Cazaril salía de su dormitorio, camino del desayuno, tres mañanas después, cuando lo acosó un paje sin resuello, agarrándolo por la manga.
– ¡Mi lord de Cazaril! ¡El alcaide del castillo solicita vuestra presencia de inmediato, en el patio!
– ¿Por qué? ¿Qué sucede? -Obedeciendo la urgencia, Cazaril siguió los pasos del muchacho.
– Sir de Sanda. ¡Fue asaltado anoche por unos bandidos, que le robaron y apuñalaron!
Cazaril aceleró el paso.
– ¿Está malherido? ¿Dónde se encuentra?
– Malherido no, mi lord. ¡Muerto!
Oh, dioses, no. Cazaril dejó atrás al paje y bajó la escalera a toda prisa. Llegó corriendo al patio delantero del Zangre, a tiempo de ver a un hombre con el tabardo del alguacil de Cardegoss, y otro hombre con aspecto de granjero, que descargaban una figura tiesa de lomos de una mula para tenderla sobre el adoquinado. El castellano del Zangre, ceñudo, se puso en cuclillas junto al cuerpo. Un par de guardias del roya asistían a la escena a algunos pasos de distancia, recelosos, como si las heridas de cuchillo pudieran ser contagiosas.
– ¿Qué ha ocurrido? -exigió saber Cazaril.
El campesino, al reparar en su atuendo de cortesano, se quitó el sombrero de lana a modo de saludo.
– Lo he encontrado esta mañana junto al río, sir, cuando bajaba para abrevar el ganado. Los recodos del río… a menudo encuentro cosas enganchadas en los bancos de arena. La semana pasada fue la rueda de un carro. Siempre miro. No aparecen cuerpos muy a menudo, gracias a la Madre de la Misericordia. No desde que se ahogó aquella pobre dama, hace ya dos años… -El hombre del alguacil y él intercambiaron sendos cabeceos de reminiscencia-. Éste no parece que se haya ahogado.
De Sanda tenía aún los pantalones empapados, pero el pelo había dejado de chorrear. Sus descubridores le habían quitado la túnica; Cazaril vio el brocado doblado sobre las ancas de la mula. El agua del río le había limpiado las heridas, que se veían ahora como rajas oscuras en su pálida piel, en la espalda, cuello y estómago. Cazaril contó más de una docena de puñaladas, profundas y ensañadas.
El alcaide del castillo, sentado sobre los talones, señaló un trozo de cuerda deshilachada que rodeaba el cinturón de de Sanda.
– Le cortaron la bolsa. Tenían prisa.
– Pero no fue un simple robo -dijo Cazaril-. Uno o dos de esos golpes habría bastado para derribarlo, para que no ofreciera resistencia. No hacía falta que… querían asegurarse de que estuviera muerto. -¿Querían o quería? No había manera de saberlo, pero de Sanda no se habría dejado reducir fácilmente. Apostó por querían-. Supongo que le quitaron la espada.
¿Habría tenido tiempo de desenvainarla? ¿O había recibido la primera puñalada por sorpresa, de manos de alguien en quien confiaba?
– O se la han quitado o se ha perdido en el río -dijo el granjero-. No habría salido a flote tan deprisa si su peso tirara de él hacia abajo.
– ¿Llevaba encima anillos o joyas? -inquirió el hombre del alguacil.
El castellano asintió.
– Varias, y una anilla de oro en la oreja. Ya no queda nada.
– Quiero su descripción, mi lord -dijo el hombre del alguacil, a lo que el alcaide asintió.
– Sabéis dónde ha aparecido -dijo Cazaril, dirigiéndose al hombre del alguacil-. ¿Sabéis también dónde se produjo el ataque?
El hombre negó con la cabeza.
– Es difícil saberlo. En alguna parte de los lechos, tal vez. -El punto más bajo de Cardegoss, social y topográficamente, enclavado a ambos lados de la pared que separaba los dos ríos-. Sólo hay media docena de lugares en los que alguien podría arrojar un cuerpo por la muralla de la ciudad y asegurarse de que se lo llevaría la corriente. Algunos son más solitarios que otros. ¿Cuándo lo vio alguien por última vez?
– Yo cené con él -respondió Cazaril-. No me dijo que tuviera pensado bajar a la ciudad. -También en el Zangre había un par de sitios desde los que se podía lanzar un cuerpo a los ríos…-. ¿Tiene rotos los huesos?
– No que se aprecie, sir -dijo el hombre del alguacil. El pálido cadáver no presentaba grandes magulladuras.
El interrogatorio de los guardias del castillo desveló que de Sanda había salido del Zangre, solo y a pie, en torno a la mitad de la ronda de la noche anterior. Cazaril renunció a su propósito inicial de registrar hasta la última baldosa de la vasta extensión de pasillos y nichos del Zangre en busca de nuevas manchas de sangre. Más tarde, ya por la tarde, los hombres del alguacil encontraron a tres personas que dijeron haber visto al secretario del róseo bebiendo en una taberna en los lechos, de la que partió solo; una de ellas juró que había salido haciendo eses. A Cazaril le hubiese gustado tener a ese testigo para él solo unos instantes en cualquiera de las celdas de gruesas paredes de piedra del Zangre que poblaban los viejos túneles excavados bajo los ríos. Allí podría haberle sonsacado una verdad más convincente. Cazaril no había visto beber a de Sanda hasta embriagarse, nunca.
Recayó sobre Cazaril la labor de hacer inventario de la magra pila de posesiones de de Sanda, y embalarlas para subirlas a una carreta que habría de llevárselas al hermano mayor superviviente del hombre, en alguna parte de las provincias de Chalion. Mientras los hombres del alguacil rastreaban los lechos, en vano, estaba seguro Cazaril, en busca de los supuestos bandidos, él se dedicó a investigar hasta el último trozo de papel que encontró en la habitación de de Sanda. Mas si había recibido alguna falaz asignación con la intención de atraerlo a los lechos, o bien había sido verbal o se la había llevado consigo.
Al carecer de Sanda de parientes próximos por los que esperar, el funeral se celebró al día siguiente. Los servicios contaron con la sombría presencia del róseo y la rósea, acompañados de sus respectivas casas, por lo que también asistieron diversos cortesanos ávidos de sus favores. La ceremonia de despedida, celebrada en la cámara del Hijo frente al patio principal del templo, fue breve. Cazaril cayó en la cuenta de cuán solitario había sido de Sanda. No hubo amigos que se amontonaran a la cabecera de su féretro para verter prolijos elogios con los que consolarse mutuamente. Sólo Cazaril pronunció unas palabras formales de pesar en nombre de la rósea, consiguiendo recitarlas sin el bochorno de tener que consultar el papel sobre el que las había compuesto apresuradamente esa misma mañana, y que guardaba en una manga.
Cazaril se apartó del féretro para dejar sitio a la bendición de los animales y fue a situarse junto al pequeño grupo de asistentes ante el altar. Los acólitos, vestido cada uno con los colores del dios de su elección, trajeron sus criaturas y rodearon el féretro situándose en cinco lugares equidistantes. En los templos campestres, se utilizaban para este rito los más variopintos animales; Cazaril había visto cómo se celebraba uno -con éxito- en el que la difunta hija de un hombre pobre era asistida por un solo acólito cargado con un cesto lleno con cinco gatitos, cada uno con un lazo de distinto color rodeándole el cuello. Los roknari a menudo utilizaban pescado, aunque de cuatro en cuatro, no cinco; los divinos quadrenos los señalaban con tintes e interpretaban la voluntad de los dioses según los dibujos que resultaban de su deambular por una bañera. Con independencia de los medios, la profecía era el único y diminuto milagro que concedían los dioses a todas las personas, por humildes que fueran, en el momento de su muerte.
El templo de Cardegoss disponía de los recursos necesarios para ofrecer los más bellos de los animales sagrados, seleccionados apropiadamente en función de su color y sexo. La acólita de la Hija, con sus hábitos azules, portaba una bonita hembra de arrendajo azul, nacida aquella primavera. La mujer de la Madre, de verde, sostenía en un brazo un gran pájaro verde, pariente cercano, pensó Cazaril, de los que mimaba Umegat en el zoológico del roya. El acólito del Hijo, con sus ropajes rojos y naranjas, traía un espléndido perro zorro, cuyo pelaje bruñido parecía refulgir como el fuego en las lóbregas sombras de la resonante cámara abovedada. El acólito del Padre, de gris, llegó precedido de un robusto, anciano, e inmensamente dignificado lobo gris. Cazaril esperaba que la acólita del Bastardo, vestida de blanco, trajera uno de los cuervos sagrados de Fonsa, pero en vez de eso se presentó con un par de rollizas e inquisitivas ratas blancas.
El divino se postró rogando a los dioses que hicieran una señal, antes de situarse junto a la cabeza de de Sanda. Los coloridos acólitos incitaron a sus respectivas criaturas a salir al frente. Impulsado por un giro de su acólita, el arrendajo azul batió las alas, pero volvió a posarse en su hombro, al igual que el ave verde de la Madre. El perro zorro, liberado de su cadena de cobre, husmeó, se acercó al féretro, gañó, dio un salto y se acurrucó junto a de Sanda. Descansó el hocico sobre el corazón del difunto, y suspiró audiblemente.
El lobo, obviamente ducho en estas lides, no evidenció interés alguno. La acólita del Bastardo soltó sus ratas sobre el enlosado, pero se limitaron a subírsele por las mangas, frotaron el hocico contra sus orejas, la emprendieron a mordiscos con su pelo y hubo que desenredarlas.
El día no deparaba sorpresas. A menos que las personas se hubieran dedicado expresamente a otro dios, el alma sin hijos solía ir a parar a la Hija o al Hijo, los padres fallecidos a la Madre o al Padre. De Sanda era un hombre sin hijos y había cabalgado en calidad de lego dedicado de la orden militar del Hijo en su juventud. Era natural que su alma fuera acogida por el Hijo. Aunque no sería la primera vez que, en este momento del funeral, la familia del difunto descubría que el pariente cuya muerte lloraban tenía un hijo secreto en alguna parte. El Bastardo acogía a todos los de Su orden… y a aquellos cuyas almas desdeñaban los dioses mayores. El Bastardo era el dios del último recurso, el refugio definitivo, aunque ambiguo, para quienes habían convertido su vida en un desastre.
Obedeciendo la clara elección del elegante zorro del otoño, el acólito del Hijo se dispuso a concluir la ceremonia, otorgando la bendición especial de su dios al alma separada de de Sanda. Los asistentes desfilaron junto al féretro y colocaron pequeñas ofrendas en el altar del Hijo en nombre del difunto.
Cazaril estuvo a punto de clavarse las uñas en las palmas cuando vio a Dondo de Jironal dando muestras de pío pesar. Teidez estaba pávido y callado, lamentando, esperaba Cazaril, las airadas quejas que había vertido sobre su estricto pero leal secretario tutor en vida de éste; su ofrenda fue un considerable montón de oro.
También Iselle y Betriz se cerraron en su mutismo, tanto entonces como más tarde. Apenas si comentaron el zumbido de murmullos referentes al asesinato que circulaba por la corte, salvo para rechazar las invitaciones a visitar la ciudad y encontrar excusas para asegurarse de que Cazaril seguía con vida entre cuatro y cinco veces todas las noches.
La corte teorizaba sobre el misterio. Se aprobaron nuevos y más draconianos castigos para la escoria tan peligrosa y mezquina que eran los cortabolsas y los salteadores de caminos. Cazaril no dijo nada. La muerte de de Sanda no tenía misterio para él, aparte de cómo conseguir reunir las pruebas que incriminaran a los Jironal. Le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, pero se sentía impotente. No se atrevía a iniciar el proceso hasta disponer de todos los pasos claros hasta el final, por miedo a despertar una mañana apartado del caso por culpa de una raja en la garganta.
A menos, decidió, que fuera falsamente acusado algún desdichado salteador o cortabolsas. En cuyo caso él… ¿qué? ¿Qué valor tenía ahora su palabra, después de la fallida calumnia acerca de sus cicatrices? La mayor parte de la corte se había dejado impresionar por el testimonio del cuervo… pero no toda. Era fácil distinguir a unos de otros, por el modo en que apartaban sus capas de Cazaril algunos caballeros, o la manera en que las damas rehuían el contacto con él. Pero la oficina del alguacil no presentó ningún campesino a modo de chivo expiatorio, y el jolgorio reavivado de la corte cubrió el desagradable incidente igual que cubre una costra una herida.
Asignaron un nuevo secretario a Teidez, escogido a dedo por el mayor de los de Jironal entre los miembros de la cancillería del roya. Era un tipo enjuto, a todas luces lacayo del canciller, y no hizo ademán de querer trabar amistad con Cazaril. Dondo de Jironal se hizo el público propósito de distraer al joven róseo de su pesar proporcionándole los más deleitosos pasatiempos. Deleitosos hasta qué punto, lo pudo comprobar Cazaril sin esfuerzo, sólo con fijarse en el desfile de rameras e individuos de mala catadura que entraban y salían de la cámara de Teidez bien entrada la noche. En cierta ocasión, Teidez entró a trompicones en la habitación de Cazaril, aparentemente incapaz de distinguir una puerta de otra, y vomitó a sus pies una escancia de vino tinto. Cazaril lo condujo, ciego y enfermo, hasta donde se encontraban sus sirvientes para que lo limpiaran.
El momento más conflictivo para Cazaril, no obstante, tuvo lugar la noche que captó un destello verde en la mano del capitán de la guardia de Teidez, el hombre que había cabalgado con ellos desde Baocia. El que antes de partir había jurado ante la madre y la abuela, solemnemente y con la rodilla en el suelo, que protegería a ambos jóvenes con su vida… Cazaril prendió la mano del capitán cuando se cruzaron, deteniéndolo en seco. Contempló la conocida gema biselada.
– Bonito anillo -dijo, al cabo.
El capitán apartó la mano, ceñudo.
– Lo mismo pienso yo.
– Espero que no pagarais demasiado por él. Me parece que la piedra es falsa.
– ¡Mi lord, es una esmeralda auténtica!
– Yo que vos, la llevaría a un especialista en piedras preciosas, y lo comprobaría. No deja de sorprenderme la cantidad de mentiras que están dispuestos a decir los hombres hoy en día con tal de sacar provecho.
El capitán se tapó una mano con la otra.
– El anillo es bueno.
– Comparado con lo que os ha costado, yo diría que es basura.
El capitán apretó los labios. Se encogió de hombros y se alejó.
Si esto es un asedio, pensó Cazaril, estamos en desventaja.
El tiempo se volvió frío y lluvioso, aumentó el caudal de los ríos, conforme la estación del Hijo tocaba a su fin. Durante el concierto posterior a la cena de una noche de aguacero, Orico se acercó a su hermana, y murmuró:
– Preséntate ante el trono con los tuyos mañana al mediodía, y asistid a la investidura de de Jironal. Luego haré un feliz anuncio ante toda la corte. Y ponte tus mejores galas. Ah, y las perlas… lord Dondo me comentó anoche que no te ve nunca con ellas encima.
– Creo que no me favorecen -repuso Iselle. Miró de soslayo a Cazaril, que estaba sentado en las proximidades, y luego se miró las manos, tensas sobre el regazo.
– Bobadas, ¿cómo no van a sentar bien las perlas a una doncella? -El roya se enderezó en su asiento para aplaudir la animada pieza que acababa de terminar.
Iselle no volvió a mencionar esta sugerencia hasta que Cazaril hubo escoltado a sus damiselas hasta la antecámara que le servía de despacho. Se disponía a darles las buenas noches y dirigirse, bostezando, directo a su cama, cuando la rósea espetó:
– No pienso ponerme las perlas de ese ladrón de lord Dondo. Se las regalaría a la Orden de la Diosa, pero juro que la diosa se sentiría insultada. Están manchadas. Cazaril, ¿qué puedo hacer con ellas?
– El Bastardo no es un dios remilgado. Dáselas al divino de su inclusa, para que las venda y recaude dinero para sus huérfanos.
Iselle sonrió.
– Eso sí que enojaría a lord Dondo. ¡Y ni siquiera podría protestar! Buena idea. Llévaselas a los huérfanos, con mis mejores deseos. Y en cuanto a mañana… me pondré la capa chaleco de terciopelo rojo encima del vestido de seda blanco, resulta adecuado para una fiesta, y el juego de granates que me regaló mamá. Nadie podrá recriminarme por llevar encima las joyas de mi madre.
Nan de Vrit intervino:
– Pero ¿a qué creéis que se refería vuestro hermano con lo de un feliz anuncio? ¿No será que ya ha decidido con quién desposaros?
Iselle se quedó paralizada, parpadeando, antes de decir, tajante:
– No. No puede ser. Antes debe haber meses de negociaciones… embajadores, cartas, intercambios de regalos, tratados referentes a la dote… y mi consentimiento. Han de hacerme un retrato. Y yo he de recibir un retrato del hombre, quienquiera que resulte ser. Un retrato fiel y sincero, realizado por el artista de mi elección. Si mi príncipe está gordo, o es bizco, o está calvo, o tiene un labio leporino, sea, pero su retrato no puede engañarme.
Betriz torció el gesto imaginándose al pretendiente descrito por la rósea.
– Esperó que se fije en ti un lord apuesto, cuando llegue el momento.
Iselle suspiró.
– Estaría bien pero, a juzgar por la mayoría de los grandes señores que he visto, no es probable. Debería contentarme con que esté sano, creo, y dejar de incordiar a los dioses con plegarias imposibles. Que goce de buena salud, y que sea quintariano.
– Muy sensato -comentó Cazaril, que favorecía esta visión tan pragmática pensando que le facilitaría la vida en el futuro.
Betriz repuso, nerviosa:
– Este otoño ha habido un gran tráfico de delegados roknari en la corte.
– Mm. -Iselle tensó los labios.
– No hay muchos quintarianos de renombre entre los que elegir, entre los grandes señores -dijo Cazaril.
– El roya de Brajar ha vuelto a enviudar -apostilló Nan de Vrit, con la duda reflejada en su rictus.
Iselle agitó la mano.
– Cielos, no. Tiene cincuenta y siete años, y gota, y ya tiene un heredero hecho y derecho y casado. ¿Qué sentido tiene que yo críe un hijo partidario de su tío Orico, o de su tío Teidez, si diera la casualidad, si no gobierna en sus tierras?
– Está el nieto de Brajar -dijo Cazaril.
– ¡Pero si tiene siete años! Tendría que esperar otros siete…
Lo que no sería necesariamente algo malo, pensó Cazaril.
– Ahora es demasiado pronto, pero eso es demasiado tarde. Puede pasar de todo en siete años. La gente muere, los países van a la guerra…
– Cierto -dijo Nan de Vrit-, vuestro padre el roya Ias prometió vuestra mano a un príncipe roknari cuando contabais dos años de edad, pero el pobre muchacho murió poco después por culpa de unas fiebres, de modo que todo se quedó en nada. De lo contrario, hace dos años que os hubierais trasladado a su principado.
Bromeando, Betriz propuso:
– También el Zorro de Ibra es viudo.
Iselle se atragantó.
– ¡Pero si tiene más de setenta años!
– Sí, pero no está gordo. Y supongo que no tendrías que soportarlo mucho más tiempo.
– Ja. Seguro que viviría otros veinte años sólo para fastidiarme… creo que se le da bien. Y su Heredero también está casado. Me parece que su segundo hijo es el único róseo del país casi con los mismos años que yo, y no es el heredero.
– Este año no se os ofrecerá ningún ibrano, rósea -dijo Cazaril-. El Zorro está sumamente enfadado con Orico por su torpe mediación en la guerra en Ibra del Sur.
– Sí, pero… dicen que todos los nobles ibranos se entrenan como oficiales navales -dijo Iselle, adoptando una expresión introspectiva.
– Bueno, ¿y de qué le sirve eso a Orico? -rezongó Nan de Vrit-. Chalion no tiene ni un metro de costa.
– Para nuestro pesar -murmuró Iselle.
– Cuando Gotorget estaba en nuestro poder -dijo Cazaril, con amargura-, y reteníamos sus pasos, tuvimos una ocasión inmejorable para apoderarnos del puerto de Visping. Ahora hemos perdido esa ventaja… en fin, da igual. Mi intuición, rósea, me dice que seréis prometida a un lord de Darthaca. Así que más nos vale repasar esas declinaciones la semana que viene, ¿eh?
Iselle torció el gesto, pero suspiró su asentimiento. Cazaril sonrió y se despidió con una reverencia. Si Iselle no iba a contraer matrimonio con un roya regente, a él no le importaría que fuera con un lord fronterizo darthaco, reflexionó mientras bajaba las escaleras. Al menos el señor de alguna de las provincias septentrionales más cálidas. Tanto el poder como la distancia le vendrían bien a Iselle para protegerse de las… dificultades, de la corte de Chalion. Y cuanto antes, mejor.
¿Para ella, o para ti?
Para ambos.
Por mucho que Nan de Vrit se tapara los ojos con las manos e hiciera mohines, a Cazaril le parecía que Iselle lucía cándida y radiante con sus ropas carmíneas, arropada por la cascada ambarina que se derramaba sobre su espalda hasta rozarle el talle. Haciendo caso a la sugerencia, vestía una túnica roja con brocados que había pertenecido al difunto provincar y su capa chaleco de lana blanca. También Betriz exhibía su rojo favorito; Nan, arguyendo que tanto brillo le dañaba la vista, había optado por un sobrio blanco y negro. Los rojos chocaban un tanto, pero sin duda desafiaban la lluvia.
Todos corrieron sobre los adoquines mojados camino de la gran barbacana de Ias. Los cuervos de la Torre de Fonsa se habían posado todos en lugar resguardado… no, todos no. Cazaril se agachó para esquivar el vuelo rasante de cierto pajarraco al que le faltaban dos plumas de la cola, que surcó la neblina como una exhalación, graznando, ¡Caz! ¡Caz! Con cuidado de que no le adornara la capa blanca con alguna hez, lo espantó. El ave ascendió en círculos a la pizarra arruinada del tejado, lamentándose.
La sala del trono de Orico, revestida de brocados rojos, estaba brillantemente iluminada con candelabros de pared que ahuyentaban el gris otoñal; dos o tres docenas de damas y cortesanos se ocupaban de caldear el ambiente a conciencia. Orico se había vestido para la ocasión y se tocaba con su corona, pero hoy no lo acompañaba la royina Sara. Teidez ocupó una silla baja a la diestra del roya.
La partida de la rósea le besó las manos y todos tomaron posiciones, Iselle en una silla baja a la izquierda de la de Sara, vacía, y el resto de pie. Orico, sonriente, inauguró la generosidad del día concediendo a Teidez las rentas de otras cuatro ciudades reales por el respaldo de su casa, lo que su joven hermanastro le agradeció con los debidos besos en las manos y un breve discurso preparado. Dondo no había mantenido despierto al róseo la noche anterior, por lo que parecía mucho menos enfermizo y desastrado que de costumbre.
Orico hizo un gesto a continuación a su canciller, llamándolo a su regia rodilla. Como se había anunciado, el roya concedió las cartas y la espada, y recibió el juramento, que convertían al mayor de los de Jironal en el provincar de Ildar. Varios de los señores menores de Ildar se arrodillaron y juraron fidelidad a de Jironal a su vez. Más inesperado fue que los dos se giraran a la vez y transfirieran el marzorazgo de Jironal, junto a sus ciudades y rentas, inmediatamente a lord -ahora marzo- Dondo.
Iselle se sorprendió, pero también era evidente que se sentía complacida, cuando su hermano le concedió a continuación las rentas de seis ciudades por el respaldo de su casa. No antes de tiempo, eso seguro; la lealtad de la rósea le había reportado magros beneficios hasta la fecha. Le dio las gracias cortésmente, mientras el cerebro de Cazaril se devanaba en cálculos. ¿Podría permitirse Iselle su propia compañía de guardias, para sustituir a los hombres de Baocia que compartía ahora con Teidez? ¿Podría Cazaril elegirlos en persona? ¿Podría la rósea escoger una casa propia en la ciudad, protegida por su propia gente? Iselle retomó su asiento en el estrado y se arregló las faldas, perdiendo cierta tensión en el rostro que no había sido apreciable hasta que hubo desaparecido.
Orico carraspeó.
– Me complace llegar a la más dichosa de las recompensas de este día, bien merecida, y, er, muy deseada. Iselle, levántate…
Orico se puso de pie, y tendió la mano a su cohermana; desconcertada pero risueña, Iselle se incorporó y se situó junto a él en el estrado.
– Marzo de Jironal, adelantaos -continuó Orico.
Lord Dondo, vestido con el atuendo completo del santo generalato de la Hija y seguido de un paje con la librea de los de Jironal, se colocó a la otra mano del roya. Cazaril empezó a sentir un cosquilleo en la nuca, mientras observaba desde su puesto en un lateral de la estancia. ¿Qué se propone Orico…?
– Mi apreciado y leal canciller y provincar de Jironal me ha solicitado un lazo de sangre con mi casa y, tras meditarlo, he concluido que me satisface complacer su propuesta. -No parecía satisfecho. Parecía nervioso-. Me ha pedido la mano de mi hermana Iselle para su hermano, el nuevo marzo. Francamente se la concedo y la prometo en matrimonio.
Dio la vuelta a la gruesa mano de Dondo, con la palma hacia arriba, puso del revés la delicada mano de Iselle, las unió a la altura del pecho y retrocedió un paso.
El semblante de Iselle había perdido todo color y expresividad. Se quedó completamente inmóvil, mirando a Dondo como si no diera crédito a sus sentidos. La sangre atronó en los oídos de Cazaril, casi un clamor, y apenas si consiguió respirar con dificultad. ¡No, no, no…!
– Como regalo de compromiso, mi querida rósea, he supuesto lo que puede desear vuestro corazón para completar vuestro ajuar de novia -dijo Dondo, e indicó a su paje que se adelantara.
Iselle, sin dejar de mirarlo con los mismos ojos petrificados, repuso:
– ¿Habéis adivinado que quería una ciudad costera con un puerto excelente?
Dondo, momentáneamente desconcertado, sofocó una sonora risotada, y se volvió a la congregación. El paje abrió la caja de cuero labrado, revelando una delicada tiara de perlas y plata, que Dondo recogió para sostenerla ante los ojos de toda la corte. Una discreta ronda de aplausos se suscitó entre sus amistades. Cazaril cerró el puño en torno a la empuñadura de su espada. Si cargara y atacara ahora… lo derribarían antes de acercarse siquiera al trono.
Cuando Dondo levantó la tiara en alto para ponérsela a Iselle, ésta retrocedió igual que un caballo espantado.
– Orico…
– Este compromiso es mi deseo y voluntad, querida hermana -dijo Orico, con voz seca.
Dondo, que no parecía estar dispuesto a perseguirla por toda la sala tiara en mano, se detuvo, y lanzó una significativa mirada al roya.
Iselle tragó saliva. Saltaba a la vista que las respuestas se agolpaban en su cabeza. Había contenido su inicial grito de ultraje, y no era tan artera como para desplomarse fingiendo un desmayo. Permanecía en pie, atrapada y consciente.
– Sir. Como dijo el provincar de Labran cuando las fuerzas del General Dorado derribaron sus murallas… ésta es toda una sorpresa.
Una risita vacilante se propagó entre los cortesanos ante este golpe de ingenio.
La rósea bajó la voz, y murmuró entre dientes:
– No me has dicho nada. No me has consultado.
Igualmente en voz baja, Orico respondió:
– Ya hablaremos más tarde.
Tras otro tenso momento, aceptó sus palabras con un pequeño asentimiento. Dondo consiguió completar la imposición de la tiara de perlas. Se inclinó y le besó la mano. Prudentemente, no esperó el habitual beso de parte de la novia; a juzgar por la atónita repugnancia que se reflejaba en el semblante de Iselle, cabía la posibilidad de que le hubiera propinado un mordisco.
El divino de la corte de Orico, ataviado con los ropajes propios de la estación del Hermano, se adelantó y solicitó la bendición de todos los dioses para la pareja.
Orico anunció:
– Dentro de tres días, volveremos a reunirnos y seremos testigos de este enlace, jurado y festejado. Gracias a todos.
– ¡Tres días! ¡Tres días! -exclamó Iselle, con la voz quebrada por vez primera-. ¿No querréis decir tres años, sir?
– Tres días -insistió Orico-. Estate preparada.
Se dispuso a abandonar la sala del trono, llamando a sus criados. La mayoría de los cortesanos partieron junto a los de Jironal, dándoles la enhorabuena. Algunos, vencidos por la curiosidad, se demoraron, atentos a la conversación que tenía lugar entre hermano y hermana.
– ¡Cómo, dentro de tres días! Ni siquiera da tiempo a enviar un correo a Baocia, y menos a recibir respuesta de mi madre o mi abuela…
– Tu madre, es sabido, se encuentra demasiado enferma para soportar la tensión de un viaje a la corte, y tu abuela tiene que permanecer en Valenda para cuidar de ella.
– Pero no… -Iselle se encontró hablando con la amplia espalda real, puesto que Orico se escabullía ya de la sala del trono.
Corrió detrás de él y lo alcanzó en la cámara contigua, con Betriz, Nan y Cazaril siguiendo sus pasos con ansiedad.
– ¡Pero Orico, no quiero casarme con Dondo de Jironal!
– Una dama de tu posición no se desposa por gusto, sino por el bien de su casa -fue la severa respuesta, cuando Iselle consiguió que se detuviera rodeándolo y cruzándose en su camino.
– ¿Ah, sí? En tal caso, ¿podrás explicarme qué ventaja reporta a la Casa de Chalion entregarme, desperdiciarme, al hijo pequeño de un lord menor? ¡Mi esposo debería haber aportado una royeza como dote!
– Esto vincula a los de Jironal a mí… y a Teidez.
– ¡Di más bien que nos vincula a nosotros a ellos! ¡Me parece a mí que la ventaja no está bien repartida!
– Dijiste que no querías casarte con un príncipe roknari, y no te he dado a ninguno. Y no te creas que ha sido por falta de oportunidades… Esta estación ya he dicho que no en dos ocasiones. ¡Piensa en eso, y da las gracias, querida hermana!
Cazaril no estaba seguro de si Orico amenazaba o imploraba.
– No querías salir de Chalion -continuó-. Pues bien, no saldrás de Chalion. Querías casarte con un lord quintariano… te he dado uno, ¡un santo general, nada menos! Además -concluyó, petulante-, si te entregara a un poder demasiado próximo a mis fronteras, podrían utilizarte como excusa para reclamar parte de mis tierras. Esto es lo mejor para garantizar la paz futura en Chalion.
– ¡Lord Dondo tiene cuarenta años! ¡Es un ladrón corrupto e impío! ¡Un desfalcador! ¡Un libertino! ¡Peor aún! ¡Orico, no puedes hacerme esto! -Comenzaba a alzar la voz.
– No pienso escucharte -dijo Orico, y se tapó las orejas con las manos-. Tres días. Hazte a la idea y repasa tu vestuario. -Huyó de ella como quien escapa de una torre en llamas-. ¡No pienso escucharte!
Hablaba en serio. En cuatro ocasiones aquella tarde intentó Iselle buscarlo en sus aposentos para exponer su rechazo, y en cuatro ocasiones pidió a sus guardias que la expulsaran. Después de aquello, salió del Zangre a caballo para alojarse en una cabaña de caza emplazada en la profundidad del robledal, en un gesto de notable cobardía. Cazaril deseó tan sólo que el agujero tuviera goteras y que la lluvia helada cayera sobre la regia cabeza.
Cazaril durmió mal aquella noche. Cuando se aventuró a subir las escaleras por la mañana, se encontró con tres mujeres desaliñadas que tenían pinta de no haber pegado ojo.
Iselle, ojerosa, le tiró de la manga para que entrara en su salón, lo sentó junto a la ventana, y bajó la voz hasta convertirla en un feroz susurro.
– Cazaril. ¿Puedes conseguir cuatro caballos? ¿O tres? ¿O dos, o aunque sea uno? He estado pensando. Me he pasado toda la noche pensando. No me queda sino huir.
Cazaril suspiró.
– Yo también he estado pensando. Para empezar, me vigilan. Cuando salí anoche para despedir al roya, dos de sus guardias me siguieron. Para protegerme, decían. Podría matar o sobornar a uno… pero dos, lo dudo.
– Podríamos salir a caballo como quien va de caza.
– ¿Con esta lluvia? -Cazaril hizo un gesto para indicar la persistente llovizna que dejaba traslucir la alta ventana, y que cubría el valle de niebla hasta el punto de que ni siquiera podía verse el río en el fondo, convirtiendo las ramas desnudas en trazos negros sobre fondo gris-. Y aunque nos dejaran salir a caballo, sin duda nos pondrían una escolta armada.
– Si pudiéramos sacarles ventaja…
– Si pudiéramos, ¿y luego qué? Si nos alcanzan, ¡cuando nos alcanzaran!, en la carretera, lo primero que harían sería bajarme del caballo y cortarme la cabeza, y abandonar mi cuerpo a los zorros y los lobos. Y luego os traerían de vuelta. Y si por algún milagro no nos dieran alcance, ¿dónde iríamos?
– A la frontera. Cualquier frontera.
– Brajar e Ibra del Sur os enviarían de regreso, para congraciarse con Orico. Los cinco principados o el Zorro de Ibra os retendrían prisionera. Darthaca… eso significaría cruzar media Chalion y todo el Sur de Ibra. Me temo que no es posible, rósea.
– ¿Qué otra cosa puedo hacer? -La desesperación teñía su joven voz.
– Nadie puede forzar un matrimonio. Ambas partes deben consentir libremente ante los dioses. Si tenéis el coraje de plantaros y decir No, no podrá salir adelante. ¿No os creéis con fuerzas para hacerlo?
Iselle tensó los labios.
– Desde luego. ¿Y entonces? Ahora me parece que eres tú el que no lo ha pensado bien. ¿Crees que lord Dondo se rendiría sin más, llegado a ese punto?
Cazaril meneó la cabeza.
– No tiene validez si lo imponen, y todo el mundo lo sabe. Aférrate a esa idea.
Iselle sacudió la cabeza, debatiéndose entre el desconsuelo y la exasperación.
– No lo entiendes.
Cazaril hubiera pensado que su reticencia se debía a la tozudez inherente a la juventud, hasta que Dondo en persona llegó esa tarde a la cámara de la rósea para persuadir a su prometida de que se mostrara más conforme. Las puertas del salón de Iselle permanecieron abiertas, pero había un guardia armado apostado ante cada una de ellas, manteniendo a raya a Cazaril por un lado y a Nan de Vrit por el otro. Cazaril se perdió una de cada tres palabras de la furiosa discusión susurrada que se desató entre el obstinado cortesano y la pelirroja doncella. Pero, al cabo, Dondo salió a paso largo con una expresión de salvaje satisfacción en el semblante, e Iselle se desplomó en la silla junto a la ventana, respirando con dificultad, tan desgarrada estaba por el terror y la furia.
Se abrazó a Betriz y sollozó:
– Me ha dicho… que si no accedía, me tomaría de todos modos. Le he dicho, Orico no te permitiría violar a su hermana. Y él, ¿por qué no? Nos deja violar a su mujer. Cuando la royina Sara seguía sin concebir, y sin concebir, y se vio que Orico era demasiado impotente para engendrar un bastardo sin importar cuántas damas y doncellas y putas le trajeran, y, y cosas aún más repugnantes, los Jironal lo convencieron finalmente para que les permitiera probar a ellos, y… Dondo ha dicho, que su hermano y él lo intentaron todas las noches durante un año, de uno en uno o los dos a la vez, hasta que ella amenazó con quitarse la vida. Dijo que me jodería hasta plantar su germen en mi vientre, y que cuando estuviera tan hinchada que me creería explotar, le suplicaría de rodillas que se casara conmigo. -Parpadeó y miró a Cazaril con los ojos cuajados de lágrimas, tirantes los labios sobre los dientes apretados-. Me dijo que me crecería mucho la tripa, porque soy baja. ¿Cuánto valor crees que necesito para pronunciar ese simple No, Cazaril? ¿Y qué pasa si el coraje no sirve de nada, de nada en absoluto?
Pensaba que el único lugar donde el coraje no servía de nada era a bordo de una galera roknari. Me equivocaba. Abatido, susurró:
– No lo sé, rósea.
Iselle, atrapada y desesperada, se refugió en el ayuno y la oración; Nan y Betriz ayudaron a erigir un altar portátil a los dioses en sus aposentos y lo decoraron con todos los símbolos de la Dama de la Primavera que pudieron encontrar. Cazaril, seguido de sus dos guardias, bajó a Cardegoss y encontró a un vendedor de flores que ofrecía violetas cultivadas, fuera de temporada, que compró para colocar en un jarrón de cristal con agua encima del ara. Se sentía estúpido e inútil, pero la rósea derramó una lágrima en su mano cuando le dio las gracias. Iselle, negándose a probar bocado y a beber, yacía de espaldas en el suelo en actitud de profunda suplicación, tan parecida a la royina Ista aquella primera vez que la viera Cazaril en la sala de los ancestros de la provincara que se sintió turbado y huyó de la estancia. Dedicó horas a pasear por el Zangre, procurando pensar, e imaginando únicamente horrores.
Más tarde aquel mismo día, la dama Betriz lo llamó a la antecámara que hacía las veces de despacho y que estaba convirtiéndose a marchas forzadas en un lugar de frenética pesadilla.
– ¡Tengo la respuesta! -le dijo-. Cazaril, enséñame a matar a un hombre con un cuchillo.
– ¿Cómo?
– Los guardias de Dondo no son tan tontos para permitir que tú te acerques a él. Pero yo estaré junto a Iselle el día de su boda, para hacer de testigo, y pronunciar las respuestas. Nadie se lo esperará de mí. Esconderé el cuchillo en mi corpiño. Cuando Dondo se aproxime, y se agache para besarle la mano a Iselle, podré apuñalarlo, dos, tres veces antes de que nadie pueda detenerme. Pero no sé dónde y cómo cortar, para estar segura. El cuello, sí, pero ¿qué parte? -Muy seria, extrajo un pesado puñal de los pliegues de sus faldas y se lo ofreció-. Enséñame. Podemos practicar, hasta que sea muy rápida y precisa.
– ¡Dioses, no, lady Betriz! ¡Renuncia a esta locura! Te detendrían… ¡te ahorcarían, más tarde!
– Con tal de matar antes a Dondo, subiré satisfecha al cadalso. Juré proteger la vida de Iselle con la propia. Pienso cumplir mi promesa.
Sus ojos castaños refulgían en el pálido rostro.
– No -rebatió Cazaril, con firmeza, quitándole el cuchillo sin intención de devolvérselo. Además, ¿de dónde lo había sacado?-. Ésta no es tarea para una mujer.
– Yo diría que es tarea para quien tenga ocasión de llevarla a cabo. Yo la tengo. ¡Enséñame!
– Mira, no. Tú… espera. Voy, voy a intentar una cosa, a ver qué puedo hacer.
– ¿Puedes matar tú a Dondo? Iselle está ahí dentro, rezando a la Dama para que la mate a ella o a Dondo antes del enlace, le da igual quién. Bueno, a mí no. Creo que es Dondo el que debería morir.
– Estoy completamente de acuerdo. Mira, lady Betriz. Tú espera, sólo espera. Veré qué puedo hacer.
Si los dioses no responden a vuestras plegarias, lady Iselle, por los dioses que yo lo intentaré.
Pasó horas el día siguiente, en vísperas de la boda, intentando perseguir a lord Dondo por todo el Zangre igual que a un jabalí en un bosque de piedra. En ningún momento se puso a su alcance. Hacia media tarde, Dondo regresó al gran palacio que tenían los Jironal en la ciudad, y Cazaril no pudo traspasar sus puertas ni sus muros. La segunda vez que lo intentó, los zagalones de Dondo lo expulsaron, uno lo sujetó mientras el otro le propinaba repetidos golpes en el pecho, el estómago y la ingle, convirtiendo el regreso al Zangre en un lento zigzag. Los guardias del roya, a los que había sorteado perdiéndolos en los callejones de Cardegoss, llegaron a tiempo de presenciar la paliza y el serpenteo de regreso al castillo. No intervinieron en ningún caso.
En un brote de inspiración, se acordó del pasadizo secreto que discurría entre el Zangre y el gran palacio de los Jironal cuando éste pertenecía a lord de Lutez. Ias y de Lutez lo utilizaban durante el día, para conferenciar, o de noche, para sus amoríos, según quién contara la historia. El túnel, descubrió, era ahora tan secreto como la calle principal de Cardegoss y estaba vigilado por guardias apostados en ambos extremos, que a su vez estaban taponados por puertas con cerradura. Su intento de soborno le ganó diversos empellones y vituperios, amén de la amenaza de otra paliza.
Menudo asesino estoy hecho, pensó amargamente, mientras se retiraba a su dormitorio y caía la noche, y se desplomó en la cama con un quejido. Con la cabeza martilleando y el cuerpo dolorido, permaneció inmóvil un rato, antes de infundirse los ánimos suficientes para encender una vela. Tenía que subir las escaleras y ver cómo estaban las damas, pero no se sentía con fuerzas de resistir los llantos. Ni de informar de su fracaso a Betriz, ni de escuchar lo que fuera a pedirle a continuación. Si no era capaz de matar a Dondo, ¿con qué derecho podría intentar disuadirla de sus intenciones?
Daría mi vida gustoso, con tal de impedir la abominación que tendrá lugar mañana…
¿De veras es eso lo que sientes?
Se sentó, rígido, preguntándose si esa última voz era la suya. Había movido un poco la lengua entre los dientes, como acostumbraba cuando murmuraba para sí. Sí.
Se acercó al pie de la cama, se arrodilló, y abrió la tapa de su baúl. Rebuscó entre la ropa doblada, aromatizada con clavo para alejar la polilla, hasta dar con la capa chaleco de terciopelo negro que envolvía una túnica de lana marrón. Que envolvía un cuaderno de notas en clave que no había terminado de descifrar cuando el artero juez había huido de Valenda, cuando ya era demasiado tarde para devolverlo al Templo sin tener que dar embarazosas explicaciones. No me sobra el tiempo. Quedaba un tercio del cuaderno sin traducir. Olvídate de todos los experimentos fallidos. Ve a la última página, ¿eh?
El pobre cifrado dejaba entrever la desesperación del tratante de lana, con una especie de extraña y llamativa simplicidad. Absteniéndose de sus anteriores elaboraciones bizarras, había apelado finalmente no a la magia, sino a la simple oración. Únicamente la rata y el cuervo para transmitir su súplica, únicamente velas para iluminar el camino, únicamente hierbas para infundirle ánimo con su fragancia y purificar su voluntad; una rogativa depositada sinceramente en el altar del dios. Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.
Ésas eran las últimas palabras anotadas en el cuaderno.
Puedo hacerlo, pensó Cazaril, maravillado.
Y si él fracasaba… aún quedaban Betriz y su cuchillo.
No fracasaré. He fracasado prácticamente en todo en mi vida. No puedo fracasar en la muerte.
Deslizó el libro bajo su almohada, cerró la puerta con llave tras él, y partió en busca de un paje.
El somnoliento muchacho que seleccionó aguardaba en el pasillo las órdenes de los señores y damas que cenaban en el salón de banquetes de Orico, donde la ausencia de Iselle era sin duda motivo de habladurías, ni siquiera susurradas, puesto que ninguno de los aludidos se encontraba presente. Dondo jaraneaba en privado en su palacio, con sus incondicionales; Orico seguía refugiándose en el bosque.
Sacó un real de oro de su bolsa y lo sostuvo en alto, su sonrisa enmarcada por la O del índice y el pulgar.
– Oye, muchacho. ¿Te gustaría ganarte un real?
Los pajes del Zangre habían aprendido a recelar; un real bastaba para comprar algunos servicios verdaderamente íntimos a quienes se dedicaban a venderlos. Y bastaba para inspirar cautela en quienes no se dedicaban a tales juegos.
– ¿Qué hay que hacer, mi lord?
– Búscame una rata.
– ¿Una rata, mi lord? ¿Para qué?
Ah. Para qué. ¡Para qué va a ser, para poder perpetrar el crimen de la magia de la muerte contra el segundo lord más poderoso de Chalion, para qué si no! No.
Cazaril apoyó los hombros en la pared, y esbozó una sonrisa de confidencialidad.
– Durante mi estancia en la fortaleza de Gotorget, hace tres años, cuando el asedio (¿sabías que yo era su comandante? Hasta que nuestro valiente general vendió la fortaleza sin consultarnos, claro está), aprendimos a comer ratas. A veces echo de menos el sabor de un buen muslo de rata tostado a la llama de una vela. Encuéntrame una bien gorda y jugosa, y tendrás la pareja de esta moneda. -Cazaril la depositó en la mano del paje y se relamió, preguntándose qué imagen de loco debía de estar ofreciendo. El paje se apartó de él-. ¿Sabes cuál es mi habitación?
– Sí, mi lord.
– Pues llévamela allí. En una bolsa. Y date prisa. Tengo hambre.
Cazaril se alejó, riéndose. Riéndose de verdad, sin fingir. Una extraña y salvaje alegría le embargaba el corazón.
El regocijo duró hasta que hubo regresado a su dormitorio y se sentó para planificar el resto de su complot, su siniestra plegaria, su suicidio. Era de noche; el cuervo no volaría hasta su ventana a estas horas, ni siquiera a cambio del mendrugo que había afanado en el salón de banquetes antes de regresar al bloque principal. Giró el trozo de pan en las manos. Los cuervos se posaban en la Torre de Fonsa. Si ellos no volaban a él, él se arrastraría hasta ellos, por el tejado de pizarra. ¿A oscuras? ¿Y regresar luego a su cámara, con un bulto vociferante bajo el brazo?
No. El bulto sería la rata dentro de una bolsa. Si practicaba la misa allí, a la sombra del tejado roto sobre cualquier plataforma calcinada y tambaleante que permaneciera aún en pie, sólo tendría que cubrir el trayecto en una dirección. Y… la magia de la muerte ya había surtido efecto allí en una ocasión, ¿eh? Con resultados espectaculares, para el abuelo de Iselle. ¿Prestaría su ayuda el espíritu de Fonsa al impío paladín de su nieta? Su torre era un lugar cargado de peligro, consagrado al Bastardo y sus mascotas, sobre todo de noche, a medianoche bajo la fría lluvia. Nadie encontraría jamás el cuerpo de Cazaril, ni le darían sepultura. Los cuervos se cebarían con sus despojos, justo pago por el atentado que planeaba perpetrar contra su desventurado camarada. Los animales eran inocentes, incluso los torvos cuervos; sin duda esa inocencia los hacía un poco sagrados a todos.
El desconfiado paje llegó mucho antes de lo que había calculado Cazaril, portando una bolsa que se retorcía. Cazaril examinó su contenido -la siseante y enfadada rata debía de pesar tres cuartos de kilo- y pagó. El paje se guardó la moneda y se alejó, mirando por encima del hombro. Cazaril cerró con fuerza la boca de la bolsa y la encerró en su baúl para evitar la fuga de la sentenciada prisionera.
Se quitó las ropas de la corte y se puso la túnica y la capa chaleco de lana que llevaba encima el lanero cuando murió, a modo de amuleto. ¿Botas, zapatos, descalzo? ¿Qué sería lo más seguro, pensando en las resbaladizas piedras y pizarras? Optó por ir descalzo. Pero se calzó los zapatos para realizar una última expedición práctica.
– ¿Betriz? -susurró audiblemente a la puerta de su antecámara-. ¿Lady Betriz? Sé que es tarde… ¿puedes asomarte?
Seguía estando completamente vestida, aún pálida y exhausta. Le permitió cogerle las manos, y apoyó la frente brevemente en su pecho. La cálida fragancia de su cabello lo transportó por un vertiginoso instante a su segundo día en Valenda, de pie junto a ella entre la multitud que abarrotaba el Templo. Lo único que no había cambiado desde aquel dichoso momento era su lealtad.
– ¿Cómo se encuentra la rósea? -quiso saber Cazaril.
Betriz alzó la mirada, a la tenue luz de la vela.
– Reza sin cesar a la Hija. No come ni bebe desde ayer. No sé dónde están los dioses, ni por qué nos han abandonado.
– Hoy no he podido matar a Dondo. No he podido acercarme.
– Me lo imaginaba. De lo contrario, ya habríamos oído algo.
– Me queda una última cosa por intentar. Si no resulta… Regresaré por la mañana, y veremos qué podemos hacer con tu cuchillo. Pero sólo quería que supieras… si no vuelvo por la mañana, no os preocupéis. Ni me busquéis.
– ¿No irás a abandonarnos? -Sus manos temblaron asiendo las de Cazaril.
– No, nunca.
Betriz parpadeó.
– No lo comprendo.
– No pasa nada. Cuida de Iselle. No confíes en el canciller de Jironal, nunca.
– Eso no hace falta que me lo digas.
– Otra cosa. Mi amigo Palli, el marzo de Palliar, conoce la verdadera historia de mi traición después de lo de Gotorget. Cómo nació mi enemistad con Dondo… da igual, pero Iselle debería saberlo, su hermano mayor me borró deliberadamente de la lista de hombres a rescatar, enviándome así a las galeras y a la muerte. No tengo ninguna duda. Vi la lista, redactada con su letra, que conocía de sobra al haberla visto en repetidas órdenes militares.
Betriz siseó entre dientes.
– ¿No se puede hacer nada?
– Lo dudo. Si pudiera demostrarlo, casi la mitad de los señores de Chalion se negarían a seguir cabalgando bajo su estandarte. Quizá eso fuera suficiente para derrotarlo. O no. Es un dardo que puede guardar Iselle en su aljaba; a lo mejor algún día se le presenta la ocasión de dispararlo.
Contempló el rostro de la muchacha, vuelto hacia el suyo, marfil y coral y profundos, profundos ojos de ébano, inmensos a la tenue luz. Con torpeza, se inclinó y la besó.
Betriz contuvo el aliento; luego se rió, sobresaltada, y se llevó la mano a la boca.
– Perdona. La barba rasca.
– Lo… lo siento. Palli será un marido honorable, si te sientes atraída por él. Es muy íntegro. Tanto como tú. Dile que te lo he dicho.
– Cazaril, ¿qué piensas…?
Nan de Vrit llamó desde los aposentos de la rósea:
– ¿Betriz? ¿Puedes venir, por favor?
Ahora debía marcharse con todo, incluso con el arrepentimiento. Le besó las manos, y huyó.
El gateo nocturno por el tejado del Zangre, desde el bloque principal hasta la Torre de Fonsa, fue todo lo vertiginoso que había anticipado Cazaril. Seguía lloviendo. La luna resplandecía sincopadamente entre las nubes, pero su lúgubre fulgor no era de gran ayuda. El firme era o bien arenoso o bien pavorosamente resbaladizo bajo las plantas de los pies, entumecidas por el frío. La peor parte fue el último abismo de más de metro y medio de ancho que hubo de salvar de un salto para aterrizar en la cima de la torre redonda. Por suerte, hubo de saltar hacia abajo y no hacia arriba, por lo que no resultó en un puro suicidio, destrozado, despachurrado contra el empedrado.
Con la bolsa revolviéndose en una mano, siseando de forma entrecortada entre los labios ateridos, se agazapó, temblando, después del salto, apoyado en un amasijo de tejas de pizarra que sentía untuosas a causa de la lluvia. Se imaginó cómo se soltaba una, cómo se hacía añicos contra los adoquines en el suelo, llamando la atención de los guardias sobre lo que ocurría allí arriba… Despacio, se abrió camino hasta la oscura abertura del tejado desplomado. Se sentó en el borde, y tanteó con los pies. No encontró ninguna superficie sólida. Aguardó a que reapareciera la luna; ¿era el suelo, eso que vislumbraba abajo? ¿O un trozo de viga? Barruntó un cuervo, en la oscuridad.
Permaneció los diez minutos siguientes al filo, intentando controlar el temblor de sus manos, encender el taco de vela que guardaba en un bolsillo, a tientas, con yesca y pedernal sobre su regazo. Consiguió quemarse, pero logró prender una pequeña llama al final.
Era una viga, y un trecho de suelo basto. Alguien había apuntalado concienzudamente el interior de la torre tras el incendio, presumiblemente a fin de sustentar las piedras para que no se cayeran sobre la cabeza de nadie. Cazaril contuvo la respiración y se dejó caer a una plataforma sólida, si bien pequeña y astillada. Colocó el trozo de vela en una grieta entre dos tablas y encendió otra con su llama, sacó el mendrugo y el afilado puñal de Betriz, y miró en rededor. Coge un cuervo. Claro. Qué sencillo le había parecido en su dormitorio. Ahora ni siquiera podía ver ningún cuervo en medio de aquellas sombras oscilantes.
Un aleteo junto a su cabeza, provocado por un ave que aterrizó en la barandilla, a punto estuvo de provocarle un infarto. Temblando, le tendió un pedazo de pan. El pájaro se lo arrebató de la mano y escapó volando. Cazaril maldijo, antes de respirar hondo y tranquilizarse. Pan. Cuchillo. Velas. Bolsa. Hombre de rodillas. ¿Serenidad? Apenas.
Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.
El cuervo, o su hermano gemelo, regresó.
– ¡Caz! ¡Caz! -gritó, no muy alto. Pero el eco despertó ecos por toda la torre, extrañamente resonante.
– Vale -resopló Cazaril-. Estupendo.
Sacó la rata de su bolsa, apoyó el cuchillo en su garganta, y susurró:
– Corre a reunirte con tu señor con mi plegaria.
Con un movimiento seco, vertió su sangre; el líquido cálido y oscuro le bañó la mano. Depositó el pequeño cadáver frente a su rodilla.
Tendió el brazo al cuervo; éste se encaramó a él, y se inclinó para lamer la sangre de rata de su mano. La lengua negra, al asomar, lo sobresaltó de tal modo que dio un respingo, y a punto estuvo de volver a perder el ave. Lo arrulló bajo su brazo, y le besó la cabeza.
– Perdóname. Lo necesito. A lo mejor el Bastardo te echa de comer el pan de los dioses y puedes posarte en Su hombro, cuando lo veas. Vuela a reunirte con tu señor con mi plegaria.
Un giro brusco rompió el cuello del cuervo. Aleteó brevemente, estremecido, antes de quedarse inmóvil en sus manos. Lo soltó delante de la otra rodilla.
– Lord Bastardo, dios de la justicia cuando la justicia fracasa, del equilibrio, de todas las cosas fuera de temporada, de mi necesidad. Por de Sanda. Por Iselle. Por todos los que la queremos: lady Betriz, la royina Ista, la anciana provincara. Por las cicatrices de mi espalda. Por el triunfo de la verdad sobre las mentiras. Recibe mi plegaria.
No sabía si ésas eran las palabras adecuadas, ni siquiera si había palabras adecuadas. Respiraba con dificultad; quizá estuviera llorando. Seguro que estaba llorando. Se encontró agachado sobre los animales muertos. Un dolor terrible anidó en su estómago, abrasador, retorciéndole las entrañas. Oh. No sabía que esto fuera a doler…
De todos modos, mejor morir así que no con el culo ensartado por flechas brajaranas en una galera, sin motivo.
Educadamente, se acordó de decir:
– Por tus bendiciones te damos también las gracias, dios sin temporada -igual que cuando rezaba de pequeño antes de acostarse.
Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.
Oh.
Las llamas de las velas oscilaron y se apagaron. El mundo se oscureció, y desapareció.