13

La rósea se sentía tan agotada tras el suplicio del extraño funeral de lord Dondo que se tambaleaba para cuando hubieron subido de nuevo al castillo. Cazaril dejó a Nan y Betriz al cuidado de la ejecución del sensato plan de meter a Iselle directamente en la cama y pedir a los criados que les llevaran una sencilla cena a sus aposentos. Él volvió a salir del bloque principal camino de las puertas del Zangre. Hizo una pausa y escrutó la ciudad a lo lejos para ver si seguía divisándose una columna de humo que surgiera del templo. Le pareció apreciar un débil reflejo anaranjado en las nubes bajas, pero estaba demasiado oscuro para distinguir nada más.

Le dio un vuelco el corazón ante el súbito aleteo que lo rodeó mientras cruzaba el patio de los establos, pero se trataba tan sólo de los cuervos de Fonsa, que volvían a acosarlo. Espantó a dos que intentaban posarse en su hombro, con aspavientos, siseos y pisotones. Las aves se alejaron, pero no se marcharon, sino que lo siguieron, conspicuamente, durante todo el trayecto hasta la colección de fieras.

Uno de los mozos al servicio de Umegat aguardaba junto a las lámparas de pared que flanqueaban la puerta del pasillo. Se trataba de un anciano menudo, privado de sus pulgares, que dedicó a Cazaril una amplia sonrisa que reveló una lengua truncada, equivalente a un recibimiento que era una especie de ronroneo mudo, claro el significado gracias a sus gestos afables. Abrió la puerta lo justo para permitir el paso de Cazaril, y ahuyentó a los cuervos que pretendían seguirlo, disuadiendo al más obstinado con un puntapié antes de volver a cerrar el paso.

El candelero del mozo, protegido por un tulipán de cristal soplado, disponía de un grueso mango por el que sujetarlo. A esta luz guió a Cazaril por el pasillo de la colección de fieras. Los animales bufaron y patearon en sus establos al paso de Cazaril, pegándose a los barrotes para mirarlo desde las sombras. Los ojos del leopardo refulgían como chispas verdes; su traqueteante gruñido resonó en las paredes, no sordo y hostil, sino palpitando con un dejo extrañamente inquisitivo.

Las habitaciones de los mozos del zoológico ocupaban la mitad de la planta alta del edificio, estando la otra mitad dedicada a almacén de paja y forraje. Había una puerta abierta, y la luz de una vela se vertía por la abertura en el lóbrego pasillo. El lacayo llamó al marco de la puerta; la voz de Umegat respondió:

– Está bien. Gracias.

El mozo se hizo a un lado con una reverencia. Cazaril se agachó para cruzar la puerta y encontrarse en un aposento privado, aunque angosto, con una ventana que daba al oscuro patio del establo. Umegat cerró la cortina y se acercó a una tosca mesa de pino cubierta por un mantel de vivos colores, donde reposaban una jarra y copas de barro, además de una bandeja con pan y queso.

– Gracias por venir, lord Cazaril. Pase, por favor, siéntese. Gracias, Daris, puedes retirarte. -Umegat cerró la puerta.

Cazaril se detuvo a medio camino de la silla que había indicado su anfitrión con un gesto para quedarse mirando una estantería alta atestada de libros, entre ellos algunos títulos en ibrano, darthaco y roknari. Le llamó la atención cierto lomo de aspecto familiar, inscrito con letras doradas, sito en la balda más alta: La senda quíntupla del alma. Ordol. La cubierta de cuero se veía desgastada por el uso, y el volumen, como casi todos los demás, estaba libre de polvo. Teología, principalmente. ¿Por qué será que no me extraña?

Cazaril se sentó en la sencilla silla de madera. Umegat dio la vuelta a una copa y la llenó de un pesado vino tinto, sonrió brevemente, y se la ofreció a su huésped. Cazaril cerró las manos trémulas en torno al recipiente, sintiéndose enormemente agradecido.

– Gracias. Lo necesitaba.

– Me lo imaginaba, mi lord. -Umegat se sirvió otra copa y se sentó frente a Cazaril. Aunque la mesa fuera simple y humilde, los generosos pares de velas de cera que la adornaba despedían una luz rica y clara. La luz perfecta para leer.

Cazaril se llevó la copa a los labios y la apuró de un trago. Cuando la posó, Umegat volvió a llenarla hasta el borde. Cazaril cerró los ojos y los abrió. Abiertos o cerrados, Umegat refulgía.

– Eres un acólito… no. Eres un divino. ¿Verdad?

Umegat carraspeó, compungido.

– Sí. De la Orden del Bastardo. Aunque no es ése el motivo por el que estoy aquí.

– ¿Por qué estás aquí?

– Ya llegaremos a eso. -Umegat se inclinó hacia delante, cogió el cuchillo y comenzó a partir trozos de pan y queso.

– Pensaba… esperaba… me preguntaba… si quizá te habían enviado los dioses. Para guiarme y protegerme.

Umegat sonrió.

– ¿Ah, sí? Y yo que estaba aquí preguntándome si no os habrían enviado los dioses para guiarme y protegerme a .

– Oh. Eso es… una faena. -Cazaril se encogió un poco en su asiento, y bebió otro trago de vino-. ¿Desde cuándo?

– Desde aquel día en el zoo, cuando el cuervo de Fonsa se puso a brincar sobre vuestra cabeza gritando ¡Este! ¡Este! El dios de mi elección es, cómo decirlo, endemoniadamente ambiguo a veces, pero fue imposible no ver aquello.

– ¿Brillaba, entonces?

– No.

– ¿Cuándo empecé a, um, hacerlo?

– En algún momento entre la última vez que os vi, que fue ayer por la tarde cuando volvisteis al Zangre renqueando como si os hubiera derribado un caballo, y hoy en el templo. Creo que vos debéis de tener una idea más aproximada del momento exacto. ¿No probáis bocado, mi lord? Tenéis mal aspecto.

Cazaril no había comido nada desde que Betriz le trajera las sopas de leche a mediodía. Umegat esperó a que su invitado tuviera la boca llena de queso y gomosa corteza de pan, antes de comentar:

– Una de mis diversas tareas como joven divino, antes de que viniera a Cardegoss, consistía en ayudar al Inquisidor del Templo en sus investigaciones sobre presuntos practicantes de la magia de la muerte. -Cazaril se atragantó; Umegat prosiguió, sereno-: O del milagro de la muerte, por utilizar un término más exacto, teológicamente hablando. Descubrimos un buen número de farsas ingeniosas… veneno, por lo general, aunque los, ah, asesinos más memos recurrían a métodos más rudimentarios. Tuve que explicarles que el Bastardo no ejecuta a los pecadores impenitentes de una puñalada, ni de un martillazo. Los genuinos milagros eran mucho más escasos de lo que sugería su notoriedad. Pero nunca encontré un caso auténtico en el que la víctima fuera inocente. Por decirlo elegantemente, lo que concedía el Bastardo eran milagros de justicia.

Su voz había adquirido una cualidad más directa, más decisiva, evaporándose el servilismo junto a gran parte de su leve acento roknari.

– Ah -musitó Cazaril, y bebió un poco más de vino. Tengo ante mí al hombre más cabal de toda Cardegoss, y hace tres meses que no me fijo en él porque viste como un criado. Era evidente que Umegat no deseaba llamar la atención-. Ese tabardo vale tanto como una capa de invisibilidad, sabes.

Umegat sonrió, y dio un sorbo a su vino.

– Sí.

– Así que… ¿ahora eres inquisidor? -¿Era ése el fin? ¿Sería acusado, sentenciado, ejecutado por su atentado contra Dondo, por vano que hubiera sido?

– No. Ya no.

– Entonces, ¿qué eres?

Para pasmo de Cazaril, la risa chisporroteó en los ojos de Umegat.

– Un santo.

Cazaril se quedó mirándolo un buen rato, antes de apurar su copa. Solícito, Umegat la rellenó. Cazaril estaba seguro de muy pocas cosas esa noche, pero de alguna manera, no le parecía que Umegat estuviera loco. Ni que fuera un mentiroso.

– Un santo. Del Bastardo.

Umegat asintió con la cabeza.

– Eso es… es una vocación extraña, para un roknari. ¿Cómo es posible? -La cuestión era inane, pero con dos copas de vino en el estómago vacío, comenzaba a sentirse achispado.

La sonrisa de Umegat se tornó tristemente introspectiva.

– Por tratarse de vos… la verdad. Supongo que los nombres ya dan igual. Ocurrió hace una eternidad. Cuando era un joven señor en el Archipiélago, me enamoré.

– Eso les pasa a los jóvenes señores y a los jóvenes lacayos en todas partes.

– Mi amor tendría unos treinta años. Era un hombre de mente despierta y buen corazón.

– Oh. En el Archipiélago no.

– Exacto. La religión no me interesaba en absoluto. Por razones obvias, él era quintariano en secreto. Planeamos nuestra fuga juntos. Llegué al barco que se dirigía a Brajar. Él no. Me pasé todo el viaje mareado y desesperado, aprendiendo, pensaba, a rezar. Con la esperanza de que él hubiera conseguido subir a otro velero, y que nos reuniríamos en la ciudad portuaria que habíamos elegido por destino. Transcurrió más de un año antes de que descubriera cuál había sido su final, de boca de un mercader roknari que recaló allí en viaje de negocios y al que ambos habíamos conocido en su día.

Cazaril pegó un trago.

– ¿Lo de costumbre?

– Ah, sí. Genitales, pulgares… para que no pudiera persignarse ante el quinto dios… -Umegat se tocó la frente, el ombligo, la ingle y el corazón, doblando el pulgar bajo la palma a la manera quadrena, negando el quinto dedo que pertenecía al Bastardo-, reservaron la lengua para el final, para que pudiera traicionar a otros. No lo hizo. Murió mártir, ahorcado.

Cazaril se tocó la frente, el labio, el ombligo, la ingle y el corazón, con los cinco dedos desplegados.

– Lo lamento.

Umegat asintió.

– Pensé en aquello durante algún tiempo. Al menos, cuando no estaba borracho, o vomitando, o haciendo cualquier estupidez. Je, la juventud. No fue fácil. Por fin, un buen día, me acerqué al templo e ingresé en la orden. -Cogió aliento-. La Orden del Bastardo ofrecía refugio a los desamparados, amistad a los repudiados, honor a los desprestigiados. A mí me dieron trabajo. Yo me sentía… encantado.

Un divino del Templo. Umegat estaba omitiendo detalles, le daba la impresión a Cazaril. Como cuarenta años de detalles. Pero no era en absoluto inexplicable que un hombre inteligente, vital y devoto ascendiera en la jerarquía del Templo hasta alcanzar ese rango. Lo que le daba más quebraderos de cabeza era que refulgiera como la luna sobre un manto de nieve.

– Vale. Genial. Grandes obras. Inclusas y, um, pesquisas. Explícame ahora por qué brillas en la oscuridad. -O bien había bebido demasiado, o bien no lo suficiente, decidió con desánimo.

Umegat se frotó el cuello y se acarició la coleta.

– ¿Comprendes lo que significa ser un santo?

Cazaril carraspeó, incómodo.

– Supongo que hay que ser muy virtuoso.

– No, la verdad. No hace falta ser bueno. Ni siquiera majo. -Umegat parecía cansado de repente-. Cierto, una vez se experimenta… lo que experimenta uno, te cambia el gusto. La ambición material parece inmaterial. La codicia, la soberbia, la vanidad, la ira, se vuelven tan sosas que dejas de pensar en ellas.

– ¿El deseo?

Umegat se animó.

– El deseo, me alegra decir que permanece casi inalterado. O quizá debiera matizar, el amor. Puesto que la crueldad y el egoísmo que envilecen el deseo se vuelven tediosos. Pero, personalmente, creo que no se trata tanto de un engrandecimiento de la virtud como del simple reemplazo de vicios anteriores por la adicción al dios propio. -Vació su copa-. Los dioses aman a sus ensalzados hombres y mujeres igual que ama un artista el buen mármol, pero no por su virtud. Sino por su voluntad. Que es el cincel y el martillo. ¿Te ha citado alguien alguna vez el clásico sermón de Ordol sobre las copas?

– ¿Ése en el que el divino derrama agua sobre todas las cosas? La primera vez que lo escuché tenía diez años. Me pareció muy entretenida la parte en que se moja los zapatos, pero claro, tenía diez años. Me temo que el divino de nuestro Templo en Cazaril era demasiado monótono.

– Escucha ahora, y verás cómo no te aburres. -Umegat invirtió su copa de barro encima del mantel-. La voluntad del hombre es libre. Los dioses no pueden invadirla, del mismo modo que yo no puedo echar vino ahora en esta copa vertiéndolo sobre su fondo.

– ¡No, no desperdicies el vino! -protestó Cazaril, cuando Umegat hizo ademán de coger la jarra-. Ya he visto antes la demostración.

Umegat sonrió, y desistió.

– Pero ¿has comprendido realmente cuán impotentes son los dioses, cuando incluso el esclavo más humilde es capaz de excluirlos de su corazón? Y quien dice de su corazón, dice del mundo, puesto que los dioses no pueden llegar a él salvo por medio de almas vivas. Si los dioses pudieran abrirse paso a través de quién quisieran, los hombres serían meros títeres. Sólo al tomar prestada o recibir la voluntad de una criatura consciente, acceden a un pequeño canal por el que actuar. Pueden ahondar en la mente y el alma de los animales, a veces, con esfuerzo. Las plantas… requieren mucha previsión. O -Umegat volvió a dar la vuelta a la copa, y levantó la jarra-, a veces, un hombre puede abrirse a ellos, y permitir que se viertan en el mundo a través de él. -Llenó su copa-. Un santo no es un hombre virtuoso, sino un hombre vacío. Él, o ella, concede libremente el don de su voluntad a su dios. Y al renunciar a la acción, hace que la acción sea posible. -Se llevó la copa a los labios, observando inquietantemente a Cazaril por encima del borde, y bebió. Añadió-: Tu divino no debería haber usado agua. No retiene la atención como es debido. Vino. O sangre, una gota. Cualquier líquido que sea importante.

– Um -consiguió responder Cazaril.

Umegat se arrellanó y lo estudió un momento. Cazaril no pensaba que el roknari estuviera fijándose en su cuerpo. Vale, ahora dime, ¿qué hace un santo erudito divino renegado roknari del Templo del Bastardo disfrazado de mozo de cuadras en el zoológico del Zangre? En voz alta, consiguió resumirlo en un lacónico:

– ¿Qué haces aquí?

Umegat se encogió de hombros.

– Lo que quiere el dios. -Se apiadó de la exasperación de Cazaril, y añadió-: Lo que quiere, al parecer, es mantener con vida al roya Orico.

Cazaril se irguió en su silla, pugnando con los vapores del vino que se empeñaban en nublarle el sentido.

– ¿Orico, enfermo?

– Sí. Es un secreto de estado, claro, aunque salta a la vista para cualquiera que tenga dos dedos de frente y se pare a mirar. En cualquier caso… -Se llevó un dedo a los labios rogando discreción.

– Sí, pero… yo creía que de curar se ocupaban la Madre y la Hija.

– Si la enfermedad del roya obedeciera a causas naturales, así sería.

– ¿Causas antinaturales? -Cazaril entornó los ojos-. La capa negra… ¿tú también la ves?

– Sí.

– Pero Teidez también tiene esa capa, e Iselle… y aun la royina Sara está manchada. ¿Qué mal es ése, que no querías hablar de ello en la calle?

Umegat posó su copa, se atusó la coleta gris broncínea, y suspiró.

– Todo se remonta a los días de Fonsa el Sabihondo y el General Dorado. Lo que, supongo, para ti es historia y leyenda. Yo viví aquellos tiempos desesperados. -En tono informal, añadió-: Una vez vi al general, sabes. Yo era un espía infiltrado en su principado por aquel entonces. Detestaba todo lo que él simbolizaba, pero… una palabra suya, una sola, y creo que lo habría seguido arrastrándome de rodillas. No es que estuviera tocado por los dioses. Era el avatar encarnado, avanzaba hacia el fulcro del mundo en el momento idóneo. Casi. Se aproximaba su hora cuando Fonsa y el Bastardo lo abatieron.

La voz cultivada de Umegat, ligeramente nostálgica, había dado paso a un temor reverencial recordado. Tenía la mirada fija en algún punto intermedio de su memoria.

Sus ojos se alejaron del pasado lejano y volvieron a reparar en Cazaril. Acordándose de sonreír, tendió la mano, con el pulgar levantado, y la movió a uno y otro lado.

– El Bastardo, aunque sea el miembro más débil de Su familia, es el dios del equilibrio. La oposición que concede a la mano la capacidad de asir. Se dice que si llegara el momento en que un dios se impusiera a los demás, la verdad sería única, y simple, y perfecta, y el mundo tocaría a su fin en un estallido de luz. Algunos hombres de mentalidad lógica incluso encuentran atractiva esta idea. A mí, personalmente, me parece un horror, aunque admito que siempre he sido una persona de gustos sencillos. Mientras tanto, el Bastardo, desvinculado de toda estación, se preocupa de preservarnos a todos.

Umegat tamborileó con los dedos, Hija-Madre-Hijo-Padre, tocándose la yema del pulgar.

Continuó:

– El General Dorado era una ola del destino que se alzaba para aplastar el mundo. El alma de Fonsa era equiparable a su alma, pero no podía equilibrar su vasto destino. Cuando el demonio de la muerte se llevó sus almas del mundo, aquel destino se derramó sobre los herederos de Fonsa, un miasma de mala suerte y sutil amargura. La sombra negra que ves es el destino incompleto del General Dorado, encostrado en las vidas de sus enemigos. Una maldición desencadenada por su muerte, si lo prefieres.

Cazaril se preguntó si eso explicaba por qué todas las campañas militares de Ias y Orico habían acabado siempre igual de mal.

– ¿Cómo… cómo se puede levantar la maldición?

Umegat exhaló un suspiro.

– Seis años, y no he recibido respuesta. Quizá termine con la muerte de todos los descendientes de la sangre de Fonsa.

Pero eso significa… el roya, Teidez… ¡Iselle!

– O quizá -continuó Umegat-, aun después, continuará supurando en el tiempo igual que un goteo de veneno. Hace años que debería haber acabado con Orico. El contacto con las criaturas sagradas purifica al roya de la corrosión de la maldición, pero sólo durante algún tiempo. La colección de fieras retrasa su destrucción, pero el dios no me ha dicho por qué. -Su voz se tornó taciturna-. Los dioses no escriben cartas ni instrucciones, sabes. Ni siquiera a sus santos. Lo he sugerido, en mis oraciones. Me he pasado horas enteras con la tinta secándose en mi pluma, enteramente a Su servicio. ¿Y qué me envía Él? Un cuervo sobreexcitado cuyo vocabulario se limita a una palabra.

Cazaril torció el gesto sintiéndose culpable, pensando en aquel pobre cuervo. Lo cierto era que lamentaba más la muerte del ave que la de Dondo.

– Así que eso es lo que hago aquí -concluyó Umegat. Miró intensamente a Cazaril-. Y ahora. ¿Qué haces aquí?

Cazaril abrió las manos, en señal de impotencia.

– Umegat, no lo sé. -Tentativamente, añadió-: ¿No lo sabes tú? Dijiste… que yo brillaba. ¿Me parezco a ti? ¿O a Iselle? ¿O a Orico, aunque sea?

– No te pareces a nada que haya visto desde que se me concedió el ojo interior. Si Iselle es una vela, tú eres una conflagración. Eres… la verdad, incómodo de contemplar.

– No me siento como una conflagración.

– ¿Cómo te sientes?

– ¿Ahora mismo? Como una pila de abono. Enfermo. Borracho. -Agitó el vino tinto en el fondo de su copa-. Tengo retortijones, que vienen y van. -Tenía el estómago en calma en esos momentos, aunque hinchado todavía-. Y cansado. No estaba tan cansado desde mi período de convalecencia en la casa de la Madre de Zagosur.

– Creo -dijo Umegat, despacio-, que es muy, muy importante que me cuentes la verdad.

Sus labios sonreían aún, pero sus ojos grises parecían dos ascuas. Se le ocurrió a Cazaril entonces que un buen inquisidor del Templo probablemente sabría mostrarse encantador, y arrancar confesiones a la gente en el transcurso de sus indagaciones. Tan sencillo como emborrachar al interrogado.

Renunciaste a tu vida. No es justo que ahora te lamentes por ello.

– Anoche intenté lanzar la magia de la muerte sobre Dondo de Jironal.

Umegat no dio muestras de desconcierto ni sorpresa, se limitó a aumentar la intensidad de su mirada.

– Ya. ¿Dónde?

– En la Torre de Fonsa. Escalé las pizarras del tejado. Llevé una rata, pero el cuervo… vino a mí. No tenía miedo. Le había dado de comer, sabes.

– Continúa… -exhaló Umegat.

– Sacrifiqué la rata, y le rompí el cuello al pobre cuervo, y recé de rodillas. Y luego sentí dolor. No me lo esperaba. Y no podía respirar. Las velas se apagaron. Y dije, Gracias, porque sentí… -No podía describir lo que había sentido, aquel lugar extraño, como si se hubiera tumbado en un lugar donde podría descansar a salvo por siempre jamás-. Y luego me desmayé. Pensé que me moría.

– ¿Y luego?

– Luego… nada. Me desperté rodeado por la niebla de la mañana, enfermo, aterido y sintiéndome como un auténtico inútil. No, espera… tuve una pesadilla en la que Dondo se asfixiaba hasta morir. Pero sabía que había fracasado. Así que me arrastré hasta la cama. Luego llegó de Jironal hecho una furia…

Umegat tamborileó con los dedos sobre la mesa, observándolo con los párpados entrecerrados. Luego lo miró con los ojos cerrados. Volvió a abrirlos.

– Mi lord, ¿te puedo tocar?

– De acuerdo… -Cuando el roknari se inclinó sobre él, Cazaril temió fugazmente que intentara cualquier inapropiada abertura íntima, pero el contacto de Umegat era tan profesional como el de cualquier médico; frente, cara, cuello, columna, corazón, estómago… Cazaril se tensó, pero la mano de Umegat no bajó más. Cuando hubo terminado, el rostro de Umegat se veía tenso. El roknari cogió otra jarra de vino de una cesta que había junto a la puerta antes de volver a ocupar su asiento.

Cazaril quiso apartar la jarra de su copa.

– Es suficiente. Saldré a gatas si bebo más.

– Mis mozos pueden acompañarte a tu habitación dentro de un rato. ¿No? -Umegat rellenó sólo su copa, y se sentó de nuevo. Pasó un dedo sobre el mantel siguiendo un pequeño patrón, gesto que repitió tres veces, Cazaril no supo si a modo de amuleto o para calmar los nervios, y dijo al fin-: Según el testimonio de los animales sagrados, el alma de Dondo de Jironal no ha sido aceptada por ningún dios. Generalmente, eso indica que hay un espíritu errante suelto por el mundo, y sus parientes y amigos, y enemigos, se apresuran a comprar ritos y oraciones al Templo. Algunos por el bien del difunto… y otros para protegerse.

– Estoy seguro -dijo Cazaril, con cierta amargura-, de que Dondo tendrá todas las plegarias que se puedan comprar con dinero.

– Eso espero.

– ¿Por qué? ¿Qué…? -¿Qué ves? ¿Qué sabes?

Umegat miró al techo, e inspiró.

– El espíritu de Dondo fue arrebatado por el demonio de la muerte, pero no ha sido entregado a los dioses. Eso es lo que sabemos. Mi teoría es que el demonio de la muerte no pudo regresar junto a su amo porque se le impidió apoderarse de la segunda alma necesaria para el equilibrio.

Cazaril se humedeció los labios, y preguntó, atemorizado:

– ¿Cómo, se le impidió?

– En el instante de intentarlo, creo que el demonio fue capturado, constreñido, atado, si lo prefieres, por un segundo milagro simultáneo. A juzgar por los colores que emanan de ti, la mano interventora fue la de la santa y graciosa Dama de la Primavera. Si estoy en lo cierto, tanto da que los acólitos del Templo se vayan ahora a la cama, puesto que el espíritu de Dondo no anda suelto. Está ligado al demonio de la muerte, que está ligado a su vez al paradero de la segunda alma. Que sigue ligada a su cuerpo aún con vida. -El dedo de Umegat subió hasta apuntar directamente a Cazaril-. Ahí.

Cazaril se quedó boquiabierto. Se miró la tripa, dolorida y distendida, antes de volver a fijarse en el fascinado… santo. Por un instante, se acordó de los extasiados cuervos de Fonsa. Una violenta negativa le saltó a los labios, y se quedó allí prendida, obstaculizada por su visión interior de la prístina aura de Umegat.

– ¡Yo no recé anoche a la Hija!

– Aparentemente, alguien lo hizo.

Iselle.

– La rósea dijo que había estado rezando. ¿La viste como la he visto yo hoy…? -Cazaril ensayó unos movimientos inarticulados con las manos, sin saber qué palabras emplear para describir aquella arremolinada perturbación-. ¿Es eso lo que ves en mí? ¿Me ve Iselle como la veo yo a ella?

– ¿Ha mencionado algo?

– No. Pero yo tampoco.

Umegat volvió a mirarlo de soslayo.

– ¿Viste alguna vez, cuando estabas en el Archipiélago, esas noches en que el mar está tocado por la Madre? ¿La forma en que refulgía verde la estela que hiende las olas al paso de un barco?

– Sí…

– Esa estela es lo que has visto alrededor de Iselle. El paso de la Hija, igual que una fragancia que se demora en el aire. Lo que veo en ti no es un paso sino una Presencia. Una bendición. Es mucho más intenso. La corona pierde fuerza lentamente, quizá dentro de un par de días dejes de embelesar a los animales sagrados, pero en el centro anida un fuerte núcleo azul de zafiro, que me resulta imposible de sondear. Creo que es algo encapsulado.

Juntó las manos, curvándolas, como quien captura una lagartija viva.

Cazaril tragó saliva, y jadeó.

– ¿Me estás diciendo que la diosa me ha convertido el estómago en una reproducción a escala del vestíbulo del infierno? ¿Que tengo dentro un demonio, y un alma perdida, encerrados juntos como dos serpientes en una botella? -Se llevó las manos crispadas al estómago, como si estuviera dispuesto a rasgarse las entrañas en el acto-. ¿A esto llamas bendición?

Los ojos de Umegat permanecieron serios, pero arqueó las cejas en un gesto de afinidad.

– Bueno, ¿qué es una bendición más que una maldición vista desde otro ángulo? Por si te sirve de consuelo, me imagino que a Dondo de Jironal todo esto le hace menos gracia que a ti. -Tras cavilar un momento, añadió-: Tampoco creo que el demonio se sienta a gusto.

Cazaril a punto estuvo de convulsionarse en la silla.

– ¡Por los cinco dioses! ¿Cómo me libro de este… este… este horror?

Umegat levantó una mano, conciliador.

– Te… sugiero… que no tengas tanta prisa. Las consecuencias podrían ser un embrollo.

– ¿Qué embrollo? ¿Qué otra cosa puede ser más embrollo que esta monstruosidad?

– Bueno -Umegat se retrepó y juntó las palmas de las manos-, la forma más obvia de acabar con la, ah, bendición, sería que murieras. Una vez libre tu espíritu de su enclave material, el demonio podría llevaros a los dos.

Un escalofrío recorrió a Cazaril, al acordarse de cómo lo habían traicionado los retortijones al saltar de tejado en tejado aquel amanecer. Se refugió de su etílico terror en una sequedad que rivalizaba con la de Umegat.

– Ah, estupendo. ¿No me puede sugerir otro remedio, doctor?

Umegat sonrió fugazmente, y celebró la puya ondeando brevemente los dedos.

– Del mismo modo, si cesara el milagro que albergas en estos momentos… si la Dama levantara la mano -Umegat imitó los gestos de alguien que abre las manos para soltar un ave-, creo que el demonio intentaría completar su destino de inmediato. Tampoco es que tenga otra elección… los demonios del Bastardo carecen de libre albedrío. No se puede discutir con ellos, ni se los puede persuadir. La verdad, no sirve de nada dirigirles la palabra.

– ¡O sea, que me estás diciendo que podría morir en cualquier momento!

– Sí. ¿En qué se diferencia eso de la vida que llevabas ayer? -Umegat ladeó la cabeza, inquisitivo.

Cazaril soltó un bufido. Era un pobre consuelo… pero consuelo al fin y al cabo, por retorcido que fuera. Umegat era un santo sensato, al parecer. Que no era lo que habría esperado Cazaril… ¿acaso había conocido antes a otro santo? ¿Cómo voy a saberlo? Tenía a éste delante de las narices y ni me daba cuenta.

La voz de Umegat adquirió un tinte de curiosidad intelectual.

– Lo cierto es que esto podría responder a una pregunta que me vengo formulando desde hace tiempo. ¿Dispone el Bastardo de una tropa de demonios a su servicio, o de uno solo? Si todos los milagros de la muerte cesaran en el mundo mientras el demonio se encuentre encerrado en tu interior, se corroboraría la singularidad de ese santo poder.

Una risa escalofriante escapó de labios de Cazaril.

– ¡Bien por mi contribución a la teología quintariana! Dioses, Umegat, ¿qué voy a hacer? En mi familia no hay antecedentes de nada de esto, de esta locura de estar tocado por un dios. A mí no se me dan estas cosas. ¡Yo no soy ningún santo!

Umegat entreabrió los labios, pero volvió a cerrarlos. Al cabo, dijo:

– Uno se termina acostumbrando, con la práctica. La primera vez que fui huésped de un milagro tampoco me hizo mucha gracia, y eso que yo estoy metido en el negocio, por así decirlo. Si me permites un consejo, esta noche, yo que tú me emborracharía como una cuba y me iría a dormir.

– ¿Para levantarme mañana con resaca además de con un demonio en el cuerpo? -Eso sí, tampoco se imaginaba conciliando el sueño de otro modo, como no fuera tras recibir un golpe en la cabeza.

– Bueno, a mí me funcionó, una vez. La resaca merece la pena porque así se te quitan las ganas de hacer cualquier estupidez en una temporada. -La mirada de Umegat se ausentó por un momento-. Los dioses no conceden milagros para servir a nuestros fines, sino a los suyos propios. Si has de convertirte en su herramienta, será por un motivo importante, y urgente. Pero eres la herramienta. No el trabajo. Imagínate el trato que te espera.

Mientras Cazaril seguía intentando, sin éxito, encontrarle algún sentido a aquellas palabras, Umegat se inclinó hacia delante y le llenó la copa de nuevo. Cazaril decidió no resistirse.

Hicieron falta dos vasallos, aproximadamente una hora después, para guiar sus trastabillantes pasos por el húmedo adoquinado del patio del establo, hasta cruzar las puertas y subir las escaleras, donde depositaron su lánguido cuerpo encima de su cama. Cazaril no supo en qué momento exacto se despidió de su atribulada consciencia, pero nunca le había parecido más afortunada aquella separación.

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