13

A la mañana siguiente, Nissa se quedó en cama hasta más tarde que de costumbre, y Theodore subió a la planta alta para despertar a Kristian justo cuando Linnea se disponía a bajar a buscar agua. Los dos se detuvieron al mismo tiempo. Theodore alzó la vista y se le aceleró el corazón. Ella bajó los ojos y le pasó lo mismo. En ese instante, revivieron el impacto del único beso que habían compartido la noche pasada, y ninguno de los dos supo qué decir. Se quedaron mirándose largo rato.

Linnea estaba descalza y se sostenía la bata en el cuello. Theodore notó que acababa de salir de la cama y el corazón se le aceleró más aún ante ese pensamiento.

Él llevaba puesta la gruesa chaqueta de lana, tenía la nariz sonrosada y todavía no se había afeitado. Linnea dedujo que había salido a hacer las tareas matinales y verlo así, todo desaliñado y masculino, la impulsó a apretar los dedos de los pies en el borde del peldaño.

De repente, los dos advirtieron que estaban de pie en la estrecha escalera, mirándose boquiabiertos como si se hubiesen convertido en estatuas de sal. Linnea fue la primera en recuperar el uso de la voz.

– Buenos días -susurró.

– Buenos días -susurró él, en respuesta.

– Ya ha estado afuera.

– He hecho las tareas solo para dejar dormir a Kristian.

– Ah.

Qué tontería. ¿No podían pasar uno junto a otro en las escaleras sin ponerse nerviosos?

– ¿Cómo está esta mañana? -preguntó él.

– Cansada. No dormí muy bien anoche. ¿Y cómo está usted?

– Un poco lento. -Se preguntó qué le habría impedido dormir. ¿Le habría sucedido como a él, que se había quedado acostado durante horas pensando en ese beso?-Anoche llegamos tarde. Y me parece que mamá y Kristian están igual. Pero será mejor que los despierte, pues, de lo contrario, se les hará tarde para ir a la iglesia.

Cuando él siguió subiendo y ella bajando, los corazones de ambos latieron más fuerte. Cuando al fin pasaron uno junto a otro, se aseguraron de que ni un hilo de sus ropas rozara al otro. Al llegar al último escalón Theodore dijo, en voz baja:

– ¿Linnea?

La muchacha giró y alzó la vista. Se le ocurrió que jamás se cansaría de oírlo pronunciar su nombre de pila en ese tono. Theodore tenía una mano en el pomo de la puerta de Kristian. Ella trató de imaginar qué pasaría si él llegaba alguna vez hasta su puerta así y la llamaba como había hecho hacía instantes.

– ¿Sí?

– Bonner se ha marchado.

Pero Bonner ya era un recuerdo borroso para ella, eclipsado por el hombre imponente que tenia ante sí. Se sentía capaz de estar todo el día mirándolo. Pero él se volvió, abrió la puerta de Kristian y desapareció, dentro del cuarto, Theodore se detuvo clavando la vista en sus botas. Recordó a la muchacha descalza y en bata, con aspecto tibio, desaliñado y soñoliento. Tuvo que apelar a toda su fortaleza para pasar junto a ella en la escalera sin tocarla. Exhaló un pesado suspiro. Tan joven… La noche anterior, cuando la arrebató de los brazos de Bonner, trató de convencerse de que actuaba en lugar del padre, pero eso no era del todo cierto. No toda su furia había sido provocada por un impulso de protección paternal.

"Oh, demonios, Westgaard, no eres más que un tipo de mediana edad, que siente que está bebiendo de la fuente de la juventud cada vez que ella está cerca. ¡Olvidas que eres como cinco años mayor que Rusty Bonner, y tú fuiste el que le aconsejó que eligiese a alguien de su edad!"

Suspiró y echó un vistazo a la cama. Kristian dormía apaciblemente. Tenía los brazos echados atrás y la manta le dejaba el pecho medio descubierto, donde ya se veía una buena mata de vello, ¿Cuándo había sucedido eso? Al mes siguiente cumpliría diecisiete. Ya diecisiete, y Theodore no podía menos que admitir que los diecisiete de Kristian junto a los dieciocho de Linnea causaban menos impresión que los dieciséis años que la separaban de él.

Recordó la insólita franqueza con que el hijo le confesara lo que sentía por la muchacha, y sintió el extraño impulso de sentarse en el borde de la cama y confesarle que la noche pasada la había besado y pedirle que lo perdonase. Culpa. Hacía sólo un mes que ella estaba ahí y ya lo hacía sentirse culpable. Era una estupidez. ¿O no? Kristian se había interesado en ella antes, y confió lo suficiente en su padre para confesarle lo que sentía. Sopesó las posibles consecuencias si el hijo descubría lo que había sucedido la noche anterior. Señor, ¿y si se filtraba y la gente empezaba a preguntarse qué estaría pasando ahí, que el padre y el hijo pretendían a la misma muchacha? ¿No se convertiría eso en un embrollo desproporcionado?

"Westgaard, si empiezas algo con ella, le verás con un buen lío entre manos", pensó. "Ella es demasiado joven para ti, lo sabes, de modo que déjasela a tu hijo y compórtate de acuerdo con tu edad."

A la noche siguiente, ¿quién se presentó en la puerta sino Hill Westgaard, todo acicalado y peinado con brillantina? Los hombres ya habían vuelto del campo y ya se habían retirado los platos de la cena cuando llamaron a la puerta y Kristian fue a abrir. Cuando Bill entró en la cocina, supusieron que sólo era una visita familiar. Se sentaron alrededor de la mesa, Nissa sirvió café y pastel de dátiles y preguntó por Ulmer y Helen y el resto de la familia. Bill brindó un actualizado informe y dio buena cuenta del bocado.

Hablaron acerca de la guerra, la ley de servicio militar del presidente Wilson, y de cómo discutía el pueblo norteamericano en todos lados.

Pocos creían que la nación pudiese alistar una fuerza capaz de ser llevada al campo de batalla en Francia a tiempo para impedir un desastre aliado, y Theodore estaba de acuerdo con esa postura. Bill, en cambio, argumentaba que ya que los ejércitos alemanes habían llevado a Rusia al borde del colapso, y que las fuerzas invasoras alemanas y austriacas infligían derrotas aplastantes a los italianos en Caporelto, los americanos tenían que respaldar los esfuerzos de Wilson en forma total.

Los ojos de Linnea se dilataron al comprobar hasta qué punto entendían lo que sucedía al otro lado del mar. Hasta Kristian participó de la discusión, demostrando un vivo interés en el tema de los aeroplanos y las batallas que se libraban en el aire.

Cuando se agotó el tema, pasaron a hablar de las trampas que se colocaban en invierno, de un zorro que había estado matando gallinas en la región y de las posibilidades de que nevara temprano.

Agotaron una serie de temas impersonales, hasta que Bill anunció:

– He traído el coche. Tal vez quieras venir a dar un paseo conmigo, Linnea.

Se hizo un incómodo silencio. Linnea buscó con la vista la mirada de Theodore y, por un instante, vio asombro y desaprobación, que él se apresuró a borrar. ¿Qué podía decir?

– Un paseo. Oh… bueno…

– Podríamos ir a lo largo de Holman's Bridge. Junto al arroyo es muy agradable, sobre todo cuando hay luna.

– Hace un poco de frío.

– He traído una manta para las rodillas -agregó, esperanzado.

Linnea volvió a mirar a Theodore, que cuidó de adoptar una expresión neutra, pero que tenía los nudillos blancos apoyados sobre el vientre

Nissa dijo:

– Claro, vosotros los jóvenes, iros. Salid un rato.

– ¿Qué dices, Linnea? -insistió Bill.

¿Y qué podía decir ella?

– Parece maravilloso. Iré a buscar mi abrigo.

Anduvieron en la noche clara y fresca hacia Holinan's Bridge y fueron contando las cuevas de ratas almizcleras que habían visto abajo. Hill era una compañía agradable, cortés y de conversación fácil. Le preguntó sus planes para las vacaciones de Navidad, sobre su familia, lo que pensaba hacer el verano siguiente. Ella le preguntó por sus planes para el futuro, y se asombró de saber que pensaba alistarse en el ejército. La guerra, que parecía tan remota, cada vez se acercaba más. Aunque hacía poco que conocía a Bill, era un ser de carne y hueso, formaba parte de la familia

Westgaard. ¡Y pensaba en marcharse a luchar!

– Rooseveit dijo que era nuestro deber, que teníamos que unimos a los Aliados y declararle la guerra a Alemania. Ahora que ya lo hemos hecho, quiero participar.

En esa región, la gente hacía más caso de Rooseveit que de Wilson.

– Pero estás participando. Eres granjero.

– Hay muchos hombres para cultivar trigo. Lo que necesitan son más hombres para pelear.

Linnea imaginó a Bill en una trinchera, con la bayoneta en la mano… o en el corazón… y se estremeció. En un gesto candido, pasó su brazo por el de él, y el muchacho rió, encantado.

– Bueno, todavía no me voy, Linnea. Aún no se lo he dicho a mis padres.

– No quisiera que te fueses nunca. No quiero que se vaya ninguno de los que conozco.

Menos de una hora después, estaban de nuevo en el sendero de la casa. Cuando los caballos se detuvieron, la mano enguantada de Bill cubrió la suya.

– El sábado que viene, por la noche, habrá otro baile. ¿Vendrás conmigo?

– Yo…

¿Qué debía responder? Sin advertirlo, estaba comparando la nariz respingona de Bill con la aguileña de Theodore, los claros ojos verdes con los castaños de Theodore, el cabello rubio con el castaño y lacio del hombre. La nariz de Bill le pareció muy infantil, los ojos demasiado claros, el cabello demasiado ondulado para su gusto. Desde que Theodore había aparecido en su vida, ningún otro podía comparársele. Era con él con quien quería bailar, aunque había pocas esperanzas de que lo lograse.

– ¿Qué respondes, Linnea?

Se sintió atrapada. ¿Qué excusa lógica podía darle a Bill? Además, quizás asistir con él al baile provocaría alguna reacción en Theodore, y aceptó.

Bill la acompañó hasta la casa con la actitud de quien no tiene prisa por llegar. Junto a la puerta del fondo, la tomó de los hombros y le dio un beso despojado de exigencias, si bien fue lo bastante largo como para que volaran chispas, si estaban destinadas a volar. Nada. No pasó absolutamente nada.

– Buenas noches, Linnea.

– Buenas noches, Bill.

– Nos vemos el sábado por la noche.

– Sí. Gracias por el paseo.

Cuando se fue, Linnea suspiró, comparando ese beso con el de Theodore. No era justo que el beso de un hombre gruñón la excitara más que el de un joven varón interesado en ella, como lo estaba Bill.

Adentro sólo habían dejado sobre la mesa de la cocina una lámpara con la mecha baja. Se sintió cansada y desanimada, colmada de preguntas sin fin con respecto al curso de su vida. ¿Y qué pasaba con aquellos que le importaban? ¿De verdad Bill se marcharía a la guerra? ¿Lo harían los otros jóvenes que conocía? Abstraída, caminó alrededor de la mesa y posó las manos en el respaldo de la silla de Theodore, Gracias a Dios, si se llegaba eso, él era demasiado mayor para ser convocado.

– ¿Has tenido un paseo agradable?

El sonido de su voz que llegaba desde las sombras, al otro lado de la cocina, le encendió la sangre. Al volverse lo vio apoyado contra la entrada a la sala, con los brazos cruzados flojamente. Llevaba puestos unos pantalones negros y tirantes negros sobre la parte superior de la prenda enteriza que usaba para dormir. Llenaba la prenda como una manzana Hena su pellejo, y aquella enfatizaba cada bulto y hondonada. Tenía las mangas enrolladas sobre el codo, y exhibía gruesos antebrazos musculosos, sombreados de vello oscuro. Más vello aparecía en la abertura del cuello. Era mucho más hombre que Bill.

– Sí -respondió, manteniéndose erguida y quieta.

Theodore aguardó en silencio, debatiéndose contra los celos, ordenándole a su corazón que se calmara. La luz de la lámpara daba a su piel un matiz de melocotón. Los labios de Linnea estaban entreabiertos y en sus ojos se veía un desafío. No hizo el menor esfuerzo por disimular que estaba acariciando la silla en que él solía sentarse. Esa maldita chica no sabía qué le estaba insinuando.

– Hemos ido hasta el arroyo.

Theodore sabía perfectamente lo que se proponía, y se reclinó contra el vano de la puerta con fingida indolencia, como si dentro de él no se retorciera todo, como si no estuviese preguntándose qué más habrían hecho.

– Es muy hermoso de noche.

¡Pedazo de noruego obstinado! ¿No adivinas lo que siente mi corazón?

– Me ha invitado a bailar el sábado por la noche.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué le ha respondido?

– He aceptado.

Theodore clavó la mirada en ella por largo tiempo, sin moverse. Hill era joven; tenía derecho. Y, sin embargo, eso no lo hacía más fácil de aceptar. Por último, se obligó a apartar la vista.

– Qué bien -dijo apartándose de la puerta.

Linnea sintió ganas de llorar.

– S…sí. -Soltó un hondo suspiro y le preguntó-: ¿Usted irá?

Theodore hizo como si lo pensara largo rato antes de responder:

– Supongo que sí.

– ¿Esta vez bailará conmigo?

– Es preferible que baile con los más jóvenes.

Linnea levantó una mano en ademán suplicante.

– Teddy, no quie…

– Buenas noches, Linnea.

Giró rápidamente y la dejó ahí, de pie en la cocina.

Cuando Theodore estuvo dentro del dormitorio, se sentó en el borde de la cama con la cabeza entre las manos. El rostro de Linnea ardía ante él, ese bello rostro joven que no ocultaba nada. Con esos ojos azules de largas pestañas, incapaces de esconder la verdad. Se echó hacia atrás con los ojos cerrados y los brazos abiertos. Señor, Señor. El era el que tenía más edad más sabiduría. Él era el responsable de mantenerla a distancia. Pero ¿cómo?

En la semana que siguió, el tiempo se volvió frío y los heniles comenzaron a llenarse. Un jueves. Osear Knutson pasó a informarle a Linnea que el baile del sábado se haría en la escuela.

– ¿En la escuela?

– Aquí hay estufa, y bastará con que apilemos los pupitres contra una pared. Haremos casi todos los bailes aquí hasta que los heniles se vacíen otra vez, hacia la primavera. Quería comunicárselo para que usted diga a los chicos que vacíen los tinteros. Por lo general, Theodore viene a encender la estufa y a preparar todo.

Otra vez Theodore. No le había dirigido ni dos palabras desde que ella le dijera que iría a bailar con Bill, y lo último que hubiese querido era pedirle que fuese a la escuela a encender la estufa antes del baile.

– ¿Tengo que pedírselo?

– No, ya está todo organizado.

Todos llegaron temprano: Bill y Linnea en el coche. Theodore, Nissa, Kristian y los peones en otro, y se encargaron de encender el fuego, de llenar la cazuela de agua y de apartar los pupitres.

Por la noche, la escuela tenía un aspecto acogedor, con la negrura que se veía por las ventanas y las lámparas encendidas en el interior. Línea corrió el escritorio contra la pizarra para que la orquesta pudiese instalarse sobre la tarima. Nissa instaló una mesa con tentempiés en el guardarropa, cortando un pastel de limón, al que se sumarían otros pasteles y emparedados cuando llegaran las demás mujeres. Kristian esparció harina de maíz por el suelo. Theodore encendió el fuego y luego recorrió el salón con la cabeza ladeada, observando la hilera de dibujos infantiles colgados de la pared con un cordel rojo.

Oyó a sus espaldas una voz tranquila:

– Flor de cardo.

Mirando sobre el hombro, vio que Linnea lo observaba con los brazos cruzados. Tenía puesto un vestido azul marino a media pierna y no parecía mayor que las niñas que habían hecho esos dibujos.

– Eso supuse, pero en algunos casos es difícil saberlo.

Se dio la vuelta para seguir observando las torpes obras de arte, con los pulgares enganchados en los broches de los tirantes y una sonrisa benévola en los labios. Linnea acompañó su paseo a lo largo de la fila-

– Los de Haloween son un poco mejores. -Se los señaló-. Calabazas… mazorcas de maíz… fantasmas…,

Cuanto más avanzaban, más aumentaba la calidad de los trabajos, hasta que pasaron de ser grandes dibujos a composiciones escritas con pequeñas ilustraciones en la parte de arriba.

– Kristian no es muy bueno dibujando, pero en lo que se refiere a redacción tiene grandes condiciones. Vea. Esta es suya. -Quitó un alfiler recto de una esquina del papel y se lo entregó a Theodore, con expresión de orgullo-: Léala y verá.

¿Leerla? Boquiabierto, miró primero el papel y luego a la muchacha sin saber qué hacer. Como no se le ocurrió ninguna otra cosa, aceptó la composición del hijo con gestos rígidos y se quedó mirándola, con Línea junto a él, resplandeciente de orgullo. Se quedó ahí por largos minutos, sintiéndose ignorante. Se preguntó qué diría el papel. La negra escritura sobre la página blanca le evocó filas paralelas de tocones de cereal que sobresalieran de la nieve fresca, pero más allá de eso no significaban nada para él. Tenía treinta y cuatro años, y su hijo era más inteligente que él.

Y ahora ella lo sabría.

Linnea ladeó la cabeza y señaló una parte de la página.

– ¿Ve lo que eligió para comentar? ¿No cree que eso revela una mente curiosa?

Theodore sintió que la sangre se le agolpaba en el pecho. Le subía al cuello. Llegaba a las orejas y sintió que se le ponían tan calientes que quemarían el cabello que las rodeaba. Bajó la cabeza, tragó y clavó la vista en el papel, mortificado.

Alegre, la muchacha cruzó los antebrazos a la espalda, esperando que él terminase de leer e hiciera algún comentario. Como no lo hizo, alzó la cara y le dedicó una sonrisa vivaz:

– Bueno, ¿no le parece maravilloso?

Con un solo vistazo, supo que algo malo sucedía. Theodore se había puesto encarnado y no levantaba la vista.

– Supongo que sí-tartamudeó al fin.

– Bueno, no parece… -Linnea pasó la mirada del rostro del hombre al papel, luego otra vez a la cara, y sus palabras fueron frenándose como una máquina que perdiese el vapor-… muy impre… -Su mente tropezó con algo. Sacó una mano de atrás y se tapó los labios-. Oh… -exhaló, comprendiendo la verdad al fin-. Oh, Theodore… ¿no sabe leer?

Estaban cerca, tan cerca que lo oyó tragar convulsivamente mientras que con la uña del pulgar rascaba el margen derecho del papel.

Negó con la cabeza gacha.

"Oh, mi querido, terco, Theodore. ¿Por qué no me lo dijiste?" Se sintió avergonzada por él. Se le derritió el corazón, y sintió que ella también se sonrojaba. Estaban los dos envueltos en una capa de incomodidad que los apretaba sin piedad, al tiempo que, a sus espaldas, la orquesta había empezado a afinar. Lentamente le devolvió el papel y las miradas se encontraron: Theodore aun estaba sonrojado hasta la raíz del cabello.

– Pe… pero ¿y los himnos en la iglesia? -susurró Linnea.

– Los conozco de memoria. Ya hace más de treinta años que los canto.

– ¿Y las oraciones en la pizarra?

Rememoró su propia turbación aquel día que la sorprendió burlándose de él con aquellos escandalosos insultos. En ese momento, cuando era él el sorprendido, simpatizó con él.

La mirada de Theodore, firme, se posó en la de ella.

– Lo único que entendí fue que quería rellenar a Theodore.

– Ah. -Se miró las puntas de los zapatos- Ese día, cuando lo oía a mis espaldas, creí que había estado leyendo todo el tiempo lo que yo escribía y quise morirme.

– No tanto como yo lo deseo ahora.

Linnea alzó la cara y los ojos se encontraron, ya disipada parte de la arbación. La orquesta atacó la primera pieza.

– Theodore, no tenía idea. En serio.

– Cuando yo era niño, aquí no había escuela. Mamá me enseñó un poco a leer en noruego, pero ella nunca aprendió inglés, de modo que tampoco pudo enseñarnos a ninguno de nosotros.

– ¿Y por qué no me lo dijo? No pensará que lo creo menos por eso.

– ¿Después de que discutimos por la asistencia de Kristian a la escuela? ¿Cómo podía decírselo?

– Ah -comentó, perspicaz-, es por orgullo. -Se estiró y volvió a colgar la hoja de papel-. Los hombres tienen ideas muy absurdas al respecto. Resulta que Kristian sabe un poco más que usted de idioma inglés. Pero usted sabe mucho más que él de muchas otras cosas. -Lo miró, señalándose a sí misma-: En ese sentido, usted sabe mucho más que yo sobre muchas otras cosas. La otra noche, cuando estaban hablando acerca de la guerra… Bueno, no tenía ni idea de que usted supiese tanto de lo que está sucediendo allí. Y sabe cómo arreglar molinos de viento, instalar trampas para ratones, y… me enseñó a atrapar a un caballo, a ensillarlo…

– Ensillarla -la corrigió.

Los ojos volvieron a encontrarse: algo bueno pasó entre ellos. Algo cálido, rico, radiante, que contenía promesa de gozo. En los labios de los dos se formaron sonrisas. Linnea hizo una reverencia, inclinándose desde la cintura.

– Acepto la corrección, caballero. La. Eso demuestra lo que estaba diciendo. Caramba, no tiene por qué sentirse…

– ¡Estás aquí, Teddy! -Era Isabelle Lawler, que apareció para interrumpir el instante de armonía-. Me pican los pies, y sólo hay un remedio.

Sin molestarse en pedir disculpas por la interrupción, se apoderó de Theodore y lo arrastró a la danza.

El ánimo de Linnea se agrió. Con expresión enfadada, fijó la vista en la escandalosa pelirroja que no parecía obedecer a ningún código de normas sociales. ¡Cómo se atrevía esa… ese hipopótamo de cabello anaranjado a mandar a un hombre de ese modo y, por añadidura, trompetear como un elefante! "Quisiera que asista a mi clase de etiqueta sólo un día. ¡Sólo uno!

De repente. Linnea registró algo más: Teddy. ¡Lo había llamado Teddy!

– Ven, bailemos.

Era Bill, que iba a reclamar su danza. La joven se impuso sonreír y estar alegre, pero siguió atisbando a Ted y al hipopótamo, y eso casi le arruinó la velada. Igual que la vez anterior, tuvo abundantes compañeros de baile… con la única excepción obvia. Girando y girando alrededor del tubo de la negra estufa, echaba ocasionales miradas furtivas en dirección al hombre. Sin duda, Theodore era el mejor bailarín del lugar – ¡maldito fuese su pellejo!-, ¡y bailaba con esa atrevida de cabeza colorada hasta que gastaron el suelo de la escuela! Pero no era capaz de bailar con la pequeña señorita ni siquiera para salvar su alma. Después de lo sucedido entre ellos el sábado anterior y esa misma noche más temprano, tenia la esperanza de que, al fin, empezara a considerarla una adulta. Pero al parecer, no, ¡y estaba harta de que la considerasen como si aún no se le hubiese secado la leche en los labios! Bueno, ella no tenía la corpulencia de un arado de reja múltiple. Tampoco tenía cuerdas vocales como las de un carretero. Ni el cabello del color de un gallo de Rhode Island.

Con gesto petulante, trató de hacer la vista gorda a esos dos, pero no resultó. Por último, después de haberla ignorado casi hasta el fin de la velada, componiendo su mejor postura y su expresión más altiva, cruzó la pista y golpeó a la pelirroja en el hombro.

– Discúlpeme, señorita Lawler. ¿puedo interrumpir?

Para vergüenza de Linnea, esa tonta mujer exclamó, en voz lo bastante alta para despertar a los muertos:

– ¡Bueno, yo diría que no! Cuando le pongo a un hombre las manos encima, lo aprovecho bien antes de soltarlo.

Para confirmarlo, abrazó a Theodore en un apretón fatal y giró, alejándose.

Linnea quiso morirse ahí mismo. ¿Qué otra alternativa le quedaba, salvo retroceder hasta el borde del salón y quemarse? ¿Qué veía él en esa prostituta pomposa? Era grosera, sudorosa, y arrastraba a Theodore por la pista de baile resoplando como un caballo de tiro demasiado pesado.

Que se quede con ella… es lo que merece.

Todavía estaba en esa pose petulante, al borde de la pista, cuando terminó la pieza. Vio que Theodore le decía algo a Isabelle y la acompañaba al guardarropa. Por un momento, reapareció solo, buscó entre la gente, y fue directamente hacia ella. La muchacha fijó la mirada en el violinista, y apretó los labios como si acabara de comer un encurtido en mal estado.

– Venga, pequeña señorita, le toca a usted.

¡Le tocaba a ella! Como si hubiese estado clavada toda la velada, esperando que él tuviese un sitio libre en su carnet de baile.

– No se moleste, Theodore.

Altanera, le dio vuelta la cara.

– Bueno, quería bailar conmigo, ¿no?

Lo miró enfadada, exasperada por la impotencia que sentía contra sus burlas. Le dabas a un hombre un par de cervezas y bailaba un par de danzas con una pelirroja y se volvía jocoso de una manera dañina.

– Borre de su cara esa expresión de complacencia consigo mismo, Theodore Westgaard. No, no quería bailar con usted. Tenía algo que decirle, eso es todo.

A duras penas, Theodore logró contener la risa ante la pequeña lanzallamas. Era tan especial cuando se enfurecía y alzaba la atrevida nariz de ese modo… además, no parecía tener más de catorce años. Pese a que se había convencido de guardar la distancia en lo que se refería a la pequeña señorita, no había nada de malo en hacerla dar un par de vueltas por la pista de baile, ante la presencia de toda la familia. De hecho, podía despertar más sospechas bailar con todas las mujeres excepto con ella.

– Entonces, venga. Puede decírmelo ahora.

No le dio alternativa. La guió por la pista con gracia y fluidez, sonriéndole con el aire de diversión más irritante.

– ¿Qué era lo que quería decirme?

¡Que te seques y que te lleve el viento… junto con esa sudorosa pelirroja! Linnea cerró la boca y miró, displicente, sobre el hombro de Theodore. Él inclinó la cabeza, flexionó las rodillas y sus ojos quedaron en el mismo nivel que los de ella.

– ¿Ahora que ya me tiene, le han comido la lengua los ratones?

– Oh, deje de tratarme como a una niña. ¡No me gusta que sean condescendientes conmigo!

Theodore se enderezó y ejecutó un diestro círculo, advirtiéndole con aire alegre:

– Eso tendrá que explicármelo.

Linnea le dio un puñetazo en el hombro.

– ¡Oh, Theodore, es exasperante! A veces lo detesto.

– Lo sé. Pero sé bailar, ¿eh?

¿Acaso este individuo tenía que ser bromista en el mismo momento en que ella quería seguir irritada con él? Le temblaron los labios, amenazando con una sonrisa.

– ¡Es un fastidioso engreído! Y, si estuviésemos en clase, en este mismo momento le castigaría a quedarse de pie en el rincón del guardarropa por haberme tratado con tanta grosería.

– ¿Usted y cuántos más? -le preguntó, con sonrisa endiablada.

Incapaz de seguir seria más tiempo, Linnea estalló en carcajadas. Y, junto con ella, Theodore. Olvidaron todas las riñas y bailaron. Por todos los cielos, qué bien bailaba ese hombre. ¡Hasta daba la impresión de que ella bailaba bien! La sostenía alejada de él, pero la guiaba con tanta destreza que el ritmo y los pasos salían sin esfuerzo. Qué diferente era en la pista de baile que en cualquier otro sitio. Era difícil creer que este fuese el mismo Theodore que la había recibido el día que llegó, enfundado en la bata de trabajo, con el estropeado sombrero de paja, y que la había tratado tan mal que casi la mandó de regresó.

– Bueno, ¿va a decírmelo o no?

Los dos se inclinaron hacia atrás desde la cintura, mientras los pies se deslizaban sin esfuerzo.

– ¿Decirle qué?

– Lo que quería decirme cuando golpeó a Isabelle en el hombro.

– ¡Ah, eso! -Levantó la barbilla con aire inaccesible-. Voy a enseñarle a leer.

Theodore sonrió.

– Conque eso hará, ¿eh?

– Si, eso haré, ¿eh? -lo imitó.

– Voy a parecer un gran tonto intentando meter las rodillas bajo uno de esos pupitres.

– Aquí no, tonto, en casa.

– En casa -repitió, sarcástico.

– Bueno, ¿acaso tiene algo mejor en qué ocuparse en las largas veladas de invierno?

Lanzó una risa mezclada con un resoplido y elevó un poco una ceja.

– ¿Está segura de que quiere ocuparse de mí? Los hombres de mi edad solemos ser bastante cabezaduras y olvidadizos. Es probable que no pesque las cosas tan rápido como sus alumnos de primero y segundo grado.

– En serio, Theodore, habla como si ya estuviese en la senectud.

– Casi.

Linnea le echó una mirada intrigada.

– Los hombres seniles tienen reumatismo. Usted no baila como si tuviese reumatismo.

– No, por Dios, mis huesos están muy bien, ¿no es cierto?

Giró y admiró su propio codo.

– ¡Póngase derecho y serio! -Lo regañó, tratando de no reír entre dientes- Cuando la maestra está sermoneándolo, no puede estar haciéndole retruécanos.

La mirada divertida del hombre se encontró con la suya mientras seguían bailando con fluidez, cada vez más a gusto con el otro.

– Y si lo hago, ¿qué hará la pequeña mequetrefe?

– ¡Mequetrefe! -replicó indignada, golpeando con el pie-. ¡No soy una mequetrefe!

Pero en ese mismo instante había terminado la música. Se hizo el silencio y las palabras de Linnea flotaron en el aire como una campana suiza por encima de un fiordo. Varias cabezas giraron, inquisitivas, en dirección a ellos. Linnea sintió que empezaba a ruborizarse, pero, por suerte, Theodore la sacó de la pista tomándola del codo. Sin embargo, al separarse, añadió el insulto a la ofensa diciéndole:

– Gracias por el baile, pequeña señorita. No se quede afuera hasta muy tarde.

¡Por dos centavos le habría pateado con gusto el trasero!

Todavía estaba tensa y encrespada como una cuerda nueva cuando Bill la acompañó a la casa. En cuanto se detuvo el coche, el muchacho le pasó el brazo por los hombros, le apretó la espalda contra el asiento de cuero y la besó. Todavía estaba demasiado enfadada con Theodore para capitular y rogó al cielo que el beso despertara alguna reacción en su corazón. Pero no despertó nada.

– Toda la noche estuve deseando hacerlo.

– ¿En serio?

– Ahá. ¿Te molesta si lo hago otra vez?

– Creo… creo que no.

Si Theodore sigue tratándome como a una niña… Quizás esto se vuelva más divertido.

Pero pasó exactamente lo contrario cuando la lengua de Bill entró en su boca y, apoyándose sobre una cadera, intentó meter la rodilla entre sus piernas, Linnea se echó atrás y lanzó un chillido.

– Tengo que entrar.

– ¿Tan pronto?

– Sí, ahora mismo. ¡Bill, no!

– ¿Por qué no?

– ¡He dicho que no!

– ¿Nadie te ha hecho esto antes?

¡Por Dios!, ¿cuántas manos tenía?

– ¡Basta!

Lo empujó con tanta fuerza que se golpeó la cabeza contra un tensor de la capota.

– ¡Bueno, está bien! ¡No tienes por qué empujarme!

– ¡Buenas noches, señor Westgaard!

Dando un tirón a la delantera del abrigo, bajó de un salto.

– ¡Linnea, espera!

La interceptó a mitad de camino de la casa, pero ella sacudió el brazo para librarse de su mano.

– No me gusta que me maltraten, Bill.

– Lo siento… escucha, te prometo que…

– No es necesario que hagas promesas. No volveré a salir contigo.

– Pero, Linnea…

Lo dejó barbotando, de pie en el sendero. Dentro, en la cocina, cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, aliviada. Subió la escalera a tientas, se desvistió en la oscuridad y se acurrucó bajo las mantas temblando.

Tenía muchas ganas de llorar, pero las lágrimas no acudían con tanta facilidad como solían hacerlo. ¿Acaso esa no debía ser una etapa despreocupada y divertida de la vida? Pero por cierto no carecía de preocupaciones ni era demasiado divertida. De todos modos, ¿qué hacía besando a tipos como Rusty Bonner y Bill Westgaard, cuando al único que quería besar era a Theodore?

Los días siguientes la trató como a una niña. Nada más que una niña.

Una mañana poco después, cuando Linnea despertó, silbaba un viento que llegaba desde Saskatchewan con ese frío que prometía nieve. Entonces se enfundó en abrigada ropa interior de algodón y largas medias de lana y, aun así, la caminata a la escuela le pareció el doble de larga que cuando podía ver a los cosechadores a lo lejos.

Al llegar allí, se detuvo en la entrada del guardarropa, contemplando el familiar ámbito. Qué extraño el modo en que adoptaba diferentes personalidades según las diferentes situaciones. En las mañanas soleadas no había sitio más alegre. La noche del baile, ningún lugar más excitante. Pero, ese día, despojado por completo de voces infantiles y con las nubes grises que se veían por las largas ventanas desnudas, el pequeño recinto le dio un escalofrío.

Salió de prisa a buscar carbón. El viento formaba un embudo cerca de la puerta de la carbonera y le levantaba las puntas del echarpe. Se preguntó cuánto faltaría para la primera nevada. Volvió a entrar y, sin quitarse los mitones, cargó la estufa; en la escuela vacía, el estrépito de las tapas y la cubierta tenían un sonido fantasmal. Por último, a desgana, volvió al guardarropa y se encontró con que en la cazuela de agua se había formado un disco de hielo. Lo quitó y volvió afuera, a la bomba, notando otra vez la enorme diferencia entre desarrollar esas tareas una soleada mañana otoñal y en esa, lúgubre, de preludio del invierno.

Cuando llegó Kristian, se alborozó de contar con su compañía. Entre los dos llevaron la mesa con el recipiente de agua al rincón del fondo, en el aula principal. Él y otros niños llevaron patatas y las colocaron en la reja de la estufa, donde se asarían para el almuerzo y, hacia media mañana, la fragancia invadía el salón. A la hora del recreo, sólo la mitad de los alumnos optaron por salir al patio. La otra mitad se ocupó de dar la vuelta a las patatas y se dedicó a conversar o a dibujar en la pizarra.

Esa tarde en el camino de regreso caían unos copos de nieve secos y duros. La hierba parda de la zanja se estremecía y parecía acurrucarse, preparándose para su refugio invernal. Las nubes tenían un aspecto amenazador y cabrilleaban más rápido cruzando el cielo de pizarra, con sus pangas oscuras y pesadas.

Al entrar en el patio descubrió que la carreta comedor de Isabelle Lawler ya no estaba. Miró alrededor, pero tampoco se veía a ninguno de los peones contratados. Supo, entonces, que se habían marchado y no regresarían hasta el año siguiente.

La casa estaba en silencio.

– ¡Nissa! -llamó. Nadie respondió-. ¡Kristian!-La cocina estaba tibia y olía a cerdo asado y a calabaza nueva, pero lo único que se oía era el viento zumbando, lúgubre, afuera-. ¡Nissa! -llamó de nuevo, asomándose a la sala del frente, pero también estaba vacía.

Cautelosa, espió en el dormitorio de Nissa. Estaba a oscuras y desocupado, el cobertor metido pulcramente bajo las almohadas y todo en perfecto orden. Sobre el tocador había una galería de retratos: los hijos cuando eran bebés recién nacidos, en la época en que empezaban a caminar y de niños; en ocasión de las confirmaciones, con Biblias en la mano; el día de la boda, con sus esposas, rígidas, junto a ellos. Sin ser consciente de lo que hacía, Linnea se acercó a la cómoda y se inclinó para verlas más de cerca.

Allí estaba Theodore con su novia. Tenía el cabello muy corto y un semblante casi infantil en su delgadez. El cuello tenía la mitad del ancho actual y la oreja izquierda se doblaba un poco en la punta. Era curioso que no lo hubiese notado antes.

Los ojos de la muchacha se posaron sobre la imagen de la mujer sentada, erguida, en una silla de respaldo recto frente a él. Tenía un rostro sereno y delicado como un capullo de violeta. Los ojos eran muy bellos y los labios eran de esa clase que -supuso Linnea- a los hombres les parecían tiernos y vulnerables.

"Así que tú eres Melinda." Contempló el hermoso rostro un momento más. "Aquí no se habla mucho de ti, ¿lo sabías?"

En consonancia con el día, se estremeció y salió de la habitación retrocediendo. Se detuvo mirando la puerta del dormitorio vecino. A diferencia de la de Nissa, que estaba abierta de par en par, esa estaba apenas entreabierta. Nunca había visto qué había tras ella.

– Theodore -llamó con suavidad. La puerta estaba pintada de color crudo, como todo el resto de la madera de la casa y tenía un diseño doble de cruz y un pomo de porcelana blanca con un escudo negro- ¡Hola!

Apoyó las yemas de los dedos y empujó. La puerta se abrió sin ruido: como hacía con todo Theodore aceitaba con regularidad los goznes. Sintiendo culpa y curiosidad a la vez, miró. Era un cuarto más desolado que el anterior. Daba la impresión de que el mismo Theodore había hecho la cama esa mañana. El cobertor estaba extendido, pero no metido bajo la almohada como habría hecho una mujer. No había armario, sino una tabla con ganchos sobre una pared, de donde colgaba en una percha el traje negro de los domingos y la bata de trabajo de los tirantes. Sobre el suelo, las mejores botas, una al lado de la otra como negretas durmiendo. Contemplándolas la recorrió una oleada de culpa: había algo demasiado personal en los zapatos abandonados. Apartó la vista.

El papel de las paredes era floreado y estaba desteñido. Junto a la mesilla de noche había un diminuto taburete con una cubierta bordada en lana, que debió de haber pertenecido a Melinda. Tenía el aspecto de un objeto del agrado de una tímida violeta como ella. En el dormitorio en penumbra, trascendía un aire triste, fuera de lugar, como si aguardase el regreso de la mujer que se había ido para siempre.

Sobre el tocador de frente abombado había una fotografía de marco oval, como esas que suelen colgarse de la pared. Como estaba en un ángulo visual muy cerrado, Linnea se acercó. Era Melinda, otra vez, pero más hermosa-si eso era posible-que en la foto de la boda. El retrato atrajo las manos de Linnea. Lo levantó y tocó el cristal convexo. Esos ojos melancólicos, esa subyugante exquisitez… Melinda era muy joven cuando le fue tomada la fotografía: por lo menos, tanto como lo era ella en ese momento. Comprenderlo la entristeció y lamentó los años transcurridos desde entonces y su propia juventud, que hubiese cedido con gusto si con eso lograba que Theodore la mirase una sola vez como habría mirado a esa mujer.

Suspiró y volvió a dejar el retrato en el sitio exacto donde estaba.

Echó otra mirada a la cama ancha y luego salió furtivamente del cuarto, dejando la puerta tal como la encontrara.

La casa estaba solitaria y de repente supo que no quería estar sin los demás. Quería encontrarlos y sacudirse los efectos de ese clima lúgubre, de las fotos y de la sensación de abandono que envolvía a toda la granja. Se envolvió la bufanda de lana bajo la barbilla y fue hacia la puerta.

Confirmó que la carreta comedor se había ido. Qué raro que la echase de menos, pese a los celos que le despertaba Isabelle Lawler. Sólo quedaban los arbustos ataviados únicamente con sus vainas en forma de banana que chocaban entre sí, solitarias, empujadas por el viento. No era la carreta lo que echaba de menos sino la temporada que representaba. ¿Qué había entre Theodore e Isabelle? Si había algo, ¿cómo podía atraerlo una mujer tan diametralmente opuesta a Melinda?

Cuando se volvió y divisó tres diminutas figuras en un corral, el viento le apretaba el abrigo contra la parte de atrás de las piernas. Desde ahí distinguió a Theodore, Kristian y Nissa. ¿Qué hacían ahí, junto a los caballos? Se arrebujó mejor en el echarpe y atravesó el viento, agitado desde el Noroeste por el Saskatchewan. Al parecer, todos los caballos de Theodore estaban reunidos en un sitio, con las colas levantadas como salpicaduras de mar, y se removían inquietos. A medida que se acercaba, vio que Theodore acariciaba la ancha nariz moteada de una yegua llamada FIy.

– ¿Pasa algo malo? -preguntó, alzando la voz.

Los tres se volvieron y Kristian respondió:

– No, sólo estamos despidiéndonos.

– ¿Despidiéndose?

Perpleja, miró de hito en hito las caras.

– Este es el día en que soltamos a los caballos. La cosecha ha terminado. La cuadrilla se ha marchado -explicó Nissa.

– ¿Soltarlos?

– Sí.

– ¿Y adonde van?

– A campo abierto.

– ¿A campo abierto? ¿O sea que, sencillamente, los dejan libres?

– ¿Cómo pueden hacer eso? Cuestan mucho dinero.

Esa vez, el que respondió fue Theodore:

– Hace años que lo hacemos. Siempre vuelven en primavera, como guiados por un mecanismo de relojería, cuando llega el momento de arar los campos.

En el rostro de la muchacha se reflejó el asombro.

– ¿Y cómo saben cuándo es?

Theodore se apartó para que FIy no lo lastimara cuando movió la poderosa cabeza y sacudió la melena.

– Son sabios. Saben a dónde pertenecen y cuál es su tarea.

– Pero ¿por qué soltarlos?

– Para ahorrar alimento. Cuando llegue la primavera, volverán gordos y saludables.

– ¿Y nunca han perdido ninguno?

– Nunca.

Linnea vio cómo los tres Westgaard, cada uno a su turno, rascaban la nariz de FIy y percibió la contenida tristeza que había en esos adioses. Pensó en la confianza que requería soltar a las bestias que representaban para ellos su modo de ganarse la vida.

– ¿Tienen que irse todos?

– Todos menos los viejos Cub y Toots -respondió Theodore-. Los conservo todos los inviernos, tal como hacía mi padre. Necesito un modo de ir al pueblo y a la iglesia. Parece que siempre saben que van a quedarse y se ponen un poco tristes.

Había doce caballos en el corral. Se movían sin cesar, agitando las cabezas y relinchando en el viento, al tiempo que Cub y Toots metían las narices sobre la cerca del corral vecino donde estaban confinados. Un robusto macho llamado Chief hacía cabriolas alrededor de la manada; luego retrocedió y relinchó como reclamándole a Theodore que no demorase la liberación.

– Creo que están impacientándose. Saben lo que va a suceder. -Theodore aferró el freno de FIy-. ¿No es cierto, muchacha? -Miró a Kristian-. Bueno, supongo que será mejor hacerlo, ¿eh, hijo?

– Creo que sí.

Linnea se acercó a Nissa y observó cómo los hombres se movían entre los caballos, quitándoles las bridas. Los animales sacudieron las cabezas y se ponían cada vez más inquietos a medida que se acercaba el instante de la liberación.

– ¿Quieres dejarlos salir? -le preguntó el padre al hijo.

Sin responder, Kristian dejó las bridas sobre el brazo de Theodore y este se acercó al otro lado de Linnea.

Miraron en silencio cómo Kristian abría el portón en el extremo más alejado del corral, daba la vuelta a la manada y agitaba los brazos, lanzando un agudo silbido entre dientes. El sonido perforó la tarde acerada e hizo alzarse doce pares de orejas equinas. Por un fugaz instante, los animales quedaron inmóviles, atrapados contra el turbio cielo plomizo que parecía encarnar sus estados de ánimo. Linnea se estremeció ante el espectáculo.

Era uno de esos momentos de claridad meridiana, un hueco al margen de su vida que se grabaría para siempre en la memoria en toda su riqueza y realismo, como el momento real en que sucedían. Theodore a su izquierda, Nissa a su derecha, Kristian con la manada, los diminutos mordiscos de la nieve derritiéndosele en la piel, los caballos pateando con las narices dilatadas. La escena trascendía una áspera belleza, que la hizo tragar con dificultad.

Luego los caballos se pusieron en movimiento. Transpusieron el portón hacia la libertad y sólo eran colas, grupas, músculos flexibles. El retumbo de sus cascos le llegó a través de la suela de los zapatos. Cub y Toots trotaron hasta la parte más lejana de la cerca, con las cabezas altas, relinchando como si dijeran:

– ¡Espérennos!

Corrieron a lo largo de la cerca en una y otra dirección, trompeteando desasosegados.

Ahí, entre Nissa y Theodore, tan cerca que sus hombros casi se rozaban, Linnea se abrazó. No hacía frío. Era la simpatía que sentía en ese instante hacia los tres Westgaard, Nunca se había puesto a pensar en el vínculo de sentimientos que existía entre un granjero y sus animales que lo alimentaban, lo vestían, lo resguardaban del peligro, y en ese instante lo sintió con intensidad. Era bello… triste y punzante.

Adiós, caballos. Cuidaos.

Se inclinó hacia delante y apretó el brazo de Theodore. Él no se movió ni devolvió el gesto, sino que se quedó con las manos en los bolsillos, viendo galopar a los caballos, alejándose hacia ese mundo invernal de libertad.

– ¿A dónde irán? -preguntó la muchacha en voz queda.

– Primero hasta los confines, probablemente a lo largo del arroyo. Allí dejamos crecer heno salvaje y dejamos sin cortar una cosecha de mijo.

– ¿Y después?

Theodore se encogió de hombros.

– ¿Cuan lejos cree que llegan?

– Catorce, dieciséis kilómetros, más o menos. Hay mucha tierra del gobierno y sectores pertenecientes a la escuela, además de la tierra que dejamos sin cercar.

– ¿Está seguro de que tendrán suficiente alimento?

Theodore le miró la cabeza. El rojo echarpe estaba anudado dos veces bajo la barbilla y acentuaba más que nunca su aire infantil. Pero su preocupación brotaba del corazón y le daba un aire mucho más adulto que el de él mismo. Pensó otra vez en el maravilloso don de Linnea para encontrar belleza en cosas que los demás daban por ciertas. Qué diferente era de Melinda.

Linnea levantó la vista y se encontró con que Theodore la contemplaba y entonces los dos volvieron a mirar a los caballos que corrían.

– Tendrán suficiente. Cuando se terminen el heno y el mijo, comerán los tocones que dejamos en los campos.

– Parecería que tuviesen frío, ¿no?

– No se preocupe por ellos. Van en busca de los otros y se juntarán treinta o más en una manada. Cuando llegan las ventiscas, se acurrucan en la cañada y se aprietan entre sí para conservar el calor.

De pronto, Linnea cobró conciencia de que tenía el brazo apretado y contra el de Theodore, Él también lo advirtió y no se apartó.

– ¿Los veremos alguna vez, antes de la primavera? -preguntó la muchacha.

– Tal vez los veamos, de vez en cuando. Son un espectáculo, con sus pieles hirsutas, retozando en la nieve en una tarde gris y ventosa como esta. La única diferencia es que el suelo estará todo blanco y no podrá distinguirse más que por el remolino que dejan a su paso. No hay nada más bello.

Al oírlo, Linnea alzó la vista y Theodore la bajó hacia ella. Otra vez sintieron la atracción, fuerte, innegable, primitiva. Linnea recordó a la mujer cuyo retrato él conservaba en el tocador y se preguntó qué haría falta para que la olvidara y no la sacara nunca más. Él pensó en lo grato que le resultaba el calor de ella a través de la manga de la chaqueta, y comprendió que ahí, ese día, compartían un sentimiento que iba más allá de cualquier cosa que hubiese compartido jamás con Melinda.

Entonces los dos advirtieron la presencia de Nissa y se apartaron. Volvieron la vista al horizonte, pero los caballos ya habían desaparecido.

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