Las cartas de Linnea fueron respondidas con invitaciones inmediatas a visitar los hogares de los alumnos y, antes de que acabara la semana, comenzó las visitas. Decidió ir primero a la casa de Ulmer y Helen Westgaard, porque eran los que tenían más niños en la escuela que ninguna otra familia; además, porque Ulmer era hermano de Theodore. Su curiosidad con respecto a todo lo que se relacionase con él cada vez era mayor.
Desde el momento en que posó el pie en la cocina, sintió la presencia del amor. La casa era muy similar a la de Theodore, pero mucho más alegre y bulliciosa, con los seis niños. Cuando llegó, los tres varones mayores estaban en los campos, ayudando al padre, y los menores ayudaban a la madre en la cocina. Pero, para su sorpresa, los que estaban trabajando en el campo volvieron para cenar con la invitada.
Observó que comer era un asunto tan serio aquí como en la casa de Theodore. Charlaban y reían antes de la comida y después. Pero cuando comían… ¡comían!
Sin embargo, en el transcurso de la cena, varias veces, al levantar la vista, se encontraba con que el mayor de los niños, Bill, la observaba con atención. ¿Niño? No era ningún niño. Era un hombre bien desarrollado, fornido, que podía tener unos veintiún años y le dedicaba el más desconcertante examen. Doris, la hermana de dieciocho años, también vivía en la casa, aunque estaba comprometida y pensaba casarse en enero. Al parecer las bodas, igual que la educación, tenían que posponerse hasta después de la temporada de cosecha. Raymond y Tony, los alumnos de Linnea que faltaban, la trataron con aire distante, como si ya hubiesen sido advertidos de que a ella le disgustaba que no asistiesen a la escuela. Los dos menores, Francos y Sonny sonreían y reían disimuladamente cada vez que los miraba y sospechaba que se sentían muy honrados de que la maestra hubiese ido en primer lugar a su casa.
Esperó hasta después del postre para aludir al tema del calendario escolar y, cuando lo hizo, presentó con calma el caso, dejándolo abierto a la discusión.
No hubo discusión. Le dijeron con amabilidad, pero con firmeza, que los niños irían a la escuela una vez que el trigo estuviese guardado.
Toda la familia salió al patio para despedirla, pero Bill se apartó de los demás y se acercó a la cabeza de Clippa para detener a Linnea.
– ¿Señorita Brandonberg?
– Oh… ¿he olvidado algo?
– No. Sólo quería que supiera que no hay nada personal en contra de usted en que los chicos tengan que ayudar con la cosecha. Siempre ha sido así, ¿sabe?
– Sí, lo sé. Pero no por eso es justo. Los niños necesitan todo el año escolar, igual que las niñas,
Linnea estaba harta de sostener la misma discusión. Sin embargo cuando esperaba que continuara, Bill la dejó de lado por completo. Se quedó mirándola, con una mano sobre la brida de Clippa y los atractivos ojos verdes le enviaban un mensaje de interés no disimulado.
– ¿Baila usted? -le preguntó.
Por un momento, se quedó demasiado perpleja para responder.
– ¿Que…que si bailo?
– Sí… un pie, el otro, ya sabe.
Linnea sonrió.
– Sí… bueno, un poco.
– Bueno, entonces la veré en uno u otro cobertizo cuando vengan los trilladores. En esa época hay un montón de bailes.
Por lo que podía recordar, nadie le había demostrado jamás un interés tan abierto. La contemplación in disimulada la incomodó, sobre todo porque la familia miraba, esperando que ella se alejara. Francés y Sonny reían entre dientes con las cabezas juntas. Tartamudeó:
– S-sí, supongo que sí. Bueno, buenas noches.
Mientras volvía cabalgando a la casa y el aire de la noche le refrescaba las mejillas, evaluó a Bill Westgaard. Cabello rubio desteñido por el sol, ojos verdes como los tréboles de primavera, nariz más bien respingona y una sonrisa que exhibía dientes un poco torcidos. Era una extraña mezcla de facciones de niño y robustez varonil.
¿Qué opinas de él? ¿Te parece apuesto?
Un poco.
¿Atractivo?
Algo.
¿Audaz?
El muchacho más audaz que haya conocido.
¿Irías a bailar con él?
Quizá.
Pero, al imaginarlo, era con Theodore con quien bailaba.
Había decidido dejar el hogar de los Severt para el final, con la esperanza de dar tiempo a Alien para que adoptase una actitud más cooperadora en la escueta y que, así, sus propios sentimientos no fuesen tan negativos cuando hiciera la visita. Pero Alien seguía siendo el que más problemas provocaba en la clase. Cuando se pronunciaban las plegarias, molestaba golpeteando con el lápiz o con la bota contra el escritorio. Fastidiaba a los mas pequeños arrebatándoles las galletas y mordiéndolas, para luego llamarlos llorones y devolvérselas… si decidía hacerlo. Como si supiera que Francés y Roseanne eran dos de las preferidas por Linnea, las perseguía más que a los demás. Provocaba a Francés diciéndole tonta y, a veces, le levantaba la falda para mirarle los calzones. Cuando la niña iba al excusado, hacía girar el bloque de madera y metía una culebra por el agujero en forma de luna. El estallido de histeria que provocaba lo llenaba de dicha por el resto de la tarde cada vez que lograba exasperar a alguno de sus compañeros o a la maestra.
Aunque Linnea temía la visita al hogar de Alien, decidió pasar por ella cuanto antes. El día de las visitas salía más temprano de la escuela y por eso faltaba bastante para la hora de la cena cuando llegó al hogar de los Severt. Para su sorpresa, salió Alien y le pidió ocuparse de Clippa. El reverendo Severt estaba ocupado en su estudio, pero Linnea pasó un rato agradable con la esposa mientras esta concluía los preparativos para la cena.
Lillian Severt era una mujer meticulosamente arreglada, con el cabello negro recogido en la coronilla y sujeto con peinetas de carey sin adornos. Tenía una piel marfileña impecable y un rostro al que sólo afeaba una nariz con fosas demasiado grandes. Sin embargo, la gente solía olvidar su nariz ante los claros ojos almendrados y la boca y barbilla de líneas enérgicas. En lugar del acostumbrado vestido almidonado, llevaba una elegante prenda de color ámbar, con un cuello blanco de organdí calado. Y usaba pendientes: era la única en Álamo que los llevaba. Eran pequeñas llores de manzano de oro, con diminutas piedras en el centro. A diferencia de la mayoría de las esposas de granjeros, que olían a jabón de lejía casero y a la comida que estuviesen preparando, Lillian Severt olía a tocador, a menta y a otras hierbas aromáticas que había mezclado en el tradicional popurrí.
La casa también era diferente. En el vestíbulo de entrada, una alfombra cubría casi todo el suelo. En la cocina había una alacena con un tamiz para harina incorporado. También había un comedor formal, con armarios para porcelana con puertas de cristal y una arcada apoyada sobre columnas que lo separaba del vestíbulo. La mesa era de madera de cerezo cubierta de encaje de color crudo, la comida se servía en una sopera cubierta, las servilletas estaban bordadas de encaje belga y, cuando Lillian Severt se sentó, había dejado el delantal en la cocina.
Alien, que en la escuela era un bribón, en la casa era muy diferente. En presencia de sus padres era tan amable que casi parecía querer congraciarse y hasta apartó la silla de su madre cuando comenzaban a comer.
Cuando se dieron las gracias, inclinó la cabeza con aire reverente, sus modales fueron impecables y en su voz ya no se percibía la petulancia que mostraba en la escuela.
Para sorpresa de Linnea, cuando terminó la cena, Martín Severt ordenó:
– Alien, ayuda a Libby a recoger la mesa y después los dos podéis iros.
En voz bien modulada, la señora Severt replicó:
– Vamos, querido, ya sabes que ocuparse de la vajilla no es tarea de hombres. Libby lo hará.
Los dedos del reverendo apretaron con más fuerza el asa de su taza, se enfrentó con la mirada a su esposa y, por un instante, en el comedor la tensión se hizo palpable. Alien apretó el hombro de la madre, le dio un beso en la mejilla y dijo:
– La cena estaba deliciosa. Nadie hace como tú el pastel de calabaza, madre.
La mujer rió, le palmeó la mano y le ordenó:
– Fuera, adulador.
Antes de que pudiese escapar, el padre lo interrogó:
– ¿Llenaste la leñera cuando volviste de la escuela?
Alien ya salía de la habitación.
– No tuve que hacerlo porque ya estaba llena.
Sonaron sus pisadas en las escaleras que llevaban desde el vestíbulo de entrada, sin duda, hasta su cuarto. Entonces, Libby recogió la mesa y también desapareció.
– ¿Quiere más café? -preguntó la señora Severt, llenando otra vez las tres tazas.
En el comedor se hizo el silencio. Linnea trató de reunir coraje para abordar el tema que más la preocupaba Bebió un sorbo de café y tuvo la impresión de que había una gran distancia antes de llegar a su estómago tenso
– Señor y señora Severt -En cuanto lo dijo, se preguntó si debió haberse dirigido a él como reverendo. Pero rechazó la duda y se dispuso a cumplir su tarea, por desagradable que fuese-. Me pregunto si podríamos hablar un poco acerca de Alien.
La señora Severt se puso radiante.
El reverendo Severt frunció el entrecejo.
– ¿Qué sucede con Alien? -preguntó.
Linnea pensó bien cómo decirlo.
– Alien es muy diferente aquí, en su casa, que en el colegio. El… bueno, al parecer, no se lleva muy bien con los otros chicos, y yo pensé que quizás ustedes podrían darme algún dato que me oriente con respecto a qué podríamos hacer para ayudarlo y qué no.
– ¿Nosotros? -Se asombró la señora Severt, alzando una ceja-. Alien no tiene problema con nadie en ningún lado. Si tiene dificultades, sin duda será culpa de la escuela.
La insinuación era clara: escuela significaba señorita Brandonherg. Mientras la maestra intentaba absorber la réplica, la madre de Alien prosiguió:
– Me interesaría saber a qué le llama… llevarse bien.
La inflexión de la voz era suspicaz.
– Desde el punto de vista social, significa que no trata de fraternizar con los otros, participar de los juegos, hacerse de amigos. Desde el punto de vista académico, no siempre acepta las reglas. Suele… ignorar las indicaciones y hacer las cosas de otro modo.
– ¿Fraternizar con quién, señorita Brandonberg? No tiene con quién, hasta que los varones más grandes no asistan a la escuela. No pretenderá que a un muchacho de quince años le fascine jugar a la rayuela con niños de segundo y tercer grado.
La voz de la señora Severt era como un punzón para hielo que estuviese astillando la autoestima de Linnea. Los nervios se le erizaron en zonas en que ignoraba que los tuviese. Deseó estar en la casa, con Nissa, donde nadie hablaba en la mesa. Temblorosa por dentro, se esforzó por mantener la voz plácida.
– Tal vez fraternizar no sea el término exacto. -Linnea pensó otro pero como no se le ocurrió ninguno, barbotó-: Alien provoca mucho a los otros chicos.
– Todos los niños provocan. Yo lo hacía de niña. Estoy segura de que Martin también, ¿no es así, querido?
"Pero no a todos los chicos les da tan perverso placer", pensó Linnea, sabiendo que no podía decírselo al ministro y a la esposa.
El reverendo Severt no contestó a la pregunta de Lillian y formuló otra:
– En concreto, ¿qué es lo que ha hecho?
Si bien la muchacha no tenía intención de mencionar hechos concretos, era evidente que la señora Severt era ciega en lo que al hijo se refería. Si pretendía ayudar a Alien, tenía que ser franca. Relató el incidente de la culebra con Francés.
Lillian Severt preguntó:
– ¿Alguien vio a Alien poner la culebra por el agujero?
– No, pero…
– Ya lo ve.
Se respaldó en la silla con aire satisfecho.
Cada vez más enfadada, Linnea atacó de nuevo.
– Estaba a punto de decir que era el único que no participaba en el juego de pelota que se desarrollaba en el patio en ese momento. Y sucedió inmediatamente después de que Francés viniera a quejarse de que le había quitado un bizcocho de su almuerzo.
El señor Severt comenzó:
– ¿Nuestro Alien robar…?
– ¿Francés? -volvió a interrumpirla esposa- ¿Se refiere a Francés Westgaard, la hija retrasada de Ulmer y Helen?
Bajo la mesa, Linnea apretó los puños sobre el regazo.
– Francés no es retrasada. Sólo un poco lenta.
Lillian Severt bebió un sorbo de café con gesto remilgado.
– Ah, lenta, claro -dijo, con aire de quien sabe, y volvió a colocar la taza sobre el delicado plato-. ¿Y usted cree la palabra de una niña como esa y no la del hijo del ministro? -Alzando una ceja con expresión de reprobación, dejó unos segundos la pregunta en el aire y luego se le ilumino el rostro-. De todos modos -le dedicó una sonrisa a su esposo y otra a la maestra-, no hay ninguna razón para que Alien robe galletas a los otros. Yo misma le preparo un abundante almuerzo todos los días y, como ha oído, está más que encantado con las golosinas que preparo aquí. Admito que adora las galletas, pero siempre me ocupo de que esté bien provisto.
Martin Severt se inclinó hacia delante.
– Señorita Brandonberg, ¿no sería posible que se hubiese equivocado con respecto a que Alien haya robado?
Linnea se volvió hacia él con renovadas esperanzas.
– Esta vez, me temo que no. Se la quitó cuando estaban todos los niños juntos y la engulló antes de que la niña pudiese recuperarla. En otras ocasiones, su hijo se las ingenió para dar mordiscos y dejar las galletas en las cajas.
Una vez más, la señora Severt salió en defensa de su hijo.
– Señorita Brandonberg, tal vez usted califique a eso de robo, pero para mí es una travesura infantil.
– Por mi vocación -intervino el ministro-, podrá imaginar que tanto para la señora Severt como para mí, la enseñanza de los Diez Mandamientos ha sido de la mayor importancia en la crianza de nuestros hijos. Sé que Alien no es perfecto, pero el robo es una acusación sería contra un niño que ha sido educado oyendo leer la Biblia todas las noches.
Linnea recordó la lista de palabras de Alien: aburrido, estúpido, plegarias, bizcochos de choclate y comprendió que le habían revelado más acerca del niño que lo que advirtió en ese momento. Empezaba a percatarse cada vez más de que tenía motivos para preocuparse por su conducta.
En ese momento, ante esos padres, con la sensación de que la regañaban y de que no podía hacer nada, no pudo menos que pensar qué dirían si ella directamente les hubiese contado que su hijo dedicaba una cantidad de tiempo insólita a mirarle los pechos. Sin duda, Lillian deduciría que la señorita Brandonberg había hecho algo para provocarlo. Habiendo presenciado algunas muestras de cómo era esa mujer, no estaba segura de que no fuese capaz de causar la pérdida del trabajo de un maestro sobre bases mucho menos graves que esa.
Hasta haber reunido pruebas más sustanciales de las fechorías de Alien, le pareció prudente emplear el tacto.
– Señor y señora Severt, yo no he venido aquí a criticar el modo en que ustedes educan a sus hijos. No tendría semejante pretensión, aunque sí quería que estuvieran advertidos de que, para Alien, las cosas no van del todo bien en la escuela. Será preciso que cambie de actitud antes de que se meta en mayores dificultades y cuando le doy una orden, espero que se cumpla.
– ¿Qué órdenes en particular no ha cumplido? -preguntó la señora Severt.
Linnea relató el incidente relacionado con el párrafo y la lista con que la había sustituido el niño.
– ¿Y esa lista no le dice a usted nada… ahora que ha visto cómo es el hogar?
– Sí, pero ese no es…
– Señorita Brandonberg, la cuestión es que Alien es un niño muy brillante. Nos lo han dicho desde que comenzó la escuela. Y los niños brillantes necesitan de un desafío constante para rendir al máximo. Quizá, bajo su tutela, no esté recibiendo suficiente desafío. -Linnea sintió que la cara se le ponía roja y el enfado se le multiplicaba, mientras la señora Severt proseguía con tono indulgente-: Usted es nueva aquí, señorita Brandonberg. Hace muy poco que está usted entre nosotros y ya ha catalogado a Alien de provocador de problemas. Ya ha tenido otros cinco maestros, todos mayores y con más experiencia que usted… y debería agregar que eran hombres. ¿No le extraña que nosotros no hayamos tenido noticias de que nuestro hijo es un alborotador, si es cierto que lo es?
– Lillian, no creo que la señorita Brandonberg…
– Y yo no creo -Lillian cortó a su esposo con una mirada que hizo suponer a Linnea que un trueno atravesaría el techo- que la señorita Brandonberg se haya tomado la molestia de buscar rasgos positivos en nuestro hijo Martín. -Si su frase no hubiese bastado para hacer callar al ministro, sin duda lo habría hecho su expresión-. Quizá necesite algo más de tiempo para hacerlo. Esperemos que la próxima vez que venga a cenar el informe que nos traiga sea menos perjudicial.
Tuvo que reconocer, en favor de Martín Severt, que se removió y se ruborizó, y Linnea no supo a dónde mirar ni cuánto tiempo tardaría en salir de ahí para librarse de la furia que ya amenazaba con estallar.
– Si, esperemos-admitió Linnea en voz baja, doblando la servilleta y apartándose de la mesa, agregó-: La comida estaba deliciosa, señora Severt. Gracias por haberme invitado.
– De nada. Venga cuando quiera. La puerta de la casa de un ministro está siempre abierta.
Le ofreció la mano y, si bien Linnea hubiese preferido tocar una serpiente, la aceptó y se despidió con toda la elegancia posible.
En la planta alta, en el dormitorio que quedaba sobre el comedor. Alien estaba tendido boca abajo sobre el suelo de linóleo, con la cara pegada al regulador de la calefacción. A través de las ranuras ajustables de metal, veía y oía con claridad lo que sucedía en la habitación de abajo.
– ¡Alien, lo voy a contar! -susurró Libby desde la entrada-. Ya sabes que no puedes escuchar por el regulador. Le prometiste a papi que no lo harías.
Alien se apartó lentamente de la rejilla para no hacer crujir el suelo.
– Sí, pero ella está ahí sentada, contándole toda clase de malditas mentiras acerca de mí, tratando de convencerlos de que provoco líos en la escuela.
– Tampoco tienes que maldecir. Alien Severt. ¡Iré a contarlo!
De un solo paso, traspuso la distancia que lo separaba de la hermana y le retorció el brazo con una mano.
– Si, inténtalo, nariz de cerdo, y veras lo que te pasa.
– No puedes hacerme nada, o se lo diré a papi y te hará recitar versículos.
Alien retorció más fuerte.
– ¿Ah, sí, sabidilla? ¿Qué te parecería si mojo con petróleo la cola de tu gato? Los gatos bailan muy bien cuando tienen petróleo en el trasero. ¡Y cuando les acercas un fósforo… pum!
A Libby le tembló la barbilla y en los anchos ojos azules se formaron lágrimas al tiempo que intentaba soltarse.
– ¡Ay, Alien! Suéltame. Me haces daño.
– Sí, recuérdalo cuando quieras ir a contarle chismes al viejo. Después de que la maestra empiece a divulgar mentiras con respecto a mí, no es culpa mía lo que suceda en la escuela- -Echó una mirada furiosa al regulador y rechinó los dientes-. En todo caso, ¿quién cree que es?
Entonces, como si la hermana ya no le sirviese más, la arrojó a un lado.
– ¡Lawrence, te juro que nunca, jamás he estado tan furiosa en toda mi vida! ¡Esa… esa vieja altanera, mal orientada! ¡Por Dios, lo juro Lawrence, si ella hubiera hecho un solo comentarlo malicioso más, yo le habría aplastado esa nariz chata hasta que le saliera por detrás de la cabeza!
Sacudiéndose al ritmo del trote de Clippa, Linnea iba tan furiosa que se le saltaban las lágrimas y se le formó un nudo de rabia en la garganta.
– ¡Disminuye la velocidad, Clippa, vieja jaca sarnosa! ¡Y tú, Lawrence, vuelve aquí!
Pero Lawrence se había escabullido y ella necesitaba alguien ante quien ventilar sus emociones. Tal vez fuese casual que, unos cuarenta metros después, pasara ante el buzón de Clara y Trigg.
– ¡So!
Atravesó con la vista el jardín, vio las luces que brillaban en las ventanas, recordó la invitación de Clara y llegó a la conclusión de que hasta entonces, nunca había necesitado tanto una amiga como en ese momento.
El que le abrió la puerta fue Trigg.
– Caramba, señorita Brandonberg, qué sorpresa. -Miró tras ella y frunció el entrecejo-. ¿Le pasa algo a Teddy?
– No, todo está bien. Es que…
– ¡Pase, pase!
En ese momento, apareció Clara detrás de su marido.
– ¡Linnea! ¡Oh, qué maravilloso! -La tomó de la mano y la arrastró dentro-. Los más pequeños se sentirán muy decepcionados, pues ya están acostados.
– Oh, esta no es una visita oficial. Pasaba y recordé que dijiste que el café siempre estaba caliente y…
De repente, se interrumpió, tragó y empezó a parpadear rápidamente.
– Pasa algo malo. ¿Qué es?
– Creo que… necesito una amiga.
La cocina era cálida, amarilla y acogedora, y el recibimiento, entusiasta. Las frustraciones contenidas de Linnea subieron a la superficie y, sin darle tiempo a contenerlas, las lágrimas asomaron a sus ojos. Clara pasó un brazo alrededor de la joven y la llevó hasta una mesa redonda de roble, donde la luz de una lámpara de petróleo iluminaba los platos y tazas del desayuno del día siguiente, ya preparados, puestos boca abajo. Mientras Clara la instaba a sentarse en una silla, Trigg fue en busca de la cafetera.
– Tienes las manos frías. ¿Dónde has estado ahí, en la oscuridad?
Clara se sentó enfrente y le frotó las manos entre las suyas.
– Lamento venir de este modo y… y llorar sobre tu hombro, pero estoy muy alterada y… y…
– ¿Se trata de Teddy?
– No, de Alien Severt.
Clara se respaldó en la silla, con expresión adusta.
– Ah, ese pequeño excremento…
Inesperadamente Linnea rió. Al mirara la franca Clara, sintió que se le quitaba un peso del pecho. Las lágrimas que amenazaban caer se evaporaron de repente y las cosas ya no le parecieron tan exasperantes. Sabía que amaría a esa mujer.
– En verdad lo es. Quién sabe cuántas veces yo misma he querido llamarlo así.
– Bent me cuenta casi todo lo que sucede en la escuela, ¿Qué hizo Alien esta vez?
– En esta ocasión, no se trata tanto de él corno de sus padres. -Sacudió la cabeza, irritada-. ¡La madre! ¡Señor!
Con una sonrisa torcida, Clara invirtió tres tazas y sirvió café.
– De modo que has conocido a Lillian, la Huna. -Linnea estalló otra vez en carcajadas ante la escandalosa franqueza de la mujer. Clara ladeó la cabeza y sonrió-. Bueno, me alegra que todavía puedas reírte. ¿Te sientes mejor, ahora?
– Inmensamente.
– Entonces cuéntanos qué ha sucedido.
Linnea relató las partes principales del enfrentamiento y vio como aumentaba la ira de Clara.
– ¿Cómo calificó a nuestra Francés?
– Retrasada. ¿Te imaginas, la esposa de un ministro diciendo eso?
– Lillian opina que ser la esposa de un ministro la exime de un montón de pecados, como criticar a otros para sentirse superior. Deberías oírla en el Círculo de Damas. -Clara hizo un ademán, como apartando el recuerdo- Bueno, no quiero meterme en eso, pero por aquí no encontrarás a nadie que tenga algo bueno que decir de ella. Desde el primer domingo que se paró junto al ministro en la escalinata de la iglesia, no le cayó bien a nadie. ¡Y pensar que tuvo la audacia de decirte a ti que no estás cumpliendo tu tarea en la escuela, cuando ese diablo de hijo ha estado volviendo locos a los maestros durante años¡ Sé de más de uno que no se quedó por causa de Alien. Pero esa no es la cuestión. Escucha, Linnea, lo que los niños cuentan en sus casas de la escuela es cierto. ¡No lo olvides! Lillian ha estado toda la vida encubriendo la vena perversa de ese malcriado. Y seguirá así, hasta que un día ese chico cometa algo que no podrá disimular. -Clara se interrumpió, reflexionó un momento y preguntó-: ¿Le has contado esto a Teddy?
La pregunta sorprendió a Linnea y sus ojos se dilataron.
– No.
– Bueno, si Alien sigue así, creo que deberías decírselo.
Ella negó con la cabeza.
– No, no creo. A Theodore no le gusta que lo moleste con los asuntos de la escuela.
– Ah. Ha estado gruñón, últimamente, ¿eh? Bueno, no te dejes engañar por eso. Bajo esa apariencia, le importa más de lo que deja ver. Te doy mi palabra de que, si Alien sigue así, con quien te conviene hablar es con Teddy.
– De acuerdo. Lo pensaré. -La cafetera estaba vacía, y Trigg ahogaba un bostezo- Es tarde -dijo Linnea-. Me he sentido muy a gusto, pero, en verdad, tengo que irme.
En la puerta. Clara y ella intercambiaron las amabilidades de la despedida pero en el último momento, sin poder contenerse, se dieron un impetuoso abrazo.
– Ahora ten cuidado hasta llegar a casa.
– Lo haré.
– Ven cuando quieras.
– Lo haré. Y tú haz lo mismo.
Al llegar a la casa, cuando llegó al cobertizo, estaba oscuro y en silencio. Encendió una lámpara, acatando todas las indicaciones de Theodore en relación con guardar los arneses y llevar a Clippa al corral cercano. No había acabado de deshacer el nudo de la brida, cuando Theodore apareció sin ruido a sus espaldas.
– ¡ Llega tarde!
Se sobresaltó y giró sobre los talones, apretándose una mano sobre el corazón.
– Oh, Theodore, no sabía que estaba ahí.
Se había preocupado. Iba de un lado a otro, aguzando el oído para oír los cascos del caballo, preguntándose qué le habría sucedido. Al verla llegar sana y salva, sintió alivio y, junto con él, una cólera irracional.
– ¿Acaso no tiene cabeza para quedarse afuera hasta tan tarde? ¡Podría haberle sucedido cualquier cosa!
– Pasé a visitar a Clara y a Trigg.
Si bien él estaba tan cerca como para tocarla, su rostro era una máscara de disgusto.
– Esto no es como la ciudad, ¿sabe?
– Lo… lo siento. No sabía que se quedaría levantado esperando.
– ¡No estaba levantado esperando¡
Pero sí lo estaba, y ambos lo sabían. Bajo la mirada seria, Línea sintió otra vez esa sensación maravillosa, que le colmó el pecho hasta hacérselo explotar.
Maldita seas, muchacha, no me mires así, pensó el hombre, contemplando ese rostro que casi no ocultaba nada de lo que sentía. El corazón le martilleaba. Las manos le escocían de ganas de tocarla. Quiso decir que lamentaba haberle gritado… que no tenía nada que ver con que hubiese llegado tarde, pero en cambio, se apropió del nudo de la brida.
– Usted vaya para la casa -le ordenó en tono más suave-. Yo me ocuparé de Clippa.
– Gracias, Theodore -respondió con serenidad.
Cuando el hombre se dio la vuelta, se quedó mirándolo, pero ya había cerrado para ella. "Por qué tienes tanto miedo de lo que estaría empezando a sentir", se preguntó. "No hay nada que temer. Estabas esperando a que llegara a salvo a casa. Lo estabas, Theodore, aunque no quieras admitirlo."
Pero se guardó esos pensamientos y salió del establo sin hacer ruido dejándolo debatirse en sus emociones.
Los días siguientes, Linnea fue de visita a los hogares de los alumnos que fallaban, compartió cenas y empezó a conocer a las personas cuyas vidas estaban tan íntimamente entrelazadas. Vio que se trataba de gente simple, trabajadora, bastante introvertida -la efervescente Clara era una excepción-, pero atentos y cordiales con la nueva maestra… sin tener en cuenta los modales en la mesa.
Los gemelos Lommen tenían un encanto que les era propio, que surgía de la benigna rivalidad constante entre los dos. Era un impulso positivo en sus vidas que los acicateaba a complacer, no sólo en la escuela sino también en la casa.
En el hogar de los Knutson, Linnea descubrió con asombro que la casa estaba tan atestada de desechos que daba la impresión de que vivían entre montañas de basura. Para sus adentros, tomó nota de asignar un día a revisar los pupitres para intentar enseñarle a Jeannette la importancia del orden. Con todo, la visita fue un éxito. No sólo disfrutó de una deliciosa comida, sino que también tuvo la oportunidad de conversar de temas tales como las obras de teatro para Navidad, los concursos de ortografía del condado y un baile para reunir fondos para comprar un verdadero escritorio.
La segunda visita a la casa de Clara y Trigg cimentó la amistad entre las dos mujeres y, cuando salió, Linnea ya consideraba a Clara como a una confidente.
A medida que hacía la ronda de visitas a los Westgaard, su respeto hacia la madre de ellos iba en aumento. Nissa había criado hijos sensatos y cariñosos, con la posible excepción de Theodore, quien al parecer, era el menos agradable y el menos afectuoso de todos, sobre todo después de aquella noche en el cobertizo. Desde entonces se habían hablado bastante poco y se mantuvieron apartados, aunque el hecho de que los chicos más grandes siguieran sin asistir a la escuela era como un aguijón bajo la piel de Linnea. Cada vez que se sentaba a la mesa enfrente de Theodore, quería reconvenirlo y exigirle que liberase a su hijo y lo dejara bajo su custodia.
Pero, con octubre, llegó el tiempo frío y los muchachos mayores seguían ausentes.
En la escuela. Alien Severt seguía persiguiendo a Rosie y a Francés más que a los demás, pero siempre de manera furtiva para no ser sorprendido. Escondía la cazuela del almuerzo de Rosie, a veces comía de ella lo que se le antojaba y luego le echaba la culpa a otro. Y, cuando la niña corría a contárselo a la maestra, llorando. Alien la provocaba imitando su ceceo en voz cantarina.
Se dedicaba sistemáticamente a acortar la cola de caballo izquierda de Francés. Sólo la izquierda. Lo hacía de tal modo que nunca podía demostrarse y de algún modo se las ingeniaba para no cortar más que unos milímetros, sin dejar pelo cortado como evidencia ni bruscos cambios de la apariencia del cabello que llamaran la atención sobre lo que estaba haciendo. Sólo se descubrió cuando las coletas de Francés empezaron a verse torcidas.
Un día, durante el recreo de mediodía, Linnea encontró a la niña de diez años llorando en el guardarropa. Con el aire abatido que produce el rechazo, estaba sentada sobre uno de los bancos largos y rompía el corazón verla tan desolada, con las coletas colgando y los omóplatos huesudos que sobresalían, mientras sollozaba con el rostro escondido en las manos.
– Francés, ¿qué le ocurre, querida?
Francés giró hacia la pared y ocultó la cara en una chaqueta que colgaba de una percha. Pero los hombros se le estremecían y Linnea no pudo contenerse de sentarse y hacerla volverse para tomarla entre los brazos. Por poco aconsejable que fuese tener preferidos, no podía resistirse a Francés. Era una niña dulce, tranquila, nada turbulenta, que se esforzaba por complacer de todas las maneras posibles, por difícil que le resultaba la parte académica. Como si comprendiese sus deficiencias en ese aspecto intentaba compensarlo con pequeños gestos bondadosos: una de las galletas preferidas de Linnea dejada sobre el cuaderno; una crujiente manzana roja puesta en un rincón del escritorio; el ofrecimiento de recoger los cuadernos de composición o de atar los cordones de las botas de los más pequeños que todavía no sabían hacerlo.
– Dime qué es lo que te hace tan desdichada.
– No p…puedo -sollozó.
– ¿Por qué no puedes?
– P…porque… me creerá t-.tonta.
Linnea apretó con dulzura la espalda de Francés y contempló la cara hinchada.
– Aquí nadie piensa que seas tonta.
– Alien s…sí.
– No, no es cierto.
– Si, e…es cierto. Todo el t…tiempo me dice retrasada.
La cólera de Linnea estalló y con ella surgió el impulso protector
– No eres tonta. Francés, quítate eso de la cabeza. ¿Eso es lo que te hace llorar? ¿Lo que te dijo Alien?
Triste, Francés negó con la cabeza.
– ¿Y qué es?
Por fin, barbotó el secreto que la "maestra" no debía saber pero que en parte, ya conocía. El mayor deseo de Francés era ser un ángel en la obra de Navidad, porque los ángeles usaban largas túnicas blancas y llevaban el cabello suelto, con un chispeante halo de oropel sobre la cabeza. Pero, en vez de crecer, el cabello cada vez estaba más corto y no sólo temía perder la oportunidad de ser ángel sino también quedarse calva.
Linnea tuvo que apelar a todo su control para no reírse de la asombrosa revelación. Abrazó con fuerza a Francés, y luego la apartó para secarle las mejillas. Componiendo una expresión seria, le habló.
– Vamos, ¿acaso has oído hablar de niñas que se queden calvas?. Sólo los abuelos pierden el pelo.
– Entonces ¿p.-.por qué mi c…cabello cada vez está m…más corto?
Linnea le hizo darse la vuelta para comprobarlo.
– A mí no me parece que esté más corto.
– Lo está. Sólo una de mis colas de caballo.
– ¿Sólo una?
– Esta.
Se pasó la izquierda por el hombro.
Examinándolo mejor, resultó evidente que el cabello había sido cortado… Y no con mucha pulcritud. Linnea lo tomó de la punta y rozó con él la punta de la nariz de Francés-
– ¿No te lo habrás comido? ¿No es esta la que chupas cuando tratas de resolver los problemas de aritmética?
Francés clavó el mentón en el pecho y esbozó una sonrisa tímida que no logró contener, aunque aun tenía lágrimas en las mejillas.
– Tengo una idea -dijo Linnea adoptando un aire pensativo-. Hasta que descubras sí vas a quedarte calva o no y hasta que averigües por qué ocurre sólo de un lado de tu cabeza, ¿por qué no le pides a tu madre que le sujete las coletas en un moño como el mío? Así, ¿ves?
Linnea giró, mostrándole a la niña la parte de atrás de la cabeza y luego la miró de frente otra vez, levantando las colas castañas a modo de prueba.
– No hacen falta más que un par de horquillas para sujetarlas bien y así nadie sabrá si son cortas o largas.
Al día siguiente Francés apareció mostrando, orgullosa, una corona de trenzas que Alien Severt ya no podía cortar. El cambio atacó el síntoma pero no el problema, dos días después alguien perforó un agujero en la pared trasera del excusado de las niñas.
Linnea estaba convencida de que el villano era Alien, pero no tenía pruebas. Y, además de que las fechorías iban haciéndose más graves, tenía la inquietante sensación de que disfrutaba de ver sufrir a los otros.
Decidió hablar con Theodore al respecto.