Un breve repique de Stedman’s triples
(Cinco partes)
840
Cuando la parte termina:
561234
345162
621345
451623
231456
Campana guía: Treble
Tócala en el último giro entero, fuera deprisa, dentro despacio,
el segundo medio giro y fuera despacio. Repetir cuatro veces.
Troyte
El trabajo de cada campana se divide en tres partes:
el trabajo rápido, esquivar y el trabajo lento.
Troyte
Lord Peter Wimsey pasó un día y una noche muy inquieto y, durante el desayuno del día siguiente, siguió estando preocupado.
En cuanto pudo, se metió en el coche y se fue hasta Leamholt.
– Comisario -dijo-. Creo que he sido el burro más absoluto y con menos escrúpulos que jamás ha rebuznado debajo de la piel de un detective. Sin embargo, he resuelto todo el problema, con una excepción mínima. Posiblemente usted también lo ha hecho.
– Adelante -le animó el señor Blundell-. Como usted, soy todo oídos. Por cierto, ¿qué es lo que no ha resuelto?
– Bueno, pues el asesinato -admitió, con una tos de vergüenza-. No puedo imaginarme quién o cómo lo hizo. Aunque eso, como yo digo, es una nimiedad. Sé quién es el hombre que murió, por qué lo ataron, dónde murió, quién envió el criptograma a quién, por qué Will Thoday sacó doscientas libras del banco y después las volvió a ingresar, por qué Jim Thoday perdió el tren, por qué vino Cranton, qué hizo y por qué miente al respecto y cómo llegó la botella de cerveza al campanario.
– ¿Algo más?
– Ah, sí. Por qué Jean Legros no reveló nada de su pasado, qué hacía Arthur Cobbleigh en el bosque de Dartford, a qué se refería el loro y por qué los Thoday no acudieron a misa el domingo por la mañana, qué tiene que ver Sastre Paul con todo esto y por qué el cadáver tenía la cara destrozada.
– Excelente. Usted es una enciclopedia andante, ¿no? ¿No podría ir un paso más allá y decirnos a quién le tenemos que poner las esposas?
– Lo siento. No puedo hacerlo. ¿Es que no puedo dejarle la guinda a un buen amigo?
– Está bien. No sé de qué me quejo. Explíqueme el resto y quizá podamos terminarlo nosotros mismos.
Lord Peter se quedó callado unos instantes.
– Mire, comisario -dijo al cabo-. Va a resultar una historia muy dolorosa. Creo que me gustaría verificar algunos puntos antes de explicárselo todo. Aunque, primero, ¿me haría un favor? Tiene que hacerlo de cualquier manera, pero prefiero no decirle nada hasta que lo haya hecho. Después, le explicaré lo que quiera.
– ¿Y bien?
– ¿Puede enviarle a Suzanne Legros una fotografía de Arthur Cobbleigh a ver si lo reconoce?
– Eso tenemos que hacerlo de todos modos. Es algo rutinario.
– Si la identifica, perfecto. Pero si se sorprende y no lo conoce, ¿puede darle esta nota, tal como está, y observar su reacción cuando la abra?
– Bueno, no sé si podré hacerlo personalmente, milord, pero me encargaré de que monsieur Rozier lo haga.
– Perfecto. ¿Y puede enseñarle el criptograma, también?
– Sí, claro. ¿Algo más?
– Sí -respondió Wimsey más despacio-. Los Thoday. Me preocupan un poco. Supongo que los está buscando, ¿no?
– ¿Usted qué cree?
– Excelente. Bueno, cuando los coja, ¿me lo dirá antes de llevar a cabo cualquier acción drástica? Me gustaría estar presente cuando los interrogue.
– Me parece bien, milord. Y esta vez tendrán que darme una versión creíble porque si no, con la ley en la mano o sin ella, conseguiré que me digan algo.
– No creo que tenga ninguna dificultad con eso -dijo Wimsey-. A menos, claro, que tarde más de quince días en cogerlos. Pasado ese tiempo, será más difícil.
– ¿Por qué quince días?
– ¡Venga vamos! -exclamó Wimsey-. ¿No es obvio? Le enseño el mensaje a la señora Thoday. El domingo por la mañana ni ella ni su marido acuden a misa. El lunes toman el primer tren a Londres. Querido Watson, está pasando delante de sus narices. El único peligro real es…
– ¿Cuál?
– El arzobispo de Canterbury. Un prelado muy altivo. Un príncipe arbitrario. Aunque, de todos modos, no creo que piensen en él. Creo que, por ahora, no deberíamos ponerle en antecedentes.
– ¡Sí, claro! ¿Y qué me dice de Mussolini o el emperador de Japón?
– Insignificantes -dijo Wimsey con un movimiento de mano-. Igual que el obispo de Roma. Pero pongámonos a trabajar, Blundell.
– Es lo que voy a hacer. Aunque no creo que salgan del país, de eso podemos estar seguros.
– Sí. Dentro de dos semanas habrán vuelto, pero entonces será demasiado tarde. ¿Cuándo cree que llegará Jim Thoday? ¿A final de mes? Asegúrese de que no les da esquinazo. Tengo una idea que quizá nos pueda servir.
– ¿Cree que es nuestro hombre?
– Para serle sincero, no lo sé. Espero que no. Prefiero que sea Cranton.
– Pobre Cranton -comentó el comisario con perseverancia-. Yo prefiero que no. No me gusta ver que un perfecto ladrón de joyas se desvía de su camino, por decirlo de alguna manera. La verdad, es muy desconcertante. Además, está enfermo. Pero bueno, ya veremos. Ahora mismo me ocupo de lo del tal Cobbleigh a ver qué descubro.
– De acuerdo. Creo que, después de todo, llamaré al arzobispo. Nunca se sabe.
«Está chiflado -se dijo el comisario-. O me está tomando el pelo. Una de dos».
Lord Peter Wimsey se comunicó con el arzobispo y, al parecer, quedó satisfecho con el resultado. También le escribió a Hilary Thorpe para ponerla al corriente del descubrimiento de las esmeraldas. «Así que ya ve, su ojo de detective fue muy provechoso. Supongo que el tío Edward estará muy contento», le decía. En su respuesta, Hilary le informó de que la vieja señora Wilbraham se había quedado el collar y les había devuelto el dinero, aunque sin disculparse ni nada. Lord Peter rondaba por la vicaría como un alma en pena. El comisario había ido a Londres detrás de los Thoday. El jueves, de repente, empezaron a sucederse los acontecimientos.
Telegrama del commissaire Rozier al comisario Blundell:
Suzanne Legros no reconoce Cobbleigh identifica foto en sobre sellado como su marido identificación delante alcalde quiere que haga algo más.
Telegrama del comisario Blundell a lord Peter Wimsey:
Suzanne Legros no conoce Cobbleigh identifica hombre foto sellada imposible seguir pista Thoday en Londres.
Telegrama del comisario Blundell al commissaire Rozier:
Por favor devolver papeles inmediatamente detenga Legros a la espera de más información.
Telegrama de lord Peter Wimsey al comisario Blundell:
Seguro que a estas alturas ya sabe de qué se trata mire todos registros iglesias.
Telegrama del comisario Blundell a lord Peter Wimsey:
Párroco St Andrews Bloomsbury dice pidieron oficiar matrimonio entre William Thoday Mary Deacon ambos de esa parroquia era Deacon.
Telegrama de lord Peter Wimsey al comisario Blundell:
Claro detener Cranton inmediatamente.
Telegrama del comisario Blundell a lord Peter Wimsey:
De acuerdo pero por qué Cranton Thodays localizados y detenidos para interrogatorio.
Telegrama de lord Peter Wimsey al comisario Blundell:
Detener Cranton antes nos vemos en Londres.
Después de enviar el último telegrama, lord Peter llamó a Bunter y le dijo que preparara las maletas; luego pidió una entrevista en privado con el señor Venables, de la que ambos salieron afligidos y preocupados.
– Creo que será mejor que me vaya -dijo Wimsey-. Ojalá no me hubiera metido en todo esto. Algunas cosas es mejor no removerlas, ¿no cree? Siento simpatía por la parte perjudicada y no me gusta. Ya sé que no hay mal que por bien no venga, pero es que este mal me está haciendo sentir muy incómodo.
– Mi querido amigo -le contestó el párroco-, no nos incumbe a nosotros preocuparnos demasiado por el mañana. Lo mejor es guiarse por la verdad y dejar las consecuencias en manos de Dios. El ve lo que nosotros no podemos, porque lo sabe todo.
– Y, además, nunca tiene que discutir con nadie sus fuentes, como diría Sherlock Holmes, ¿no es cierto? Bueno, padre, supongo que tiene razón. Posiblemente quiero ser demasiado listo. Siempre me pasa lo mismo. Siento mucho haber provocado una situación tan violenta. Ahora me gustaría marcharme. Tengo esta cosa aprensiva tan moderna que me impide ver sufrir a la gente. Muchas gracias por todo, de verdad. Adiós.
Antes de marcharse de Fenchurch St Paul fue al cementerio y se quedó allí de pie. La tumba de la víctima desconocida seguía sin lápida y oscura entre la hierba, pero la tumba de sir Henry y lady Thorpe estaba cubierta de tepes verdes. No muy lejos de allí había un nicho muy antiguo; Hezekiah Lavender estaba sentado encima de la losa y limpiaba cuidadosamente las letras de la inscripción. Wimsey se le acercó y le dio la mano.
– Limpiando al viejo Samuel para el verano -dijo Hezekiah- ¡Ah! Llevo limpiando al viejo Samuel diez años. Siempre le digo al párroco que me entierre junto a Samuel, para que todos vean lo bien que lo cuidé todos estos años. Y me ha dado su palabra. Aunque ya no escriben poesías tan bonitas como ésta.
Colocó un dedo en la inscripción, que decía así:
Aquí yace el cuerpo de Samuel Snell
Que durante cincuenta años tocó la campana tenor.
A través de los cambios en esta carrera mortal
Siempre supo cuál era su sitio y lo mantuvo
Hasta que llegó la muerte, que todo lo cambia
Para llevárselo con ella y tenerlo en la gloria.
Su polea está rota, su cuerda está floja
Su badajo mudo y su metal silencioso,
Y aun cuando la gran llamada lo reclame
Lo hará con notas afinadas.
MDCXCVIII
Murió a los 76 años
– Parece que tocar a Sastre es una ocupación muy sana -dijo Wimsey-. Los que lo hacen viven muchos años, ¿no?
– ¡Ah! -dijo Hezekiah-. Es cierto, joven, es cierto. Al menos son fieles y no se enfadan. Las campanas saben quién toca. Es maravilloso cómo lo entienden. No pueden soportar a los hombres malvados. Se quedan quietas y esperan para derrocarlos. Pero Sastre Paul no podrá decir que no me he portado bien con ella y ella también se ha portado bien conmigo. Sea honrado con las campanas, sígalas y ellas estarán a su lado hasta que la muerte lo llame. Si actúa así, no tiene nada que temer.
– Oh, de acuerdo -dijo Wimsey, algo avergonzado.
Se despidió de Hezekiah y entró en la iglesia pisando con cuidado porque tenía miedo de despertar a algo de su profundo sueño. El abad Thomas estaba inmóvil en su tumba; los querubines, con los ojos y la boca abiertos, estaban absortos en su eterna contemplación; Wimsey notaba sobre su cabeza la paciente vigilancia de las campanas.
Es una situación terrorífica. Lo enterraron dos ángeles… en Vallombrosa por la noche; yo lo vi, desde detrás de las flores de loto y la cicuta.
Wylder's Hand
J. Sheridan Lefanu
El señor Cranton estaba en un hospital como huésped de su majestad el Rey, y tenía mucho mejor aspecto que la última vez que lo habían visto. No se sorprendió cuando lo acusaron del asesinato de Geoffrey Deacon, aproximadamente doce años después de la supuesta muerte de ese caballero.
– ¡De acuerdo! -dijo Cranton-. Suponía que insistirían en eso, aunque en el fondo esperaba que no. No fui yo y quiero que me tomen declaración. Siéntense. Esta habitación no es lo que yo escogería para un caballero pero, al parecer, es lo mejor que su majestad puede ofrecerme. Me han dicho que en la cárcel son más bonitas. Inglaterra, con todos tus defectos, todavía te quiero. ¿Por dónde quieren que empiece?
– Empiece por el principio -dijo Wimsey-, siga hasta que llegue al final y entonces pare. ¿Puedo ofrecerle un cigarro, Charles?
– Está bien, milord y… no. No diré caballeros. En cierto modo va en contra de mis principios. Agentes, si les gusta, pero no caballeros. Está bien, milord y agentes. No es necesario que les diga que estoy muy enfermo. Ya les aseguré que jamás tuve en las manos el collar, ¿no es cierto? Y ya ven que tenía razón. Ahora lo que ustedes quieren saber es cuándo me enteré de que Deacon no estaba muerto. Pues muy sencillo: me escribió una carta. Debía ser alrededor del pasado mes de julio. Primero se la envió a un viejo amigo, que se la dio a alguien para que me la hiciera llegar… da igual quién sea.
– Valiente mentiroso -dijo el señor Parker, airado.
– No voy a dar ningún nombre -dijo Cranton-. Honor entre… caballeros. Y como honorable caballero, quemé la carta, aunque la historia era bastante buena y no sé si con mis palabras tendrá la misma gracia. Al parecer, cuando Deacon se fugó, después de un desafortunado encontronazo con un celador, tuvo que esconderse en el bosque de Kent en un rincón muy incómodo durante un par de días. Dijo que la estupidez de la policía era casi increíble. Pasaron junto a él un par de veces. Incluso en una ocasión lo pisaron. Dijo que nunca hasta entonces había entendido tan bien por qué llamaban palurdos a los policías. Casi le rompen los dedos con los zapatos. -Luego añadió-: Yo tengo los pies más bien pequeños. Pequeños y bien formados. Siempre reconocerán a un caballero por los pies.
– Continúa, Nobby -dijo el señor Parker.
– Pues bien, el tercer día que estaba allí escondido en un agujero oyó que se acercaba un hombre que no era policía. Iba borracho como una cuba, dijo Deacon. Así que salió de detrás de un árbol y le dio un puñetazo. Aseguró que no pretendía hacerle daño, sólo quería distraerlo para poder escapar, pero se ve que lo golpeó un poco más fuerte de lo que él deseaba. Aunque, si me permiten que añada algo, Deacon siempre fue un tipo muy rastrero y ya venía de golpear a un hombre, y esa clase de gente nunca cambia. En cualquier caso, le había dado tan fuerte que lo había matado. Por supuesto, lo que quería era el dinero que el pobre pudiera llevar encima, así que cuando se acercó para registrarle los bolsillos, vio que acababa de matar a un soldado uniformado. Bueno, si se detienen a pensarlo no debería sorprenderles. En 1918 había muchos en los bosques, aunque Deacon se quedó un poco desconcertado. Sabía que había una guerra, se lo habían dicho, pero en la cárcel no les había afectado en nada. El soldado llevaba todos sus papeles y una linterna, y Deacon pudo deducir, por lo que observó al echar una mirada rápida, que venía de permiso e iba a reincorporarse al frente. «Bueno -pensó Deacon-, cualquier trinchera será mejor que la cárcel de Maidstone». Así que siguió adelante con el plan. Se puso la ropa del muerto y a éste el uniforme de la prisión, cogió los papeles y las placas identificativas y tiró el cuerpo al agujero donde se había escondido hasta entonces. Deacon conocía perfectamente el bosque de Kent, porque había nacido en aquella zona, pero no tenía ni idea de qué tenía que hacer en una guerra, aunque, claro, la necesidad lo puede todo, ¿no? Pensó que lo mejor era ir a Londres y que allí ya encontraría a algún viejo amigo que lo acogería. Así que fue hasta la carretera y consiguió que un camión lo llevara a una estación de tren. Me dijo el nombre, pero lo he olvidado. Escogió una ciudad pequeña, donde no hubiera estado antes. Allí encontró un tren que iba a Londres y no lo pensó dos veces. Todo iba bien pero, en algún momento del camino, subieron un grupo de soldados, bastante animados y contentos, y al oírlos hablar Deacon comprendió lo que se le venía encima. Empezó a pensar, ya saben, que se encontraba allí, vestido como un soldado, y sin tener ni las más mínima idea de cómo estaba la situación ni de la instrucción militar, y sabía que si abría la boca, metería la pata hasta el fondo.
– Claro -dijo Wimsey-. Es como vestirse de masón. Tú no sabrías qué hacer ni qué decir.
– Exacto. Deacon dijo que era como estar entre personas que hablaban otro idioma. Peor aún, porque Deacon sabía decir algo en otros idiomas, era un tipo con una buena educación, pero la jerga de los militares era demasiado para él. Así que sólo podía hacer una cosa: fingir que estaba dormido. Dijo que se acurrucó en su asiento y empezó a roncar, y si alguien le decía algo, le respondía de mala manera. Al parecer, le funcionó bastante bien. Aunque había un tipo muy pesado, con una botella de whisky en la mano, que no dejaba de ofrecerle tragos. Primero aceptó uno y luego otro, así que, cuando llegó a Londres, estaba borracho de verdad sin necesidad de fingir. Verán, durante dos días, no tuvo nadie con quien hablar ni nada que comer, excepto un pedazo de pan que cogió de una casa.
El policía que estaba tomando nota de la declaración escribía impasible. Cranton hizo una pausa, se tomó un vaso de agua y continuó.
– Deacon dijo que no se acordaba demasiado bien de lo que le había pasado después. Quería salir de la estación e ir a alguna parte, pero no fue fácil. Las calles oscuras lo confundían y, al parecer, el tipo de la botella de whisky le había cogido cariño. No dejaba de hablar, y eso fue una suerte para Deacon. Dijo que recordaba haber bebido un poco más y algo sobre una cantina, que había tropezado con algo y que un montón de hombres se habían reído de él. Y después de eso debió de quedarse dormido. Cuando se despertó, estaba en un tren rodeado de soldados y, por lo que pudo deducir, volvían al frente.
– Una historia muy conmovedora -dijo el señor Parker.
– Está bastante claro -intervino Wimsey-. Alguna alma caritativa debió de mirar sus papeles, vio que tenía que regresar al frente y lo metió en el primer tren, hacia Dover, supongo.
– Exacto -repuso Cranton-. Bueno, sólo podía volver a hacerse el dormido. Había muchos que también parecían muy cansados, así que no llamaba la atención en absoluto. Observaba lo que hacían los demás, enseñaba sus papeles cuando se los pedían y así sobrevivió. Por suerte, parece que no había nadie de su unidad, así que no podían delatarlo. Disculpen -añadió-, no puedo explicarles todos los detalles. Yo no estuve en la guerra porque estaba retenido por otros asuntos. Deberán llenar las lagunas del relato con la imaginación. Dijo que se mareó mucho, y después se quedó dormido en una especie de cuarto oscuro hasta que lo sacaron a empujones. Al cabo de un rato oyó que alguien preguntaba si había alguno de su unidad. Deacon sabía lo suficiente como para decir: «Sí, señor», y se levantó. Se vio caminando por una carretera llena de baches con un grupo reducido de hombres y un oficial. ¡Dios! Dijo que caminaron durante horas y que recorrieron unos cien kilómetros, aunque creo que exageraba. Además, dijo que se oían unos ruidos como si delante de ellos se levantara el infierno, y la tierra empezó a temblar y, de repente, vio dónde se había metido.
– Es algo épico -dijo Wimsey.
– No puedo hacer justicia a su relato -dijo Cranton-, porque Deacon nunca supo qué hacía y yo no sé lo suficiente como para hacerme una idea. Sólo sé que se metió de lleno en un bombardeo. Dijo que era como si la tierra se abriera bajo sus pies, y no me extrañaría que pensara que la cárcel era un lujo. Al parecer, nunca llegaron a las trincheras porque ya empezaban a retirarse y él se unió a la retirada. Perdió a su unidad, algo le golpeó en la cabeza y cayó al suelo. Cuando se despertó vio que estaba en una cueva junto a alguien que ya llevaba algún tiempo muerto. No sé. En esa parte me perdí un poco, pero logró salir. No se oía nada y oscurecía, así que debió de perder un día entero. Estaba completamente desorientado. Empezó a caminar y se caía constantemente en el barro, en baches o tropezaba con cosas, hasta que al final fue a parar a una especie de refugio donde había heno. Pero tampoco recordaba mucho de ese capítulo porque le habían dado un buen golpe en la cabeza y tenía fiebre. Entonces lo encontró una chica.
– Sí, esa parte ya la conocemos -dijo el comisario.
– Claro, por supuesto. Parece que saben mucho. Bueno, Deacon fue muy listo. Consiguió enternecer a la muchacha y se inventaron una historia para cubrirlo. Dijo que le resultó bastante fácil fingir que había perdido la memoria. Donde los doctores fallaron fue en intentar hacerlo reaccionar con instrucciones militares. Jamás había servido en el Ejército, así que no tuvo que hacer ningún esfuerzo para reaccionar ante las órdenes. Lo más difícil fue hacerles creer que no hablaba inglés. Casi lo pillan en un par de ocasiones. Pero sabía francés, así que se aprovechó. Tenía muy poco acento, pero aun así fingió haber perdido el habla, de modo que cualquier fallo en la pronunciación podía atribuirse a eso, y mientras tanto practicó con la muchacha hasta que consiguió hablar francés perfectamente. Tengo que admitirlo, Deacon era muy listo.
– Todo eso nos lo imaginamos -dijo el señor Parker-. Ahora háblanos de las esmeraldas.
– Ah, sí. Lo que le hizo volver a pensar en ellas fue al lee;- en un viejo periódico inglés que habían encontrado un cuerpo en un agujero, su cuerpo,, como todos pensaban. Era un periódico de 1918, aunque no llegó a sus manos hasta 1924, no recuerdo dónde. Apareció. Estas cosas pasan. Alguien lo utilizó alguna vez para envolver algo y creo que lo encontró en una taberna. No se preocupó por eso, porque en la granja les iba bien; para entonces ya se había casado con la muchacha y era feliz. Pero más tarde las cosas empezaron a empeorar y comenzó a preocuparse por esas piedras preciosas allí encerradas sin hacer ningún bien a nadie. Pero no sabía cómo llegar hasta ellas y cada vez que pensaba en el celador muerto o en el chico que había arrojado en aquel agujero le daba un escalofrío. Sin embargo, al final se acordó de un servidor y se imaginó que ya habría salido de la cárcel. Así que me escribió una carta. Bueno, como ustedes saben, yo todavía no había salido. Bueno, sí, pero me habían vuelto a encerrar por un terrible malentendido, así que no la recibí hasta un tiempo después porque mis amigos pensaron que no era algo que pudieran enviarme allí. Cuando salí, la carta estaba esperándome.
– No puedo imaginarme por qué le escribió a usted -dijo Parker-. Se habían intercambiado palabras poco caballerosas, podríamos decir.
– ¡Ah! -exclamó Cranton-. Es cierto y se lo mencioné cuando le escribí. Pero, claro, no tenía nadie más a quien acudir. Cuando todo está dicho y hecho, no hay nadie mejor que Nobby Cranton para un trabajo tan fino. Les doy mi palabra que estuve a punto de dejar que se pudriera en su granja, pero me dije: «No. Lo pasado, pasado está». Así que le prometí que le ayudaría. Le dije que podía facilitarle dinero y una nueva identidad y hacerle volver a Inglaterra. Lo único que le pedí es que me proporcionara un poco más de información. Si no lo hacía, ¿cómo iba yo a saber que ese zorro no volvería a traicionarme?
– Muy adecuado -opinó Parker.
– ¡Ah! Y el muy desgraciado lo hizo. Le dije que tendría que decirme dónde había escondido el collar. Y, aunque no se lo crean, no confió en mí. Dijo que si me lo decía, me llevaría el botín antes de que él llegara.
– ¡Increíble! -dijo Parker-. Tú jamás harías algo así.
– Nunca -respondió Nobby-. ¿Qué se ha creído? -añadió, guiñando un ojo-. Bueno, pues empezamos a escribirnos hasta que llegamos a un acuerdo. Al final me escribió y me dijo que me había enviado un…, ¿cómo lo han llamado?…, un mensaje cifrado y que si era capaz de descifrarlo, obtendría parte del botín. Me lo envió, pero no le encontré ni pies ni cabeza, y así se lo dije. Entonces me respondió que si no confiaba en él, podía ir personalmente a Fenchurch y preguntar por un sastre que se llamaba Paul y que vivía al lado de un tal Batty Thomas, y que ellos me darían la clave pero también me dijo que se lo dejara a él, porque sabía cómo tratar con ellos. Yo no sabía qué hacer, sólo pensaba que cuánta más gente estuviera implicada, menos parte del botín me tocaría, y me pareció que estaría más seguro con Deacon, porque tenía más que perder que yo. Llámenme cara dura si quieren, pero le envié dinero y unos papeles de identificación perfectos. Claro está que no podía volver como Deacon y él no quería volver como Legros porque decía que podría ocasionar problemas a su familia, así que me sugirió que se los pusiera a nombre de Paul Sastre. Me pareció un poco tonto, pero a él le hizo mucha gracia. Ahora, por supuesto, ya le veo la gracia. Le hicimos todos los papeles, con foto incluida, un trabajo muy limpio. Podría haber sido cualquiera. De hecho, era una mezcla de muchas caras. ¡Ah, sí! Además, le envié ropa para cuando se reuniera conmigo en Ostend, porque me dijo que la suya era demasiado francesa. Llegó el 29 de diciembre. ¿Supongo que ya lo sabían?
– Sí -confirmó Blundell-, aunque no nos ayudó demasiado.
– Esa parte salió bien. Me envió un mensaje desde Dover. Me llamó desde un teléfono público, aunque no los culparé por no haberlo localizado. Me dijo que se iba directamente a Fenchurch y que volvería a Londres con el botín al día siguiente o al otro. En cualquier caso, se las arreglaría para enviarme un mensaje. No sabía si ir a Fenchurch personalmente, jamás confié en él, pero no estaba del todo decidido, a pesar de la barba. Me la dejé por si las moscas. Tienen que entenderlo, no quería que me siguieran por todas partes. Además, tenía un par de asuntos pendientes. Lo estoy dejando.
– Mejor para ti -dijo Parker.
– El 30 no llegó ningún mensaje, ni el 31, así que pensé que me había vuelto a engañar. Aunque no conseguía saber qué ganaba con eso. Me necesitaba para sacar las joyas del país, o eso pensaba yo. Sólo entonces se me ocurrió que quizá se había puesto de acuerdo con cualquier otro tipo de Maidstone o algún extranjero.
– En tal caso, ¿para qué te quería a ti?
– Eso mismo pensé yo, pero como no estaba demasiado seguro, decidí que sería mejor ir allí personalmente y averiguar qué estaba pasando. No quería dejar pistas, así que fui hasta Walbeach. Cómo no importa, ésa no es la cuestión.
– Posiblemente te ayudó Sparky Bones o Fly Catcher -añadió Parker, pensativo.
– No me haga preguntas y no le diré mentiras. Mi amigo me dejó a unos kilómetros y luego seguí a pie. Decía que era un trabajador ambulante que buscaba trabajo en el nuevo canal Wash, pero gracias a Dios no buscaban a nadie.
– Y entonces nos encontramos.
– ¡Ah! Supongo que estaba por allí merodeando. Conseguí que me llevaran en coche una parte del camino y el resto lo hice a pie. Un país horroroso, ya lo he dicho. Si algún día me pierdo, por allí no me encontrarán.
– Supongo que entonces fue cuando nos cruzamos -dijo Wimsey.
– Si hubiera sabido a quién tendría el honor de parar, me hubiera ido a casa -afirmó Cranton-. Pero no lo sabía, así que seguí adelante y… ¡Pero bueno! Se supone que esta parte ya la conocen.
– Consiguió un trabajo con Ezra Wilderspin y empezó a hacer averiguaciones sobre Paul Sastre.
– Sí. Y el tiro me salió por la culata -dijo Nobby, indignado-. ¡El maldito señor Paul Sastre y Batty Thomas! ¡Campanas! Y ni una pista de mi Paul Sastre. Aquello me hizo reflexionar. No sabía si había estado allí y se había ido, si lo habían cogido por el camino o si estaba escondido detrás de la siguiente esquina. Y ese Wilderspin era muy bueno manteniendo ocupados a sus trabajadores. «¡Driver, ven aquí! ¡Steve, haz esto!». No tenía ni un minuto para mí. Con todo, empecé a darle vueltas al mensaje cifrado. Se me ocurrió que quizá tenía algo que ver con las campanas. Pero ¿podría subir al campanario? No, no podía. Al menos, no abiertamente. Así que una noche me decidí y fui a ver si le encontraba sentido a todo eso. Hice copias de un par de llaves, al menos el trabajo en la herrería tenía que servirme de algo, y el sábado por la noche salí por la puerta trasera de casa de Ezra.
Hizo una pausa y continuó.
– Escúchenme bien porque lo que les voy a decir es toda la verdad. Fui a la iglesia pasada la medianoche y, cuando puse la mano en el pomo de la puerta, vi que estaba abierta. ¿Qué pensé? Que Deacon estaba dentro haciendo el trabajo. ¿Quién más iba a estar en la iglesia a esas horas? Ya había visitado antes el templo para ver cuál era la puerta del campanario, así que fui hacia la puerta tranquila y silenciosamente, y vi que también estaba abierta. Me dije: «Está bien. Deacon está aquí y le voy a dar yo Sastre Paul y Batty Thomas por no haberme escrito». Llegué a una sala llena de cuerdas que me pareció bastante desagradable. Luego había otra escalera y más cuerdas. Otra escalera y una trampilla.
– ¿La trampilla estaba abierta?
– Sí, y subí. No me gustaba ni un pelo. Cuando llegué a la siguiente sala, ¡Dios mío! El aire estaba enrarecido. No se oía nada, pero era como si hubiera un montón de gente alrededor. ¡Y qué oscuro! Era una noche muy cerrada y llovía a cántaros, pero jamás había visto algo tan oscuro como aquella sala. Además, tenía la sensación de que había cientos de ojos fijados en mí. Al cabo de un rato, cuando me tranquilicé un poco, encendí la linterna. ¿Han estado alguna vez allí arriba? ¿Han visto las campanas de cerca? En general, no me dejo llevar por la cabeza, pero había algo en esas campanas que me hacía estremecer.
– Sé a lo que se refiere -dijo Wimsey-. Es como si, en cualquier momento, se te fueran a caer encima.
– Exacto. Usted sí que sabe a lo que me refiero. Bueno, había llegado donde quería, pero no sabía por dónde empezar. No sabía absolutamente nada sobre campanas. Además, no tenía ni idea de qué había pasado con Deacon, así que empecé a iluminar el suelo y… ¡Boom! ¡Allí estaba!
– ¿Muerto?
– Muerto como una momia. Estaba atado a una especie de poste y tenía una mirada… ¡Dios mío! No quiero volver a ver esa mirada en mi vida. Como si lo hubieran matado y se hubiera vuelto loco a la vez. No sé si me entienden.
– ¿Tenemos que suponer que no había duda de que estaba muerto?
– ¿Muerto? -dijo Cranton, riéndose-. Jamás había visto a nadie tan muerto.
– ¿Estaba rígido?
– Rígido, no. Pero estaba frío. ¡Dios! Sólo lo toqué. Estaba liado con las cuerdas y la cabeza inclinada hacia abajo. Bueno, era como si se hubiera adivinado su destino o algo peor. Porque, para ser sinceros, las campanas se mueven bastante deprisa, pero parecía que había sufrido un buen rato.
– ¿Quieres decir que tenía la cuerda alrededor del cuello? -preguntó Parker un poco impaciente.
– No. No lo habían ahorcado. No sé qué lo mató. Estaba allí mirándolo cuando oí que alguien subía a la torre. Puedo prometerles que no me quedé ahí de pie. Vi otra escalera y subí hasta que me encontré una trampilla que, supongo, daba al tejado. Me escondí detrás de la escalera y recé para que al otro tipo no se le ocurriera venir a por mí. No me atraía la idea de que me encontraran allí arriba y, además, querrían una explicación por la muerte de mi viejo amigo Deacon. Claro que podría haber dicho la verdad, que el pobre ya estaba frío cuando yo llegué, pero el hecho de que tuviera copias de las llaves en los bolsillos contradecía un poco esa coartada. Así que me quedé sentado casi sin respirar. El tipo llegó donde estaba el cadáver y empezó a dar vueltas y a resoplar, y sólo decía: «Por Dios» en voz baja. Entonces oí una especie de golpe seco y supuse que había descolgado el cuerpo y éste había caído al suelo. Luego, al cabo de un rato, se oyó algo como si estuviera haciendo un esfuerzo; luego, pasos muy lentos y pesados y un ruido como si estuviera arrastrando a Deacon por el suelo. Desde donde estaba, no podía ver nada, sólo la escalera y la pared que tenía enfrente, y él estaba al otro lado del cuarto. Oí más ruidos, unos golpes, y deduje que estaba bajando el cuerpo por la otra escalera. Desde luego, no le envidié el trabajo.
Hizo una pausa y continuó.
– Esperé y esperé detrás de la escalera, hasta que ya no se oía nada, y entonces me planteé qué iba a hacer. Intenté abrir la trampilla del tejado. Había un pestillo en la parte de dentro, así que lo abrí y salí. Estaba diluviando, pero salí, me agaché y miré hacia abajo. ¿Cuánto mide esa maldita torre? ¿Cuarenta metros? A mí me parecieron cuarenta kilómetros. Yo no escalo paredes para entrar en las casas ni bajo por las chimeneas. Miré hacia abajo y vi una luz que iba de un lado a otro, muy lejos de donde estaba yo. Les prometo que estaba agarrado con las dos manos y, aun así, tenía una sensación en el estómago como si la torre conmigo y con las campanas se fuera a desplomar. Me alegré de no ver más de lo que podía distinguir desde allí. Entonces pensé: «Está bien, Nobby, será mejor que te pongas en marcha mientras allí abajo hacen el trabajo sucio». Así que volví a entrar con cuidado, pasé el pestillo de la trampilla y empecé a bajar la escalera. Me resultaba muy extraña la oscuridad aunque, cuando encendí la linterna, deseé no haberlo hecho. Ahí estaba, con todas esas campanas a mis pies… ¡Dios, cómo las odiaba! Empecé a sudar y a temblar y se me resbaló la linterna, cayó y chocó contra una de las campanas. Jamás olvidaré el ruido que hizo. No fue muy fuerte, pero sonó con una dulzura escalofriante y amenazadora, y resonó y resonó, y el ruido se metía en los oídos. Creerán que estoy loco, pero estoy seguro de que esa campana estaba viva. Cerré los ojos y me agarré con fuerza a la escalera deseando haber escogido otra profesión, así que pueden imaginarse en qué estado me encontraba.
– Tienes demasiada imaginación, Nobby -dijo Parker.
– Espera, Charles -interrumpió Wimsey-. Espera a ver cómo reaccionas subido a una escalera en medio de un campanario oscuro. Las campanas son como los gatos y los espejos: nunca son lo que parecen. Continúa, Cranton.
– No podía reaccionar -explicó Cranton, con franqueza-. Era incapaz de hacer un solo movimiento. Aunque no fueran más de cinco minutos, se me hicieron eternos. Al final bajé, a oscuras, claro, porque había perdido la linterna. Cuando llegué al suelo, tanteé y la encontré, aunque la bombilla se había roto y no llevaba ninguna de recambio encima. Así que tuve que buscar la puerta a tientas muerto de miedo por si me caía por la escalera. Al final, la encontré y después todo fue más fácil, aunque pasé un mal rato en la escalera de caracol. Los escalones están muy desgastados y resbalaba, y el espacio entre las paredes es tan estrecho que casi no podía ni respirar. El otro tipo había dejado todas las puertas abiertas, por eso supe que volvería y no me hacía ni pizca de gracia. Cuando llegué a la iglesia, me dirigí de inmediato a la puerta. Por el camino volví a tropezar con algo que, al caer, hizo un ruido estrepitoso. Algo como un bote metálico.
– El aguamanil que está debajo de la pila -dijo Wimsey.
– Pues no deberían dejarlo allí -respondió Cranton, indignado-. Y cuando salí por el porche de la iglesia, tuve que caminar despacio y en sigilo por la gravilla. Al final llegué a la carretera y empecé a correr como un desesperado. No había dejado nada en casa de los Wilderspin, sólo una camisa que me habían prestado y un cepillo de dientes que me había comprado en el pueblo, y no iba a volver a buscarlo. Corrí y corrí, y la lluvia era horrorosa. Este país es espantoso. Cunetas y puentes en cada esquina. Pasó un coche muy deprisa y, para apartarme de la luz de los faros, retrocedí, resbalé y caí en una cuneta llena de agua. ¿Fría? Estaba congelada. Al final me escondí en un granero que había cerca de una estación de ferrocarriles hasta la mañana siguiente, en que llegó un tren y lo cogí. No me acuerdo del nombre de la estación, pero debía de estar a unos diez o quince kilómetros de Fenchurch. Cuando llegué a Londres tenía fiebre; los médicos dijeron que era fiebre reumática. Y ya ven cómo me ha dejado. Casi no lo cuento, y ojalá hubiera sido así porque ahora ya no serviré para nada nunca más. Esa es la verdad y toda la verdad, milord y agentes. Además, cuando llegué aquí y busqué la carta de Deacon, no la tenía; imaginé que se habría caído por la carretera, pero si usted me dice que la encontró en el campanario, entonces se me debió caer cuando saqué la linterna del bolsillo. Yo no maté a Deacon, aunque sabía que me costaría demostrarlo, por eso cuando vinieron la primera vez les expliqué otra historia.
– Bueno -dijo el inspector jefe Parker-, esperemos que hayas aprendido la lección de mantenerte lejos de los campanarios.
– Seguro -contestó Nobby Cranton-. Ahora, cada vez que veo la torre de una iglesia siento vértigo. No soy creyente, se lo aseguro, pero si alguna vez entro en una iglesia, pueden cogerme y llevarme a un manicomio.
Cuando yo me callaba, se sumían mis huesos en mi rugir de cada día.
Salmo 32.3
Wimsey pensó que nunca había visto un abatimiento tan absoluto reflejado en una cara como el que vio en la de Will Thoday. Era el rostro de un hombre que había sido llevado hasta el límite, demacrado y pálido, con los orificios de la nariz tensos como los de los muertos. La cara de Mary reflejaba preocupación y angustia, aunque también se veía un atisbo de combatividad. Ella seguía luchando, pero Will estaba obviamente derrotado.
– Bueno -dijo el comisario Blundell-, veamos qué tenéis que decir a vuestro favor.
– No hemos hecho nada de lo que tengamos que arrepentimos -dijo Mary.
– Déjamelo a mí, Mary -dijo Will, y se giró hacia el comisario-. Bueno, supongo que han descubierto lo de Deacon. Ya saben que nos hizo, a nosotros y a los nuestros, un daño incurable. Mary y yo hemos intentado arreglarlo, lo hemos intentado de veras, pero usted se ha entrometido. Supongo que deberíamos habernos imaginado que no podríamos guardar el secreto para siempre, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? En el pueblo ya han hablado de Mary lo suficiente y creímos que lo mejor era desaparecer, con la esperanza de convertirla en una mujer honesta sin comentarlo con nadie para no dar pie a más argumentos contra nosotros. ¿Y por qué no? No fue culpa nuestra. ¿Qué derecho tiene a detenernos?
– Mira, Will -dijo Blundell-, habéis tenido mala suerte, no te lo niego, pero la ley es la ley. Deacon no era trigo limpio, lo sabemos, pero la verdad es que alguien lo mató y nuestro trabajo es descubrir quién lo hizo.
– No tengo nada que decir sobre eso -contestó Will Thoday lentamente-. Pero sería muy cruel que Mary y yo…
– Un momento -interrumpió Wimsey-. Thoday, creo que no te das cuenta de lo que está pasando. El señor Blundell no quiere entrometerse en tu matrimonio pero, como él bien dice, alguien mató a Deacon, y la cruda realidad es que tú sigues siendo el sospechoso con más motivos para hacerlo. Y eso significa, en caso que se te acusara de asesinato y te juzgaran…, bueno, seguramente querrían que esta señora testificara.
– ¿Y si lo hicieran?
– Sólo te diré una cosa -dijo Wimsey-: La ley permite que una mujer se niegue a declarar en contra de su marido. -Esperó hasta que esto les quedó claro y añadió-: Toma un cigarro, Thoday. Piénsalo.
– Ya veo -dijo Will muy seco-. Todo se resume en que ese diablo no nos dejará nunca en paz. Ya le arruinó la vida a mi pobre Mary una vez y la llevó al banquillo de los acusados, le mancilló el nombre y consiguió que nuestras hijas fueran bastardas, y ahora puede interponerse en nuestro camino al altar y hacer que ella testifique en mi contra para que me pongan la soga al cuello. Si alguna vez un hombre se mereció morir, ése es él, y espero que arda en el infierno.
– Es muy probable que así sea -dijo Wimsey-, pero verás, la cuestión es que si nos dices la verdad ahora…
– Sólo les puedo decir una cosa -interrumpió Thoday con voz desesperada-: mi mujer, porque ante los ojos de Dios y los míos es mi mujer, nunca supo nada de todo esto. Ni una palabra. Y ahora no sabe nada excepto el nombre del hombre que está enterrado en esa tumba. Y ésa es, frente a Dios, toda la verdad.
– Está bien -dijo Blundell-. Eso tendrás que demostrarlo.
– Eso no es del todo cierto, Blundell -dijo Wimsey-, porque me atrevería a decir que es demostrable ahora mismo. Señora Thoday…
La mujer le brindó una mirada agradecida.
– ¿Cuándo fue la primera vez que se dio cuenta de que su primer marido había estado vivo hasta principios de este año y que, por lo tanto, usted no estaba legalmente casada con Will Thoday?
– Cuando usted vino a verme la semana pasada, milord.
– ¿Cuando le enseñé la carta escrita con la letra de Deacon?
– Sí, milord.
– Pero ¿cómo es que…? -empezó a decir el comisario, pero Wimsey lo interrumpió.
– En ese momento se dio cuenta de que el hombre enterrado en la tumba de lady Thorpe debía de ser Deacon.
– Pensé que tendría que ser él, milord. En ese momento empecé a entender muchas cosas que hasta entonces no veía claras.
– ¿Alguna vez hasta entonces había dudado de que Deacon había muerto en 1918?
– Ni un segundo, milord. Si no, no me habría casado con Will.
– ¿Siempre ha ido a misa los domingos?
– Sí, milord.
– Pero el último domingo no fue.
– No, milord. No podía ir a misa sabiendo que Will y yo no estábamos casados por la Iglesia. No me pareció correcto.
– Por supuesto que no -dijo Wimsey-. Le ruego que me disculpe, comisario. Me temo que le he interrumpido.
– Todo eso está muy bien -dijo Blundell-. Usted le dijo a lord Wimsey que no reconocía la letra de la carta cuando se la enseñó.
– Me temo que sí. No era verdad…, pero tuve que pensar algo deprisa…, y estaba asustada…
– Temía meter a Will en problemas, ¿no es cierto? Oiga, Mary, ¿cómo supo que esa carta no la habían escrito hacía años? ¿Cómo es que pensó inmediatamente que el cadáver enterrado en la tumba de lady Thorpe era de Deacon? Respóndame a esto, ¿quiere?
– No lo sé -contestó ella con un hilo de voz-. Sólo se me ocurrió de repente.
– Claro -ironizó el comisario-. ¿Y por qué? Porque Will ya se lo había dicho y sabía de qué iba todo. Porque ya había visto esa carta antes…
– ¡No, no!
– Yo creo que sí. Si no hubiera sabido algo, no habría tenido ninguna razón para decir que no reconocía la letra. Sabía cuándo la habían escrito, ¿no es cierto?
– ¡Eso es mentira! -gritó Thoday.
– No creo que tenga razón en eso, Blundell -dijo Wimsey con serenidad-, porque, si la señora Thoday hubiera sabido algo, ¿por qué fue a misa el domingo anterior? Quiero decir, ¿no lo entiende?, si había negado descaradamente lo evidente durante todos estos meses, ¿por qué no iba a hacerlo otra vez?
– Bueno -dijo el comisario-. ¿Y qué hay de Will? Él sí que ha estado yendo a misa, ¿no es cierto? No me dirá ahora que él tampoco sabía nada de todo esto.
– ¿Qué dice, señora Thoday? -le preguntó educadamente Wimsey.
Mary Thoday se quedó callada.
– No puedo decirle nada -respondió al fin.
– ¿Cómo que no puede decir nada? ¡Por Dios! -gritó Blundell-. Está bien, entonces, ¿me dirá…?
– No digas nada, Mary -le aconsejó Will-. No le contestes. No digas ni una palabra. Tergiversarán tus palabras para que digas cosas que no quieres. No tenemos nada que decir y si alguien tiene que pasar por todo esto, ése soy yo, y punto.
– No tan deprisa -le contó Wimsey-. ¿No ves que si nos dices lo que sabes y nos convences de que tu mujer no sabía nada, no habrá nada que se interponga en vuestro matrimonio? ¿No es así, comisario?
– No puedo ofrecer esos alicientes, milord -repuso escuetamente el comisario.
– Claro que no, pero no debemos pasar por alto un hecho muy obvio. Verás, Thoday -continuó Wimsey-, alguien tuvo que saber algo para que tu mujer llegara a la precipitada conclusión de que el muerto era Deacon. Si no había sospechado de ti, si tú no supiste absolutamente nada y eras inocente todo este tiempo, entonces ella es la culpable. Claro, debió de ser así. Ahora lo veo claro. Si ella lo sabía, y te lo dijo a ti, entonces eres tú el que no tenía la conciencia tranquila. Fuiste tú el que debió decirle que no podía arrodillarse en el altar junto a una mujer culpable…
– ¡Basta ya! -exclamó Thoday-. Si dice una palabra más, yo… ¡Dios mío! No sucedió así, milord. Ella nunca supo nada. Yo sí que lo sabía. Eso es todo lo que voy a decir, no diré más, sólo eso. Por la esperanza que tengo de salvarme, ella nunca supo nada.
– ¿Por la esperanza que tienes de salvarte? -preguntó Wimsey-. Bueno, bueno. Lo sabías, ¿y no nos vas a decir nada más?
– Oye, Will -dijo el comisario-. Tendrás que darnos algo más de información. ¿Cuándo supiste que era él?
– Cuando descubrieron el cuerpo -contestó Thoday despacio, como si le estuvieran arrancando las palabras-. En ese momento supe quién era.
– ¿Y por qué no dijiste nada? -le preguntó el comisario.
– ¿Y que todo el mundo supiera que Mary y yo no estamos legalmente casados? Ni hablar.
– Ya -dijo Wimsey-. Pero, entonces, ¿por qué no se volvieron a casar?
Thoday se movió muy inquieto en la silla.
– Bueno, verá, milord… Esperaba que Mary no se enterara nunca. Sabía que sería un golpe muy duro para ella. Y estaban las niñas. Jamás lo hubiéramos superado. Así que me prometí que no diría nada y que me llevaría el pecado, si es que se puede considerar un pecado, a la tumba. No quería que Mary pasara otra vez por los comentarios y las miradas indiscretas. ¿No lo entienden? Bueno, y entonces… cuando lo descubrió al ver aquella carta… -Hizo una pausa y volvió a empezar-. Verá, desde que encontraron el cadáver, estuve muy inquieto y preocupado, es más, me atrevería a decir que me comportaba de un modo raro en casa y ella lo notó; cuando me preguntó si el hombre muerto era Deacon, yo le dije que sí y así fue cómo lo descubrió todo.
– ¿Y cómo reconociste el cadáver?
Se produjo un largo silencio.
– Porque estaba muy desfigurado, ya sabes -dijo Wimsey.
– Usted dijo que pensaba que era… que había estado en la cárcel -dijo Thoday-. Entonces yo me dije…
– Un momento -lo interrumpió el comisario-. ¿Cuándo escuchaste a milord decir eso? En el interrogatorio público no se lo preguntaron y menos durante la suspensión del veredicto, porque tuvimos la precaución de no decir nada de todo esto. ¿Cómo lo sabías?
– Se lo oí decir a Emily, la chica que trabaja en casa del párroco -dijo lentamente Thoday-. Al parecer, lo oyó hablando con el señor Bunter.
– ¿De verdad? -preguntó el comisario-. Me gustaría saber qué más oyó la señorita Emily. ¿Qué hay de la botella de cerveza? ¡Habla! ¿Quién le dijo que borrara las huellas?
– Ella no pretendía molestar a nadie -dijo Will-. Sólo tenía curiosidad. Ya sabe cómo son las chiquillas. Al día siguiente vino y le explicó toda la historia a Mary. Estaba extraña.
– ¡No me digas! -dijo el comisario, incrédulo-. Da igual. Volvamos a Deacon. Has dicho que oíste que Emily dijo que había oído que milord le decía al señor Bunter que el muerto había estado en la cárcel. ¿No es así? ¿Y qué pensaste?
– Que debía ser Deacon. Pensé que ese demonio había salido de su tumba para molestarnos otra vez. No lo sabía, pero es lo que pensé.
– ¿Y qué pensaste que había venido a buscar?
– ¿Cómo iba a saberlo? Sólo pensé que había vuelto, sólo eso.
– Pensaste que había venido a buscar las esmeraldas, ¿no es cierto? -preguntó el comisario.
Por primera vez, Will Thoday mostró ingenuidad e impaciencia en la mirada.
– ¿Las esmeraldas? ¿Por eso había vuelto? ¿Quiere decir que, después de todo, las tenía él? Siempre creímos que se las había llevado el otro tipo, Cranton.
– ¿No sabías que estaban escondidas en la iglesia?
– ¿En la iglesia?
– Las encontramos el lunes -le explicó Wimsey-. Estaban escondidas en el techo.
– ¿En el techo de la iglesia? Entonces, eso es lo que… Han encontrado las esmeraldas. ¡Gracias a Dios! Ahora ya nadie podrá decir que Mary tuvo algo que ver en el robo.
– Eso es cierto -dijo Wimsey-. Pero me gustaría saber lo que ibas a decir. ¿«Eso es lo que…»? ¿Qué? «Eso es lo que buscaba cuando lo encontré en la iglesia», ¿era eso?
– No, milord. Iba a decir… Iba a decir que eso fue lo que hizo con las joyas. -Pareció que lo invadía una oleada de ira nueva-. ¡El muy desgraciado! Después de todo, era cierto que había traicionado al otro tipo.
– Sí -dijo Wimsey-. Me temo que no se pueden decir demasiadas cosas a favor del desaparecido señor Deacon. Lo siento, señora Thoday, pero era una persona bastante indeseable. Y usted no ha sido la única que lo ha sufrido. En Francia se casó con otra mujer que se ha quedado viuda y con tres hijos que mantener.
– ¡Pobrecita! -dijo Mary.
– ¡Sinvergüenza! -exclamó Will-. Si lo hubiera sabido…
– ¿Cómo dices?
– Nada -respondió el granjero-. ¿Cómo fue a parar a Francia? ¿Cómo es que…?
– Es una historia muy larga -dijo Wimsey-. Además, no tiene nada que ver con lo que aquí nos ocupa. Repasemos su historia. Oíste que en el cementerio había aparecido el cuerpo de un hombre que podía haber sido un convicto y, a pesar que tenía el rostro muy desfigurado, estuviste lo bastante… ¿inspirado?… para identificarlo como Geoffrey Deacon, a quien creíais muerto desde 1918. No le dijiste nada a tu mujer quien, cuando el otro día vio una carta escrita a mano de Deacon, que podía haberla escrito en cualquier momento, estuvo… ¿también inspirada?… y dedujo lo mismo que tú. Sin esperar ni siquiera que alguien lo verificara, os vais corriendo a la ciudad a casaros otra vez, y ésa es la única explicación que puedes darnos. ¿Es cierto?
– Eso es todo lo que puedo decir, milord.
– Y, por cierto, es una historia con muy poco fundamento -observó el comisario-. A ver si lo entiendes, Will Thoday. Sabes tan bien como yo cuál es tu situación. Sabes que no tienes que respondernos si no quieres. Sin embargo, podemos reabrir la investigación del cadáver enterrado y tendrás que explicarle la historia al juez de instrucción. O podemos acusarte del asesinato y llevar el caso ante un juez y un jurado. O puedes decirnos toda la verdad ahora. Lo que tú prefieras.
– No tengo nada más que añadir, señor Blundell.
– Mira, te voy a ser muy sincero -dijo Wimsey-. Es una lástima, porque el fiscal puede que tenga otra versión en la cabeza. Puede pensar, por ejemplo, que tú sabías que Deacon estaba vivo porque te habías encontrado con él en la iglesia la noche del 30 de diciembre.
Esperó para ver el efecto que producían estas palabras, y continuó.
– Verás, tenemos la declaración del Loco Peake, que no creo que esté tan loco como para no poder aportar pruebas sobre lo que vio y oyó esa noche desde detrás de la tumba del abad Thomas. El hombre de la barba negra y las voces en la sacristía, y Will Thoday sacando una cuerda del baúl. Por cierto, ¿qué te llevó a la iglesia? Viste una luz, quizá. Te acercaste y viste que la puerta estaba abierta, ¿es así? Y en la sacristía encontraste a un hombre haciendo algo sospechoso. Lo increpaste y, cuando él te respondió, supiste quién era. Fue una suerte que no te disparara, pero posiblemente lo cogiste desprevenido. De todos modos, lo amenazaste con entregarlo a la justicia, pero él te dijo que eso pondría a tu mujer y a tus hijas en una situación muy comprometida. Así que empezasteis a hablar y, al final, llegasteis a un acuerdo. Prometiste no decir nada y sacarlo del país con doscientas libras en el bolsillo, pero en ese momento no las tenías, así que, mientras tanto, lo esconderías en un lugar seguro. Luego cogiste una cuerda y lo ataste. Lo que no sé es cómo conseguiste que no se resistiera mientras lo atabas. ¿Le diste un puñetazo o qué hiciste? ¿No vas a ayudarme? Bueno, da igual. Lo ataste y lo dejaste en la sacristía mientras ibas a casa del párroco a robar sus llaves. Por cierto, fue un milagro que estuvieran en su sitio. Casi nunca lo están. Luego lo llevaste al campanario, porque la sala de las campanas es bastante amplia y es segura, pues hay que abrir muchas puertas hasta llegar allí, y eso era más fácil que escoltarlo por todo el pueblo. Después, le ibas llevando comida… quizá la señora Thoday nos podría ayudar en este punto. ¿Echó de menos alguna botella de cerveza? Ya sabe, de esas de litro y medio que encarga cada vez que viene Jim. Por cierto, Jim está de camino y tendremos que hablar con él cuando llegue.
El comisario, que observaba a Mary, vio que ésta contraía la cara alarmada, aunque no dijo nada. Wimsey continuó implacable:
– Al día siguiente fuiste a Walbeach a sacar el dinero del banco. Pero no te encontrabas demasiado bien y, cuando volvías a casa, perdiste el conocimiento y no pudiste volver al campanario para soltar a Deacon. Lo debiste pasar muy mal. No querías confiar en tu mujer pero, claro, ahí estaba Jim.
Thoday levantó la cabeza.
– No voy a decir que sí ni que no, milord. Sólo le diré que jamás le dije ni una palabra sobre Deacon a Jim, ni una palabra. Ni él a mí. Y ésa es la verdad.
– Muy bien -dijo Wimsey-. Pasara lo que pasara, entre el 30 de diciembre y el 4 de enero alguien mató a Deacon. Y la noche del 4, alguien lo enterró. Alguien que lo conocía porque se tomó la molestia de destrozarle la cara y cortarle las manos para que nadie lo identificara. Y lo que todo el mundo querrá saber, se lo prometo, es en qué preciso momento Deacon dejó de ser Deacon para convertirse en el cuerpo. Porque ésa es la cuestión. Sabemos perfectamente que tú no pudiste enterrarlo, porque estabas enfermo, pero el asesinato es otra cosa. Verás, Thoday, no se murió de hambre. Murió con el estómago lleno. Tú no pudiste haberle llevado comida después de la mañana del 31 de diciembre. Si no lo mataste ese día, ¿quién le llevó la comida los otros días? ¿Y quién, después de haberlo alimentado y matado, lo arrastró por la escalera del campanario la noche del 4, con un testigo sentado en el tejado de la iglesia, un testigo que lo había visto y lo había reconocido? ¿Un testigo que…?
– No siga, milord -lo interrumpió el comisario-. La señora se ha desmayado.
¿Quién encerró con doble puerta el mar cuando salía borbotando del seno materno, […] cuando le fijé sus límites y le puse puertas y cerrojos?
Job 38. 8-10
– No dirá nada -dijo el comisario Blundell.
– Ya lo sé -repuso Wimsey-. ¿Lo ha detenido?
– No, milord. Lo he enviado a casa y le he dicho que lo piense. Está claro que podríamos implicarlo en los dos casos con mucha facilidad. Quiero decir: protegió a un asesino, eso está claro; y ahora protege al asesino de Deacon, si no lo mató él. Aunque creo que nos irá mejor después de interrogar a James. Y sabemos que llegará a Inglaterra a finales de mes. Sus jefes han sido muy discretos. Le han dicho que tenía que volver a casa, sin darle ninguna explicación. Han contratado a otro hombre para que lo sustituya.
– ¡Perfecto! Todo esto es un poco macabro. Si alguna vez alguien se mereció una muerte violenta, estoy seguro de que fue Deacon. Si lo hubieran juzgado, la propia ley habría ordenado colgarlo, delante de todo el pueblo aplaudiendo a rabiar. ¿Por qué deberíamos colgar a un hombre decente que se ha anticipado a la ley y ha hecho el trabajo sucio por nosotros?
– Bueno, así es la ley, milord -le respondió el señor Blundell-. Y no me corresponde a mí juzgarla. En cualquier caso, no será tan fácil colgar a Will Thoday, a menos que demostremos que era cómplice en los dos casos. Deacon murió con el estómago lleno. Si Will lo mató el 30 o el 31, ¿por qué fue a Walbeach a sacar el dinero? Si Deacon estaba muerto, ya no lo necesitaba. Por otro lado, si Deacon no murió hasta el día 4, ¿quién lo alimentó durante esos días? Si James lo mató, ¿por qué se molestó en darle de comer antes? Esto no tiene sentido.
– Supongamos que había alguien que le llevaba comida a Deacon -dijo Wimsey-. Supongamos que dijo algo que enfureció a esa persona y lo mató en un arrebato, sin querer.
– Sí, pero ¿cómo lo mató? No lo apuñalaron, ni le dispararon, ni le dieron un golpe en la cabeza.
– Ah, no lo sé -dijo Wimsey-. ¡Maldito sea ese hombre! Es un estorbo, vivo o muerto, y quien sea el que lo mató, nos ha hecho un favor a todos. Ojalá lo hubiera matado yo mismo. Quizá lo hice. O el párroco. O quizá fue Hezekiah Lavender.
– No creo que fuera ninguno de ustedes -opinó el señor Blundell-. Pero pudo haber sido cualquier otro, claro. El Loco, por ejemplo. Siempre está merodeando por la iglesia de noche. Pero tendría que haber llegado hasta la sala de las campanas, y no sé cómo. Esperaremos a James. Tengo la corazonada de que tendrá muchas cosas que decirnos.
– ¿Sí? Las ostras tienen barba, pero no la mueven.
– Si hablamos de ostras, hay distintas maneras de abrirlas y, además, no tiene que tragárselas enteras. ¿No vuelve a Fenchurch?
– Ahora no. Creo que allí no podré hacer gran cosa durante un tiempo. Además, mi hermano, el duque de Denver, y yo vamos a Walbeach a inaugurar el nuevo canal Wash. Espero verlo por allí.
La única cosa interesante que sucedió durante la semana siguiente fue la repentina muerte de la señora Wilbraham. Murió por la noche sola, al parecer de muerte natural, con las esmeraldas en la mano. Había dejado un testamento que había escrito hacía quince años, en el que se lo legaba todo a su primo Henry Thorpe «porque es el único hombre honesto que conozco». El hecho de que le hubiera traspasado a su único pariente honesto el sufrimiento de los tormentos y la ansiedad durante el ínterin parecía que era lo que todo el mundo había esperado de sus enigmáticas y secretas disposiciones. Al día siguiente a la muerte de Henry Thorpe, se añadió un codicilo al testamento donde se transfería le legado a Hilary, mientras que, pocos días antes de su muerte, la señora Wilbraham añadió otro en el que dejaba estipulado que las esmeraldas, que tantos problemas habían ocasionado, tenían que ser entregadas a «lord Peter Wimsey, que parece un hombre sensible, y que ha actuado de un modo desinteresado» y, además, lo nombraba fiduciario de Hilary. Wimsey, cuando se enteró, torció el gesto. Le ofreció el collar a Hilary, pero ella no quiso ni tocarlo; le traía muy malos recuerdos. Y les costó bastante que accediera a aceptar la herencia de la señora Wilbraham. Odiaba la idea de ser la heredera y, además, quería ganarse la vida por sus propios medios.
– El tío Edward se va a poner más pesado que nunca -dijo-. Quiere que me case con algún hombre rico, y si yo quiero casarme con un pobre, me dirá que se casa conmigo por el dinero. Además, yo no quiero casarme.
– Entonces, no te cases -dijo Wimsey-. Serás una soltera rica.
– ¿Como la tía Wilbraham? ¡No, gracias!
– Claro que no. Serás una soltera rica y bonita.
– ¿Existen?
– Bueno, mírame a mí. Quiero decir, soy un soltero rico y guapo. En realidad, bastante guapo. Y ser rico es muy divertido. Al menos a mí me lo parece. No tienes que gastártelo todo en yates y fiestas, ¿sabes? Podrías construir algo, o crear una fundación, o dirigir una empresa o algo así. Si no lo coges tú, se lo llevará alguien peor, el tío Edward, por ejemplo, y seguro que no hará un buen uso de ese dinero.
– Seguro que el tío Edward lo despilfarraría -afirmó Hilary pensativa.
– Bueno, todavía tienes unos cuantos años para pensarlo -dijo Wimsey-. Cuando cumplas la mayoría de edad, podrás decidir si quieres tirarlo al Támesis. Lo que no sé es qué voy a hacer con las esmeraldas.
– Yo no quiero ni verlas. Mataron a mi abuelo y prácticamente mataron a papá, y han matado a Deacon y matarán a alguien más en breve. No las tocaría ni que me pagaran.
– Te diré lo que vamos a hacer. Las guardaré hasta que cumplas veintiún años, y entonces crearemos el Comité de Deshechos de la Herencia Wilbraham y haremos algo emocionante con todo lo que tengamos.
Hilary estuvo de acuerdo, pero Wimsey estaba deprimido. Según él, su intervención no había ayudado a nadie y sólo había creado más problemas. Había sido una mala suerte encontrar el cadáver de Deacon. Molestaba a todos.
El nuevo canal Wash se inauguró a finales de mes con una gran celebración. El tiempo era perfecto, el duque de Denver leyó un discurso precioso y la regata fue un éxito rotundo. Tres personas cayeron al río, tuvieron que echar a cuatro hombres y una mujer por desorden público y por estar borrachos, un coche chocó contra el carro de un comerciante y el hijo de Harry Gotobed ganó el primer premio en la sección de deportes de motos decoradas.
Y el río Wale, que avanzaba plácidamente en medio de todo esto, empezó a correr por el nuevo canal hasta el mar. Wimsey, que estaba apoyado en la pared al principio del canal, observaba cómo el agua salada se mezclaba con la marea de agua dulce, dejando barro e invadiendo la nueva cama. A su izquierda, el viejo canal estaba vacío y sólo se veía una extensión enorme de barro.
– Funciona -dijo una voz detrás de él.
Se giró y vio que era uno de los ingenieros.
– ¿Cuántos metros más lo han rebajado?
– Pocos, pero el río hará lo demás. El único problema con este río es el lodo de la desembocadura y esta curva de aquí abajo. Hemos recortado el curso unos tres kilómetros y hemos abierto un canal directo al Wash más allá de los pantanos. Ahora, si sigue su curso natural, creará su propia desembocadura. Esperamos que las aguas rebajen el canal de dos a tres metros, quizá más. La ciudad lo va a notar mucho. Es escandaloso cómo han dejado que esto se deteriorara. Tal como estaba, el agua apenas llegaba a la presa Van Leyden. Después de esto, posiblemente llegue al Great Leam. El secreto de estas tierras es devolver el máximo de agua posible a su curso natural. Los holandeses se equivocaron al dispersarla en canales dejando que inundara toda la zona. Cuanto más plano es un terreno, más profundo tiene que ser el canal. Parece obvio, ¿verdad? Pero hemos tardado siglos en entenderlo.
– Sí -dijo Wimsey-. Y supongo que toda esta agua de más irá a parar al dique de los diez metros, ¿no?
– Exacto. Ahora hemos abierto un camino prácticamente recto entre la presa Oíd Bank y la desembocadura del nuevo canal; treinta y cinco kilómetros. Este canal recogerá gran parte del agua de Leamholt y Lympsey. Hasta ahora el Great Leam tenía que trabajar más de lo que debería; siempre han tenido miedo de dejar que el dique de los diez metros llevara su proporción de agua en invierno porque, verá, cuando llegaba a este punto desbordaba la antigua cama del río e inundaba la ciudad. Sin embargo, ahora el nuevo canal podrá asumir todo ese caudal y eso dará un descanso al Great Leam y evitará las inundaciones de Frogglesham, Mere Wash y Lympsey Fen.
– ¡Oh! -dijo Wimsey-. Supongo que el dique de los diez metros soportará la presión, ¿verdad?
– Sí, claro -respondió el ingeniero sonriendo-. Desde un principio se construyó con ese objetivo. De hecho, una vez ya tuvo que soportarla. En los últimos cien años, el Wale sólo se ha desbordado una vez. El Wash ha experimentado muchos cambios, básicamente por las mareas y el canal Nene, y eso contribuyó a que se creara la obstrucción. Pero, en los viejos tiempos, el dique de los diez metros funcionó a la perfección.
– Supongo que fue en tiempos del Señor Protector -dijo Wimsey-. Además, ahora que han limpiado la desembocadura del Wale, sin duda la obstrucción se desplazará a otro lugar.
– Posiblemente -contestó el ingeniero, con una sonrisa de oreja a oreja-. Este terreno sufre cambios constantes. Pero, me atrevería a decir que con el tiempo lo limpiarán todo, a menos que realmente insistan en drenar el Wash y empiecen las obras.
– Exacto -dijo Wimsey.
– Pero, por el momento -añadió el ingeniero-, esto está muy bien. Esperemos que la presa soporte la presión. Si viera la erosión que provocan estos ríos aparentemente tranquilos, se sorprendería. De todos modos, este muro de contención funcionará, me apostaría lo que fuera. Mire las marcas del nivel del agua. Hemos marcado el antiguo mínimo nivel y el antiguo máximo nivel; si dentro de unos meses el caudal no está por encima del máximo, puede llamarme… holandés. Perdóneme un minuto, quiero comprobar que lo estén haciendo todo bien.
El ingeniero se marchó para supervisar que la presa en el antiguo curso del río funcionara correctamente.
– ¿Y qué hay de mis viejas compuertas?
– ¡Ah! -exclamó Wimsey al volverse-. Es usted.
– ¡Ah! -dijo el vigilante de la presa, escupiendo en el agua-. Soy yo. Mire todo el dinero que se han gastado. Miles de libras. Pero en cuanto a mis compuertas, estoy seguro de que ni se acuerdan.
– ¿No ha habido respuesta de Ginebra?
– ¿Eh? -dijo el hombre-. ¡Ah! Se refiere a lo que le dije. Fue buena, ¿eh? ¿Por qué no lo remiten a la Liga de las Naciones? ¿Por qué no? Mire todo ese caudal de agua. ¿Dónde va a ir a parar? Tiene que ir a algún sitio, ¿no?
– Claro. Me han dicho que irá por el dique de los diez metros.
– ¡Ah! Siempre se meten en todo.
– Menos en sus compuertas.
– No, y ésa es la cuestión. Una vez empiezas a meterte en cosas, tienes que seguir. Una cosa lleva a la otra.
Sólo digo que tienen que esperar el momento oportuno. No pueden empezar a cavar y alterarlo todo. Si cavas una cosa, tienes que cavar otra.
– Según esa teoría -dijo Wimsey-, los pueblos de los pantanos todavía estarían bajo el agua.
– Bueno, en cierto modo, sí -admitió el vigilante-. Eso es cierto. Pero no tienen derecho a venir a inundarnos a nosotros. Si hablan de soltar el agua en la presa Oíd Bank, ¿dónde irá a parar? Sube y tiene que ir a algún sitio, y baja y tiene que ir a algún sitio, ¿no?
– Por lo que he entendido, ahora suele inundar Mere Wash, Frogglesham y los alrededores.
– Bueno, es su agua, ¿no es cierto? -dijo el vigilante-. No tienen ningún derecho a enviarla hacia aquí abajo.
– Cierto -convino Wimsey reconociendo el espíritu que había pervivido en esa zona durante los últimos siglos-. Pero, como usted bien dice, tiene que ir a algún sitio.
– Es su agua -contestó el hombre, obstinado-. Que se la queden. A nosotros no nos hace ningún bien.
– Parece que en Walbeach la quieren.
– Los de Walbeach no saben lo que quieren -repuso, y escupió-. Siempre quieren cosas que no sirven para nada. Y siempre hay algún tonto que viene y se lo da. Todo lo que pido es un equipo de compuertas nuevas, pero parece que nadie me hace caso. Se lo he pedido una y otra vez. Se lo he pedido a ese joven de allí. Le he dicho. «Señor, ¿qué tal unas compuertas nuevas para la presa?». «Eso no consta en nuestro contrato», me ha respondido. «Ya, y supongo que inundar media parroquia tampoco consta en su contrato», le he dicho yo. Pero no lo ha querido entender.
– Bueno, anímese. Tómese un trago.
Sin embargo, estaba lo suficientemente interesado en el tema como para comentarlo con el ingeniero cuando volvió a verlo.
– Oh, no creo que pase nada -dijo el hombre-. De hecho, recomendamos que se repararan las compuertas y se reforzaran, pero se ve que hay muchos problemas legales. Y la realidad es que, una vez que se empieza un trabajo como éste, nunca sabes cómo va a terminar. Es un trabajo que implica muchas piezas distintas. Arreglas un extremo y se te rompe el otro. Aunque no creo que deba preocuparse por la presa. Lo que sí necesita una revisión es la presa Oíd Bank, pero está bajo otra jurisdicción. Además, ya han empezado a levantar un muro de contención y a poner piedras nuevas. Si no lo hacen tendrán problemas, pero no pueden decir que no les avisamos.
«Cava una cosa -pensó Wimsey-, y tendrás que cavar otra. Ojalá nunca hubiéramos cavado para descubrir el cadáver de Deacon. Una vez abiertas las compuertas, el agua tiene que ir a algún sitio».
Cuando James Thoday regresó a Inglaterra siguiendo órdenes de sus jefes, se encontró con que la policía quería interrogarlo como testigo. Era un hombre robusto, bastante más viejo que William, con los ojos azul claro y bastante reservado. Repitió lo que ya había dicho en un principio, sin demasiado énfasis y sin ofrecer detalles. En el tren de Fenchurch a Londres se había empezado a encontrar mal. Lo atribuyó a algún tipo de gripe gástrica. Cuando llegó a Londres no estaba en condiciones de viajar, y había enviado un telegrama a la empresa informando de su situación. Pasó gran parte del día junto al fuego en un hostal cerca de Liverpool Street; dijo que quizá se acordarían de él. No tenían habitaciones libres y, cuando cayó la noche, como se encontraba un poco mejor, se fue y encontró una habitación para pasar la noche. No recordaba la dirección, pero era un lugar limpio y tranquilo. Por la mañana se sintió en condiciones de continuar su viaje, aunque seguía estando muy débil. Había leído en los periódicos sobre el descubrimiento del cadáver en el cementerio, pero no sabía nada más, excepto lo que le habían dicho su hermano y su cuñada, que fue bien poco. Jamás había sospechado quién era el muerto. ¿Si le sorprendió que se tratara de Geoffrey Deacon? Por supuesto. La noticia le cayó como un jarro de agua fría. Fue un golpe muy duro para su familia.
En realidad, parecía bastante sorprendido. Aunque los músculos de alrededor de la boca se tensaron, lo que persuadió al comisario Blundell de que la sorpresa no la había causado tanto el nombre del muerto como el hecho de que la policía lo supiera.
El señor Blundell, que sabía la consideración con la que la ley protege los intereses de los testigos, le dio las gracias y continuó con la investigación. Localizaron el hostal, donde les confirmaron la historia del marinero enfermo que se pasó el día sentado junto al fuego, pero la mujer del sitio limpio y tranquilo que le había dejado una habitación al señor Thoday no fue tan fácil de localizar.
Mientras tanto, la lenta maquinaria de la policía de Londres se puso en marcha y, de entre cientos de informes, sacaron el nombre del garaje que alquiló una moto a un hombre que respondía a la descripción de James Thoday la noche del 4 de enero. El domingo la había devuelto un mensajero que había reclamado el depósito y se lo había llevado, menos la cantidad del alquiler y el seguro. No era un mensajero profesional: era un chico joven que parecía estar sin trabajo.
Al oír esto, el inspector jefe Parker, que se encargaba de la investigación en Londres, hizo una mueca. Si lograban localizar a ese individuo anónimo, sería mucha casualidad. Estaba seguro de que se había quedado con el dinero y que no querría hablar del tema con nadie.
Parker estaba equivocado. El hombre que alquiló la moto parece ser que cometió el fatal error de escoger a un mensajero honesto. Después de investigar y poner anuncios, un joven se presentó en New Scotland Yard. Dijo que se llamaba Frank Jenkins y explicó que había visto uno de los anuncios. Había estado buscando trabajo en varios sitios y, cuando había vuelto a la ciudad, se había encontrado con que la policía lo estaba buscando.
Recordaba perfectamente el episodio de la moto. En aquel momento le pareció divertido. La mañana del 5 de enero estaba cerca de un garaje en Bloomsbury buscando trabajo cuando vio que se acercaba un tipo montado en una moto. Era bajo y robusto, de ojos azules y, por la manera de hablar, parecía que era propietario de un negocio o algo así, porque hablaba con mucha convicción, como si estuviera acostumbrado a dar órdenes. Sí, era posible que fuera un oficial de la marina mercantil. Era muy posible. Pensándolo mejor, tenía cierto aire de marinero. Llevaba una chaqueta de piel mojada y sucia y una gorra que le tapaba la cara. Este hombre le dijo: «Hijo, ¿quieres hacerme un trabajo?». Cuando él le respondió que sí, el hombre le preguntó: «¿Sabes conducir una moto?». Frank Jenkins le respondió: «Dígame dónde vamos, señor». En ese punto el hombre le explicó que quería que devolviera la moto a un garaje, que recogiera el depósito y que se lo llevara a la Taverna Rugby, en la esquina de Great James Street con Chapel Street, donde recibiría algo a cambio. Él hizo su parte del negocio, que no le llevó más de una hora, pero cuando llegó a la Taverna Rugby el hombre no estaba allí y, al parecer, nunca había estado. Una mujer le dijo que lo había visto caminando en dirección a Guilford Street. Jenkins esperó allí hasta media mañana, pero el hombre con la chaqueta de cuero no apareció. Entonces, Frank decidió dejarle el dinero en un sobre al propietario de la taberna con una nota que decía que no podía esperarlo más y que, como compensación por el trabajo, se había quedado media corona. Ésa fue la cantidad que le pareció justa por el trabajo que había realizado. El propietario les podría decir si alguien había reclamado el dinero.
Cuando lo interrogaron, el propietario de la taberna recordó la historia. Nadie que encajara con la descripción de James Thoday había reclamado el dinero que, después de una intensa búsqueda, apareció intacto dentro de un sobre sucio. Junto con el dinero estaba el recibo del propietario del garaje a nombre de Joseph Smith, con una dirección falsa.
El siguiente paso era, obviamente, enfrentar a James Thoday y Frank Jenkins. El mensajero identificó a James como el hombre que le había ofrecido el trabajo; James Thoday insistía, educadamente, en que debía tratarse de un error. «¿Y ahora qué?», pensó Parker.
Le trasladó la pregunta a Wimsey, que dijo:
– Creo que ha llegado la hora de jugar sucio, Charles. Intenta poner a William y a James solos en una habitación con un micrófono o algo para espiarlos. Puede que no sea ético, pero verás cómo funciona.
En esas circunstancias, los hermanos se reencontraron por primera vez desde que James se marchó el 4 de enero. La escena se produjo en una sala de espera de Scotland Yard.
– Bien, William.
– Bien, James.
Se produjo un silencio. Entonces James preguntó:
– ¿Qué saben?
– Por lo que creo, casi todo.
Otra pausa. Luego James volvió a hablar con un tono más serio.
– Muy bien. Será mejor que dejes que me inculpen a mí. No estoy casado, y tú tienes que pensar en Mary y en las niñas. Pero, por Dios, ¿no podías haberte deshecho de él sin matarlo?
– ¿Qué? -dijo William-. Eso mismo pensaba preguntarte a ti.
– ¿Quieres decir que no lo mataste tú?
– Claro que no. Habría sido una estupidez. Le había ofrecido doscientas libras para que desapareciera. Si no hubiera estado enfermo, me hubiera deshecho de él, y pensé que eso fue exactamente lo que habías hecho tú. ¡Dios mío! Cuando lo sacaron de aquella tumba, como si fuera el día del Juicio Final, pensé que ojalá también me hubieras matado a mí.
– Pero yo jamás le puse la mano encima, Will, hasta después de muerto. Me lo encontré allí, en el suelo, con esa mirada diabólica en la cara, y nunca te culpé por lo que habías hecho. Juro que nunca te culpé, Will, por ser tan tonto como para matarlo. Así que le destrocé la cara para que nadie lo reconociera. Pero, al parecer, lo han descubierto. Fue mala suerte que abrieran la tumba tan pronto. Quizá habría sido mejor que lo hubiera tirado al dique, pero era un camino muy largo y pensé que la tumba sería un lugar lo bastante seguro.
– Pero, James, entonces… si tú no fuiste, ¿quién lo mató?
En ese momento el comisario Blundell, el inspector jefe Parker y lord Peter Wimsey entraron en la sala.
Entonces les hablaron de una tumba profanada […] de un cuerpo desfigurado.
Berenice
Edgar Allan Poe
El único problema fue que los dos testigos que hasta entonces apenas habían dicho nada, ahora sólo querían hablar y lo hacían los dos a la vez. El inspector jefe Parker tuvo que hacerlos callar.
– De acuerdo -dijo-. Los dos sospechabais del otro y lo habéis estado encubriendo. Eso lo hemos entendido. Ahora que eso está claro, vayamos a la historia. Primero William.
– Bueno, señor -respondió Will muy acelerado-, no sé si le diré nada nuevo, porque parece que lord Wimsey ha ido atando cabos. No le hablaré de lo que sentí la noche que me dijo lo que yo había hecho, pero le diré una cosa, y quiero que quede muy claro: mi pobre mujer nunca supo nada, porque ya me encargué yo de mantenerla al margen desde un buen principio. Hizo una pausa con aire reflexivo, y continuó: -Empezaré por el principio, la noche del 30 de diciembre. Volvía a casa tarde porque había ido a ver una vaca enferma en el establo de sir Henry y, cuando pasé por delante de la iglesia, vi a alguien que merodeaba por allí y que entraba en el templo. Era una noche muy oscura, claro, pero, si se acuerdan, había empezado a nevar y vi algo que se movía detrás de la nieve. Pensé que sería el Loco que volvía a rondar solo por la noche y que sería mejor que entrara y lo acompañara a casa. Así que entré, me acerqué a la puerta y vi huellas que seguían el camino que lleva hasta el porche. Me detuve y dije: «¡Hola!». Pensé que aquello era muy extraño, ¿dónde se había metido el Loco? Caminé por fuera de la iglesia y, al final, vi una luz que se movía y que se dirigía hacia la sacristía. Entonces pensé que debía ser el párroco. O no. Así que volví a la puerta y vi que en el cerrojo no había ninguna llave, que era lo normal cuando el párroco estaba dentro. La abrí, entré y oí movimiento detrás del cancel. Avancé lentamente para no hacer ruido, porque como venía del campo llevaba botas de goma, y cuando di la vuelta al cancel vi una luz y oí que había alguien en la sacristía. Entré y me encontré con un tipo que estaba subido a la escalera que Harry Gotobed utiliza para limpiar las lámparas. La había apoyado en la pared y estaba de espaldas a mí, y encima de la mesa vi una linterna y algo que no debía estar allí: una pistola. La cogí y dije alto y claro: «¿Qué está haciendo aquí?». El se giró de golpe y alargó la mano hacia la mesa. Le dije: «No lo haga. Tengo su pistola y sé cómo utilizarla. ¿Qué quiere?». Entonces me empezó a explicar la historia de que no tenía trabajo y que buscaba un lugar para pasar la noche, y yo le dije: «No me lo creo. ¿Y para qué quiere la pistola? Levante las manos. A ver qué más lleva encima», Le registré los bolsillos y encontré un juego de copias de las llaves de la iglesia. «De acuerdo, amigo, ya he tenido bastante. Voy a llamar a la policía», le dije. Entonces me miró y se echó a reír. Me contestó: «Piénsalo dos veces, Will Thoday». Y yo le pregunté: «¿Cómo sabe mi nombre?», pero luego lo miré mejor y dije: «¡Por Dios, es Jeff Deacon!». Y él respondió: «Sí, y tú eres el que está casado con mi mujer». Y volvió a reírse. Entonces entendí lo que implicaría denunciarlo a la policía.
– ¿Cómo lo sabía? -preguntó Wimsey-. Cranton no pudo decírselo.
– ¿Es el otro tipo? No, él me dijo que no había venido a buscar a Mary, pero que cuando oyó a alguien de Leamholt comentarlo, prefirió primero echar una ojeada. No entendía para qué había vuelto a Fenchurch, y él tampoco quiso decírmelo. Ahora ya sé que vino a buscar las esmeraldas. Me dijo que si no decía nada, me lo recompensaría, pero le dije que no haría negocios con él. Le pregunté dónde había estado, pero se limitó a reírse a carcajadas y dijo: «No te importa». Le pregunté qué había venido a buscar a Fenchurch y él dijo que dinero. Yo supuse que quería hacerle chantaje a Mary. Aquello me enfureció aún más y, cuando estaba a punto de llamar a la policía, pensé en Mary y en las niñas y vi claro que no podía hacerlo, no podríamos soportarlo. Sé que no hice bien, pero cuando pensaba en todas las habladurías que se habían creado cuando se produjo el robo, supe que no quería que mi mujer volviera a pasar por lo mismo. Él sabía lo que estaba pensando, el desgraciado, y estaba allí de pie sonriendo.
Hizo otra pausa para retomar aliento y continuó:
– Así que, al final, hicimos un trato. Le dije que lo escondería y le daría dinero para que se marchara del país, pero luego me pregunté qué haría con él. Le había quitado las copias de las llaves, sí, pero no me fiaba ni un pelo, y no quería salir de la iglesia con él por si se abalanzaba sobre alguien. Y entonces se me ocurrió dejarlo en la sala de las campanas. Le dije lo que había pensado y él estuvo de acuerdo. Pensé que podría conseguir las llaves de casa del párroco así que, mientras yo estaba fuera, lo metí en el armario de las sobrepellices y lo encerré. De repente se me ocurrió que podría romper la puerta y escaparse, así que fui al baúl de las cuerdas viejas, cogí una y lo até. No me creí la historia que me dijo de que buscaba un sitio dónde dormir. Creía que lo que quería era robar en la iglesia. Y además, si me iba y lo dejaba allí, ¿qué le impediría salir y esconderse en algún sitio para golpearme cuando yo volviera? Yo no tenía llave de la puerta de la iglesia y podría haberse escapado.
– Que para ti habría sido toda una suerte -dijo el señor Blundell.
– Sí, siempre que no se lo encontrara otra persona. Bueno, conseguí las llaves. Le expliqué una historia al párroco, que debió sonar muy absurda porque el pobre hombre estaba muy sorprendido. No hacía más que decirme que tenía mala cara e insistía en que me tomara una copa de oporto. Mientras lo fue a buscar, cogí las llaves del clavo que cuelga detrás de la puerta. Ya sé lo que van a decir: ¿y si no hubieran estado en su sitio, como suele ser habitual? Bueno, entonces lo habría intentado con Jack Godfrey o habría cambiado de planes, pero como estaban allí, no me preocupé por lo que podría hacer de no encontrarlas. Regresé a la iglesia, desaté a Deacon y lo hice subir al campanario delante de mí, como si llevara a un cerdo al mercado. No fue difícil porque tenía la pistola en la mano.
– ¿Y lo ataste a una viga de la sala de las campanas?
– Sí, señor. ¿Qué habría hecho usted? Imagínese subiendo allí arriba por esa oscura escalera cargado de víveres, con un asesino suelto dispuesto a romperle la cabeza cuando asome por la trampilla. Lo até de modo que estuviera más o menos cómodo, aunque me costó un poco porque la cuerda era muy gruesa. Le dije: «Quédate aquí. Por la mañana te traeré comida y en menos de veinticuatro horas estarás fuera del país». Me maldijo una y otra vez, pero no le presté ninguna atención, y a menudo pienso que fue un verdadero milagro que no lo matara allí mismo.
– Pero ¿tenías algún plan para sacarlo del país?
– Claro. El día anterior había estado en Walbeach con Jim y estuvimos hablando con un conocido suyo, un tipo bastante raro que trabajaba en un barco de mercancías holandés que estaba atracado en el pueblo.
– Es cierto, Will -dijo Jim.
– Quizá no era el mejor plan, pero era todo lo que pude encontrar en ese tiempo. Para ser sincero, no podía pensar con demasiada claridad. Sólo hacía que darle vueltas al asunto y me dolía mucho la cabeza. Supongo que eran los primeros síntomas de la gripe. No sé cómo pude pasar esa noche en casa, mirando a Mary y a las niñas y sabiendo lo que sabía. Por suerte, ella creyó que estaba preocupado por la vaca enferma de sir Henry y no me hizo preguntas o, al menos, eso es lo que yo pensaba. No pude dormir en toda la noche, sólo daba vueltas de un lado a otro de la cama, y lo único que me tranquilizaba era saber que la nieve que estaba cayendo taparía las huellas que habíamos dejado alrededor de la iglesia.
Estaba muy afectado, así que descansó un momento.
– Al día siguiente estaba muy enfermo, pero no podía dejar de pensar en Deacon. Me levanté antes del alba y cogí un poco de pan, queso y una botella de cerveza. Jim me oyó y se despertó. Me preguntó qué hacía despierto y yo le dije que me iba a ver a la vaca, y lo hice, aunque antes pasé por la iglesia. Deacon estaba bien, un poco rabioso porque tenía mucho frío, así que le dejé mi abrigo viejo para que no se muriera de frío. Luego lo até por los tobillos y los codos, de modo que pudiera comer solo pero que no alcanzara a desatarse. Luego fui a ver a la vaca y la encontré mucho mejor. Después de desayunar, cogí el coche viejo y fui hasta Walbeach, aunque cada vez me encontraba peor. Encontré al marinero, que estaba a punto de zarpar. Estuvimos hablando y acordamos que esperaría en el muelle hasta las diez de la noche, recogería a mi pasajero y se marcharía sin hacer preguntas. Me pidió doscientas cincuenta libras y yo acepté. Le di las cincuenta libras allí mismo y le prometí que vería el resto cuando Deacon estuviera a bordo. Me metí en el coche para volver a casa pero ya saben lo que sucedió después.
– Hasta aquí está muy claro -dijo Parker-. No necesito decirte que cometiste un grave delito al ayudar a un asesino a escapar del país. Como policía, me parece sorprendente; como hombre, siento lástima por ti. En cuanto a ti -dijo dirigiéndose a Jim-, supongo que tu intervención empieza aquí.
– Sí, señor. Bueno, como ustedes saben, trajeron a Will a casa muy mal y durante uno o dos días pensamos que no saldría de ésa. Deliraba y sólo quería ir a la iglesia, algo que nosotros atribuimos al carrillón de Año Nuevo. Supo controlarse en cada momento y nunca dijo nada sobre Deacon, pero un día, cuando Mary salió de la habitación, me agarró de la mano y me dijo: «Que Mary no lo sepa. Jim. Tienes que sacarlo de allí». «¿Sacar a quién?», le pregunté. Y él respondió: «En el campanario… frío y hambriento». Entonces se sentó en la cama y dijo, bastante tranquilo: «El abrigo, dame el abrigo. En el bolsillo debo tener las llaves y el dinero». Yo le dije: «De acuerdo, Will. Ahora te lo traigo», pensando que estaba soñando pero al cabo de un momento pareció que se olvidaba y cayó rendido en la cama. A mí me pareció muy raro, así que miré en los bolsillos del abrigo y encontré las llaves del párroco y un fajo de billetes.
Jim hizo una pausa y continuó.
– Bueno, entonces empecé a pensar que debía haber algo detrás de eso, así que cogí las llaves y pensé que, antes de devolverlas, sería mejor que echara una ojeada en la iglesia. Fui hasta allí…
– ¿Qué día era?
– Creo que era el 2 de enero. Subí al campanario, a la sala de las campanas y… bueno… ¡allí estaba!
– Ya debía habérselo comido todo, a esas alturas.
– ¿Comido? Estaba frío y tieso.
– ¿Se había muerto de hambre?
– No creo. Junto al cuerpo había un buen trozo de queso, medio pan y dos botellas de cerveza, una llena y la otra vacía. Tampoco había muerto de frío, como quizá estén pensando. He visto hombres morir de frío y se van apagando lentamente, acurrucados como pollos, como si hubieran muerto mientras dormían. No. Murió de pie, y fuera lo que fuera lo que lo mató, lo había visto venir. Había luchado como un tigre para desatarse, hasta que pudo ponerse de pie, y la misma cuerda había quemado el tejido de la chaqueta y los calcetines. ¡Y la cara! Dios mío, señor, jamás he visto nada igual. Tenía los ojos abiertos como platos y una mirada que parecía que había visto las puertas del infierno. Me afectó mucho. Lo estaba mirando desde lejos cuando vi la vieja chaqueta de Will en el suelo, tirada por ahí, como quedaría después de una lucha. Aunque la chaqueta también indica que no pudo morir de frío. No sabía qué hacer con él, porque no lo había reconocido. Le registré el bolsillo delantero y encontré unos papeles. Algo a nombre de un tal Sastre y otros a nombre de alguien francés, aunque no recuerdo el nombre. Y entonces le miré las manos.
– ¡Ah! -exclamó Wimsey-. Ahora llegamos a lo interesante.
– Sí, milord. Recordarán que conocía a Deacon sólo de vista. Sabía que tenía una cicatriz en la mano, porque un día se cayó con una bandeja y una jarra de cristal y se cortó. Había visto la cicatriz antes y nunca la olvidé. Cuando la vi, milord, y supe quién era… ¡bueno! No tuve ninguna duda de lo que había pasado. Perdóname, Will. Pensé que lo habías matado y ante Dios juro que no te culpé por ello. No es que acepte el asesinato pero… Y aunque sabía que las cosas entre nosotros jamás volverían a ser iguales, no te culpé. Sólo deseé que la muerte hubiera sido consecuencia de una pelea limpia.
– Si hubiera sido así, Jim, te aseguro que habría muerto en una pelea limpia. Quizá lo habría matado, pero jamás lo hubiera hecho estando atado de pies y manos. Deberías saberlo.
– Bueno, debería. Pero en aquel momento me pareció que no había otra respuesta. Tuve que pensar deprisa qué iba a hacer. En un rincón encontré unas tablas y las coloqué delante del cuerpo para que, si subía alguien, no lo viera, a menos que ese alguien estuviera buscando algo, y luego me fui para seguir pensando. Me quedé las llaves. Sabía que las necesitaría y, conociendo al párroco, seguro que creería que las había perdido. Todo el día le estuve dando vueltas y luego recordé que el funeral de lady Thorpe era el sábado. Entonces vi claro que podría enterrarlo en la tumba y que jamás lo encontrarían, a menos que sucediera algo imprevisto. Tenía que irme el sábado por la mañana y pensé que podría arreglarlo todo para tener una coartada. El viernes lo pasé mal. Jack Godfrey me dijo que iban a tocar un carrillón por lady Thorpe, y yo empecé a temblar, pensando que cuando él subiera a ponerles las pieles a los badajos, vería el cadáver. Sin embargo, tuve la grandísima suerte de que subió cuando ya había anochecido y supongo que ni se fijó en las tablas, porque si no, lo habría descubierto todo.
– Sabemos lo que hiciste el domingo -dijo Parker-. No te molestes en explicárnoslo.
– No, señor. Lo pasé muy mal encima de aquella moto. El faro de acetileno no funcionaba y llovía a cántaros. Aun así, llegué, con bastante retraso, y me puse manos a la obra. Le corté las cuerdas…
– Eso también lo sabemos. Había un testigo escondido detrás de la escalera que lleva al tejado.
– ¿Un testigo?
– Sí, y tuviste la suerte de que se trata de un ladrón muy respetable y caballeroso con el corazón de un ratón que se desmaya con tan sólo ver sangre; de otro modo, ahora mismo estarías sufriendo el chantaje de todo un profesional. Aunque, a favor de Nobby, debo decir -añadió Parker-, que consideraría el chantaje algo demasiado vulgar para un caballero como él. ¿Llevaste el cadáver al cementerio?
– Y muy contento de hacerlo. Mientras lo bajaba por aquella escalera no podía mirar hacia abajo del vértigo que tenía. ¡Y esas campanas! Esperaba que hablaran en cualquier momento. A veces uno cree que pueden hablar, que están vivas. De pequeño leí una historia sobre una campana que repicó después de un asesinato. Creerán que soy un sensiblón, hablando así, pero me impresionó mucho. No lo olvidaré nunca.
– The Rosamonde, conozco la historia -dijo Wimsey-. Decía: «¡Ayuda, Jehan! ¡Ayuda, Jehan!». A mí también me impresionó.
– Exacto, milord. Pero bueno, bajé el cuerpo. Abrí la tumba y estaba a punto de meterlo dentro…
– Utilizaste las herramientas del sacristán, ¿supongo?
– Sí, señor. En el juego de llaves del párroco estaba la de la cripta. Como iba diciendo, estaba a punto de meter el cadáver en la tumba cuando pensé que alguien podría abrirla y reconocerlo. Así que le di unos cuantos golpes en la cara con la pala…
En este punto del relato se estremeció.
– Aquello fue lo peor, señor. Y las manos. Yo lo había reconocido por las manos, así que también podría hacerlo cualquiera. Saqué la navaja y… ¡bueno, ya saben!
– «Con las grandes pinzas del azúcar le pellizcaron los dedos» -citó con ligereza, Wimsey.
– Exacto, milord. Las envolví con los papeles y me las metí en los bolsillos. Pero la cuerda y el sombrero los tiré al viejo pozo. Luego tapé la tumba, volví a colocar las coronas lo mejor que pude y limpié las herramientas. Aunque, para serles sincero, les diré que no me hacía ninguna gracia devolverlas a la cripta. Todos esos ángeles dorados con los ojos abiertos en la oscuridad, y el viejo abad Thomas ahí tendido. Cuando pisé un trozo de carbón y el crujido resonó por toda la iglesia, noté que tenía el corazón en la garganta.
– Harry Gotobed debería tener más cuidado con el carbón -dijo Wimsey-. Y no lo digo por decir.
– Notaba que lo que llevaba en los bolsillos me quemaba. Volví a entrar en la iglesia y miré las estufas, pero estaban todas apagadas. No me atreví a dejar nada dentro. Luego tuve que subir al campanario otra vez para limpiarlo. Había cerveza por el suelo. Por suerte, Harry Gotobed se había olvidado un cubo de agua en la cripta, así que no tuve que ir al pozo a buscarla, aunque a menudo me he preguntado si Gotobed lo echó de menos al día siguiente. Lo dejé todo lo más limpio que pude, volví a colocar las tablas de madera en su sitio y me llevé las botellas de cerveza…
– Has dicho dos botellas -dijo Wimsey-. Pero había tres.
– ¿Ah, sí? Sólo vi dos. Lo volví a cerrar todo con llave y luego pensé qué haría con las llaves. Al final decidí dejarlas en la sacristía, porque me pareció un lugar donde cabía la posibilidad de que el párroco se las hubiera olvidado; todas menos la de la puerta, que la dejé en el cerrojo. Fue lo único que se me ocurrió.
– ¿Y el paquete?
– ¡Ah, eso! Los papeles y el dinero me los quedé, pero las… esas cosas… las tiré al dique de los diez metros, junto con las botellas, a unos doce kilómetros de Fenchurch. Los papeles los quemé cuando llegué a Londres. En la pensión King's Cross había un buen fuego y poca gente alrededor. Pensé que nadie los buscaría allí. No sabía qué hacer con el abrigo de Will, así que se lo envié por correo con una nota que decía: «Gracias por el préstamo. Me he deshecho de lo que dejaste en el campanario». No podía ser más claro, por miedo a que Mary abriera el paquete y leyera la nota.
– Yo tampoco podía escribirte demasiado, por la misma razón -intervino Will-. Pensé que de algún modo te habías librado de Deacon. Jamás pensé que podía estar muerto. Además, Mary suele leer mis cartas y luego añade algunas cosas ella misma. Así que te escribí diciendo: «Muchas gracias por todo lo que has hecho por mí», que podía entenderse como un agradecimiento por cuidarme mientras estuve enfermo. Cuando vi que en el bolsillo habías dejado el dinero, supuse que te las habrías apañado solo, así que volví al banco a ingresarlo otra vez. Se me hizo raro que de pronto dejaras de escribir, pero ahora lo entiendo todo.
– No podía ser el mismo, Will -dijo Jim-. No te culpaba, pero la situación no era fácil. ¿Cuándo descubriste lo que había pasado?
– Cuando apareció el cadáver. Tendrás que perdonarme, Jim, pero, claro, yo pensé que habías sido tú y, no sé… yo tampoco podía ser el mismo. Sólo deseaba que hubiera muerto de forma natural.
– Pero no fue así -dijo Parker, pensativo.
– Entonces, ¿quién lo mató? -preguntó Jim.
– Estoy seguro de que tú no fuiste -respondió el detective-. Lo sé porque si lo hubieras matado, no habrías negado con tanta rotundidad la posibilidad de que muriera de frío. Y tampoco creo que fuera tu hermano, aunque los dos sois cómplices de los hechos del asesinato de Deacon, y todavía no estáis exculpados del todo, no creáis. Lo pasaríais muy mal si se iniciara un procedimiento judicial. Sin embargo, y es una opinión personal, os creo.
– Gracias, señor.
– ¿Y qué hay de la señora Thoday? La verdad, por favor.
– Está bien, señor. Estaba preocupada, no se lo negaré, porque me notaba muy extraño. Sobre todo después del descubrimiento del cadáver. Pero sólo empezó a atar cabos cuando vio la carta que milord le enseñó. Me lo preguntó y yo le expliqué parte de la verdad. Le dije que sabía que Deacon era el hombre muerto y que alguien, que no era yo, lo había matado. Y ella supuso que Jim tenía algo que ver en todo este asunto. Yo le dije que era posible, pero que debíamos mantenernos unidos y evitarle problemas a Jim. Ella estuvo de acuerdo, pero me advirtió que tendríamos que volver a casarnos porque estábamos viviendo en pecado. Es una buena mujer y no pude quitarle la idea de la cabeza, así que accedí y ya lo teníamos todo arreglado para casarnos en Londres sin hacer ruido cuando nos encontraron.
– Sí -dijo Blundell-. Tienes que darle las gracias a milord. Parecía que lo sabía todo, y desgraciadamente tuvo que deteneros. Pensaba que la persona que se había deshecho de Deacon tenía que hacer sonar la marcha nupcial y llenar el pasillo de flores.
– Comisario, ¿hay alguna razón por la que no puedan casarse, ahora?
– No lo sé -contestó Blundell-. Si están diciendo la verdad, no. Puede que se inicie un procedimiento judicial, porque todavía no os habéis librado del todo, pero no veo ningún impedimento para que puedan casarse. Tenemos su versión y no creo que la pobre Mary pudiera añadir gran cosa.
– Muchas gracias, señor -repitió Will.
– Aunque, respecto a quién mató a Deacon -dijo el comisario-, todavía no sabemos nada. A menos que fuera el Loco o, después de todo, Cranton. Creo que éste es el caso más extraño en el que he trabajado. Estos tres individuos, entrando y saliendo del campanario, uno detrás de otro… hay algo detrás de todo esto que se nos está escapando. Y vosotros dos -dijo, dirigiéndose a los hermanos-, será mejor que no digáis nada de esto a nadie. Algún día tendrá que salir a la luz, eso es inevitable, pero si lo vais diciendo por ahí y obstruís nuestro trabajo, os detendremos y os acusaremos de asesinato. ¿Lo habéis entendido?
Empezó a cavilar algo mientras se mordía el bigote con los dientes amarillentos.
– Será mejor que vaya a casa e interrogue al Loco -dijo algo desanimado-. Si fue él, ¿cómo lo hizo? Eso es lo que me tiene confundido.