinas de guerra con los faros encendidos. Parecía como si esperasen ocultos tras los árboles, esperando la señal de ataque.
Alejandro saltó fuera de la portilla y, de pie sobre la coraza, gritó algo a los otros tanques. Me acerqué a él.
— ¿Sabes? Si tuvieran motores eléctricos como nosotros, los llevaría inmediatamente a la taiga.
— ¿Por qué? ¿Ha quedado alguien aun? — exclamó maravillado.
— ¿Cómo por qué? ¡Ha quedado el fuego! — Alejandro sacudió el pie con indignación, mostrando un puño amenazador a la taiga—. ¡Maldito fuego! ¡Hay que destruirte con bombas, atacarte con tanques… — gritó enardecido.
— No soy práctico en esta materia, pero creo que con los acumuladores de Jarcev, se podrían construir máquinas antiincendio para bosques, estepas, yacimientos de turba… Y no harían falta muchos…
Ya era de noche. El tanque quemado, manchado de hollín, nos llevaba cansadamente a remolque. Y tras él, saltando sobre las asperezas del camino como una pelota gigantesca, rodaba la esfera. Sobre su superficie de color guinda se encendían y apagaban aún chispas de oro.
Por la tarde, el teniente coronel nos invitó a su casa. Vivía cerca de la escuela, junto a la orilla del río.
Llegué un poco antes y, esperando a mis amigos, salí a la veranda. Una pantalla azul extendía una luz suave sobre la mesa preparada para la cena, mientras mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de la lámpara.
Reinaba un silencio insólito, casi sereno y límpido, que nada parecía poder romper. Todo reposaba, los campos, los abedules, el río que corría perezoso.
La frescura de la noche producía agradables estremecimientos. Sentía la frescura del rocío, un sabor de menta en la boca; las gotas de rocío sobre los cabellos me producían esa sensación de ligero cansancio que se experimenta tras un baño.
Sentado en una esquina a la sombra, donde no llegaba la luz de la lámpara, miraba la esfera, ahora ya fría y apenas perceptible entre los matorrales y los arbustos. Parecía como si también ella reposase.
Nunca había saboreado la alegría de un silencio tan profundo, tras los fragores del tanque y el aullido del fuego.
Se oyó un ligero tintineo de vasos sobre la mesa. Vi a Andrej con una muchacha desconocida. Pero no. ¡Era Valja! Parecía otra sin la máscara…
Con un traje blanco de estrecha cintura, con una faja dorada, un pañuelo de seda del mismo color alrededor del cuello, nada en ella recordaba la testaruda pasajera del tanque ininflamable.
El pelo claro, los ojos y los labios sonrientes, los movimientos dulces, todo la hacía extrañamente atractiva.
Sin verme, la joven tomó amistosamente del brazo a Andrej y le llevó a la veranda.
— Por la mañana la esfera estará completamente fría. El teniente coronel me ha dicho que los enviados de la academia de Ciencias no llegarán hasta mañana… No dormiré en toda la noche. Si fuese el mensajero de otro planeta…
— Es posible que adivine hasta dónde llegarán estas fantásticas hipótesis — sonrió Andrej y en su voz noté una afectuosa ironía—. ¿No se ofende?
— Dígamelo — le animó Valja, echándose a reír—. Espero que no me veré obligada a escuchar impertinencias…
— Ignoro cómo lo tomará, pero se lo diré igualmente. Es probable que de pequeña le regalaran un huevo de chocolate con sorpresa… Ya la veo sacudiendo el huevo para saber lo que contiene, veo cómo empujada por una irresistible curiosidad lo rompe, y encuentra un relojito de juguete o un anillo de latón. Por eso pretende ahora romper esa esfera y ver lo que se oculta en su interior…
Me sentí incómodo al escuchar la conversación y me levanté.
Valja me miró maravillada, mientras que Andrej sonriente me presentó:
— Sólo como formalidad… Ya se conocen porque las pocas horas pasadas juntos en el tanque valen por muchos años de relaciones…
Cambiamos un apretón de manos. Valja me examinó sin ceremonias y luego, de improviso, estalló en una carcajada. Confieso que me sentí cortado.
Valja se excusó en seguida y me explicó que su hilaridad era debida a recordarnos con las máscaras puestas, que nos hacían semejantes a monstruos. Estaba contenta de no haberse equivocado al imaginarme tal como me veía ahora.
La explicación no me pareció muy convincente, pero Andrej intervino en favor de la muchacha:
— Dejémoslo, no la obliguemos a justificarse… ¡Hace una noche tan hermosa!
Sí, recordaré aquella noche toda mi vida. A fin de cuentas Jarcev, Alejandro, incluso yo en cierto modo, habíamos hecho todo lo posible para salvar aquellas dos personas del fuego. Evitamos este tema no por modestia, sino simplemente porque nos fastidiaban las palabras solemnes: «heroísmo», «abnegación»… Sí, por casualidad, a Valja o a Nikolaj Spiridonovic se les hubiesen escapado de improviso… Por otra parte, a decir verdad, no se podía decir quién demostró más valor, si nosotros o ellos.
Por fortuna, la conversación se centró en el misterioso meteorito, en las ondas radio reflejadas y los acumuladores de Jarcev.
Llegaron luego el teniente coronel Stepanov y un radiante Nikolaj Spiridonovic.
El profesor había conseguido ponerse en contacto con la vecina estación ionosférica, la cual había confirmado la exactitud de sus hipótesis sobre determinados reflejos. Según parece, sus observaciones habían resultado muy valiosas.
— Han grabado en cinta todas mis emisiones. Mañana volveré a la isla para coger el diario de observaciones. ¡Será muy interesante! — nos dijo entusiasmado, mientras se ajustaba las gafas sobre la nariz.
A mí me interesaban los acumuladores. Yo también quería examinar al día siguiente el diario seguido por Jarcev sobre los experimentos del laboratorio. Pero lo más importante era que los acumuladores constituían; un invento maravilloso. Quién sabe si habría llegado igualmente a la misma conclusión con sólo leer los informes sobre los experimentos del laboratorio…
— Han funcionado en condiciones de temperatura verdaderamente infernales, demostrando una excepcional robustez — exclamé.
— Tampoco se han resentido cuando el tanque cayó en el barranco… — añadió Nikolaj Spiridonovic, rascándose involuntariamente la nuca.
En la puerta apareció Alejandro con una guerrera de un blanco deslumbrante y hombreras de plata. La impecable raya de los pantalones caía sobre la punta de los brillantísimos zapatos.
Recordé las negras manchas de hollín sobre su traje de amianto y no pude retener una sonrisa.
Estábamos todos contentos y a veces reíamos sin motivo. Pero Alejandro no se dejó contagiar por nuestro buen humor y, tras haber lanzado una ojeada a su uniforme sin encontrar ningún defecto, se acercó a Egor Petrovic.
— Teniente coronel. El alférez Beridze se presenta a sus órdenes. Permítame mañana ir a apagar el incendio. Los acumuladores ya están preparados.
Sonriendo, Egor Petrovic le ofreció una silla, — En primer lugar no le he ordenado nada, sólo le he invitado a cenar. En segundo lugar, el incendio ya está apagado desde hace una hora. Ha llegado tarde, Alejandro… Por favor, a la mesa, amigos. Compañeros — exclamó cuando estuvimos todos sentados—, ha pasado mucho tiempo desde que pronuncié el último brindis. Fue para anunciar el fin de la guerra y la paz. Tal vez alguno de vosotros, más jóvenes, hayan creído que terminaron los tiempos del heroísmo, la época de las empresas heroicas. Pero nuestra vida es luminosa y llena de imprevistos. Y no sólo en condiciones excepcionales, como las que hoy hemos encontrado, es posible realizar una empresa… También para poseer los secretos de la naturaleza, para obligar a la naturaleza a servir al hombre, son necesarios los héroes…
Sentí la necesidad de alentar a Egor Petrovic. Levanté la copa brindando por la alegría de la investigación creadora y por el éxito del invento de Jarcev.
Andrej habló de la amistad que nos debe unir en nuestra vida pacífica. Sobre su rostro brillaba una luz interior tan apasionada, que no pude por menos de admirarlo.
Intenté no mirar a Valja y mucho menos de admirarla, porque sabía que no le habría gustado a Andrej. Debía regresar a Moscú con él, pero ella se quedaría. Quién sabe lo que podría suceder, pues las jóvenes son tan inconstantes… Aunque Valja no manifestaba por Andrej ningún sentimiento, ni de palabra ni con la mirada.:
Una amistad normal y nada más.
Me gustó ver que la muchacha se mantenía fiel a sí misma cuando volvió al tema del meteorito.
— Egor Petrovic ha hablado de los misterios de la naturaleza. En la Tierra existen aún muchas cosas misteriosas, pero la naturaleza no espera que nosotros las resolvamos y nos manda otros misterios del cielo — arrugó la frente con satisfacción y preguntó—: Egor Petrovic, ¿cuándo llegarán sus científicos? ¿Por la mañana o por la tarde? ¡No tengo intención de esperarles!
— El huevo de chocolate… — exclamó Andrej, sonriendo.
Valja parecía enojada y, para evitar una posible disputa, le pregunté cuándo terminaba en la Universidad.
— Espero pasar el curso por correspondencia. Me he buscado un trabajo.
— ¿Dónde?
Con asombro y secreta alegría por mi parte, Valja nombró el instituto científico donde yo trabajaba. Tal vez la destinarían a nuestro laboratorio.
Discutimos luego, cuando de repente nos callamos.
Del jardín llegaba un extraño rumor. Se produjo entonces un estruendo penetrante como si a dos pasos de nosotros se cortasen planchas de acero, mientras una llama cegadora violeta iluminaba toda la escena.
Nos incorporamos para lanzarnos a la balaustrada. La llamarada violeta brotaba de un gran agujero que se había abierto en la esfera.
La esfera se desplazó de su lugar, rodó a lo largo del sendero arenoso, saltó sobre un parterre y, rota la red de alambre, resbaló silbando sobre el campo de tenis.
Una verdadera lástima que los representantes de la academia de Ciencias no hubiesen llegado aquella misma tarde. Aunque el profesor Cernikov fuese un científico notabilísimo, de vasta y enciclopédica cultura, no pudo ayudarnos a explicar el enigma del meteorito.
¡Y qué podíamos decir! Cuando tuve ocasión de hablar de nuestro meteorito con algún especialista, dedicado toda su vida al estudio de los cuerpos celestes, la respuesta fue que la ciencia nunca había conocido ningún precedente parecido.
Y, sin embargo, nosotros habíamos visto con nuestros propios ojos el «caso». Seguramente, no se volvería a repetir, pero, ¿por qué menospreciarlo? ¿Acaso no existen también otros misterios científicos?
Recuerdo que aquella tarde se nos plantearon también otros enigmas, que intentamos explicar, aun de modo primitivo, basándonos en nuestros conocimientos científicos.
Nuestro meteorito se comportó de forma bastante extraña, desde luego. ¿Qué necesidad tenía de rodar sobre el campo de tenis?
Ante mis ojos se hallaba el parterre aplastado, los tallos despedazados de las dalias, la línea de los cálices requemados, la arena del sendero vitrificada, el conjunto iluminado por una alarmante llama violeta semejante a la luz de una lámpara de mercurio, formando un cuadro irreal.
Aún no nos habíamos recuperado de la sorpresa, cuando la esfera se inmovilizó. La llama se apagó. La oscuridad sólo era rota por el disco incandescente del agujero que se había abierto en la superficie de la esfera, parecido al respiradero de un motor a reacción. En la parte opuesta se advertía una negra fisura, que recordaba la huella de una portilla semi cerrada.
— ¡Fíjense! — balbuceó Nikolaj Spiridonovic, sacudiendo la cabeza—. ¡Estamos en plena metafísica!
El teniente coronel recogió del suelo un bastón y giró alrededor de la esfera, golpeando ligeramente sobre su superficie. El interior estaba vacío.
El bastón empezó a quemarse; relucientes chispas brillaron sobre el fondo oscuro del meteorito.
— No se ha enfriado del todo aún — dijo con calma Egor Petrovic.
— Habría que sujetarla con un cable — murmuró Alejandro, como hablando consigo mismo.
— ¿Por qué? —rió Andrej—. ¿Y si saliera volando? — Pero al notar la expresión airada de Valja, contuvo al punto la carcajada—. Habrá que montar vigilancia, desde luego…
Egor Petrovic dio muchas vueltas en torno a la esfera, examinándola atentamente. Por fin se detuvo, sacó una pitillera y, al ver que estaba vacía, la volvió a meter en el bolsillo.
— No se acerquen — advirtió y notando que Valja se había movido—. Atrás todos…, llamen a la guardia…
— Perdone, Egor Petrovic — le interrumpió el profesor—. ¿Por qué la guardia? ¿De quién tenemos que defendernos? Lo único que tenemos que hacer son observaciones científicas.
— Naturalmente…, pero mi deber es prevenir cualquier contingencia.
Alejandro se puso en posición de firmes.
— Permítame quedarme aquí.
— Muy bien — consintió Egor Petrovic—. Pero no se acerque. Vigílelo desde un punto a cubierto. Tomó a Valja de la mano, diciendo:
— Ya son suficientes aventuras. ¿Por qué quiere correr riesgos inútiles?
Valja le miró con una sonrisa maliciosa.
— Me parece que también usted se ha puesto a fantasear. Todos esperábamos algo extraordinario de este extraño meteorito.
En los escalones de la terraza la muchacha empezó a toser; sin duda sentía aún en la garganta el humo de la taiga ardiente. Al sacar un pañuelo del bolsillo, dejó caer algo.
Me incliné y entregué a Valja un fragmento de metal azulado.
— Gracias — me dijo—. ¿Cómo he podido olvidarme de esto? Lo había traído expresamente para enseñárselo.
Nos explicó que había recogido el trocito de metal junto al meteorito, pensando que se trataba de un fragmento de éste.
Andrej lo estuvo examinando mucho rato, lo rascó con un cuchillo, lo estudió atentamente y, al fin, suspiró aliviado:
— Desde el punto de vista de ingeniero, comprendo ahora que el meteorito, aun siendo hueco, no haya saltado en pedazos.
Todos aguardamos en silencio. En los labios de Valja bailaba una sonrisa escéptica: sabía que Andrej intentaría diluir sus fantasías románticas con aquel regalo del cielo.
— Es un metal ligero y muy estable, que no se ha quemado en su contacto con la atmósfera — explicó Andrej en tono árido, profesional—. Con toda evidencia constituía la envoltura externa del meteorito…
La hipótesis no me parecía convincente, pero una vez que Andrej hubo desarrollado su idea estaba casi de acuerdo con él. Explicó que la envoltura del meteorito, al encontrarse en estado de fusión, había actuado en cierto modo como amortiguador, suavizando el golpe. El meteorito la había perdido, luego al caer al barranco.
— ¿Está de acuerdo conmigo, Nikolaj Spiridonovic? — preguntó Andrej al terminar su explicación.
— ¿Por qué me lo pregunta a mí? Mañana podrá exponer su hipótesis a los especialistas. Yo habría estudiado muy a gusto la cola ionizada de los meteoritos, de tener alguno de ellos entre las manos… Pero sólo hoy se nos ha concedido esta suerte…, los científicos han estudiado ya la conductividad de la llama en un mechero de gas, y eso que me interesó…, ¿comprende, Víctor Sergeevic? Las altas frecuencias…
Yo no comprendía. Mejor dicho, no quería comprender, porque mis pensamientos estaban monopolizados por el meteorito. ¿Era realmente un meteorito? La hipótesis de Andrej sobre la envoltura fundida había puesto mi imaginación en marcha.
— Tiene razón — dije y, llevándome a Andrej aparte, añadí—: Se trata de una cubierta líquida en cuyo interior la esfera debía estar perfectamente aislada del calor. En el golpe contra la Tierra ha funcionado como un amortiguador hidráulico… Oí la explosión. Probablemente sería la corteza que envolvía al metal. Bien ideado, ¿no?
— ¿Ideado? — replicó perplejo Andrej mirando a Valja, que hablaba con mucha animación—. ¿Ideado por quién?
Ya no me escuchaba. Bajé al jardín y me sentí otra vez irritado. ¿Era posible que no consiguiese olvidar aquellas estúpidas fantasías? Caían tantos meteoritos, grandes, pequeños, de las más diversas formas. ¿Qué podía tener de sorprendente?
Ahora apenas distinguía el meteorito enfriado. Se confundía con las tinieblas de la noche, semejante a una masa informe con una pequeña mancha en un costado no más luminosa que un cigarrillo encendido.
Un estallido ensordecedor rompió el silencio. Una luz cegadora como un rayo de magnesio rasgó la oscuridad, los parterres, los bancos, el rectángulo del campo de tenis. La alta lengua de una llama violeta serpenteó durante un instante en el aire, luego todo se apagó.
De nuevo el silencio y la oscuridad. Miré a mi alrededor. Sólo un minuto después pude distinguir en la veranda la pálida luz de la lámpara velada por la pantalla, la blanca mancha del mantel y algunas sombras indefinidas en torno a la mesa.
Algo golpeó sobre el techo una vez…, dos…
Me lancé hacia el campo de tenis.
Allí donde habíamos dejado la esfera, se abría un embudo negro de bordes agrietados. No muy lejos, el arbusto de las dalias mostraba al cielo sus raíces descubiertas.
Había desaparecido, no sólo la esfera, sino también Alejandro. Se me ocurrió otra idea absurda, ¿y si lo hubiesen raptado? ¿Pero quién? ¿Por qué? Estaba fuera de mí. Si les cuento todo esto, es para que comprendan cómo aquellos sorprendentes acontecimientos me habían electrizado.
Mis preocupaciones por la suerte de nuestro «observador» eran inútiles. Oí un ruido de ramas rotas y, a través de la valla, Alejandro irrumpió en el campo de tenis.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó asustado agitando unos gemelos.
— Habría que preguntárselo a usted — observó con voz severa Egor Petrovic junto a nosotros—. ¿No se había quedado aquí para vigilar?
Alejandro se explicó. Fue a buscar los gemelos que había dejado en el colgador de la entrada. Con ellos habría podido observar perfectamente cualquier fisura de la esfera, cualquier variación de color, cosas que tenía la intención de anotar en un cuadernito. A propósito, se lo había olvidado en el bolsillo del capote.
Alejandro miró los terrones esparcidos sobre el campo de tenis y dejó caer tristemente los brazos.
— He llegado tarde.
Involuntariamente miré hacia lo alto, esperando ver una estela luminosa en el cielo negro.
— No mire hacia allí —oí decir al profesor—. El meteorito se ha quedado en tierra.
Me mostró algunos fragmentos negros, requemados, de ligera roca porosa.
— Hay muchos en el campo de tenis.
Fui presa de una estúpida sensación de aburrimiento. Mi sueño había estallado como una vulgar pompa de jabón. Inútilmente intentaba reaccionar, pensando en la solución de los misterios técnicos planteados por el fenómeno. ¿Por qué había estallado el meteorito? Tal vez a causa de un desigual enfriamiento, o quizá había caído en un foso lleno de agua, como confirmaba la huella dejada sobre la arena, junto a la que Andrej estaba discutiendo con Valja. ¡Pero qué importaba!
Valja también había sufrido un desengaño. Casi llorando decía:
— ¡Podíamos salvarlo! ¿Por qué ha caído en el agua? ¡El campo no tiene pendientes!
— Ya — admitió Andrej con voz cansada—. Pero se ha movido solo… Yo me lo explico así: interiormente estaba vacío y es probable que lo empujasen los gases emanados a través de las grietas que, de vez en cuando, se abrían sobre la superficie… Es bastante sencillo.
— ¿Y por qué no lo han sujetado con un cable? — preguntó Alejandro, como si hablase consigo mismo, observando un ligero fragmento que había recogido.
Egor Petrovic sacudió, afligido, la cabeza.
— Es culpa mía, pero, ¿qué le vamos a hacer? ¡Es la primera vez que me ocurre una cosa semejante!
— Se trataba de un meteorito carbonoso — observó Nikolaj Spiridonovic, recogiendo algunos fragmentos —. Una gran pérdida para la ciencia. ¿Por qué no lo habremos fotografiado al menos?
Todos estábamos abatidos. Cada uno de nosotros comprendía que difícilmente se lograría recoger los fragmentos y reconstruir el meteorito, o preparar un modelo para el museo o la colección de la academia de Ciencias. Pero tampoco quedaba tal posibilidad, pues los gases de la cavidad interna se habían volatilizado. Sin duda también se había modificado la estructura. ¡Con qué desilusión los científicos examinarían esos pequeños fragmentos vistos quién sabe cuántas veces! Y nosotros no podíamos proporcionar ninguna prueba de que hubiese existido la esfera de fuego.
Valja recogió algunos fragmentos, quería examinarlos. Pero en la oscuridad era imposible y se fue a la terraza.
En silencio, intentando no mirarnos, la seguimos.
Recordaba la tarde anterior, la estrella fugaz y el deseo que había formulado. ¿Por qué estar triste? Todo se había cumplido. Realicé un viaje extraordinario, es tuve en el mundo misterioso del fuego, que aún nadie había visto. Conocí a Jarcev y a su magnífico invento, que también tuve ocasión de experimentar en la práctica. La posibilidad de vivir una aventura extraordinaria se había realizado. Por lo tanto debía olvidar el mezquino episodio de la estrella fugaz.
Pero pese a intentar convencerme a mí mismo, no lo conseguía.
Valja se acercó a la mesa y esparció sobre el mantel los fragmentos del meteorito, sacudiéndose luego las manos.
— ¡Vengan! — gritó con voz emocionada—. ¡Vengan todos!
Todos, menos yo, se precipitaron a la mesa. Andrej echó una ojeada a los fragmentos, arrugó la frente y murmuró alguna cosa. Alejandro parecía estupefacto. Egor Petrovic tomó un cigarrillo de su pitillera, lo sacudió sobre la tapa, luego lo aplastó y lo tiró lejos. Apoyado con ambos codos sobre la mesa no separaba los ojos de los fragmentos.
Nikolaj Spiridonovic se quitó precipitadamente las gafas y, tras sacar del bolsillo un gran pañuelo azul, las limpió. Luego se las ajustó de nuevo y rugió:
— ¡Caramba! ¡Qué descubrimiento!
Retuve como pude la curiosidad que hervía en mí. En pie junto a la barandilla de la veranda, hincaba con fuerza las uñas en la madera humedecida por el rocío.
No sé exactamente lo que me retenía. Tal vez pretendía probar mi fuerza de voluntad. Siempre he sido curioso, durante toda mi vida he cedido a este insaciable sentimiento. Para satisfacerlo he leído miles de libros, he hecho innumerables experimentos en la mesa del laboratorio, sin otro resultado que hacer siempre más viva la curiosidad. En aquel momento quería torturarme, retrasar lo más posible la satisfacción de mi más que legítima curiosidad.
— ¡Vamos, jovencito, venga aquí! —me gritó Nikolaj Spiridonovic—. ¿Ha visto alguna vez algo semejante?
Me alegró mucho su invitación, un óptimo pretexto que me permitía poner fin a mi lucha con la curiosidad.
La cruda luz de la lámpara me obligó a entornar los ojos. Luego, de improviso, un rayo sutil, increíblemente familiar, se filtró entre las pestañas. Brillaba entre el montoncito de fragmentos, tembloroso, asumiendo tonalidades tanto lilas, tanto verdes y azules. Ahora, relampagueaba una agradable llama rosada que difundía un rayo blanco, transparente, excepcionalmente puro.
Me quedé sin respiración.
— ¡Diamantes! — conseguí murmurar, sin tener apenas fuerzas para alargar la mano, cogerlos y examinarlos más de cerca.
Valja se sentía dueña de la situación. Ella había encontrado el meteorito y descubierto los diamantes. Generosamente, asumió una actitud de modestia.
— ¿Es quizá algún cristal de origen volcánico? Nunca he oído que en los meteoritos hubiese diamantes.
— Entonces no has oído muchas cosas, hija — dijo Nikolaj Spiridonovic, acariciándole afectuosamente la cabeza—, y no es cuestión de envanecerse. Yo ya soy viejo, pero todavía recuerdo que, de joven, me interesaba por los cuerpos celestes. Recuerdo haber leído que en 1886 en un meteorito carbonoso de casi dos toneladas caído en la gobernación de Pensa, se encontraron diamantes. Es verdad, aunque mucho más pequeños, no como éstos.
Rogó a Alejandro que sacase una lente de los gemelos. Con ella se puso a examinar las piedras. Escogió las mayores y, apoyado con todo su cuerpo en la mesa y con un ojo cerrado, observó atentamente los insólitos regalos del cielo.
Al fin me decidí yo también. Tomé un trozo de carbón sobre el que llameaban los diamantes al parecer ya bruñidos, y para probar su propiedad más importante, esto es la dureza, empecé a rayar con los agudos cantos el fondo de un vaso. Se desvaneció toda duda: los diamantes eran verdaderos.
— Por supuesto — dijo Nikolaj Spiridonovic, depositando el fragmento que tenía en la mano—, lo más interesante no está en este tesoro inopinadamente llovido del cielo. ¡Quién sabe si gracias al estudio de estas piezas hallaremos el sistema de fabricar diamantes artificiales!
— ¿En esferas de fuego como la nuestra? — preguntó alegremente Alejandro—. Para hacerlos…
Andrej moderó su entusiasmo y explicó que para la cristalización de los diamantes se precisa una temperatura de miles de grados y una enorme presión del orden de 40–60 mil atmósferas. Nadie había conseguido nunca reunir esas dos condiciones a otras también necesarias.
— Pero tal vez ahora… — Andrej quería llegar hasta el fondo de su pensamiento, pero Valja no le dio tiempo de concluir.
— ¡Maravilloso! — exclamó—. ¡Qué puede haber más noble, más bello, que un diamante! Veo que sonríe, Andrej… Lo sé, los diamantes son necesarios ante todo para la técnica… Imagina que pronto los diamantes artificiales, menos costosos, se utilizarán en barrenas, cizallas, máquinas automáticas de gran velocidad. ¿Recuerda que una vez me habló de ello?
— Sí —admitió Andrej, añadiendo un poco confuso—. Habrá suficientes diamantes para la técnica y para…
En aquel momento tosí, quizá pensando que iba a decir «y para las mujeres amadas», aun cuando su carácter no le permitía expresar sus sentimientos con claridad. Es cierto que después volví a pensar en ello y no vi motivo de que Andrej se turbara. En efecto, la frase podía referirse muy bien a todos los enamorados de la tierra. ¿No merecían todos los dones más bellos, especialmente si los brillantes hubiesen perdido su elevado precio, tan contrario al espíritu de los románticos, y quedando para siempre como una bellísima obra de la naturaleza, del arte y de la mente humana?
Pero Andrej no dijo nada. Se produjo un silencio embarazoso que Egor Petrovic intentó romper con las siguientes palabras:
— Tiene razón, Andrej. Los diamantes son preciosos tanto para la técnica como para adorno. Y los más preciosos son los diamantes de agua pura, tan duros y estables que no arden ni en el fuego. En su tanque, así como en la esfera de fuego, se han cristalizado los caracteres, Y nuestro bien más precioso son efectivamente estos hombres de voluntad dura como el diamante.
Tal vez no debería formular tan inmerecido juicio sobre nuestros actos, pero he pensado que estas palabras se refirieron a muchos héroes auténticos, que en verdad los merecen. Porque los caracteres no se cristalizan sólo en un tanque, éste es un caso particular, sino en cualquier lugar donde haya verdaderos hombres.
He conocido hombres semejantes; son hombres que pueden hacerlo todo. Trabajar, soñar y discutir con ellos era mi único deseo.
En el cielo nocturno brilló de nuevo una estrella fugaz. Su estela luminosa se dispersó lentamente. Pero yo no soñaba ya con viajes más allá de las nubes, no formulaba ingenuos deseos. El deseo que apenas había formulado, se cumpliría igualmente.