La nevisca duró veintiocho horas. Durante ese tiempo cayeron casi cincuenta centímetros de nieve. Justo antes del anochecer del segundo día, hombres con raquetas para la nieve rescataron a los niños utilizando toboganes. El primero en llegar a la escuela fue Lars Westgaard. Metiendo las raquetas en un amontonamiento, abrieron la puerta y se encontraron con un círculo de rostros de expresiones aliviadas, tres de los cuales -sus propios hijos- lloraban de dicha. Pero al mismo tiempo que alzaba a Roseanne, aferrada a él como un mono y palmeaba las cabezas de Norna y de Skipp, que lo abrazaban, se encontró con la mirada angustiada de Linnea, que esperaba junto a Kristian.
– ¿Theodore y John? -preguntó en voz baja.
Lars no pudo hacer otra cosa que mover la cabeza apenado.
Una sensación de náusea le apretó el estómago y el pánico le oprimió el pecho. Entrelazo los dedos con los de Kristian, apretando con fuerza y mirándose en los jóvenes ojos preocupados.
– Es probable que estén sentados en la casa de alguien, en el pueblo, preocupándose por nosotros más de lo que nosotros nos preocupamos por ellos.
Kristian tragó con dificultad y musitó:
– Sí… es probable.
Pero ninguno de ellos estaba convencido.
Entraron los otros padres, sacudiéndose la nieve, y se calentaron junto al fuego. Cuando llegaron todos, se hicieron planes para la búsqueda, apagaron el fuego y la pequeña escuela quedó cerrada. Alguien había llevado raquetas de nieve para Linnea. Enfundada en un abrigo ajeno, echarpe y mitones. Kristian la llevó a la casa.
El aire ya estaba suavizándose. Por el Oeste apareció en el cielo el ojo rojizo dorado del sol guiñando entre nubes purpúreas, extendiendo grandes tramos dorados por el mundo transformado las sombras en la parte de abajo de los ventisqueros tenían el mismo tono morado que las nubes en el Oeste, que ya estaban deshaciéndose, separándose, dejando pasar cada vez más rayos de sol prometiendo un día claro.
Formaban una doliente caravana los cuatro toboganes tirados por Ulmer, Lars, Trigg y Kristian, y Raymond caminando al lado. Con el interés puesto en facilitar las cosas, se decidió que los niños Westgaard irían todos a la casa de Nissa, que era la más cercana, de manera que los hombres pudiesen dedicarse enseguida a su lúgubre cometido. Hasta en el transcurso del corto recorrido hasta la casa estaban alerta, vigilantes, cada uno en posesión de una larga caña y, cada tanto, se detenían y la clavaban en un montículo de nieve en distintos sitios. Cada vez, Linnea observaba las huellas enrejadas de sus raquetas, que formaban como bordados en cruz sobre la nieve, escuchaba las voces quedas que murmuraban y temía lo que podrían encontrar. Observaba con horrorizada fascinación cómo las cañas se hundían, abrazándose el estómago como para proteger al niño no nacido de la aflicción y pronunciaba una silenciosa plegaria.
Pobre Kristian. La propia Linnea estaba agotada más allá de lo que hubiese podido imaginar y él también debía de estarlo. Aun así se movía junto a sus tíos sobre las elevaciones de apariencia sospechosa y veía desaparecer las cañas una y otra vez en la nieve, dejándola como picada de viruelas. Todas las veces regresaba junto al tobogán en que estaba Linnea, recogía la cuerda y seguía a los otros, acompañado por los gemidos fúnebres de los trineos sobre la superficie prístina de la nieve.
Cuando llegaron a la casa de Nissa, los hombres tuvieron que quitar la nieve de la puerta con una pala. Mientras trabajaban se oían los mugidos permanentes del ganado, que estaba cerca del cobertizo, en medio de la nieve, con las ubres doloridas de tan llenas esperando a ser ordeñadas desde la noche anterior a esa misma hora. Pero había asuntos de mucha mayor urgencia, y las vacas quedaron sin atender.
Fue evidente que Nissa no había dormido. También lo fue que era de aquellas personas que funcionaban bien bajo tensión, que se le aclaraban los procesos de pensamiento en proporción directa con la necesidad que hubiese de ideas claras. Ya había preparado paquetes con pertrechos: mantas enrolladas apretadamente, café humeante y sopa en frascos de conserva envueltos en arpillera; emparedados envueltos en papel encerado, ladrillos en el horno y brasas listas para transportar en latas. Si bien tenía expresión de agotamiento, se movía ágil y autoritaria por la cocina, ejecutando los preparativos para que los muchachos estuviesen dispuestos para salir de nuevo. Reconociendo el valor del tiempo, no lo perdieron en inútiles lamentos. La única pausa fue cuando Kristian y Raymond insistieron en ir. Los hombres se miraron entre sí; finalmente los incluyeron:
– ¿Estáis seguros? -preguntó Ulmer.
– Mi padre está ahí afuera -respondió Kristian sin titubear.
– Y yo acompaño a Kristian -afirmó Raymond.
Ulmer afirmó con la cabeza y la cuestión quedó decidida. Minutos después de haber llegado, ya habían vuelto a salir. Nissa no se lamentó ni los observó salir con sus raquetas para la nieve. Al contrario, concentró su atención en los nietos, a los que había preparado una espesa sopa de gallina con fideos. También había pan fresco y una tanda de fatligman recién hechos, evidencias de que no había estado ociosa durante el tiempo que estuvo sola, preocupándose.
Cuánto admiraba Linnea a la pequeña gallina. No más alta que sus nietos de ocho años, no aminoró la actividad ni un instante. Se movía como un relámpago, sin sonreír demasiado a menudo. Y, sin embargo, los siete chicos sabían, por instinto, que los amaba mientras los atendía y ellos parloteaban acerca de la noche que habían pasado en la escuela.
De algún modo, pudo oírse la voz de Roseanne por encima de las demás, aguda y ceceante:
– ¡A que no zabez, abuela! ¡La tía Linnea me hizo comer pazaz, y me laz comí! Eztoy impaciente por contárzelo a mamá. -El rostro expresivo se puso repentinamente triste-. Pero perdí mi cazuela del almuerzo y zeguro que mamá va a darme una paliza por ezo.
El parloteo continuó, mientras los tazones de sopa iban vaciándose y eran vueltos a llenar. Cuando quedaron satisfechos, pareció que los niños caían todos al mismo tiempo y, minutos después, estaban todos dormidos en las camas de la planta baja.
La casa se sumió en el silencio. Desde afuera llegó el ruido de la nieve que se derretía y caía desde el tejado, goteando rítmicamente aunque ya se había ocultado el sol.
Nissa se apretó las rodillas sentada en la dura silla de la cocina. La desteñida falda le colgaba entre los muslos como una hamaca. Daba la impresión de que le hacía mucha falta un buen suspiro, pero habló con mucha severidad.
– Bueno, creo que será mejor que alivie un poco a esas vacas.
– La ayudaré -se ofreció Linnea.
– No creo. Ordeñar las vacas es más pesado de lo que parece.
– Bueno, al menos me gustaría intentarlo.
– Como quieras.
Nissa se puso el abrigo sin dar el más remoto indicio de autocompasión. Su actitud parecía decir: "Si hay algo para hacer, hay que hacerlo." Linnea sentía una gran segundad manteniéndose junto a la empecinada y decidida mujer.
Embutidas en las batas de trabajo de Theodore y de Kristian, que les quedaban inmensas, se abrieron paso entre la nieve hacia el establo. Tal como había dicho Nissa, ordeñar era más pesado de lo que parecía y Linnea era un fracaso total en ello. Por eso, mientras la suegra ordeñaba, ella se ocupó de despejar de nieve con la pala un camino entre el cobertizo y la casa. Cargaron juntas los baldes coronados de espuma, lavaron los tazones de sopa de los niños y luego se enfrentaron a la angustiosa responsabilidad de esperar con las manos ociosas.
Nissa buscó ocupación. Encontró una madeja nueva de lana y se sentó en la mecedora de la cocina a ovillarla. La mecedora crujía cada vez que se movía. Afuera, el cielo se veía del color del ala de un estornino. Salieron las estrellas y una luna delgada como la hoja de una cimitarra. No corría ni una brisa, como si las pasadas veintiocho horas no hubiesen sucedido jamás.
La mecedora seguía crujiendo.
Linnea intentó tejer, pero sus manos carecían de la firmeza necesaria para hacer bien los puntos. Contempló a la mujer de la mecedora: las manos surcadas de venas azules bajo la piel translúcida trabajaban de manera automática, enrollando la lana azul oscuro. Era del mismo color que la gorra que le había tejido a Teddy para Navidad. ¿Estaría pensando en la gorra, guardada con naftalina junto con otras prendas de lana de Theodore y de John?
– Nissa.
La anciana la miró sobre las gafas, meciéndose, ovillando.
– Quiero que sepa que voy a tener un hijo de Teddy.
Las dos sabían por qué se lo decía en ese momento: si Teddy no lo lograba, su hijo lo haría. Pero Nissa se limitó a replicar:
– Entonces no tendrías que haber apaleado toda esa nieve.
En ese momento. Roseannc apareció en la entrada de la cocina, frotándose los ojos y el estómago.
– Abuela, me duele el eztómago. Creo que comí demaziada zopa.
La lana azul perdió toda importancia.
– Ven, Rosie, ven con la abuela.
La soñolienta chiquilla se cobijó en los brazos abiertos de la anciana y se dejó abrazar en el tibio y mullido regazo, acurrucándose bajo la blanda barbilla. Los viejos huesos de la mecedora crujieron quedamente en la cocina.
– Abuela, hablame de cuando eras niña, allá en Noruega.
Durante varios minutos, sólo habló la silla. Luego, Nissa empezó a evocar la historia que, sin duda, había sido relatada infinidad de veces a lo largo de los años, en términos que, por momentos, eran extraños a los oídos de Linnea.
– Mi padre era colono, un hombre fuerte, con manos tan encallecidas como cascos. Vivíamos en un pequeño y hermoso claro. Nuestra casa y el establo de las vacas estaban unidos bajo un tejado de turba verde y, a veces, en primavera, las violetas florecían ahí mismo, sobre el…
– Lo sé, abuela -la interrumpió Rosie-. En el tejado mismo,
– Así es. -Nissa continuó-: Habrá quienes lo considerarían poca cosa, pero tenía un suelo firme que siempre estaba limpio, y mamá me hacía salir a recoger ramas verdes de enebro para esparcir encima después de haber barrido. Y junto a nuestra puerta principal había un Fiordo… -Nissa miró a la nieta-. Recuerdas lo que es un fiordo, ¿verdad?
– Un lago.
– Correcto, es un lago y, al fondo, estaban las montañas moradas.
Subiendo una colina hacia los bosques y las marismas estaba la aldea de Lindegaard. A veces, papá nos llevaba allí y nos vestíamos con telas oscuras, hechas en casa y los hombres usaban sombreros de terciopelo y allá íbamos, a Whitsunlíde por ejemplo, cuando las malezas apenas se teñían de verde claro y los campos desnudos olían a estiércol y lo más oscura que se ponía la noche era azul claro. Por eso, a Noruega se la llama- Nissa esperó.
– La tierra del zol de medianoche -completó Roseanne.
– Otra vez, correcto. Había alisos, abedules y brezos… siempre brezos.
Roseanne alzó la vista y apoyó una mano en el cuello de la abuela.
– Cuéntame la vez que el abuelo te llevó brezos.
– Ah, esa vez- -La anciana lanzó una risa gutural-. Bueno, eso fue cuando yo tenía quince años. Tu abuelo recogió un ramo tan grande que una chica no podía abarcarlo con los dos brazos. Me lo llevó en la caja de un carro de dos ruedas, tirado por un pony todo negro.
– ¡Recuerdo el nombre del pony! -intervino la niña, ansiosa.
– ¿Cómo era? Nissa la miró a través de las gafas ovaladas.
– Elze.
– Así es, Else. Nunca olvidaré cuando vi a tu abuelo conduciendo a esa pequeña yegua, llegando a visitarme. Por supuesto, tuvo que sentarse y conversar con mi familia largo rato. Y mamá sirvió crema agria espesa con galletas dulces horneadas y con azúcar encima, como si para lo único que hubiese ido a casa fuese a comer un postre.
Con aire melancólico, apoyó la barbilla en la cabeza de la nieta, mientras la niña retorcía un botón del vestido de la abuela,
– Era pescador, como su padre. Y la pesca había fracasado cuatro años seguidos allá en Lofotons, y se hablaba de Norteamérica. A veces, cuando por las noches iba a visitarme, nos sentábamos junto a la puerta del jardín y hablábamos de ello, pero, caramba, nunca soñamos que vendríamos.
Oh, esas veladas eran bellas. Había dos gallos negros que gritaban desde los cerezos que estaban en flor y cuando se ponía el sol tras las montañas coronadas de nieve, las ventanas de la cabaña ardían como si estuviesen incendiándose. -Nissa se mecía con suavidad, con expresión nostálgica-. Hacia el Norte, los bosques daban a un turbal y, en primavera, el aire se llenaba con el olor de los fuegos de turba y de granos de café tostados, y siempre se sentía el olor del mar.
– Hablame de la piedra de afilar, abuela.
Níssa pasó de un ensueño a otro.
– Había una piedra de afilar en el fondo del establo, donde mi padre afilaba…
– Lo sé, abuela -la interrumpió otra vez la niña, echando la cabeza atrás para ver el rostro que se inclinaba sobre ella-. Donde tu papá afilaba laz herramientaz y hazía un ruido que parecían zien abejaz: jbz, bz, bz!
Nissa sonrió, indulgente, estrechó más en sus brazos a Roseanne y prosiguió:
– Y tenía un perro de Laponia que…
Esperó, sabiendo que eso era lo que correspondía.
– Ze llamaba King -completó Roseanne-. Y tuvizte que dejar al viejo King cuando te cazazte con el abuelo y vinizte a Norteamérica en el barco.
– Así fue, pequeña.
El tratamiento cariñoso encendió una llama en el corazón de Linnea, pues así era como la llamaba Theodore a veces, y ahora sabía de dónde lo había sacado.
Sonny y Norna se descolgaron de sus nidos y rodearon a la anciana, que sacó fuerzas de las caras adormiladas. Aparecieron uno por uno, como atraídos por una llamada que nadie podía adivinar, de manera similar a como aparecieron los caballos cuando los campos los necesitaban, saliendo de sus camas acogedoras para reunirse a los pies de la abuela, que recurrió al pasado en procura de consuelo. Rodearon la silla, algunos sentándose sobre los brazos de madera, otros arrodillados, apoyando las mejillas en los muslos. Los dedos de Nissa jugueteaban con cabellos sedosos. Contemplándolos, escuchando, Linnea sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Como nunca hasta entonces, comprendió los porqué de ta familia, de una generación que sucedía a otra, la carne a la came, el futuro al pasado.
Posteridad.
Le dijo en silencio al niño que llevaba en el vientre: "Ahora escucha, esta es tu herencia".
El relato prosiguió, salpicado por palabras misteriosas: pan ácimo y marismas, arándanos y zarzas.
Mucho después, aparecieron por el Este las luces de las linternas balanceándose. Linnea se paró ante la ventana con la garganta constreñida por el temor, que le zumbaba en las venas y brotaba perlándole la frente.
Escudriñó la noche, remisa a anunciarle a Nissa que llegaban, dándole tiempo -era vieja y le quedaba poco por vivir-, todo el tiempo que fuese posible concederle.
No había caballos – ¿dónde estaban los caballos?-, sino un par de toboganes transportando dos formas oscuras, y se veían cabezas gachas a la luz dorada de las linternas. Linnea se desesperó. ¡Oh, Dios, oh. Dios, los dos no!
La voz de Nissa canturreó:
– Había fuegos en las colinas de Whitsuntide, y ardían buena parte de la noche…
¿Fue la voz de Linnea la que, finalmente, habló tan queda, tan serena, aunque sentía que estaba muriéndose a cada segundo que pasaba?
– Están llegando.
El relato de Níssa se interrumpió. La mecedora se inmovilizó. Apartó con suavidad a los pequeños del regazo, mientras sus hijos y nietos arrastraban los pies hacia la casa con su carga a cuestas sobre la nieve bañada por la luna. Una capa de pavor como nunca había experimentado aplastó a Linnea.
Cuando abrió la puerta, el primero en entrar fue Lars, cuyos ojos atribulados se posaron ante todo en la mecedora.
– Ma… -exhaló con voz ronca y quebrada.
Nissa echó el torso hacía delante, con el dolor agitándose en sus ojos.
– ¿Los dos? -preguntó,
– No… s…sólo John. Para Teddy, llegamos a tiempo.
Las mejillas aterciopeladas de Nissa parecieron convertirse en bolsas de desdicha. Su grito atravesó el ambíeme.
– Oh no… oh, John.,. hijo mío, hijo mío…
Se rodeó el cuerpo con un brazo, se tapó la boca con una mano y se meció en breves movimientos cortos. Rodaron las lágrimas, que quedaban atrapadas en el borde inferior de las gafas para luego hallar su cauce en los valles de desesperación del rostro, que las conducían hasta la barbilla.
– Ma… -logró pronunciar otra vez Lars.
Se apoyó en una rodilla, ante la madre. Aferrados, se condolieron juntos. Presenciando la escena, Linnea sintió que la gratitud y la pena luchaban en su pecho: Teddy estaba vivo… pero John… El tierno John. De las comisuras de sus ojos empezaron a manar lágrimas y le temblaron los hombros. Los niños, callados e inseguros, pasaban la mirada inquisitiva de la abuela a la maestra. Algunos de ellos comprendían, pero dudaban. Otros todavía creían que la peor consecuencia de una nevisca era la obligación de comer pasas de uva.
Entraron los hombres, cargando los toboganes como literas. Apoyaron junto a la estufa los cuerpos envueltos en mantas y tras ellos entró Kristian, con el rostro demacrado y pálido. Su mirada acongojada se posó de inmediato en la de Linnea.
– Krist… -trató de decirle, pero la palabra se cortó por la mitad.
El muchacho se le arrojó en los brazos, cerrando los ojos y esforzándose por tragar las lágrimas que ya no podía contener.
– Papá está vivo -logró decir en un susurro.
Lo único que atinó a hacer Linnea fue asentir contra el hombro del joven, pues tenía la garganta demasiado cerrada para hablar. Kristian se soltó del abrazo y la mujer vio a Raymond junto a ellos, tan abatido como todos los demás. Lo abrazó con fuerza, mientras se oía el llanto quedo de Nissa y Ulmer se arrodillaba en el suelo junto a los toboganes.
– Que alguien se lleve a los niños de aquí -ordenó, con voz trémula.
Controlando la necesidad de comprobar con sus propios ojos que Teddy estaba vivo, Linnea hizo lo que sabía que se necesitaba con mayor urgencia.
– Venid, n…niños. -Se pasó la mano por los ojos-. Venid conmigo arriba.
Se resistieron, percibiendo la desgracia, pero los hizo subir delante de ella por los escalones crujientes, hacia la penumbra de arriba.
– Esperad ahí. Iré a buscar una lámpara.
Lo que vio cuando se dio la vuelta para ir a buscar la lámpara, la paralizó: Ulmer había apañado las mantas dejando al descubierto el cuerpo de Theodore, enroscado en posición fetal, con las manos cruzadas apretando los hombros. Tenía el cabello aplastado contra el cráneo y las ropas pegadas al cuerpo con una asquerosa mezcla de sangre coagulada y tripas.
Tenía sobre el rostro y las manos una película de un líquido que parecía aceite rojo. Los ojos estaban cerrados y los labios abiertos, como ahogando una eterna exclamación, pero no se movía un solo músculo. Daba la impresión de ser él el muerto.
De su garganta brotó un grito. Ulmer alzó la vista.
– Llévate a los niños arriba, Linnea -le ordenó, severo.
Linnea clavaba la vista horrorizada, con la mandíbula moviéndose sin control y la boca abierta.
– ¿Qué…?
– Está vivo. Nosotros lo cuidaremos, ¡ahora, toma la linterna y vete!
Con el estómago revuelto, salió de la habitación.
Arriba, los siete niños se instalaron en su antigua cama con las rodillas cruzadas, los ojos agrandados, asustados. Linnea sintió impotencia, llanto, náusea. "Theodore, oh. Dios querido, ¿qué te ha pasado? ¿Qué has soportado allá fuera, en medio de la furia de la tormenta? ¿Algo más tétrico que la ventisca misma? ¿Algo con dientes y garras?" Trató de recordar en qué parte tenía la piel desgarrada, pero había tanta sangre que era imposible saber de dónde había salido. Le sacudieron el cuerpo los temblores, mientras se sentaba en el borde de la cama y se abrazaba, meciéndose.
¿Qué clase de animal cazaba personas y atacaba en mitad de una nevisca?
"Por favor, oh, por favor, que alguien me explique lo que le pasó. Que me digan si vivirá."
El contacto de una mano pequeña en la espalda, y una vocecilla asustada y débil la sacó del marasmo.
– Tía Linnea.
Al volverse, vio a Roseanne arrodillada detrás de ella. Vio el temor en los grandes ojos castaños y en la mueca angustiada de la boca, lo vio reflejado en el círculo de caras de ojos dilatados, inquisitivos, y en las poses tensas. Entonces comprendió que, en ese momento, contaban con ella para que le diera seguridad a su mundo.
– Oh, Roseanne, tesoro. -Rodeó a la niña con los brazos, le dio un beso en la mejilla y la estrechó contra el pecho, y comprendió mejor aún por qué Nissa agradeció la presencia de los niños la última hora de vigilia-. Todos… -Abrió los brazos para incluirlos a todos, y aunque no cabían, se acurrucaron lo más cerca que pudieron, buscando consuelo-. Lo siento muchísimo. Sólo pensaba en mí. Y claro, vosotros queréis saber lo que ha sucedido. -Con ojos atribulados, observó el círculo de caras-. Ahora, démonos las manos todos.
Como habían hecho el Día de Acción de Gracias, cuando tenían tanto que agradecer, formaron un anillo de contacto humano, y Linnea les contó la verdad de lo ocurrido:
– El tío John está muerto, y el lío Teddy está… bueno, está muy… enfermo. Ayer, cuando volvían del pueblo, quedaron atrapados en la nevisca. Tenemos que ser muy fuertes y ayudar a la abuela Nissa, a Kristian, y a vuestros padres y madres, porque estarán muy t…tristes.
No pudo continuar. Dejó que las lágrimas manaran sin hacerles caso, aferrando dos manos pequeñas como si fuesen salvavidas. Vio que los semblantes pasaban del temor al respeto, y entonces comprendió que era la primera vez que enfrentaban a la muerte. Lo que constituyó para ella una gran sorpresa fue el modo en que se hicieron cargo de su maestra acongojada. La primera preocupación de los niños fue ella. Verla llorar los entristecía más que ninguna otra cosa. Intentaron consolarla, y durante esos minutos, el lazo de amor entre ellos se hizo aun más sólido.
En la planta baja, Nissa dejó a un lado su pena y se dedicó a los vivos. Insistió en ser ella misma la que bañara a Teddy, lavándole el cabello mientras él yacía sobre el tobogán, junto a la estufa. Después sí permitió que los hermanos lo vistieran, lo alzaran y lo llevaran a la cama recién hecha. Todo ese tiempo, Teddy permaneció inconsciente, encerrado en la seguridad protectora de esa huida natural. Ya se aproximaba el alba cuando Kristian subió a la planta alta a buscar a los primos pequeños. En el antiguo cuarto de Linnea había un revoltijo de cuerpos dormidos acurrucados sobre la cama, doblados, ladeados, entrelazados como una bola de lombrices de primavera. En el centro estaba sentada Linnea con la espalda apoyada en el cabecero, los brazos laxos alrededor de Bent y de Roseanne y los otros entrelazados lo más cerca que podían.
Se sintió incómodo por tener que despertarla.
– ¿Linnea?
Le tocó el hombro.
Los párpados aletearon. Levantó la cabeza. Hizo una mueca, dejó caer otra vez la cabeza en un ángulo extraño y se durmió de nuevo.
– Linnea.
La sacudió con cuidado.
Esta vez, abrió lentamente los ojos y mantuvo la cabeza erguida.
Desorientada, miró a Kristian. Poco a poco, empezó a registrar detalles: la mano del muchacho en el hombro, los niños dormidos alrededor, la luz pálida del amanecer que entraba por la ventana.
Se despabiló y trató de levantarse de la cama.
– Oh, no, no quería quedarme dormida. Tendría que haber estado allá abajo.
– Está bien. La abuela se encargó de todo.
– Kristian -susurró-, ¿cómo está él?
– No lo sé. No se ha movido. Lo lavaron y lo metieron en la cama.
Ahora, Ulmer y Lars están ordeñando, y luego tendrán que irse a sus respectivas casas. Helen y Evie deben de estar preocupadas por los niños.
Se enderezó y miró a los niños dormidos, caídos sobre el regazo de la mujer.
– Quiero ir a verlo.
Krislian se sentó pesadamente sobre la cama.
– Tiene un aspecto espantoso.
Linnea sintió el mismo miedo enfermizo de la noche pasada, pero tenía que saber.
– Kristian, ¿qué les pasó?
El muchacho hizo una inspiración profunda y trémula, se pasó una mano por el cabello y habló en un tono que reflejaba el horror de la noche pasada.
– Al parecer, los atacó por primera vez la nevisca, y seguramente volcaron la carreta para meterse debajo y protegerse del viento. Cuando esa protección ya no bastó… -Tragó con dificultad, y Linnea le sujetó la mano y se la apretó con fuerza-. Mataron a tiros a los caballos, les sacaron las… tripas y se m… metieron dentro.
El horror que se veía en el rostro del muchacho se reflejó en el de Linnea.
– ¿C…Cub y Toots? -Los preferidos de Theodore-. Oh, no… -De repente, se le revolvió el estómago. Por su mente pasaron miles de imágenes: los caballos que trotaban balanceando la cabeza en una libia mañana del Día del Árbol, camino del pueblo, toda la manada alejándose en pos de la libertad, mientras Cub y Toots trompeteaban desde dentro del corral, las incontables ocasiones en que Theodore les había acariciado las narices. Oh, lo que debió de ser para él sacrificar a las bestias que tanto amaba, y lo que debió de ser para Kristian encontrarlos. Apretó la mejilla del muchacho-. Oh, Kristian, qué horrible habrá sido para ti.
El joven se mantuvo inmóvil, mientras las lágrimas caían lentamente por sus mejillas, y clavó la vista en algún punto más allá del hombro de Linnea. Esta le secó las lágrimas con el pulgar. En voz ahogada, Kristian continuó:
– Al parecer, el tío John estaba d…dentro de T…Toots, pero no p…pudo soportarlo, porque lo en…encontramos sentado junto a la yegua en la nieve, como si… oh. Jesús…
Los sollozos lo ahogaron y se dobló hacia delante, hundiendo la cara entre las manos. Lloraba y se le sacudían los hombros, Linnea también lloraba, al tiempo que se desembarazaba de los niños dormidos y se acercaba con esfuerzo al borde de la cama. De rodillas, abrazó a Kristian desde atras, apoyándole la mejilla en la espalda estremecida, estrechándolo con fuerza.
– Shh… shh… está bien.
Kristian descubrió una de las manos de Linnea, entrelazó los dedos con los de ella y los apretó con fuerza contra el corazón dolorido.
– No puedo oí…olvidar toda esa nieve r…roja.
Linnea sintió bajo la mano el pesado latido del corazón.
– Kristian… -se condolió, y no se le ocurrieron palabras de consuelo-. Kristian…
Las lágrimas dejaban manchas oscuras en la espalda de la camisa azul. Ninguno de los dos habló más, y dejaron fluir la pena, consolándose mutuamente.
En un momento dado, Kristian exhaló un largo suspiro trémulo, y Linnea lo soltó. El muchacho se sonó la nariz, y la mujer se secó los ojos con la manga.
– La abuela está con papá y le vendría bien un descanso.
– Y a ti también. Me da la impresión de que estás a punto de desmoronarte.
El chico esbozó una sonrisa pesarosa.
– Desmoronarme sería maravilloso.
– Ayúdame a despertar a los niños, y luego podrás hacerlo.
Un poco a rastras, un poco cargándolos, llevaron a los pequeños abajo, quienes tendrían que cubrir los largos trayectos en tobogán hasta sus respectivas casas tras sus agotados y angustiados padres, entre cuyas tareas del día se incluían los arreglos para el funeral del hermano, disponer de los cadáveres de dos caballos muertos y una carreta volcada. Lo único bueno que, en el mejor de los casos representaba una ironía, fue ver lo rápido que se había derretido al menos la mitad de la nieve.
El sol se desperezó, salpicando la pradera con su tardío calor, pintando el cielo y la nieve de intensos rosados y naranjas, y luego subió en un cielo lozano, claro como una cascada.
Entraba a raudales por la ventana este del cuarto de Theodore cuando Linnea se asomó a la entrada, vacilante.
Junto a la cama, Nissa estaba hundida en la dura silla de la cocina con la barbilla apoyada en el pecho y los dedos laxos entrelazados sobre el vientre. Linnea pasó la mirada a la cama y ahogó una exclamación. Parecía tan consumido, macilento… e innegablemente viejo. En lugar del color saludable de costumbre, tenía el color de la cera. La carne que rodeaba los ojos cerrados tenía un leve tono azulado. Parecían habérsele afilado los pómulos hasta tener la apariencia de hojas capaces de cortar la carne en cualquier momento. Las mejillas estaban hundidas, y sobre ellas brillaban las manchas más claras, señales de la congelación que había necrosado la piel. Tenía barba de – ¿cuánto tiempo?- dos, casi tres días. Tuvo la sensación de que hacía años que había saludado a la carreta con la mano, desde el terreno de la escuela. Contemplando la mandíbula y la barbilla con la barba y las patillas crecidas, volvió a apenarse por todo lo que él había pasado.
Miró a Nissa, pobre madre afligida. Qué trágico era sobrevivir a los propios hijos. Linnea entró en la habitación y tocó el hombro abatido.
– Nissa.
La cabeza de la anciana se irguió. Las gafas habían resbalado por la nariz.
– ¿Ha empeorado?
– No. Está igual. ¿Por qué no va a su cuarto a acostarse, y yo me quedaré a cuidarlo un rato?
Nissa flexionó los hombros, metió los dedos bajo las gafas y se frotó los ojos.
– No… estaré bien.
Linnea comprendió que sería inútil discutir.
– Está bien, entonces le haré compañía.
– Agradezco la compañía y, como no hay más sillas aquí, tendrás que…
– Esta servirá.
Arrastró un pequeño taburete bordado cerca de la silla de Nissa. Se sentó en él y se sujetó los tobillos con las dos manos. El cuarto olía a alcanfor y a linimento. Fuera cantó un gallo y un petirrojo anunció, vocinglero, la mañana. Dentro, al ritmo regular de la respiración de Theodore, pronto se sumó el ronroneo del suave ronquido de su madre.
Cuando Linnea la miró, vio que la anciana estaba a punto de caerse de la silla.
La despertó con delicadeza.
– Vamos, Nissa. No puede mantener los ojos abiertos y, así, no le hace ningún bien a Teddy.
Ya sin que le ofreciera resistencia, sujetándola contra el costado la llevó al dormitorio contiguo.
– Bueno… está bien… sólo un minuto. -Nissa se dejó caer sobre la cama y se apoyó en la almohada sin quitarse siquiera las gafas.
Mientras Linnea se las sacaba de la nariz, farfulló-:…sopa de pollo sobre la cocina.
– Shh, querida. Yo me ocuparé de él. Ahora descanse.
Antes de salir de la habitación, aflojó los cordones y le sacó los zapatos negros de caña alta, y por fin le puso un cobertor sobre los hombros.
Regresó al cuarto conyugal y se paró junto a la cama, examinando el rostro macilento de Theodore. Ya no parecía estar lanzando un grito silencioso. Le rozó suavemente con dos dedos las cejas, las sienes. Besó la comisura de la boca: la piel estaba fresca y seca. Tocó un mechón de cabello, limpio pero desordenado, que empezaba a rizarse en las puntas. Observó cómo subía y bajaba el pecho. Las manías le cubrían el torso y, por encima, se veía la exhumada camiseta de invierno, abotonada hasta la garganta, donde las sombras de la mañana delineaban la palpitación del pulso.
Las manos yacían sobre las sábanas. Tomó una, que estaba laxa, con su piel callosa y dura. Evocó esa mano arreglando arneses, acariciando la barriga de una yegua preñada, bajando la oreja de Cub para susurrarle algo… y luego agarrando el mango de un puñal para eviscerar a sus animales bienamados.
Una vez más, las lágrimas le quemaron los párpados y, esta vez, cuando le besó la sien, se demoró aspirando la fragancia de su carne viva, del cabello, sintiendo el latido tranquilizador bajo los labios. "Oh, Teddy, Teddy, el niño y yo estuvimos tan cerca de perderte… Estaba muy asustada. ¿Qué habría hecho sin ti?"
Se tendió junto a él sobre las mantas, apretando el estómago contra el costado del esposo, pasándole un brazo por la cintura y, por un rato, se durmió con el hijo apretado entre los dos.
La tos de Theodore la despertó. Se sentó, escuchando para descubrir señales de congestión, y, levantándose de la cama, subió las mantas hasta las orejas. Se sentó en la silla que había al lado de la cama, para vigilar.
Permaneció quieto casi todo el tiempo, salvo una vez, que rodó de costado, aunque no con la loca agitación de las pesadillas sino con movimientos lentos y fatigados, como alguien que está demasiado exhausto para moverse rápido. No pronunció una palabra, ni un solo grito inconsciente provino de los horrores que había sufrido. Por el momento, parecía en paz.
Despertó cerca del mediodía, tan discretamente como había dormido. Acostado de espaldas con las manos sobre el estómago, abrió los ojos y volvió la cara hacia la almohada. Trató de enfocar, al mismo tiempo, las pupilas y la mente y, por fin, su mirada cayó en Linnea. Al hablar, su voz sonó como el crujir de cáscaras de nuez al romperse.
– ¿John?
La mujer sintió que se le bloqueaban garganta y la boca. El corazón se le ahogó de compasión. Temió ser la que estuviese presente cuando Theodore despertara y que le hiciera la pregunta a ella y, sin embargo, tal vez fuese mejor que Nissa y Kristian se ahorrasen la pena de responder.
Lo tomó de la mano.
– John no aguantó.
– Dile que se meta bajo la carreta -dijo Theodore con absoluta claridad. Apoyándose con esfuerzo en los codos, ordenó en un tono fantasmagórico aunque normal-: John, métete ahí-y luego hizo un movimiento como para levantarse y comprobar si lo obedecía.
Linnea se levantó de un salto, lo empujó hacia atrás y luchó por contener las lágrimas.
– Duérmete… por favor, Teddy… shh… shh…
Se dejó caer otra vez sobre la cama, cerró tos ojos y rodó hacia la pared, hacia los benditos brazos del sueño.
Aún dormía profundamente cuando Nissa entró para relevar a Linnea.
Y también esa tarde, cuando los hombres volvieron para convenir los arreglos del funeral. Linnea tomó otra vez el lugar de su suegra, y estaba sentada junto a la cama cuando Lars y Ulmer llamaron suavemente a la puerta del dormitorio. Lars preguntó:
– ¿Cómo está?
– Todavía duerme.
Los dos hombres entraron en silencio y contemplaron al hermano dormido. Ulmer estiró la mano para apartar el cabello de la frente de Teddy, y luego se volvió y apoyó la mano en el hombro de su cuñada.
– ¿Y tú cómo estás, jovencita?
– ¿Yo? Oh, yo estoy bien. No te preocupes por mí.
– Ma nos ha dicho que estás embarazada.
– Desde hace poco.
– Suficiente. Tómatelo con calma, ¿en? No quisiéramos que Teddy se encuentre con más malas noticias cuando despierte.
Echó otra mirada a Teddy, mientras Lars se inclinaba para darle un beso en la mejilla.
– Qué maravilla, Linnea. ¿Y qué tal si respiras un poco de aire fresco?
Linnea miró a Theodore.
– Prefiero no dejarlo.
– Vinimos con un par de caballos, limpiamos un poco, dimos la vuelta a la carreta y la trajimos aquí. Está junto al molino. En la caja hay algo tallado que pensamos que deberías ver.
La dejaron ir sola. La sombra del molino se extendía sobre la nieve que desaparecía con rapidez. En la tarde que moría, Linnea corrió hacia la carreta verde de ruedas rojas. Era fácil distinguir las palabras, pues Theodore mantenía todo en perfectas condiciones, hasta la gruesa capa de pintura verde de la caja de la carreta. Aunque las letras estaban un poco dispersas, podían descifrarse:
Lin, lo siento.
¿Más lágrimas? ¿Cómo era posible sentir más compasión, más amor de lo que ya sentía? Y sin embargo, sintió un dolor tan real mientras leía el mensaje como el que debía de haber sentido él escribiéndolo. Pasó los dedos sobre la pintura raspada, y lo imaginó tendido bajo la carreta volcada tallando las palabras, temeroso de morir sin decírselas, sin ver a su hijo.
El amor la desbordó mezclado con la pena, la desesperación y la esperanza, una mezcla de emociones provocada por esa mano del destino que elegía una vida y destruía otra.
Esa noche, cuando estaba sentada junto al lecho, Teddy abrió los ojos y ella vio, de inmediato, que estaba lúcido.
– Linnea -dijo casi en un graznido, extendiendo la mano.
Ella le tomó la mano, y los dedos de él se retorcieron y la tironearon.
– Teddy… oh, Teddy.
– Ven aquí.
Se sentó junto a él.
– No… adentro.
Así como estaba, con suéter, delantal y zapatos, se metió bajo las mantas, donde estaba caliente y él la esperaba para cruzar el muslo de ella sobre su vientre y apretarla como si fuese un náufrago y ella un sólido madero.
– Lo siento tanto, Linnea… tanto… No creí que…
– Shh.
– Déjame decirlo. Lo necesito.
– Pero ya he visto lo que tallaste en la carreta. Lo sé, amor, lo sé.
– Pensé que moriría, y que tú seguirías creyendo que no quería al niño, pero cuando estaba acostado bajo la carreta pensando que no volvería a verte, yo… me convencí de que el niño era un don de Dios, y que yo había sido demasiado terco para reconocerlo. Oh, Lin, Lin… qué tonto fui.
Ninguna cercanía le bastaba, ni podía besarla con suficiente fuerza para expresarle todo lo que sentía. Pero ella lo comprendió bien cuando la mano del esposo se ahuecó sobre su vientre, donde su simiente crecía sana y fuerte.
– Y yo creí que morirías en la nevisca y que no tendría oportunidad de decirte que ya sabía que no hablabas en serio. Pero estás vivo… oh, Teddy querido…
– Es tan bueno sentirte, eres tan cálida. Cuánto frío sentí bajo esa carreta. Abrázame.
Lo hizo, contenta, hasta que los temblores pasaron.
Al final, Linnea susurró:
– Teddy, John…
– Lo sé -dijo con voz amortiguada contra el pecho de la mujer-. Lo sé.
Lo sacudió una convulsión, y luego sus manos aferraron el suéter de Linnea y la atrajo con fuerza hacia él, mientras ella acunaba su cabeza, con los labios posados en su cabello. No hallaba palabras que decirle, y no lo intentó. Lo dejó inhalar su cuerpo tibio y vivo, aferrarse a él, extraer fuerzas de él, hasta que pasó lo peor. Cuando, al fin, Theodore habló, lo hizo por los dos:
– Si es un varón, lo llamaremos como él.
Una vida por otra… en cierto modo, encontraron consuelo en esa idea.