El banquete de bienvenida de la primera noche fue seguido demasiado pronto por el desayuno del día siguiente, la cena y un festejo vespertino que incluía un baile de máscaras. Los más suntuosos manjares se sucedieron los días siguientes, hasta que Cazaril, en lugar de compadecerse de la obesidad del roya Orico, empezó a admirarlo por seguir siendo capaz de caminar. Al menos se redujo el bombardeo inicial de regalos a los hermanos reales. Cazaril se puso al día con su inventario y empezó a pensar dónde y en qué ocasiones se debería desviar parte de esa opulencia. Se esperaba de una rósea que fuera dadivosa.
Despertó la mañana del cuarto día de un sueño confuso en el que corría por el Zangre con las manos llenas de joyas que no podía entregar a las personas adecuadas en el momento preciso, y que no sabía por qué incluían una enorme rata parlanchina que le impartía órdenes imposibles. Se quitó las legañas de los ojos y pensó en renunciar a los vinos enriquecidos de Orico, o a los dulces que incluían demasiada pasta de almendras, no lograba decidirse. Se preguntó a qué festines tendría que hacer frente ese día. Y luego se rió a carcajadas de sí mismo, acordándose de las raciones de los asedios. Aún sonriendo, rodó hasta salir de la cama.
Sacudió la túnica que se había puesto el día anterior por la tarde, y deshizo el nudo del puño para rescatar el mendrugo de pan que le había pedido Betriz que escondiera en su holgada manga cuando la merienda real junto al río se vio interrumpida abruptamente por un chaparrón vespertino, habitual dentro de la estación, pero inoportuno. Se preguntó, divertido, si sería el almacenaje de provisiones lo que tenían en mente los sastres que idearon originalmente aquellas mangas cortesanas. Se quitó el camisón, se puso los pantalones y se anudó los cordones, y se acercó a la palangana para asearse.
Sonó un aleteo confuso en la ventana abierta. Cazaril miró a un lado, sobresaltado por el ruido, para ver cómo se posaba en el amplio alféizar de piedra uno de los cuervos del castillo, que ladeó la cabeza en su dirección. Soltó dos graznidos, antes de proferir unos murmullos ininteligibles. Divertido, se secó la cara con la toalla y, echando mano del mendrugo, avanzó despacio hacia el ave para ver si se trataba de uno de los pájaros domesticados que aceptaban comida de la mano de uno.
El cuervo pareció espiar el pan, puesto que no salió volando ante su acercamiento. Le tendió un trozo. El lustroso pájaro lo estudió fijamente un momento, antes de arrebatarle la miga rápidamente de los dedos. Cazaril se controló para no dar un respingo al sentir el picotazo, pero el afilado y negro pico no le traspasó la piel. El ave saltó de un pie a otro y sacudió las alas, desplegando una cola a la que le faltaban dos plumas. Barruntó algo más, graznó de nuevo, profiriendo un chillido penetrante que resonó en la pequeña estancia.
– No es cra, cra -dijo Cazaril-. Es Caz, Caz. -Se entretuvo y, al parecer, entretuvo al ave, durante varios minutos intentando enseñarle un nuevo idioma, llegando a grajear ¡Cazaril! ¡Cazaril! con lo que supuso que sería acento de cuervo mas, pese a los suculentos sobornos de pan, el pájaro parecía encontrar más dificultades que Iselle con el darthaco.
Una llamada a la puerta de su cuarto interrumpió la lección; ausente, respondió:
– ¿Sí?
La puerta se abrió; el cuervo saltó hacia atrás y se cayó de la ventana. Cazaril se asomó un momento para ver cómo remontaba el vuelo. Cayó en picado al principio, antes de extender las alas con un trallazo y planear de nuevo, cabalgando alguna corriente ascendente matutina que lo transportaba en paralelo a la empinada ladera de la cañada.
– Mi lord de Cazaril, el… -La voz se interrumpió abruptamente. Cazaril se apartó de la ventana y se giró para encontrarse con un paje estupefacto de pie en el umbral. Comprendió azorado que todavía no se había puesto la camisa.
– ¿Sí, muchacho? -Sin aparentar prisa alguna, alcanzó la túnica con gesto indiferente, volvió a sacudirla, y se cubrió con ella-. ¿Qué sucede? -El tono pastoso de su voz no invitaba a comentar ni interesarse por el añejo desastre de su espalda.
El paje tragó saliva y volvió a encontrar la voz.
– Mi lord de Cazaril, la rósea Iselle os invita a reuniros con ella en la sala verde inmediatamente después del desayuno.
– Gracias -dijo Cazaril, con voz fría. Asintió sobriamente a modo de despedida. El paje se alejó corriendo.
La temprana excursión para la que exigía Iselle la escolta de Cazaril resultó ser la prometida visita a la colección de fieras de Orico. El roya en persona guiaría a su hermana; al entrar en la sala verde, Cazaril lo encontró cabeceando en una silla, entregado a su acostumbrada siesta posterior al desayuno. Orico se despertó con un ronquido y se frotó la frente como si le doliera la cabeza. Se sacudió unas migas pegajosas de su amplia túnica, recogió un paño de lino que envolvía algún paquete, y condujo a su hermana, Betriz y Cazaril fuera del castillo y a través de los jardines.
En el patio del establo, se encontraron con la partida de caza de Teidez, que se preparaba para salir esa mañana. El muchacho no había dejado de rogar para que le concedieran esta satisfacción prácticamente desde su llegada al Zangre. Lord Dondo, al parecer, había organizado el deseo del joven, y ahora comandaba el grupo, que incluía otra media docena de cortesanos, mozos y ojeadores, tres traíllas de perros, y a sir de Sanda. Teidez, a lomos de su caballo negro, saludó ufano a su hermana y a su real hermano.
– Lord Dondo dice que probablemente sea demasiado pronto para divisar jabalíes -les explicó-, porque todavía no empiezan a caer las hojas. Pero a lo mejor tenemos suerte. -El escudero de Teidez, que lo seguía también a caballo, cargaba con un auténtico arsenal por si acaso, incluidas la ballesta y la jabalina nuevas. Iselle, que no había sido invitada, evidentemente, contemplaba los preparativos con cierta envidia.
De Sanda sonrió, todo lo que daba de sí su sonrisa, complacido con este noble juego, cuando lord Dondo lanzaba un grito y guiaba a la comitiva fuera del patio a buen trote. Cazaril los observó alejarse y se preguntó qué parte de la idílica estampa otoñal era la que lo incomodaba. Se le ocurrió que ninguno de los hombres que rodeaban a Teidez tenía menos de treinta años. Ninguno de ellos seguía al muchacho por camaradería, ni siquiera por camaradería anticipada; todos actuaban impulsados por su propio interés. Si alguno de aquellos cortesanos tuviera dos dedos de frente, decidió Cazaril, traerían a sus hijos a la corte, los dejarían sueltos y permitirían que la naturaleza siguiera su curso. No era una visión exenta de peligros, pero…
Orico rodeó el establo, con las damas y Cazaril tras sus pasos. Encontraron al encargado de caballerizas, Umegat, evidentemente prevenido, aguardando decorosamente junto a las puertas del zoológico, abiertas de par en par al sol y la brisa de la mañana. Inclinó la trenzada cabeza ante su señor y sus invitados.
– Ése es Umegat -dijo Orico a su hermana, a modo de presentación-. Cuida del sitio por mí. Es un roknari, pero también es un buen hombre.
Iselle controló una visible punzada de alarma e inclinó graciosamente la cabeza a su vez. En un pasable roknari cortesano, si bien gramaticalmente impropio por cuanto se decantó por la rutina de señor a guerrero en lugar de la de señor a vasallo, dijo:
– Que las bendiciones de los Santos caigan sobre ti este día, Umegat.
Umegat abrió mucho los ojos, y acentuó su reverencia. Respondió con un: "Que las bendiciones de los Sumos caigan también sobre vos, mi hendi", con el más puro acento del Archipiélago, en la forma gramatical adecuada de siervo a señora.
Cazaril arqueó las cejas. Así que, al final, Umegat no era ningún mestizo chalionés, al parecer. Se preguntó por qué azares de la vida habría terminado allí. Picado en su curiosidad, preguntó: "Os encontráis lejos de vuestro hogar, Umegat", con la rutina del siervo al siervo de menor categoría.
Una discreta sonrisa afloró a los labios del mozo:
– Tenéis buen oído, mi hendi. Eso es raro, en Chalion.
– Lord de Cazaril me enseña -explicó Iselle.
– En tal caso, tenéis buen maestro, mi dama. Pero -se volvió hacia Cazaril, cambiando de rutina, ahora de esclavo a erudito, aún más exquisitamente educado que el de esclavo a señor-, Chalion es ahora mi hogar, Sabiduría.
– Que mi hermana vea las criaturas -intervino Orico, que no ocultaba el aburrimiento que le producía aquel intercambio de cortesías bilingües. Levantó la servilleta de lino y esbozó una sonrisa conspiradora-. He birlado del desayuno un trozo de panal para mis osos, y se va a derretir entero si no me libro pronto de él.
Umegat sonrió a su vez y los guió al interior del fresco edificio de piedra.
El lugar estaba aún más inmaculado esa mañana que el otro día, más limpio con diferencia que los salones de banquetes de Orico. El roya se disculpó y se adentró de inmediato a la jaula de uno de sus osos. El animal se despertó y se sentó sobre sus ancas; Orico se sentó a su vez en la reluciente paja, y ambos se miraron fijamente. Orico tenía casi el mismo tamaño que el oso. Desenvolvió la servilleta y partió un pedazo de panal, que el oso olisqueó y comenzó a lamer con una larga lengua rosa. Iselle y Betriz exclamaron encantadas a la vista del espeso y lustroso pelaje, pero no hicieron ademán alguno de seguir al roya hasta el interior de la jaula.
Umegat los dirigió hacia las criaturas semejantes a cabras, evidentemente herbívoras, y esta vez las damiselas sí se aventuraron en los establos para acariciar a las bestias y regalar envidiosos cumplidos sobre sus grandes ojos castaños y sus largas pestañas. Umegat explicó que se llamaban vellas, importadas de algún rincón más allá del Archipiélago, y les entregó unas zanahorias a Iselle y Betriz, que éstas cedieron a las vellas entre risas para mutua satisfacción de los animales y las muchachas. Iselle se limpió los últimos trozos de zanahoria mezclada con baba de vella en la falda, y todos siguieron a Umegat camino de la pajarería, menos Orico, que, prefiriendo demorarse con su oso, les hizo una lánguida seña para indicarles que podían continuar sin él.
Una negra silueta surgió de la luz del sol para adentrarse en el pasillo de piedra abovedado y se posó en el hombro de Cazaril con un batir de alas y un gruñido; Cazaril a punto estuvo de rozar el arco del techo de un salto. Estiró el cuello para ver si se trataba del mismo cuervo que había visitado el alféizar de su ventana esa mañana, fijándose en las plumas que le faltaban a su cola. El ave afianzó las garras en su hombro, y exclamó: "¡Caz! ¡Caz!"
Cazaril se rió de buena gana.
– ¡Ya era hora, pájaro bobo! Pero ahora no te va a servir de nada, se me acabó el pan. -Movió el hombro, pero el cuervo se aferró tenazmente, e insistió, "¡Caz! ¡Caz!" de nuevo, justo en su oído, con estridencia.
Betriz se rió, boquiabierta de asombro.
– ¿Quién es vuestro amigo, lord Caz?
– Apareció en mi ventana esta mañana, y he intentando enseñarle, um, algunas palabras. Me parece que no lo he conseguido…
– ¡Caz! ¡Caz! -insistió el cuervo.
– ¡Así de aplicada deberíais ser vos con el darthaco, mi lady! -concluyó Cazaril-. Vamos, sir de Ave, zape. No me queda más pan. Id a buscar un pescado aturdido al pie de las cataratas, o una apetitosa oveja muerta, o lo que sea… ¡zas! -Meneó el hombro, pero el cuervo mantuvo tenazmente el equilibrio-. Qué aves más glotonas, estos cuervos de castillo. Sus congéneres campestres tienen que volar de un lado a otro en busca de su manduca, pero estos vagos esperan que les metas la comida en el pico.
– En efecto -dijo Umegat, con una sonrisa taimada-, los pajarracos del Zangre son auténticos cortesanos entre los cuervos.
Cazaril reprimió una risotada algo a destiempo y echó un nuevo vistazo al impecable mozo roknari… o "ex-roknari". Bueno, si llevara tiempo Umegat trabajando aquí, habría podido estudiar a placer a los cortesanos.
– Me sentiría más halagado por esta veneración si fueras un pájaro más salado. ¡Ea! -Empujó al cuervo lejos de su hombro, pero el ave se limitó a auparse a su cabeza e hincarle las garras en la coronilla-. ¡Ow!
– ¡Cazaril! -chilló el cuervo desde su nuevo asidero.
– Sí que tenéis talento para enseñar idiomas, mi lord de Cazaril. -La sonrisa de Umegat se ensanchó-. Ya te he oído -increpó al cuervo-. Si agacháis la cabeza, mi señor, intentaré apear a vuestro pasajero.
Así lo hizo Cazaril. Umegat, murmurando algo en roknari, persuadió al ave para que se subiera a su brazo, se lo llevó hasta la puerta, y lo lanzó por los aires. Se alejó volando, profiriendo, para alivio de Cazaril, graznidos más ordinarios.
Llegaron a la pajarería, donde Iselle descubrió que era tan popular entre las brillantes aves de las jaulas como Cazaril con el desastrado cuervo; se le subían a las mangas, y Umegat le enseñó a convencerlas de que comieran semillas sujetas entre sus dientes.
Se volvieron a continuación a las aves enjauladas. Betriz admiró una grande, de un verde resplandeciente, con plumas amarillas en el pecho y color rubí en el cuello. Chasqueó su robusto pico amarillo, se balanceó de lado a lado y sacó una fina lengua negra.
– Ésta ha llegado hace muy poco -explicó Umegat-. Creo que ha tenido una vida difícil y errante. Es bastante dócil, pero ha hecho falta tiempo y paciencia para tranquilizarla.
– ¿Habla? -quiso saber Betriz.
– Sí, pero sólo dice palabrotas. En roknari, por desgracia, quizá. Creo que debió de ser el pájaro de algún marinero. El marzo de Jironal lo trajo del norte esta primavera, como botín de guerra.
Los informes y rumores de aquella campaña no decisiva habían llegado a Valenda. Cazaril se preguntó si Umegat había formado parte alguna vez de un botín de guerra, como él mismo, y si era así como había recalado en Chalion. Lacónico, dijo:
– Es bonito, pero parece escaso consuelo por la pérdida de tres ciudades y un paso montañoso.
– Creo que lord de Jironal trajo consigo bastantes más bienes muebles -repuso Umegat-. Su tren de equipaje, a su regreso a Cardegoss, tardó una hora en cruzar las puertas.
– Yo también he tenido que vérmelas con mulas igual de lentas -murmuró Cazaril, sin darse por impresionado-. Chalion perdió más de lo que ganó de Jironal en aquella empresa mal planeada.
Iselle arqueó las cejas.
– ¿No fue una victoria?
– Depende de la definición. Los principados roknari y nosotros llevamos décadas jugando al tira y afloja en esa zona fronteriza. Solía ser un buen terreno… ahora es un yermo. Los huertos, los olivares y los viñedos se han quemado, se han abandonado las granjas, los animales han quedado sueltos para volverse salvajes o morirse de hambre… es la paz, y no la guerra, lo que enriquece un país. La guerra se limita a transferir la posesión de los residuos del más débil al más fuerte. Peor aún, lo que se compra con sangre se vende por oro, y luego se vuelve a robar. -Caviló, antes de añadir con amargura-: Vuestro abuelo, el roya Fonsa, compró Gotorget con las vidas de sus hijos. El marzo de Jironal la compró por trescientos mil reales. Prodigiosa transmutación, la que convierte la sangre de un hombre en el dinero de otro. Tornar el plomo en oro no es nada en comparación.
– ¿No habrá nunca paz en el norte? -preguntó Betriz, sobresaltada por la inusitada vehemencia de Cazaril.
Éste se encogió de hombros.
– No mientras la guerra sea tan lucrativa. Los príncipes roknari juegan al mismo juego. Es una corrupción universal.
– Ganar la guerra acabaría con ella -dijo Iselle, pensativa.
– Ése sí que es un sueño -suspiró Cazaril-. Si el roya pudiera contagiárselo a sus nobles sin que éstos comprendieran que iban a perder su forma de vida. Pero no. No es posible. Chalion, por sí sola, no podría derrotar a los cinco principados, y aunque lo lograra por algún milagro, carece de la experiencia naval necesaria para defender las costas después. Si se aliaran todas las royezas quintarianas, y se esforzaran durante una generación, quizá algún roya inmensamente fuerte y tenaz pudiera abrirse camino y unir el país entero. Pero el precio en vidas humanas, desgaste moral y dinero sería colosal.
Iselle respondió, despacio:
– ¿Más colosal que el precio de este incesante goteo de sangre y virtud que escapa hacia el norte? Si se acaba, si se corta de raíz, se acabaría de una vez por todas.
– Pero no hay nadie capaz de hacerlo. No existe el hombre con el nervio, la visión y la voluntad necesarias. El roya de Brajar es un viejo borracho que prefiere jugar con las damas de su corte, el Zorro de Ibra tiene las manos atadas por culpa de las disensiones civiles, Chalion… -Cazaril vaciló, comprendiendo que sus soflamadas emociones lo conducían a una franqueza apolítica.
– Teidez -comenzó Iselle, y cogió aliento-. Quizá ese honor recaiga sobre Teidez, cuando alcance la edad adulta.
No era ése un honor que le deseara Cazaril a ningún hombre, aunque el muchacho despuntaba talentos incipientes en esa dirección. Sólo hacía falta que la educación que recibiera en los próximos años consiguiera pulirlos y aguzarlos.
– La conquista no es la única vía que conduce a la unión de los pueblos -señaló Betriz-. También está el matrimonio.
– Sí, pero nadie puede casarse con tres royezas y cinco principados -dijo Iselle, arrugando la nariz-. A la vez no, por lo menos.
El ave verde, irritada quizá por haber perdido la atención de su público, eligió ese momento para proferir una frase notablemente vulgar en el roknari más grosero. El pájaro de un marinero, sin duda… de un corsario de galera, juzgó Cazaril. Umegat sonrió secamente ante el involuntario bufido de Cazaril, pero arqueó las cejas ligeramente cuando Betriz e Iselle apretaron los labios con fuerza y se arrebolaron, cruzaron la mirada, y a punto estuvieron de perder su circunspección. Con presteza, buscó una capucha y la caló sobre la cabeza del ave.
– Buenas noches, mi verde amigo. Ya veo que no estás preparado para ser presentado en sociedad. A lo mejor lord de Cazaril debería pasarse por aquí de vez en cuando y enseñarte el roknari como es debido, ¿eh?
Cazaril pensó que Umegat parecía perfectamente capaz de enseñarle el roknari de la corte él solito, pero se interrumpió cuando una pisada sorprendentemente vigorosa en el umbral de la pajarería demostró pertenecer a Orico, que estaba sacudiéndose babas de oso de los pantalones con una sonrisa. Cazaril decidió que el comentario del alcaide del castillo aquel primer día había sido acertado: la colección de fieras parecía aportar solaz al roya. Su mirada era clara, el color volvía a animar su semblante, visiblemente recuperado del somnoliento agotamiento que había evidenciado inmediatamente después del desayuno.
– Tenéis que venir a ver mis gatos -dijo a las damiselas. Todos lo siguieron hasta el pasillo de piedra, donde les enseñó orgulloso las jaulas que contenían un par de hermosos gatos dorados de orejas copetudas de las montañas del sur de Chalion, y un raro gato montés albino, de ojos azules, de la misma raza con chocantes copetes negros. Este extremo del pasillo contenía también una jaula que contenía un par de lo que Umegat llamó zorros del desierto del Archipiélago, semejantes a lobos flacos en miniatura, pero con unas enormes orejas triangulares y cínicas expresiones.
Con una floritura, Orico se volvió al fin hacia su predilecto sin lugar a dudas, el leopardo. Sujeto por su cadena de plata, se frotó contra las piernas del roya y emitió unos extraños gruñidos quedos. Cazaril contuvo el aliento cuando, animada por su hermano, Iselle se arrodilló para acariciarlo, con la cara justo al lado de aquellas poderosas mandíbulas. Aquellos ojos ambarinos, redondos y pelúcidos, le parecían de todo menos amigables, pero los párpados se entornaron en señal de evidente disfrute, y el ancho hocico anaranjado se estremeció cuando Iselle rascó vigorosamente a la bestia debajo de la barbilla y pasó los dedos extendidos por el fabuloso pelaje moteado. Cuando se puso él de rodillas, en cambio, el gruñido adoptó lo que a sus oídos sonaba como un tinte decididamente hostil, y su distante mirada ámbar no le animó a tomarse libertades. Impulsado por la prudencia, Cazaril mantuvo las manos pegadas al cuerpo.
El roya decidió quedarse para departir con su encargado de los establos, y Cazaril regresó al Zangre junto a las muchachas, mientras éstas conversaban animadamente intentando decidir cuál era la bestia más interesante de todo el zoológico.
– ¿Cuál crees tú que es la criatura más curiosa que hemos visto? -le preguntó Betriz.
Cazaril tardó un momento en responder, pero al final se decidió por la verdad.
– Umegat.
Betriz abrió la boca para recriminarle su aparente frivolidad, pero volvió a cerrarla cuando Iselle le lanzó una mirada penetrante. Cayó sobre ellos un meditabundo silencio, que imperó durante todo el camino de regreso a las puertas del castillo.
La merma de luz diurna propia de la proximidad del otoño no parecía causar efecto sobre los habitantes del Zangre, puesto que la prolongación de las noches seguía iluminándose con velas, banquetes y fiestas. Los cortesanos se turnaban para proporcionar entretenimientos cada vez más elaborados, dilapidando dinero e ingenio. Teidez e Iselle estaban deslumbrados, Iselle, lamentablemente, no del todo; con la ayuda del comentario de pasada que le hiciera Cazaril en voz baja, empezó a buscar indicios de significados y mensajes, a buscar intenciones ocultas, a calcular gastos y expectativas.
Teidez, hasta donde sabía Cazaril, se lo tragaba todo sin hacer preguntas. Los síntomas de la indigestión eran evidentes. Teidez y de Sanda comenzaron a disentir con mayor frecuencia y más abiertamente, mientras de Sanda libraba una batalla perdida de antemano por mantener la disciplina que había impuesto al muchacho en la sobria casa de la provincara. Incluso Iselle empezó a preocuparse por la creciente tensión entre su hermano y el tutor de éste, como dedujo enseguida Cazaril cuando Betriz lo abordó una mañana, con fingida impremeditación, junto a una ventana desde la que se divisaba la confluencia de los ríos y la mitad del interior de Cardegoss.
Tras algunos comentarios inanes acerca del tiempo, que era agradable, y la caza, que también lo era, imprimió un cambio brusco a la conversación para tratar el asunto que la había conducido hasta él, bajando la voz y preguntando:
– ¿A qué venía la tremenda trifulca entre Teidez y el pobre de Sanda anoche en vuestro pasillo? Las voces se oían por las ventanas y a través del suelo.
– Um… -Cinco dioses, ¿cómo iba a salir de ésta? Doncellas. Casi deseó que Iselle hubiera enviado a Nan de Vrit. En fin, seguramente la sensata viuda debía bregar con las disensiones femeninas que se desataran en la planta de arriba. Sí, y más valía ser franco que ambiguo. Betriz, que no era ninguna cría, y sobre todo no la única hermana de Teidez, podría decidir qué juzgaba adecuado que llegara a oídos de Iselle mejor que él mismo-. Dondo de Jironal trajo anoche una ramera para la cama de Teidez. De Sanda la echó del cuarto. Teidez estaba furioso. -Furioso, abochornado, posiblemente aliviado en secreto, y, más tarde, ebrio de vino. Ah, cuán gloriosa, la vida en la corte.
– Oh -dijo Betriz. La había conmocionado un poco, pero no en exceso, le alivió comprobar-. Oh. -Se sumió en un pensativo silencio unos momentos, fija la mirada en las vastas llanuras doradas al otro lado del río y su extenso valle. Casi toda la cosecha estaba a punto. Se mordió el labio inferior y volvió a mirar a Cazaril con los ojos entornados por la preocupación-. No es… seguro que no… resulta algo extraño que un hombre de cuarenta años como lord Dondo ande colgado de la manga de un muchacho de catorce.
– ¿Colgado de un muchacho? Sí que es raro. Colgado de un róseo, su futuro roya, futuro dispensador de rango, riqueza, favores, oportunidades militares… bueno, eso es bien distinto. Hazme caso, si Dondo se soltara de esa manga, enseguida le echarían mano otros tres hombres. Lo que importa son… los modales.
Betriz frunció los labios, asqueada.
– Ya veo. Una ramera, puaj. Y lord Dondo… eso es lo que se llama un procurador, ¿no?
– Mm, y cosas peores. No es que… no es que Teidez no esté al borde de convertirse en todo un hombre, y todo hombre debe aprender alguna vez…
– ¿La noche de bodas no es suficiente? Nosotras debemos esperar hasta entonces para aprender.
– Los hombres… suelen casarse más tarde -intentó, decidiendo que ésta era una discusión de la que prefería mantenerse alejado y, además, le avergonzaba recordar lo tarde que le había llegado su hora de aprender-. Aunque por lo general, el hombre tendrá un amigo, un hermano, o al menos un padre o un tío, que le presente, em. Cómo decirlo. A las damas. Pero Dondo de Jironal no es nada de eso para Teidez.
Betriz frunció el ceño.
– Es que Teidez no tiene nada de eso. Bueno, salvo… salvo el roya Orico, que es a la vez padre y hermano para él, en cierto modo.
Cruzaron la mirada, y Cazaril supo que no hacía falta que añadiera en voz alta: Aunque no sea de demasiada utilidad.
Tras otro momento de meditación, Betriz añadió:
– Y me cuesta imaginar a sir de Sanda…
Cazaril contuvo un resoplido.
– Ah, pobre Teidez. A mí también me cuesta. -Vaciló, antes de seguir-. Es una edad difícil. Si Teidez se hubiera criado en la corte, estaría acostumbrado a este ambiente, no sería tan… impresionable. O si hubiera venido siendo mayor, tendría una personalidad más asentada, una mentalidad más sólida. No es que la corte deje de ser impresionante a cierta edad, y menos si te sueltan de repente en medio de la tormenta. Aun así, si Teidez ha de ser el heredero de Orico, va siendo hora de que comience a prepararse para ello, de que aprenda a controlar las presiones además de los deberes en su justa medida.
– ¿Es ésa la formación que está recibiendo? A mí no me lo parece. De Sanda lo intenta, desesperadamente, pero…
– Se encuentra en inferioridad numérica -finalizó su frase Cazaril, con desánimo-. Ahí radica el problema. -Frunció el entrecejo, meditabundo-. En la casa de la provincara, de Sanda gozaba de su respaldo, de su autoridad para sustentar la propia. Aquí en Cardegoss, correspondería al roya Orico cumplir esa función, pero no demuestra interés. De Sanda se ha quedado solo frente a la adversidad.
– Esta corte… -Betriz arrugó el ceño, intentando dar forma a unas ideas con las que no estaba familiarizada-. ¿Esta corte no tiene un centro?
Cazaril exhaló un suspiro de abatimiento.
– Toda corte gobernada como es debido aloja siempre a alguien de autoridad moral. Si no es el roya, quizá sea la royina, alguien como la provincara que marque el ritmo, que respete los estándares. Orico es… -no podía decir débil, no se atrevía a decir negligente-, no es la persona adecuada, y la royina Sara… -La royina Sara le parecía un fantasma, pálida y etérea, casi invisible-. Tampoco. Eso nos conduce al canciller de Jironal. Que está demasiado absorto en las cuestiones de estado, y no se siente inclinado a poner coto a su hermano.
Betriz entrecerró los ojos.
– ¿Estás diciendo que incita a Dondo?
Cazaril se llevó un dedo a los labios, indicando cautela.
– ¿Te acuerdas del chiste que hizo Umegat acerca de los cuervos cortesanos del Zangre? Prueba a darle la vuelta. ¿Has visto alguna vez una bandada de cuervos decidida a robar el nido de otra ave? Uno ahuyenta a los padres, mientras otro sustrae los huevos o los polluelos… -Sintió sequedad en la boca-. Por suerte, la mayoría de los cortesanos de Cardegoss no saben organizarse para colaborar con la eficacia de una bandada de cuervos.
Betriz suspiró.
– Ni siquiera estoy segura de que Teidez se dé cuenta de que no todo es por su propio bien.
– Temo que de Sanda, pese a su franca preocupación, no haya sabido expresarse con la claridad necesaria. Hazme caso si te digo que tendría que ser sumamente franco para imponer su voz al estrépito de los halagos en que nada ahora Teidez.
– Pero tú lo haces por Iselle, todo el tiempo -objetó Betriz-. Tú dices, cuidado con este hombre, fíjate en lo que hace ahora, fíjate en por qué lo hace… la séptima u octava vez que nos llamas la atención sobre el asunto, no podemos por menos de escuchar… y a la décima o duodécima, empezamos a verlo también. ¿No puede hacer lo mismo de Sanda por el róseo Teidez?
– Es más fácil ver el tiznón en la mejilla de otro que en la propia. Esta bandada de cortesanos no atosiga a Iselle del mismo modo que a Teidez. Gracias a los dioses. Todos saben que ella saldrá de la corte, quizá incluso de Chalion, que no es plato para ellos. Teidez será el pan de su futuro.
Con aquella apreciación no concluyente e insatisfactoria, se vieron obligados a aparcar el tema por un tiempo, pero a Cazaril le agradó saber que Betriz e Iselle empezaban a cobrar conciencia de los sutiles peligros que entrañaba la vida en la corte. El ambiente de fiesta era cegador, seductor, un festín para la vista que podía emborrachar e intoxicar tanto la mente como el cuerpo. Para algunos cortesanos y damas, suponía Cazaril, era en verdad el juego gozoso e inocente -aunque caro- que aparentaba. Para otros, era un baile de apariencias, de mensajes en clave, de estocadas y contraestocadas tan serias, si bien no instantáneamente letales, como las de cualquier duelo. A fin de no perder comba, había que distinguir quién marcaba el ritmo y quién se dejaba llevar. Dondo de Jironal era un bailarín consumado por derecho propio, y aun así… aunque no todos sus movimientos estuvieran dirigidos por su hermano mayor, sí se podía decir sin miedo que era éste el que le permitía ejecutarlos.
No. Decir sin miedo no. Pensar con certeza.
Por escasa que fuera su estima de la moral de la corte, tenía que conceder que los músicos de Orico eran muy buenos, reflexionó Cazaril, que escuchaba ávido su actuación durante el baile de la noche siguiente. Si la royina Sara tenía un consuelo equiparable al que encontraba Orico en su zoológico, éste era sin duda el que le proporcionaban los trovadores y los juglares del Zangre. Ella nunca bailaba, rara vez sonreía, pero no se perdía una sola fiesta en la que sonara la música, ya fuera sentada junto a su ebrio y somnoliento esposo, o, si Orico se acostaba temprano, ociosa tras un biombo labrado en compañía de sus damas en la galería frente a los músicos. Cazaril pensó que comprendía su hambre de este solaz, apoyado contra la pared de la cámara en el que estaba convirtiéndose en su lugar acostumbrado, siguiendo el ritmo con el pie y observando benignamente cómo volaban sus damiselas sobre el bruñido suelo de madera.
Los músicos y los bailarines se tomaron un descanso tras un vigoroso rondón, y Cazaril se sumó a los discretos aplausos que inició la royina detrás de su biombo. Una voz por completo inesperada le dijo al oído:
– Vaya, castelar. ¡Ahora me cuesta menos reconoceros!
– ¡Palli! -Cazaril controló su primer impulso de lanzarse sobre su amigo, convirtiendo el movimiento en una fugaz reverencia. Palli, vestido formalmente con los pantalones y la túnica azules y el tabardo blanco de la orden militar de la Hija, las botas lustradas y una espada rutilante sobre la cintura, se rió y le devolvió una reverencia igualmente ceremoniosa, aunque la siguió de un firme, aunque breve, apretón de manos-. ¿Qué te trae por Cardegoss?
– ¡Justicia, por la diosa! Y no poca, además, de aquí a un año vista. Cabalgo en apoyo del lord dedicado el provincar de Yarrin, en una pequeña y santa empresa suya. Te diré más, pero, ah -Palli escrutó la atestada cámara, donde los bailarines volvían a formar-, mejor que no sea aquí. Parece que has sobrevivido a tu viaje a la corte… espero que ya se te haya pasado ese ataque de ansiedad.
Cazaril torció el rictus.
– De momento. Te diré más, pero… no aquí. -Un vistazo en rededor le bastó para cerciorarse de que ni lord Dondo ni su hermano mayor estaban presentes en ese momento, aunque sabía al menos de una docena de hombres que estarían dispuestos a informarles de esta reunión y bienvenida. Que así fuera-. Busquemos un lugar más tranquilo.
Pasearon con aparente indiferencia hasta llegar a la cámara adjunta, donde Cazaril condujo a Palli hasta una aspillera desde la que se dominaba un patio iluminado por la luna. En la otra punta del patio, había una pareja sentada y arrumada, pero Cazaril calculó que se encontraban demasiado lejos y absortos para reparar en su conversación.
– ¿Qué es lo que trae a de Yarrin a la corte tan precipitadamente? -preguntó Cazaril, con curiosidad. El provincar de Yarrin era el lord chalionés de mayor rango que había decidido jurar fidelidad a la santa orden militar de la Hija. La mayoría de jóvenes con inclinaciones militares se dedicaban a la Orden del Hijo, mucho más glamurosa, con su gloriosa tradición de batallas contra los invasores roknari. Incluso Cazaril había prestado juramento como lego dedicado al Hijo, de joven, y había retirado el juramento, cuando… déjalo. La santa orden marcial de la Hija, mucho más pequeña, se ocupaba de quehaceres más domésticos, como guardar los templos, o patrullar los caminos que conducían a los templos de peregrinaje; por extensión, controlaban el bandidaje, perseguían ladrones de ganado y caballerías, ayudaban a capturar asesinos. Los soldados de la diosa compensaban su escaso número con su romántica dedicación. Palli encajaba perfectamente en el perfil, pensó Cazaril con una sonrisa, y sin duda había encontrado su vocación al final.
– Limpieza de primavera. -Palli sonrió igual que uno de los zorros de arena de Umegat por un momento-. Por fin vamos a arreglar un maloliente desperfecto entre las paredes del templo. De Yarrin sospechaba desde hacía tiempo que, llevando tanto tiempo enfermo y moribundo el antiguo general, el interventor de la orden de Cardegoss estaba filtrando los fondos de la orden conforme pasaban por sus dedos. -Meneó los suyos, para ilustrar sus palabras-. Hacia su propia bolsa.
Cazaril soltó un gruñido.
– Qué pena.
Palli arqueó una ceja.
– ¿No te sorprendes?
Cazaril se encogió de hombros.
– Ni un ápice. Estas cosas pasan a veces, cuando se tienta a los hombres más allá de sus fuerzas. Aunque no había oído mencionar nada específico contra el interventor de la Hija, aparte de las calumnias habituales contra cualquier oficial de Cardegoss, sea honrado o no, que repiten todos los ilusos.
Palli asintió.
– De Yarrin ha tardado más de un año en reunir las pruebas y los testigos sin despertar sospechas. Cogimos al interventor, y sus libros, por sorpresa hace unas dos horas. Ahora está encerrado en el sótano de la casa de la Hija, bajo vigilancia. De Yarrin presentará el caso ante el consejo de la orden mañana por la mañana. El interventor será despojado de su puesto y rango mañana por la tarde, y entregado a la Cancillería de Cardegoss para recibir su castigo mañana por la noche. ¡Ja!
Cerró el puño en gesto de triunfo anticipado.
– ¡Así se hace! ¿Vas a quedarte, después de eso?
– Espero pasar aquí una o dos semanas, por la caza.
– ¡Ah, excelente! Tiempo para hablar, y un hombre de ingenio y honor sin tacha con el que emplear ese tiempo… doble lujo.
– Me hospedo en la ciudad, en el palacio de Yarrin, pero esta noche no puedo entretenerme aquí. Sólo he venido al Zangre con de Yarrin para que presente sus respetos e informe al roya Orico y al general lord Dondo de Jironal. -Palli se interrumpió-. A juzgar por tu saludable aspecto, intuyo que tus preocupaciones acerca de los Jironal resultaron estar infundadas.
Cazaril guardó silencio. La brisa que entraba por la aspillera era cada vez más fría. Incluso los amantes del patio habían buscado refugio dentro. Al cabo, dijo:
– Procuro no cruzarme con ninguno de los Jironal. En todos los sentidos.
Palli frunció el ceño, y pareció que tuviera las palabras a flor de boca.
Un par de sirvientes aparecieron empujando un carro que portaba un cántaro de vino caliente, perfumado con especias y azúcar, cruzando la antecámara en dirección al salón de baile. Salió una jovencita risueña, perseguida de cerca y entre carcajadas por un joven cortesano; ambos desaparecieron en dirección opuesta, aunque su risa imbricada se demoró en el aire. Sonaron de nuevo notas musicales, que flotaban en la galería igual que flores.
El ceño de Palli se suavizó.
– ¿Ha acompañado también lady Betriz de Ferrej a la rósea Iselle desde Valenda?
– ¿No la has visto, entre los bailarines?
– No… te vi a ti primero, con lo larguirucho que eres, sosteniendo la pared. Cuando supe que la rósea estaba aquí, vine con la esperanza de encontrarte también a ti, aunque a juzgar por la forma en que hablaste la última vez que conversamos no estaba seguro de que hubieras venido. ¿Tú crees que podría robarle un baile antes de que de Yarrin haya terminado de conferenciar con Orico?
– Si crees que tienes fuerzas suficientes para abrirte paso a empujones entre la multitud que la rodea, quizá -respondió Cazaril, secamente, animándolo con un gesto-. A mí siempre me derrotan.
Palli lo consiguió sin esfuerzo aparente, y no tardó en sostener la mano de una sorprendida y risueña Betriz dentro y fuera de las figuras, con garbo. Dedicó algún tiempo también a la rósea Iselle. Las dos damiselas parecían encantadas de volver a verlo. Cuando se tomó un descanso, le dieron la bienvenida cuatro o cinco señores que aparentemente conocía, hasta que se le acercó un paje y le tocó el codo, y le murmuró un mensaje al oído. Palli se despidió y se fue, presumiblemente para reunirse con su camarada el lord dedicado de Yarrin y escoltarlo de regreso a su mansión.
Cazaril esperaba que el nuevo santo general de la Hija, lord Dondo de Jironal, se alegrara y congratulara de encontrar la casa limpia mañana. Lo esperaba fervientemente.