La embriomecánica es la ciencia que estudia la formación de los procesos de desarrollo biológico y la teoría de la construcción de mecanismos que se autodesarrollan.
Vachlakov dijo a Asmarin:
— Irá usted, a la isla de Sumsu.
— ¿Dónde está? —preguntó ceñudo Asmarin.
— En las Kuriles septentrionales. Partirá en avión hoy a las doce treinta. Con el mixto Novositairsk-Port Providence.
Los embriones mecánicos debían ser experimentados en las más diversas condiciones. El instituto se interesaba sobre todo en asuntos interplanetarios, por lo que treinta grupos de cuarenta y siete habían sido enviados a la Luna y a los planetas. Los restantes diecisiete debían operar sobre la Tierra.
— Bien — murmuró lentamente Asmarin.
Confiaba en ser destinado a un grupo interplanetario, tal vez a la Luna, y tenía muchas probabilidades de ser elegido, pues nunca se había sentido tan bien como en aquellos últimos días. Se hallaba en excelente forma y había esperado hasta el último momento. Pero, quién sabe por qué, Vachlakov había decidido de otra forma. No podía ni siquiera hablar con él de hombre a hombre, porque en el despacho había algunos desconocidos de rostros sombríos.
— Bien — repitió con calma.
— Allí ya están al corriente — continuó Vachlakov—. Recibirá instrucciones en el lugar de la prueba, en Bajkovo.
— ¿Dónde está?
— En Sumsu. Es la capital administrativa de Sumsu. Vachlakov entrelazó los dedos y se puso a mirar la pared.
— También Sermus se quedará en la Tierra — dijo—. Irá a Sacharu.
Asmarin se calló.
— Ya he escogido sus ayudantes — explicó Vachlarkov—. Tendrá dos. Estupendos muchachos.
— Novatos — masculló Asmarin, — Se espabilarán — cortó rápido Vachlakov—. Están bien preparados. Buenos muchachos, se lo digo,
llenos de iniciativa.
Los desconocidos presentes en el despacho sonrieron con respeto. Vachlakov añadió:
— Entre otras cosas, uno ha prestado servicios en Pioneros.
— Bien — dijo Asmarin—, ¿eso es todo?
— Todo. Puede irse. Enhorabuena. La carga y los hombres están en el ciento dieciséis.
Asmarin se acercó a la puerta. Tras un instante de duda, Vachlakov le gritó a sus espaldas:
— Vuelva cuanto antes, camarada. Tengo algo interesante para usted.
Asmarin cerró la puerta tras sí y se entretuvo un poco. Luego recordó que el laboratorio ciento dieciséis estaba cinco plantas más abajo y se dirigió hacia el ascensor. En él encontró a Tazudzo Misima, un japonés rechoncho de cráneo afeitado y gafas azules. Misima preguntó:
— ¿Dónde va su grupo, Fedor Semenovic?
— A las Kuriles — contestó Asmarin.
Misima guiñó los ojitos hinchados, extrajo un pañuelo y se puso a limpiarse las gafas. Asmarin sabía que el grupo de Misima partiría hacia Mercurio, destino Altiplano Ardiente. Misima tenía veintiocho años y aún no había alcanzado el primer millar de millones de kilómetros. El ascensor se detuvo.
— Sayonara, Tazudzo. Yorosiku — dijo Asmarin. Misima sonrió de oreja a oreja.
— Sayonara, Fedor-san — dijo.
El laboratorio ciento dieciséis, una sala luminosa, estaba desierto. En una esquina a la derecha se hallaba el huevo, una esfera pulida de casi un metro de altura. En el ángulo izquierdo estaban sentados dos hombres. Al entrar Asmarin se levantaron. Asmarin se detuvo para mirarlos. Tendrían unos veinticinco años, todo lo más. Uno era alto, de cabellos claros, de cara roja y fea. El otro, más bajo, de tez oscura y tipo español, vestía un chaleco de piel agamuzada y pesadas botas de montaña. Asmarin se metió las manos en los bolsillos, se levantó sobre las puntas de los pies y luego volvió a apoyarse sobre los tacones.
«Novatos», se dijo. De improviso sintió un dolor en el costado derecho, en el lugar en el que le faltaban dos costillas.
— Hola — saludó—. Soy Asmarin. El hombre de la tez oscura mostró sus blancos dientes.
— Ya lo sabemos, Fedor Semenovic — cesó de sonreír y se presentó—: Kuzma Vladimirovic Sorocinskij.
— Galcev Viktor Sergeevic — le siguió el joven de los cabellos claros.
«¿Quién de los dos estaría en Pioneros? — se preguntó Asmarin—. Tal vez el tipo español, Kuzma Sorocinskij.»
— ¿Cuál de vosotros ha estado en Pioneros?
— Yo — respondió Galcev.
— ¿Y por qué le han…? — preguntó Asmarin—. Si no es un secreto…
— No lo es — contestó Galcev—. Por disciplina.
Miró a Asmarin fijamente a los ojos. Galcev tenía ojos azul claros bajo largas pestañas femeninas. Contrastaban singularmente con el rudo rostro sonrosado.
— Sí —aseveró Asmarin—. Un pionero debe ser disciplinado. Todos deben ser disciplinados. Esta es mi opinión. ¿Qué sabe hacer?
Vio que las cejas de Galcev se movieron, y tuvo una cierta satisfacción. Repitió:
— ¿Qué sabe hacer, Galcev?
— Soy biólogo — contestó Galcev—. Especialista en nemátodos.
— Ah… — murmuró Asmarin, volviéndose hacia Sorocinskij—. ¿Y usted?
— Ingeniero gastrónomo — explicó Sorocinskij, mostrando de nuevo los dientes blancos.
«Estupendo — pensó Asmarin—. Un experto en gusanos y un cocinero. Un pionero indisciplinado y un chaqueta de gamuza. Buena pasta, especialmente aquel pionero fracasado. Caramba con Vachlakov. Se imaginaba a Vachlakov escogiendo con meticulosidad entre dos mil voluntarios a los elementos destinados a los grupos interplanetarios, echando una ojeada final a las listas, mirando el reloj y diciendo: «El grupo de Asmarin irá a las Kuriles. Asmarin es experto, es formidable. Le bastará con tres hombres, o con dos. Las Kuriles no son Mercurio, no son la Altiplanicie Ardiente. Bien, démosle este Sorocinskij y este Galcev. Además este Galcev ha sido pionero».»
— ¿Conocen el trabajo? — preguntó Asmarin.
— Sí —asintió Galcev.
— Bueno, Fedor Semenovic — dijo Sorocinskij—, nos han instruido.
Asmarin se acercó al huevo y tocó su fría superficie pulimentada. Luego preguntó:
— ¿Saben qué es esto? ¿Galcev?
Galcev levantó los ojos hacia el techo, pensó un poco y dijo con voz monótona:
— Conjunto embriomecánico M 3–8. Embrión mecánico modelo 8. Sistema mecánico autónomo de auto desarrollo que comprende el dispositivo MCV — mecano cromosoma de Vachlakov—, un sistema de órganos perceptivos y ejecutivos, un sistema director y un sistema energético. El M3-8 es un conjunto embriomecánico que puede desarrollarse en condiciones cualesquiera y con cualquier materia prima en cualquier construcción comprendida en el programa. El M3-8 está destinado…
— Usted — indicó Asmarin a Sorocinskij, quien contestó sin pararse a pensar:
— Este ejemplar del M3-8 está destinado a ser empleado sobre la Tierra. Programa standard. Modelo 64. El embrión se desarrolla en una cúpula de cierre hermético, para seis personas, con plataforma y filtro de oxígeno.
Asmarin miró a través de la ventana y preguntó:
— ¿Peso?
— Cerca de un quintal y medio.
Los operarios del grupo experimental podían no saber estas cosas.
— Bien — explicó Asmarin—. Ahora les diré lo que no saben. Primero, el «Huevo» cuesta diecinueve mil horas de trabajo especializado. Segundo, pesa efectivamente un quintal y medio y si es necesario deberán empujarlo incluso a fuerza de brazos.
Galcev asintió con la cabeza. Sorocinskij dijo:
— Muy bien, Fedor Semenovic.
— Así me gusta — dijo Asmarin—. Empiecen en seguida. Empújenlo hasta el ascensor y bajenlo al andén. Luego vayan al almacén para recoger los aparatos de registro. Preséntense con todo el cargamento en el aeropuerto a las veinte horas. Les recomiendo puntualidad.
Se volvió y salió. A sus espaldas resonó un fuerte rumor. El grupo de Asmarin empezaba a ejecutar la primera orden.
Al amanecer el estrato plano mixto, mercancías y pasajeros, descargó el grupo sobre un terocarro en el segundo estrecho de las Kuriles. Con mucha habilidad, Galcev sacó al terocarro del picado y miró en torno suyo, echando una ojeada al mapa y otra a la brújula hasta divisar Bajkovo, unas pocas filas de edificios de dos pisos de litoplástico blanco y rosa dispuestas en semicírculo alrededor de]a pequeña pero profunda bahía. El terocarro se posó sobre el malecón. Un paseante madrugador (un jovencito de torso desnudo con un par de pantalones de tela encerada) les indicó la sede de la administración. El administrador de servicio, un viejo agrónomo del lugar, les acogió cordialmente.
Después de escuchar a Asmarin, propuso escoger algunas pequeñas alturas junto a la costa septentrional. Hablaba el ruso bastante bien, sólo de vez en cuando dudaba en alguna palabra como si estuviese inseguro o tal vez porque tartamudeaba un poco.
— La costa septentrional está bastante lejana — declaró el administrador—. No hay buenas vías de acceso, pero dispone del terocarro. Por otra parte, no puedo sugerirle otra localidad más cercana. No entiendo de experimentos físicos, pero la mayor parte de la isla está cultivada y por doquier trabajan los escolares. No puedo correr riesgos.
— No existe el menor peligro — aseguró Sorocinskij—. En absoluto.
Asmarin recordó que una vez, dos años antes, se vio obligado a permanecer durante una hora entera agarrado a una escalera de incendios, para salvarse del plástico fundido que el protoplasma necesitaba para perfeccionarse. Aunque es cierto que entonces no existía el «Huevo».
— Gracias — dijo—, la costa septentrional irá muy bien.
— Sí —dijo el viejo—, allí no hay campos cultivados. Sólo abedules. Unos arqueólogos también trabajan allí por alguna parte.
— ¿Arqueólogos? — preguntó asombrado Sorocinskij.
— Gracias — concluyó Asmarin—. Pienso partir inmediatamente.
— Pero antes vamos a comer — indicó el viejo. Consumieron la comida en silencio.
— Gracias — dijo Asmarin, levantándose—. Ahora debemos irnos ya.
— Hasta la vista — se despidió el viejo—. Si necesitan algo no hagan cumplidos.
— No, no haremos cumplidos — afirmó Sorocinskij. Asmarin le miró de reojo y se volvió de nuevo hacia el viejo.
— Hasta la vista — dijo.
En el terocarro, Asmarin advirtió:
— Jovencito, como vuelva a permitirse otra salida por el estilo, le expulsaré de la isla.
— Perdóneme — rogó Sorocinskij.
El rubor aparecía aún más bello sobre su cara olivácea y lisa.
A lo largo de la costa septentrional no había efectivamente campos cultivados, sino sólo abedules. El abedul de las Kuriles crece «extendido», se tiende a lo largo del suelo y sus troncos, sus ramas húmedas y nudosas, forman mallas espesas e insalvables. Desde lo alto, las manchas de vegetación parecen inofensivos prados verdes, aptos para el aterrizaje de aparatos no muy grandes. Ni Galcev, que guiaba el terocarro, ni Asmarin ni Sorocinskij con los abedules de la Kuriles. Asmarin indicó un monte en lo redondo. Sorocinskij echó una tímida ojeada a Asmarin, respondiendo:
— Maldito sitio.
Galcev hizo salir el tren de aterrizaje y dirigió el terocarro hacia un amplio campo verde a los píes de la altura escogida. Un minuto después, el terocarro se zambullía con estruendo en el verde colchón de los abedules de las Kuriles. Asmarin oyó el ruido, vio millones de estrellas multicolores y perdió el conocimiento.
Cuando volvió a abrir los ojos, lo primero que vio fue una mano. Una mano grande cubierta de quemaduras. Los dedos, recientemente arañados, estaban aún colocados sobre los mandos del aparato. Luego la mano desapareció y apareció una cara roja oscura con los ojos azules bajo unas pestañas femeninas.
— Tovarich Asmarin — llamó Galcev, moviendo apenas los labios partidos.
Asmarin jadeó, intentando sentarse. Le dolía mucho el costado derecho y sentía arder la frente. Se la palpó, llevándose los dedos a los ojos. Los dedos se mancharon de sangre. Miró a Galcev, que se estaba secando la boca con un pañuelo.
— Magnífico aterrizaje — aplaudid Asmarin—. Es usted una verdadera fuente de alegrías, camarada especialista en nemátodos.
Galcev no contestó. Seguía apretándose el pañuelo sobre los labios, sin mover la cabeza. En voz alta y temblorosa, Sorocinskij dijo:
— No es culpa suya, Fedor Semenovic.
Asmarin volvió lentamente la cabeza para mirar a Sorocinskij, que se hallaba por completo enredado entre los restos.
— Galcev no tiene la culpa — repitió.
Asmarin entreabrió la portezuela de la cabina. Tras asomar la cabeza, durante algunos segundos observólas ramas despedazadas y los troncos arrancados que trababan el tren de aterrizaje. Arrancó algunas hojasbrillantes, las aplastó con los dedos y se las llevó a los labios. Las hojas eran ásperas, amargas. Asmarin lasescupió y preguntó sin mirar a Galcev:
— ¿El aparato está bien?
— Está bien — aseguró Galcev detrás del pañuelo.
— ¿Se ha roto los dientes? — preguntó Asmarin.
— Sí —repuso Galcev.
— Volverán a crecer antes de que se case — prometió Asmarin—. Intente llevar el aparato a la cima de la colina.
Liberarse de las plantas no fue tan sencillo, pero al fin, Galcev consiguió llevar el terocarro hasta la cima del montecillo. Frotándose con la palma de la mano el costado derecho, Asmarin descendió y miró a su alrededor. Desde allí la isla parecía desierta, plana como una mesa. La colina de rocas volcánicas era desnuda y rosada. Hacia el este se extendían las manchas de abedules, hacia el sur los rectángulos verdes de los campos cultivados. La costa occidental distaba unos siete kilómetros. A lo lejos, en la bruma violácea, se delineaban algunas cimas montañosas y, más lejos todavía, a la derecha, se erguía inmóvil en el cielo azul una extraña nube triangular de contornos muy precisos. La costa septentrional se hallaba mucho más cercana. Caía a pico sobre el mar y justo en el borde del acantilado surgía una torre absurda, probablemente la cúpula de una antigua casamata japonesa. Junto a la torre se distinguía una tienda blanca, alrededor de la cual se movían algunas figuras humanas. Eran los arqueólogos a los que había aludido el administrador de servicio. Asmarin arrugó la nariz. Había un olor de agua salada y de piedras candentes. El silencio era completo, no se oía ni siquiera la resaca.
«Buen sitio — pensó Asmarin—. El «Huevo» aquí, los tomavistas y el resto en las pendientes, el campamento en la parte baja, cerca de los campos de sandías aún verdes. — Luego pensó en los arqueólogos —. Casi cinco kilómetros para llegar hasta ellos, pero será mejor advertirles. Así no se sorprenderán cuando el embrión mecánico empiece a desarrollarse. Quién sabe lo que hacen aquí.»
Asmarin llamó a Galcev y a Sorocinskij, diciendo:
— El experimento se efectuará aquí. En mi opinión, es el sitio más apto. Materias primas: lava, toba; justo lo que hace falta. Procedan.
Galcev y Sorocinskij se acercaron al tero carro y abrieron el portaequipajes, del que se escaparon reflejos luminosos. Sorocinskij entró en el interior, empezó a jadear y con un golpe hizo rodar el «Huevo» hasta el suelo. Crujiendo sobre las rocas, el aparato dio dos vueltas y se detuvo. Galcev apenas tuvo tiempo de apartarse.
— Una bonita faena — gruñó con voz sorda. Sorocinskij salió y dijo con voz de bajo:
— Nada. Estoy acostumbrado.
Asmarin dio una vuelta alrededor del «Huevo», intentó empujarlo, pero éste no se movió.
— Bien — aprobó—. Ahora las cámaras.
Trabajaron mucho para instalar las cámaras tomavistas: una con objetivo de rayos infrarrojos, otra estereoscópica, otra con objetivo calorimétrico y, por fin, otra dotada de un amplio surtido de filtros.
Era ya casi mediodía cuando Asmarin se secó con cuidado la frente sudorosa con la manga y sacó del bolsillo el estuche de plástico que contenía el activador. Galcev y Sorocinskij retrocedieron, mirando por encima de sus hombros. Asmarin dejó resbalar poco a poco sobre la palma de la mano el activador, un tubito brillante con una ventosa en un extremo y una pera de goma en el otro.
— Procedamos — dijo en voz alta.
Se acercó al «Huevo» e hizo adherir la ventosa al metal pulido. Tras haber vacilado un segundo, apretósu grueso pulgar sobre la pera roja.
Ahora sólo una descarga a quemarropa de un fusil de rayos podría detener los procesos que se habían iniciado bajo la pulida envoltura. Una serie de impulsos de alta frecuencia había despertado el mecanismo, centenares de micro receptores enviaban al cerebro positrónico y al mecano cromosoma informaciones sobre el ambiente exterior; el embrión mecánico empezaba a sintonizarse con las condiciones ambientales. La duración de este proceso era desconocida, pero en cuanto hubiese terminado, el mecanismo comenzaría a desarrollarse.
Asmarin echó una ojeada al reloj. Eran las doce y cinco. Separó con fuerza el activador de la superficie del «Huevo», metiéndolo en el estuche, y se lo guardó en el bolsillo. Luego miró a Galcev y a Sorocinskij. Ambos seguían tras él y observaban en silencio el «Huevo». Asmarin lo tocó por última vez y dijo:
— Vámonos.
Asmarin dio la orden de alto entre la elevación y loa campos de sandías. Desde aquel punto, el «Huevo» era claramente visible, se erguía plateado en la colina rojiza, sobre e! fondo del cielo azul. Asmarin destacó a Sorocinskij para visitar a los arqueólogos y se sentó sobre la hierba a la sombra del tero carro. Se puso a fumar mirando de la cima de la colina a la extraña nube triangular en el oeste. Por fin tomó unos gemelos.
Tal como había imaginado, la nube triangular era el pico nevado de una montaña, tal vez un volcán. Con los gemelos se distinguían claramente las estrías formadas por la nieve suelta, incluso las manchas de nieve bajo el irregular cráter blanco. Asmarin dejó los prismáticos pensando en el «Huevo». Se abriría probablemente durante la noche y eso era conveniente porque la luz del día habría dificultado el trabajo de las cámaras. Luego pensó que Sermus se había peleado con Vachlakov, pero que de todas formas saldría hacia Sacharu. Luego pensó en Misima: en aquel momento estaría cargando en el cohete puerto de Kirguisia. Otra vez notó un fuerte dolor en el costado derecho.
— Achaques de la vejez — murmuró, y se inclinó hacia Galcev, tumbado sobre el vientre con la cabeza apoyada en los brazos.
Una hora y media más tarde volvió Sorocinskij. Estaba desnudo hasta la cintura y su piel lisa bronceada chorreaba sudor. Llevaba el chaleco de gamuza y la camisa bajo el brazo. Sorocinskij se dejó caer ante Asmarin y, haciendo brillar los dientes, le informó que los arqueólogos agradecían la advertencia y se habían mostrado muy interesados, que eran cuatro, pero les ayudaban los estudiantes de Bajkovo y de Severokurilsk, que investigaban en fortificaciones japonesas construidas hacia la mitad del siglo actual y, en fin, que su jefe era «una muchacha muy simpática».
Asmarin se lo agradeció y le rogó que se ocupase de la comida. Sentado a la sombra del tero carro, masticando una brizna de hierba, Asmarin miraba con ojos entornados el blanco cono de la lejana montaña. Sorocinskij despertó a Galcev y ambos se apartaron para conversar en voz baja.
— Yo prepararé la sopa — decidió Sorocinskij—, tú ocúpate del segundo plato, Vitja.
— Tenemos pollo por alguna parte — murmuró soñoliento Galcev.
— Aquí está —dijo Sorocinskij—. Los arqueólogos son muy simpáticos. Uno es todo barba, no se le ve ni siquiera un poco de piel. Hacen excavaciones en las fortificaciones japonesas de 1940. Parece que allí hubo una fortaleza subterránea con una guarnición de veinte mil hombres. Luego las tropas soviéticas los expulsaron, capturando todos sus cañones y sus tanques. El barbudo me ha regalado un cartucho de pistola. ¡Mira!…
Galcev dijo molesto: —Déjame en paz, por favor. Tira esa chatarra.
Se sintió un olor de sopa.
— Su jefe — continuó Sorocinskij— es una muchacha formidable. Una rubita con un cuerpo… Me hizo bajar a la casamata para obligar a mirar por la tronera. Desde allí, me dijo, se dominaba toda la costa septentrional.
— Y bien — preguntó Galcev—. ¿Es verdad?
— ¿Quién sabe? Tal vez sea verdad, pero yo la miraba a ella. Luego hemos medido juntos el espesor de la fortificación.
— ¿Y has tardado dos horas?
— ¡No! De repente pensé que ella tendría el mismo apellido que el barbudo y lo he dejado correr. Pero te digo que aquellas casamatas son una verdadera porquería. Oscuras, llenas de moho. ¿Dónde está el pan?
— Aquí —indicó Galcev—. Podría ser únicamente la hermana del barbudo, ¿no?
— A lo mejor — admitió Sorocinskij—. Fedor Semonovic, a la mesa, por favor.
Durante la comida, Sorocinskij afirmó que la palabra japonesa totika deriva del término ruso ognevaja tocka, y que la palabra rusa dot está tomada del inglés con el mismo significado de «centro de fuego». Luego se extendió sobre el tema de los centros de resistencia, habló de casamatas, de troneras, de densidad de fuego por metro cuadrado, lo cual impulsó a Asmarin a comer de prisa y a renunciar a la fruta. Después de comer, Asmarin dejó a Galcev observando el «Huevo». Se introdujo en el tero carro y se adormeció. A su alrededor reinaba un extraordinario silencio, roto sólo de vez en cuando por la voz de Sorocinskij que, mientras lavaba los platos, entonaba una canción. Galcev, sentado con los prismáticos, no separaba la vista de la cima de la colina.
Cuando Asmarin se despertó, el sol estaba a punto de salir; por el sur avanzaba un crepúsculo violeta oscuro y hacía fresco. Las montañas del oeste se habían vuelto negras, el cono del lejano volcán se marcaba sobre el horizonte como una nube gris. El «Huevo» estaba rodeado de una aureola escarlata. Sobre los campos de sandías se extendía una niebla azulada. Galcev estaba sentado aún y escuchaba a Sorocinskij.
— En Astrakán — decía Sorocinskij— he comido la «Rosa del Shah». Era una sandía de gran belleza. Tenía un sabor de piña.
Galcev de vez en cuando tosía.
Asmarin permaneció aún inmóvil algunos minutos, escuchando su sordo dolor del costado. Recordó los tiempos en que comía sandía en Venus con Gorbovskij. Desde la Tierra habían enviado una nave entera para el centro planetológico. Gorbovskij y él se las habían comido hundiendo los dientes en la blanda pulpa, mientras a lo largo de las mejillas caían chorros de zumo, y luego se tiraban los unos a los otros las cortezas grises.
— ¡Era para chuparse los dedos, te lo digo a ti que eres gastrónomo!
— Silencio — advirtió Galcev—. Despertarás al viejo.
Asmarin se puso cómodo, apoyó la barbilla sobre el respaldo del asiento anterior y entornó los ojos. En el habitáculo hacía calor y el aire era un poco sofocante. El plástico metalizado que constituía el aparato se enfriaba lentamente.
— ¿Nunca habías volado con el viejo? — preguntó Sorocinskij.
— No — negó Galcev.
— Me da un poco de pena. Y al mismo tiempo le envidio. Ha tenido una vida como yo no tendré nunca. Pero ahora está acabado.
— ¿Por qué acabado? — preguntó Galcev—. Sólo ha dejado de volar.
— Cuando un pájaro deja de volar… — Sorocinskij calló—. Se puede decir que ahora todos los Pionerosestán acabados — añadió, de improviso.
— Tonterías — objetó, tranquilo, Galcev. Asmarin escuchaba cómo Sorocinskij insistía en el tema.
— Míralo — decía, señalando el «Huevo»—, los harán a centenares y los lanzarán sobre mundos desconocidos y lejanos. Y cada «Huevo» construirá allí una ciudad, un cohetedromo, un astroplano, explotará minas, recogerá y estudiará también tus nemátodos. Los Pioneros no tendrán más que recoger informaciones y sacar fotografías.
— Tonterías — repitió Galcev—. Ciudades, minas… ¿Y la cúpula hermética para seis personas?
— ¿Qué tiene que ver la cúpula hermética?
— ¿A quién sirve?
— No importa — insistió Sorocinskij—. Es el final de los Pioneros. La cúpula hermética es sólo el principio. Enviarán primero máquinas automáticas que lanzarán los «Huevos», y cuando todo esté listo, llegarán los hombres.
Se puso a discutir las posibilidades de la embriomecánica, citando claramente la conocida relación de Vachlakov. Hoy se hablaba mucho de ella, pensaba Asmarin. Es verdad. Se insiste cada vez más en que, una vez probadas las primeras naves interplanetarias automáticas, a los interplanetarios sólo les quedará sacar fotografías. Cuando Akimov y Sermus lanzaron el primer SCIBE — sistemas cibernéticos exploradores—, Asmarin quiso retirarse de los Pioneros. Esto sucedió veinte años antes. Desde entonces, en infinidad de ocasiones había estado a punto de irse al infierno tras los fragmentos de los SCIEE, teniendo que llevar a cabo lo que las máquinas no habían logrado hacer. Es cierto que las astronaves automáticas, los SCIBE, la embriomecánica, aumentarán el poder humano, pero los mecanismos no están en situación de sustituir completamente el cerebro y la sangre caliente del hombre. Un novato, pensó Asmarin de Sorocinskij. Un charlatán.
Cuando Galcev dijo por cuarta vez «tonterías», Asmarin salió del aparato. AI verlo, Sorocinskij se calló y se puso en pie. Tenía entre las manos la mitad de una sandía, aún verde, en la que había clavado un cuchillo. Galcev se quedó sentado con las piernas cruzadas.
— ¿Quiere un poco de sandía, Fedor Semenovic? — preguntó Sorocinskij.
Asmarin negó con la cabeza y, metiéndose las manos en los bolsillos, se puso a mirar la cima de la montaña. La pulida superficie del «Huevo» enviaba pálidos reflejos rosados. Ya era oscuro. Entre la niebla surgió de improviso una estrella luminosa que se puso a correr lentamente por el cielo azul intenso.
— El satélite número ocho — murmuró Galcev.
— No — repuso, con seguridad, Sorocinskij—. Es el número 17. ¿Qué digo? Es el «Satélite Espejo».
Sabiendo que, efectivamente, era el satélite número 8, Asmarin apretó los labios y se fue hacia la colina. Sorocinskij le aburría terriblemente; además, debía controlar las cámaras.
Volviéndose hacia atrás, vio un fuego. El inquieto Sorocinskij aventaba el brasero, agitando los brazos con una pose pictórica.
— El fin sólo es un medio — oyó Asmarin—. La felicidad no está en la felicidad misma, sino en la búsqueda de la felicidad…
— He leído eso en algún sitio — dijo Galcev.
Yo también, pensó Asmarin. Decidid ordenar a Sorocinskij que se fuese a la cama. Asmarin miró el reloj. Las agujas luminosas señalaban la medianoche. La oscuridad era ya completa.
El «Huevo» se rompió a las dos cincuenta y tres. Era una noche sin luna. Asmarin dormitaba cerca del fuego con el costado derecho expuesto a la llama. El rojo Galcev estaba junto a él, medio adormilado también, mientras que Sorocinskij, al otro lado del fuego, leía un periódico. En aquel momento, el «Huevo» se rompió.
Se oyó un ruido fuerte y penetrante. Luego, la cima de la colina se iluminó con una luz anaranjada. Asmarin miró el reloj y se levantó. La cima de la colina se delineaba con bastante nitidez sobre el fondo del cielo estrellado. Y cuando los ojos, deslumbrados por el brasero, se adaptaron a la oscuridad, vieron un gran número de pequeñas luces rosadas, que se difundían lentamente desde el punto en el que se encontraba el «Huevo».
— ¡Ya empieza! — exclamó Sorocinskij—. ¡Ya empieza! ¡Vitja, despiértate, ya empieza!
— ¿Quieres callarte un poco? — gruñó Galcev.
De los tres, sólo Asmarin sabía lo que pasaba allá arriba. En las primeras diez horas posteriores a la activación, el embrión mecánico se habituaba al ambiente. Los mandos abstractos colocados en el conjunto positrónico se modificaban y se sintonizaban con la temperatura externa, la composición y la presión de la atmósfera, la humedad y muchos otros factores determinados por los receptores. El sistema digestivo — un maravilloso «estómago de alta frecuencia»— se adaptaba a la transformación de la lava y de la toba en litoplástico polimerizado, mientras los acumuladores neutrónicos se disponían a suministrar la exacta cantidad de energía para cada proceso. Terminada la fase de sintonización, el mecanismo empezaba a desarrollarse. Todo cuanto en el «Huevo» no fuese necesario para el desarrollo en una determinada situación, se transformaba e iba a beneficiar los órganos actuantes ocupados en el proceso. Luego, se rompía la cáscara y el embrión mecánico empezaba a asimilar alimentos del suelo.
Los fuegos se hicieron cada vez mayores y su movimiento más rápido. Se oyó un zumbido: los ejecutantes roían el suelo y transformaban en polvo fragmentos de toba. Sin ruido, se levantaban de la cima, lanzándose al cielo estrellado volutas de humo luminoso. Un reflejo desigual, tembloroso, iluminó durante un segundo formas extrañas que rodaban pesadamente. Luego, todo desapareció de nuevo. El fragor aumentó en intensidad.
— ¿No podemos acercarnos más? — preguntó Sorocinskij, en tono de súplica.
Asmarin no contestó. Había recordado el primer experimento hecho con un embrión mecánico tipo «Huevo», hecho algunos años atrás. Entonces, Asmarin era aún un novato en cuestiones de embriomecánica. El embrión mecánico había sido preparado en un amplio pabellón junto al instituto: dieciocho casetas, semejantes a armarios incombustibles a lo largo de las paredes y una gran masa de cemento en el centro. En la masa de cemento estaban sepultados los sistemas actuante y digestivo. Vachlakov había hecho una señal con la mano y alguien había pulsado el interruptor. Permanecieron todos en el pabellón hasta altas horas de la noche. La masa de cemento se había fundido. Por la noche surgió del vapor y del humo el perfil de una casita de litoplástico de tres habitaciones con calefacción de vapor y su propia fuente de energía eléctrica. Una casita igual a las fabricadas con los sistemas normales, sólo que en el baño había quedado un cubo de cerámica — «el estómago»— y las complejas articulaciones de los actuantes emomecánicos. Tras haberla examinado, Vachlakov había empujado a los actuantes con el pie, diciendo:
— Basta ya de pruebas. Hay que hacer el «Huevo».
Por primera vez se pronunció aquella palabra. Luego, mucho trabajo, muchos éxitos y también muchos fracasos. Los sistemas embriomecánicos habían aprendido a sintonizarse por sí solos, a adaptarse al ambiente, a reintegrarse. Habían aprendido a servir dócilmente al hombre en las condiciones más complejas y peligrosas. Habían aprendido a desarrollarse en casas, excavadoras, cohetes. Habían aprendido a no romperse al caer de grandes alturas, a no averiarse en olas de metal incandescente, a no temer al cero absoluto. Centenares de hombres, decenas de institutos y laboratorios habían ayudado al embrión mecánico a transformarse en lo que era ahora, el «Huevo». No, era una suerte que le hubiese tocado a Asmarin quedarse en la Tierra. ¿Quién era, después de todo, para pretender algo más?
Sobre la cima de la colina, las volutas de humo luminoso se hacían más frecuentes. Los diferentes rumores del proceso se fundían en un solo murmullo metálico. Los rojos fuegos errantes formaban cadenitas, las cadenitas se entrecruzaban en extrañas líneas móviles. Un resplandor rosa se encendía sobre ellas, permitiendo distinguir alguna cosa enorme y curvada que fluctuaba como una barca sobre las olas.
Asmarin miró de nuevo el reloj. Eran las cuatro menos cinco. Sin duda, la lava y la toba eran materiales aptos porque la cúpula crecía con mucha mayor rapidez que en el cemento. Habría sido interesante observar las variaciones de temperatura… El mecanismo construía la cúpula de arriba a abajo, por lo que los actuantes ahondaban siempre más en la colina. Para que la cúpula no quedase enterrada, el embrión mecánico debía preocuparse de colocarla sobre pilotes o de desplazarla junto a la fosa excavada por los actuantes. Asmarin se imaginaba los bordes incandescentes de la cúpula, a los cuales las paletas de los actuantes iban soldando nuevas partículas de litoplástico fundido.
Durante un minuto, la cima de la colina quedó sumida en el silencio. Los golpes cesaron, dejando paso a un vago rumor. El mecanismo reorganizaba el trabajo del sistema energético.
— Sorocinskij — llamó Asmarin.
— Sí —contestó la voz de Sorocinskij, en la oscuridad.
— Vaya a la derecha de la colina y observe desde allí, No suba a la cima por ningún motivo.
— Voy corriendo, Fedor Semenovic.
Le oyó pedir en voz baja una linterna a Galcev; luego, el circulito amarillo de luz se reflejó sobre las piedras y desapareció.
Volvió el ruido. De nuevo se encendió un resplandor rosado sobre la cima de la colina. Asmarin creyó que la cúpula negra se había desplazado un poco, pero no estaba seguro. Pensó con despecho que debería haber enviado a Sorocinskij antes, en cuanto el embrión salió del «Huevo». Pero no importaba, las cámaras se lo revelarían todo a su tiempo.
De pronto resonó un estrépito ensordecedor. Sobre la cima de la colina brilló un relámpago rojo. La luz escarlata iluminó las pendientes y se apagó. El resplandor rosa se hizo amarillo y luminoso y fue envuelto por un humo denso. Otro golpe ensordecedor, y Asmarin vio con pánico cómo se levantaba una enorme sombra entre el humo y las llamas que se desprendían de la colina. Algo macizo y pesado, de superficie pulida, flotaba en unas patas delgadas e inestables. Otro trueno ensordecedor, seguido de un rayo que serpenteó en el cielo. La tierra tembló y la sombra suspendida en el resplandor del humo cayó.
Asmarin corrió entonces hacia la colina. Allí algo zumbaba y crepitaba. Resoplidos de aire caliente chocaban con sus piernas. En la ondulante luz rosa, Asmarin vio caer, arrastrando consigo trozos de lava, las cámaras tomavistas, únicos testigos de cuanto había sucedido en la cima.
Tropezó con una cámara, que caía estirando las patas replegadas del trípode. Asmarin avanzó con más lentitud hacia los guijarros ardientes que se acumulaban a lo largo de la cuesta. En lo alto reinaba ahora el silencio, mientras algo ardía todavía en el humo sin llama. Luego resonó otro golpe y Asmarin vio una débil chispa amarilla.
Sobre la cima había olor a humo, a algo desconocido y ácido. Asmarin se detuvo en el borde del enorme embudo. Pero no era exactamente un embudo, sino más bien un hoyo con las paredes casi a pico. En él yacía sobre un costado una cúpula casi terminada, la cúpula hermética para seis personas con la plataforma y el filtro de oxígeno. Una escoria ardía aún sin llama y a su luz se debían moverse débilmente las ventosas emomecánicas, privadas ahora de cerebro. El aire olía a quemado y a ácido,
— ¿Qué ha pasado? — preguntó Sorocinskij. Asmarin levantó la cabeza. Al otro lado del hoyo se hallaba Sorocinskij, a gatas, justo en el borde.
— ¡Qué pena!… ¡Se ha roto! — gimió tristemente Sorocinskij.
— Silencio — ordenó, en voz baja, Asmarin. Se sentó en el borde del hoyo y se preparó a descender.
— No lo haga — rogó Galcev—. Es peligroso.
— Silencio — repitió Asmarin.
Tenía que descubrir inmediatamente lo sucedido. No era posible que el «Huevo», la máquina más perfecta creada por el hombre, hubiese cometido errores. El «Huevo» era la máquina más precisa, la máquina más inteligente.
Una bocanada de fuerte calor le golpeó el rostro. Asmarin entornó los ojos y se dejó caer junto al borde incandescente de la cúpula. Miró a su alrededor. Vio entonces cubiertas de cemento fundidas, armaduras de hierro oxidadas, así como un amplio y oscuro pasaje que llevaba a algún lugar hacia el interior de la colina. Dio un paso hacia adelante, pero casi cayó al tropezar con un objeto pesado y redondo. Se inclinó. No supo al principio qué era aquel cuerpo de metal gris, cónico por un extremo. Luego, por fin, lo comprendió todo. Era un proyectil de artillería.
La colina estaba hueca. Cien años antes se había construido allí un siniestro edificio cubierto de hormigón, para almacenar proyectiles de artillería. El embrión no' podía saber lo que se ocultaba allí abajo. No sabía lo que era un proyectil, porque los hombres que la habían creado olvidaron, hacía mucho tiempo, que en el pasado existieron semejantes ingenios. Los proyectiles estaban llenos de trílita. Uno de ellos había explotado a causa del calor o de un golpe, luego explotaron también todos los demás. Y la maravillosa máquina se había convertido en un montón de chatarra.
Desde lo alto se oyeron rodar piedras. Asmarin levantó los ojos y vio que Galcev descendía. A lo largo de la pared opuesta bajaba Sorocinskij.
— ¿A dónde van? — preguntó Asmarin. Galcev no contestó. Sorocinskij, sin embargo, dijo, con voz débil:
— Queremos ayudarle, Fedor Semenovic.
— No hace falta — dijo Asmarin.
— Sólo queremos… — empezó Sorocinskij, pero de pronto se detuvo.
Sobre la pared detrás de Asmarin se había abierto una grieta. La cúpula oscilaba.
— ¡Cuidado! — gritó Sorocinskij.
Asmarin se apartó, pero cayó al tropezar con otro proyectil. Lo hizo con la cara hacia abajo, pero al punto se volvió de espaldas. La cúpula, se precipitó sobre él. Cerró los ojos, oyendo una especie de rugido sofocado.
Era su propia voz; el borde incandescente de la cúpula se precipitaba sobre él.
Decidió permanecer allí, tumbado, mirando el cielo azul. Hacía tanto tiempo que no miraba el cielo azul, que valía la pena quedarse mirándolo durante horas. Lo sabía de cuando era Pionero, cuando saltaba sobre el polo norte de Venus, cuando atacaba a Júpiter, cuando sobre Transplutón se había encontrado solo en un astroplano destrozado. Allí no había cielo, había un vacío astral y una estrella cegadora, el Sol, Ahora hubiese sacrificado hasta la vida con tal de ver el cielo azul. En la Tierra, este sentimiento se olvida pronto. Sólo al sonar la hora definitiva se recuerda, y entonces es demasiado tarde. Pero luego resulta que no es tarde.
— Oiga, ¿está bien? — preguntó la voz de Sorocinskij.
Asmarin no sabía si se refería a él o a Galcev. Este yacía a su lado. Estaba sin conocimiento y respiraba débilmente. Se había abrasado completamente al sacar a Asmarin de debajo de la cúpula. También Sorocinskij estaba lleno de quemaduras. Había que vivir, pensó Asmarin.
Un pionero no debe pensar en la muerte. Además, la catástrofe se había producido por una causa absolutamente absurda. ¿Quién hubiera supuesto nunca que bajo aquella altura semiesférica se ocultaba un viejo fortín japonés? ¿Quién iba a suponer que la larga, sucia cadena de crímenes llegase a través de los siglos hasta él? Recordaba que había habido años en los que cada segundo pudo ser el último de su vida. En otra ocasión ya se había encontrado así, en la misma posición, con la cara vuelta hacia el cielo. Pero ahora, el cielo era diferente: era un cielo anaranjado oscuro, surcado por largas estrías negras, rugía un huracán venenoso y alrededor de él no había nadie. Sólo había dolor, amenaza, como ahora, y la rabia de que todo se acabase.
Miró fijamente al cielo azul, en el que empezó a ver pálidas manchas. Se esforzó en descubrir lo que eran, lo que hacían allí. Luego lo comprendió: deseaba ver una extraña nube inmóvil, de contornos nítidos. Con un esfuerzo sobrehumano, levantó la cabeza. Y divisó el blanco cono transparente sobre el horizonte.
— ¿Qué es? — preguntó.
— Es el volcán Alaid — respondió alguien.
— Seria hermoso ir allí… —murmuró Asmarin, Dejó caer la cabeza, pensando que debía subir a aquel cono como fuese. Cierto que el aire sería frío, tan frío como para hacer castañetear los dientes. Para ir allí tendría que ponerse zapatos de montaña pesados como los de Sorocinskij. Tal vez se llevaría también con él a Sorocinskij.
— ¡Qué bonito cielo azul! — exclamó Asmarin en voz alta. Cerró los ojos, creyendo que el dolor se iba. De pronto sintió ganas de dormir.
— Se ha dormido — dijo una voz.
Asmarin dormitaba. Le parecía que se hallaba en la blanca cumbre del Alaid y que miraba al cielo azul. Podría estar mirándolo durante horas enteras, tan azul era, tan maravillosamente terrestre. E! cielo al que deseaba regresar.