La carreta comedor de Isabelle Lawler, conducida por ella misma, llegó a la mañana siguiente. De aspecto destartalado, más larga que las carretas de los colonizadores, pero tan incómoda como ellas, aparecía en el camino como un vagón de tren destartalado que se hubiese salido de los rieles. Del techo sobresalía el tubo negro de la cocina y, a los lados, se balanceaban cubos y palanganas que canturreaban como órganos cada vez que la carreta pasaba por un hoyo. Todos volvían la cabeza al paso del vehículo de tablas sin barnizar, balanceándose por el camino de grava, en medio de los campos. Los peones saludaban con la mano a Isabelle, que iba encaramada en la carreta, encorvada hacia adelante con las rodillas bien separadas y un gastado sombrero encasquetado sobre el rizado cabello, que flameaba al sol con el mismo tono y la misma resistencia al control que un incendio en la pradera.
Quedaban algunos supervivientes que recordaban a la famosa Calamita Jane, que había recorrido muchas veces el circuito de la región con el espectáculo del Salvaje Oeste en la década de 1890. Había quienes aseguraban que Isabelle y Jane hubiesen sido espíritus gemelos si se hubiesen conocido.
Lo único femenino en Isabelle era el nombre. Descalza, medía más de un metro setenta. Sumando la melena rizada de casi diez centímetros, daba la impresión de sobrepasar a la mayoría de tos hombres. Tenía la fuerza de un caballo de tiro, era invencible como una muía y tenía menos gracia que cualquiera de los dos, y todo eso hacía que los hombres la tratasen como a "uno de los muchachos".
Viajaba sola y afirmaba que la pradera era su único hogar y cuando terminaba la época de la cosecha nadie sabía dónde se refugiaba durante el invierno. Cuando le preguntaban por sus orígenes, vociferaba, escandalosa:
– Me engendró el demonio cuando se enredó en amores con un búfalo hembra. -Jamás dejaba de provocar estentóreas carcajadas cuando se quitaba el sombrero, exhibía su cabello y graznaba-: ¡El diablo me dio el fuego y el búfalo, la forma!
Para rematar, golpeaba en el hombro a algún hombre con el deforme sombrero de fieltro, lo encasquetaba sobre la cabellera y adoptaba una pose desafiante, con las manos en las caderas carnosas, mientras las carcajadas retumbaban alrededor. Sólo una mujer como Isabelle podía hacer lo que ella hacía. El tiro que guiaba estaba compuesto por dos mulas bayas de mal talante; el vehículo del que tiraban no sólo era cocina y comedor móvil sino también su hogar rodante. Manejar la desmañada carreta con ese par de criaturas obstinadas habría acobardado a muchos hombres. Isabelle, sin embargo, arreaba con todo ello, igual que con la tarea monumental de proporcionar cuatro sustanciosas comidas por día a la cuadrilla de trilladores, que podían llegar a ser unos veinte. En casi todas las granjas, esa tarea la cumplía un ejército de cocineros, pero Isabelle hacía todo sola, llevando la comida a los trabajadores en lugar de que ellos tuviesen que ir a buscarla. El desayuno y la cena se servían en cualquier lugar, cerca del cobertizo o de la barraca, mientras que la comida de mediodía y los bocadillos de la tarde se servían al aire libre, en los vastos trigales, cerca de la máquina de vapor, ahorrando así valiosas horas de trabajo. Los que contrataban sus servicios la proveían de carne y verduras, que ella cocinaba y servía en la carreta misma, sobre la larga mesa que ocupaba buena parte del interior.
Hacía nueve años que acudía a la granja de Theodore. No sólo los Westgaard sonreían al ver el pelo color zanahoria y las rodillas separadas con las faldas colgando en medio como una hamaca, sino también los peones contratados, que habían compartido con ella muchas comidas y muchas risas.
Cuando la carreta apareció dando tumbos por el sendero irregular en el linde del campo, donde la máquina ya estaba resoplando, Theodore se echó el sombrero hacia atrás. Apoyó la mano en el mango de la horquilla y se quedó viéndola avanzar, con una expresión benévola en la boca.
– Belle ha vuelto -comentó John, girando para observar la carreta.
El estrépito de los herrajes era amortiguado por los resoplidos de la máquina a vapor que había tras ellos,
– Sí, ha vuelto Belle -lo secundó Theodore.
– Esa Belle sí que cocina bien -elogió John, con sencillez.
– Ya lo creo.
Belle frenó a las muías, se puso de pie con las riendas en una mano y con la otra agitó con vehemencia el sombrero.
Los peones estallaron en una cacofonía de gritos, burras y silbidos.
– ¡Eh, Belle, cariño! ¿Sigues preparando la mejor pierna de este lado de las Rocosas?
Belle se miró los muslos, hizo bocina y vociferó en una voz que parecía una guitarra atrapada en una tabla de lavar metálica:
– ¡Si quieres hablar de mis piernas, ven aquí, donde pueda darte una bofetada en la boca, pequeño gusano sarnoso!
– ¡Piernas de vacuno, Belle! -replicó el hombre, también a gritos.
– ¡Pierna de vacuno, mi trasero! ¡Te refieres al búfalo, ya lo sé!
Muy erguida en la alta carreta, recortada contra el cielo azul claro con los brazos en jarras, en ese momento no había hombre que no la amara.
– Eh Belle, ¿todavía no has encontrado a un hombre que pueda echarte sobre el hombro como a un saco de grano?
– ¡Diablos, no! Sigo soltera. ¡Desde la última vez que nos vimos, yo sí me eché algunos al hombro!
Aulló de risa ante su propia broma, a la que se unieron los hombres, hasta que uno exclamó:
– Tengo el primer baile, Belle. ¡Me lo prometiste el año pasado!
– ¡Al diablo las promesas! ¡Te pondrás en la fila, con los demás!
– Belle. ¿Has aprendido ya a hacer pastelillos de patatas?
– ¿Quién habla? ¿Eres tú, Cope, pequeña hormiga borracha?
Se protegió los ojos y se inclinó hacia delante.
– ¡Soy yo Belle!
– ¿Aún tienes ese pestilente pedazo de estiércol de vaca pegado a la mejilla? ¡Me parece que puedo olerlo desde aquí!
Cope se agachó y escupió un chorro oscuro, para luego gritar:
– Así es. ¡Y todavía puedo acertarle a un saltamontes desde más de tres metros!
Belle se echó atrás y se desgañitó de risa, alzando una rodilla y dándose una palmada lo bastante fuerte para descoyuntarla. Después gritó:
– ¡Eh, Theodore!, ¿acaso les pagas a estos inútiles para estar aquí bromeando con la cocinera?
Theodore, que estaba a un lado disfrutando del atrevido intercambio, se limitó a sacudir la cabeza mirando hacia el suelo, se acomodó el sombrero y, sonriendo, reanudó el trabajo seguido por los demás, todos alegres y dispuestos.
Todos los años cuando llegaba Belle sucedía lo mismo: tanto el trabajo como la diversión comenzaban al tope. El trabajo fatigoso resultaba aligerado por la camaradería que la mujer suscitaba en todos ellos. Se aproximaba el invierno y pronto estarían de regreso en sus hogares, aislados por la nieve. Pero, por el momento, estaba el ronquido rítmico de la máquina y la promesa de comida sustanciosa y risa abundante en torno de la mesa de Belle. También habría bailes, más bromas y, al terminar, bolsillos llenos.
Por eso trabajaban bajo el sol de otoño animados por un solo propósito por la intensa jovialidad que despertaba Belle con tanta naturalidad.
Aunque la mañana había amanecido ribeteada de escarcha, mucho antes de mediodía los hombres sudaban bajo el sol, alimentando con haces de trigo la máquina que separaba el grano de la paja y los escupía en dos direcciones distintas. Cada tanto se alejaba del campo una carreta cargada de trigo, en dirección a los graneros de la granja. A cada carga que se alejaba, crecían las parvas de heno.
Al mediodía, Belle salió de la carreta y golpeó una sartén con la cuchara de madera. Los trabajadores dejaron las horquillas, se enjugaron la frente y fueron hacia las palanganas con agua caliente que ella dejaba cerca de la carreta. Se lavaban bajo el sol, tentados por los aromas que flotaban hacia ellos a través de las puertas horizontales que estaban levantadas a ambos lados del vehículo, ofreciendo una vista del interior. En el frente, Belle se afanaba alrededor de la negra y enorme cocina, vociferando con su voz chirriante:
– ¡Cope, escupe esa mascada de tabaco antes de poner un pie en mi cocina! ¡Porque, si no lo haces, lo haré desaparecer yo con mi pasapurés y no te gustará dónde lo meteré!
Cope obedeció, recibiendo los codazos de los compañeros, que sonreían.
Otra vez se oyeron las escandalosas órdenes de Belle.
– Y no quiero oír hablar más de buñuelos de patatas, ¿me oyes, Cope? Si cuando hayas terminado lo que yo sirvo en la mesa aún puedes comer un buñuelo de patatas, yo misma te cargaré sobre mi hombro y te llevaré al salón de baile el sábado por la noche.
Cuando se agruparon dentro, los hombres todavía reían entre dientes. Llenaron los bancos que abarcaban todo el largo de la mesa y se dedicaron a la generosa comida, entre bromas amables y carcajadas. Había cerdo y vacuno asado, puré de patatas con una suculenta salsa, guisantes verdes y maíz amarillo, crujientes buñuelos y encurtido de col, pasteles de manzana y café fuerte. Y, mientras todo eso desaparecía, estaba la presencia constante de Belle moviéndose entre los bancos, instándolos a comer, lanzando réplicas atrevidas, llenando una y otra vez los platos, dando una palmada en un hombro por aquí, un tirón de cabello por allá.
Trataba a Theodore igual que a los demás. Él también recibía su porción de bromas, de palmadas en la espalda y alguno que otro retruécano de áspero humor.
Pero, esa noche, cuando los otros ya se habían acostado en el henil sobre el heno nuevo de dulce fragancia, Theodore llevó a la talabartería un cubo de agua fría y una barra de jabón, cerró la puerta, se bañó y se puso ropa limpia. Mientras se abotonaba la camisa azul, se preguntó si los otros sospecharían lo que existía entre él y Belle. Después apartó esa idea de la cabeza, se acomodó los tirantes sobre los hombros y se puso una chaqueta de lana escocesa para protegerse del fresco de la noche.
Cuando se escabulló del cobertizo, la luz de la carreta de Belle ardía suavemente entre los arbustos. Theodore ya sabía que la mujer habría bajado las puertas horizontales, asegurándolas con un gancho en la parte de abajo y dejando sólo un cuadrado de luz que pasaba a través de la ventana de la puerta trasera.
Golpeó suavemente y metió tas manos en los hondos bolsillos de la chaqueta, con la vista fija en el peldaño, que le llegaba a la altura de la rodilla.
Se abrió la puerta y él alzó la cabeza. La fuerte luz pasaba entre los cabellos de Belle dándoles el color del atardecer, para luego caer sobre el rostro de Theodore, vuelto hacia arriba. La mujer tenía puesta una bata de noche de muselina y estaba envuelta en un chal verde claro, que sujetaba en el pecho. Su cara estaba en la sombra cuando se asomó para abrirle la puerta y hacerlo pasar. Ya no quedaban rastros de la marimacho vocinglera. En su lugar, había una mujer dulcificada que había cambiado la fachada ruda por una tranquila dignidad, ni tímida ni atrevida.
– Hola, Belle -dijo Theodore, en voz queda.
– Hola, Ted -respondió-. Estaba esperándote.
El hombre lanzó una breve mirada sobre su hombro hacia la granja silenciosa.
– Es una hermosa noche y pensé que podríamos conversar un rato.
– Pasa.
Se apartó para dejarlo pasar y Theodore subió el escalón y entró, cerrando la puerta sin ruido tras él, echando una mirada en redondo con las manos todavía en los bolsillos. Los bancos habían sido colocados debajo de la mesa y esta contra una de las paredes. Sobre la mesa, la ropa de cama: dos gruesos edredones de plumón de ganso y una sola almohada mullida. Así, con las persianas cerradas, el interior de la carreta era acogedor e íntimo. Una tetera siseaba suavemente sobre la cocina, y junto a la puerta de entrada había una lámpara de petróleo apoyada sobre la única silla.
– Todo está igual -dijo, pasando la mirada a la mujer y luego siguiendo con la inspección.
– Está igual. Nada cambia. Siéntate.
Hizo el gesto de sentarse, pero, al ver la lámpara, se enderezó otra vez.
– Ven, quitaré esto -dijo Belle, rozándolo al pasar en ese espacio para levantar la lámpara y apoyarla en uno de los bancos, que sacó de debajo de la mesa y acercó a la pared opuesta.
Theodore se sentó en la silla y Belle en el borde de la cama improvisada. Por un minuto entero, ninguno de los dos pronunció palabra.
– ¿Cómo has estado? -preguntó, al fin, la mujer.
Theodore le lanzó una mirada nerviosa, con los codos apoyados sobre las rodillas separadas.
– Bien… bien. Ha sido un buen año.
Volvió a clavar la vista en el suelo, a sus pies.
– Sí. Para mí, también. He visto que tienes de nuevo a casi todos los mismos muchachos.
– Si, Cope y los otros son buenos trabajadores. Sin embargo, hay un par que son nuevos.
Siguió con la vista baja.
– Ya lo he visto. ¿Y cómo están resultando?
– Bien… -Luego, más bajo, asintiendo con la cabeza-bien.
– Ese hijo tuyo sí que ha crecido.
Theodore aventuró un breve encuentro de las miradas, sonriendo con contenido orgullo.
– Sí, un poco más y será tan alto como yo.
– Además, cada vez se te parece más.
Theodore rió sin mido, un poco pudoroso.
– He notado que no fue a trabajar en la trilla hasta la tarde.
Theodore se aclaró la voz y, por fin, la miró a los ojos:
– No, ya ha comenzado la escuela. La nueva maestra se enfureció porque yo lo mantenía apartado de la escuela, así que, al final, lo dejé ir.
– Ah, entiendo.
Theodore se apresuró a agregar:
– Claro que, en cuanto regresa de la escuela, viene a ayudar.
El tema acabó y, como a ninguno de los dos se le ocurrió uno nuevo. Theodore volvió a bajar la vista. Tras unos momentos, se frotó la nuca. Al notarlo, Isabelle explicó:
– Aquí dentro, cuando cierro, está un poco caluroso. ¿Quieres quitarte la chaqueta, Ted?
El hombre se puso de pie para hacerlo y se encontró con que Belle estaba tras él, ayudándolo. Cuando se volvió para dejar la prenda sobre el banco, contempló los hombros y el costado del pecho adornado por el enrejado del chal verde. Cuando la mujer se enderezó y se volvió, lo miró directamente a los ojos.
– He pensado en ti, Ted.
– Y yo también en ti.
– ¿Todavía no le has casado?
– No.
Theodore negó con la cabeza y bajó la vista.
– Si yo decidiese abandonar esta vida enloquecida y asentarme, ya lo habrías hecho.
– Oh. Belle…
– Baja la cortina, Ted.
Ted levantó la vista y su manzana de Adán subió y bajó. Sin más rodeos, fue hasta la puerta trasera y corrió la cortina con dibujos azules y rojos por medio del cordel. Cuando miró otra vez a Belle, la encontró sentada sobre el borde de la cama, aún con el chal puesto.
– ¿Sabes lo que siempre me gustó más de ti, Ted? -No esperaba respuesta y no la obtuvo. Sólo los oscuros ojos inciertos que atraparon la luz anaranjada de la linterna al alzarse y luego parpadearon-. Nunca me das por segura.
Theodore se acercó a ella, llevó una de sus grandes manos a la sien de la mujer y tocó el colorido cabello, que ella había recogido hacia atrás y atado en la nuca con una marchita cinta blanca. Estaba húmedo, como si acabara de lavárselo y Belle olía al único perfume que usaba: extracto de vainilla común. Sin hablar, le quitó el chal de los hombros, lo dobló por la mitad y lo dejó con cuidado sobre su chaqueta. Tomó la cinta con los dedos y deshizo el moño. Cuando dejó la cinta blanca encima del chal, lo hizo con tanto cuidado como si fuese una tiara enjoyada.
Volvió junto a la cama, tomó la cara de Belle con las manos, la alzó y apoyó su boca sobre la de ella con singular parsimonia.
Cuando el beso acabó, Theodore llevó la vista otra vez hacia el limpio rostro.
– Cuando uno da por segura a otra persona, resulta herido -fue su respuesta.
La besó otra vez y sintió que las manos de ella iban a los tirantes, los bajaban y le abrían la camisa para luego atraerlo hacia ella sobre los edredones de plumas, donde encontraron juntos el alivio.
Después, relajados y lánguidos, Theodore descansó con la cabeza de Belle en el hueco de su hombro. Su mano reposaba sobre el pecho de él y él subía y bajaba las yemas de los dedos por el brazo de la mujer.
– ¿Qué les pasa a las mujeres de aquí? ¿Por qué ninguna de ellas te ha atrapado?
– No quiero dejarme atrapar.
– Qué pena, porque eres magnífico en lo que acabamos de hacer.
Theodore sonrió en dirección al techo.
– ¿Lo soy?
– Claro que sí. ¿Acaso crees que a alguno de esos mamarrachos le importa lo que yo siento? ¿Lo solitario que es vivir en esta carreta atestada noche tras noche, año tras año?
– Entonces ¿por qué no te casas, Belle?
– ¿Y tú me lo preguntas, Ted? -La mano dejó de moverse sobre el brazo de la mujer y ella le dio un manotazo juguetón en el pecho- Oh, no te pongas tan tenso, sólo estaba bromeando. Ya sabes que una gitana como yo nunca se decidiría a asentarse. Aun así, de vez en cuando sueño con hacerlo. A veces, a una mujer le gusta sentirse como una mujer.
La mano masculina hizo una leve pasada por su pecho.
– Te aseguro que eres una mujer.
Belle rió y se quedó contemplando distraída el resplandor de la linterna y lanzó un suspiro sobre el pecho de él.
– Ted, ¿alguna vez te has detenido a pensar que tú y yo somos mucho más diferentes por fuera que por dentro?
– Lo hice un par de veces.
– Creo que no existe ningún otro hombre que vea en mí otra cosa que dos mangos de hacha, un montón de cabellos rojizos y demasiada insolencia. Hace años que tengo la idea de darte las gracias por haberte tomado la molestia de mirar un poco más a fondo.
La cubrió con los brazos, la besó en la coronilla y dijo:
– Eres una buena mujer, Belle. Y, últimamente, me dio por pensar que, tal vez, seas la única amiga que tengo, aparte de mis hermanos.
Belle levantó la barbilla y lo observó:
– ¿En serio?
Theodore le sonrió y la estrechó un poco:
– En serio.
– ¿Crees que será un indicio de que estamos volviéndonos viejos? Porque yo también estuve reflexionando sobre lo mismo. Nunca me he quedado lo suficiente en un sitio para hacer amigos. Supongo que eso será porque siempre estoy impaciente por volver aquí todos los años.
– Y yo estoy siempre aquí, esperando.
Belle acomodó otra vez la cabeza en su hombro, reflexionó en silenció un poco más y preguntó:
– Ted, ¿piensas que lo que hacemos está mal?
Ted se quedó mirando la mancha circular que dejaba el borde de tubo de la lámpara en el techo y que formaba un trémulo anillo.
– En el Buen Libro dice eso. Pero ¿a quién perjudicamos, Belle?
– A nadie, que yo sepa. A menos que tu hijo lo descubra. Tal vez no sea muy bueno para él. ¿Te parece que sospechará?
– Esta noche, antes de venir aquí, lo pensé. Está creciendo en distintos aspectos. El último tiempo, ha estado soñando con la nueva maestra y, cuando se empieza con eso, los muchachos prestan mucha atención pájaros y abejas.
– Me imagino por qué sueña con ella. Es bonita, ¿no?
Por extraño que fuera, la observación de Isabelle le sacudió el corazón con más fuerza que ninguna de las cosas que la mujer había dicho o hecho esa noche.
– Supongo que está bien. En realidad, nunca la he mirado.
– ¡Está bien! ¡Pero, Ted!, ¿dónde tienes los ojos? Una mujer como yo daría los dientes sanos que le quedan para tener la apariencia de ella aunque fuese un día.
Mientras Ted reía entre dientes, Belle se estiró sobre su pecho, hacia la mesa, y tomó un librillo de papel de cigarrillos y un saquillo de tabaco.
Acostada de espaldas, con manos diestras, lió un cigarrillo, lo enrolló, pasó la lengua, cerró el cordel del saco con los dientes y luego se estiró otra vez encima de Theodore para tomar un fósforo de madera y un cenicero. Encendió la cerilla contra el borde de la mesa, bajo los edredones que colgaban, y se recostó de nuevo con el cenicero sobre el pecho, contemplando pensativa el humo que flotaba hacia el techo.
Theodore aguardó paciente hasta que se acomodó y comentó en tono seco:
– Belle, tus dientes no tienen nada de malo, ni tampoco tu rostro.
Sonriendo, la mujer formó un perfecto anillo de humo.
– Por eso me gustas, Ted, porque nunca adviertes lo que tengo de malo.
Theodore la vio fumar medio cigarrillo, esforzándose por impedir que las imágenes de Linnea dejasen de brotar en su mente y lo obligaran a comparar. Pero no pudo y, quitando el cigarrillo de los labios de Belle, lo puso entre los suyos y dio una profunda calada. Le resultó tan desagradable como siempre y lo apagó, haciendo moverse el cenicero sobre el pecho de Belle.
– Isabelle, tengo que recuperar un poco el tiempo y estoy poniéndome impaciente.
Dejó el cenicero en el suelo, se tendió de espaldas y vio que Belle le sonreía, con los párpados entornados. Mientras lo atraía hacia sí con sus fuertes brazos y piernas, afirmó con su áspera voz de contralto:
– Sí, señor, por aquí hay algunas mujeres muy estúpidas, pero espero que nunca se espabilen, porque si lo hicieran, Ted…
– Cierra la boca, Belle -dijo, posando la suya sobre la de la mujer.
Era la noche del sábado. El primer baile de la temporada de cosecha empezaría a las ocho en el cobertizo de Osear Knutson, el que tenía el henil más vacío.
Linnea había dedicado toda la tarde a prepararse para el acontecimiento. Podría haber empleado menos tiempo si Lawrence no la hubiese interrumpido a cada instante, haciéndola girar alrededor del cuarto al son de violines y chelos que tocaban valses vieneses… ¡y ella en enaguas!
Ahora estaba sentado en la mecedora de la muchacha, observando cómo se recogía el cabello con dos peinetas, probando diversas maneras y mirándose, seria, en el espejo,
– Me imagino que serás la más bella del baile. Seguramente bailaras con Bill, con Theodore, con Rusty y…
– ¿Rusty? Oh, no seas tonto, Lawrence. No porque me haya sonreído y considerado hermosa, me… -Se inclinó más hacia el espejo, se pasó cuatro dedos de la mandíbula al mentón y examinó su reflejo con aire crítico-. ¿Te parece que soy hermosa, Lawrence? Siempre creí que mis ojos están demasiado separados y eso me hace parecer una ternera. -Se señaló un incisivo con el índice-. Y luego este diente torcido. Siempre lo odié.
Cerró los labios y sonrió, frunciendo otra vez el entrecejo ante lo que veía en el espejo.
– No estarás buscando cumplidos, ¿verdad?
Linnea giró, con los brazos en jarras.
– ¡No estoy buscando cumplidos! Y, si piensas burlarte de mí, puedes irte. -Giró otra vez hacia el espejo-. De todos modos, será mejor que te vayas, pues de lo contrario jamás terminaré de arreglarme el cabello.
Se lo había lavado y enjuagado con vinagre y ahora, ya seco, lo rizaba con las tenacillas. Calentándolas sobre la lámpara, canturreaba y probaba distintos peinados. Probó a recogerlo todo sobre la coronilla, dejando pequeños tirabuzones sueltos, pero era demasiado largo y el peso de los mechones deshacía los rizos y los dejaba con la apariencia de colas de vaca. Luego lo levantó en un nudo flojo, dejando finos mechones alrededor del rostro y la nuca. Pero era difícil hacer un moño flojo que no se deshiciera del todo: ya se imaginaba girando por la pista de baile, despidiendo horquillas en todas direcciones. Para cuando terminó de probar, tuvo que volver a formar los rizos.
Esa vez se decidió por un peinado sencillo, casi de niña, suelto en la parte de atrás y recogido a los lados, bien alto con una cinta azul oscuro.
Examinando el resultado final, sonrió y pasó a la siguiente decisión: qué ponerse.
Repasando su limitado guardarropa, descartó las prendas de lana, que serían demasiado abrigadas, y eligió la blusa blanca con canesú y la falda verde con las tres tablas atrás, que se ondularía cuando ella girase por la pista de baile.
Se puso en la cara una pizca de crema de almendras, que reservaba para ocasiones muy especiales. Sobre los labios y las mejillas extendió tres gotas de rouge líquido. Se enderezó, se miró y rió entre dientes. Parece una, prostituta, señorita Brandonberg. ¿Qué irán a pensar tos padres de sus alumnos?
Intentó quitarse el colorete, pero ya le había impregnado la piel. Lo único que logró fue irritarse las mejillas y dejarlas más encendidas. Se lamió y se chupó los labios, pero también se habían teñido.
Sonó un golpe y Linnea se miró en el espejo, perpleja. ¡Ahora no sólo tenía los labios rojos sino también hinchados! ¿Cómo hacen las mujeres para madurar y estar seguras de sí mismas? Comprendió que era demasiado tarde para arreglar su cara y fue a abrir la puerta.
– ¡Ah, Kristian! ¡Qué apuesto! ¿Tú también vas?
Allí estaba, ataviado con los pantalones de los domingos, una camisa blanca, los zapatos relucientes y el cabello peinado hacia atrás con brillantina, formando un copete como una cresta de gallo. ¡y olía fatal! Como la sala de un funeral, llena de claveles. Fuera lo que fuese lo que se había puesto, había exagerado, y Linnea contuvo las ganas de apretarse la nariz.
– Claro que sí. Empecé a ir en noviembre, cuando cumplí dieciséis.
– Por Dios, ¿aquí todos empiezan a bailar tan jóvenes?
– Sí. Mi padre empezó a los doce. Pero, cuando yo cumplí doce, me dijo que las cosas eran muy diferentes a cuando él tenía doce y que Ray y yo tendríamos que esperar hasta que tenemos dieciséis.
– Que tuviéramos.
El muchacho se sonrojó, removió tos pies y repitió, sumiso:
– Tuviéramos dieciséis.
Notando la incomodidad del chico, le dio una palmada en la mano.
– ¡Oh, maldición! ¿Siempre tengo que comportarme como una maestra de escuela? Espera un minuto que tome el abrigo.
Kristian la vio alejarse.
¡Por Dios, qué mujer! Ese cabello… todo suelto y rizado. Si uno ponía un dedo en esos rizos, se enroscaría y lo apretaría como el puño de un recién nacido. Y el rostro… ¿qué se habría hecho en la cara? Estaba todo sonrosado, suave, y tenía los labios hinchados como si estuviese esperando que alguien te plantase un beso en ellos. Trató de imaginar qué diría un hombre en una ocasión semejante, para hacerle saber a una mujer que a uno le gustaba más que una lluvia primaveral, pero tenía la mente en blanco y el corazón le martilleaba en el pecho.
Cuando regresó, Linnea captó su expresión fascinada y pensó: "¡Oh, no! ¿Y ahora, qué hago?". Seguía siendo la maestra, y no cabía duda de que Kristian necesitaba aprender cosas, una de las cuales era que ayudar a una mujer a ponerse el abrigo no constituía un gesto de intimidad, de modo que lo haría.
– Kristian, ¿me ayudas, por favor?
El muchacho se quedó mirando la prenda de lana, sin atreverse a tocarla.
– ¡Oh! -Dio un salto y se sacó las manos de los bolsillos-. Oh, claro.
Hasta entonces, nunca había ayudado a una mujer a ponerse el abrigo. Vio cómo se lo ponía y luego sacaba el cabello de adentro del cuello… no cabía duda de que las mujeres se movían de manera diferente que los hombres.
Bajó la mecha de la lámpara y descendió la escalera delante de Kristian con paso ágil.
Abajo se les unió Nissa: otra sorpresa.
– ¿Usted también viene? -preguntó Linnea,
– Te desafío a que trates de impedírmelo. ¡Todavía mis piernas no están endurecidas y bailar es más divertido que mecerse!
Estaba ataviada con un vestido azul marino con cuello de encaje blanco sujeto adelante por un broche espantoso. Y estaba impaciente por ir.
Afuera Theodore estaba sentado en el asiento de una calesa de cuatro ruedas, llena de hombres risueños y la llamativa cocinera pelirroja, que les contaba un estrepitoso cuento sobre un individuo llamado Ole, capaz de ventosear a voluntad.
Cuando los tres se aproximaron desde la casa, Rusty Bonner se bajó de un salto, sonriendo con la mitad de la boca. Se tocó el ala del sombrero y metió los pulgares detrás de la reluciente hebilla del cinturón.
– Buenas noches, señora Westgaard, señorita Brandonberg. ¿Me permiten?
En primer lugar, le ofreció la mano a Nissa.
– ¿Para hacer qué? -Graznó, y sin aceptar la mano, le informó-: Yo iré adelante, con Theodore. Estos viejos huesos todavía pueden bailar, pero acurrucarme ahí sobre el heno podría dañarme las coyunturas.
Entre las risas de los hombres, la anciana se subió a la parte delantera de la carreta dejando a Linnea frente a Rusty que aún tenía la mano extendida hacia ella.
– ¿Señora? -dijo con su acento arrastrado.
¿Qué remedio le quedaba sino aceptar?
Theodore observó los procedimientos con expresión ominosa, notando que Bonner ponía en juego su encanto y, con ademanes fluidos como manteca derretida, la tomaba de la cintura y, alzándola, la depositaba sobre la paja. A continuación, con un salto de sus largas piernas, lució su agilidad. Frunció el entrecejo, mientras Bonner se colocaba lo más cerca que podía junto a Linnea.
Theodore se volvió.
– ¡Arre!
No tenía por qué importarle que Rusty Bonner coquetease con cualquier mujer a la que no le colgaran los pechos -miró de soslayo a la madre… ¡y con algunas a las que sí les colgaban! Pero la pequeña señorita sería un fruto fácil de recoger para un tipo que se movía con tanta fluidez como Bonner.
“! No tiene a su padre cerca para cuidarla, así que es responsabilidad tuya! Bonner la voltearía sobre el heno más rápido de lo que una comadreja salta al cuello de una gallina, y ella no se daría cuenta de lo que pretende hasta que fuese demasiado tarde!"
Durante el trayecto, Linnea sintió que la cadera y el muslo de Rusty Bonner se apretaban contra ella. Al otro lado de la carreta, la ruidosa cocinera relataba un cuento que describía el modo de pelar un pez con los dientes. Los hombres rugían de risa. Pero, desde la derecha, le llegaba la ardiente furia de Kristian contra Bonner. Sentados con la espalda apoyada en los costados de la carreta, tenían las rodillas levantadas. Linnea intentó moverse un par de centímetros para alejarse de Bonner, pero se encontró con Kristian, ¡y eso no era solución! Se puso en el centro lo mejor que pudo, aunque Bonner permitía que su pierna se sacudiese, apretando la de ella. Linnea veía que era el único de los hombres que llevaba puesto un pantalón de vaquero tan ajustado que resultaba indecente. Esa prenda contribuía a darle esa apariencia fibrosa y subrayaba la sexualidad contenida que la hacía sentirse incómoda y un poco asustada. Percibió que la observaba desde abajo del sombrero de vaquero, con los hombros caídos en pose indolente, las rodillas separadas y las muñecas balanceándose, perezosas, contra la ingle.
Recordó con claridad las palabras de Nissa:
– No es necesario que una mujer haga algo con los tipos de su clase.
Para cuando llegaron al cobertizo de Osear, a Linnea le saltaba el estómago. Rusty se precipitó a ayudarla a apearse. Pero, en cuanto la depositó en el suelo, se apartó correctamente y se tocó el sombrero en gesto de saludo.
– Le ruego que no se olvide de reservarme una danza, señora.
Cuando ya no tuvo que ver esa sonrisa enervante, sintió un gran alivio.
Theodore se ocupó de los caballos y entró en el cobertizo en el mismo momento en que a Linnea le tocaba subir la escalera hacia el henil.
Observó con disimulo que Rusty Bonner se quedaba atrás, mirándole las faldas y los tobillos mientras la muchacha subía. Theodore se apretó las manos bajo las axilas y esperó hasta que Bonner también hubiese subido, subió tras él y buscó de inmediato a John.
– Tengo que hablarte. -Lo tomó del brazo y lo apartó de la multitud-. Mantén vigilado a Bonner.
– ¿Bonner? -repitió John.
– Creo que le interesa la pequeña señorita.
– ¿La pequeña señorita?
– Ella es muy joven, John. No tiene nada que ver con un hombre como ese.
El semblante de John era un libro abierto; cuando estaba disgustado, podía notarse con claridad.
– ¿Ella está bien?
– Está bien. Pero, si lo ves persiguiéndola, avísame, ¿quieres?
Tal vez John no fuese inteligente, pero cuando brindaba su lealtad era inconmovible. Le gustaba Linnea y amaba a Theodore y nada de lo que Rusty Bonner intentase escaparía a su ojo vigilante.
La banda ya estaba afinando: violín, acordeón y armónica, y poco después la música sonaba con todo brío. Para alivio de Theodore, el primero que invitó a bailar a Linnea fue su sobrino, Bill. Vio que el rostro de la muchacha se iluminaba mientras conversaban unos momentos.
– Hola de nuevo -dijo Bill.
– Hola.
– ¿Quieres bailar?
Linnea siguió con la vista a una pareja que se deslizaba fluidamente.
– No soy muy buena: tendrías que enseñarme.
Sonriendo, el muchacho la tomó de la mano.
– Ven. Este baile es fácil.
Cuando ya estaban sobre la pista, agregó:
– Dudé que vinieras.
– ¿A qué otro lugar podía ir? Todos están aquí. -Miró alrededor- ¿Cómo se enteraron de dónde sería el baile?
– Se corre la voz. ¿Cómo has estado?
– Ocupada. ¡Uy! -Tropezó con el pie de él y perdió el ritmo- Lo… lo siento -tartamudeó, sintiéndose tonta y ruborizándose al ver que Theodore estaba parado a un lado, observándola. Bajó la vista y se miró los pies-. No me enseñaron a bailar pasos difíciles como estos.
– Entonces yo le enseñaré.
Bill suavizó los giros, acortó los pasos y le dio tiempo para adaptarse a su estilo.
– Si es verdad lo que dice Kristian, tendré mucho trabajo para ponerme al día. Dice que algunos de vosotros empezáis a los trece años.
– En mi caso, catorce. Pero no te preocupes, estás haciéndolo bien.
Por un tiempo, Linnea observó los pies de ambos, y luego Bill le dio una juguetona sacudida.
– Si te relajas, disfrutarás más.
Tenía razón. Cuando la danza terminó, sus pies trazaban los pasos con más fluidez y, cuando terminó la música, sonrió y aplaudió entusiasmada.
– ¡Oh, qué divertido es esto!
– ¿Y qué tal si bailamos la próxima? -propuso Bill, sonriéndole aprobador.
Bill era un bailarín ágil y diestro. Pronto Linnea reía y disfrutaba con él.
En la mitad de la segunda danza, al girar en brazos del muchacho, se enfrentó con Theodore, quien a menos de dos metros bailaba con la cocinera pelirroja.
Supo que se había quedado con la boca abierta, pero no pudo cerrarla. ¿Quién hubiese imaginado que Theodore era capaz de bailar así? Parecía flotar sobre los talones como un navío bien equilibrado, llevando a- ¿cómo se llamaba?- Isabelle… Isabelle Lawler. Guiaba a Isabelle Lawler con una gracia que los transformaba a los dos. Al sorprender a Linnea mirándolos, la saludó con la cabeza, sonriente, y se alejó girando mientras ella fijaba la vista en los tirantes cruzados sobre los hombros increíblemente anchos, con el brazo pecoso de Isabelle Lawler extendido sobre ellos. Un instante más y se perdieron entre la gente. Los siguió con la vista hasta que sólo pudo captar un atisbo del brazo derecho extendido de Theodore, con la manga blanca enrollada hasta encima del codo. Después eso también desapareció.
Terminó la música. A continuación, bailó con un desconocido llamado Kenneth, que tenía unos cuarenta años de edad y una barriga como un caldero. Luego con Trigg, quien afirmó que su esposa sólo bailaba piezas alternadas porque se fatigaba con facilidad. Linnea vio a Clara mirando y la saludó con dos dedos. Clara respondió al saludo e intercambiaron sonrisas cariñosas. Tenía intención de hablar con ella cuando terminase la pieza, pero apareció Kristian ante ella, secándose las palmas en los muslos mientras la invitaba a bailar. Dios. ¿Seria correcto que la maestra bailara con uno de sus alumnos? Miró a Clara en busca de ayuda, y esta se encogió de hombros, alzando las manos, y le sonrió.
Al bailar con Kristian, Linnea se convenció de que estos noruegos nacían con sentido del ritmo. Hasta él, que sólo tenía un año de experiencia, la hacía sentirse como una principiante torpe.
– ¡Caramba, Kristian, eres tan buen bailarín como tu padre!
– Ah, ¿ya ha bailado con él?
– ¡No! No… Quiero decir que veo que es muy bueno.
En ese momento, Theodore estaba bailando con una mujer de dientes salientes, riéndose de algo que ella le decía, y la muchacha sintió una breve punzada de celos. Entonces pasó otra pareja, distrayéndola.
– ¡Oh, mira a Nissa!
Siguieron a Nissa, que giraba en brazos de John.
– ¡Por Dios, John también!
Kristian rompió en carcajadas ante el asombro de Linnea.
– Nu'ay… -Esta vez, él mismo se interrumpió-. No hay gran cosa que hacer aquí en todo el invierno, además de bailar y jugar a las cartas. Somos muy buenos para las dos cosas.
A medida que avanzaba la velada, Linnea formó pareja con todos los varones Westgaard, uno tras otro, con sus peones, con el violinista (que tomó un descanso), con varios vecinos que no había conocido, y hasta con el jefe del consejo escolar. Oscar Knutson. Todos bailaban bien, pero ninguno como Theodore, y ella se moría de ganas de bailar con él. Pero sacó a bailar a todas las mujeres, menos a ella.
Una vez, en un descanso entre dos piezas, casi se chocaron entre la gente.
– ¿Está pasándolo bien? -le preguntó Theodore.
– ¡Maravillosamente! -respondió, forzando una sonrisa.
Si estaba pasándolo maravillosamente, ¿por qué tenía que forzar una sonrisa? Bailó con John -que era casi tan buen bailarín como Theodore pero no tanto-, después dos veces más con Bill, e incluso con Raynxmd. Estuvo con Clara mientras la cocinera pelirroja estaba otra vez en la pista con Theodore.
Sus ojos -se encontraron con los de él a través del bullicioso henil, y le lanzó lo que suponía una inocente sonrisa de invitación, pero él se limitó a hacer girar a su compañera en sentido contrario.
¡Maldito seas, Theodore, acércate aquí e invítame!
Cuando acabó la pieza, en efecto se acercó en dirección a ella, haciendo saltar su corazón, pero, cuando llegó, fue a Clara a la que condujo a la pista de baile. Luego sacó otra vez a la mujer de los dientes, saltones.
¡Esa mujer era capaz de comer maíz a través de una cerca! ¿Acaso piensa ignorarme tocia la noche?
Mientras hervía de furia, apareció ante ella Rusty Bonner, inclinando el sombrero y dedicándole su sonrisa ladeada con las comisuras de los ojos hacia abajo.
– ¿Baila, señora?
Linnea había estado sin bailar durante dos piezas, y Theodore la ignoraba de manera evidente. ¡Mira esto, Theodore!
– Me parece divertido.
Cuando la atrajo a sus brazos, la acercó más que los demás y, en vez de atenerse al paso básico del vals, iba de un pie al otro en un lánguido movimiento de balanceo que le sacudía suavemente el brazo flexionando la cintura, y con los codos levantados de un modo que hacía que Linnea se sintiera en el aire. Ese hombre era diferente de los otros. Hasta los hombros parecían diferentes, enfundados en una moderna chaqueta de vaquero que hacía juego con los pantalones. Debajo llevaba una camisa a cuadros rojos y blancos y un pañuelo rojo atado en el cuello. Cuando la miró a los ojos, la cara estaba tan cerca de ella que Linnea podía contar los pelos de las pestañas. Tenía un modo de entornar los párpados que hacía que el estómago le diese un vuelco. Le dedicó una sonrisa trémula, y Rusty cambió la posición de los brazos, cerrando las manos en la parte baja de la espalda de Linnea. Ella sintió que la hebilla de plata se le incrustaba en la cintura y metió la barriga para adentro.
– ¿Está disfrutando, señorita Brandonberg? -le preguntó, con su tono lánguido.
Linnea tuvo la sensación de que se reía de ella.
– Si, sí.
– Baila usted muy bien.
– No, no es cierto. Las otras mujeres lo hacen mucho mejor que yo.
– A decir verdad, no las he observado mucho, así que, en realidad, no lo sé.
– Señor Bonner…
– Rusty. -Dibujó esa lánguida sonrisa y presionó tos muslos de la muchacha con los de él-. ¿Cuál es su nombre de pila?
– Linnea.
– Li-ne-ia. -Lo hizo rodar con la lengua sílaba a sílaba, como saboreándolo-. Es precioso.
Todo lo que rodeaba a ese individuo la hacía sentirse como si alguien le hubiese metido un dedo en el hueco de la garganta, y pensó:
¡Theodore, te maldigo por obligarme a hacer esto!
La sorprendió oírse hablar con fluidez.
– Rusty, ¿es usted de la zona?
– No. señora. Vine desde Montana, y antes pasé por Idaho y Oklahoma.
– Caramba… eso sí es viajar.
Rusty rió, exhibiendo un instante unos dientes rectos y blancos, echando la cabeza atrás y dejando luego resbalar su mirada indolente otra vez por el rostro de Línea.
– Lo que más hago es participar en rodeos. Es una vida vagabunda, Linnea.
– ¿Y qué hace aquí, en la cosecha de trigo?
– La temporada de rodeo terminó. Y necesito una cama seca y tres comidas al día.
De pronto comprendió por qué tenía ese cuerpo tan delgado: con la vida que hacía, era casi seguro que, en muchas ocasiones, no tenía esas tres comidas sólidas. Sospechó que debía de bailar así con mujeres desconocidas en cada uno de los estados del Oeste de la Unión.
– Dígame, ¿gana usted en esos rodeos?
– Sí, señora. -Hablaba con acento cada vez más lento, ronco y provocativo, mientras se acercaba más, de modo que los pechos de la muchacha rozaran su chaqueta-. Cuando la suelte, échele un vistazo a la hebilla de mi cinturón. La gané montando novillos en El Paso, la última temporada.
Linnea quiso apartarse pero no pudo; estaba tan cerca que tuvo que echar la cabeza atrás para verle el rostro.
– ¿Ha visto alguna vez a un hombre montar novillos?
Linnea tragó e intentó respirar normalmente.
– N…no.
– ¿Alguna vez ha visto a un hombre montar algo?
– S… sólo caballos.
– ¿Salvajes?
Negó con la cabeza con movimientos nerviosos, mientras el sujeto seguía derramando sobre ella esa sonrisa sensual, desde demasiado cerca
– N… no. Sólo caballos ya domados.
– ¿Ha visto la hebilla de mi cinturón?
A Linnea se le cerró la garganta y se le puso el rostro del color de la camisa del hombre. Los brazos eran fuertes y autoritarios, los hombros, duros como nogal. Los dedos le recorrían la espalda, disparándole temblores de advertencia por los muslos. Rusty lanzó una risa gutural, ronca, y acomodó el mentón contra la sien de ella… los pechos contra su pecho… la cabeza de cuernos largos del cinturón contra el estómago de la joven.
¡Theodore, por favor, ven a sacarme de aquí!
Sin precipitarse, Rusty echó los hombros atrás y le sonrió, mirándola a los ojos, dejando las caderas acomodadas en las de ella.
– Tiene las mejillas todas sonrosadas. ¿Tiene calor?
– Un poco -logró decir, en voz fina.
– Afuera está más fresco. ¿Quiere comprobarlo?
– No creo que…
– No crea. Usted sígame. Contaremos las estrellas.
Aunque no quería, Theodore estaba riendo de nuevo con Isabelle Lawler, y, antes de que pudiese inventar una excusa, Rusty la había arrastrado hasta la escalera. Bajó él primero y luego levantó la vista.
– ¡Eh! Venga.
Mirando hacia abajo, le vio la cara y se preguntó si Theodore la echaría de menos si desaparecía. ¿Y si le preguntaba dónde había estado?
Qué dulce sería poder decirle que había estado afuera, contemplando las estrellas con Rusty Bonner.
– Eh, ¿viene o no?
A un metro del suelo, Linnea sintió que Rusty la tomaba de la cintura y la bajaba. Lanzó un chillido de sorpresa cuando se sintió suspendida de esas manos fuertes. A continuación, la apoyó contra su cadera, le pasó un brazo por el hombro y la llevó hacia la puerta.
Afuera la luna parecía sonreír tan intensamente que hacía palidecer a las estrellas. Era agradable sentir el aire contra las mejillas acaloradas.
– Oh, tenía calor bailando -suspiró, cubriéndose la cara con las palmas y luego apartándose el cabello hacia atrás.
– Creí que había dicho que era principiante.
– Oh, lo soy. Lo que pasa es que usted… bueno, me ha resultado fácil seguirlo.
– Qué bien. Entonces sígame un poco más.
Le aferró la mano y tiró de ella, llevándola a la vuelta del cobertizo, donde no les darían los rayos de luna. Se detuvo a la sombra del edificio, la sujetó por la parte superior de los brazos y la volvió hacia él, meciéndola un poco.
– Así que… no ha bailado mucho. Y nunca ha visto a un hombre montar un toro o un caballo salvaje. Dígame, señorita Linnea Brandonberg, pequeña maestra de escuela rural… ¿alguna vez la han besado?
– Cl… claro que me han besado, ¡más de una vez! -mintió, excitada ante la perspectiva de descubrir cómo besaba en realidad un hombre… por fin.
– En ese caso, supongo que debe hacerlo muy bien.
– Supongo -respondió, tratando de parecer segura.
– Demuéstremelo…
El corazón le dio un vuelco, y la recorrió un ramalazo de sensaciones prohibidas cuando el hombre ladeó lentamente la cabeza y la boca de él tocó la suya. Era tibia, firme y nada desagradable. Se posó con levedad sobre sus labios cerrados durante cierto tiempo, hasta que Rusty se echó atrás sólo unos milímetros. Linnea abrió los ojos y lo único que vio fue la sombra negra del rostro y la parte de abajo del ala del sombrero.
– ¿Más de una vez? -murmuró burlón, haciendo que se le agolpase la sangre en las mejillas.
Una vez más, cubrió la boca de Linnea con la suya y ahora la punta caliente y húmeda de la lengua la tocó ¿Qué estaba haciendo? ¡Oh, por piedad, estaba lamiéndola! La impresión la recorrió hasta los pies. Se echó atrás de manera instintiva, pero el hombre le atrapó la cabeza con tas manos, sobre las orejas, y entrelazó los dedos en su cabello haciéndola ponerse casi de puntillas. Pasó la lengua por todo el contorno de sus labios hasta dejarlos húmedos y resbaladizos. Linnea lo empujó por el pecho, pero Rusty sólo abandonó la boca el tiempo suficiente para ordenarle:
– Abre los labios… vamos, te enseñaré más…
– No… -trató de discutir, pero la lengua, imperiosa, halló la unión de los labios y se metió dentro.
Linnea forcejeó, pero él la aplastó contra la fría pared de piedra del cobertizo y le apretó un pecho para que no se moviese. Empujó la muñeca, pero era resistente como una cerca de alambre nueva, y el pánico se apoderó de ella, al mismo tiempo que Rusty Bonner le oprimía sin cesar el pecho, y ella gemía contra la lengua que la invadía, apretada contra la piedra que le hacía doler el cráneo.
– Basta… -trató de decir, y la boca del hombre ahogó una vez más la súplica. Forcejeó con denuedo y logró librar la boca-. ¡Basta! ¿Qué está haciendo?
Rusty le sujetó los codos, los apretó con fuerza contra la pared y meció sus caderas contra las de ella hasta hacerla sentirse sucia y más asustad que nunca en la vida. Se debatió como loca para soltarse, pero para Rusty Bonner, que había domado caballos salvajes y toros, una menuda maestra de escuela no era nada.
– Dijiste que ya te habían besado. Más de una vez.
Mortificada por lo que le hacían las caderas del hombre, sintió que las lágrimas le quemaban los ojos.
– Mentí… por favor, suélteme.
No pudo desplazar las muñecas duras, de tendones fuertes.
– Tranquila… tranquila. Verás, esto va a gustarte…
Ahogó un sollozo mientras las manos del hombre se ahuecaban sobre sus pechos, llenándose con ellos y casi levantándola en el aire.
En eso, oyó la voz queda de Theodore.
– Señorita Brandonberg, ¿es usted?
La presión sobre tos pechos desapareció, y los talones de Línea volvieron a posarse.
El alivio fue tan grande que le dieron ganas de llorar y de refugiarse contra el cuerpo sólido de Theodore. Al mismo tiempo, la vergüenza la hizo querer desaparecer de la faz de la tierra.
– S…si, Theodore, soy y…yo.
– ¿Qué está haciendo aquí afuera?
La voz de Rusty respondió, imperturbable, al tiempo que se daba la vuelta, indolente:
– Sólo estamos conversando acerca de montar toros en Texas. ¿Alguna objeción, señor Westgaard?
De repente. Theodore se arrojó hacia delante, agarró a Linnea por la muñeca y tiró tan fuerte que la muchacha creyó que le había sacado el hombro de lugar.
– ¡Pequeña tonta! ¿Cómo se le ocurre salir aquí afuera con un tipo como este? ¿No le importa lo que piense la gente?
– ¡Vamos, vamos, un minuto, Westgaard! -gangoseó el texano.
Theodore giró hacia Bonner, todavía sin soltar la muñeca de Linnea.
– ¡Tiene dieciocho años, Bonner! ¿Por qué no busca a alguien de su misma edad?
– Ella no se negó -replicó Bonner, con el mismo tono indolente.
– ¿Ah, no? No es así lo que me parece. Y, si ella no se negaba, yo sí.
Ha terminado aquí. Bonner. Recoja su paga por la mañana y no quiero volver a verlo. -Bonner se alzó de hombros y avanzó como para pasar junto a Theodore y volver al baile-. Y no entre otra vez allí. No quiero que nadie de los presentes sospeche que ella estuvo con usted- -Giró sobre los talones, arrastró a Linnea tras él y le ordenó-: Vamos.
– ¡Theodore, suélteme!
Trató de soltarse, pero las zancadas furiosas le reverberaron en el brazo y le sacudieron la cabeza.
– La soltaré después de que haya aprendido a tener un poco de sentido común. Por ahora, se viene conmigo. Volveremos arriba, y les haremos creer que estuvo afuera conversando conmigo- Y, si hace algo que los haga creer otra cosa, que Dios me ampare, pero la llevaré al almacén de herramientas de Osear y le sacudiré el trasero, ¡qué es lo que haría su propio padre si estuviese aquí!
– ¡Theodore Westgaard, suélteme en este mismo instante!
Indignada por ese trato digno de aplicarse a una chiquilla recalcitrante, intentó despegar el pulgar de él de su muñeca, pero fue inútil.
Theodore atravesó el cobertizo y le dio un tirón que casi la aplastó de nariz contra el tercer peldaño de la escalera.
– ¡Y ahora suba allí y compórtese como si no'stuviese a punto de estallar en lágrimas!
Furiosa, subió la escalera enredándose con las faldas y maldiciendo por lo bajo. Lo único que había logrado era cambiar a un bruto por otro.
¿Qué derecho tenía Theodore Westgaard a darle órdenes?
Al llegar arriba, la aferró del codo con tanta fuerza que le dejó la marca, la lanzó hacia la pista de baile, la puso de cara a él y arrancó con un vals sin siquiera preguntarle:
– ¿Quiere?
Linnea se movió como un bastón, y Theodore pegó en su rostro una sonrisa como de cera. Comentó entre dientes:
– Se mueve como un espantapájaros. Finja que está divirtiéndose.
Linnea se relajó, trató de seguir los pasos y compuso una sonrisa.
– No puedo, Theodore. Déjeme ir, por favor.
– Bailará, pequeña señorita. Y ahora sigamos.
Linnea había querido bailar con él, pero no de ese modo, Tenía el estómago revuelto. En los ojos, un brillo peligroso. Las ganas de llorar la ahogaban. Sentía en la espalda la mano de Theodore, rígida de furia, y la otra apretándole los dedos con contenida exasperación. Pero los pies de ambos se movían al ritmo de la música, y las faldas revoloteaban al compás de los giros que él le imprimía, fingiendo los dos que estaban pasándolo maravillosamente.
Linnea aguantó todo lo que pudo, pero, cuando el nudo en la garganta fue demasiado grande para contenerlo, cuando las lágrimas amenazaban desbordarse, le rogó con voz temblorosa:
– Por favor, Theodore, por favor, déjeme ir. Si no, romperé a llorar y los dos quedaremos muy avergonzados. Por favor…
Sin agregar otra palabra, la hizo girar por el codo y la condujo directamente a donde estaba Níssa.
– Linnea no se siente bien. La llevaré a casa, pero regresaré.
Un momento después, Linnea estaba otra vez al pie de la escalera atravesando el establo con Theodore pegado a los talones. Echándose a correr, se dirigió hacia la puerta y, cuando estuvo fuera, escondió la cara entre las manos y un sollozo brotó de su garganta. Vacilante, Theodore se detuvo detrás, todavía enfadado, pero conmovido por las lágrimas más de lo que hubiese querido. Por fin le tocó el hombro, pero ella se apartó, escondiendo la cara en un brazo y apoyándose contra la pared del establo.
– Linnea, salgamos de aquí.
Se sentía demasiado desdichada para advertir que la había llamado por su nombre por primera vez. La condujo todavía sollozando hacia un grupo de álamos donde esperaban las carretas. Con la cabeza gacha, Línea seguía llorando, y Theodore contenía el deseo de abrazarla y de consolarla.
– Por la mañana se habrá ido. Ya no tiene nada que temer.
– Oh, Th… Theodore, es…estoy tan av…avergonzada…
El hombre hundió con fuerza las manos en los bolsillos.
– Es joven. No creo que supiera lo que estaba haciendo.
Ella levantó la cara, y Theodore vio las huellas plateadas de las lágrimas en las mejillas, y percibió el tono suplicante de la voz.
– N…no. Oh, Theodore, de verdad no lo sabía.
Theodore sintió como si una cincha le estrujara el corazón. Tembló entero y sintió que su furia se disipaba.
– Le creo, pequeña. Pero debe tener cuidado con los desconocidos. ¿Sus padres no le enseñaron eso?
– S…sí. -Dejó caer la cabeza, y el cabello le cubrió el rostro-. Lo sien…siento mucho, Theodore. El dijo que s…sólo salaríamos a re… refrescamos, pero lue…luego me besó y lo… lo único que yo quería era saber cómo era eso. -Un sollozo le levantó los hombros y le sacudió la cabeza-. P…por eso lo dejé.
Al recordar lo que siguió, se cubrió la cara con las manos y apoyó la frente contra el pecho del hombre.
Theodore sacó las manos de los bolsillos y le sujetó los hombros.
– Sh… calle, pequeña. No tiene por qué llorar. Ha aprendido una lección.
Linnea barbotó contra su pecho.
– Pero to…todos lo sabrán, y yo soy la ma…maestra de la escuela. Se supone que debo dar un buen ejemplo.
– Nadie lo sabrá. Deje de llorar. Le acarició los brazos con los pulgares, erguido, con el pecho abombado tratando de mantener la distancia entre los dos. Con cada sollozo, las manos de Linnea le golpeaban el pecho. En la camisa se formó una mancha húmeda y, cuando se le pegó a la piel, la resolución se desvaneció. Ahogó una risa-. Tengo poca práctica en eso de consolar mujeres que lloran, ¿sabe?
Desde detrás de la cortina de cabello llegó una suave carcajada ahogada y, avergonzada, trató de secarse las mejillas.
– Mi cara es un desastre. ¿Tiene un pañuelo?
Theodore sacó uno del bolsillo trasero, se lo puso en la mano y dio un paso atrás. Después de que se secara la cara, se sintió más tranquilo.
Por fin, Linnea levantó su rostro. A la luz moteada de la luna, los ojos y los labios se veían hinchados y el cabello, revuelto. Theodore pensó en el canalla de Bonner, imaginó su boca y sus manos sobre ella y sintió ansias asesinas.
Sin advertencia, Linnea le echó los brazos al cuello y apretó su mejilla húmeda en él.
– Gracias, Theodore -murmuró-. Nunca en mi vida me sentí tan feliz de ver a alguien como cuando usted apareció ahí, junto al cobertizo.
El hombre cerró los ojos. Ahogó un gemido y la estrechó con fuerza contra su pecho. La muchacha se le pegó, muy apretada, encendiéndole el cuerpo. Las manos de Theodore se posaron en su espalda. Olía a almendras, y el suave cabello revuelto se le apretaba contra el mentón y los pechos contra su corazón palpitante.
Se puso rígido y la apartó con suavidad.
– Venga, la llevaré a casa.
Obediente, se apartó, pero clavó la vista largo rato en el suelo, entre los dos. Por fin levantó la cabeza para mirarlo, y la penumbra no alcanzó a ocultar la grave expresión interrogante de su mirada, antes aun de que hablara.
– ¿Por qué no me sacó a bailar?
Theodore pensó una respuesta, pero no podía decir la verdad.
– Bailó con todas menos conmigo, y por eso salí afuera con Rusty. Para ponerlo celoso.
– ¿A mí?
– ¿Por qué no me invitó?
Tragó saliva:
– Bailamos, ¿no es cierto?
– Eso no fue bailar, fueron dos personas chocándose tas cabezas. -Esperó, pero Theodore dio un paso atrás-. Está bien, entonces ¿por qué me rescató?
Avanzó un paso y el hombre extendió las manos para detenerla.
– Linnea.
– Era una advertencia.
– ¿Por qué?
– Usted sabe por qué, y no es bueno para ninguno de los dos.
– ¿Por qué, Teddy? Dime por qué.
El nombre lo recorrió como un relámpago de fuego.
– Linnea…
Lo único que pretendía era extender las manos para detenerla.
– ¿Por qué?
Un murmullo.
Estaba tan cerca que podía oler el perfume de las almendras en su piel. Se mostraba tan vehemente que podía sentir el estremecimiento de sus brazos bajo las manos. Ella era tan inocente que él sabía, incluso mientras sus manos se cerraban y la alzaban, que ese sería uno de los errores más grandes que hubiese cometido.
– Porque…
Posó los labios en la boca que esperaba, y su corazón se volvió loco dentro del pecho. Los brazos de Linnea se levantaron, y los cuerpos se fundieron, íntimos, cálidos y duros. Todavía es una niña. Todavía no sabe besar siquiera. Pero los pechos jóvenes se aplastaban contra él, los dedos se enlazaban en su cuello, los dulces labios cerrados, inexpertos, eran suyos por el momento. Se dejó invadir por las sensaciones y, cuando al fin el sentido común se fortaleció, encontró la voluntad para apartarla.
Dos respiraciones entrecortadas ascendieron en la noche otoñal.
– No f…fue así cuando me besó Rusty Bonner.
– Shh. No.
– Por favor, bésame otra vez, Teddy.
– ¡No!
– Pero…
– ¡He dicho que no! No tendría que haberlo hecho.
– ¿Porqué?
– ¿Tiene un par de horas de tiempo? Le daré toda una lista. -La sujetó por el codo y la hizo girar hacia la carreta-. Ahora suba ahí -ordenó con vivacidad.
Pero su voz se estremeció de emoción.
– Theodore…
– No. Por favor, limítese a subir a la carreta.
No advirtieron que habían dejado los abrigos hasta que emprendieron el regreso a la casa, en medio de la noche helada. Linnea tembló y se abrazó.
Theodore se bajó las mangas de la camisa y se abotonó los puños, sin hablar.
– ¿Quiere que volvamos a buscar su abrigo?
– No, lléveme a casa.
Y, aunque lo hacía sufrir verla acurrucarse, temblando, cuando podría haberla rodeado con un brazo y protegerla del frió y del mundo, no lo hizo.
¡Por todo lo que era sagrado, no lo hizo!