Un carrillón completo de
Kent Treble Bob Major
(Tres partes)
5-376
Después de la primera parte:
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Campana guía: la octava
Tócala por delante, un doble por el medio, un doble por detrás y al centro; un doble por detrás y un doble en el centro; un doble en el medio, por detrás y un doble en el centro; delante, un doble por el medio, detrás y un doble en el centro; delante, un doble por el medio y un doble por detrás. Repetir dos veces.
J. Wilde
De los animales puros, y de los animales que no son puros, y de las aves, y de todo lo que repta por el suelo, sendas parejas de cada especie entraron con Noé en el arca.
Génesis 7, 8-9
La memoria pública es breve. El asunto del cadáver en el cementerio se olvidó, las semanas pasaron y las revistas sensacionalistas se olvidaron del caso; sólo se acordaba de Deacon el comisario Blundell y los habitantes de Fenchurch St Paul. Consiguieron que la prensa no se enterara del descubrimiento de las esmeraldas ni de la segunda boda de los Thoday. Sólo lo sabían la policía, lord Peter Wimsey y el señor Venables, y ninguno de ellos tenía intención de hacerlo público.
El comisario había interrogado al Loco Peake, aunque no sirvió de nada. No se le daba nada bien recordar fechas y la conversación, que estuvo llena de extrañas profecías, escapaba a los límites de la lógica y fantaseaba demasiado con las cuerdas de las campanas. Su tía le ofreció una coartada, por lo que recordaba, que no era demasiado. Al señor Blundell tampoco le entusiasmaba demasiado sentar al Loco en el banquillo de los acusados. Había muchas probabilidades que lo declaran incapacitado y el resultado, en el mejor de los casos, sería que acabara encerrado en una institución mental.
– Y tú ya sabes que no me imagino al Loco haciendo algo así -le dijo a su mujer.
La señora Blundell estuvo de acuerdo con él.
En cuanto a los Thoday, su situación era bastante desagradable. Si los acusaban por separado, siempre habría suficientes dudas sobre el otro para que los absolvieran, mientras que si los acusaban conjuntamente, era muy posible que su historia tuviera en el jurado el mismo efecto que había tenido sobre la policía. Los absolverían y siempre quedaría la duda entre sus vecinos, y eso tampoco era demasiado agradable. O podrían colgarlos a los dos, «y entre usted y yo -le había dicho el comisario al inspector jefe-, si los colgamos, jamás tendría la conciencia tranquila». El inspector jefe estuvo de acuerdo con él.
– Nuestro único problema es que no tenemos pruebas reales del asesinato. Si pudiéramos estar seguros de qué murió.
Así que se abrió un período de inactividad. Jim Thoday volvió al barco; Will Thoday, después de casarse con Mary, siguió con su vida. Con el tiempo, el loro olvidó las palabras que acababa de aprender, y sólo las pronunciaba muy de vez en cuando. El párroco siguió celebrando bodas, comuniones y bautizos, y Sastre Paul seguía repicando el toque de difuntos o bailando con las demás campanas en repiques normales. Y el río Wale, regocijándose por la nueva oportunidad que le habían dado, bajaba lleno después de un verano y un otoño muy lluviosos y rebajó la cama del río casi tres metros, lo que hizo que el caudal fuera tanto que las presas Great Leam y Oíd Bank tuvieron que abrir todas las compuertas y se drenó toda la zona del Upper Fen.
Y lo necesitaba, porque aquel verano el agua se había quedado estancada en los campos hasta septiembre, y el maíz no floreció y los montículos de cereales empapados se quemaron y dejaron un olor apestoso; además, el párroco de Fenchurch St Paul, que organizaba el festival de la cosecha, tuvo que sustituir su sermón preferido acerca del agradecimiento porque no había suficiente trigo para cubrir el altar ni gavilla para adornar las ventanas de los pasillos y las estufas, como era habitual. En realidad, la cosecha se retrasó tanto y hacía tanto frío en la iglesia, que tuvieron que encender las estufas para la misa de la noche, y cuando llegó el momento de recoger todas las frutas y verduras para llevarlas al hospital regional, se dieron cuenta de que una calabaza gigante se había quemado porque la habían dejado junto al fuego.
Wimsey había decidido que nunca más volvería a Fenchurch St Paul. Los recuerdos que ese pueblo le traía no le gustaban, y sentía que había un par de personas que estarían mucho más tranquilas si no lo volvían a ver. Sin embargo, cuando Hilary Thorpe le escribió para pedirle que pasara las Navidades con ella, se sintió en la obligación de acudir. Su posición respecto a esa chica era especial. El señor Edward Thorpe, como único fiduciario de la voluntad de su padre y su tutor natural, tenía algunos derechos que ningún tribunal podía discutir; Wimsey, en cambio, como único fiduciario de la herencia de los Wilbraham, tenía cierta ventaja. Si quería, podía complicarle la vida al señor Thorpe. Hilary tenía en su poder pruebas de la educación que su padre deseaba para ella, y el tío Edward apenas podía oponerse alegando problemas económicos. Sin embargo, Wimsey, que era quien administraba el dinero, podía perfectamente negárselo si esos deseos no se cumplían. Si el tío Edward prefería ser obstinado, había muchas posibilidades de que se enzarzaran en una lucha sin tregua, aunque no creía que el tío fuera tan obstinado. Wimsey tenía en sus manos el poder para hacer que Hilary pasara de ser una obligación para su tío a ser una fuente de ingresos, y era muy probable que el señor Thorpe se tragara sus principios y se quedara con el dinero. Ya había dado señales de su permisividad hacia su sobrina al aceptar llevarla a la Casa Roja a pasar las Navidades en lugar de quedarse en Londres. En realidad, si la Casa Roja seguía abierta no era por culpa del señor Thorpe, que ya había intentado ponerla a la venta, lo cierto era que no había mucha gente dispuesta a quedarse con una mansión casi en ruinas, situada en medio de un desierto e hipotecada. Hilary tenía su carácter y, aunque a Wimsey le habría gustado que se instalara en Londres, apreciaba que la chica no quisiera perder las raíces familiares. En este punto, Wimsey también era decisivo. Estaba en su poder arreglar la casa y pagar la hipoteca, algo que agradaría mucho al señor Thorpe, que no podía venderla sin su permiso. Aunque el factor decisivo para que Wimsey aceptara la invitación era que, si iba a Fenchurch, ya tenía una excusa decente para no ir a la casa familiar en Denver y, de todas las cosas de este mundo, una reunión familiar era lo que menos le apetecía.
Así pues, se instaló en Denver un par de días, para fastidiar a su cuñada y a sus invitados todo lo que pudo y, el día de Nochebuena emprendió el viaje hacia Fenchurch St Paul.
– Parece que en esta zona -dijo Wimsey- se llevan todo el mal tiempo. El año pasado nevaba y este año llueve a mares. Bunter, estoy seguro de que es un golpe del destino.
– Sí, milord -respondió el criado. Estaba muy unido a su señor, pero a veces le parecía que su necesidad de abrir las ventanas del coche era una nimiedad-. Una estación muy dura, milord.
– Bueno, debemos darnos prisa, venga. Un alma contenta no descansa en el camino. No pareces muy contento, Bunter, aunque eres una de esas personas imperturbables. Nunca te he visto enfadado, excepto aquel día por el asunto de la botella de cerveza.
– No, milord. Aquello me hirió el orgullo, por decirlo de alguna manera. Fue algo muy curioso.
– Un accidente, creo, aunque en aquel momento pudo parecer sospechoso. ¿Dónde estamos? Ah, sí, en Lympsey, claro. Ahora sólo tenemos que cruzar el Great Leam por la presa Oíd Bank. No debemos estar lejos. Sí, ahí está. ¡Dios mío! Hay agua en la carretera.
Aparcó el coche en el puente, salió del vehículo y se quedó debajo del aguacero que estaba cayendo mirando hacia la presa. Las cinco compuertas y los trinquetes de hierro del puente estaban completamente abiertos. El cauce del río, oscuro y poderoso, pasaba por las compuertas, y arrastraba todo lo que se encontraba por su paso. Y mientras lo observaba, se produjo un cambio: unas olas se levantaron por encima del nivel del agua, como si hasta entonces hubieran estado reprimidas. Salió un hombre de la casa del vigilante y se colocó en su posición en la presa, mirando hacia abajo. Wimsey lo saludó con la mano.
– ¿Sube la marea?
– Sí, señor. Debemos vigilar ahora para evitar daños mayores después. Pero no subirá demasiado a menos que se desborde. Está llegando al nivel máximo, así que tenemos que manipularlo un poco -contestó mientras cerraba las compuertas.
– ¿Ves la idea, Bunter? Si cierran esta presa, todo el agua tendrá que pasar por Oíd Leam, que ya tiene bastante con la suya. Pero si la dejan abierta y el caudal es lo suficientemente fuerte como para que el agua que sobre vuelva hacia atrás, inundarán todas las tierras por encima de la presa.
– Exacto, señor -dijo el hombre con una sonrisa en la cara-, Y si la inundación hace retroceder el agua, se lo llevará a usted por delante. Todo depende.
– Entonces, esperemos que manipule las cosas a nuestro favor -repuso Wimsey con aire jovial. La cantidad de agua que pasaba por los arcos se iba reduciendo a medida que se cerraban las compuertas, los remolinos eran cada vez más superficiales y lo que había arrastrado la corriente empezó a acumularse debajo del puente-. Intente aguantarlo hasta que lleguemos a Fenchurch St Paul.
– No pasará nada, no se preocupe -dijo el hombre muy seguro de sí mismo-. Esta presa funciona perfectamente.
Puso tanto énfasis en la palabra «esta» que Wimsey lo miró fijamente.
– ¿Y qué hay de la de Van Leyden's?
El hombre negó con la cabeza.
– No lo sé, señor. Pero he oído que el viejo Joe Massey estaba muy preocupado por las viejas compuertas. Ayer fueron a verlas tres hombres, de un comité o una comisión, creo. Aunque no se puede hacer mucho por las compuertas cuando baja este caudal de agua. Puede que aguanten o puede que no, ya veremos.
– Bueno, pues qué bien -dijo Wimsey-. Venga, Bunter, vámonos ahora que podemos.
Esta vez fueron por la orilla sur o por lo que se conoce como el lado de Fenchurch St Paul del dique de los diez metros. Dique y cuneta estaban llenos de agua y a los campos les faltaba poco para volver a convertirse en terreno pantanoso lleno de agua y barro. Había muy poco movimiento en la larga carretera. Ahora se cruzaban con un coche, que les salpicaba de agua y barro de los baches de la carretera, luego se cruzaban con un tractor, cuyo conductor se tapaba con un saco empapado que no le dejaba ver ni oír los demás vehículos; luego se encontraban algún peón que volvía a casa pensando sólo en sentarse junto al fuego con una jarra de cerveza en las manos. El agua cortaba tanto el aire que sólo oyeron el familiar sonido de las campanas cuando llegaron a Frog's Bridge y supieron que los campaneros estaban practicando el carrillón de Navidad. El sonido atravesaba la lluvia y llenaba el aire de melancolía, como el ruido de las campanas de una ciudad inundada cuando luchan contra la marea.
Al llegar a la altura de la gran torre gris, giraron y pasaron junto al muro de la vicaría. Se acercaban a la puerta y oyeron unos bocinazos que les resultaron familiares; Wimsey redujo la velocidad mientras el coche del párroco asomaba el morro con precaución. El señor Venables reconoció el Daimler y paró el motor del Morris en medio de la calle. Los saludó con la mano a través de las cortinas laterales.
– ¡Hola! ¡Ha vuelto! -exclamó mientras Wimsey salía del coche y se acercaba a saludarlo-. Qué suerte haberlo encontrado. Espero que me oyera. Siempre toco el claxon antes de salir porque la curva es muy cerrada. ¿Cómo está, querido amigo? Supongo que se dirige a la Casa Roja. Lo aguardan impacientes. Espero que, mientras esté aquí, venga a vernos a menudo. Mi mujer y yo cenaremos con ustedes esta noche. Estará encantada de volverle a ver. Le he dicho que quizá me encontraría con usted por el camino. Qué tiempo más horrible, ¿verdad? Ahora tengo que ir corriendo a bautizar a un niño que ha nacido en Swamp Drove, al otro lado de Frog's Bridge. No es un buen sitio, me han dicho, y además la madre está muy enferma, así que no puedo perder más tiempo, porque supongo que tendré que hacer parte del camino a pie, con todo el barro, y ya no camino como antes. Sí, estoy bastante bien, gracias, sólo es un pequeño catarro. Oh, no es nada. El otro día, que fui a un entierro en St Stephen, cogí frío. ¿Ha venido por St Ivés y Chatteris? Ah, ha venido directamente desde Denver. Espero que su familia esté bien. He oído que las inundaciones han llegado a Bedford. Si helase, en Bury Fen podrían patinar por el pueblo, aunque no creo que lo haga. Dicen que un invierno verde engorda el cementerio, pero yo creo que para los mayores siempre es peor un invierno muy frío. Ahora debo irme. ¿Perdón? No le he entendido. Las campanas suenan muy fuertes. Por eso toqué el claxon con tanta potencia; a veces cuesta oír algo cuando están tocando. Sí, esta noche están ensayando con unas stedman. Un día tiene que venir y probarlas. Wally Pratt lo está haciendo muy bien. Will Thoday toca esta noche. Estuve pensando en lo que me dijo, pero no vi ninguna razón para excluirlo. Actuó mal, por supuesto, pero estoy convencido de que no cometió ningún pecado grave; además, si dejara el grupo de campaneros, habría muchos comentarios. Las habladurías son lo peor que hay, ¿no le parece? ¡Dios mío! Estoy desatendiendo mis obligaciones por el placer de charlar con usted. ¡Ese pobre niño! Debo irme. Espero que el motor no me dé problemas. Es usted muy amable. Me avergüenza abusar así de usted. Siempre se enciende a la primera. Bueno, au revoir! Nos veremos esta noche.
Se marchó muy contento pasando junto a ellos a través de la cortina de agua y haciendo eses por la carretera para evitar los charcos. Wimsey y Bunter se dirigieron a la Casa Roja.
Abismo que llama al abismo, en el fragor de tus cataratas, todas tus olas y tus crestas han pasado sobre mí.
Salmo 42, 7
Pasaron las Navidades. El tío Edward, a regañadientes, había cedido y la carrera de Hilary ya estaba decidida. Wimsey se apartó voluntariamente de la discusión. El día de Nochebuena había salido con el párroco y el coro a cantar bajo la lluvia y luego fueron todos a la vicaría a comer asado caliente. No tocó las campanas, pero ayudó a Venables a decorar la pila bautismal con ramas húmedas de acebo y hiedra, y el día de Navidad acudió dos veces a misa, y acompañó en coche a dos mujeres y a sus hijos hasta la iglesia para que bautizaran a los pequeños.
El día de San Esteban dejó de llover y llegó lo que el párroco describió como «un tempestuoso viento llamado eurociclón». Wimsey aprovechó el día claro y las carreteras secas para ir a visitar a sus amistades de Walbeach y se quedó a pasar la noche con ellos. Allí le hablaron las mil maravillas del nuevo canal Wash y de la vida que le había dado al puerto y a la ciudad.
Volvió a Fenchurch St Paul después del almuerzo, con toda la fuerza del eurociclón soplando de lado. Cuando llegó al puente de la presa Van Leyden, vio la violencia con la que bajaba el río, con grandes olas y remolinos. Debajo de la presa había un grupo de hombres en unas barcazas construyendo un muro con sacos de arena. Cuando el coche pasó por el puente, uno de los hombres gritó y gesticuló hacia otro, que se acercó al coche corriendo y agitando los brazos. Lord Peter se detuvo y esperó a que el hombre llegara. Era Will Thoday.
– ¡Milord! -exclamó-. ¡Gracias a Dios que es usted! Vaya a St Paul y adviértales de que las compuertas están a punto de ceder. Hemos hecho lo que hemos podido con sacos de arena y con vigas, pero no podemos hacer nada más y ha llegado un mensaje de la presa Oíd Bank diciendo que el agua ya ha superado el límite en Lympsey y que tendrán que enviarla hacia aquí o se les inundará todo. Hasta ahora la presa ha aguantado, pero si baja más, y con este viento, seguro que cede. Va a inundarlo todo, milord, y no debemos perder ni un minuto.
– De acuerdo. ¿Puedo enviar más hombres?
– Ni siquiera un regimiento entero podría detener esto, milord. Las compuertas van a ceder y dentro de seis horas no habrá ni un metro cuadrado de tierra seca en los Fenchurches.
Wimsey miró la hora.
– Se lo diré -dijo, y se marchó con el coche.
El párroco estaba en su estudio cuando Wimsey entró como una exhalación para comunicarle las malas noticias.
– ¡Por todos los santos! -exclamó el señor Venables-. Hacía mucho tiempo que lo veía venir. He avisado a las autoridades una y otra vez sobre el estado de esas compuertas, pero no me han querido escuchar. Aunque a lo pasado… Debemos actuar deprisa. Si abren la presa Oíd Bank y la de Van Leyden cede, ya verá lo que sucederá. El Wale se desbordará y quedaremos todos cubiertos por tres metros de agua como mínimo. Mis pobres feligreses están todos dispersados en granjas. No perdamos la calma. Hemos tomado precauciones. Hace dos domingos avisé a la congregación de lo que podía pasar y puse una nota en la revista del mes de diciembre. Y el ministro protestante nos ha prestado amablemente su colaboración. Sí, sí. Lo primero que debemos hacer es dar la alarma. ¡Gracias a Dios, saben lo que significa! Lo aprendieron durante la guerra. Jamás pensé que le daría las gracias a Dios por la guerra, pero los caminos del Señor son inescrutables. Llame a Emily, por favor. Pase lo que pase, la iglesia estará a salvo, a menos que el agua suba cinco metros, algo verdaderamente improbable. Oh, Emily, corre y dile a Hinkins que la presa Van Leyden está cediendo. Dile que vaya con otro hombre a la torre y que toque la alarma con Gaude y Sastre Paul a la vez. Toma las llaves de la iglesia y las del campanario. Avisa a la señora y lleva todos los objetos de valor a la torre. Venga, cálmate chiquilla. No creo que el agua llegue a la casa, pero las precauciones nunca son demasiadas. Busca a alguien que te ayude con este baúl; aquí he metido todos los registros de la parroquia, y asegúrate de que también suban la litografía de la iglesia. ¿Dónde he dejado el sombrero? Tenemos que llamar a St Peter y a St Stephen para ponerlos sobre aviso. Y luego veremos qué podemos hacer con los que viven en la presa Oíd Bank. No tenemos tiempo que perder. ¿Ha traído su coche?
Fueron hasta el pueblo. El párroco se asomaba peligrosamente por la ventanilla avisando a todo aquel con el que se encontraba. Desde la oficina de Correos llamó a los otros dos Fenchurches y luego se puso en contacto con el vigilante de la presa Oíd Bank. Las noticias no eran demasiado buenas.
– Lo siento, señor, pero no podemos hacer otra cosa. Si no abrimos las compuertas, el agua lo inundará todo en ocho kilómetros a la redonda. Tenemos seis grupos de hombres trabajando, pero no pueden hacer gran cosa para combatir las miles de toneladas de agua que se nos vienen encima. Y vendrá más, al menos eso dicen.
Al párroco se le notaba la desesperación en la mirada, y se dirigió hacia la dueña de la oficina de Correos.
– Será mejor que vaya a la iglesia, señora West. Ya sabe lo que tiene que hacer. Los documentos y los objetos de valor en la torre, los efectos personales en la nave. Los animales en el cementerio. Por favor, los gatos, los conejos y los cerdos, en cestas; no pueden ir por ahí corriendo sueltos. ¡Ah! Las campanas de alarma. ¡Bien! Estoy más preocupado por las granjas de las afueras que por la gente del pueblo. Bueno, lord Peter, tenemos que volver a la iglesia para poner el máximo orden posible.
El pueblo se había convertido en la viva imagen de la confusión. La gente estaba cargando muebles en los carros, llevaban a los cerdos en fila por la calle, guardaban las gallinas, cacareando y muertas de miedo, en cestos. La señorita Snoot asomó la cabeza por la puerta de la escuela.
– ¿Nos vamos ya, señor Venables?
– No, todavía no. Primero dejaremos que la gente lleve lo más pesado. Cuando sea la hora, ya le enviaré un mensaje, y entonces coja a los niños y diríjanse a la iglesia de un modo ordenado. Confíe en mí. Manténgalos distraídos pero sobre todo y bajo ningún concepto deje que se vayan a casa. Aquí están más seguros. ¡Oh, señorita Thorpe! Veo que se ha enterado.
– Sí, señor Venables. ¿Podemos hacer alguna cosa?
– Querida, ¡es tan amable! ¿Podrían quedarse usted y la señora Gates a vigilar que los niños de la escuela estén entretenidos y, más tarde, darles la merienda? Encontrará los termos en la parte de atrás. Un segundo, tengo que hablar con el señor Hensman. ¿Cómo estamos de provisiones, señor Hensman?
– Bastante bien, señor -respondió el tendero-. Lo estamos preparando para hacer lo que usted nos dijo.
– Muy bien. Ya sabe dónde tiene que ir. La sala para guardar la comida estará en la capilla de mujeres. ¿Tiene la llave de la parroquia para las tablas y los caballetes?
– Sí, señor.
– Bien, bien. Coja un recipiente para el agua potable, y no olvide hervirla primero. O use la bomba de la vicaría, si está libre. Lord Peter, volvamos a la iglesia.
La señora Venables ya se había puesto al frente de la situación. Con la ayuda de Emily y de otras mujeres de la parroquia, estaba muy ocupada separando las distintas zonas: tantos bancos para los niños de la escuela, tantos otros cerca de las estufas para los enfermos y los mayores, la zona de debajo de la torre para los muebles, un gran cartel en la pantalla que separa la capilla de la iglesia donde se leía: refrigerios. El señor Gotobed y su hijo, cargados de carbón, iban encendiendo las estufas. En el cementerio, Jack Godfrey, acompañado por otros dos hombres, construía corrales para los animales. Y al lado de la pared que separaba el suelo sagrado y el campo de la campana, un grupo de voluntarios estaban cavando unas bonitas trincheras sanitarias.
– Por Dios, señor -dijo Wimsey, impresionado-. Cualquiera pensaría que lo han hecho toda la vida.
– He pedido muchas oraciones durante estas semanas por si esta situación se producía -dijo el señor Venables-. Pero el verdadero cerebro de todo esto es mi mujer. Tiene un magnífico poder de organización. ¡Hinkins! Deja eso en la sala de las campanas, allí no estorbará. ¡Alf! ¡Alf Donnington! ¿Cómo tenemos la cerveza?
– Ya está en camino, señor.
– Perfecto; en la capilla de mujeres, por favor. Supongo que traerás alguna embotellada. Necesitaremos dos días para que los barriles se aposenten.
– Sí, señor. Tebbutt y yo nos estamos encargando de eso.
El párroco asintió, pasó por delante del despliegue de cajas del señor Hensman y salió fuera, donde se encontró con P.C. Priest, que dirigía el tráfico.
– Estamos aparcando todos los coches junto a la pared, señor.
– Muy bien. También necesitaremos voluntarios para que vayan en coche hasta las casas más alejadas y traigan a las mujeres y a los enfermos. ¿Se encargará usted?
– Sí, señor.
– Lord Peter, ¿sería tan amable de ser nuestro Mercurio particular y mantenernos informados de cómo va la presa Van Leyden?
– Encantado -dijo Wimsey-. Por cierto, espero que Bunter… ¿dónde está?
– Aquí, milord. Iba a proponerles que, si no me necesitan aquí, podría ayudar a organizar lo que sea.
– Adelante, Bunter, vaya.
– Milord, creo que en la vicaría no va a haber ningún problema inminente, así que había pensado que, con la amable ayuda del carnicero, podríamos preparar una sopa caliente y traerla hasta aquí con el abrevadero, después de haberlo escaldado, claro. Y si en algún sitio hubiera una estufa de parafina…
– Me parece perfecto, pero tenga cuidado con la parafina. No queremos salvarnos de una inundación para meternos en un incendio.
– Por supuesto que no, señor.
– Puede pedirle la parafina a Wilderspin. Será mejor que envíe a unos cuantos campaneros más a la torre. Que toquen lo que quieran y que se vayan turnando. Aquí llegan el inspector jefe y el comisario Blundell, ¡qué amables han sido por acercarse hasta aquí! Estamos en una situación un poco extrema.
– Lo sé, lo sé. Veo que lo están llevando con un orden digno de admiración. Me temo que se perderán muchas casas. ¿Quiere que les enviemos policías?
– Será mejor que patrullemos las carreteras que conectan los Fenchurches -dijo Blundell-. En St Peter están muy alarmados; tienen mucho miedo por si se caen los puentes y se quedan aislados. Estamos organizando un servicio de botes. Ellos están incluso a un nivel más bajo que ustedes y mucho me temo que no se encuentran ni la mitad de bien preparados.
– Aquí podemos acogerlos -dijo el párroco-. La iglesia tiene capacidad para más de mil personas, pero deben traer la comida que necesiten. Y algo para poder dormir, claro. La señora Venables se está encargando de todo. Los dormitorios masculinos en el ala de los cantori y los femeninos e infantiles en el lado de los decani. A los enfermos y los mayores podemos colocarlos en la vicaría, que estarán más cómodos. Supongo que en St Stephen estarán a salvo pero, si tuvieran problemas, también podríamos acogerlos. ¡Ah! Comisario, confiamos en que nos envíen víveres por barco lo antes posible. Las carreteras estarán libres desde Leamholt hasta el dique de los diez metros, y desde allí los podemos traer por agua.
– Lo organizaré todo -dijo el señor Blundell.
– Si el agua arrastra las vías del tren, también tendrá que llevarlos a St Stephen. Buenos días, señora Giddings, buenos días. Me alegra mucho que haya llegado. ¡Hola, señora Leach! ¿Cómo está el niño? Supongo que comiendo, ¿no? Encontrará a la señora Venables dentro. ¡Jack! ¡Jackie Holliday! Mete ese pollo en una cesta. Pídele a Joe Hinkins que te busque una. ¡Ah, Mary! He oído que tu marido está haciendo un gran trabajo en la presa. Esperemos que no se haga daño. Sí, querida, ¿qué sucede? Voy enseguida.
Durante tres horas, Wimsey ayudó en lo que pudo, organizando el ganado, entrando a gente. Al final recordó su misión de mensajero y, moviendo despacio el coche entre la multitud, consiguió salir hacia el dique. Estaba oscureciendo y la carretera estaba llena de carros y ganado que se dirigían a la seguridad del montículo de la iglesia. Los animales le impedían el paso.
– Los animales entraron por parejas -canturreó Wimsey mientras se abría paso entre el ganado-. El elefante y el canguro. ¡Hurra!
En la presa, la situación parecía muy peligrosa. Habían intentado bloquear las compuertas con vigas y sacos de arena, pero el agua ya estaba casi al límite y del este se acercaban violentamente el viento y la corriente.
– No podrán aguantarla demasiado tiempo más, milord -dijo un hombre sacudiéndose el agua como un perro mojado-. Va a ceder. ¡Que Dios nos ayude!
El vigilante de la presa se retorcía las manos.
– ¡Se lo había dicho, se lo había dicho! ¿Qué va a ser de nosotros?
– ¿Cuánto tiempo aguantará? -preguntó Wimsey.
– Una hora, milord, como máximo.
– Será mejor que se vayan. ¿Tienen coches suficientes?
– Sí, milord, gracias.
Will Thoday se acercó a ellos, pálido y muy cansado.
– Mi mujer y mis hijas…, ¿están a salvo?
– Sí, tranquilo. El párroco está haciendo maravillas. Será mejor que vuelva conmigo.
– Me quedaré con todos, milord, gracias. Pero dígales que no pierdan tiempo.
Wimsey dio media vuelta con el coche. Durante su breve ausencia, la organización lo había puesto casi todo en orden. Hombres, mujeres, niños y víveres; todos habían sido ubicados en la iglesia. Eran cerca de las siete de la tarde y ya había oscurecido. Las lámparas estaban encendidas. En la capilla de mujeres se estaba sirviendo té y sopa, los niños lloraban, el cementerio resonaba con los gruñidos de los animales. Entraron piezas de beicon y colocaron treinta carretas de heno y maíz junto a una de las paredes de la nave. En el único espacio tranquilo entre la confusión, el párroco estaba detrás de la baranda del santuario. Y, sobre ellos, las campanas iban y venían dando la alarma. «Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity, Batty Thomas y Sastre Paul, ¡levantaos!, ¡gritad!, ¡salvaos! Las aguas nos han invadido. Se acercan como cataratas».
Wimsey se acercó hasta el altar y le dio las últimas noticias al párroco. Este asintió.
– Que se vayan enseguida -dijo-. Dígales que vengan inmediatamente. ¡Qué valientes! Sé que no querrán abandonar, pero no deben sacrificar sus vidas en vano. Cuando pase por el pueblo, dígale a la señorita Snoot que ya puede venir con los niños.
Cuando Wimsey se iba, lo llamó.
– ¡Y que no se olviden los otros dos termos!
Los hombres ya estaban entrando en los coches cuando Wimsey llegó a la presa. El caudal crecía rápidamente, y las vigas y los sacos habían empezado a flotar en el agua agitada. Alguien gritó:
– ¡Fuera, salid! ¡Por vuestra vida!
La respuesta fue un crujido. Las vigas que todavía estaban clavadas en el muro se rompieron. El río salió a presión por las compuertas. Se oyó un grito. Un figura, que caminaba por la pasarela, desapareció. Otra figura la siguió, y también desapareció. Wimsey se quitó el abrigo e intentó acercarse hasta el agua, pero alguien lo sujetó y lo echó hacia atrás.
– Ya no podemos hacer nada, milord. ¡Se han ido! ¡Dios mío! ¿Lo ha visto?
Alguien lanzó una bengala desde el otro lado del río.
– Han quedado atrapados allí y el agua se los ha llevado. ¿Quiénes eran? ¿Johnnie Cross? ¿Y quién cayó detrás de él? ¿Will Thoday? Pobre, tenía familia. Quédese aquí, milord. No queremos perder a nadie más. Pongámonos a salvo, ya no podemos hacer nada por ellos. ¡Dios mío! Las compuertas están cediendo. ¡Vámonos, deprisa!
Wimsey notó que alguien lo cogía del brazo y lo metía en el coche. Otra persona se sentó a su lado. Era el vigilante de la presa, todavía boquiabierto.
– ¡Ya lo dije, ya lo dije!
Otro crujido delató que el agua había roto el dique. Vigas y sacos bajaban arrastrados por la corriente a gran velocidad; algunos incluso iban a parar a la carretera. Entonces, la presa, que había aguantado todo aquel caudal de agua, crujió justo cuando se encendían los motores de los coches y éstos se alejaban del violento encuentro de las dos corrientes.
Las cunetas del dique de los diez metros resistieron, pero el río Wale, que había recibido toda la fuerza de las inundaciones de Upper Waters, se desbordaba por todos lados. Antes de que los coches llegaran a St Paul, la marea les iba pisando los talones. Al coche de Wimsey, que iba el último, el agua le llegaba a los ejes. Siguieron avanzando, aunque la cama plateada se extendía a ambos lados y por detrás, y parecía que no terminaba.
En la iglesia, el párroco, con la lista electoral en la mano, iba nombrando uno a uno a los feligreses. Llevaba las vestimentas de domingo y el rostro de preocupación había dado paso al de dignidad y serenidad pastoril.
– Eliza Giddings.
– Aquí estoy, párroco.
– Jack Godfrey, con su mujer y su familia.
– Estamos todos, señor.
– Joseph Hinkins… Louisa Hitchcock… Obadiah Holliday… Señorita Evelyn Holliday…
El grupo de hombres de la presa se quedó en la puerta. Wimsey se acercó hasta el párroco para darle las malas noticias.
– ¿John Cross y Will Thoday? Es terrible. Dios los tenga en la gloria. ¿Sería tan amable de decirle a mi mujer que les comunique la mala noticia a sus respectivas familias? ¿Que Will intentó rescatar a Johnnie? No esperaba menos de él. A pesar de todo, era un buen chico.
Wimsey se llevó a la señora Venables aparte. La voz del párroco, un poco temblorosa, seguía nombrando a los feligreses.
– Jeremiah Johnson y su familia… Arthur y Mary Judd… Luke Judson…
Entonces, desde la parte posterior de la iglesia, se oyó un grito desesperado.
– ¡Will! ¡Oh, Will! ¡No quería vivir! Mis niñas, ¿qué vamos a hacer ahora?
Wimsey no quería seguir escuchando. Se fue hacia la puerta del campanario y empezó a subir la escalera.
Las campanas seguían tocando. Pasó por la sala donde estaban los esforzados campaneros, todos sudados, y siguió subiendo. Pasó la sala del reloj, que estaba llena de cosas, hasta que llegó al refugio de las mismas campanas. En el momento en que asomó la cabeza, la furia de las campanas era tal que le pareció que le estaban golpeando los oídos con mil martillos. La torre entera resonaba. Se movía con el movimiento de las campanas. Fuera de sí, Wimsey subió el último tramo.
Se detuvo a medio camino agarrándose muy fuerte a la escalera. El sonido lo atravesaba. Entre los repiques, sonó una nota aguda sostenida que fue como si una espada le atravesara el cerebro. Notó como si toda la sangre del cuerpo se le subiera a la cabeza y ésta estuviera a punto de estallar. Se soltó de una mano e intentó cerrar la trampilla con los dedos, pero era tal el agobio que se balanceó y a punto estuvo de caer escaleras abajo. Aquello no era ruido, era puro dolor, un tormento insufrible. Empezó a gritar, aunque no se oyó. Los tímpanos le temblaban y perdía el control de los sentidos. Era mucho peor que cualquier estruendo de artillería pesada. Esto era una locura, un ataque de mil demonios. No podía avanzar ni retroceder, aunque en su interior gritaba: «¡Tengo que salir de aquí!». El campanario se movía y daba vueltas y las campanas subían y bajaban al alcance de la mano. Las bocas se agitaban, con sus lenguas de bronce, y aquella nota grave no dejaba de chirriar.
No podía bajar porque la cabeza le daba vueltas y tenía un nudo en el estómago. Con un último y desesperado esfuerzo, se agarró a la escalera y movió las temblorosas piernas. Empezó a subir escalones y, con mucho valor, consiguió llegar hasta la trampilla del tejado. Levantó una mano y consiguió abrir el pestillo. Tambaleándose, como si los huesos se le hubieran deshecho, saltó por la ventana para que el fuerte viento lo azotara. Cuando cerró la trampilla, el endiablado clamor quedó atrás, para volver a crecer a través de las ventanas del campanario.
Permaneció unos minutos temblando encima de la torre, mientras recuperaba los sentidos lentamente. Al final la sangre le volvió a correr por todas las venas, Wimsey consiguió, poco a poco, ponerse de rodillas y se agarró a la veleta. Estaba rodeado de una enorme tranquilidad. La luna brillaba en el cielo y, a través de las almenas, se veían los pantanos inundados como si fueran un cuadro en movimiento, como el mar visto desde el ojo de buey de un barco, y la torre se movía al ritmo de las campanas.
Todo un mundo había quedado debajo de una sábana de agua. Se puso de pie y miró al horizonte. Al sureste, la torre de St Stephen se levantaba sobre una oscura plataforma de tierra, como el mástil de un barco que se hunde. En todas las casas había luz; St Stephen estaba resistiendo la tormenta. Al oeste, la delgada línea de los ferrocarriles se alejaba hacia Little Dykesey, todavía intacto aunque peligrosamente acechado. Al sur, St Peter, cuyos techos y agujas se dibujaban sobre el horizonte plateado, era el centro de la gran inundación. St Paul, a los pies de la torre, estaba vacío y abandonado, esperando su destino. Al este, una delgada línea señalaba el curso del Potters Lode Bank y, mientras Wimsey lo observaba, desapareció debajo de la marea. El curso río Wale ya no se veía pero, allá a lo lejos, se distinguía una pálida raya que señalaba dónde se encontraban el agua desbordada y el mar. Hacia el interior y el oeste el agua seguía creciendo. Hacia la costa y el este, adonde miraba el pollo dorado de la veleta, ya afrontaban el peligro. En algún lugar de ese tranquilo mar de agua dulce yacían los cuerpos rotos de Will Thoday y su compañero, junto con todo lo que el río había ido arrastrando. La tierra había reclamado lo que era suyo.
Una detrás de otra, las campanas se fueron apagando. Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity y Batty Thomas descansaron y, cuando todo estaba en silencio, Sastre Paul tocó los nueve sastres por las dos almas que se habían ido con la noche. Las solemnes notas del órgano sonaron.
Wimsey bajó de la torre. Hezekiah Lavender estaba en la sala de las campanas tirando de la cuerda. Se oyó la voz del párroco, suave y musical, que acariciaba las alas de los dorados querubines.
– Ilumina la oscuridad…
El monstruo de bronce lo había matado.
The Rosamonde
Julian Sermet
El río Wale inundó durante catorce días los Fenchurches. El agua cubría todo St Stephen y la línea de ferrocarriles estaba bajo veinte centímetros de agua, de modo que los trenes pasaban muy lentamente provocando una pequeña ola a izquierda y a derecha. St Peter fue la localidad más afectada, ya que el agua llegó hasta las ventanas de los segundos pisos. En St Paul, el agua había alcanzado los dos metros y medio, excepto en el montículo donde estaban la iglesia y la vicaría, que habían quedado a salvo.
La organización del párroco funcionó de maravilla. Tuvieron víveres para los tres primeros días, y después el servicio de botes de emergencia traía comida fresca desde las ciudades vecinas. En la iglesia se inició una vida muy curiosa, como si estuvieran en una isla, que adquirió ritmo propio con el paso de los días. Cada mañana se anunciaba con un repique de campanas, que hacía que los granjeros salieran fuera a ordeñar las vacas. Traían agua caliente de la vicaría con abrevaderos con ruedas. Se sacudían las sábanas y se guardaban debajo de los bancos; se retiraba la lona que, durante la noche, separaba a los hombres y a las mujeres y se celebraba un pequeño servicio de himnos y oraciones para empezar a preparar las cosas en la capilla de mujeres. El desayuno se cocinaba siguiendo las instrucciones de Bunter y miembros del Instituto de Mujeres lo repartían por los bancos, y después todo el mundo se ponía a trabajar. En la nave sur se impartían las clases, lord Peter Wimsey organizaba juegos en el jardín de la vicaría, los ganaderos cuidaban a los animales, los propietarios de gallinas metían todos los huevos en una cesta común, la señora Venables presidía un club de costura en la vicaría. Había dos radios: una en la vicaría y otra en la iglesia, que entretenían a la gente y cuyas baterías se recargaban continuamente con un sistema que los Wilderspin conectaron al Daimler de lord Peter. Tres noches a la semana se dedicaban a los conciertos y las charlas, organizadas por la señora Venables, la señorita Snoot y los coros combinados de St Paul y St Stephen, con la ayuda de la señorita Hilary y Bunter. Los domingos, la actividad se iniciaba con una celebración matinal, seguida de una misa común conducida por los dos párrocos anglicanos y los dos ministros protestantes. Se celebró una boda, que estaba fijada para uno de los días que estuvieron encerrados, y fue la ocasión perfecta para que todos se vistieran de gala; y también nació un niño al que bautizaron como Paul (por la iglesia) Christopher (porque St Christopher era el santo de los ríos y las inundaciones), aunque el párroco tuvo que pelear para hacer desistir a los padres en su empeño por llamarlo «Inundación Van Leyden».
Al decimocuarto día, Wimsey, que salió a darse un baño en lo que antes había sido una calle, vio que el nivel del agua había bajado treinta centímetros y volvió, agitando con la mano una rama de laurel que había cogido del jardín de una casa, como el sustituto más cercano al olivo. Ese día tocaron un carrillón muy alegre de Kent Treble Bob Major y, desde el otro lado de las tierras inundadas, escucharon la respuesta de las campanas de St Stephen.
– El olor -dijo Bunter, mirando el desierto de destrozos y algas en lo que se había convertido St Paul- es muy desagradable, milord, incluso me atrevería a decir que no es higiénico.
– Tonterías, Bunter -dijo Wimsey-. En el sur lo llamarían ozono y pagarían mucho dinero por poder respirarlo.
Las mujeres del pueblo se hacían cruces del trabajo que les costaría limpiar y ordenar las casas, y los hombres se quejaban de cómo habían quedado los campos.
Los cuerpos de Will Thoday y John Cross aparecieron en St Stephen, hasta donde los había arrastrado la corriente. Los enterraron bajo la sombra de la torre de St Paul, con toda la solemnidad posible, repique incluido. Hasta que ambos descansaron en paz Wimsey no habló con el párroco y el comisario Blundell.
– Pobre Will -dijo-. Murió como un hombre y se llevó sus pecados con él. Seguro que no quería hacerle mal a nadie, pero creo que quizá se imaginó cómo había muerto Deacon y se sintió responsable. Aunque ahora ya no tenemos que buscar al asesino.
– ¿Qué quiere decir, milord?
– Porque -dijo con una amarga sonrisa- los asesinos de Geoffrey Deacon ya están colgados, y muy por encima del infierno.
– ¿Asesinos? -preguntó el comisario-. ¿Más de uno? ¿Quiénes fueron?
– Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity, Batty Thomas y Sastre Paul.
Se hizo un largo silencio. Wimsey añadió:
– Debería haberlo adivinado. Creo que se dice de la Catedral de San Pablo que cuando uno entra en la sala de las campanas mientras tocan un carrillón, no sale vivo. También sé que si la noche que tocaron la alarma hubiera estado diez minutos más allí arriba, también yo estaría muerto. No sé de qué, si de una apoplejía o un infarto, de lo que sea. Estoy seguro que aquella nota tan aguda habría roto una jarra de cristal. Sé que ningún ser humano podría resistir el ruido de las campanas durante más de un cuarto de hora, y Deacon estuvo allí encerrado y atado durante nueve interminables horas el día de Nochevieja.
– ¡Dios mío! -exclamó el comisario-. Entonces, cuando usted dijo que podía haberlo matado el párroco, Hezekiah Lavender o usted mismo, tenía razón.
– Sí -dijo Wimsey-. Fuimos nosotros. -Se quedó un momento pensando y continuó-. Es más, el ruido debió de ser mucho peor aquella noche porque la nieve hacía de pantalla y no dejaba escapar el sonido. Geoffrey Deacon era un mal hombre, pero cuando pienso en la terrible agonía de su muerte…
Se vino abajo, con la cabeza entre las manos, como si instintivamente quisiera hacer callar aquel ruido que todavía retumbaba en su cabeza. En medio del silencio, se oyó la suave voz del párroco.
– Siempre ha habido leyendas sobre Batty Thomas. Ya mató a dos hombres hace años, y Hezekiah puede asegurarles que las campanas se ponen celosas frente a la presencia del diablo. A lo mejor Dios habla a través de esas bocas metálicas inarticuladas. Es el mejor juez, y el único, fuerte y paciente, y cada día alguien lo provoca.
– Bueno -dijo el comisario, más alegre de lo habitual-. Parece que no tendremos que hacer más averiguaciones. El tipo está muerto, y el que lo encerró allí arriba también, el pobre, y eso es todo. No entiendo demasiado de campanas, pero me fiaré de usted, milord. Supongo que será cuestión de períodos de vibración. Parece que es la mejor solución, y así se lo comunicaré al inspector jefe. Y eso es todo. -Se levantó y añadió-: Que tengan un buen día, caballeros.
Y se marchó.
La voz de todas las campanas de Fenchurch St Paul: Gaude, Gaudy Domnini in laude. Sanctus, sanctus, sanctus Dominus Deus Sabaoth. John Colé me hizo, John Presbyter me pagó y John Evangelista me ayudó. De Jericho a John no hay campana que mejore mi sonido. Jubílate Deo. Nunc Dimittis, Domine. El abad Thomas me colocó aquí y me hizo tocar alto y claro. Pavle es mi nombre y debe respetarse.
Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity, Batty Thomas y Sastre Paul.
Nueve sastres dicen que un hombre de Dios ha llegado a su fin.