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Un breve repique

de Kent Treble

Bob Major

(Dos series)

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Después de la primera serie

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Campana guía: la octava

Tócala por el centro con un doble, por delante,

por detrás y a la derecha de nuevo.

Repetir una vez.

Troyte

Primera serie

Repican las campanas

El rollo de cuerda que se necesita sujetar en la mano antes y durante el repique de las campanas siempre desconcierta un poco a los principiantes; se les puede caer en la cara o alrededor del cuello (¡y entonces podrían ahorcarse!).

On Change-Ringing

Troyte


– ¡No hay nada que hacer! -exclamó lord Peter Wimsey.

El coche estaba allí, estropeado y ridículo, con el morro hundido en la cuneta y las ruedas traseras hacia arriba en el terraplén, como si hiciera todo lo posible por anclarse en el suelo cavándose una madriguera debajo de los ventisqueros de nieve. Estudiando el terreno a través de las ráfagas de nieve, Wimsey dedujo cómo se había producido el accidente. El puente, que era muy estrecho y estaba lleno de baches, y desde donde había muy poca visibilidad, cruzaba el riachuelo que recogía el agua de los desagües por la derecha y descendía hasta la estrecha carretera que pasaba por encima del dique. Al cruzar el puente demasiado deprisa, y con la poca visibilidad que había por la tormenta de nieve que venía del este, se había salido de la carretera y había ido a parar a la cuneta, donde las oscuras espinas de un seto iluminado por los faros del coche le dieron la bienvenida.

A la derecha y a la izquierda, por delante y por detrás, lo único que se veía era un terreno pantanoso. Eran las cuatro pasadas del día de Nochevieja y la nieve que había estado cayendo toda la jornada había teñido el cielo de un color gris brillante, como si fuera de plomo.

– Lo siento -dijo Wimsey-. Bunter, ¿dónde crees que estamos?

El sirviente consultó un mapa iluminándolo con una linterna.

– Señor, creo que hemos salido de la carretera principal en Leamholt. Así que, a menos que esté muy equivocado, debemos estar cerca de Fenchurch St Paul.

Mientras hablaba, oyeron el sonido, camuflado por la nieve, de las campanas de una iglesia que indicaban la hora; tocó el cuarto.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó Wimsey-. Si hay una iglesia, habrá civilización. Tendremos que caminar un poco. Deja las maletas aquí, ya enviaremos a alguien a por ellas. ¡Brrr! ¡Qué frío! Apuesto a que cuando Kingsley recibió a los salvajes del nordeste estaba sentado junto a la chimenea y comiendo bollos. Yo me conformaría con un solo bollo. La próxima vez que acepte la hospitalidad por la tierra de los pantanos, intentaré que sea verano, o vendré en tren. El sonido de las campanas venía de ahí delante, creo. La iglesia debería estar en esa dirección.

Se arrebujaron en los abrigos y apartaron la cara de la nieve y el viento. A su izquierda, el riachuelo bajaba muy recto, como si lo hubieran dibujado con una regla, oscuro y silencioso, con una empinada orilla a cada lado que se hundía bajo esas aguas lentas e implacables. A la derecha tenían unos setos entre los cuales se alzaba algún que otro álamo y sauce. Caminaron en silencio, con la nieve golpeándoles la cara. Al final de un solitario kilómetro, vislumbraron el delgado perfil de un molino de viento al otro lado de la orilla, pero no había ningún puente que cruzara el riachuelo ni tampoco se veía luz.

Después de medio kilómetro más llegaron a una señalización y una carretera secundaria que doblaba a la derecha. Bunter encendió la linterna, enfocó el poste y leyó: Fenchurch St Paul.

No había ninguna otra indicación; delante de sí, la carretera y el dique avanzaban paralelos hacia una eternidad invernal.

– Vamos a Fenchurch St Paul -dijo Wimsey.

Empezó a caminar hacia la carretera secundaria y, mientras lo hacía, volvieron a oír las campanas, esta vez más cerca, que marcaban el tercer cuarto.

Anduvieron unos cientos de metros más en soledad y al final dieron con el primer signo de vida en medio de aquel desierto helado: a su izquierda vieron el tejado de una granja, un poco alejada de la carretera, y a la derecha, un pequeño edificio cuadrado que era como una caja de ladrillos con una enseña, que chirriaba al viento, donde se leía: taberna. Delante de la puerta había un viejo coche y, detrás de las persianas rojas, se veía luz en la planta baja y el primer piso.

Wimsey fue hasta la puerta y la abrió. No estaba cerrada con llave.

– ¿Hay alguien? -preguntó.

De una habitación contigua apareció una mujer de mediana edad.

– Todavía no hemos abierto -dijo secamente.

– Le ruego que me perdone. Hemos tenido un accidente con el coche. ¿Podría indicarnos…?

– Oh, lo siento, señor. Creía que era un cliente. ¿Un accidente? Es terrible. Entren. Siento el desorden…

– ¿Qué ocurre, señora Tebbutt? -dijo una voz agradable y educada y, cuando Wimsey siguió a la mujer hasta un pequeño salón, vio que se trataba de un hombre de edad avanzada.

– Estos señores han tenido un accidente con el coche.

– ¡Dios mío! -exclamó el párroco-. ¡Con este día! ¿Puedo ayudarlos en algo?

Wimsey le explicó que el coche estaba en la cuneta y que necesitarían cuerdas y algún vehículo que lo arrastrara para dejarlo otra vez en la carretera.

– ¡Dios mío! -repitió el párroco-. Debe de haber sido al salir de Frog's Bridge, supongo. Es un lugar muy peligroso, sobre todo cuando oscurece. Veremos qué podemos hacer. Permítanme que los lleve hasta el pueblo.

– Es usted muy amable, señor.

– No es nada. Les prepararé un poco de té. Estoy seguro de que querrán algo para entrar en calor. Confío en que no tendrán prisa por llegar a su destino. Nos encantaría que se quedaran con nosotros esta noche.

Wimsey se lo agradeció pero dijo que no quería abusar de su hospitalidad.

– Será un gran placer -repuso cortésmente el párroco-. Como no solemos tener mucha compañía por aquí, le aseguro que a mi mujer y a mí nos hará un gran favor.

– En tal caso… -respondió Wimsey.

– Excelente, excelente.

– Le estoy muy agradecido. Aunque pudiéramos recuperar el coche hoy, me temo que el eje se ha torcido, y nos hará falta que un mecánico lo arregle. ¿No podríamos alojarnos en algún hostal? Estoy realmente avergonzado…

– Señor, le ruego que no le dé más vueltas. Estoy seguro de que la señora Tebbutt estaría encantada de alojarlos aquí y se encontrarían realmente muy cómodos, pero su marido está en la cama con esta terrible gripe, mucho me temo que se ha extendido por el pueblo una especie de epidemia, y no creo que sea conveniente que se queden aquí, ¿no es cierto, señora Tebbutt?

– Bueno, señor, no sé si nos las arreglaríamos muy bien, y el Red Cow sólo tiene una habitación…

– No, no -se apresuró a intervenir el párroco-. Al Red Cow no. La señora Donnington ya tiene huéspedes. Además, no aceptaré una negativa. Debe venir conmigo a la vicaría. Tenemos espacio más que suficiente; en realidad, tenemos demasiado espacio. Por cierto, me llamo Venables, debería haberme presentado antes. Soy, como debe haber deducido, el párroco.

– Es usted muy amable, señor Venables. Si no les ocasionamos ninguna molestia, aceptamos gustosos su invitación. Me llamo Wimsey, tome mi tarjeta, y él es mi sirviente, Bunter.

El párroco buscó a tientas las gafas y, después de desenredar el cordón, se las colocó bastante torcidas en la larga nariz para observar la tarjeta de Wimsey.

– Lord Peter Wimsey, eso es. ¡Dios mío! Su nombre me suena. Está relacionado con… ¡Ah! ¡Ya sé! Notes of the Collection Incunabula, por supuesto. Un pequeño libro muy erudito, si me permite decirlo. Sí. Dios mío. Será un privilegio intercambiar impresiones con otro coleccionista literario. Me temo que mi biblioteca es limitada, pero tengo una edición del Gospel de Nicodemus que puede interesarle. ¡Dios mío! Sí. Estoy encantado de haberle conocido de este modo. ¡Válgame Dios! Están tocando las cinco. Debemos marcharnos, o recibiré una reprimenda de mi mujer. Buenas tardes, señora Tebbutt. Espero que su marido se encuentre mejor mañana; de verdad creo que ya tiene mejor aspecto.

– Muchas gracias, señor. Tom siempre está encantado de verlo. Estoy segura de que usted le hace mucho bien.

– Dígale que se anime. Las quejas siempre deprimen. Sin embargo, ahora ya ha pasado lo peor. Le enviaré una botella de vino de Oporto tan pronto como se recupere y pueda bebérselo. Tuke Holdsworth de 1908 -añadió el párroco, en un inciso, dirigiéndose a Wimsey-. No le haría daño ni a una mosca. Sí. ¡Dios mío! Bueno, tenemos que irnos. Me temo que mi coche no es nada del otro mundo, pero es más amplio de lo que parece. En los bautizos nos las hemos arreglado para caber unos cuantos, ¿eh, señora Tebbutt? ¿Querrá sentarse a mi lado, lord Peter? Su sirviente y su… ¡Dios mío! ¿Y su equipaje? ¡Ah! ¿Lo ha dejado en Frog's Bridge? Le diré al jardinero que vaya a buscarlo. No se preocupe, allí está seguro; por aquí somos todos gente honesta, ¿no es así, señora Tebbutt? Claro que sí. Colóquese esta manta en las piernas. Sí, insisto. No, no, gracias. Puedo ponerlo en marcha yo solo. Ya estoy acostumbrado a hacerlo. Ya está, ¿lo ve? Si estiro unas cuantas veces la palanca, se pone en marcha con la misma energía que una campana. ¿Todo en orden ahí atrás, amigo? Bien. Excelente. Buenas tardes, señora Tebbutt.

El coche, vibrando sobre la carrocería, se alejó por la carretera recta y estrecha. Dejaron atrás una casa y entonces, de un modo bastante repentino, a su derecha, a través de la cortina de nieve, vieron una mole gris gigantesca.

– ¡Por todos los santos! -exclamó Wimsey-. ¿Es ésta su iglesia?

– Sí -dijo el párroco, orgulloso-. ¿Le parece impresionante?

– ¡Impresionante! -exclamó Wimsey-. Pero si parece una pequeña catedral, no tenía ni idea. ¿Es muy grande su parroquia?

– Cuando se lo diga, no se lo va a creer -respondió el párroco, riéndose-. Nada menos que trescientos cuarenta feligreses. Asombroso, ¿verdad? Pero ocurre lo mismo en todos los pantanos. Esta zona es conocida por el tamaño y la magnificencia de las iglesias. Aun así, nos gusta pensar que somos únicos, incluso en esta parte del mundo. Se construyó sobre una antigua abadía y, en otra época, Fenchurch St Paul fue un lugar bastante importante. ¿Cuánto diría que mide la torre?

Wimsey alzó la vista.

– Por la noche es difícil calcularlo, pero diría que no menos de cuarenta metros.

– No está mal. Treinta y nueve metros, para ser exactos, hasta el extremo de los pináculos, aunque parecen más porque el tejado de la cúpula está muy bajo. No hay muchas iglesias que nos ganen. La de St Peter Mancroft, por supuesto, pero es una iglesia de ciudad. Y la de St Michael, en Coventry, que mide cuarenta metros sin la aguja. Sin embargo, me atrevería a apostar que Fenchurch St Paul las gana a todas en la belleza de las proporciones. La verá mejor desde el otro lado. Vamos. Siempre toco el claxon cuando llego aquí; la pared y los árboles hacen que sea un paso peligroso. A veces pienso que deberíamos levantar el muro del cementerio un poco más hacia dentro, para el bien de todos. ¡Ah! Ahora ya puede hacerse una idea. ¿No es preciosa la línea de la cúpula? A la luz del día lo apreciará mucho mejor. Aquí está la vicaría, justo enfrente de la iglesia. Siempre toco el claxon antes de cruzar la verja por si hubiera alguien por los alrededores. Los arbustos no dejan ver demasiado bien el camino. ¡Por fin en casa, sanos y salvos! Estoy seguro de que querrá sentarse junto al fuego y beberse una taza de té, o algo más fuerte. Siempre toco el claxon en la puerta de casa, para que mi mujer sepa que he llegado. Se pone muy nerviosa cuando anochece y todavía no he vuelto. Los diques y los pantanos hacen que las carreteras de por aquí sean muy peligrosas, y yo ya no soy el que era. Me temo que llego un poco tarde. ¡Ah! Mi mujer. Agnes, querida, siento llegar tarde, pero he traído a un huésped. Ha tenido un accidente con el coche y se quedará con nosotros esta noche. ¡La manta! ¡Permítame! Me temo que este asiento es una especie de res augusta. Tenga cuidado con la cabeza. Perfecto. Querida, te presento a lord Peter Wimsey.

La señora Venables, una plácida y rellenita figura en la puerta, recibió la invasión con gran tranquilidad.

– ¡Qué suerte que mi marido le haya encontrado! ¿Un accidente? Espero que no se haya hecho daño. Yo siempre digo que estas carreteras son como trampas mortales.

– Gracias -dijo Wimsey-. Estamos bien. Nos salimos de la carretera, en Frog's Bridge, creo.

– Un lugar muy complicado, y aún gracias que no fue a parar al sumidero de los diez metros de profundidad. Pase y siéntese, así entrará en calor. ¿Es su sirviente? Sí, claro, ¡Emily! Acompaña al criado de este señor a la cocina y prepárale una cama.

– Y dile a Hinkins que coja el coche y vaya a Frog's Bridge a buscar el equipaje del señor -añadió el párroco-. El coche de lord Peter está allí. Será mejor que vaya enseguida, antes que empeore el tiempo. Y, Emily, dile que hable con Wilderspin y que se pongan de acuerdo para sacar el coche de la cuneta.

– Ya lo haremos mañana por la mañana -dijo Wimsey.

– Sólo para asegurarnos. Será lo primero que hagamos mañana por la mañana. Wilderspin es el herrero, un tipo excelente. El sabrá cómo solucionar el problema. ¡Dios mío! Entre, entre. Nos tomaremos un té. Agnes, querida, ¿le has dicho a Emily que lord Peter se quedará esta noche con nosotros?

– Sí, ya está todo preparado -contestó la señora Venables tranquilizándolo-. Theodore, espero que no hayas cogido frío.

– No, no, querida. Me he abrigado bien. ¡Dios mío! Pero ¿qué veo? ¿Bollos?

– Estaba deseando comerme un bollo -dijo Wimsey.

– Pues siéntese y coma a gusto. Debe estar usted hambriento. Normalmente no tenemos este mal tiempo. ¿Preferiría un whisky con agua?

– Tomaré un té. ¡Tiene un aspecto fantástico! Señora Venables, es realmente amable de su parte apiadarse así de nosotros.

– Para mí es un placer poder ayudar -contestó la mujer con una amplia sonrisa-. De verdad, no creo que haya nada más peligroso que estas carreteras en invierno. Fue una suerte que tuviera el accidente relativamente cerca del pueblo.

– Sí que lo fue -opinó Wimsey entrando en un acogedor salón con las mesas llenas de objetos decorativos, con el fuego bailando detrás de un casto dosel tapizado de terciopelo y el juego de té de plata preparado encima de la brillante bandeja-. Me siento como Ulises, llego a puerto después de la tormenta y el peligro.

Luego le dio un buen mordisco al bollo.

– Tom Tebbutt parece que hoy está mucho mejor -dijo el párroco-. Es muy mala suerte que tenga que guardar cama precisamente ahora, pero debemos agradecer que no haya sido nada peor. Sólo espero que no enferme nadie más. Creo que el joven Pratt lo hará muy bien; esta mañana ha realizado dos series enteras sin ningún error, y es realmente aplicado. Por cierto, quizá deberíamos avisar a nuestro huésped de que…

– Creo que sí -repuso la señora Venables-. Lord Peter, mi marido le ha pedido que se quede esta noche, pero quizá debería haberle mencionado que posiblemente no pueda dormir demasiado, al estar tan cerca de la iglesia. Aunque tal vez a usted no le moleste el ruido de las campanas.

– En absoluto.

– Mi marido es un campanero brillante -continuó la señora Venables-, y como es Nochevieja…

El párroco, que casi nunca dejaba que nadie acabara las frases, interrumpió a su mujer:

– Esta noche esperamos realizar una proeza. Bueno, mejor dicho, mañana por la mañana. Pretendemos entrar en el año nuevo con… Quizá no le he comentado que poseemos uno de los mejores conjuntos de campanas del país.

– ¿De verdad? -preguntó Wimsey-. Sí, creo que he oído hablar de las campanas de Fenchurch.

– Puede que las haya más potentes -dijo el párroco-, pero no creo que ninguna pudiera hacernos sombra en amplitud y dulzura de tono. La número siete, en concreto, es una campana antigua de una calidad extraordinaria y, por lo tanto, es la tenor. John y Jericho también son excelentes; en realidad, todo el conjunto es de lo más «afinado y sólido», como dice el antiguo refrán.

– ¿Es un conjunto de ocho completo?

– Sí. Me gustaría mostrarle un pequeño libro que escribió mi predecesor y que explica toda la historia de las campanas. A la tenor, Sastre Paul, la fundieron en un campo junto al cementerio en 1614. Todavía está el agujero en el suelo donde pusieron el molde y, hasta hoy, se lo conoce como el Campo de la Campana.

– ¿Y tiene buenos campaneros? -preguntó cortésmente Wimsey.

– Muy buenos. Todos son unos tipos excelentes y muy entusiastas. Lo que me recuerda que iba a decirle que esta noche queremos estrenar el año nuevo con nada menos -explicó el párroco, enfatizando el volumen de la voz-, nada menos que quince mil ochocientos cuarenta Kent Treble Bob Major. ¿Qué le parece? No está mal, ¿verdad?

– Válgame Dios -dijo Wimsey-. Quince mil…

– … ochocientos cuarenta -añadió el párroco.

Wimsey hizo un cálculo mental rápido.

– Eso son muchas horas.

– Nueve horas -precisó el párroco, entusiasmado.

– Bien hecho, sí señor. Así igualará la gran actuación del College Youths en mil ochocientos y algo.

– Mil ochocientos ochenta y seis. Precisamente, ésa es la actuación que queremos lograr. Y, además, como puedo proporcionar poca ayuda, tendremos que hacer lo mismo que ellos y tocar todo el carrillón con tan sólo ocho campaneros. Esperábamos ser doce pero, desgraciadamente, cuatro de nuestros mejores hombres han caído enfermos por esta terrible gripe que nos está afectando, y los de Fenchurch St Stephen, que también tienen un conjunto de campanas, aunque no como el nuestro, no pueden ayudarnos porque no tienen campaneros de Treble Bob y sólo tocan Grandsire Triples.

Wimsey agitó la cabeza y empezó a comerse el cuarto bollo.

– Las Grandsire Triples son excelentes -dijo serio-, pero el sonido es completamente distinto.

– Yo opino lo mismo -alardeó el párroco-. El sonido jamás puede ser el mismo cuando la tenor se toca por detrás, ni con las Stedman, aunque aquí estamos muy orgullosos de nuestras Stedman y me atrevería a decir que las tocamos muy bien. Sin embargo, por interés, variedad y dulzura del carrillón, siempre preferiré las Kent Treble Bob.

– Estoy de acuerdo.

– No hay nada mejor -dijo el señor Venables poniéndose de pie y agitando el bollo en el aire de modo que toda la mantequilla se le escurrió por el puño de la camisa-. Tomemos, por ejemplo, una Grandsire Major. Siempre pienso que el hecho de que el sonido de los bobs y los singles suene tan monótono es un defecto, especialmente en los singles, y el hecho que la treble y la segunda queden limitadas a una serie plana…

El resto de observaciones del párroco sobre el método de tocar de las Grandsire quedó, desafortunadamente, en el aire, porque en aquel momento Emily apareció en la puerta con unas palabras que no presagiaban nada bueno.

– Permiso, señor, James Thoday está aquí y quiere saber si podría hablar con usted.

– ¿James Thoday? -dijo el párroco-. Claro. Por supuesto. Hazlo pasar al estudio y dile que me reuniré con él dentro de un instante.

No tardó demasiado en regresar al salón y cuando entró por la puerta traía cara de pocos amigos. Se dejó caer en la butaca con un gesto de decepción.

– ¡Esto es un desastre sin igual! -exclamó con un tono muy dramático.

– ¡Por Dios, Theodore! ¿Qué ha ocurrido?

– ¡William Thoday! ¡De todas las noches del año! Pobre chico, no debería pensar de un modo egoísta, pero es que estoy tan decepcionado, terriblemente decepcionado.

– ¿Por qué? ¿Qué le ha pasado a Thoday?

– Está enfermo. En la cama por esta espantosa gripe. Está bastante mal. Delira. Han llamado al doctor Baines.

– Pobre chico -comentó la señora Venables.

– Al parecer -continuó el párroco-, esta mañana se empezó a encontrar mal pero insistió, el muy insensato, en conducir hasta Walbeach para cerrar unos negocios. ¡Inconsciente! Ya me pareció que no tenía demasiado buen aspecto ayer por la noche cuando vino a verme. Afortunadamente, George Ashton se lo encontró en la ciudad y, al ver cómo estaba, insistió en llevarlo de vuelta a casa. Pobre Thoday, habrá cogido un buen resfriado en este invierno tan frío que hemos tenido. Cuando lo llevaron a casa ya estaba muy mal y lo tuvieron que meter en la cama de inmediato, y ahora tiene mucha fiebre y está muy preocupado porque no podrá venir a la iglesia esta noche. Le he dicho a su hermano que intente tranquilizarlo, pero supongo que no será nada fácil. Estaba tan entusiasmado, y no puede dejar de pensar que se ha quedado fuera del carrillón de Nochevieja.

– Señor, señor -dijo la señora Venables-. Espero que el doctor Baines le dé algo para calmarlo un poco.

– Yo también lo espero, de todo corazón. Es una desgracia, claro, pero me angustia que se lo haya tomado tan a pecho. Bueno. Ahora ya no tiene remedio. Ya no tenemos ninguna esperanza. Tendremos que tocar las campanas menores.

– Entonces, padre, ¿este chico era uno de sus campaneros?

– Desgraciadamente, sí, y no hay nadie que pueda sustituirlo. Tendremos que abandonar nuestro plan. Incluso si yo mismo tocara una campana, no podría hacerlo durante nueve horas. Ya tengo una edad y, además, debo decir misa a las ocho de la mañana, aparte del servicio especial de Nochevieja, que no terminará antes de medianoche. ¡Bueno! El hombre propone y Dios dispone. A menos que… -De repente, el párroco se giró y miró a su invitado-. Hace un momento estaba hablando con mucha propiedad de la Treble Bob. ¿No será usted, por casualidad, un campanero?

– Bueno, hubo una época que tocaba. Sin embargo, ya hace mucho tiempo.

– ¿Una Treble Bob? -le preguntó, esperanzado, el párroco.

– Sí, una Treble Bob, pero ahora no sé yo si…

– Lo recordará -se apresuró a asegurar el párroco-. Seguro. Media hora con los asideros y…

– ¡Dios mío! -exclamó la señora Venables.

– ¿No es maravilloso? -dijo el párroco-. ¿No es algo providencial, que justo en este momento, el cielo nos envíe un huésped que es un campanero y que, además, ha tocado una Treble Bob? -Llamó a la sirvienta-. Hinkins tiene que ir a buscar a todos los campaneros para practicar todos juntos con los asideros. Querida, me temo que tendremos que monopolizar el salón, si no te importa. Emily, dile a Hinkins que he encontrado a un caballero que puede tocar el carrillón con nosotros y que vaya inmediatamente a…

– Un momento, Emily. Theodore, ¿no crees que es pedirle demasiado a lord Peter Wimsey que, después de un accidente de coche y de un día agotador, se quede a tocar las campanas desde medianoche hasta las nueve de la mañana? Un carrillón corto, quizá, si no le importara, pero esto ¿no crees que es abusar un poco?

El párroco se quedó inmóvil y Wimsey se apresuró a aceptar su propuesta.

– Ni mucho menos, señora Venables. Nada me complacería más que tocar las campanas todo el día y toda la noche. No estoy cansado. No necesito descansar. Prefiero tocar las campanas. Lo único que me preocupa es si seré capaz de realizar todo el carrillón sin equivocarme.

– Claro que podrá, estoy seguro -dijo el párroco, entusiasmado-. Sin embargo, como dice mi esposa, me temo que le estoy pidiendo mucho. Nueve horas son demasiadas. Tendremos que conformarnos con quinientos cambios o algo así…

– Ni hablar -le cortó Wimsey-. Nueve horas o nada. Insisto. Y, posiblemente, cuando me haya escuchado será nada.

– ¡Bah! ¡Tonterías! Emily, dile a Hinkins que reúna aquí a todos los campaneros a las…, digamos, ¿a las seis y media? Todos tienen tiempo de llegar, excepto quizá Pratt, que vive al final de Tupper's End, pero yo puedo tocar la ocho hasta que llegue él. ¡Esto es estupendo! Se lo aseguro, no puedo creerme la asombrosa coincidencia de su llegada. Es una muestra del maravilloso modo en que el cielo nos facilita incluso la ejecución de nuestros placeres, siempre que sean inocentes. Espero, lord Peter, que no le importe si hago una pequeña referencia a este hecho en mi sermón de esta noche. No sé si podrá considerarse un sermón; apenas unos deseos apropiados para el año nuevo y las oportunidades que nos brindará. ¿Puedo preguntarle dónde suele tocar?

– Ahora, en realidad, en ningún sitio; pero cuando era un niño tocaba en Duke's Denver, y cuando vuelvo a casa por Navidad todavía toco.

– ¿En Duke's Denver? Sí, claro, en la iglesia St John ad-Portam-Latinam, muy bonita; la conozco bastante bien. Aunque creo que estará de acuerdo conmigo en que nuestras campanas son mejores. Bueno, si me disculpa, voy a preparar el salón para la reunión.

El párroco salió del salón y su mujer se dirigió al invitado:

– Es muy amable de su parte satisfacer la afición de mi marido. Este carrillón significa mucho para él, y ha tenido que superar muchas contrariedades. Aunque me parece horrible darle cobijo y después hacerlo trabajar tan duro toda la noche.

Wimsey le volvió a asegurar que el placer era suyo.

– Insisto en que descanse al menos unas horas -fue todo lo que pudo añadir la señora Venables-. ¿Quiere subir y ver su habitación? Seguro que querrá darse un baño. Cenaremos a las siete y media, si conseguimos que mi marido lo deje libre a esa hora y, después, puede echarse un rato. Le he instalado aquí. ¡Ah!, ya veo que su sirviente lo tiene todo preparado.

– Bien, Bunter -dijo Wimsey cuando la mujer se marchó y lo dejó a solas para que se aseara bajo la insuficiente luz de una pequeña lámpara y una vela-. Parece una cama cómoda pero, por lo visto, no voy a poder disfrutarla demasiado.

– Eso he deducido de las palabras de la señora, milord.

– Es una pena que no puedas sustituirme con las campanas, Bunter.

– Señor, le aseguro que por primera vez en mi vida me arrepiento de no haber estudiado campanología.

– Siempre es un placer descubrir que todavía hay cosas que no sabes hacer. ¿Lo has probado alguna vez?

– Sólo una, milord, y en aquella ocasión casi tuvimos que lamentar un accidente. Debido a mi inexistente destreza manual, casi acabo colgado de una de las cuerdas, milord.

– Ya está bien de hablar de desgracias -atajó Wimsey de mala manera-. Ahora no estoy investigando nada y no quiero hablar de trabajo.

– Por supuesto que no, milord. ¿Deseará que le afeite?

– Sí, empecemos el año nuevo con la cara limpia.

– Muy bien, milord.


Cuando bajó, limpio y afeitado, al salón, Wimsey descubrió que la mesa estaba a un lado y que había ocho sillas colocadas en círculo. Había siete ocupadas por hombres de varias edades: desde un señor muy mayor y arrugado con una larga barba hasta un joven con el pelo despeinado por un remolino. En el centro, el párroco parloteaba como un afable mago.

– ¡Ah! Ya está usted aquí. ¡Espléndido! ¡Excelente! Bueno, señores, les presento a lord Peter Wimsey, enviado providencialmente para sacarnos de la dificultad. Me ha dicho que hace algún tiempo que no toca, de modo que supongo que no les importará invertir un poco de tiempo para facilitarle que vuelva a acostumbrarse a los asideros. Ahora le presentaré a todos. Lord Peter, le presento a Hezekiah Lavender, que lleva sesenta años tocando la tenor y que pretende seguir tocándola durante veinte años más. ¿No es cierto, Hezekiah?

El señor mayor sonrió y le tendió una mano huesuda.

– Es un placer conocerlo, milord. Es cierto, he tocado la vieja Sastre Paul una infinidad de veces. Nos compenetramos muy bien y pretendo seguir tocándola hasta que toque los nueve sastres, el repique de muertos, sí señor.

– Espero que viva muchos años para hacerlo realidad, señor Lavender.

– Ezra Wilderspin -continuó el párroco-. Es el mayor y toca la campana más pequeña. Curioso, ¿verdad? Por cierto, es el herrero, y ha prometido que tendrá su coche listo mañana por la mañana.

El herrero sonrió tímidamente, estrechó los dedos de Wimsey con su enorme mano y volvió a sentarse en su silla algo confundido.

– Jack Godfrey. Campana número siete. ¿Cómo está Batty Thomas, Jack?

– Bien, gracias, señor, desde que le cambiamos los gorrones.

– Jack tiene el honor de tocar la campana más anticua -añadió el párroco-. Thomas Belleyetere de Lynn creó a Batty Thomas en 1338, pero el nombre le viene del abad Thomas, que la restauró en 1380, ¿no es así, Jack?

– Así es, señor -asintió el señor Godfrey.

– El señor Donnington, el patrón del Red Cow, nuestro coadjutor -continuó el párroco, presentando a un hombre bizco, alto y delgado-. Debería haberle presentado en primer lugar, por el cargo que ocupa, pero su campana no es tan antigua como Sastre Paul o Batty Thomas. Se encarga de la número seis, Dimity, una recién llegada en cuanto a forma, aunque el metal es antiguo.

– Y una de las más dulces del conjunto -aseguró rotundamente el señor Donnington-. Es un placer conocerlo, milord.

– Joe Hinkins, mi jardinero. Creo que ya lo conoce. Se encarga de la número cinco. Harry Gotobed, de la número cuatro. Es nuestro sacristán. Y él es Walter Pratt, nuestra última adquisición, se encargará de la número tres y lo hará de fábula. ¡Qué bien que hayas podido llegar a la hora, Walter! Ya estamos todos. Usted, lord Peter, se encargará de la campana del pobre William Thoday, la número dos, Sabaoth. A ésta y a la número cinco las restauraron el mismo año que a Dimity, el año del jubileo de la reina. Pongámonos a trabajar. Aquí tiene su asidero, siéntese al lado de Walter Pratt. Nuestro viejo amigo Hezekiah será el director; ya verá cómo puede cantar las notas tan alto y claro como las campanas, a pesar de sus setenta y cinco años. ¿No es cierto, viejo amigo?

– Claro que sí -repuso el viejo, alegremente-. Ahora, chicos, si estáis preparados, tocaremos un pequeño 96, sólo para que este caballero coja el ritmo, ¿de acuerdo? Recuerde, milord, que empieza con un simple toque con la treble y luego se incorpora al ritmo lento hasta que la campana vuelva a bajar.

– De acuerdo. Y después hago los tercios y los cuartos.

– Exacto, milord. Y luego, tres pasos hacia delante y uno hacia atrás hasta que la toque por detrás.

– Empecemos, compañeros.

El viejo asintió y añadió:

– Y tú, Wally Pratt, concéntrate en lo que estás haciendo y no pierdas el ritmo. Te lo he repetido una y otra vez. De acuerdo, ¿listos, señores? ¡Adelante!


El arte de la campanología es algo característico de Inglaterra y, como todas las características inglesas, es incomprensible para el resto del mundo. Los belgas, por ejemplo, que son muy musicales, consideran que lo más adecuado para un conjunto de campanas cuidadosamente afinadas es tocar una melodía. Para los campanólogos ingleses tocar melodías es un juego de niños, perfecto para los extranjeros; ellos creen que el uso adecuado de las campanas es realizar permutaciones y combinaciones matemáticas. Cuando hablan de campanas, no se refieren a la música de los músicos, y todavía menos ¡i lo que el hombre corriente conoce como música. Para el hombre corriente, en realidad, el repique de las campanas no es más que un ruido molesto, únicamente tolerable cuando la distancia lo mitiga o cuando existe alguna relación sentimental. En cambio, el campanero inglés distingue diferencias musicales entre un método de realizar las permutaciones y otro; por ejemplo, asegura que las campanas traseras siempre suenan mejor cuando tocan 7,5,605,6, 705,7,6, y puede localizar, cuando acontecen, los quintos de Tittums consecutivos y los tercios en cascada del repique de la reina. Sin embargo, lo que realmente quiere decir es que, con el método inglés de tocar con cuerda y polea, cada campana ofrece la nota más completa y noble. Esta pasión, porque lo es, encuentra satisfacción en la totalidad y la perfección mecánica de las matemáticas y, cuando la campana se balancea rítmicamente de arriba hacia atrás y otra vez abajo, él se llena de la embriaguez solemne que produce realizar a la perfección el complicado ritual. Para cualquier espectador desinteresado que echara un vistazo al ensayo, hubiera resultado bastante absurdo observar las ocho caras de concentración, los ocho cuerpos en tensión colocados en círculo alrededor del salón, los ocho brazos derechos levantados, agitando decorosamente los asideros de las campanas arriba y abajo; sin embargo, para los campaneros, todo aquello era igual de serio e importante que una reunión de la Cámara de los Lores.

Después que Hezekiah Lavender tocó tres bobs sucesivas, las campanas volvieron a su sitio sin ningún contratiempo.

– Excelente -dijo el párroco-. No ha cometido ningún fallo.

– Bueno, hasta ahora -dijo Wimsey.

– El caballero lo hará bien -asintió el señor Lavender-. Bueno, chicos, otra vez. ¿Qué tocamos ahora, señor?

– Un setecientos cuatro -respondió el párroco consultando el reloj-. Tocadlas en el medio con un doble, delante, detrás y al centro otra vez, y repetimos.

– De acuerdo, señor. Y tú, Wally Pratt, presta más atención a la treble y no apartes la vista de tu campana, y no te despistes o harás que nos perdamos todos.

El pobre Pratt se secó la frente, se agarró fuerte con las botas alrededor de las patas de la silla y se aferró a su campana. Por nervios o por otra razón, empezó a tener problemas en la séptima entrada, se perdió, hizo que los compañeros que tenía al lado también se perdieran y empezó a sudar.

– ¡Basta! -gritó el señor Lavender muy enfadado. Si eso es lo mejor que sabes hacer, Wally Pratt, será mejor que abandonemos la idea de tocar este carrillón. ¿Estás seguro de que, a estas alturas, sabes qué hacer con una bob?

– Bueno, cálmate -intervino el párroco-. No te desanimes, Wally. Vuélvelo a intentar. Te has olvidado i le hacer la pausa doble en el setenta y ocho, ¿no es cierto?

– Sí, señor.

– ¡Se ha olvidado! -exclamó el señor Lavender, moviendo la barba-. Fíjate en el caballero. A él no se le olvidan las cosas, sólo las lógicas porque ha perdido la práctica.

– Ya está bien, Hezekiah -ordenó el párroco-. No debes ser tan exigente con Wally. No todos tenemos una experiencia de sesenta años.

El señor Lavender gruñó y volvió a empezar desde el principio. Esta vez, Pratt se concentró y la melodía sonó perfectamente hasta el final.

– Bien hecho, les felicito a todos -dijo el párroco-. Nuestra última adquisición nos dejará en buen lunar, ¿no crees, Hezekiah?

– Casi me pierdo en la segunda entrada -comentó Wimsey riendo-. Casi me olvido de dejar los cuatro espacios en la bob. Pero, bueno, no ha pasado nada.

– Lo hará muy bien, señor -dijo el señor Lavender-. En cuanto a ti, Wally Pratt…

– Creo, señores -se apresuró a interrumpir el párroco-, que será mejor que vayamos a la iglesia y dejemos que lord Peter se familiarice con su campana. Espero que vengan todos a tocar las campanas durante la misa. Y, Jack, asegúrate de poner a la medida correcta la cuerda de lord Peter. Jack Godfrey se encarga del mantenimiento de las cuerdas y las campanas -añadió a modo de explicación-. Además, nos las pone en orden.

El señor Godfrey sonrió.

– Tendremos que acortarla un poco -observó midiendo a Wimsey a ojo-. No es tan alto como Will Thoday.

– No se preocupe -le contestó el lord-. Como dice el viejo refrán: en el bote pequeño está la buena mermelada.

– Por supuesto -dijo el párroco-. Jack no quería decir nada malo. Sólo que Will Thoday es un hombre muy alto. ¿Dónde he dejado el sombrero? Agnes, querida. ¡Agnes! No encuentro el sombrero. Ah, aquí está. Y la bufanda, te lo agradezco, querida. Lord Peter, déjeme coger la llave del campanario y… ¡Dios mío! ¿Dónde la puse por última vez?

– No se preocupe, señor -intervino el señor Godfrey-. Yo llevo todas las llaves.

– ¿La de la iglesia también?

– Sí, señor, y la de la sala de las campanas.

– Oh, perfecto, excelente. A lord Peter le encantará subir a ver la sala de las campanas. Para mí, lord Peter, ver un conjunto de buenas campanas… ¿Qué dices, querida?

– Que no te olvides de la hora de la cena y que no entretengas demasiado a lord Peter.

– No, no querida. No te preocupes. Pero a él le gustará ver las campanas. Y la propia iglesia merece una visita. Lord Peter, tenemos una pila bautismal del siglo XII y el techo está considerado como uno de los mejores… Sí, sí, querida, ya nos vamos.

Detrás de la puerta los esperaba un panorama gélido. Seguía nevando con intensidad; incluso las huellas que habían dejado los campaneros hacía menos de una hora ya casi habían desaparecido. Avanzaron por el camino y cruzaron la carretera. Ante sus ojos, la iglesia se levantaba oscura y gigantesca. El señor Godfrey, que encabezaba la fila, guió a los demás con una antigua linterna por el cobertizo del cementerio y un camino delimitado por lápidas hasta la puerta sur, y la abrió tras un largo crujido del cerrojo. Los invadió un poderoso olor eclesiástico que era una mezcla de madera vieja, barniz, algo podrido, cojines para arrodillarse, libros de cánticos, lámparas de parafina, flores y velas, todo cociéndose a fuego lento en la calidez de las estufas de combustión lenta. La débil luz de la linterna enfocaba una amapola en un banco aquí, la base de una columna de piedra allá o el reflejo de las placas metálicas de las lápidas en las paredes. Los pasos resonaban de un modo extraño en la gran altura de la nave.

– Todo es de estilo transitorio -susurró el párroco-. Excepto la antigua ventana perpendicular del fondo del pasillo norte. Desde aquí no se ve. No queda nada de la construcción normanda original, sólo un par de tumbas debajo del cancel, aunque si presta atención, puede ver los restos del ábside normando debajo del santuario inglés. Lo verá mejor a la luz del día. Oh, sí, Jack, sí, perdón. Jack Godfrey tiene razón, lord Peter, no debemos entretenernos. Me dejo llevar por el entusiasmo con mucha facilidad.

Llevó a su invitado hacia la izquierda por debajo del arco de la torre y, desde ahí, siguiendo la estela de la linterna de Godfrey, subieron la empinada escalera de caracol del campanario, cuyos escalones estaban gastados después de tantos años de subir y bajar de la sala de las campanas. Después de la primera vuelta, la procesión se detuvo: se oyó el tintineo de unas llaves y la luz de la linterna se desvió a la derecha a través de una estrecha puerta. Wimsey, que seguía al grupo, llegó a la sala de las campanas.

No era nada extraordinario, a excepción de tener el techo un poco más elevado de lo habitual a consecuencia de la excepcional altura de la torre. Durante el día entraba mucha luz porque tenía una ventana de tres hojas en cada uno de los tres lados exteriores, mientras que en la parte baja del muro, orientado hacia el oeste, había un par de aberturas sin cristales, protegidas con una barra de hierro, que daban al interior de la iglesia, un poco por encima del nivel de las ventanas de la nave. Cuando Jack Godfrey dejó la linterna en el suelo y encendió una lámpara de parafina que estaba colgada en la pared, Wimsey vio las ocho cuerdas, anudadas con unos lienzos de lana a la pared mientras los extremos superiores se perdían misteriosamente por el techo de la sala. En ese momento la luz inundó la estancia y las paredes lomaron forma y color. Eran de yeso, con un lema de letras góticas que daba la vuelta siguiendo la hilera de ventanas: «No tienen discurso ni lenguaje, pero sus voces se escuchan por encima de ellos, su sonido llega a todas partes». Encima había varias placas de madera, metal e incluso de piedra que conmemoraban los carrillones más extraordinarios del pasado.

– Esperemos que, después de esta noche, tengamos que añadir otra placa -le susurró el párroco a Wimsey.

– Sólo espero no hacer nada que lo evite -respondió el lord-. Vaya, veo que sus campaneros se rigen por las viejas normas: «Mantén el ritmo y no te pierdas. O, por el contrario, tendrás que pagar la multa: por cada fallo, una jarra de cerveza. Si tardas demasiado en tocar una campana, tendrás que pagar seis peniques allá donde vayas». Bastante barato teniendo en cuenta el mal que se ocasiona. Por otro lado, seis peniques por cada error puede resultar bastante caro, ¿no le parece, padre? Y bien, ¿cuál es mi campana?

– Ésta, milord -dijo Jack Godfrey, que había desalado la cuerda-. Cuando la haya levantado, fijaremos bien los asideros, a menos que quiera que la levante yo.

– Por nada del mundo. Que un campanero no pueda levantar su campana dice muy poco de él.

Agarró la cuerda y la hizo bajar suavemente tensándola con la mano izquierda. Dulce, temblorosa y en lo alto de la torre, Sabaoth empezó a hablar, y después lo hicieron sus hermanas, a medida que los campaneros se iban levantando y tensando las cuerdas.

– Tin-tin-tin -dijo Gaude, una treble de plata.

– Tan-tan -respondió Sabaoth.

– Din-din-din, dan-dan-dan -dijeron John y Jericho alzándose.

– Bim-bam-bim-bam -continuaron Jubilee y Dimity.

– Bom -dijo Batty Thomas.

Y Sastre Paul, levantando majestuosamente su boca de bronce, gritó: «bo-bo-bo» cuando la cuerda giró por la polea.

Wimsey levantó la campana y la tocó por detrás mientras se acababan de fijar los asideros, tras lo cual, a petición del párroco, tocaron unas series para que «se familiarizara con ella».

– Podéis levantar las campanas, chicos -dijo gentilmente el señor Hezekiah Lavender cuando finalizaron el ensayo-, pero no vayamos a sentar precedente, ¿eh, Wally Pratt? Escuchadme todos: no os equivoquéis. A las once menos cuarto en punto subís aquí y tocamos para llamar a misa como siempre y, cuando el párroco haya terminado el sermón, volvéis a subir en silencio y os colocáis en vuestro sitio. Entonces, mientras los feligreses cantan el himno, yo toco los nueve sastres y el medio minuto de dobles por el fallecimiento del año que se acaba, ¿de acuerdo? Entonces cogéis las cuerdas y esperáis a que suene el reloj. Cuando hayan sonado las doce campanadas, yo diré: «¡Ahora!», y empezaremos. Además, el párroco ha prometido que cuando acabe el servicio subirá a echarnos una mano por si alguien necesita un descanso. Muy amable por su parte. Y doy por sentado, Alf Donnington, que no te olvidarás de lo básico.

– Por supuesto que no -repuso el señor Donnington-. Bueno, hasta luego, chicos.

La linterna iluminó el camino para salir de la sala de las campanas y todos la siguieron arrastrando los pies.

– Y ahora… -dijo el párroco-. Y ahora, lord Peter, ¿le gustaría ver…? ¡Dios mío! -exclamó cuando llegaron a tientas a la escalera de caracol-. ¿Dónde se habrá metido Jack Godfrey? ¡Jack! Habrá bajado con los demás. Bueno, pobre, sin duda querrá llegar pronto a casa para cenar. No debemos ser egoístas. Desgraciadamente, tiene las llaves de la sala donde guardamos las campanas, y sin esa llave no podremos ver nada. De tollos modos, la verá mucho mejor mañana. Sí, Jack, sí, ya vamos. Tenga cuidado con los escalones, están muy desgastados. Ya hemos llegado, sanos y salvos. ¡Excelente! Antes de irnos, lord Peter, me encantaría enseñarle…

El reloj de la torre tocó los tres cuartos.

– ¡Por todos los santos! -exclamó el párroco volviendo a la realidad-. ¡Hace un cuarto de hora que deberíamos estar en casa para la cena! Mi mujer… Tendremos que esperar hasta esta noche. Si viene a la misa, se hará una idea general de la majestuosidad y belleza de nuestra iglesia, aunque hay muchos más detalles que un visitante pasa por alto a menos que se los enseñen. La pila bautismal, por ejemplo… ¡Jack! ¡Trae aquí la linterna un momento! Esta pila tiene una característica muy atípica y me gustaría enseñársela. ¡Jack!

Sin embargo, Jack, inexplicablemente sordo, hacía tintinear las llaves de la iglesia en el porche, y el párroco, suspirando, se dio por vencido.

– Me temo que debe ser cierto -dijo mientras avanzaban por el camino-. Aquí dentro suelo perder la noción del tiempo.

– Quizá -respondió muy educadamente Wimsey- el estar continuamente dentro o alrededor de la iglesia hace que la eternidad esté más cerca.

– Tiene razón. Mucha razón, aunque hay suficientes recuerdos para marcar el paso del tiempo. Recuérdeme que mañana le enseñe la tumba de Nathaniel Perkins: uno de nuestros personajes más ilustres y un gran deportista. Incluso una vez le hizo de liebre al gran Tom Sayers, y fue una figura destacada en todas las carreras que se celebraban en kilómetros a la redonda, y cuando murió… Bueno, ya estamos en casa. Más tarde le seguiré explicando cosas de Nathaniel Perkins. ¡Querida, hemos vuelto, por fin! Tampoco hemos llegado tan tarde. Entre, entre. Debe cenar bien, lord Peter, para poder soportar el esfuerzo que le espera. ¿Qué tenemos aquí? ¿Estofado de rabo de buey? ¡Excelente! Muy nutritivo. Lord Peter, le aconsejo que se lo coma. Ya verá lo que nos espera…

Segunda serie

Las campanas preparadas

Cuando el regocijo y el placer invaden nuestros repiques,

tocamos por la salvación de un alma.

Normas de los campaneros

de Southhill, Bedfordshire


Después de cenar, la señora Venables impuso su autoridad. Envió a lord Peter a su habitación, a pesar del párroco, que buscaba desesperadamente el libro History of the Bells of Fenchurch St Paul del reverendo Christopher Woolcott en unas estanterías muy desordenadas.

– No sé dónde lo habré dejado -dijo-. Me temo que soy muy poco metódico. Aunque quizá le gustaría ojear éste: mi insignificante contribución a la campanología tradicional. Lo sé, querida, lo sé; no debo entretener a lord Peter. Es muy desconsiderado por mi parte.

– Tú también debes descansar un poco, Theodore.

– Sí, querida. Ahora voy. Sólo estaba…

Wimsey vio que la única manera de hacer entrar en razón al párroco era dejarlo allí solo sin ningún remordimiento. Así pues, se retiró, y a los pies de la escalera se encontró con Bunter que, cuando llegaron a la habitación, lo arropó bien, le colocó una botella de agua caliente debajo del edredón y cerró la puerta tras de sí al salir.

La leña se iba consumiendo en la chimenea. Wimsey se acercó la lámpara, abrió el folleto que el párroco le había dado y lo leyó atentamente:


Una aproximación a la

teoría matemática

del

DESARROLLO DE UNA SERIE

Además de unas directrices para tocar campanas

en círculo desde cualquier posición en todos los métodos

reconocidos sobre un principio nuevo y científico, por

THEODORE VENABLES

Párroco de Fenchurch St Paul

Antiguo Erudito de Caius Coll: Camb:

Autor de

Change ringing for Country Churches,

Filty Short Touches of Grandsire Triples,

God is gone up with a merry noise

MCMII


La tipografía era soporífera, así como el estofado de rabo de buey; la habitación estaba caldeada, había sido un día muy largo, las líneas empezaron a ondularse delante de los ojos de lord Peter. Se quedó dormido, saltó una chispa de la chimenea y se despertó sobresaltado; empezó a leer: «… si la quinta sigue a la séptima, dice Shipway, y la séptima sigue a la sexta, están bien, siempre que las campanas pequeñas, la segunda, la tercera y la cuarta se tañan igual que en el carrillón anterior; sin embargo, si la sexta y la séptima van seguidas, sin la quinta, ésta tiene que aparecer enseguida…».

Lord Peter cerró los ojos y se perdió en sus sueños.


Se despertó con el repique de las campanas.

Por un momento, no sabía dónde estaba; luego se dio media vuelta y se sentó en la cama, alterado y enfadado, y descubrió a Bunter sentado a su lado.

– ¡Dios mío! ¡Me he quedado dormido! ¿Por qué no me has despertado? Habrán empezado sin mí.

– La señora Venables dio órdenes, milord, para que 110 lo molestaran hasta las once y media, y el párroco me indicó que le dijera que se conformarían con tocar seis campanas como preludio a la misa.

– ¿Qué hora es?

– Las once menos cinco, milord.

Mientras decía estas palabras, las campanas dejaron de sonar y Jubilee tocó la hora menos cinco minutos.

– ¡Demonios! -exclamó Wimsey-. Esto no va a salir bien. Tengo que ir a la iglesia a escuchar el sermón del párroco. Péiname. ¿Sigue nevando?

– Más fuerte que antes, milord.

Wimsey se aseó rápidamente y bajó la escalera corriendo con Bunter siguiéndolo de cerca. Salieron por la puerta delantera e, iluminando el camino con la linterna del criado, anduvieron entre los arbustos y entraron en la iglesia justo cuando el órgano hacía sonar las últimas notas. El coro y el párroco estaban en su sitio y Wimsey, parpadeando por la luz amarillenta de la iglesia, vislumbró a lo lejos a sus siete compañeros campaneros sentados en una fila de sillas debajo de la torre. Empezó a caminar hacia ellos con mucho cuidado por encima de las esteras de coco, mientras Bunter, que al parecer se había encargado de informarse correctamente de antemano, se dirigía hacia un banco en el pasillo norte y se sentaba junto a Emily, la sirvienta del párroco. El viejo Hezekiah Lavender le dio la bienvenida a Wimsey con una acogedora sonrisa y escondió la cara detrás de un libro de oración mientras se arrodillaba para rezar.

– Queridos hermanos…

Wimsey se puso de pie y miró a su alrededor.

A primera vista se quedó asombrado y sobrecogido por las proporciones de la iglesia, en cuyos amplios espacios la congregación, numerosa para una parroquia tan pequeña en una fría noche de invierno, parecía casi desperdigada. La gran nave principal, los oscuros pasillos laterales, la majestuosa luz del arco del cancel, atravesada por la delicada ornamentación, que no tapaba la iluminación, y el molde de greca del arco, el encanto íntimo y enclaustrado del cancel, con sus arcos de punto, su bóveda ribeteada y sus cinco finas lancetas a la derecha llamaron su atención, y luego se centró en el remoto brillo del santuario. Después, volviendo a la nave principal, su mirada siguió las robustas aunque delgadas columnas que nacían en la base de los pilares y se ramificaban, como una fuente, cuando llegaban al techo formando los amplios arcos que soportaban las ventanas de la nave principal. Y allí, en el punto más alto del techo, la mirada se le llenó de admiración y deleite. Increíblemente distantes, oscuros y brillantes, y con las alas extendidas, se alzaban los querubines y los serafines, por encima de los coros, debajo de cada cartela, frente a tollos los ojos que miraban al cielo.

– ¡Dios mío! -murmuró Wimsey no sin admiración.

Y, tranquilamente, se dijo: «Se levantó sobre los querubines y voló; llegó volando con las alas del viento».

El señor Hezekiah Lavender le dio un codazo a su nuevo compañero en las costillas y Wimsey se dio cuenta de que la congregación había enmudecido para la confesión general y que él se había quedado solo de pie y con la boca abierta. Rápidamente empezó a pasar las hojas del libro de oraciones y se concentró en dar las respuestas correspondientes. El señor Lavender que, obviamente, había decidido que debía ser tonto o pagano, lo ayudó a encontrar los salmos y le susurraba todos los versos al oído.


Alaba al Señor con los címbalos y las danzas; alábalo a través de las cuerdas y los tubos; alábalo a través de los címbalos afinados; alábalo con los címbalos sonoros. Deja que todo lo que suena alabe al Señor.


Los minutos avanzaban hacia la medianoche. El párroco, caminando por la escalera del cancel, ofreció, con su voz dulce y docta, un pequeño sermón muy conmovedor en el que habló de alabar a Dios, no sólo con las cuerdas y los tubos, sino con las preciosas campanas de su querida iglesia e hizo alusión, con su piadosa forma de ser, a la presencia del extranjero que había llegado al pueblo («por favor, no os giréis a mirarlo; no sería cortés ni reverente»), que había sido enviado «por lo que los hombres llaman suerte» para ayudarlos en esa obra de devoción. Lord Peter se sonrojó, el párroco dio la bendición, el órgano empezó a tocar las notas de un himno y Hezekiah Lavender exclamó:

– ¡Vamos, muchachos!

Los campaneros, haciendo ruido al levantarse, empezaron a subir la escalera del campanario. Se sacaron los abrigos y los colgaron en unos clavos que había en la pared. Wimsey, cuando vio una enorme jarra marrón y nueve vasos en un banco cerca de la puerta, entendió que el dueño del Red Cow había cumplido su promesa de traer «lo básico» para el refrigerio de los campaneros.

Los ocho hombres se colocaron en sus puestos, y Hezekiah consultó su reloj.

– ¡Ya es la hora! -dijo.

Se escupió en las manos, agarró el asidero de Sastre Paul y empezó a balancear suavemente la campana grande.

Toll-toll-toll y una pausa, toll-toll-toll y una pausa, toll-toll-toll: las nueve campanadas del repique de difuntos. El año había muerto. Doce campanadas más, una por cada mes. Luego silencio. Después, desde lo alto del campanario, sonaron las campanadas del reloj: los cuatro cuartos y las doce que marcaban la medianoche. Los campaneros agarraron sus cuerdas.

– ¡Ahora!

Las campanas empezaron a hablar: Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity, Batty Thomas y Sastre Paul, alborotadas y exultantes en lo alto de la oscura torre, con sus anchas bocas agitándose de arriba abajo, los descarados badajos golpeando, las enormes poleas girando al ritmo de las cuerdas. Tin tan din dan bim bam bom bo, tan tin dan din bam bim bo bom, tin tan dan din bim bam bom bo, tan tin dan din bam bim bo bom, tan dan tin bam din bo bim bom. Cada campana en su sitio, sonando afinada, subiendo, bajando, esquivando, golpeando, dejando atrás los sonidos, haciendo tercios y cuartos, descendiendo para volver a empezar. En el exterior, en el llano y blanco terreno pantanoso, hacia los diques oscuros como el acero y de los álamos agitados por el viento, saliendo por las lamas cubiertas de nieve del campanario, la música de las campanas se dispersó en dirección sur y oeste llevada por las ráfagas de viento hacia tierras silenciosas. Sonaban todas: la pequeña Gaude, la plateada Sabaoth, las potentes John y Jericho, la alegre Jubilee, la dulce Dimity y la vieja Batty Thomas, con la gran Sastre Paul gritando y moviéndose entre las demás. En la pared se veían las sombras de los campaneros moviéndose de arriba abajo, los asideros rojos también subían al techo y bajaban al suelo, y arriba y abajo también iban las campanas de Fenchurch St Paul.

Wimsey, que no apartaba la vista de su cuerda y se concentraba para seguir la campana que marcaba el ritmo, no tenía tiempo de prestar atención a nada más. Apenas veía al viejo Hezekiah, moviéndose tan lentamente como una máquina, arqueando su curtida espalda para levantar todo el peso de Sastre Paul, ni a Wally Pratt, con el rostro crispado y moviendo los labios con el esfuerzo de mantener el ritmo del carrillón. La campana de Wally bajaba y se dirigía hacia la de Wimsey, esquivaba a la número 6 y la pasaba, a la número 7 y la pasaba, luego la hizo tañer dos veces y volvió a subir, mientras que la treble bajó a ocupar su lugar y dio su último repique con Sabaoth. Un tañido al cabo de unos segundos y otro abriendo la serie, y Sabaoth, liberada de la monotonía del ritmo lento, empezó a repicar muy alegre. Encima de ellos, el gallo de la veleta observaba el paisaje nevado y vio los pináculos de la torre agitarse hacia delante y hacia atrás por las ráfagas de viento mientras la torre adquiría velocidad y se agitaba como un árbol al viento debajo de sus pies dorados.

La congregación empezó a salir de la iglesia y a dispersarse ayudada de linternas y antorchas que, vistas desde arriba, parecían las chispas que saltan del fuego. El párroco, después de quitarse la sobrepelliz y la estola, subió a la sala de las campanas con la sotana y se sentó en el banco, preparado para relevar a quien necesitara un descanso. Las campanadas del reloj quedaron ahogadas por el sonido del carrillón. Al final de la primera hora, el cura cogió la cuerda de la mano de un Wally agotado y lo sustituyó para que se recuperara y se refrescara. Mientras tragaba se vio que «lo básico» del señor Donnington iba a donde haría más bien.

Wimsey, relevado al final de la tercera hora, vio que la señora Venables estaba sentada junto a los vasos, con un Bunter respetuoso a su lado.

– Espero -dijo la mujer- que no esté demasiado cansado.

– No, no es eso. Sólo estoy sediento -repuso, y puso remedio a esa situación sin más. Luego le preguntó n la señora Venables cómo estaba sonando el carrillón.

– Precioso -contestó ella de corazón. En realidad, n0 le importaban demasiado las campanas porque tenía mucho sueño, pero al párroco le hubiera disgustado que no les acompañara.

– Es sorprendente, ¿no le parece? -añadió más tarde-. Lo suave y melodioso que suena aquí. Pero, claro, hay un piso entre las campanas y esta sala -dijo bostezando desesperadamente.

Las campanas siguieron tocando. Wimsey, a sabiendas de que el cura lo sustituiría durante un cuarto de hora, sintió curiosidad por escuchar el carrillón desde el exterior. Bajó la escalera de caracol y se dirigió hacia el porche sur. Cuando salió al exterior, bajo la noche, el clamor de las campanas le golpeó los oídos como si le hubieran dado una bofetada. Seguía nevando, aunque con menos intensidad. Giró a la derecha, consciente de que moverse en sentido contrario al de las agujas del reloj traía mala suerte, y siguió el camino que iba paralelo a la pared hasta que llegó a la puerta oeste. Protegido por la mampostería de la torre, encendió un cigarro sacrílego y, con más ánimo, volvió a girar a la derecha. El sendero terminaba después de la torre y siguió por la hierba, entre las lápidas, toda la enorme longitud del pasillo de la iglesia que, en este lado, llegaba hasta el extremo este de la construcción. Entre los dos últimos contrafuertes del lado norte, se encontró con otro camino que llevaba hasta una pequeña puerta; intentó abrirla pero estaba cerrada con llave, así que siguió andando hasta que, al bordear el extremo este, el viento lo azotó con toda su violencia. Se detuvo un momento para recuperar el aliento y se quedó contemplando el paisaje. Todo estaba oscuro, y sólo brillaba una débil luz fija que debía de ser la ventana de alguna casa. Wimsey calculó que se hallaba en algún lugar de la solitaria carretera que él y Bunter habían recorrido hasta encontrar la vicaría, y se preguntó por qué habría alguien despierto a las tres de la madrugada del día de Año Nuevo. Sin embargo, la noche era fría y lo necesitaban en el campanario. Completó el recorrido, volvió a entrar por el porche sur y subió a la sala. El párroco le devolvió la cuerda y le advirtió que ahora le tocaban dos repiques por detrás y que no se olvidara de esquivar en octavo lugar antes de tañer abajo.

A las seis en punto, los campaneros estaban en buenas condiciones. El remolino de Pratt le había subido a la cara y estaba sudando de lo lindo, pero seguía moviéndose con soltura. El herrero estaba fresco y alegre como una rosa, y parecía que podría tocar hasta las próximas Navidades. El dueño de la taberna tenía mala cara pero seguía adelante. El más impasible de todos era el anciano Hezekiah, esforzándose mucho como si formara parte de su cuerda y anunciando las bobs sin que el cansancio hiciera mella en su clara voz.

A las ocho menos cuarto, el párroco los dejó y fue a prepararse para la misa de la mañana. Ya casi no quedaba cerveza en la jarra y Wally Pratt, cuando todavía fallaba una hora y media más de trabajo, empezaba a estar un poco tenso. Por la ventana del sur entró un rayo de sol, brillante y azulado.

A las nueve y diez, el párroco volvió a subir al campanario, con el reloj en la mano y una amplia sonrisa en la cara.

A las nueve y trece, la treble empezó a tocar triunfante la última entrada.

Tin tan din dan bim bam bom bo.

Se terminaron las series, los cinturones volvieron a formar círculos y los campaneros se levantaron.

– ¡Magnífico, muchachos, magnífico! -gritó el señor Venables-. Lo habéis conseguido, y mejor de lo que nunca nadie lo había hecho.

– ¡Eh! -admitió el señor Lavender-. No ha estado mal, ¿verdad? -Una sonrisa, que dejó al descubierto que no tenía dientes, le iluminó el rostro.

– Sí, lo hemos conseguido. ¿Cómo sonaba desde abajo, señor?

– Muy bien -dijo el párroco-. Más sólido y sereno que cualquier otro carrillón de los que he oído en mi vida. Supongo que estaréis deseando desayunar. Lo tenéis todo preparado en mi casa. Bueno, Wally, ahora sí que puedes considerarte un campanero de verdad. Has pasado la prueba con nota, ¿no crees, Hezekiah?

– Ha estado regular -dijo el señor Lavender de mala gana-. Pero das demasiado de ti, Wally. No tienes ninguna necesidad de acabar tan sudado. Aun así, no has cometido ningún error, y eso ya es suficiente, pero te he visto farfullando y contando para ti todo el rato. Y si no te lo he dicho mil veces, no te lo he dicho nunca: debes mantener la mirada fija en las cuerdas y no tendrás que…

– ¡Calma, calma! -intervino el párroco-. No te preocupes, Wally, lo has hecho muy bien. ¿Dónde está lord Peter? ¡Ah! Aquí está usted. Estoy seguro de que le debemos un gran favor. Espero que no esté demasiado cansado.

– No, no -respondió Wimsey mientras conseguía librarse de los apretones de manos de sus compañeros.

En realidad, estaba destrozado. Hacía muchos años que no tocaba un carrillón tan largo y el esfuerzo de estar concentrado tantas horas le provocaba el deseo casi incontenible de ponerse a dormir en cualquier rincón.

– Yo… eh… ah… estoy perfectamente -dijo.

Se balanceaba al caminar y se habría caído de cabeza por la escalera de no haber sido porque el herrero lo sujetaba por debajo del brazo.

– Un buen desayuno -aconsejó el párroco muy preocupado-, eso es lo que necesitamos. Café caliente. Es tan reconfortante. Dios mío, me apetece tanto una taza de café. Ha dejado de nevar. Este paisaje blanco es muy bonito, si no lo siguiera el deshielo, sería perfecto. Supongo que el riachuelo bajará lleno. ¿Está seguro que se encuentra bien? ¡Sígame, sígame! Aquí llega mi mujer a reprenderme por la tardanza, supongo. Ya venimos, querida. Johnson, ¿qué pasa?

Se dirigió a un joven con uniforme de chófer que estaba junto a la señora Venables, ésta habló antes de que el joven pudiera responder.

– Mi querido Theodore, ya le he dicho que ahora no puedes irte. Tienes que comer algo…

El señor Venables pasó por alto la interrupción con una autoridad calmada e inesperada.

– Agnes, querida, permíteme. ¿Me necesita alguien, Johnson?

– Señor, sir Henry me envía para decirle que la señora se encontraba muy mal esta mañana y temen que se esté muriendo, señor, y ella está muy nerviosa porque quiere recibir los Santos Sacramentos. Si usted pudiera…

– ¡Jesús, María y José! -exclamó el párroco-.¿Tan mal está? ¿Muriéndose? Me apena mucho escuchar eso. Por supuesto que voy, inmediatamente. No tenía ni idea…

– Nadie podía imaginárselo, señor. Es esta maldita gripe. Estoy seguro de que ayer nadie habría pensado que esto podía pasar.

– ¡Dios mío! ¡Dios mío! Espero que no sea tan grave como dices. Pero no perdamos más tiempo. Ya me contarás el resto por el camino. Ahora mismo vuelvo. Agnes, querida, asegúrate de que los muchachos desayunan y explícales por qué no puedo reunirme con ellos. Lord Peter, tendrá que disculparme. Ya hablaremos cuando vuelva. ¡No puedo creérmelo! Lady Thorpe… ¡Qué gripe tan devastadora!

Se fue corriendo a la iglesia. La señora Venables estaba a punto de llorar, con una cara entre la preocupación y la angustia.

– ¡Pobre Theodore! Después de pasarse toda la noche en vela, aunque… claro que debe ir, no debemos pensar sólo en nosotros mismos. ¡Pobre sir Henry! ¡Estando inválido! ¡Qué mañana tan cruel, y sin desayunar! Johnson, por favor, dile a la señorita Hilary que lo siento y pregúntale si puedo ayudar a la señora Gates en algo. Es el ama de llaves, lord Peter. Es una mujer extraordinaria, y la cocinera está de vacaciones, lo habrán pasado fatal. Los problemas nunca vienen solos. ¡Dios mío! Lord Peter, debe estar hambriento. Pase y empiece a desayunar. Johnson, no dudes en enviar a alguien si necesitas ayuda. ¿Se las arreglará la enfermera de sir Henry ella sola? Esta zona es tan solitaria que resulta difícil encontrar ayuda. ¡Theodore! ¿Estás seguro de que te has abrigado lo suficiente?

El párroco, que acababa de reunirse con ellos con todo lo necesario para dar la extremaunción, le aseguró que iba bien protegido. Johnson casi lo metió a empujones en el coche y después partieron hacia el pueblo.

Este desafortunado accidente cayó como un jarro de agua fría entre los campaneros, aunque Wimsey, que tenía el estómago como un baúl de viaje vacío, sólo podía dar gracias por poder saborear los huevos, el beicon y el café en paz. Ocho mandíbulas masticaban sin parar, mientras la señora Venables les servía las provisiones de un modo algo distraído, intercalando hospitalarias insistencias para que siguieran comiendo entre exclamaciones de compasión por la familia Thorpe y preocupación por la salud de su marido.

– Los Thorpe, de una manera u otra, no han dejado de tener problemas -dijo-. Todo aquel terrible asunto sobre sir Charles, y la desaparición del collar, y esa pobre chica y todo, aunque, dadas las circunstancias, fue una bendición que el hombre muriera, después de matar a un celador, a pesar de que en aquel momento la familia se llevó un buen disgusto. ¿Cómo va, Hezekiah? ¿Un poco más de beicon, señor Donnington? Hinkins, acércale al señor Godfrey el jamón. Y, además, sir Henry no se ha vuelto a recuperar de lo que sufrió en la guerra, el pobre. ¿Wally, tenéis bastante comida por aquí? Espero que no retengan demasiado al párroco, porque todavía no ha desayunado. Lord Peter, ¿un poco más de café?

Wimsey le dio las gracias y le preguntó qué había pasado, exactamente, con sir Henry y el collar.

– Ah, claro, usted no lo sabe. ¡Qué tonta! Viviendo en un lugar tan solitario como éste, uno se imagina que los acontecimientos locales son de una importancia mundial. Es una historia bastante larga, no debería ni haberlo mencionado -en este punto bajó la voz-, si Will Thoday hubiera venido. Se lo explicaré después del desayuno. O pregúnteselo a Hinkins. El conoce toda la historia. ¿Cómo estará William Thoday esta mañana? ¿Alguien sabe algo?

– Muy grave, señora -contestó el señor Donnington, como si se lo hubiera preguntado a él-. Esta mañana he visto a mi mujer después de misa, y me ha dicho que ha oído cómo Joe Mullins explicaba que ha estado delirando toda la noche, y que casi no podían retenerlo en la cama, porque quería levantarse para venir a tocar.

– ¡Dios mío! Mary ha tenido suerte de que James estuviera en casa.

– Cierto -asintió el señor Donnington-. Les ha venido muy bien que el marinero haya vuelto. Aunque tenga que irse en un par o tres de días, pero se supone que para entonces ya habrá pasado lo peor.

La señora Venables chasqueó la lengua.

– ¡Ah! -dijo Hezekiah-. Esta gripe está siendo mortal. Suele llevarse a los más jóvenes y fuertes y deja a los viejos. Al parecer, los tipos viejos como yo somos demasiado duros de pelar para ella.

– Eso espero, Hezekiah, eso espero -comentó la señora Venables-. Ya son las diez y el párroco todavía no ha vuelto. Bueno, supongo que no podíamos esperar… ¡Viene un coche por el camino! Wally, ¿te importa tañer esa campana? Quiero huevos recién hechos y beicon para el párroco y, Emily, llévate el café y caliéntaselo.

Emily cogió la jarra pero regresó casi inmediatamente.

– Si me disculpa, señora, el párroco dice que le perdonen ustedes, por favor, pero que desea tomar el desayuno en el estudio. ¡Oh!, señora, la pobre lady Thorpe ha muerto, y si el señor Lavender ha terminado, que haga el favor de ir a la iglesia a tocar el repique de difuntos.

– ¡Muerta! -exclamó la señora Venables-. ¡Qué horror!

– Sí, señora. Johnson dice que ha sido muy rápido. El párroco acababa de salir de la habitación, señora, cuando se les fue, y no saben cómo decírselo a sir Henry.

El señor Lavender empujó la silla hacia atrás y se levantó temblando.

– En mitad de la vida -dijo solemnemente-, nos encontramos con la muerte. Es una verdad terrible, os lo aseguro. Si me disculpa, señora, voy a la iglesia. Le agradezco mucho el desayuno que nos ha preparado. Buenos días a todos. Hoy hemos tocado un carrillón precioso, y ahora me voy a hacer sonar a Sastre Paul otra vez.

Salió silenciosamente y, al cabo de cinco minutos, oyeron la profunda y melancólica voz de la campana sonando. Primero los seis repiques que anunciaban que era una mujer y luego los repiques rápidos que anunciaban la edad de la fallecida. Wimsey contó treinta y siete. Luego una pausa y, después, una lenta campanada en intervalos de medio minuto. En el comedor, el silencio únicamente se rompía por el sonido de alguien que terminaba su desayuno discretamente.

La reunión acabó tranquilamente. El señor Wilderspin se llevó a Wimsey a un rincón y le explicó que le había pedido al señor Ashton un par de caballos de granja y una cuerda muy resistente, que así esperaba sacar el coche del dique en poco tiempo, y que entonces vería qué se tenía que reparar. Le dijo que, si no le importaba, podía acercarse a la herrería de al lado en una hora más o menos y podrían hablar del tema. Su hijo, George Wilderspin, tenía muy buena mano con los automóviles y además era un experto reparando los motores de las granjas, sin mencionar su propia motocicleta. La señora Venables entró en el estudio para asegurarse de que a su marido no le faltaba nada y para consolarlo por la calamidad que había ocurrido en la parroquia. Wimsey, sabiendo que su presencia en Frog's Bridge no sería de ninguna ayuda y que, posiblemente, sólo dificultaría la tarea del equipo del herrero, le pidió a su anfitriona que no se preocupara por él y salió al jardín. En la parte trasera de la casa, se encontró con Joe Hinkins, que estaba limpiando el coche del párroco. Joe aceptó el cigarro que le ofreció, hizo algunos comentarios sobre el carrillón y comentó la conversación que habían mantenido en el comedor sobre los Thorpe.

– Viven en una casa muy grande de ladrillos rojos, la Casa Roja, al otro lado del pueblo. Antaño fueron una familia muy rica. Se comenta que consiguieron la tierra invirtiendo hace mucho tiempo en el drenaje de los pantanos con el conde de Bedford. Pero usted ya debe de saberlo, milord. De todos modos, son una de las familias más antiguas de la zona. Sir Charles era un caballero bueno y generoso; hizo muy buenos negocios, aunque no es lo que llamaríamos un hombre rico, y no por falta de medios. Se dice que su padre perdió una fortuna en Londres, pero no sé cómo. Sin embargo, él trabajo muy bien la tierra y fue un golpe para todos cuando murió a raíz del robo.

– ¿Qué robo?

– El del collar del que le habló la señora. Sucedió cuando sir Henry se casó. El año de la guerra, en primavera, abril de 1914, lo recuerdo perfectamente. Yo era un crío y el primer carrillón importante que toqué fue para esa boda. Tocamos 5.400 Grandsire Triples, divididos en Holts de diez partes. Lo encontrará en el registro de la iglesia. Después ofrecieron una cena en la Casa Roja y vinieron muchos invitados ricos de fuera. La novia era huérfana y tenía algún tipo de relación con la familia y, como sir Henry era el heredero, los casaron. Bueno, una de las invitadas se instaló en la casa y tenía un collar de esmeraldas precioso, debía valer miles de libras, y justo la noche después de la boda, cuando sir Henry y su mujer se fueron de luna de miel, el collar desapareció.

– ¡Dios mío! -dijo Wimsey, que se sentó en el parachoques y puso cara de sorpresa.

– Sí -prosiguió Hinkins, muy satisfecho-. En aquel entonces causó una gran sensación en la parroquia. Y lo peor fue que uno de los hombres de sir Charles acabó implicado en el asunto. Pobre sir Charles, jamás volvió a levantar cabeza. Cuando cogieron al tal Deacon y descubrieron lo que había hecho…

– ¿Y Deacon era el…?

– Deacon era el mayordomo. Llevaba con ellos seis años y estaba casado con Mary Russell, el ama de llaves, que ahora está casada con Will Thoday, el de la campana número dos que usted ha tocado hoy porque él está muy grave con todo esto de la gripe.

– ¡Oh! -exclamó Wimsey-. Entonces, Deacon está muerto, ¿verdad? Ya lo entiendo.

– Exacto, milord. Era lo que le estaba diciendo. Verá, sucedió así: la señora Wilbraham se despertó por la noche y vio a un hombre junto a la ventana de su habitación. Ella empezó a gritar y el tipo saltó al jardín y se escondió entre los arbustos. Ella seguía gritando, cada vez más fuerte, y tocó la campana, de modo que todo el mundo que estaba en la casa acudió allí a ver qué había pasado. Llegaron sir Charles y otros caballeros que se habían quedado en la casa, y uno de ellos tenía una pistola. Cuando bajaron la escalera, vieron a Deacon con el abrigo puesto y unos vaqueros que salía corriendo por la puerta trasera y al lacayo en pijama. El chófer, que dormía encima del garaje, también llegó corriendo porque lo primero que sir Charles hizo fue pulsar el timbre que tenían para avisar al jardinero. El jardinero acudió corriendo a la llamada, y yo también, porque en aquella época era su ayudante, y nunca le he dejado desde entonces, a pesar de que su posición social se vio repercutida, porque entre la guerra y tener que pagarle el collar a la señora Wilbraham.

– ¿Pagarle el collar?

– Sí, milord. Eso tuvo que hacer y, aunque nadie consideró responsable de lo ocurrido a sir Charles, él tenía un peso en la conciencia y quiso pagarle a la señora Wilbraham lo que costaba el collar, aunque no entiendo que alguien que se considere una señora pudiera aceptar el dinero. Pero, como iba diciendo, todos salimos fuera y uno de los hombres vio a alguien corriendo por el jardín y el señor Stanley le disparó y le dio, como supimos más tarde, pero él saltó el muro y se fue con otro tipo que lo estaba esperando fuera con un coche. Y, en medio de todo este revuelo, aparecen la señora Wilbraham y su doncella diciendo que el collar había desaparecido.

– ¿Y no cogieron a ese hombre?

– Al principio, no, milord. El chófer cogió el coche y los persiguió, pero para cuando lo había puesto en marcha, ellos ya estaban muy lejos. Escaparon por la carretera que hay junto a la iglesia, y nadie supo si se habían ido por Fenchurch St Peter o por el banco, o incluso hasta podrían haberse ido por Dykesey y Walea o por Walbeach, o por el dique de los diez metros hacia Leamholt o hacia Holport. Así que el chófer acudió a la policía para que los agentes bloqueasen las carreteras de Fenchurch St Peter. La policía más cercana estaba en Leamholt y, en aquella época, no tenían coche propio en la comisaría, de modo que sir Charles dijo que ir con el coche hasta allí sería más rápido que llamarlos y esperar a que llegaran.

– ¡Ah! -interrumpió la señora Venables, asomándose por la puerta del garaje-. Joe le está explicando la historia del robo de los Thorpe. El la conoce mucho mejor que yo. Lord Peter, ¿no tiene mucho frío aquí?

Wimsey le contestó que estaba bien, le agradeció el interés y le comentó que esperaba que el párroco no estuviera demasiado cansado por el esfuerzo.

– No lo aparenta -dijo la señora Venables-, pero está disgustado, claro. Se quedará a comer, ¿verdad? No es ninguna molestia. ¿Le va bien pastel de pastor? ¿Seguro? Hoy el carnicero no trabaja, pero siempre puede comerse un trozo de jamón.

Se marchó y Joe Hinkins pasó una gamuza delicadamente por uno de los faros.

– Continúe -le pidió Wimsey.

– Bien, milord, pues la policía llegó y estuvieron buscando durante un buen rato entre las flores alguna huella, con lo que nos echaron a perder todos los tulipanes. Al final localizaron el coche y detuvieron al tipo herido de bala en la pierna. Era un famoso ladrón de joyas de Londres. Sin embargo, la policía dijo que sospechaba que alguien de la casa estaba implicado en el robo, porque resultó que el tipo que había salido por la ventana no era el ladrón de Londres, y al final descubrieron que el cómplice de la casa había sido este Deacon. Al parecer, el ladrón de Londres le había estado siguiendo la pista al collar, había localizado a Deacon y lo había convencido para que entrara en la habitación, lo robara y se lo lanzara por la ventana. La policía estaba bastante segura de las pistas, creo que encontraron huellas o algo así, y arrestaron a Deacon. Lo recuerdo perfectamente porque lo detuvieron un domingo por la mañana, cuando salíamos de la iglesia, y les costó muchísimo reducirlo; casi mata a un agente. El robo se produjo el jueves por la noche y tardaron tres días en descubrirlo.

– Ya. Y Deacon, ¿cómo sabía dónde estaba el collar?

– Bueno ése es otro tema, milord. Resultó que la doncella de la señora Wilbraham le había comentado algo a Mary Russell, la mujer de Deacon, quien, sin ninguna mala intención, se lo dijo a su marido. También detuvieron a las dos mujeres. Esto sentó muy mal en el pueblo, porque Mary era una chica muy decente y respetable, y su padre era un hombre muy respetado. Por esta zona no hay una familia más honesta y buena que los Russell. Ese tal Deacon no era de por aquí, había nacido en Kent. Sir Charles lo trajo de Londres. Sin embargo, no tenía ninguna posibilidad de salvarlo porque el ladrón de Londres, que dijo que se llamaba Cranton, uno de sus múltiples nombres falsos, descubrió el pastel y delató a Deacon.

– ¡Desgraciado!

– ¡Ah! Pero ¿sabe qué? Dijo que Deacon se había burlado de él y, si lo que dijo era cierto, sí que lo había hecho. Cranton dijo que Deacon sólo le había dado el joyero vacío y que se había guardado el collar para él. Fue a buscar a Deacon al muelle, se pelearon a brazo torcido y dijo que había intentado estrangularlo. Lógicamente, Deacon juró que todo aquello era una sarta de mentiras. Su versión fue que él había oído un ruido, que había ido a ver qué pasaba y que, cuando la señora Wilbraham lo vio en su habitación, estaba a punto de salir por la ventana para perseguir a Cranton. No podía negar que había estado en la habitación, porque había huellas suyas. Sin embargo, lo tenía todo en su contra porque, en un principio, había explicado una historia distinta. Había dicho que había salido por la puerta trasera porque había oído a alguien en el jardín. Mary apoyó esta teoría y, de hecho, es cierto que el pestillo de la puerta trasera estaba abierto cuando el lacayo entró. El abogado de Cranton afirmó que él lo había descorrido antes para dejarse un camino de entrada en la casa por si tenía que salir por la ventana. Sin embargo, en cuanto al collar, jamás pudieron aclarar quién se lo había llevado, porque no lo encontraron. Jamás supieron si se lo llevó Cranton y le dio miedo deshacerse de él o si lo tenía Deacon escondido en algún sitio, eso nadie lo sabe. Nunca ha aparecido, ni el dinero que Cranton dijo que le había dado a Deacon, aunque registraron su casa de arriba abajo buscando las dos cosas. Y al final acabaron absolviendo a las dos mujeres, pues dijeron que no habían aportado ningún dato clave, y enviaron a Deacon y a Cranton una buena temporada a la cárcel. El viejo Russell, que no podía quedarse en el pueblo después de lo que había pasado, vendió el negocio y se fue con Mary. Pero cuando Deacon murió…

– ¿Cómo murió?

– Bueno, se escapó de la cárcel después de matar a un celador. No era una buena pieza, ese Deacon. Esto pasó en 1918. Sin embargo, no tuvo demasiada suerte, porque cayó en una cantera por el camino de Maidstone y, dos años más tarde, encontraron el cuerpo, y todavía llevaba la ropa de la cárcel. Cuando se enteró de la noticia, el joven William Thoday, que siempre había estado enamorado de Mary, fue a buscarla, se casó con ella y la trajo otra vez al pueblo. Aquí nunca nadie ha tenido nada en contra de Mary. Esto fue hace diez años, y ahora tienen dos hijas preciosas y les va de' maravilla. En cuanto a Cranton, cuando cumplió su condena y salió de la cárcel, se volvió a meter en líos y lo volvieron a encerrar, pero ahora ha vuelto a salir, que yo sepa, y Jack Priest, el policía de Fenchurch St Peter, dice que no le extrañaría que se volviera a oír hablar del collar, pero no so. Puede que Cranton sepa dónde está, o no.

– Claro. Así que sir Charles compensó a la señora Wilbraham por el robo del collar.

– No fue sir Charles, milord. Fue sir Henry. El pobre tuvo que regresar enseguida de su luna de miel y se encontró a su padre muy enfermo. El disgusto le provocó un derrame cerebral, porque se sentía responsable de lo de Deacon, y además ya sobrepasaba la setentena. Cuando dictaron sentencia, sir Henry le dijo a su padre que ya vería cómo todo se arreglaba, y pareció que sir Charles lo entendía; pero luego llegó la guerra y no lo pudo superar. Le dio otro derrame cerebral y murió. Sin embargo, sir Henry no se olvidó del caso y cuando la policía le confesó que tenían muy pocas esperanzas de encontrar el collar, él decidió darle a la señora Wilbraham el dinero, y aquello supuso un duro golpe para la familia. Sir Henry resultó herido de gravedad en el frente y volvió a casa inválido, pero jamás volvió a ser el mismo, y ahora dicen que no está demasiado bien. La repentina muerte de lady Thorpe no le hará ningún bien. Era una mujer muy agradable y muy apreciada por todos.

– ¿Tiene familia?

– Sí, milord. Tienen una hija, la señorita Hilary. Este mes cumplirá quince años. Ha vuelto a casa para pasar las vacaciones. Y le aseguro que, para ella, están siendo unas vacaciones muy tristes.

– Seguro que sí. Bueno, una historia muy interesante, Hinkins. Estaré atento por si oigo noticias de las esmeraldas de la señora Wilbraham. ¡Ah! Aquí llega mi amigo el señor Wilderspin. Espero que venga a decirme que el coche está arreglado.

Así fue. El Daimler estaba delante de la verja de la vicaría, tristemente enganchado a la parte posterior de un carro. Los dos robustos caballos que tiraban de él no parecían, a juzgar por su actitud autocomplaciente, tener demasiada buena opinión de él. En cambio, los señores Wildespin, padre e hijo, miraban el problema con más optimismo. Un arreglo en el eje delantero, que había chocado contra algún mojón escondido, haría maravillas y, si no, podían enviarle un mensaje al señor Brownlow de Fenchurch St Peter, que tenía un garaje, para que viniera y se lo llevara con su camión. El señor Brownlow era un gran experto. Aunque quizá ahora no estaba en casa. Se celebraba una boda en Fenchurch St Stephen, y es posible que lo hubieran llamado para llevar al cortejo hasta la iglesia, porque la novia vivía bastante lejos, en Digg's Drove. Sin embargo, si era necesario, se le podía pedir a la jefa de la oficina de Correos que lo llamara y lo averiguara. Era la persona indicada para hacerlo porque, aparte del de la oficina de Correos, el único teléfono del pueblo estaba en la Casa Roja, y no sería correcto ir a llamar allí con lo que estaban pasando.

Wimsey, mirando con recelo el eje delantero, pensó que quizá sería mejor recurrir a la experiencia del señor Brownlow y aseguró que él mismo iría a la oficina de Correos si el señor Wildespin era tan amable de acompañarlo hasta el pueblo. Subió al carro, detrás de los caballos grises del señor Ashton; la procesión pasó por delante de la iglesia y continuó la marcha durante casi medio kilómetro, hasta que llegaron al centro del pueblo.

La iglesia de Fenchurch St Paul, como muchas otras en aquella parte del país, estaba completamente aislada del pueblo, y la única vivienda que tenía cerca era la viraría. El pueblo estaba construido alrededor de un cruce. El camino que se desvía hacia el sur va a Fenchurch St Stephen y el del norte se cruza con la carretera de Fenchurch St Peter un poco más abajo del dique de los diez metros, mientras que el otro, que nace junto a la iglesia, va a parar al oeste a las afueras del pueblo a una zona pantanosa a través de la cual, si no le importa resbalar un poco, podría, si quisiera, llegar a la carretera del dique de los diez metros justo en Frog's Bridge. Por lo tanto, los tres Fenchurch forman un triángulo, con St Paul al norte, St Peter al sur y St Stephen al oeste. La línea de tren L.N.E.R. conecta St Peter con St Stephen cruzando el dique de los diez metros en el viaducto Dykesey camino de Leamholt.

De los tres, Fenchurch St Peter es el más grande e importante y tiene, a parte de una estación de tren, un río con dos puentes. Sin embargo, sólo cuenta con una iglesia muy discreta y sin ningún interés que fue construida en el último y peor período del arte Perpendicular [1], con una aguja de pizarra y sin campanas. Fenchurch St Stephen tiene una estación de tren, aunque casi por accidente, porque queda más o menos en medio de la línea directa entre Leamholt y St Peter. Aun así, allí está; además su iglesia posee una bonita torre del siglo XIV, una vidriera destacable, un ábside normando y un conjunto de ocho campanas. Fenchurch St Paul es el pueblo más pequeño y no tiene ni río ni tren, pero es el más antiguo. La iglesia es, de largo, la más grande y noble, y las campanas son, sin ninguna duda, las mejores. La razón es que St Paul es la ubicación original de la abadía. Al este y al sur del cancel actual, todavía pueden verse los restos de la primera iglesia normanda y unas piedras que señalan dónde estaba el antiguo claustro. La iglesia, y los terrenos de su propiedad que la rodean, se levanta sobre un pequeño montículo que está unos tres metros por encima del nivel del pueblo, una elevación que, para la zona, es considerable y que en otras épocas había bastado para salvar la abadía de las inundaciones durante los meses de invierno. En cuanto al río Wale, Fenchurch St Peter no podía presumir de él porque, ¿no era cierto que el viejo curso del río Wale pasaba junto a la iglesia de St Paul hasta que, en tiempos de Jaime I, lo cortaron en Potter's Lode y lo desviaron para que el recorrido fuera más corto y directo? Desde la torre de la iglesia de Fenchurch St Paul todavía se ve el antiguo curso del río, zigzagueando por las praderas y los campos, y también se distingue donde el dique verde de Potter's Lode reconduce el agua y pasa de ser una cinta a ser un lazo. Más allá de este triángulo de Fenchurches, el agua sigue su curso natural.


Lord Peter Wimsey, después de ver cómo desmontaban el eje delantero del coche y de decidir que el señor Brownlow y el señor Wilderspin podrían arreglarlo solos, fue a la oficina de Correos para enviar un mensaje a los amigos que lo estaban esperando en Walbeach, y luego intentó buscar algo que hacer. En el pueblo no encontró nada interesante, así que decidió ir a echar una ojeada a la iglesia. Las campanas ya habían dejado de repicar y Hezekiah se había ido a casa; sin embargo, la puerta sur estaba abierta y, al entrar, vio a la señora Venables cambiando el agua de los floreros del altar. Ella lo observó mientras él estaba entretenido admirando la exquisita ornamentación de roble de las vidrieras.

– Es precioso, ¿no le parece? -le dijo la mujer, cuando se acercó a saludarlo-. Theodore está muy orgulloso de su iglesia. Y, desde que llegamos, ha trabajado mucho para que fuera una de las más bonitas. Afortunadamente, el hombre que se encargaba de la iglesia antes era muy serio e hizo las reformas necesarias, aunque no era demasiado estricto y permitía cosas que a nosotros nos sorprendieron bastante. ¿Puede creerse que dejó que utilizaran esta preciosa capilla como horno de carbón? Nosotros, por supuesto, la limpiamos de arriba abajo. A Theodore le gustaría colocar un altar femenino aquí, pero nos tememos que a los feligreses no les gustaría demasiado la idea. Sí, es una ventana magnífica, ¿no es cierto? Es posterior a las demás, claro, pero es una suerte que todavía mantenga los cristales originales. Cuando llegaron los Zeppelin pasamos mucho miedo. Lanzaron una bomba sobre Walbeach, que está a unos treinta kilómetros, pero podría haber caído aquí perfectamente. ¿No cree que es preciosa la pantalla que separa la capilla y la iglesia? Siempre digo que parece hecha de encaje. Las tumbas pertenecen a la familia Gaudy. Vivieron aquí hasta los tiempos de la reina Isabel, pero ahora están todos muertos. Verá el nombre inscrito en la campana Treble: gaude, gaudy, domini in laude. En el ala norte había una capilla privada: la capilla del abad Thomas y ésa es su tumba. Bautizaron la campana Batty Thomas en su honor, aunque Batty es el diminutivo de abad, claro. En el siglo XIX, algún vándalo tiró la pared que había detrás del coro para colocar el órgano. Es espantoso, ¿no cree? Hace unos años cambiamos los tubos y ahora tenemos que agrandar los fuelles. Al pobre Loco le cuesta mantener las cámaras del órgano llenas de aire cuando la señorita Snnot lo toca al completo. Le llaman Loco Peake, pero no está realmente loco, sólo es que a veces no sabe lo que hace. Obviamente, el ángel del techo es nuestra obra más preciada; personalmente opino que es incluso más bonito que el de March o el del Needham Market, porque todavía conserva el colorido y la pintura originales. Lo hicimos restaurar hará unos doce años, pero no añadimos nada. Nos costó diez años convencer a los que cuidaban la iglesia de que podíamos añadirle un poco de pan de oro a los ángeles sin tener que pedir permiso a Roma, pero ahora están muy orgullosos del resultado. Esperamos, algún día, poder hacer el techo del cancel. Hay que pintar todos los arcos, todavía se ve un poco de color, y se tiene que dorar toda la ornamentación. La ventana del ala este es la bestia negra de Theodore. Ese horrible y rudimentario cristal es de 1840, creo. Theodore dice que es el peor período. El cristal de la nave ha desaparecido todo, claro, fueron los hombres de Cromwell. Gracias a Dios que dejaron parte de las ventanas de la nave. Supongo que subir hasta allí arriba les habría costado mucho trabajo. Los bancos son modernos; Theodore los encargó hace diez años. El prefería las sillas, pero a la congregación no le habría gustado porque están acostumbrados a los bancos, así que Theodore copió el modelo de un antiguo diseño que no era demasiado estrafalario. Los viejos bancos eran horribles, parecían sanitarios, y había una galería horrorosa a ambos lados que bloqueaba las ventanas del pasillo y no dejaba ver los pilares. La hicimos destruir inmediatamente. No era necesaria y los niños se dedicaban a tirar los libros de oración encima de la gente. La sillería del coro, en cambio, es otra cosa. Es la sillería original de los monjes, con misereres. ¿No le parece que las tallas son magníficas? En el santuario hay una pila, aunque no es demasiado impresionante.

Wimsey admitió que no era capaz de sentir impresión ante las pilas de las iglesias.

– Y las barandillas del altar son muy pobres, claro, otro de los horrores Victorianos. Queremos poner algo más bonito en su lugar cuando dispongamos de dinero suficiente. Lo siento, no tengo la llave de la torre. Estoy segura de que le gustaría subir. Las vistas son magníficas, aunque a partir de la sala de las campanas todo es escalera. Yo me mareo, sobre todo cuando repican las campanas. Creo que, en cierto modo, me dan un poco de miedo. ¡Oh, la pila bautismal! Tiene que verla. Se supone que las estatuas que la decoran tienen algo especial, y yo lo he olvidado, ¡qué tonta! Debería enseñársela Theodore, pero lo han avisado por una urgencia: tenían que llevar a una mujer enferma al hospital, que está más allá del dique de los diez metros, después de Thorpe's Bridge. Salió corriendo justo después de desayunar.

«Y dicen -pensó Wimsey- que los párrocos de la Iglesia anglicana no hacen nada con el dinero».

– ¿Le gustaría quedarse y echar un vistazo al resto? ¿Le importaría cerrar y devolverme la llave? Es la del señor Godfrey, porque no tengo ni idea de dónde puede estar la de Theodore. Puede parecerle mal que cerremos la iglesia, pero como es un lugar tan solitario. Desde casa no podemos vigilarla por la vegetación y, a veces, vemos merodeando a algún vagabundo por los alrededores. El otro día, precisamente, vi pasar a un señor con muy mal aspecto, y no hace demasiado alguien abrió la caja de las limosnas y se las llevó. Eso no fue lo importante, porque había poco dinero, pero rompieron muchas cosas del santuario, por la decepción, supongo, y eso no podemos permitirlo, ¿no cree?

Wimsey respondió que no, que no podían y que sí, que le gustaría quedarse en la iglesia un rato más y que se acordaría de devolverle la llave. Cuando la señora Venables se fue, Wimsey dejó una buena limosna en la caja y permaneció observando la pila bautismal, cuyas esculturas eran realmente curiosas y, a su parecer, sugerían un simbolismo que no era cristiano ni pagano. Vio un viejo y pesado baúl debajo de la torre que, cuando se abría, mostraba su contenido: nada más venerable que cuerdas de campana viejas. Siguió por el pasillo norte, observando que los capiteles que aguantaban los arcos principales de los ángeles del techo estaban llenos de esculturas de cabezas de querubines. Se entretuvo un rato junto a la tumba del abad Thomas, con su efigie vestida y adornada. «Un hombre serio -pensó-, este clérigo del siglo XIV, con este rostro tan duro y fuerte, más un soberano para su pueblo que un pastor». A los lados de la tumba había paneles decorados que mostraban varias escenas de la historia de la abadía, como la fundición de una campana, Batty Thomas sin ninguna duda, y allí era evidente que el abad estaba particularmente orgulloso de esa campana porque aparecía otra vez, a sus pies, en lugar del cojín habitual. Las ornamentaciones y las inscripciones estaban realizadas de manera realista. En el hombro decía: + NOLI + ESSE + INCREDVLVS +SED+FIDELIS +; en el brazo: + EL ABAD THOMAS ME COLOCÓ AQUÍ + Y ME HIZO TOCAR ALTO Y CLARO + 1380 +; y en la cintura se leía la frase: O SANCTE THOMA, adornada con una mitra de abad, que dejaba al espectador con la incertidumbre de si la santidad se atribuía al apóstol o al clérigo. También se informaba de que el abad Thomas había muerto mucho antes de la expoliación de su casa por parte del rey Enrique. Thomas luchó por ella y es posible que la iglesia sufriera en el proceso. Su sucesor, pobre hombre, no puso resistencia a la usurpación y dejó que la abadía se deteriorara y que la iglesia fuera purificada pacíficamente por los reformistas. Eso era, al menos, lo que el párroco le había dicho a Wimsey durante la comida.

Los Venables consintieron, en contra de su voluntad, que su invitado se marchara, ya que el señor Brownlow y el señor Wilderspin habían hecho un trabajo tan bueno con el coche que a las dos ya estaba listo, y Wimsey quería emprender el viaje hacia Walbeach antes de que anocheciera. Se despidió, entre apretones de manos y muchas peticiones para que volviera pronto y tocara con ellos otro carrillón. Cuando se despidieron, el párroco le dio una copia del Venables In and Out of Course, mientras la señora Venables insistía en que se tomara un whisky con agua caliente, que era muy fuerte y le ayudaría a entrar en calor. Cuando el coche giró hacia la derecha por el dique de los diez metros, Wimsey vio que el viento había cambiado. Soplaba del sur y, a pesar de que la nieve seguía congelada y cubría todos los campos, había algo cálido en el aire.

– Ya llega el deshielo, Bunter.

– Sí, milord.

– ¿Has visto alguna vez esta parte del país con los caudales de los ríos llenos?

– No, milord.

– Parece bastante desierto, especialmente alrededor de Welney y Mepal Washes, cuando desembocan en los ríos en Oíd y New Bedford, y a través del campo entre Over y Earith Bridge. Acres de agua, únicamente con alguna orilla de vez en cuando o una línea rota de sauces.

Esta zona creo que está mejor drenada. ¡Ah! Mira allí, a la derecha, eso debe ser la presa Van Leyden, que proporciona el agua del dique de los diez metros; es como la presa de Denver pero en menor escala. Lo miraré en el mapa. Exacto. ¿Lo ves? Aquí es donde el dique se une con el río Wale, aunque se encuentran en un punto más elevado; si no fuera por la presa, el agua del dique iría a parar al río e inundaría toda la zona. Mala ingeniería, aunque los ingenieros del siglo XVII debían trabajar de manera poco sistemática y enfocar los problemas a medida que aparecían. Allí es donde el río Wale pasa por Potter's Lode, viene de Fenchurch St Peter. No me importaría trabajar manteniendo una presa, es una labor solitaria que me permitiría pensar.

Observaron la pequeña casa de ladrillos rojos, que se levantaba de un modo extraño a su derecha, como una oreja de perro levantada, entre los dos extremos de la presa. A un lado había una pequeña presa con una esclusa que conectaba, dos metros por encima del nivel del agua, con el dique. Al otro lado, otra presa de cinco compuertas que contenían las aguas frenaba el curso del Wale.

– No se ven más casas, ¡oh, sí! Una casita a unos tres kilómetros al norte de la orilla. Suficiente para hacer que uno mismo se ahogue en su propia esclusa. Espera. ¿Hacia dónde tenemos que ir ahora? Ah, sí: debemos cruzar el dique por el puente y girar a la derecha, y luego seguimos el río. Me gustaría que todo fuera menos rectangular en esta parte del mundo. ¡Mira, aquí viene! El vigilante de la presa sale a ver quién somos. Supongo que seremos el acontecimiento del día. Saludémoslo con los sombreros. ¡Hola! El sol desaparece a medida que avanzamos. Como dice Stevenson: sólo pasaremos por aquí una vez, y espero sinceramente que tenga razón. Pero bueno, ¿qué quiere este tipo?

En medio de la inhóspita y nevada carretera apareció una figura solitaria caminando hacia ellos con los brazos extendidos para llamar la atención. Wimsey detuvo el coche.

– Disculpe que le haga parar, señor -dijo el hombre, bastante educado-. ¿Sería tan amable de decirme si voy bien para llegar a Fenchurch St Paul?

– Perfectamente. Cuando llegue al puente, crúcelo y siga el dique hasta que llegue a la señal que le indique la dirección del pueblo. No tiene pérdida.

– Gracias, señor. ¿Podría decirme si está muy lejos?

– Unos siete kilómetros hasta la señal y luego menos de un kilómetro hasta el pueblo.

– Muchas gracias, señor.

– Me temo que pasará un poco de frío.

– Sí, señor. No es una zona demasiado benigna. Sin embargo, llegaré antes de que anochezca, y eso es reconfortante.

Hablaba en voz baja y con cierto acento de Londres. El abrigo, a pesar de ser muy viejo, no estaba roto. Llevaba una barba pequeña y puntiaguda y debía tener unos cincuenta años; hablaba mirando al suelo, como si no quisiera que lo miraran a los ojos.

– ¿Le apetece un cigarro?

– Muchas gracias, señor.

Wimsey sacó unos cuantos cigarros de la caja y se los dio. La palma que los recibió estaba llena de callos producidos por arduos trabajos manuales, aunque ese hombre no tenía nada de granjero o agricultor en las maneras ni en el aspecto.

– No es de por aquí, ¿verdad?

– No, señor.

– ¿Busca trabajo?

– Sí, señor.

– ¿De peón?

– No, señor. De mecánico.

– Ya veo. Bueno, buena suerte.

– Gracias, señor. Buenas tardes.

– Buenas tardes.

Wimsey continuó en silencio durante unos doscientos metros. Luego dijo:

– Mecánico… Es posible, pero creo que últimamente no ha ejercido. Esas manos tenían más aspecto de haber picado piedra. Bunter, siempre reconocerás a un ex presidiario por la mirada. Dejar atrás el pasado es una idea excelente, pero espero que nuestro amigo no se cruce en el camino del párroco.

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