Un carrillón completo
de Grandshire Triples
(Holt de Diez Partes)
5.040
Primera mitad
246375
267453
275634
253746
235476
Segunda Mitad
257364
276543
264735
243657
234567
Campana guía: la segunda
Tañer:
Primera mitad: sin ritmo, medio, dentro y fuera la 5, derecha, medio, detrás, derecha, medio y con ritmo (repetir cuatro veces).
Segunda mitad: sin ritmo, detrás, derecha, medio, detrás, derecha, dentro y fuera la 5, detrás y con ritmo (repetir cuatro veces).
El último repique de cada mitad es simple; en este carrillón debe tocarse el Holt simple.
Un doble por el señor Gotobed
Pronunciarás este suceso tan terrible
con una cruz, una vela y una campana.
Instruction for Parish Priests (siglo XV)
John Myrc
La primavera y la Pascua llegaron tarde y juntas ese año a Fenchurch St Paul. El triángulo de Fenchurches agradeció el retorno del sol con su habitual austeridad y casi a regañadientes. La nieve había desaparecido, el maíz era de un verde más intenso en contraste con la tierra oscura, los espinos y la hierba que delimitaban el dique formaban un paisaje menos abrupto; en los sauces, las candelillas amarillas bailaban como asideros de campanas, y los sauces blancos esperaban que los niños los despojaran de sus ramas para la palma del Domingo de Ramos; allí donde las lúgubres orillas del dique estaban pobladas de arbustos, se agrupaban las temblorosas violetas para protegerse del viento.
En el jardín de la vicaría, los narcisos estaban en plena explosión de color y, a pesar de las continuas ráfagas de viento que soplaban en esa parte del país, se zarandeaban y aguantaban estoicamente.
– ¡Mis pobres narcisos! -exclamó la señora Venables, mientras los tallos se agitaban y las trompetas doradas besaban el suelo-. ¡Este viento es terrible! ¡No sé cómo lo resisten!
Cuando los cortaba, los tenía de todas las variedades: Emperor, Empress, Golden Spur…, sentía una mezcla de orgullo y remordimiento; luego los llevaba a la iglesia y los metía en los jarrones del altar y en los dos recipientes largos, estrechos y pintados de verde que se colocaban junto al cancel el Domingo de Ramos.
«Las flores amarillas quedan muy bien -pensaba la señora Venables, mientras intentaba que las flores permanecieran derechas entre la brillante hierba doncella-. Aunque es una auténtica pena sacrificarlas».
Se arrodilló en un almohadón rojo que cogió de un banco para protegerse las rodillas del suelo helado de la iglesia. Tenía los cuatro jarrones de latón del altar frente a sí, junto con una cesta llena de flores y una regadera. Si hubiera intentado arreglar los ramos en casa y después llevarlos a la iglesia, el viento del sudoeste los habría echado a perder antes de que lograra cruzar la calle.
– ¡Qué pesados! -murmuró, al tiempo que los narcisos resbalaban hacia los lados o caían hasta el fondo del jarrón. Se sentó sobre los talones para ver su trabajo con un poco más de perspectiva y luego, al oír unos pasos, se giró.
Una chica pelirroja de quince años, vestida de negro, había entrado en la iglesia con un gran ramo de narcisos de ojo de faisán blancos. Era alta, delgada y más bien desgarbada, aunque prometía convertirse en una mujer muy atractiva.
– ¿Le pueden servir para algo, señora Venables? Johnson intentará traer los lirios blancos, pero con este viento tan horrible teme que los tallos se rompan en la carretilla. Creo que tendrá que meterlos en el maletero del coche y transportarlos hasta aquí.
– Querida Hilary, ¡qué amable por tu parte! Gracias, agradezco todas las flores blancas que puedas darme. Son preciosos, y qué bien huelen. Había pensado colocar algunos enfrente del abad Thomas con los jarrones altos y otro jarrón igual al otro lado, debajo del viejo Gaudy. Pero lo que no voy a hacer -y lo dijo con mucha determinación- es rodear la pila bautismal ni el pulpito de verde. Podemos hacerlo en Navidad y en la Fiesta de la Cosecha, si quieren, pero en Semana Santa es inapropiado y absurdo, y ahora que la pobre señorita Mallow está muerta ya no hace falta que sigamos haciéndolo.
– No soporto las Fiestas de la Cosecha. Es una vergüenza esconder estas bellas esculturas detrás de cestos de maíz, verduras y demás.
– Es cierto, pero a la gente del pueblo le gusta. Theodore siempre dice que la Fiesta de la Cosecha es su fiesta. Supongo que no es correcto que les interese mucho más que las misas de los domingos, aunque es normal. Cuando nosotros llegamos, tú ni habías nacido, era mucho peor. Solían poner clavos en los pilares para colgar coronas de flores. Un horror. Una falta de consideración, por supuesto. Y en Navidades colgaban textos escritos en lana sobre piezas de franela roja que pendían de las vidrieras y de la horrible galería. Eran viejas costumbres de muy mal gusto. Cuando llegamos, nos lo encontramos todo en la sacristía, lleno de polillas y ratones. El párroco no cedió ni un milímetro en ese aspecto.
– Y supongo que sólo se acercaba a la capilla la mitad de la gente.
– No, querida; sólo dos familias y una de ellas ha vuelto desde entonces: los Wallace, porque tienen una especie de disputa con el pastor por la comida del Viernes Santo. Tiene que ver con los recipientes del té, pero no recuerdo exactamente de qué se trata. La señora Wallace es muy agradable; se ofende con cierta facilidad pero, hasta ahora, y toquemos madera -la señora Venables ejecuta este viejo rito pagano tranquilamente tocando un pedestal de roble-, he conseguido llevarme bastante bien con ella en el Instituto de Mujeres. ¿Podrías retirarte un poco y decirme si está igual de ambos lados?
– Tiene que poner más narcisos a este lado, señora Venables.
– ¿En éste? Gracias, querida. ¿Mejor así? Bueno, pues tendrá que quedar así. ¡Ay! ¡Mis pobres huesos! Mira, aquí viene Hinkins con las aspidistras. La gente dice que ahora están preciosas, pero crecen todo el año y, de fondo, quedan muy bonitas. Exacto, Hinkins. Seis delante de esta tumba y seis al otro lado. Por cierto, ¿has traído los tarros color berenjena? Son perfectos para los narcisos, las aspidistras los taparán y podemos poner un poco de hiedra delante de las macetas. Hinkins, ¿puedes llenarme la regadera? Hilary, ¿cómo está hoy tu padre? Mejor, espero.
– Mucho me temo que no, señora Venables. El doctor Baines teme que no se recupere. ¡Pobre papá!
– ¡Dios mío! Lo siento mucho. Estás pasando una época terrible. Supongo que la muerte tan repentina de tu pobre madre ha sido demasiado para él.
La chica asintió.
– Esperaremos y rezaremos para que no sea tan grave como dice el doctor. El doctor Baines siempre es muy pesimista. Supongo que por eso se ha quedado como médico de pueblo, porque es muy listo, eso sí, pero la gente quiere médicos alegres y optimistas. ¿Por qué no pides una segunda opinión?
– Es lo que vamos a hacer. El martes viene un médico que se llama Hordell. El doctor Baines intentó que viniera hoy, pero está de vacaciones.
– Los doctores no deberían hacer vacaciones -sentenció la señora Venables con brusquedad.
El párroco nunca hacía fiesta cuando se celebraban las grandes festividades, y apenas descansaba unos días cuando no había, y ella no veía por qué tenían que hacerlo el resto de los mortales.
Hilary Thorpe sonrió con arrepentimiento.
– Yo también pienso igual, pero se supone que es el mejor y espero que papá no empeore en estos dos días.
– Dios quiera que no -dijo la mujer del párroco-. ¿Ése no es Johnson con los lirios blancos? Ah, no, es Jack Godfrey. Supongo que subirá arriba a engrasar las campanas.
– ¿De verdad? Me gustaría ver cómo lo hace. ¿Puedo subir al campanario, señora Venables?
– Claro que sí, querida. Pero debes tener cuidado. Siempre he pensado que esa escalera no es demasiado segura.
– Ah, no tengo miedo. Me encanta mirar las campanas.
Hilary se alejó corriendo por el pasillo y alcanzó a Jack Godfrey justo cuando entraba en la sala de las campanas.
– He venido a ver cómo engrasa las campanas, señor Godfrey. ¿Le molesto?
– Ni mucho menos, señorita Hilary, será un placer. Es mejor que suba usted primero, así podré ayudarla si resbala.
– No resbalaré -repuso Hilary con desdén.
Empezó a subir con brío los gruesos y gastados peldaños y llegó a la habitación que ocupaba el segundo piso de la torre. No había nada excepto la caja que contenía el mecanismo de funcionamiento del reloj del campanario y las ocho cuerdas que subían desde el piso de abajo y se perdían techo arriba. Jack Godfrey apareció detrás de Hilary con la grasa y los trapos de limpiar.
– Tenga cuidado con el suelo, señorita Hilary -le advirtió-. En algunas zonas es un poco irregular.
Hilary asintió. Le encantaba esa habitación vacía, bañada por el sol y con las cuatro enormes ventanas, una en cada pared. Era como un palacio de cristal flotando en el aire. Las sombras de la magnífica decoración de la ventana sur se reflejaban en el suelo como si se tratara de una verja de hierro forjado. Miró hacia fuera a través de los cristales llenos de polvo y vio el paisaje verde que se extendía más allá de donde le alcanzaba la vista.
– Señor Godfrey, me gustaría subir a lo alto de la torre.
– De acuerdo, señorita Hilary. Si cuando haya acabado nos queda tiempo, subiremos.
La trampilla que comunicaba con la sala de las campanas estaba cerrada con llave y había una cadena colgando que salía de una especie de caja de madera incrustada en la pared. Godfrey extrajo un manojo de llaves del bolsillo y, con una, abrió la caja y reveló el contrapeso. Lo apretó y la trampilla se abrió.
– Señor Godfrey, ¿por qué está cerrada esta puerta?
– Bueno, señorita Hilary, en muchas ocasiones los campaneros se han dejado la puerta del campanario abierta, y el párroco dice que no es seguro que dejemos esta puerta abierta. El Loco Peake podría deambular por aquí o algunos muchachos traviesos subirían y jugarían con las cuerdas. Incluso podrían subir a lo alto de la torre, caerse y hacerse daño. Así que el párroco colocó este cerrojo para cerrar la trampilla.
– Entiendo -dijo Hilary, sonriendo.
«Hacerse daño» era una manera delicada de expresar lo que resultaría de una caída de poco menos de cuarenta metros. Hilary se dirigió hacia la escalera que subía.
A diferencia de la luminosidad de la habitación de abajo, la habitación donde estaban las campanas era sombría y casi amenazadora. Había ocho ventanas, pero apenas entraba la luz, ya que los rayos de sol penetraban únicamente a través de la delicada ornamentación de los paneles situados encima de las persianas de lamas, llenando las campanas de rayas y destellos dorados y creando unas divertidas formas en las superficies y los bordes de las poleas. Las campanas, con las silenciosas bocas oscuras mirando hacia abajo, estaban quietas en su sitio como desde hacía años. -El señor Godfrey, mirándolas con la alegre familiaridad de alguien que llevaba media vida haciendo lo mismo, cogió una escalera que descansaba contra la pared y la apoyó en una de las vigas, lista para subir.
– Déjeme subir primero, así podré ver lo que hace -dijo Hilary.
El señor Godfrey hizo una pausa y se rascó la cabeza. No le parecía demasiado seguro. Expresó una objeción.
– No me pasará nada; me sentaré en la viga. Las alturas no me dan miedo. Además, soy muy buena en gimnasia.
La hija de sir Henry estaba acostumbrada a salirse con la suya, y allí no hizo ninguna excepción. El señor Godfrey accedió con la condición de que se agarrara con fuerza a la campana y no se soltara ni hiciera ninguna tontería. Ella lo prometió y él la ayudó a subir hasta su posición privilegiada. El señor Godfrey, silbando una alegre melodía, fue metódicamente dejando sus cosas a su alrededor y se puso a trabajar, engrasando los gorrones y los muñones, echando un poco de aceite en el eje de la polea, comprobando el movimiento de las piezas deslizantes entre las campanas y examinando las cuerdas por si había señales de fricción en los puntos que estaban en contacto con las poleas.
– Jamás había visto a Sastre Paul tan de cerca como ahora. Es muy grande, ¿no?
– Sí, señorita -dijo Jack Godfrey dando un golpe con la mano en la superficie de bronce.
Un rayo de sol entró por la ventana y se reflejó en el borde de la campana iluminando las letras de una inscripción que, como Hilary bien sabía, decía así:
NUEVE + SASTRES + DICEN + QUE + UN + HOMBRE + DE + CRISTO + HA + LLEGADO + A + SU + FIN + COMO + ADÁN + SU + PADRE + 1614
– Esta campana también tiene su historia. La hemos tocado en muchas ocasiones, sin contar con los innumerables repiques de difuntos y los funerales. Y cuando nos atacaron los Zeppelin, la tocábamos con Gaude como señal de alarma. El otro día, el párroco comentaba que ya iba siendo hora de girarla un cuarto, pero no estoy demasiado convencido. Creo que todavía tocará un poco más. A mi parecer, todavía ofrece un sonido bastante limpio.
– Tienen que tocar el repique de difuntos para todos los feligreses que mueren, ¿verdad? Sean quienes sean.
– Sí, ateos o creyentes. Así lo estipuló sir Martin Thorpe, su tatarabuelo, cuando dejó el dinero para el fondo de las campanas. «Toda alma cristiana» fueron las palabras exactas que escribió en su testamento. Incluso las tocamos por aquella mujer que vivía en Long Drove, y eso que era católica. Al viejo Hezekiah no le pareció demasiado bien -añadió el señor Godfrey chasqueando la lengua al recordarlo-. «¿Cómo? ¿Tocar a Sastre Paul por una católica? -preguntó-. Párroco, no me dirá que también los considera cristianos». «Hezekiah, este país estuvo lleno de católicos en un tiempo; los católicos construyeron esta iglesia», le respondió el párroco. Pero no lograron convencerlo. No fue a la escuela, no conoce la historia. Bueno, señorita Hilary, creo que ya he terminado con Sastre Paul. Si me da la mano, la ayudaré a bajar.
Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee y Dimity, a todas les llegó el turno de pasar la revisión. Sin embargo, cuando le tocó a Batty Thomas, el señor Godfrey se obstinó, repentina e inesperadamente, a no dejar subir a Hilary a la viga.
– Señorita Hilary, no la subiré encima de Batty Thomas. Esta campana no trae buena suerte. Quiero decir que tiene una oscura historia a sus espaldas y no me gustaría correr riesgos innecesarios.
– ¿Qué quiere decir?
Al señor Godfrey le costó un poco explicarse de manera más comprensible.
– Es mi campana -dijo-. Llevo quince años tocándola y diez cuidándola, desde que Hezekiah ya fue muy mayor para subir y bajar esta escalera. Batty Thomas y yo nos conocemos muy bien y ella no se pelea conmigo ni yo con ella. Sin embargo, tiene un carácter extraño. Dicen que el abad que descansa abajo en la tumba de la iglesia era un hombre muy extraño y que su campana se parece a él. También dicen que, hace muchos años, cuando echaron a los monjes, Batty Thomas tocó una noche entera ella sola, sin que nadie moviera la cuerda. Y cuando Cromwell envió a sus hombres para que rompieran todas las imágenes, se ve que un soldado subió al campanario, no sé a qué, supongo que para destrozar las campanas, pero subió. Los demás, sin saber que él estaba aquí, empezaron a tirar de las cuerdas y, al parecer, la persona que cuidaba las campanas las había dejado mirando hacia arriba. Debían de ser muy descuidados en aquella época, pero bueno, así fue. Justo cuando ese soldado se asomó para ver las campanas, Batty Thomas dio la vuelta, lo golpeó y lo mató. Esta es la historia y el párroco suele decir que Batty Thomas salvó la iglesia porque los demás soldados se asustaron mucho y salieron corriendo pensando que era un castigo de Dios aunque, desde mi punto de vista, sólo fue un descuido de la persona que dejó las campanas de aquel modo. Y después, en tiempos del antiguo párroco, había un pobre hombre que estaba aprendiendo a tocar las campanas y un día, al intentar levantar a Batty Thomas, la cuerda se le enroscó al cuello y lo ahorcó. Terrible pero, volviendo a lo mismo, yo creo que fue otro descuido, porque no deberían haber dejado que el hombre practicara solo. El señor Venables jamás lo permitiría. Pero ya ve, señorita Hilary, Batty Thomas ha matado a dos hombres, aunque es muy comprensible porque en ambas ocasiones los accidentes fueron fruto de un descuido que no habrían pasado si… bueno, como le he dicho antes, no me gustaría correr riesgos innecesarios.
Y con esto estuvo todo dicho. Así pues, el señor Godfrey subió a engrasar los gorrones de Batty Thomas sin ayuda de nadie. Hilary Thorpe, insatisfecha pero capaz de reconocer un obstáculo inamovible cuando lo veía, se paseó por el campanario removiendo el polvo acumulado con la punta cuadrada de los zapatos de la escuela y mirando los nombres que la gente del pueblo había ido grabando en las paredes a lo largo de los años. De repente, en un rincón escondido, una franja de luz iluminó algo que le llamó la atención. Se agachó lentamente y lo cogió. Era un trozo de papel, delgado y de mala calidad, que estaba doblado varias veces por la mitad. Le recordó las cartas que, esporádicamente, recibía de una institutriz francesa y, cuando la abrió, vio que el papel estaba cubierto con la misma tinta violeta que asociaba con «Mad'm'selle», pero esta vez estaba escrita en inglés con una letra muy clara, aunque no era la caligrafía de alguien que hubiera recibido una buena educación. Estaba doblada cuatro veces y la parte de abajo se hallaba un poco sucia por el polvo, pero en general estaba bastante limpia.
– ¡Señor Godfrey!
La voz de Hilary sonó tan repentina y animada que Jack Godfrey se asustó un poco. Estuvo a punto de caerse de la escalera y engrosar la lista de víctimas de Batty Thomas.
– ¿Sí, señorita Hilary?
– He encontrado una cosa muy rara. Venga a verlo.
– Un momento, señorita Hilary.
Acabó su trabajo y bajó. Hilary estaba de pie en una zona iluminada por el sol que se reflejaba en la campana y caía como la ducha de Danae. Sostenía el papel de modo que le tocara el sol.
– He encontrado esto en el suelo. Escuche. ¿Cree que el Loco Peake podría haber escrito algo así?
El señor Godfrey agitó la cabeza.
– No sé qué decirle, señorita Hilary. El Loco es bastante raro, y solía subir aquí antes de que el párroco cerrara la trampilla, pero no me parece que ésa sea su letra.
– Bueno, creo que la única persona que podría haberlo escrito es un lunático. Léalo. Es muy extraño elijo Hilary, riéndose porque todavía estaba en una edad en que la locura causa risa.
El señor Godfrey dejó sus cosas en el suelo con parsimonia, se rascó la cabeza y leyó detenidamente la carta en voz alta, siguiendo las líneas con el dedo índice manchado de grasa.
Creí ver hadas en los campos, pero sólo vi los funestos elefantes con sus espaldas negras. ¡Qué visión tan sobrecogedora! Los elfos bailaban a mi alrededor mientras yo escuchaba voces que me llamaban. ¡Ah! Cómo intenté observar, deshacerme de aquella horrible nube, pero ningún ojo de mortal podía espiarlos. Entonces aparecieron los trovadores, con sus trompetas, arpas y tambores dorados. La música sonaba muy fuerte detrás de mí, rompiendo el hechizo. El sueño se desvaneció, por lo que di gracias al Cielo. Derramé muchas lágrimas antes de que apareciera la luna, delicada y tenue como una hoz de paja. Ahora, aunque el Mago haga rechinar los dientes inútilmente, volverá igual que vuelve la primavera. ¡Oh, maldito hombre! El infierno está abierto, el Erebo abre sus puertas. Las bocas de la muerte esperan al fondo.
– Vaya -dijo asombrado el señor Godfrey-. Sí que es extraño. Podría ser del Loco, pero no creo. No fue a la escuela. Y esto del Erebo, ¿qué se supone que significa?
– Es uno de los antiguos nombres del infierno -respondió Hilary.
– ¡Ah! Conque es eso, ¿no? El que lo escribió parece que tenga muy claro el lugar en la cabeza. Con hadas y elefantes. Bueno, no sé, parece una broma, ¿no cree? -En ese momento se le iluminó la mirada-. A lo mejor alguien lo ha copiado de un libro. No me extrañaría que fuera esto. Uno de esos libros viejos. Pero no me explico cómo ha llegado hasta aquí. Deberíamos enseñárselo al párroco. Ha leído muchos libros y a lo mejor sabe de dónde viene esto.
– Buena idea. Se lo enseñaré yo. Pero ¿no le parece tremendamente misterioso? Incluso espeluznante. Señor Godfrey, ¿podemos subir a la torre?
Al señor Godfrey le apetecía mucho y los dos subieron la última y larga escalera, dejando atrás las campanas, y llegaron a un pequeño refugio parecido a una caseta de perro encima del techo inclinado de la torre. Ponerse de espaldas al viento era como apoyarse en una pared. Hilary se quitó el sombrero y dejó que el viento acariciara su melena, de modo que parecía uno de los ángeles flotantes de la iglesia. El señor Godfrey no tenía ojos para esa similitud; a él, honestamente, la cara angular y el pelo recto de la señorita Hilary no le parecían nada atractivos. Tuvo bastante con advertirle de que se sujetara fuerte a los hierros de la veleta. Hilary no le hizo caso y siguió avanzando hasta el parapeto, asomándose entre las almenas para mirar hacia el sur. Lejos, a sus pies, estaba la iglesia y, mientras miraba hacia abajo, una pequeña figura salió corriendo como un escarabajo del porche y enfiló el camino. Era la señora Venables que se iba a casa a comer. Hilary observó cómo luchaba contra el viento frente a la verja del jardín de su casa. Luego se giró hacia el este y miró por encima del techo de la nave principal y el cancel. Le llamó la atención un punto marrón en el cementerio y el corazón le dio un vuelco. Allí, en el ángulo noreste de la iglesia, estaba enterrada su madre y todavía no habían sellado la tumba. Parecía que la tierra esperara que la volvieran a abrir para que el marido se reuniera con su mujer.
– ¡Oh, Dios! -exclamó Hilary, desesperada-. No dejes que papá se muera. No puedes… Sencillamente no puedes…
Más allá de las paredes del cementerio, los campos estaban verdes y, en medio, había un hueco. Ella lo conocía muy bien. Llevaba allí más de trescientos años. El tiempo lo había ido disimulando y, posiblemente, dentro de trescientos años más ya habría desaparecido, pero ahora estaba allí: la señal que dejó el enorme hoyo donde fundieron a Sastre Paul.
Jack Godfrey le dijo algo al oído:
– Se nos está haciendo tarde, señorita Hilary.
– Oh, sí. Lo siento. Había perdido la noción del tiempo. ¿Tocarán mañana?
– Sí, señorita Hilary. Probaremos un Stedman's. Son difíciles pero, cuando consigues hacerlo correctamente, suenan bien. Tenga cuidado con la cabeza. Tocaremos un carrillón de 5.040 repiques, eso son tres horas. Es algo especial porque Will Thoday ya se ha recuperado, pues ni Tom Tebbutt ni el joven George Wilderspin son muy fiables con un Stedman's y, claro, a Wally Pratt no se le da nada bien. Perdóneme un minuto, señorita Hilary, voy a recoger mis cosas. Sin embargo, a mí me parece mucho más interesante el método Stedman's que cualquier otro, aunque requiere tenerlo todo muy claro en la cabeza. Al viejo Hezekiah no le preocupa demasiado, claro, porque a él sólo le gusta tocar la tenor. Dice que no le encuentra ninguna gracia a los triples, y no es de extrañar. Ya es un hombre mayor y no sería de esperar que aprendiera el método Stedman's a estas alturas, es más, si lo hiciera, nadie conseguiría que dejara a Sastre Paul. Espere un momento que paso este cerrojo. A mí, sin embargo, si me ponen delante un buen carrillón de Stedman's no lo cambio por nada. No practicamos Stedman's hasta que llegó el párroco y tardó mucho en enseñarnos a tocarlo. Recuerdo los problemas que tuvimos. John Thoday, que en paz descanse, el padre de Will, solía decir: «Muchachos, creo que ni el mismísimo diablo podría encontrarle algún sentido a este maldito método». Y el párroco le imponía una multa de seis peniques por maldecir, como está escrito en las viejas reglas. Cuidado no resbale en el escalón, está muy desgastado. Sin embargo, lo aprendimos a la perfección y, para mí, es un bonito método de tocar campanas. Bueno, que pase un buen día, señorita Hilary.
La mañana del Domingo de Ramos sonó el carrillón de los 5.040 Triples Stedman's. Hilary Thorpe lo escuchó desde la Casa Roja, sentada junto a la cama con dosel desde donde también había escuchado el carrillón de Año Nuevo. Aquel día el sonido de las campanas se oía alto y claro; hoy, en cambio, llegaba distante porque el viento lo arrastraba hacia el este.
– Hilary.
– ¿Sí, papá?
– Tengo miedo de morirme y dejarte en una situación bastante mala.
– No me importa, papá. No que te morirás. Pero si lo hicieras, estaré perfectamente.
– Yo diría que habrá suficiente para enviarte a Oxford. Me parece que las chicas allí no salen demasiado caras. Ya se ocupará tu tío.
– Sí. Además, sea como sea, voy a conseguir una beca. Y no quiero dinero. Prefiero ganarme la vida. La señorita Bowler dice que una mujer que no puede ser independiente no es nadie. (La señorita Bowler era la profesora de inglés y la heroína del momento). Papá, seré escritora. La señorita Bowler dice que no le extrañaría que lo llevara en la sangre.
– ¡Oh! ¿Y qué vas a escribir? ¿Poesía?
– Quizá. Pero creo que no se gana mucho con la poesía. Escribiré novelas. Best séllers. Esas que todo el mundo quiere comprar. No novelas del montón, más bien del tipo de La ninfa constante.
– Necesitarás un poco de experiencia antes de escribir novelas, cariño.
– Tonterías. No necesitas experiencia para escribir novelas. En Oxford, los estudiantes las escriben constantemente y las venden como churros. Todas versan sobre las penalidades de la escuela.
– Ya veo. Y cuando acabes en Oxford, escribes una sobre las penalidades de la universidad.
– Esa es la idea. Ya puedo empezar a pensar en ello.
– Bueno, querida, espero que te salga bien. Sin embargo, a la vez me sabe muy mal dejarte sola tan joven. ¡Si hubiera aparecido aquel maldito collar! Fui un estúpido al pagarle a Wilbraham el valor de esa joya, pero como ella insistió tanto delante del gobernador, yo…
– ¡Oh! Papá, por favor, no empieces otra vez con esa estúpida historia del collar. No podías hacer otra cosa. Además, no quiero el dinero. De todos modos, tú no te vas a ir a ningún sitio.
Sin embargo, el especialista, que llegó el martes, lo vio muy mal y, en un aparte, le dijo al doctor Baines:
– Han hecho todo lo posible. Incluso si me hubieran llamado antes no podría haber hecho nada.
Y a Hilary le dijo:
– Señorita Thorpe, no debe perder la esperanza. No puedo ocultarle que la situación de su padre es grave, pero la naturaleza tiene increíbles poderes de recuperación…
Esta era la manera médica de decir que, a menos que se obrara un milagro, ya podían ir encargando el ataúd.
La tarde del lunes, el señor Venables salía de casa de una señora cascarrabias y de lengua viperina que vivía casi a las afueras del pueblo, cuando un ruido intenso y retumbante le golpeó los oídos desde lejos. Se quedó quieto con la mano en la valla.
«Es Sastre Paul», se dijo el párroco.
Tres solemnes notas y una pausa.
«¿Hombre o mujer?».
Tres notas y luego tres más.
– Hombre -dijo el párroco. Se quedó escuchando-. ¿Habrá pasado a mejor vida el pobre señor Merryweather? Espero que no sea el hijo de los Hensman.
Contó doce campanadas y esperó, pero Sastre Paul siguió tocando y el párroco respiró tranquilo. Al menos, el hijo de los Hensman estaba a salvo. Entonces, rápidamente empezó a calcular la edad de los feligreses que podían haber muerto. Veinte campanadas, treinta campanadas, era un hombre adulto. «Dios no quiera que sea sir Henry -pensó el párroco-. Ayer, cuando fui a verlo, parecía que estaba mejor». Cuarenta campanadas, cuarenta y una, cuarenta y dos. Seguro que era el viejo Merryweather; un gran alivio para él, el pobre. Cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco, cuarenta y seis. Debía continuar, no podía detenerse en aquel fatídico número. El señor Merryweather tenía ochenta y cuatro años. El párroco aguzó el oído. Lo más probable era que el viento, que soplaba muy fuerte, no le hubiera dejado oír la siguiente campanada. Además, con los años, también había ido perdiendo oído.
Sin embargo, pasaron treinta largos segundos hasta que Sastre Paul volvió a hablar y luego se produjo otro largo silencio de treinta segundos más.
La vieja cascarrabias, sorprendida de ver tanto rato al párroco en la verja con la cabeza descubierta, se le acercó para ver qué pasaba.
– Es un repique de muertos -comentó el señor Venables-. Han tocado los nueve sastres y cuarenta y seis campanadas; me temo que debe ser sir Henry.
– Dios mío -dijo la señora-. Eso es una tragedia.
Una terrible tragedia -los ojos se le inundaron de una desagradable lástima-. ¿Y qué pasará ahora con la señorita Hilary, que ha perdido a su madre y a su padre uno detrás del otro, y que sólo tiene quince años y nadie que la cuide? No estoy de acuerdo en que las chicas jóvenes tengan que cuidarse solas. Acostumbran a ser problemáticas y no es justo que Dios les quite a sus padres tan pronto.
– No debemos cuestionarnos los caminos cié la Providencia -contestó el párroco.
– ¿Providencia? No se atreva a hablarme de la Providencia. Ya he tenido bastante de ese cuento de la Providencia. Primero se llevó a mi marido y luego a mis hijos, pero el de allí arriba le enseñará buenos modales si no se anda con cuidado.
El párroco estaba demasiado afligido como para replicar este notable discurso teológico.
– Sólo podemos confiar en Dios, señora Giddings -dijo, accionando la manilla de arranque del coche de un tirón.
El funeral de sir Henry se celebraría el viernes por la tarde. Aquélla era una ocasión de suma importancia para, al menos, cuatro personas en Fenchurch St Paul. El señor Russell, el director de pompas fúnebres, que era primo de Mary Russell, la mujer de William Thoday, estaba decidido a lucirse con el roble pulido y la placa conmemorativa. También debía tomar la delicada decisión de escoger a los seis portadores del ataúd, que tenían que ser de una altura parecida y llevar el mismo paso. Los señores Hezekiah Lavender y Jack Godfrey discutieron sobre el carrillón sordo que tocarían; el señor Godfrey tenía que colocar las fundas de piel en los badajos de las campanas y el señor Lavender debía dirigir el carrillón. Y, por último, el señor Gotobed, el sacristán, se encargaba de la tumba; y quería hacerlo tan bien que renunció a participar en el carrillón para poder dedicarse por completo a organizar las ceremonias fúnebres, aunque su hijo Dick, que le ayudaba con los preparativos, se consideraba suficientemente capacitado para encargarse él solo de todo. En cuanto a cavar el agujero, no había demasiado trabajo, para disgusto del señor Gotobed. Sir Henry había expresado su deseo de ser enterrado en la misma tumba que su mujer, así que las posibilidades de realizar un trabajo meticuloso desaparecieron. Sólo tenían que retirar la tierra, que todavía no se había endurecido después de tres lluviosos meses, limpiarlo un poco y colocar hierba fresca donde iban a poner el ataúd. Sin embargo, como le gustaba hacer las cosas con suficiente antelación el señor Gotobed se encargó de hacerlo el jueves por la tarde.
El párroco acababa de llegar a casa de la ronda de visitas y estaba a punto de sentarse a tomar el té cuando Emily apareció en la puerta.
– Si me permite, señor, Harry Gotobed pregunta si puede hablar con usted un momento.
– Claro. ¿Dónde está?
– En la puerta trasera, señor. No quiere entrar porque lleva las botas sucias.
El señor Venables fue hasta la puerta trasera; el señor Gotobed lo esperaba con una cara muy rara en la escalera, retorciendo la gorra con las manos.
– Bueno, Harry, ¿cuál es el problema?
– Verá, señor, se trata de la tumba de sir Henry. Pensé que sería mejor comentárselo a usted, ya que se trata de un asunto de la iglesia. Cuando Dick y yo hemos cavado el agujero, nos hemos encontrado un cadáver, y Dick me ha dicho…
– ¿Un cadáver? Por supuesto que tiene que haber un cadáver. Lady Thorpe está enterrada allí. Tú mismo la enterraste.
– Sí, señor, pero no es el cadáver de lady Thorpe. Es el cadáver de un hombre, y a mí me parece que no tiene derecho a estar allí. Así que le he dicho a Dick…
– ¡El cadáver de un hombre! ¿Qué quieres decir? ¿En un ataúd?
– No, señor, no hay ataúd. Sólo está envuelto en unas ropas y parece que lleva allí bastante tiempo. Así que Dick me ha dicho: «Papá, me parece que deberíamos decírselo a la policía. ¿Voy a buscar a Jack Priest?». Pero yo le he dicho: «No, esto es propiedad de la iglesia y primero debemos decírselo al párroco. Por respeto y porque es lo correcto. Tápalo con una tela mientras yo voy a buscar al párroco, y no dejes que nadie entre en el cementerio». Entonces me he puesto el abrigo y he venido aquí, porque no sabemos qué hacer con él.
– Eso es muy extraño, Harry -repuso el párroco, desesperado-. Yo jamás… nunca… ¿quién es ese hombre? ¿Lo conoces?
– Creo, señor, que en las condiciones que está no lo reconocería ni su madre. A lo mejor quiere venir y echarle un vistazo.
– Claro, por supuesto. Será mejor que vaya. ¡Dios mío, Dios mío! Estoy perplejo. ¡Emily! ¿Has visto mi sombrero en algún sitio? Ah, gracias. Vámonos, Harry. Emily, por favor, dígale a la señora Venables que me ha surgido un imprevisto y que no me espere para el té. Sí, Harry, ya estoy listo.
Dick Gotobed había tapado con una lona la tumba medio abierta, pero la quitó cuando llegó el párroco. Este echó un vistazo y apartó la mirada rápidamente. Dick volvió a colocar la lona donde estaba.
– Es un suceso terrible -dijo el señor Venables. Se había quitado el fieltro clerical en señal de respeto por el cuerpo tan horroroso que había debajo de la lona y se quedó de pie, desconcertado, con el pelo gris agitado por el viento-. Tenemos que avisar a la policía y…, y… -aquí se le iluminó un poco la cara-, y al doctor Baines, claro. Sí, tiene que venir el doctor Baines. Y, Harry, he leído que en estos casos es mejor no tocar nada. No es nadie del pueblo, eso está claro, porque si faltara alguien, lo sabríamos. No tengo ni la más remota idea de cómo ha llegado hasta aquí.
– Nosotros tampoco, señor. Al parecer, debe ser un forastero. Disculpe, señor, ¿no deberíamos informar de esto al juez de instrucción?
– ¿Al juez de instrucción? Sí, claro. Naturalmente. Supongo que tendrán que abrir una investigación. ¡Menudo asunto más espantoso! Desde que la señora Venables y yo llegamos no se ha hecho ninguna investigación, y de eso ya hace casi veinte años. Esto va a ser muy difícil para la señorita Thorpe, pobre criatura. La tumba de sus padres, una terrible profanación. Aun así, no debemos mantenerlo en secreto, está claro. En cuanto a la investigación, bueno, tenemos que andarnos con mucho ojo. Dick, creo que será mejor que vayas a la oficina de Correos y llames al doctor Baines para que venga y también llama a St Peter para que le envíen un mensaje a Jack Priest. Y tú, Harry, quédate aquí y vigila el… la tumba. Yo iré a la Casa Roja y le daré la mala noticia a la señorita Hilary, antes de que llegue a sus oídos por cualquier otra persona. Sí, será mejor que vaya. O quizá sería mejor que fuera la señora Venables. Tengo que consultarlo con ella. Bueno, Dick, ve a hacer lo que te he dicho y no digas ni una palabra de todo esto hasta que venga la policía.
No cabe duda de que Dick intentó hacerlo lo mejor que pudo pero, dado que el teléfono de la oficina de Correos estaba en el salón de la encargada, no fue sencillo mantener en secreto ningún mensaje. Así, cuando el agente Priest llegó resoplando en bicicleta, ya había un pequeño grupo de hombres y mujeres alrededor del cementerio, incluido Hezekiah Lavender, que había corrido lo más rápido que le permitían sus ancianas piernas desde su casa y que estaba muy indignado con Harry Gotobed por que no le dejaba levantar la lona.
– ¡Paso! -exigió el agente, avanzando hábilmente con su vehículo entre un grupo de niños amontonados en la puerta del cementerio y que lo hacían ir de un lado a otro-. ¡Paso! ¿Qué es todo esto? Marchaos a casa con vuestras madres. Y que no os vuelva a ver por aquí. Buenas tardes, señor Venables. ¿Qué ha pasado?
– Hemos descubierto un cadáver en el cementerio -dijo el señor Venables.
– Un cadáver, ¿eh? -dijo el agente-. Bueno, ha ido a parar al lugar correcto, ¿no es cierto? ¿Qué han hecho con él? Oh, lo han dejado donde lo han encontrado. Bien hecho, señor. Y ¿dónde está? Ah, aquí, perfecto. Echémosle un vistazo. ¡Oh! ¡Ah! Es eso, ¿no? Harry, ¿qué has hecho? ¿Has intentado enterrarlo?
El párroco empezó a darle explicaciones, pero el agente lo cortó alzando la mano.
– Un momento, señor. Lo haremos como Dios manda. Espere un momento que saco mi libreta. De acuerdo. Fecha. Llamada recibida a las 5.15 de la tarde. Viaje al cementerio. Llegada a las 5.30 de la tarde. Bien, ¿quién encontró el cadáver?
– Dick y yo.
– ¿Nombre? -preguntó el agente.
– Venga, Jack. Me conoces perfectamente.
– Eso no importa. Tengo que seguir el procedimiento normal. ¿Nombre?
– Harry Gotobed.
– ¿Ocupación?
– Sacristán.
– Bien, Harry. Adelante.
– Bueno, Jack, estábamos haciendo un agujero al lado de la tumba de lady Thorpe, que murió el día de Año Nuevo, para enterrar a su marido mañana por la tarde. Empezamos a quitar tierra, uno en cada extremo, y no habíamos cavado ni veinte centímetros cuando Dick golpeó algo con la punta de la pala, y me dijo: «Papá, aquí hay algo». Entonces yo le pregunté: «¿Cómo? ¿Qué quieres decir? ¿Algo en el suelo?», y clavé mi pala en el suelo y noté algo entre duro y blando debajo de la tierra. Entonces dije: «Dick, ¿sabes qué? Aquí hay algo». Y añadí: «Hijo, ten cuidado porque a mí me parece muy extraño». Así que empezamos a cavar con cuidado en un mismo extremo y, al cabo de un rato, vimos algo que salía como si fuera la punta de una bota. Yo dije: «Dick, eso es una bota». Y él contestó: «Tienes razón, papá, es una bota». Y yo comenté: «Creo que hemos empezado por el otro extremo». Y Dick me respondió: «Bueno, papá, ya que hemos llegado hasta aquí, quizá deberíamos ver quién es». Así que empezamos a cavar otra vez, con mucho cuidado, y al rato vimos algo que parecía pelo. Y yo le dije: «Deja la pala y utiliza las manos, no vayamos a darle un golpe». Y él dijo: «Esto no me gusta». Y yo le contesté: «No seas tonto, hijo. Cuando acabes, lávate las manos y listos». Así que empezamos a apartar la tierra y al final le vimos la cara. Yo dije: «Dick, no sé quién es ni cómo ha podido llegar hasta aquí, pero no debería estar aquí». Y Dick me preguntó: «¿Voy a buscar a Jack Priest?». Y yo le dije: «No. El cementerio es de la iglesia y primero deberíamos decírselo al párroco». Y eso hicimos.
– Y yo dije -añadió el párroco-, que sería mejor que te avisáramos a ti y al doctor Baines, que aquí llega.
El doctor Baines, un hombre pequeño de aspecto autoritario, con una alegre cara escocesa, se acercó bruscamente a ellos.
– Buenas tardes, párroco. ¿Qué ha pasado? Cuando me han enviado el mensaje había salido, así que… ¡Válgame Dios!
Le explicaron los hechos en pocas palabras y, después, se arrodilló junto al cadáver.
– Ha sufrido graves mutilaciones, parece como si alguien se hubiera ensañado con su cara. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
– Eso es lo que nos gustaría que usted nos dijera, doctor.
– Un momento, un momento -interrumpió el policía-. Harry, ¿qué día has dicho que enterraste a lady Thorpe?
– El 4 de enero -respondió el señor Gotobed, después de reflexionar un instante.
– ¿Y este cadáver ya estaba aquí entonces?
– No seas estúpido, Jack Priest -exclamó el señor Gotobed-. ¿Cómo se te puede ocurrir que enterraría a alguien si me encontrara un cadáver en su tumba? No es algo que se pueda pasar por alto. Una navaja o una moneda, quizá, pero cuando estamos hablando del cadáver de un hombre adulto es otra cosa.
– Harry, no me has contestado a lo que te he preguntado. Tengo que hacer mi trabajo.
– Ah, de acuerdo. Bueno, en ese caso, no había ningún cadáver en la tumba cuando enterramos a lady Thorpe el 4 de enero excepto, claro está, el de lady Thorpe. Ese sí que estaba, no estoy diciendo lo contrario, y por lo que yo sé sigue ahí. A menos que quien pusiera este cadáver aquí se llevara el otro, con ataúd y todo.
– Bueno -opinó el doctor-, no puede llevar aquí más de tres meses y, por lo que creo, no debe llevar menos de ese tiempo. Pero lo podré determinar mejor cuando lo saquen.
– ¿Tres meses, eh? -dijo Hezekiah Lavender, que se había abierto camino hasta llegar a primera fila-. Es el tiempo que hace que aquel tipo tan extraño desapareció, el que estaba en casa de Ezra Wilderspin y que buscaba trabajo de mecánico. Llevaba barba si la memoria no me falla.
– Es cierto -dijo el señor Gotobed-. ¡Qué cabeza tienes, Hezekiah! Debe ser él, seguro. ¡Mira que acordarte de eso! Siempre pensé que ese tipo se metería en problemas. Pero ¿quién podría haber hecho algo así aquí?
– Bueno -intervino el doctor-, si Jack Priest ha terminado con el interrogatorio, podrían sacar el cadáver del agujero. ¿Dónde van a ponerlo? No creo que sea algo agradable para llevarlo de aquí para allá.
– El señor Ashton posee una cabaña espaciosa. Si se lo pedimos, estoy seguro de que sacaría sus herramientas de allí durante el tiempo necesario. Además, tiene una ventana bastante grande y una puerta con cerrojo.
– Será perfecta. Dick, ve a ver al señor Ashton y pídele que te deje una carreta y una tabla. Padre, ¿cree que deberíamos localizar al juez de instrucción? El señor Compline, ya sabe, de Leamholt. ¿Lo llamo cuando vuelva?
– Sí, gracias, gracias. Te lo agradecería. Jack, ¿pueden seguir con esto?
El policía asintió y los demás acabaron de descubrir el cadáver entero. Para entonces, parecía que todo el pueblo había acudido al cementerio y costaba mucho evitar que los niños no se acercaran a la tumba, porque los adultos que en principio debían vigilarlos estaban peleándose por conseguir el mejor sitio. El párroco estaba a punto de dirigirse hacia ellos para reprenderlos severamente cuando Hezekiah Lavender se le acercó.
– Perdone, señor, ¿debería tocar a Sastre Paul por ese hombre?
– ¿Tocar a Sastre Paul? Bueno, Hezekiah, realmente no lo sé.
– Tenemos que tocarla por toda alma cristiana que muere en la parroquia -respondió el señor Lavender-. Es nuestra obligación. Y, al parecer, este hombre ha muerto en la parroquia porque, si no, ¿por qué iban a enterrarlo aquí?
– Tienes razón, Hezekiah.
– Aunque, ¿quién nos asegura que se trate de un alma cristiana?
– Eso, Hezekiah, me temo que no puedo decidirlo yo.
– En cuanto a que lo hagamos con un poco de retraso -continuó el anciano-, no es culpa nuestra. Ha sido hoy cuando hemos sabido que había muerto, así que nadie nos puede decir nada por no haber tocado a muertos antes. Aunque sobre lo de cristiano…, ¡bueno! Tengo mis dudas.
– Deberíamos darle el beneficio de la duda, Hezekiah. En cualquier caso, toca la campana.
El anciano parecía tener dudas y, al final, se acercó al doctor y se lo preguntó.
– ¿Que cuántos años debía tener? -le preguntó éste mirando a su alrededor un poco sorprendido-. No lo sé. Es difícil concretarlo. Pero me atrevería a decir que entre los cuarenta y los cincuenta. ¿Por qué quiere saberlo? ¿La campana? Ya veo. Bueno, digamos cincuenta.
Así que Sastre Paul repicó por el forastero con los nueve sastres, luego cincuenta campanadas y luego cien más, mientras Alf Donnington en el Red Cow y Tom Tebbutt en la taberna hacían su agosto, y mientras el párroco escribía una carta.
El ritmo es lo primero que debe entenderse de la campanología.
On Change-Ringing
Troyte
Querido lord Peter:
Desde su deliciosa visita en enero, en multitud de ocasiones me he preguntado, algo confundido, qué debió pensar de nosotros por no darnos cuenta del tan distinguido exponente de los métodos de Sherlock Holmes al que habíamos acogido bajo nuestro techo. Al vivir tan apartados del mundo, y como sólo leemos The Times y el Spectator, mucho me temo que tendemos a reducir nuestros intereses. Cuando mi esposa escribió a su prima la señora Smith (quizá la conozca, porque vive en Kensington) y le mencionó su visita, ella nos informó en su respuesta la clase de huésped que habíamos tenido.
Con la esperanza de que perdone nuestra lamentable ignorancia, me atrevo a escribirle para preguntarle si, dada su gran experiencia, nos podría dar un consejo. Esta tarde ha ocurrido algo tan misterioso y sorprendente que ha alterado nuestra tranquila existencia. Cuando nos disponíamos a abrir la tumba de lady Thorpe y prepararla para acoger a su marido, cuya muerte seguramente vio en las necrológicas de los periódicos, nuestro sacristán se ha quedado de piedra al descubrir, en la citada tumba, el cadáver de un forastero que, al parecer, murió de un modo violento y criminal. Tenía la cara totalmente mutilada y, lo que parece mucho más brutal, ¡le habían cortado las manos a la altura de las muñecas! Obviamente, la policía local se ha puesto a trabajar en el caso, sin embargo, este acontecimiento tiene un peculiar y penoso interés para mí (dado que, de algún modo, está relacionado con la iglesia de la parroquia), y estoy un poco perdido respecto a cuál debería ser mi actitud personal. Mi esposa, con su habitual sentido práctico, me sugirió que recurriera a usted para pedirle ayuda y consejo y el comisario Blundell, de Leamholt, con quien acabo de entrevistarme, muy atentamente me ha dicho que si usted quisiera encargarse del caso personalmente, él haría todo lo que estuviera en su mano para ayudarlo en la investigación. Apenas me atrevo a sugerirle a un hombre tan ocupado como usted que venga y se ocupe de este asunto en persona pero, en caso de que pensara hacerlo, no necesito decirle lo encantados que estaremos mi esposa y yo de acogerlo en nuestra casa.
Discúlpeme si esta carta está llena de divagaciones y resulta algo confusa; le escribo con la mente todavía perturbada. Debo añadir que nuestros campaneros guardan un grato recuerdo de la ayuda que nos brindó con el famoso carrillón de Año Nuevo y estoy seguro de que querrían que se lo recordara.
Reciba el más caluroso saludo de parte de mi esposa y de mí.
Sinceramente,
THEODORE VENABLES
P.S.: Mi esposa me recuerda que le diga que la investigación empieza el sábado a las dos de la tarde.
Esta carta, que fue enviada el viernes por la mañana, llegó a manos de lord Peter con el primer correo del sábado. Envió un telegrama diciendo que partiría hacia Fenchurch St Paul inmediatamente, canceló gustosamente una serie de compromisos sociales y a las dos en punto estaba sentado en el Consejo de la Parroquia, junto con gran parte de la población local que, probablemente, jamás se había reunido bajo un mismo techo desde la expoliación de la abadía.
El juez de instrucción, un abogado rural de cara rubicunda, que parecía conocer personalmente a todos los presentes, empezó a trabajar dándose aires de persona terriblemente ocupada, como si cada minuto de su tiempo fuera de oro.
– Atención, caballeros… Silencio, por aquí, por favor… El jurado en este lado… Sparkes, acerca esos Testamentos al jurado… Escojan un presidente del jurado, por favor… ¡Oh! Han elegido al señor Donnington… Muy bien… Acércate… Alf…, coge el libro con la mano derecha…, investigar diligentemente…, el Rey Soberano…, hombre desconocido…, cuerpo…, vista…, habilidad e inteligencia…, que Dios te ayude…, besa el libro…, siéntate…, la mesa aquí…, ahora, los demás…, cojan el libro con la mano derecha…, la derecha, señor Pratt…, Wally, ¿no sabes distinguir la mano derecha de la izquierda?… No serían, por favor, no tenemos tiempo que perder…, el mismo juramento que su presidente…, todos y cada uno de ustedes se comprometen a… que Dios les ayude…, besen el libro…, en el banco, junto a Alf Donnington… De acuerdo, todos saben por qué estamos aquí…, investigar la muerte de este hombre…, testigos para identificarlo…, entiendo que no hay ninguno… ¿Sí, comisario?… Ya veo… ¿Por qué no lo ha dicho antes? Muy bien… Por aquí, por favor… Perdone, ¿señor?… Lord Peter… ¿Le importa repetirlo?… ¿Whimsy?… ¡Ah, sin hache!… Tal cual… Wimsey con e… Bien… ¿Ocupación?… ¿Qué?… Bueno, pondremos caballero… Bien, milord, ¿dice que puede aportar pruebas para identificar al difunto?
– No, exactamente, pero creo que…
– Un momento, por favor… Coja el libro con la mano derecha…, pruebas…, investigación…, la verdad y nada más que la verdad…, bese el libro…, Bien… Nombre, dirección, ocupación, todo eso lo tenemos… Señora Leach, si no consigue que ese niño se calle, tendrá que abandonar la sala… ¿Decía?
– He observado el cadáver y creo que es posible que viera a ese hombre la noche del i de enero. No sé quién era pero, si es el mismo que vi, me paró unos trescientos metros más allá del puente de la presa para preguntarme cuál era el camino a Fenchurch St Paul. Jamás lo volví a ver y jamás lo había visto antes de aquel día.
– ¿Qué le hace pensar que se trata de la misma persona?
– El pelo oscuro y la barba, y me parece que el hombre que vi llevaba un traje oscuro como el que lleva el cadáver. Digo «parece» porque llevaba un abrigo encima y sólo le vi los bajos de los pantalones. Debía tener unos cincuenta años, hablaba en voz baja y con acento de Londres, y era bastante educado. Me dijo que era mecánico de motores y que buscaba trabajo. Sin embargo, creo que…
– Un momento. Usted dice que reconoce la barba y el traje. ¿Podría jurar…?
– No podría jurar que estoy seguro de que es él. Sólo digo que, en esos aspectos, el cadáver se parece al hombre que yo vi.
– ¿No reconoce sus facciones?
– No. Están demasiado mutiladas.
– De acuerdo. Gracias. ¿Hay más testigos para identificar al difunto?
El herrero se levantó tímidamente.
– Acérquese a la mesa, por favor. Coja el libro… verdad… verdad… verdad… nombre: Ezra Wilderspin. Bien, Ezra, ¿qué tiene que decir?
– Bueno, señor, si dijera que reconozco al difunto, mentiría. Lo que es cierto es que se parece a un tipo que vino, tal y como ha dicho lord Peter Wimsey, el día de Año Nuevo buscando trabajo. Dijo que era mecánico de motores y que no tenía trabajo. Bien, yo le contesté que un experto en motores me vendría bien, así que lo acepté y lo contraté a prueba. Hizo su trabajo correctamente durante tres días, dormía en nuestra casa, y luego, de repente, desapareció en mitad de la noche y no lo volvimos a ver.
– ¿Qué noche fue ésa?
– El mismo día que habían enterrado a lady Thorpe, el…
Un montón de voces gritaron a coro:
– ¡El 4 de enero, Ezra!
– Exacto, el sábado 4 de enero.
– ¿Cómo se llamaba?
– Stephen Driver, así se presentó. No era muy hablador; sólo nos dijo que había ido de aquí para allá durante un tiempo buscando trabajo. Dijo que había estado en el Ejército, y que había trabajado a temporadas desde entonces.
– ¿Le dio alguna referencia?
– Sí, claro, señor, a ver si me acuerdo. Me dio el nombre de un taller de Londres donde había trabajado, pero dijo que habían quebrado y que habían cerrado el negocio. Sin embargo, me aseguró que si quería ponerse en contacto con su jefe, él le daría las referencias.
– ¿Tiene el nombre y la dirección que le dio?
– Sí, señor. Leastways, creo que mi mujer guardó el papel.
– ¿Comprobó las referencias?
– No, señor. Lo pensé pero, como no se me da demasiado bien escribir, lo dejé para el domingo, que tendría más tiempo. Pero, claro, él se fue antes y después ya no volví a pensar en eso. No dejó ninguna pertenencia, sólo un viejo cepillo de dientes. Cuando llegó, tuvimos que prestarle una camisa.
– Será mejor que intente encontrar ese papel.
– De acuerdo, señor. ¡Liz! -dijo con voz potente-. Ve a casa y mira si puedes encontrar aquel papel que me dio Driver.
Una voz desde el fondo de la sala dijo:
– Ezra, lo tengo aquí -declaró la señora Wilderspin, entre un gran revuelo, mientras se acercaba a las primeras filas.
– Gracias, Liz -dijo el juez de instrucción-. Señor Tasker, 103 Litde James St Londres, W.C. Tenga, comisario, será mejor que se encargue de esto. Bien, Ezra, ¿hay algo más que quiera explicarnos de este tal Driver?
El señor Wilderspin se rascó la barba con las uñas.
– No lo sé, señor.
– ¡Ezra! ¡Ezra! ¿No te acuerdas de todas aquellas preguntas tan raras que nos hizo?
– ¡Ah, sí! -recordó el herrero-. Mi mujer tiene razón. Hacía unas preguntas muy raras. Dijo que nunca había estado en este pueblo, pero tenía un amigo que sí había estado y que le había dicho que preguntara por el señor Thomas. «¡Señor Thomas! Aquí no hay ningún señor Thomas, ni nunca lo ha habido», le dije y él me contestó: «¡Qué raro! Quizá tenga otro nombre. Por lo que recuerdo, creo que me dijo que no estaba demasiado bien de la cabeza. Mi amigo me dijo que el tal Thomas estaba loco». Y yo dije; «¿No te referirás al loco Peake? Porque su nombre real es Orris». Y él dijo: «No. Era Thomas. Batty Thomas, eso es. Y mi amigo me dijo otro nombre, un tal Paul, que es sastre o algo así y que vive al lado del señor Thomas». Entonces yo le dije: «Tu amigo te ha debido gastar una broma. Eso no son nombres de personas, sino de campanas». «¿Campanas?», preguntó. «Sí. Las campanas de la iglesia. Batty Thomas y Sastre Paul, así es como se llaman», le respondí. Entonces empezó a hacerme una serie de preguntas sobre las campanas. Y yo le dije: «Si quieres más información sobre Batty Thomas o Sastre Paul, será mejor que se lo preguntes al párroco. Lo sabe todo de las campanas». No sé si fue a hablar con él, pero un día volvió, creo que fue el viernes, y dijo que había estado en la iglesia y que había visto una campana esculpida en la tumba del abad Thomas y me preguntó qué quería decir la inscripción. Yo le dije que se lo preguntara al párroco y él me dijo: «¿Todas las campanas tienen una inscripción?», y yo le respondí: «La mayoría». Y después de eso ya no volvió a mencionar el tema.
Como nadie conseguía encontrarle sentido a las revelaciones del señor Wilderspin, llamaron a declarar al párroco, que afirmó que recordaba haber visto a un hombre llamado Stephen Driver un día cuando fue a llevar la revista de la parroquia a la herrería, pero que Driver no le había comentado nada, ni entonces ni más tarde, sobre las campanas. Luego, el párroco ofreció su testimonio sobre el descubrimiento del cadáver y la llamada a la policía. Entonces le dijeron que se sentara y llamaron al sacristán.
El señor Gotobed se mostró locuaz al repetir, con un discurso lleno de circunloquios respecto a los detalles de lo que le había dicho a Dick y lo que Dick le había respondido, lo que había declarado a la policía. Explicó que cavaron la tumba de lady Thorpe el 3 de enero y que la enterraron el cuatro, inmediatamente después del funeral.
– Harry, ¿dónde guarda sus herramientas?
– Donde guardo el carbón.
– ¿Y dónde lo guarda?
– En un cuarto debajo de la iglesia, donde el párroco dice que estaba la antigua cripta. Me cuesta mucho trabajo subir y bajar el carbón por la escalera y cruzar todo el cancel, y después tengo que barrerlo todo. Además, el cubo del carbón siempre está en medio.
– ¿La puerta de ese cuarto está cerrada?
– Sí, señor, siempre la cierro con llave. Es la puerta pequeña que hay debajo del órgano, señor. No se puede llegar hasta allí sin la llave de la puerta y la de la puerta oeste. Es decir, la llave de la puerta oeste o un juego de llaves de la iglesia. Yo tengo la llave de la puerta oeste, ya que me queda mucho más cerca de donde yo vivo, pero los demás harían lo mismo.
– ¿Dónde guarda las llaves?
– Las tengo colgadas en la cocina, señor.
– ¿Alguien más tiene la llave del cuarto del carbón?
– Sí, señor. El párroco tiene todas las llaves.
– ¿Nadie más?
– No que yo sepa, señor. El señor Godfrey no las tiene todas, sólo la de la cripta.
– Ya veo. Y cuando las llaves están en la cocina, supongo que cualquier miembro de su familia tiene acceso a ellas, ¿verdad?
– Bueno, señor, en cierto modo, sí, pero espero que no esté insinuando nada en contra de mi mujer o mis hijos. Llevo veinte años como sacristán de este pueblo, sucediendo a Hezekiah, y nunca se ha acusado a nadie de golpear a forasteros en la cabeza y enterrarlos. Aunque, ahora que lo pienso, ese tal Driver vino a casa una mañana porque había recibido un mensaje, pero ¿cómo voy a saber lo que hizo? Sólo sé que si hubiera cogido las llaves, yo las habría echado de menos; y aun así, no fue mi intención…
– Calma, calma, Harry. No diga tonterías. ¿No supondrá que este pobre hombre cavó su propia tumba y se enterró él mismo? No pierda el tiempo.
Se oyeron risas y gritos de: «¡Esa es buena, Harry!».
– Silencio, por favor. Nadie le está acusando de nada. ¿Alguna vez ha notado que faltaban las llaves?
– No, señor.
– ¿O que las herramientas no estaban en su sitio?
– No, señor.
– ¿Las limpió después de enterrar a lady Thorpe?
– Por supuesto que las limpié. Siempre dejo mis herramientas limpias.
– ¿Cuándo las volvió a usar?
El señor Gotobed se quedó pensando un momento. Entonces se oyó la voz de Dick:
– El niño de los Massey.
– No se dirijan al testigo, por favor.
– Exacto -dijo el señor Gotobed-. Fue cuando enterramos al niño de los Massey, lo verá en el registro. Y aquello debió ser al cabo de una semana. Sí, más o menos una semana.
– ¿Y encontró las herramientas limpias y en su sitio cuando las fue a buscar para cavar la tumba del niño de los Massey?
– No vi nada raro.
– ¿Y después de aquel día?
– No, señor.
– Está bien. Eso es todo. Agente Priest.
El agente, repitiendo el juramento en voz alta, informó al tribunal de que lo habían llamado para que acudiera al cementerio, que se había comunicado con el comisario Blundell, que había estado presente en el levantamiento del cadáver y que había colaborado en la búsqueda de la ropa del difunto. Luego subió a declarar el comisario, que corroboró estas declaraciones y leyó una lista de las pertenencias del difunto. La lista era la siguiente: un traje azul oscuro de sarga de mala calidad, muy deteriorado después de haber pasado tanto tiempo bajo tierra aunque, aparentemente, parecía recién comprado en una conocida casa de ropa barata; unos calzones y una camiseta muy viejos de una casa francesa (algo bastante sorprendente); una camisa caqui (parecida a la del Ejército); un par de botas de trabajador, casi nuevas; una corbata de lunares barata. En los bolsillos habían encontrado un pañuelo blanco de algodón, un paquete de cigarros, veinticinco chelines y ocho peniques en monedas, un peine, una moneda de diez céntimos franceses, y un trozo de alambre doblado a modo de gancho en un extremo. No llevaba abrigo.
El dinero y la ropa franceses y el trozo de alambre eran lo único que podían considerarse pistas. Volvieron a llamar a Ezra Wilderspin, pero no recordó que Driver le hubiera hablado de Francia, sólo le dijo que había estado en la guerra y, cuando el comisario le preguntó si creía que el alambre podría servir para abrir cerraduras o algo así, negó con la cabeza y dijo que a él no se lo parecía.
El siguiente testigo fue el doctor Baines y su declaración fue la única que causó sensación en todo el día.
– He examinado el cuerpo del difunto y he realizado la autopsia -explicó-. Diría que se trata de un hombre de entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Al parecer, estaba fuerte y sano. Considerando la naturaleza de la tierra, que tiende a retardar la putrefacción, y la posición del cuerpo cuando lo encontraron, es decir, unos sesenta centímetros por debajo del nivel del suelo del cementerio y entre noventa y cien centímetros por debajo del nivel actual del montículo, diría que el proceso de descomposición en que se encontró al difunto indica que llevaba bajo tierra entre tres y cuatro meses. El proceso de descomposición es más lento en un cuerpo enterrado que en un cuerpo al aire libre, y en un cuerpo vestido que en un cuerpo desnudo. En este caso, los órganos internos y los tejidos blandos todavía podían distinguirse y se hallaban en relativamente buenas condiciones. Realicé una exhaustiva revisión y no encontré señales de heridas externas en ninguna parte del cuerpo excepto la cabeza, los brazos, las muñecas y los tobillos. Al parecer, había recibido muchos golpes violentos en la cara con algún objeto sin punta que prácticamente ahuecó la parte anterior, es decir, la frente, y redujo el cráneo a un montón de astillas. No pude realizar una estimación exacta del número de golpes que pudo recibir, pero debieron ser bastantes y contundentes. Cuando le abrí el abdomen…
– Un momento, doctor. ¿Debemos suponer entonces que el difunto murió como consecuencia de uno de estos golpes en el cráneo?
– No; no creo que los golpes fueran la causa de la muerte.
En ese momento se produjo una gran agitación en la sala y pudo observarse claramente cómo lord Peter Wimsey se frotaba los dedos con una sonrisa de satisfacción.
– ¿Por qué dice eso, doctor Baines?
– Porque, según mi punto de vista, todos los golpes fueron infligidos después de la muerte. Las manos también se las cortaron después de morir, al parecer con un cuchillo pequeño y fuerte, como una navaja.
Más agitación y lord Peter Wimsey, en voz alta, dijo:
– ¡Espléndido!
El doctor Baines añadió una serie de razones técnicas para apoyar su tesis, básicamente relacionadas con la ausencia de derrames de sangre internos y el aspecto general de la piel; y añadió, con modestia, que él no era un experto y que sólo podía ofrecer su opinión para lo que necesitaran.
– Pero ¿por qué golpearía alguien de esa manera tan salvaje a un muerto?
– Eso -dijo el doctor- ya no pertenece a mi campo. No soy un especialista en locura o neurosis.
– Es cierto. De acuerdo, entonces. En su opinión, ¿cuál fue la causa de la muerte?
– No lo sé. Cuando abrí el abdomen, el estómago, el intestino, el hígado y el bazo estaban bastante descompuestos, aunque los riñones, el páncreas y el esófago estaban en buenas condiciones. (Aquí el doctor empezó a divagar con detalles médicos). No vi -continuó- ninguna señal superficial de enfermedad o envenenamiento. Sin embargo, extraje algunos órganos (los enumeró), los coloqué en recipientes sellados (añadió más detalles técnicos) y propuse enviarlos hoy a sir James Lubbock para que, como experto, los examine. Espero recibir su informe dentro de unos quince días, o quizá menos.
El juez de instrucción mostró su satisfacción por esa sugerencia y luego continuó:
– Ha mencionado heridas en los brazos y en los tobillos. ¿De qué naturaleza eran?
– La piel de los tobillos parecía muy fracturada y erosionada, como si le hubieran atado los tobillos con una cuerda que hubiera traspasado los calcetines. En los brazos también había marcas de cuerdas encima de los codos. No cabe duda de que estas heridas son anteriores a la muerte del difunto.
– ¿Está sugiriendo que alguien ató al muerto con cuerdas y que luego, del modo que sea, lo mató?
– Creo que no hay ninguna duda de que el difunto estaba atado, no sé si por otra persona o por él mismo. Debe recordar que se dio un caso en una universidad en el que un joven murió en unas circunstancias que sugerían que él mismo se había atado los brazos y las muñecas.
– En ese caso, creo recordar que la muerte sucedió por asfixia.
– Eso tengo entendido. Aunque no creo que éste sea un caso similar. No encontré ninguna pista que lo indique.
– Supongo que no está sugiriendo que el difunto llegó al extremo de enterrarse él mismo.
– No, no sugiero eso.
– Me alegra -dijo el juez, sarcásticamente-. ¿Puede indicar alguna razón por la que, si un hombre se hubiera suicidado voluntaria o involuntariamente atándose…?
– Después de atarse. Es improbable que atarse los brazos y los tobillos pudiera causar por sí solo la muerte de alguien.
– Después de atarse. ¿Por qué otra persona iría, lo golpearía y lo enterraría en secreto?
– Podría sugerir varias razones, pero no creo que sea el más indicado.
– Tiene razón, doctor.
El doctor Baines le hizo una reverencia con la cabeza.
– Supongo que si se hubiera atado él y no hubiera podido soltarse, se habría muerto de hambre.
– Sin duda. El informe de sir James Lubbock nos lo dirá.
– ¿Tiene algo más que decirnos?
– Sólo que, como una posible ayuda a la identificación, he redactado un informe lo más exacto posible, algo difícil dado el estado de las mandíbulas del difunto, del número y condición de sus dientes y del trabajo dental que le habían practicado varias veces. Le he dado el informe al comisario Blundell para que lo use en la investigación.
– Gracias, doctor. Sin duda será de gran ayuda.
El juez hizo una pausa, miró sus notas y se giró hacia el comisario.
– En estas circunstancias, comisario, creo que lo más aconsejable sería levantar la sesión hasta que usted haya finalizado sus investigaciones. Digamos… ¿dentro de quince días? Si para entonces cree conveniente dictar cargos contra alguien en relación con este crimen, accidente o lo que sea, en ese caso levantaríamos la sesión sine díe.
– Creo que es lo mejor, señor Compline.
– De acuerdo. Caballeros, levantamos la sesión hasta dentro de quince días.
Los miembros del jurado, un poco desconcertados y desilusionados porque nadie les había pedido su opinión, fueron saliendo lentamente de detrás de la mesa donde les habían sentado y que, en otras circunstancias, se utilizaba para servir los tés de la parroquia.
– Un bonito caso -le dijo lord Peter, entusiasmado, al señor Venables-. Encantador. Le estoy infinitamente agradecido de que me escribiera para comunicármelo. No me lo habría perdido por nada del mundo. Me cae bien su doctor.
– Lo tenemos en muy alta consideración.
– Tiene que presentármelo. Creo que nos llevaríamos estupendamente. Al juez no le cae bien. Algún antagonismo personal insignificante, sin duda. ¡Aquí está mi amigo Hezekiah! ¿Cómo está, señor Lavender? ¿Cómo está Sastre Paul?
Todos se alegraron mucho de volverse a ver. El párroco agarró a un chico alto y delgado que pasaba corriendo junto a su grupo.
– Un momento, Will, quiero presentarte a lord Peter Wimsey. Lord Peter, le presento a Will Thoday. Usted tocó su campana en Nochevieja.
Intercambiaron un apretón de manos.
– Siento mucho haberme perdido el carrillón -dijo Thoday-. Pero estaba muy mal, ¿no es cierto, párroco?
– Cierto. Y me parece que todavía no te has curado del todo.
– Estoy bien, señor. Sólo es un pequeño catarro que espero que se me cure con el tiempo primaveral.
– Bueno, tienes que cuidarte. ¿Cómo está Mary?
– Bien, señor, gracias. Quería venir a la sesión, pero le dije que no era lugar para una mujer. Me alegro de haber conseguido que no viniera.
– Sí. La declaración del doctor ha sido muy desagradable. ¿Las niñas están bien? Espléndido. Dile a tu mujer que la señora Venables irá a verla dentro de un par de días. Sí, está muy bien, gracias; algo perturbada por todo esto, pero es natural. ¡Ah! El doctor Baines. ¡Doctor! A lord Peter Wimsey le complacería mucho conocerlo. Será mejor que venga a casa a tomar una taza de té. ¡Buenos días, Will, buenos días!… No me gusta el aspecto de este chico -dijo el párroco mientras se dirigían a su casa-. ¿Qué opina, doctor?
– Hoy está un poco pálido y tenso. La semana pasada me pareció que estaba mejor, pero pasó por una gripe muy fuerte y es un hombre con cierta tendencia nerviosa. Usted no se imaginaba que los granjeros sufrían de los nervios, ¿verdad, lord Peter? Pero son humanos, como los demás.
– Y Thoday es un hombre muy fuerte -añadió el párroco, como si la fortaleza evitara el funcionamiento del sistema nervioso-. Solía trabajar su propia tierra hasta que llegaron los malos tiempos. Ahora trabaja para sir Henry, bueno, trabajaba. No sé qué va a suceder ahora, con la chiquilla sola en la casa. Supongo que el fiduciario se hará cargo de todo, o que nombrará a un administrador que lo haga. Me temo que, en estos tiempos, las tierras no dan para demasiado.
En ese momento, un coche los pasó y se detuvo un poco más adelante. Dentro iban el comisario Blundell y sus ayudantes y el párroco, disculpándose enérgicamente por su negligencia, le presentó a lord Peter.
– Es un placer, milord. Mi amigo, el inspector Snugg, me ha hablado mucho de usted. Ya se ha retirado, ¿lo sabía? Se ha comprado una preciosa casita al otro lado de Leamholt. Habla de usted a menudo. Dice que usted solía tomarle el pelo de una manera muy cruel. Éste no es un trabajo agradable. Entre nosotros, milord, ¿qué iba a decir cuando el juez lo interrumpió? Algo de que ese tal Driver no era mecánico de motores.
– Iba a decir que me dio la impresión de que había realizado los últimos trabajos manuales en la cárcel de Princetown o en un lugar así.
– ¡Ah! -exclamó el comisario, pensativo-. ¿Así que le dio esa impresión? ¿Por qué?
– Por los ojos, la voz, la actitud… todo en general, ¿por?
– ¡Ah! -repitió el comisario-. Milord, ¿ha oído hablar alguna vez de las esmeraldas Wilbraham?
– Sí.
– ¿Sabe que Nobby Cranton ha vuelto a salir de la cárcel? Y, al parecer, últimamente anda desaparecido. La última vez que se supo algo de él fue hace seis meses en Londres. Lo han estado buscando. En cualquier caso, no me extrañaría que volviéramos a oír hablar de esas esmeraldas otra vez dentro de poco.
– ¡Santo cielo! -dijo Wimsey-. Estoy en medio de la búsqueda de un tesoro. Todo esto es confidencial, ¿no?
– Si me hace ese favor, milord. Verá, si alguien pensó que valía la pena matar a Cranton, golpearlo y enterrarlo, y después cortarle las manos donde habían quedado sus huellas, alguien de este pueblo tiene que saber algo. Y cuanto menos imaginen que sabemos, más libremente actuarán y hablarán. Y justo por eso, milord, me alegré mucho cuando el amable párroco me dijo que venía usted de camino hacia aquí. Serán más sinceros con usted que conmigo, ¿no lo ve?
– Perfectamente. Se me da muy bien entretenerme haciendo preguntas desinteresadas. Además, si es por una buena causa, puedo beberme unas buenas jarras de cerveza.
El comisario se rió, le dijo a Wimsey que lo fuera a ver cuando quisiera, se subió al coche y se fue.
La mayor dificultad de una investigación es por dónde empezar. Después de darle muchas vueltas, lord Peter confeccionó la siguiente lista de preguntas:
A: Identificación del cadáver
1. ¿Es Cranton? (Esperar el resultado de la prueba dental y el informe de la policía).
2. Tener en cuenta la cuestión de la moneda de diez céntimos franceses y la ropa francesa. ¿Había ido Cranton a Francia? Si no fue Cranton, ¿se sabe de alguien del pueblo que haya estado en Francia después de la guerra?
3. La destrucción de las manos y la cara después de morir sugiere que el asesino tenía especial interés en que la identificación fuera imposible. Si el cadáver es de Cranton, a) ¿quién lo conocía de vista?, y b) ¿personalmente?
(Nota: Deacon lo conocía, pero está muerto. ¿Mary Thoday lo conocía?). Lo debió de ver mucha gente en el juicio.
B: Las esmeraldas Wilbraham
1. Como resultado de lo dicho anteriormente: después de todo, Mary Thoday (antes Mary Deacon; MaryRussell de soltera) ¿tuvo realmente algo que ver con el robo?
2. ¿Quién tenía las esmeraldas, Deacon o Cranton?
3. ¿Dónde están las esmeraldas ahora? ¿Cranton (si es que es él) vino a Fenchurch St Paul a buscarlas?
4. Si la respuesta a la pregunta 3 es «sí», ¿por qué esperó hasta ahora para buscarlas? ¿Porque había recibido alguna información de última hora o porque había estado en la cárcel hasta ahora? (Preguntárselo al comisario).
5. ¿A qué viene el interés de «Driver» por Batty Thomas y Sastre Paul? ¿Se puede sacar algo del estudio de las campanas y/o sus inscripciones?
C. El crimen
1. ¿De qué murió el difunto? (Esperar el informe de los expertos).
2. ¿Quién lo enterró (y presumiblemente lo mató)?
3. ¿Se puede obtener alguna pista de la hora del entierro a partir de los informes meteorológicos? (¿Nieve? ¿Lluvia? ¿Huellas?).
4. ¿Dónde lo mataron? ¿En el cementerio? ¿En la iglesia? ¿En algún lugar del pueblo?
5. Si se usaron las herramientas del sacristán, ¿quién tenía acceso a ellas? (Al parecer, «Driver» sí, pero ¿quién más?).
Bastantes preguntas, pensó Wimsey, y algunas de ellas sin respuesta hasta que llegaran los informes. Sin embargo, de lo que sí se podía ocupar de inmediato era del tema de las inscripciones. Buscó al párroco y le preguntó si no le molestaba que echara un vistazo a la Historia de las campanas de Fenchurch St Paul de Wollcott, del que le había hablado una vez. El párroco le dio permiso y después de buscarlo por todas las estanterías del estudio con la ayuda de la señora Venables y Emily, resultó que estaba en una pequeña habitación donde se organizaban las actividades del Club de Costura. («Y no tengo ni la menor idea de cómo ha llegado hasta aquí».) Wimsey extrajo del libro los siguientes hechos, interesantes para los arqueólogos pero que no daban ninguna sugerencia de cómo podrían relacionarse con cadáveres y esmeraldas:
Batty Thomas (N.° 7. Peso 1.549,4 kg. Nota: D). La campana más antigua de su tipo y todavía más antigua con el metal original. Fundida por primera vez por Thomas Belleyetere de Lynn en 1338. Refundida, con metal adicional, por el abad Thomas de Fenchurch (1356-1392) en 1380. (Este abad también construyó la torre y gran parte de la nave actual, aunque las ventanas de los pasillos fueron ampliadas en estilo Perpendicular por el abad Martin en 1423).
Inscripciones:
Hombros: NOLI + ESSE + INCREDVLVS + SED + FIDELIS +
Cintura: O SANCTE THOMA
Boca: EL. ABAD. THOMAS. ME. COLOCÓ. AQUÍ. Y. ME. HIZO. TOCAR. ALTO. Y. CLARO. 1380.
No existen más campanas registradas en esta época, aunque posiblemente había otra. Sin embargo, sabemos que en el reino de Isabel I tenían un conjunto de cinco campanas de nota D cada una.
John (N.° 3. Peso: 406,4 kg. Nota: A). Era la treble original. Recibe el nombre de su fundador itinerante, John Colé.
Inscripción:
Boca: JOHN. COLE. ME. HIZO. JOHN. PREBYTER. ME. PAGÓ. JOHN. EVANGELIST. ME. AYUDÓ. MDLVII.
Jericho (N.° 4. Peso: 431,8 kg. Nota: G). Era la n.° 2 del antiguo conjunto y, al parecer, su constructor la ideó muy bien.
Inscripción:
Hombro: DE. JERICHO. A JOHN. NO. HAY. CAMPANA. QUE. MEJORE. MI. SONIDO. 1559
No se sabe nada de la n.° 4 original. La n.° 3 original (F#) era una campana pobre, de sonido plano y calidad débil. En el reinado de Jaime I, la aplanaron más por el chirrido que producía la superficie interior para conseguir una aproximación a F, y se añadió la campana tenor para hacer un conjunto de seis campanas en C.
Sastre Paul (N.° 8. Peso: 2.082,8 kg. Nota: C). Una campana muy noble de una verdad y un tono soberbios. Fundida en el campo de la campana por la iglesia. (Ver registros de la parroquia).
Inscripciones:
Hombro: PAVLE + ES + MI + NOMBRE + Y + DEBE + RESPETARSE +
Boca: NUEVE + SASTRES + DICEN + QUE + UN + HOMBRE + DE + CRISTO + HA + LLEGADO + A + SU + FIN + COMO + ADÁN + SU + PADRE + 1614.
Las campanas sobrevivieron a los tumultos de la Gran Revolución, y en la última parte del siglo, cuando se estableció la tradición de la campanología, se añadieron una treble y una segunda para formar un conjunto de ocho campanas.
Gaude (Treble. Peso: 355,6 kg. Nota: C). Regalo de la familia Gaudy, su inscripción es una rima.
Inscripción:
Boca: GAVDE. GAUDY. DOMINI. IN. LAVDE. MDCLXVI
La campana n.° 2 de esa época se llamaba Carolus, y se fundió en honor a la restauración de la monarquía. Sin embargo, esta campana se rompió en el siglo XVIII como consecuencia de la abominable práctica de golpear las dos campanas menores para anunciar servicios ocasionales, de modo que el conjunto se volvió a quedar en seis campanas, de la cuales la n.° 5 nunca había sido demasiado satisfactoria. En la primera mitad del siglo XIX (ese período de apatía eclesiástica) una plaga de gusanos entró en la caja de las campanas y se comió la madera, de modo que la n.° 6 (la n.° 4 isabelina) cayó y se rompió. No se hizo nada hasta los años ochenta, cuando un enérgico párroco de la Iglesia anglicana llamó la atención sobre el estado de las campanas. La gente contribuyó económicamente, se reparó el marco de la caja de las campanas y se refundieron tres campanas:
Sabaoth (N.° 2. Peso: 368,3 kg. Nota: B). Fue un regalo del párroco.
Inscripciones:
Hombro: SANCTUS. SANCTUS. SANCTUS. DOMINUS. DEUS. SABAOTH.
Boca: REFUNDIDA POR JOHN SATRE DE LOUGHBOROUGH 1887.
Dimity (N.° 6. Peso: 711,2 kg. Nota: E). Donada en memoria de sir Richard Thorpe, que murió en 1883.
Inscripciones:
Hombro: REFUNDIDA POR JOHN SATRE DE LOUGHBOROUGH 1887.
Boca: IN. PIAM. MEMORIAM. RICARDO. THORPE. ARMIGERI. NUNC. DIMITTIS. DOMINE. SERVUM. TUUM. IN. PACE.
Jubilee (N.° 5. Peso: 482,6 kg. Nota: F). Los fondos para la fundición de esta campana se consiguieron con las donaciones públicas para la conmemoración del jubileo de la Reina.
Inscripciones:
Hombro: JUBILATE. DEO. OMNIS. TERRA.
Cintura: REFUNDIDA. EN. EL. AÑO. DEL. JUBILEO. DE. LA. REINA. POR. JOHN. SASTRE. E. HINKINS. Y. B. BONNINGTON. VIGILANTES. DE. LA. IGLESIA.
Wimsey le dio vueltas a esta información durante un rato, aunque no sacó ninguna conclusión. Las fechas, los pesos y las inscripciones, ¿escondían algo que pudiera servir como guía para encontrar un tesoro enterrado? Se hablaba extensamente de Batty Thomas y de Sastre Paul pero, por mucho que lo intentara, a él no le decían nada. Al cabo de un rato se dio por vencido. A lo mejor había algo más sobre las campanas que no aparecía en el libro de Wollcott. Quizá era algo que estaba escrito o grabado en la madera. Tenía que subir al campanario y echarles un vistazo.
Era domingo por la mañana. Cuando levantó la cabeza de los libros, oyó las campanas que anunciaban la misa matutina. Se fue corriendo al recibidor y se encontró con su anfitrión dándole cuerda al reloj de su abuelo.
– Siempre le doy cuerda cuando suenan las campanas del domingo por la mañana -le explicó el señor Venables-. Porque si no, me olvidaría. Me temo que no soy nada metódico. Espero que no se sienta obligado a ir a misa sólo porque es nuestro huésped. Siempre les recalco a mis invitados que son libres de hacer lo que les parezca mejor. ¿Qué hora tiene? Las diez y treinta y siete, bueno, entonces, pondremos las manecillas a las once menos cuarto. Siempre se retrasa un cuarto de hora durante la semana y así, avanzándolo un poco cada vez que le doy cuerda, conseguimos que a media semana vaya a la hora. Si recuerda que los domingos, los lunes y los martes va adelantado, los miércoles va a la hora, y los jueves, los viernes y los sábados va retrasado, podrá fiarse de él.
Wimsey respondió que estaba seguro de eso y se giró y se encontró con Bunter a su lado, con el sombrero en una mano y dos volúmenes con tapas de piel de oraciones en la otra.
– Ya ve, padre, que tenemos toda la intención de ir a misa. En realidad, he venido preparado: himnos A y M. Espero que sea lo que necesitamos.
– Me he tomado la libertad de verificarlo de antemano, milord.
– Claro, Bunter, siempre lo haces. ¿Qué le pasa, padre? ¿Ha perdido algo?
– Yo… eh… es muy extraño. Juraría que las había dejado aquí. ¡Agnes! ¡Agnes, querida! ¿Has visto las amonestaciones en algún lugar?
– ¿Qué sucede, Theodore?
– Las amonestaciones, querida. Las amonestaciones del joven Flavel. Sé que las llevaba encima. Siempre las escribo en una hoja de papel, ¿sabe, lord Peter? Es muy pesado cargar con el registro hasta el facistol. Pero ¿dónde…?
– Theodore, ¿no están encima del reloj?
– Querida, no creo que… ¡Dios mío! Tienes razón. ¿Cómo me ha podido pasar? Las habré dejado allí inconscientemente cuando he ido a coger la llave. Es muy extraño, pero el pequeño contratiempo está solucionado gracias a mi mujer. Siempre sabe dónde lo dejo todo. Creo que sabe mejor lo que pienso que yo mismo. Bueno, ahora debo irme a la iglesia. Me voy temprano porque tengo que hablar con el coro. Mi mujer les indicará cuál es nuestro banco.
El banco de los Venables estaba convenientemente situado para observar toda la iglesia, se hallaba en la parte trasera de la nave norte. Desde allí, la señora Venables veía el porche sur, por donde entraba la congregación, y al mismo tiempo controlaba con un ojo admonitorio a los niños de la escuela que estaban en el pasillo norte y les fruncía el ceño a los que se giraban a echar un vistazo o hacían muecas. Lord Peter, que observaba plácidamente a los que lo miraban de reojo, también vigilaba el porche sur. Había una cara en particular que estaba ansioso por ver. Y, de hecho, allí estaba. William Thoday entró y, con él, una mujer delgada y austeramente vestida que iba acompañada de dos niñas pequeñas. Supuso que debía de tener unos cuarenta años, aunque, como suele suceder con las mujeres de los pueblos, casi se había quedado sin dientes y parecía mayor. Sin embargo, aún pudo ver en ella la sombra de la elegante y bonita sirvienta que había sido hacía dieciséis años. Wimsey pensó que tenía una cara honesta, aunque la expresión fuera tensa y casi inquieta; el rostro de una mujer que había pasado malas épocas y que estaba a la expectativa, con una anticipación nerviosa, del próximo golpe que la vida le tenía preparado. Posiblemente, además, estaba preocupada por su marido. No tenía buen aspecto. El también parecía que había adoptado una actitud de defensa frente a la vida. Sus ojos preocupados iban de un lado a otro de la iglesia y luego volvían a posarse, con una curiosa mezcla de recelo y de afecto protector, en su mujer. Se sentaron inmediatamente enfrente del banco de los Venables, de modo que Wimsey, desde su rincón, podía observarlos sin tener que desviar la mirada. Sin embargo, tuvo la sensación de que Thoday sentía su mirada escudriñadora y la evitaba. Por lo tanto, apartó la vista y la clavó en los ángeles del techo, más bonitos que nunca bañados por aquella suave luz primaveral que entraba a través de los cristales rojos y azules de las ventanas de la nave.
En el banco de los Thorpe sólo había un hombre derecho de mediana edad que, como le susurró la señora Venables al oído, era el tío de Hilary Thorpe que había venido desde Londres. El ama de llaves, la señora Gates, y los demás sirvientes de la Casa Roja se sentaron en el pasillo sur. En el banco de delante de Wimsey había un hombre robusto y bajo con un impecable traje negro que, como más tarde le informó la señora Venables, era el señor Russell, el director de pompas fúnebres del pueblo y primo de Mary Thoday. La señora West, la encargada de la oficina de Correos, llegó con su hija y saludó a Wimsey, a quien recordaba de su última visita, con una sonrisa y un gesto entre una reverencia y una inclinación de cabeza. En aquel momento, las campanas cesaron de sonar, excepto la de los últimos cinco minutos, y los campaneros bajaron de la torre para tomar asiento. La señorita Snoot, la profesora, chocó con un voluntario, el coro salió de la sacristía haciendo mucho ruido con los zapatos con tachuelas y el párroco se situó tras el altar.
El servicio estuvo exento de incidentes, excepto cuando el señor Venables volvió a perder las amonestaciones, que el tenor del coro tuvo que ir a buscar a la sacristía y cuando, en el sermón, hizo una pequeña y solemne alusión al desafortunado forastero cuyo funeral tendría lugar al día siguiente. En ese punto, el señor Russell asintió con la cabeza con aire de importancia y aprobación. El trayecto del párroco hasta el pulpito estuvo marcado por un fuerte crujido que hizo que la señora Venables dijera en un tono desesperado:
– Eso es el carbón, otra vez. Gotobed es muy descuidado.
Al final, Wimsey se vio abandonado con la mujer del párroco en el porche sur mientras los demás se saludaban.
El señor Russell y el señor Gotobed salieron juntos, charlando animadamente, y este último presentó a lord Peter.
– ¿Dónde lo van a poner, Harry? -preguntó el señor Russell, pasando rápidamente de la ceremonia a los negocios.
– En el lado norte, junto a Susan Edwards -contestó el sacristán-. Hicimos el agujero anoche. Quizá quiera verlo, lord Peter.
Wimsey mostró su interés en ver dónde enterrarían al difunto y dieron la vuelta hasta el otro lado de la iglesia.
– Lo pondremos en un ataúd de olmo -dijo el señor Russell, una vez hubieron admirado las dimensiones de la tumba-. Por derechos, debería haber venido a la parroquia, ése es el trato, pero el párroco me dijo: «Pobre hombre. Pongámoslo en un lugar bonito, yo lo pagaré». Y yo he cortado las maderas a la medida y así nos evitaremos cualquier situación desagradable. Obviamente, una procesión sería lo que le correspondería, aunque no me lo piden muy a menudo y no sé si la habría preparado a tiempo. Además, cuanto antes vuelva a estar bajo tierra, mejor. Y una procesión implica un trabajo muy duro para los portadores. Lo llevarán seis hombres, porque no queremos dar una imagen de falta de respeto hacia el difunto, así que le he dicho al párroco: «No, señor. La vieja carretilla, no. Deben llevarlo seis hombres, como a cualquiera de nosotros». Y el párroco ha estado de acuerdo conmigo. ¡Ah! Me atrevería a decir que vendrá mucha gente al entierro y no me gustaría que pensaran que lo hemos hecho a desgana o sin cuidado.
– Me parece bien -comentó el señor Gotobed-. Me he enterado de que va a venir un grupo de St Stephen en el camión de John Brownlow. Para ellos será un espectáculo bastante raro.
– El párroco ha mandado una corona -continuó el señor Russell-, y la señorita Thorpe, otra. Y habrá muchas flores de los niños de la escuela y otra corona del Instituto de Mujeres. Mi esposa ha estado recaudando fondos desde el mismo instante que supimos que lo enterraríamos aquí.
– ¡Ah! Trabaja de prisa y bien -dijo admirado el sacristán.
– Y la señora Venables ha dado una guinea, así que será una corona realmente bonita. Me gusta ver muchas flores en los funerales. Les dan color.
– ¿Habrá coro?
– Bueno, no todo el rato, sólo cantarán un himno junto a la tumba. El párroco me dijo: «Nada de Amigos que nos dejan. No sería demasiado apropiado dado que no sabemos quiénes eran sus amigos». Entonces yo propuse Los caminos de Dios son misteriosos. Es suficientemente solemne, música de funeral, todos conocemos la letra y si hay algún adjetivo que pueda aplicarse a esta muerte, ése es misterioso. Así que quedamos en eso.
– ¡Ah! -se oyó la voz de Hezekiah Lavender-. En eso tienes razón, Bob Russell. Cuando yo era joven no había misterios de este tipo. Todo estaba claro como el agua. Pero desde la llegada de la educación moderna, todo se ha vuelto más complicado, rellenar formularios, hojas del hospital, justificantes y otros papeles para que te den una simple pensión.
– Es posible, Hezekiah -repuso el sacristán-. Pero yo creo que todo empezó con ese negocio de Jeff Deacon y la Casa Roja, que metían extranjeros en casa. Después de eso llegó la guerra y, desde entonces, estamos patas arriba.
– En cuanto a la guerra -dijo el señor Russell-, la habríamos tenido igual con o sin Jeff Deacon. Pero en general estoy de acuerdo contigo. No era un tipo decente, ese Jeff, aunque aún ahora Mary no quiera oír hablar mal de él.
– Eso es normal en las mujeres -respondió el señor Lavender, secamente-. Cuanto peor las trata un hombre, más lo adoran. Para mi gusto, hablaba siempre demasiado suave. No me gustan los tipos de Londres, si me permite decirlo, milord.
– No se preocupe -repuso Wimsey.
– Pero, Hezekiah -le reprochó el señor Russell-, antes no decías eso de Deacon. Decías que era el campanero más rápido en aprender a tocar un Kent Treble Bob que habías visto en tu vida.
– Eso es distinto -respondió el anciano-. Era rápido, no te lo voy a negar, y tiraba muy bien de la cuerda pero, al fin y al cabo, la rapidez no implica tener buen corazón. Hay muchos hombres malos que son rápidos como monos. ¿No lo dijo así el Señor? Los niños de este mundo son más listos que los niños de la luz. Elogió al administrador injusto, sin duda, pero igualmente lo acabó echando.
– Ah, bueno -dijo el sacristán-. A Jeff Deacon lo habrán puesto en su lugar, donde quiera que haya ido, y lo mismo harán con este pobre tipo, sea quien sea. No tenemos ningún deber con él, sólo debemos cumplir con nuestras obligaciones allá donde nos llamen. Lo dicen las Santas Escrituras, y yo digo: «Bríndale un funeral digno porque nunca sabes si el tuyo será el próximo».
– En eso tienes razón, Harry, sí señor. Nosotros podemos ser los siguientes en recibir un golpe en la cabeza cualquier día de estos, si es que el que va por ahí haciendo esas cosas puede conmigo. Pero bueno, Loco Peake, ¿qué has venido a buscar aquí?
– Nada, nada, Bob. Sólo quería ver dónde vais a meter al muerto. ¡Eh! Le dieron una buena paliza, ¿verdad? Lo hicieron papilla. Me hubiera gustado verlo, ¡eh!
– Lárgate -le ordenó el director de pompas fúnebres-. Estoy muy disgustado contigo, Loco, mucho. Si sigues diciendo esas cosas, se lo diré al párroco y no te dejará volver a tocar el órgano. ¿Me has entendido?
– Sí, Bob, sí.
– De acuerdo. Eso está mejor.
El señor Russell se lo quedó mirando mientras se alejaba, agitando la cabeza y balanceando los brazos.
– Está un poco raro, este Loco -dijo-. Espero que esté a salvo. Creo que debería cerrar la boca.
– No, no -opinó el sacristán-. Está a salvo. No soporto los manicomios.
En ese momento llegó la señora Venables para apoderarse de su invitado.
– La pobre Hilary Thorpe no ha venido a la iglesia -explicó-. Una niña tan agradable. Me habría gustado que la hubiera visto. Pero la señora Gates me ha dicho que está muy abatida por el dolor. Además, ya sabe lo que pasa, en los pueblos todo se sabe y cuando alguien pasa por una situación así, todos quieren ir a verlo y darle el pésame. Lo hacen con buena intención, pero es una experiencia terrible. Algún día lo llevaré a la Casa Roja. Ahora vamos a casa, seguro que tiene hambre.
La campana que abre el camino para la Treble, vuelve a su sitio inmediatamente; mientras que las campanas 4, 5 y 6, 7 se apartan cuando tienen espacio.
Normas para tañer Gransire Triples
Lord Peter vio cómo cargaban con el féretro camino del cementerio.
«Este es mi problema -se dijo-: volver a la Tierra sobre los hombros de seis hombres robustos. Al fin este momento, y parece que no he descubierto nada. Menuda reunión de los personajes más ilustres, ¡y cómo lo están disfrutando! Excepto el querido señor Venables, a quien le ha afectado de corazón… Este tañido eterno hace que los huesos retumben dentro del cuerpo… Sastre Paul… Para el señor Paul… Dos repiques mortales de ese bronce perturbador… "Soy la Resurrección y la Vida"… todo esto es aleccionador. La primera resurrección de este hombre ya fue suficientemente horrenda: esperemos que no haya otra después del día del Juicio Final… ¡Que se calle esa espantosa campana!… Sastre Paul… Claro está que podría suceder, si Lubbock descubre algo extraño… "Aunque después de la piel, los gusanos me destruyan la carne"… Ese tal Thoday parece muy raro… No hay nada malo en eso, no debería preocuparme… Sastre Paul… "No traemos nada cuando llegamos a este mundo, y nada podemos llevarnos cuando nos vamos"… excepto nuestros secretos, viejo patriarca; ésos nos los llevamos con nosotros para siempre».
La sombra del porche tapó al sacerdote, el féretro y los portadores, y Wimsey, que iba detrás con la señora Venables, se sintió muy extraño porque ellos dos eran los únicos y sorprendentes dolientes.
«Y la gente puede decir lo que quiera de los servicios de la Iglesia de Inglaterra -siguió pensando Wimsey-, pero son unos genios escogiendo salmos. "Que esté seguro de cuánto tengo que vivir". ¡Qué oración más cruel! Señor, nunca dejes que esté seguro de algo así. "Un extraño frente a ti y que está de paso"…; eso es un hecho, y Dios lo sabe. "Tú destapas nuestras fechorías en tu presencia"…; muy probable, y ¿por qué debería yo, Peter Wimsey, preocuparme por sacarlas a la luz? Si se trata de eso, yo tampoco tengo tanto de qué presumir… ¡Oh, vaya!… "mundo sin fin, Amén". El sermón. Supongo que nos tenemos que sentar; a mí no se me dan demasiado bien las palabras… Ahora es cuando los familiares y amigos empiezan a llorar, pero aquí no hay nadie que llore, ni un amigo ni un… ¿y cómo lo sé? No puedo saberlo. ¿Dónde está el hombre o la mujer que lo habría reconocido si el asesino no se hubiera tomado tantas molestias por desfigurarlo? Aquella chica pelirroja debe ser Hilary Thorpe…; muy decente por su parte el venir al funeral…; es interesante…, la veo causando un gran revuelo dentro de unos cinco años… "He luchado con bestias en el infierno"… ¿Qué diablos tiene que ver esto con el funeral?… "Adopté un cuerpo espiritual"… ¿Qué está diciendo el viejo Donne? "Dios sabe en qué parte del mundo descansa cada grano de ceniza de cada hombre… El susurra, silba, llama a los cuerpos de sus santos"… ¿Toda esta gente se cree esta historia? ¿Y yo? ¿Hay alguien que se la crea? Todos la aceptamos bastante plácidamente, ¿no es cierto? "De repente, al toque de una trompeta, este Jack, amigo, un pobre perdido, diamante inmortal es, diamante inmortal". ¿Eran creyentes los que pintaron el techo de ángeles tan bonito? ¿O simplemente les gustaban las alas y las manos en posición de adoración? En cualquier caso, hace que parezca que creen en algo, y es allí donde nos ganan con diferencia. ¿Qué viene ahora? ¡Ah, sí! Otra vez a la tumba, claro. Himno 373… Debe de haber un atisbo de imaginación en la cabeza del señor Russell para haber elegido este himno, aunque parezca que sólo esté pensando en que le gustaría tomar salmón enlatado con el té… "Hombre que nace del vientre de una mujer"… Ya no queda demasiado, ya llegamos al final… "Tú conoces, Señor, los secretos de nuestros corazones"… ¡Lo sabía, lo sabía! Will Thoday se va a desmayar… No, ha vuelto a controlarse. Deberé tener unas palabras con este caballero… "Todos los dolores a la hora de partir, que provengan de ti". ¡Maldita sea! Espero que sólo sea una mera cuestión de rima, porque hay peores dolores en la vida… "Nuestro querido hermano nos ha dejado"… ¿Hermano?… Todos somos queridos cuando nos morimos, incluso si antes alguien nos odiaba lo bastante para atarnos y… ¡Dios santo! ¡Claro! ¿Por qué no he pensado en la cuerda?».
La cuestión de la cuerda, absurdamente pasada por alto y ahora absurdamente insistente, se apoderó de la mente de Wimsey de tal manera que se olvidó de recitar con los demás la plegaria al Señor; ni tampoco tuvo el ingenio suficiente como para inventarse un comentario sardónico de los que gasta la Providencia para sacar a nuestro hermano de las miserias de nuestro pecaminoso mundo. No acababa de creerse que no hubiera caído antes en que la cuerda podía ser una pista para salir del laberinto. Cómo ataron al difunto era algo de suma importancia.
¿De dónde habían sacado la cuerda? ¿Cómo había sucedido todo para poder atarlo de una manera cómoda y dónde lo habían hecho? Puedes matar a un hombre en un arrebato, pero no lo atas antes de matarlo. La muerte de un hombre atado implica premeditación: igual que un ternero en el matadero. Lo habían desatado antes de enterrarlo, parecía un acto horrible de economía… En ese momento, Wimsey agitó la cabeza. No había ninguna necesidad de imaginar cosas; había muchas otras razones por las cuales el asesino se habría llevado la cuerda. Lo habían desatado antes de morir. Lo habían desatado y habían devuelto la cuerda a su sitio, por si acaso su ausencia levantaba sospechas. Lo habían desatado por la misma razón que le desfiguraron la cara: por si, quien encontrara el cadáver, reconocía la cuerda. Por último, lo habían desatado porque la cuerda debía estar atada a algo y ésta, quizá, era la teoría más probable. Además, el cadáver lo debían haber traído de algún lugar. ¿Cómo? ¿Coche, camión, carreta, carro, carretilla…?
– Todo ha sido muy bonito, señor Russell -dijo la señora Venables.
– Gracias -repuso el señor Russell-. Me alegro de que le haya gustado. Lo hemos hecho lo mejor que hemos podido.
– Estoy segura de que si su gente hubiera estado aquí, no habría preferido otra cosa -aseguró la señora Venables.
– Gracias, señora -dijo el señor Russell satisfecho-. Es una lástima que no hayan venido, porque no hay ninguna duda de que un funeral bonito ayuda a pasar el dolor por la pérdida de un ser querido. Por supuesto, no es nada comparado con un gran funeral de los de Londres, pero… -comentó mirando de reojo a Wimsey.
– Pero mucho más bonito -intervino Wimsey, en un ridículo intento de hablar como la señora Venables-. Esto tiene un toque mucho más personal.
– Eso es cierto -opinó el señor Russell, muy animado-. Diría que esos tipos de Londres van a tres o cuatro funerales a la semana, y es lógico que no puedan poner el mismo sentimiento que nosotros, aparte de que muchas veces casi ni conocen a los difuntos. Bueno, ahora debo irme. Hay alguien que quiere hablar con usted, milord.
– No -le dijo Wimsey con severidad, a un señor muy bien vestido con prendas de tweed que se acercaba a él muy decidido-. No hay ninguna historia para el Morning Star. Ni para cualquier otro periódico. Márchese. Tengo otras cosas que hacer.
– Sí -añadió la señora Venables, dirigiéndose al reportero como si fuera un niño que molestara en medio de clase-. Márchese, el caballero está muy ocupado. ¡Qué pesados son los periodistas! Debe de estar harto de ellos. Venga, quiero presentarle a Hilary Thorpe. Hilary, querida, ¿cómo estás? Has sido muy amable al venir, ha debido ser muy duro. ¿Cómo está tu tío? Mira, te presento a lord Peter Wimsey.
– Es un placer conocerlo, lord Peter. A mi padre le gustaba mucho leer todos sus casos; le habría encantado poder charlar con usted. Creo que le habría parecido increíblemente divertido que yo me viera envuelta en uno de ellos, aunque me gustaría que no hubiera sido por la tumba de mamá. Me alegro de que se haya ahorrado el mal trago. Pero, bueno, es un misterio, ¿verdad? Y él era… bueno, bastante infantil con eso de los misterios y este tipo de historias.
– ¿De verdad? Creí que ya había tenido suficientes.
– ¿Se refiere a lo del collar? Aquello fue horrible para él, el pobre. Yo todavía no había nacido, claro, pero solía hablar de ello. Siempre decía que, para él, Deacon era el peor de los dos y que el abuelo jamás debería haberlo metido en casa. Es extraño, pero creo que hasta le cogió simpatía al otro hombre, el ladrón de Londres. Sólo lo vio en el juicio, pero dijo que era un mendigo muy divertido y que él creía que decía la verdad.
– Eso es infinitamente interesante.
Lord Peter se volvió y se dirigió hacia el joven periodista del Morning Star, que todavía lo observaba desde la distancia.
– Mire, amigo, si se queda calladito y se va, es posible que tenga algo que explicarle a su editor. No permitiré que siga o moleste a esta joven, así que márchese y, si se porta bien, luego lo iré a buscar y le explicaré unas cuantas mentiras, ¿de acuerdo? Pues ahora váyase. ¡Maldita prensa!
– Ese tipo es un pesado -dijo la señorita Thorpe-. Casi saca de quicio a mi tío esta mañana. Mi tío está allí, hablando con el párroco. Trabaja para el gobierno y está en contra de todo tipo de prensa. También está en contra de los misterios. Para él, todo eso es horrible.
– Entonces, supongo que también estará en contra de mí.
– Sí. Piensa que vuestra afición no es apropiada para alguien de vuestra condición social. Por eso está poniendo mucho empeño en evitar que los presenten. Mi tío es un viejo divertido, no es nada esnob y, en realidad, es bastante decente. Sólo que no es como papá. Usted y papá habrían congeniado a la perfección. ¡Ah! Por cierto, ya sabe dónde están enterrados papá y mamá,¿no es cierto? Supongo que fue el primer lugar que miró.
– Sí, así fue; pero me gustaría volver a echarle un vistazo. Verá, me preguntó cómo el… el…
– ¿Cómo pudieron meter allí el cadáver? Imaginaba que era eso. Yo también le he estado dando vueltas. A mi tío no le parece bien que me preocupe por cosas de éstas. Sin embargo, resulta mucho más fácil de digerir; me refiero a que si estás interesado en algo, parece menos real, aunque ésa no es la palabra exacta.
– ¿Menos personal?
– Sí, a eso me refería. Empiezas a imaginarte cómo sucedió todo y luego, gradualmente, tienes la sensación de que te lo has inventado.
– ¡Hum! -exclamó Wimsey-. Si su mente trabaja así, algún día será escritora.
– ¿De verdad lo cree? ¡Qué curioso! Quiero ser escritora. Pero ¿por qué lo dice?
– Porque tiene mucha imaginación, y eso se refleja en el mundo que sus ojos ven, hasta que llegue un día en que será capaz de analizar su propia experiencia objetivamente y verlo como un producto de su cabeza, que existe independientemente de usted. Tiene suerte.
– ¿De verdad? -preguntó Hilary, que parecía muy emocionada.
– Sí, aunque la suerte le llegará más hacia el final de su vida que hacia el principio, porque los demás no entenderán el modo de funcionar de su mente. Empezarán por creer que es usted una romántica y una soñadora, y después se sorprenderán al descubrir que es una mujer dura e insensible. Se equivocarán con ambos juicios, pero nunca lo sabrán, y usted tampoco lo sabrá, al principio, y le preocupará.
– Pero eso es exactamente lo que me dicen las otras chicas en la escuela. ¿Cómo lo ha sabido? Aunque, claro, todas son idiotas; bueno, la mayoría.
– Mucha gente lo es -dijo Wimsey circunspecto-. Aunque no es de buena educación decírselo. Espero que usted lo haga. Tenga compasión, ellos no pueden evitarlo… Sí, éste es el lugar. No es fácil pasarlo por alto, ¿no cree? Esa casita es la más cercana, ¿de quién es?
– De Will Thoday.
– ¿En serio? Y, detrás de la casa, sólo hay la taberna y una granja. ¿De quién es la granja?
– Es la casa del señor Ashton. Es un hombre muy bueno, uno de los vigilantes de la iglesia. Cuando era pequeña me gustaba mucho, me dejaba montar en los caballos de labrar.
– He oído hablar de él. Una vez sacó mi coche del dique, lo que me recuerda… Tengo que llamarle para agradecérselo.
– Eso quiere decir que quiere hacerle unas preguntas.
– Si lee entre líneas así a la gente, no debería decírselo tan claramente.
– Es lo que mi tío conoce como mi falta de tacto tan poco femenino. Dice que es porque voy a la universidad y juego al hockey.
– Puede que tenga razón. Pero ¿por qué preocuparse?
– No me preocupo. Es que, verá, ahora va a ser mi tío Edward quien cuide de mí y no cree que deba ir a Oxford… ¿Qué está mirando? ¿La distancia hasta la puerta sur?
– Una mujer incómodamente lista. Sí, miro eso. Podrían haber traído el cadáver en coche y acercarlo hasta aquí sin demasiada dificultad. ¿Qué es eso, allí, cerca de la pared norte del cementerio? ¿Un pozo?
– Sí. Allí es donde Gotobed coge el agua para lavar el porche y cepillar el cancel y demás. Creo que es bastante profundo. Antes había una bomba, pero la gente del pueblo venía y la utilizaba para beber cuando se secaba el pozo del pueblo. El señor Venables tuvo que decirles que no lo hicieran porque decía que no era higiénico beber el agua que salía del cementerio. Así que quitó la bomba y pagó para que hicieran más profundo el pozo del pueblo y así tuviera más agua. Es un buen hombre. Cuando Gotobed quiere agua, tiene que apañárselas para sacarla con un cubo. A menudo se queja por eso. Sin embargo, el pozo también es un gran contratiempo porque hace que las tumbas de aquel lado sean más húmedas y, a veces, en invierno no se puede cavar demasiado bien. Aún era peor cuando el señor Venables tenía el cementerio drenado.
– Parece que el señor Venables hace mucho por la parroquia.
– Es cierto. Papá solía donar dinero, claro, pero en general el señor Venables toma iniciativas para el pueblo, sobre todo, si es algo relacionado con la iglesia. Al menos, cuando se trata de drenajes y cosas de este tipo, casi seguro que lo ha hecho él. ¿Por qué quiere saber tantas cosas sobre el pozo?
– Sólo quería saber si estaba en desuso o no. Pero como se utiliza, está claro que nadie podría haber escondido nada voluminoso ahí.
– ¡Oh! ¿Se refiere al cadáver? No, no habría sido posible.
– Otra vez igual -dijo Wimsey-. ¡Basta! Oiga, disculpe la pregunta, pero, suponiendo que su padre no hubiera muerto cuando lo hizo, ¿qué tipo de lápida cree que le hubiera gustado colocar en la tumba de su madre? ¿Alguna idea?
– Ninguna. Odiaba las lápidas y no hablaba de ellas, el pobre. Es terrible pensar que ahora le pondrán una.
– Cierto. Así que para todo el mundo a tu padre lo cubrirían con una piedra plana o una de esas cosas con el borde de mármol y esquirlas en el centro.
– ¿Algo como un protector? ¡Oh, no! Nunca lo habría aceptado. Y mucho menos con esquirlas. Le recordaba a esos cafés dulces tan asquerosamente refinados que tienen en esos lugares donde todo lo sirven en bandejas y donde los vasos de vino son de color.
– ¡Ah! Pero ¿el asesino conocía los sentimientos de tu padre hacia el café dulce y los vasos de vino de color?
– Lo siento. No sé adonde quiere llegar.
– Es culpa mía; siempre soy tan incoherente… Lo que quiero decir es que, en una zona en la que hay infinidad de lugares donde esconder un cadáver, ya sabe, diques, desagües, ¿por qué correr el riesgo de esconderlo en un cementerio donde un picapedrero que preparara la tierra para colocar un protector de mármol con esquirlas lo podría encontrar fácilmente? Sé que el cadáver estaba medio metro por debajo del nivel del suelo, pero supongo que cuando tienen que colocar las lápidas, cavan un poco en la tierra. Todo esto es muy extraño y muy precipitado. Y, aun así, veo con claridad lo fascinante de la idea. Posiblemente el asesino pensó que el último lugar donde buscarían un cadáver sería dentro de una tumba. Fue una auténtica mala suerte que tuvieran que abrirla tan pronto. Da lo mismo… ¡cuando piensas en traerlo hasta aquí y cavar en medio de la noche! Sin embargo, parece que realmente ocurrió así, por las señales de las cuerdas, que demuestran que primero lo ataron a otra cosa. Quiero decir que todo debió estar pensado y planeado de antemano.
– Entonces, el asesino no podría haberlo planeado antes del i de enero, cuando mamá murió. Me refiero a que hasta entonces no podía contar con una tumba recién cerrada.
– Claro que no, pero pudo haber ocurrido cualquier día posterior.
– Cualquier día, no. Sólo en el espacio de una semana, más o menos, después de la muerte de mamá.
– ¿Por qué? -se apresuró a preguntar Wimsey.
– Porque si alguien hubiera cavado ese agujero después de enterrar a mi madre y dejar la tierra bien arreglada, seguro que Gotobed se habría dado cuenta. ¿No cree que podría haber ocurrido justo después del entierro, cuando las coronas todavía cubrían el suelo? No las quitamos hasta una semana después, porque ya empezaban a marchitarse y le dije a Gotobed que las tirara.
– Es una idea -dijo Wimsey-. Nunca lo había pensado…, aunque tampoco sé mucho de cavar tumbas. Tendré que preguntárselo a Gotobed. ¿Recuerda durante cuánto tiempo hubo nieve después de la muerte de su madre?
– Déjeme pensar. El día de Año Nuevo paró de nevar y abrieron el camino hasta la puerta sur. Pero el deshielo no empezó hasta… sí, ya me acuerdo, fue la madrugada del 2 de enero, aunque había hecho calor los dos últimos días, y la nieve estaba medio fundida. Ahora lo recuerdo perfectamente. Cavaron la tumba el día 3, y estaba todo embarrado. Y el día del funeral llovió a cántaros. Fue horrible. Creo que no lo olvidaré jamás.
– Y la lluvia se llevó la nieve, claro.
– Sí, claro.
– De modo que habría sido muy fácil ir hasta la tumba sin dejar huellas. Supongo que usted no se dio cuenta de si habían movido las coronas o algo así, ¿verdad?
– ¡Oh, no! De hecho, no solía venir por aquí. Como papá se encontraba tan enfermo, tenía que estar con él y, de todos modos, no pensaba que mi madre estuviera aquí, ya sabe. Todo este negocio de las tumbas me parece horroroso, ¿a usted no? Pero le diré quién lo habría visto: la señora Gates, nuestra ama de llaves. Venía cada día. Es realmente morbosa. Siempre intentaba hablarme del tema, pero yo no la escuchaba. Es muy buena, de verdad, pero debería vivir en una novela victoriana, donde la gente va vestida con crepé y lloran continuamente… ¡Dios mío! El tío Edward me está buscando. Me está mirando con desaprobación. Se lo presentaré sólo para avergonzarlo… ¡Tío Edward! Te presento a lord Peter Wimsey. Ha sido muy amable conmigo. Cree que tengo mucha imaginación y que debería ser escritora.
– ¡Ah! ¿Cómo está? -El señor Edward Thorpe, de cuarenta y cuatro años, muy correcto y formal, tenía un aspecto insulso de trabajador del gobierno frente a la personalidad de Peter Wimsey-. Creo que conozco a su hermano, el duque de Denver. Espero que esté bien… esté… bueno, bien… Es muy amable de su parte interesarse por las ambiciones de mi sobrina. Todas estas chicas jóvenes quieren hacer grandes cosas, ¿no cree? Pero yo ya se lo digo: la autoría es un buen bastón, pero una mala muleta. Es un mundo muy penoso. Lamentaría mucho que se introdujera en él, aunque claro, dada su posición social, la gente del pueblo espera que ella…, eh… participe de sus…, eh… sus…, hum…
– ¿Distracciones? -sugirió Wimsey.
Le sorprendió mucho que el tío Edward tuviera sólo unos pocos años más que él, y sintió por él la veneración que uno siente cuando se encuentra delante de una curiosa y delicada pieza antigua.
– Por cualquier cosa que les toque de cerca -dijo el señor Thorpe. ¡Un tipo galante! Aunque estaba en contra, defendía a su sobrina de las críticas-. Sin embargo, me la voy a llevar un tiempo a un lugar más pacífico y tranquilo -añadió-. Por desgracia, su tía no ha podido venir a Fenchurch, por la artritis reumática, pero está ansiosa por tener a Hilary en casa.
Wimsey, que echó un vistazo al semblante adusto de Hilary, vio que en sus ojos nacía la rebelión. Podía adivinar perfectamente la clase de mujer con la que se había casado el tío Edward.
– De hecho -añadió el señor Thorpe-, nos vamos mañana. Lamento mucho no poder invitarlo a cenar, pero dadas las circunstancias…
– No se preocupe.
– Así que me temo que nos diremos hola y adiós casi al mismo tiempo -continuó con firmeza-. Ha sido un placer conocerlo. Aunque me hubiera gustado que fuese en otras circunstancias. Buenas tardes. Dele recuerdos a su hermano de mi parte cuando lo vea.
– ¡Quedo advertido! -dijo Wimsey, después de haberle dado la mano al tío Edward y de dirigirle una sonrisa de lástima a Hilary Thorpe.
«¿Qué? ¿Corrompiendo la moral de los jóvenes? ¿O mostrando demasiado celo por escarbar en el misterio de la familia? Me pregunto si el tío Edward será un caballo rebelde o un asno pacífico. ¿Fue a la boda de su hermano? Se lo preguntaré a Blundell. ¿Dónde está? ¿Hará algo esta noche?».
Se dirigió rápidamente hasta donde se hallaba el comisario, que había ido al funeral, y quedaron en que Wimsey iría a Leamholt después de cenar. La gente se fue dispersando. El señor Gotobed y su hijo Dick se quitaron la túnica negra y cogieron las dos palas que estaban apoyadas en la pared junto al pozo cubierto.
A medida que la tierra caía, con un ruido sordo, sobre la tapa del féretro, Wimsey se unió al pequeño grupo que se había reunido para comentar la ceremonia y leer las tarjetas de las coronas. Se agachó para observar un adorno floral muy exótico y excepcionalmente bonito de flores rosas y rojas de invernadero, imaginando quién podría haberse gastado tanto en un desconocido. Cuando leyó la tarjeta se quedó un poco desconcertado porque decía así: «Con mi más sentido pésame. Lord Peter Wimsey. San Lucas XIII. 6».
– Muy apropiado -dijo Wimsey, cuando identificó el texto bíblico (porque lo habían educado muy bien)-. Bunter, eres un hombre increíble.
– Lo que en verdad quiero saber -dijo Wimsey mientras se ponía cómodo y estiraba las piernas junto a la chimenea del comisario- es cuál era la relación entre Deacon y Cranton. ¿Cómo se conocieron? Porque me parece que hay muchos puntos que dependen de esa pregunta.
– Así es -respondió el señor Blundell-, pero el problema es que sólo tenemos sus palabras, y sólo Dios sabe quién era el más mentiroso, aunque el juez Bramhill intentó decidirlo. Una cosa es cierta: se conocieron en Londres. Cranton era uno de esos sinvergüenzas con mucha labia y formas de caballero que te podías encontrar en el salón de los restaurantes baratos, ya sabe a qué me refiero. Ya había estado metido en líos, aunque dijo que se había reformado, y hasta ganó bastante dinero escribiendo un libro. Aunque yo creo que alguien lo redactó por él, pero como su nombre aparecía en la portada, el dinero fue para él. Después de la guerra nos hemos encontrado con unos cuantos así, pero este tipo era listo, diría que avanzado a su tiempo. En 1914 tenía treinta y cinco años; no había recibido ningún tipo de educación, pero con un poco de inteligencia innata supo ganarse la vida, ya me entiende.
– Sí. Un graduado de la Universidad de la Vida.
– Es una buena manera de decirlo -afirmó el señor Blundell encantado con la comparación-. Sí, señor. Muy buena. Eso es lo que era. En cambio, Deacon era distinto. Era un hombre bueno y le gustaba mucho leer. De hecho, el capellán de Maidstone dijo que era un estudiante bastante brillante, con imaginación para la poesía, aunque no sé demasiado bien a qué se refería con eso. A sir Charles Thorpe le cayó en gracia, lo trataba muy bien y, además, lo dejó encargado de la biblioteca.
Bueno, ellos se conocieron en algún baile o algo parecido hacia 1912, mientras sir Charles estaba en Londres. La versión de Cranton es que una chica con la que Deacon salía (porque le gustaban mucho las mujeres) le dijo que Cranton era el autor del libro del que le he hablado, y que Deacon empezó a mostrarse tremendamente interesado en el libro y que le preguntaba constantemente sobre los pillos y lo que hacían y los trucos que usaban y cosas así. Dijo que Deacon estaba obsesionado con él que no lo dejaba en paz, y que siempre le estaba diciendo que volviera a la vida de antes. La versión de Deacon fue distinta. Afirmó que lo que le interesaba fue lo que él llamó el aspecto literario del negocio. Dijo que pensó: «Si un sinvergüenza puede escribir un libro y ganar dinero, ¿por qué no un mayordomo?». Según él, fue Cranton quien se obsesionó con él, el que no dejaba de preguntarle en qué casa trabajaba y sugerirle que si había algo de valor podían robarlo los dos e ir a partes iguales. Deacon se encargaría del trabajo dentro de la casa y Cranton del resto: buscar comprador, llegar a un acuerdo y cosas así. Yo creo que iban a seis uno y a media docena el otro, si me permite decirlo. Menudo par, y no me equivoco.
El comisario hizo una pausa para beber un trago de cerveza de una jarra de barro y luego continuó.
– Verá, eso es lo que dijeron cuando los arrestamos a los dos por el robo. Al principio, obviamente, los dos mintieron como cosacos y juraron que jamás se habían visto antes pero, cuando descubrieron lo que la acusación tenía contra ellos, cambiaron su declaración. Cuantío Cranton se dio cuenta de que los habían descubierto, se limitó a repetir esta historia y de allí no lo sacó nadie. De hecho, se declaró culpable delante del juez y, al parecer, su única intención era meter a Deacon en problemas y que lo encerraran una buena temporada en la cárcel. Dijo que Deacon lo había traicionado y que sólo quería salvar el pellejo, aunque no sé si era verdad, si pensaba que se libraría más fácilmente si se hacía pasar por la víctima que había caído en la tentación o si todo era un montaje lleno de malicia. El jurado lo tuvo claro, y el juez también.
»En abril de 1914 se celebraba la boda de sir Henry Thorpe, y se sabía que la señora Wilbraham iría con el collar de esmeraldas. No había un ladrón en Londres que no lo supiera todo sobre esa señora. Es medio prima de los Thorpe, prima muy lejana, y tiene un montón de dinero y la desfachatez de presumir de tener la avaricia de cincuenta judíos escoceses. Ahora debe de tener unos ochenta y seis u ochenta y siete años y, por lo que me han dicho, está volviendo a revivir la infancia; pero en aquella época era una mujer excéntrica y estrafalaria, estirada como un palo, y siempre llevaba vestidos de seda o satén negros, muy pasados de moda, con joyas, pulseras y broches que sólo Dios sabía el valor que tenían. Era una de sus manías. Y otra era que no creía en seguros ni en las cajas fuertes. Tenía una en su casa de la ciudad, claro, y allí guardaba todas sus cosas, pero supongo que no lo habría hecho si su marido no la hubiera instalado antes de morir. Era demasiado tacaña como para comprarse una caja fuerte para ella sola y, cuando iba de visita, prefería confiar en sus ocurrencias. Estaba más loca que una cabra -añadió el comisario pensativamente-. No se imagina la de mujeres mayores de este tipo que andan sueltas por el mundo. Y, claro, nadie le dijo nunca nada, porque era asquerosamente rica y porque tenía plenos poderes sobre sus propiedades. Los Thorpe eran los únicos familiares que tenía, así que la invitaron a la boda de sir Henry, aunque mucho me temo que todos querían perderla de vista. Si no se lo hubieran dicho, ella se había ofendido y… ¡Bueno! No se puede ofender a los familiares ricos, ¿no es cierto?
Lord Peter, mientras se volvía a llenar la jarra de cerveza, dijo:
– Bajo ningún concepto.
– Bueno -continuó el comisario-, aquí es donde Cranton y Deacon vuelven a discrepar. Según Deacon, recibió una carta de Cranton, justo después de que se anunciara la fecha de la boda, donde le pedía que se reuniera con él en Leamholt para diseñar un plan con el fin de robar las esmeraldas. Según Cranton, fue Deacon quien le escribió. Ninguno de los dos pudo aportar la carta como prueba, así que estamos otra vez donde empezamos. Sin embargo, se pudo demostrar que se vieron en Leamholt y que, ese mismo día, Cranton fue a visitar la casa de los Thorpe.
»Hasta ahí, perfecto. Ahora bien, la señora Wilbraham tenía una doncella, y si no hubiera sido por ella y por Mary Thoday, la cosa habría quedado en nada. Recordará que en aquella época Mary Thoday era Mary Deacon. Trabajaba como sirvienta de la Casa Roja y se casó con Deacon a finales de 1913. Sir Charles siempre se portó muy bien con la joven pareja. Les dio un dormitorio para ellos solos lejos de los demás sirvientes, justo al final de la pequeña escalera que hay en la despensa, así que aquello era como una casa privada para ellos. La vajilla estaba en la despensa, claro, y se suponía que el trabajo de Deacon era vigilarla. Bueno, pues esta doncella de la señora Wilbraham, que se llamaba Elsie Bryant, era una chica lista, muy divertida y alegre, y resultó que se enteró de lo que la señora Wilbraham hacía con las joyas cuando estaban fuera de casa. Parece que la chica quiso ser demasiado lista por la mitad de precio. Creo que debía leer demasiadas historias de detectives pero, en cualquier caso, supo que la señora Wilbraham creía que el mejor lugar para guardar las joyas no era una caja fuerte ni nada por el estilo, que sería el primer lugar dónde buscaría un ladrón, sino un lugar menos habitual donde a nadie se le ocurriera mirar y, para acortar la historia, el lugar escogido fue, si me perdona, debajo de la ropa interior. Ya puede reírse, en el juicio también se rieron todos menos el juez, porque en aquel momento le dio la tos y el pañuelo le tapaba la cara, así que nadie pudo ver cómo se lo tomó. Bueno, pues esta Elsie era un poco curiosa, como todas las chicas, y un día, poco antes de la boda, consiguió espiar a la señora Wilbraham por una cerradura y vio cómo guardaba todas las joyas en el cajón de la ropa interior. Naturalmente, no podía mantener algo así en secreto y, cuando llegaron a Fenchurch un par de días antes de la boda, lo primero que hizo fue entablar buena amistad con Mary Deacon, como se llamaba entonces, con el único propósito, creo yo, de compartir con ella su secreto. Y, por supuesto, Mary, como era una esposa devota y todo eso, tenía que compartir la broma con su marido. Me atrevería a decir que es algo natural. De todos modos, la defensa hizo gran hincapié en esta cuestión y no cabe duda de que fue este punto el que liberó de sospechas a Elsie y Mary. "Caballeros -dijo la defensa en su último alegato-. Veo que la original idea de la señora Wilbraham de no guardar las joyas en una caja fuerte les hace gracia, y no me cabe la menor duda de que están deseando llegar a casa para explicárselo a sus mujeres. Así, del mismo modo, pueden entender perfectamente los sentimientos de mi cliente Mary Deacon y su amiga y ver cómo, de la manera más inocente del mundo, el secreto fue revelado a un hombre que se suponía que iba a guardarlo". Era un hombre muy listo y, cuando acabó, se había metido al jurado en el bolsillo.
»Ahora viene otro pasaje basado en suposiciones -prosiguió el comisario-. Le enviaron un telegrama a Cranton desde Leamholt, y eso es cierto porque le seguimos el rastro. Él dijo que era de Deacon, pero Deacon contestó que si se lo había enviado alguien, había sido Elsie Bryant. Los dos estuvieron en Leamholt esa tarde, aunque no pudimos conseguir que la chica de la oficina de Correos reconociera a ninguno de los dos y, además, el telegrama estaba escrito en mayúsculas. En mi opinión, esto señala hacia Deacon, porque dudo que a la chica se le hubiera ocurrido algo así, aunque sobra decir que, cuando se les pidió una muestra de su escritura, los resultados no se parecían en nada al telegrama. Quienquiera que fuera, o fueron muy listos o pagaron a otra persona para que lo hiciera por ellos.
»Me ha dicho que ya ha oído hablar de lo que sucedió aquella noche, ¿no es cierto? Lo que en realidad quiere saber son las versiones de la historia que dieron los implicados. Ahí es donde, desde mi punto de vista, Cranton fue más inteligente que Deacon. Explicó una historia realmente coherente desde el principio hasta el final. Dijo que el robo lo había planeado Deacon de cabo a rabo. Cranton vendría con un coche y esperaría debajo de la ventana de la señora Wilbraham a la hora acordada en el telegrama. Deacon le lanzaría el collar de esmeraldas, Cranton lo cogería, se iría directo a Londres para venderlo y se repartirían el dinero a partes iguales, menos las cincuenta libras que le había dado como adelanto. Sólo que contó que lo que salió por la ventana no fue el collar, sino el joyero, y acusó a Deacon de quedarse con el botín y de despertar a toda la casa para que lo cogieran a él, a Cranton, y lo arrestaran. Y, claro, si fue un plan de Deacon, era muy bueno porque se quedaba con el botín y con el prestigio. El problema es que esto se descubrió un tiempo después de haber arrestado a Cranton, de modo que cuando fueron a buscar a Deacon y tuvo que declarar delante de la policía, no supo qué historia explicar. La primera versión era muy clara y sencilla, y el único problema era que, obviamente, resultaba mentira. Dijo que se despertó en mitad de la noche y oyó ruidos en el jardín y que le dijo a su mujer: «Creo que alguien ha venido a robar la vajilla». Luego, según él, bajó la escalera, abrió la puerta trasera y miró hacia el jardín y, justo en ese momento, vio a alguien en la terraza precisamente debajo de la ventana de la señora Wilbraham. Entonces, dice él, volvió a entrar y subió la escalera lo suficientemente deprisa como para ver a un hombre que salía por la ventana de la señora Wilbraham.
– ¿Es que la señora Wilbraham no había cerrado la puerta?
– No. Nunca lo hacía, por si se incendiaba la casa o algo así. Dijo que gritó para dar la alarma, y entonces la señora se despertó y lo vio junto a la ventana. Mientras tanto, el ladrón había bajado agarrado a la hiedra y había huido. Así que él bajó la escalera y se encontró con el lacayo en el momento en que salía por la puerta trasera. Hubo un poco de confusión con toda la historia de la puerta trasera porque Deacon no explicó, en la primera versión, qué hacía él en la habitación de la señora Wilbraham. En su primera declaración, que se la contó a sir Charles, dijo que había salido directamente fuera cuando había oído ruidos en el jardín; sin embargo, cuando la policía llegó, se las apañó para mezclar las dos historias y dijo que en aquel momento estaba demasiado afectado para explicarse con claridad o que los demás estaban demasiado afectados para entender lo que les había dicho. Bueno, todo bien hasta que empezaron a destapar la historia de que él y Cranton ya se conocían y lo del telegrama. Entonces, Cranton, al ver que se había descubierto todo, explicó toda la historia y, claro, Deacon se quedó muy sorprendido. No podía negarlo, así que esta vez admitió conocer a Cranton, pero dijo que había sido el otro quien lo había intentado tentar con lo del robo de las esmeraldas, mientras que él se había mantenido firme y no había accedido a su propuesta. En cuanto al telegrama, lo negó, y dijo que debía haber sido Elsie. Además, también negó lo de las cincuenta libras y lo cierto es que jamás pudieron encontrar ninguna relación entre Deacon y el dinero.
»Por supuesto, lo interrogaron a conciencia -siguió explicando al comisario-. Querían saber, en primer lugar, por qué no había advertido a sir Charles sobre Cranton y, en segundo lugar, por qué al principio había dado otra versión. Él declaró que creía que Cranton se había olvidado de la idea del robo y no quería alarmar a nadie pero que, cuando oyó los ruidos, se imaginó lo que pasaba. También dijo que después le dio reparo reconocer que conocía a Cranton por temor a que lo acusaran de cómplice. Sin embargo, la historia tenía poco fundamento, y ni el juez ni el jurado se creyeron nada. Lord Bramhill le dirigió unas severas palabras después de conocer el veredicto, y le dijo que si no hubiera sido su primera condena, le habría impuesto la máxima pena que estaba capacitado para sentenciar. Añadió que el robo tenía el peor de los agravantes, ya que lo había cometido un sirviente que gozaba de la confianza de su señor, en una casa privada y, para más inri, en la de su señor; además, iba acompañado del delito de abrir una ventana para cometer el robo y que se había resistido violentamente a ser arrestado. Al final, condenó a Deacon a ocho años de cárcel y le dijo que tenía suerte de cargar sólo con eso. A Cranton, como era reincidente, le debería haber caído una pena mucho mayor, aunque el juez opinó que no sería justo castigarle a él mucho más que a Deacon y lo condenó a diez años de cárcel. Y eso fue todo. Cranton fue a Dartmoor, y cumplió su condena como un buen chico, sin ocasionar demasiados problemas. Deacon, como era su primera condena, fue a Maidstone, donde se comportó como un prisionero modelo, que son los que vigilas porque siempre acaban haciendo alguna travesura. Después de casi cuatro años, a principios de 1918, este convicto amable, refinado y de buena conducta atacó brutalmente a un celador y se escapó. El celador murió y, por supuesto, rastrearon toda la zona buscando a Deacon sin éxito. Me atrevería a decir que, entre la guerra y unas cosas y otras, no tenían los hombres que necesitaban. En cualquier caso, no lo encontraron, y durante dos años gozó de la reputación de ser el único preso que se había escapado de la cárcel. Después encontraron sus huesos en un agujero de ésos, canteras creo que las llaman, en un bosque en North Kent, así que consideraron que sólo fue una víctima más del sistema penitenciario. Todavía llevaba el uniforme de la prisión y tenía el cráneo aplastado, por lo que supusieron que se habría caído por la noche, posiblemente uno o dos días después de escapar. Y así acabó Deacon.
– Supongo que no hay ninguna duda de que era culpable.
– Ni la más mínima. Fue un mentiroso de principio a fin, y encima un mentiroso torpe. La hiedra de la Casa Roja estaba en perfecto estado, o sea que nadie había trepado por ella y, en cualquier caso, su declaración final estaba tan llena de agujeros que parecía un colador. Era malo, y un asesino, y el país se quedó bien descansado cuando murió. En cuanto a Cranton, cuando salió de la cárcel se comportó durante una temporada. Aunque luego volvió a meterse en líos por tenencia de enseres robados o por conseguir cosas con malas artes o algo así, y volvió a la cárcel. Salió el pasado mes de junio y le siguieron la pista hasta principios de septiembre. Entonces desapareció y todavía lo están buscando. La última vez que alguien lo vio fue en Londres, pero no me sorprendería hoy que lo hubiéramos visto por última vez. Creo, y siempre creí, que Deacon se quedó con el collar, pero que me cuelguen si sé lo que hizo con él. Tómese otra cerveza, milord. No le hará daño.
– Entonces, ¿dónde cree usted que estuvo Cranton entre septiembre y enero?
– Sólo Dios lo sabe. Pero si el cadáver es el suyo, diría que en Francia. Conocía a todos los timadores de Londres y, si había alguien que podía conseguir un pasaporte falso, ése era él.
– ¿Tiene una fotografía de Cranton?
– Sí, milord. La acabo de encontrar. ¿Le gustaría verla?
– ¡Por supuesto!
El comisario sacó una fotografía oficial de un escritorio que estaba lleno de papeles, aunque muy ordenado, en un rincón de la habitación. Wimsey la miró detenidamente.
– ¿Cuándo se la hicieron?
– Hará unos cuatro años, milord, cuando lo condenaron por última vez. Es la más reciente que tenemos.
– No llevaba barba. ¿La llevaba en septiembre?
– No, milord. Pero en cuatro meses tuvo tiempo de sobra para dejársela crecer.
– Quizá fue a Francia a eso.
– Es posible.
– Sí, bueno, no estoy seguro del todo, pero creo que es el hombre que vi en el puente el día de Año Nuevo.
– Eso es muy interesante -dijo el comisario.
– ¿Ha enseñado la fotografía por el pueblo?
El señor Blundell sonrió con arrepentimiento.
– Esta tarde lo he intentado con los Wildespin, pero la señora ha dicho que era él; Ezra, que no se le parecía en nada, y los vecinos estaban de acuerdo con los dos. Lo único que puedo hacer es retocar la fotografía, añadirle una barba y volverlo a intentar. No conozco a nadie que pueda reconocer a un hombre con barba y luego con la cara recién afeitada.
– Es cierto. No creo que utilizara una barba postiza. Y, claro, no puede conseguir huellas porque no tenía manos.
– No, milord, y eso es, en cierto modo, una razón que podría confirmar que se trata de Cranton.
– Si, efectivamente, se trata de Cranton, supongo que vino a Fenchurch a por el collar, y se dejó crecer la barba para que no lo reconocieran los que lo habían visto en el juicio.
– Eso es.
– Y no vino antes porque primero quería dejarse la barba. Además, creo que debió recibir algún mensaje en los últimos meses. Lo que no entiendo es su interés en Batty Thomas y Sastre Paul. He intentado descubrir alguna cosa leyendo las inscripciones pero debo haberme dejado algo. Al escuchar el repique de las campanas, campanas de hierro, aunque me gustaría saber desde cuándo las campanas de las iglesias son de hierro, ¡su monodia impone un mundo de mentalidad tan solemne! ¿Sabe usted si el señor Edward Thorpe estuvo en la boda de su hermano?
– Sí, señor. Estuvo allí y menuda pelea tuvo con la señora Wilbraham después del robo. El pobre sir Charles lo pasó muy mal cuando el señor Edward le dijo a la señora Wilbraham que todo había sido culpa de ella y, además, no estaba dispuesto a escuchar ni una sola palabra en contra de Deacon. Estaba seguro de que Elsie Bryant y Cranton lo habían montado todo. En mi opinión, no creo que la señora Wilbraham se hubiera disgustado tanto si no hubiera sido por todo lo que le dijo el señor Edward, pero era, es, una mujer muy obstinada, y cuanto más juraba él que había sido Elsie, más juraba ella que había sido Deacon. ¿Sabe?, lo que ocurre es que Deacon había llegado a casa de los Thorpe porque el señor Edward se lo había recomendado a su padre y…
– ¿En serio?
– Sí, claro. En aquella época, el señor Edward trabajaba en Londres, era muy joven, sólo tenía veintitrés años, y cuando se enteró de que sir Charles buscaba mayordomo, le envió a Deacon para que lo viera.
– ¿Y qué sabía él de Deacon?
– Sólo que hacía bien su tarea y que parecía listo. Deacon trabajaba de camarero en un club del que el señor Edward era socio, y se ve que un día le mencionó que quería probar suerte en el servicio privado, y así es cómo al señor Edward se le ocurrió la idea. Y, lógicamente, puesto que lo había recomendado él, tenía que apoyarlo hasta el final. No sé si lo habrá conocido, milord, pero si lo ha hecho sabrá que cualquier cosa que sea suya tiene que ser perfecta. Jamás ha cometido ningún error, según él, y, claro, no era posible que se hubiera equivocado con Deacon.
– ¿Ah, sí? -dijo Wimsey-. Sí que lo he conocido. Es un auténtico imbécil. Aunque a veces es práctico ser un imbécil. Es muy fácil. Cinco minutos cada mañana frente al espejo y pronto se adopta esa mirada ausente tan recomendable para todos los picaros, detectives y funcionarios. De todos modos, no hablemos más del tío Edward. Volvamos a nuestro cadáver. El misterio está en que si después de todo Blundell es Cranton y vino por las esmeraldas, ¿quién lo mató y por qué?
– Bueno -respondió el policía-, supongamos que encontró las esmeraldas y que alguien le golpeó en la cabeza para quitárselas. ¿Por qué no podría haber sido así?
– Pero no parece que lo golpearan en la cabeza.
– Eso es lo que dice el doctor Baines, pero no sabemos si tiene razón.
– No; pero, en cualquier caso, a este hombre lo mataron de alguna manera. ¿Por qué matarlo cuando ya lo tenían atado y podrían haberse ido con las esmeraldas sin asesinar a nadie?
– Para evitar que cantara. ¡No diga nada! Sé lo que va a decir: que Cranton no estaba en posición de cantar. Pero sí que lo estaba, ¿no lo ve? Ya lo habían condenado por ese robo, y no le podían hacer nada más por eso, y él sólo tenía que acudir a nosotros y decirnos dónde estaba el collar para salir ganando él. ¿Ve su juego? Podría haberse hecho la víctima castigada injustamente y decir: «Yo siempre les aseguré que Deacon tenía el collar, así que tan pronto como me fue posible volví a Fenchurch a buscarlo y lo encontré y, naturalmente, iba a llevarlo directamente a la comisaría como un buen chico cuando Tom, Dick o Harry vino y se lo llevó. Así que he venido aquí y se lo he explicado todo, de modo que cuando cojan a Tom, Dick o Harry y tengan el collar, espero que se acuerden que fui yo quien vino a explicárselo». Habría hecho esto, y lo único que podríamos haber hecho nosotros con él habría sido arrestarlo por no denunciar su propio delito, y si nos hubiera dado las pistas para recuperar las esmeraldas, seguro que habría salido sin cargos, se lo aseguro. ¡No! Cualquier persona que quisiera esas esmeraldas tendría que poner a Cranton en una situación de la que no pudiera escapar con su labia. Esto está claro. Pero si hablamos de quién fue, eso es otra cosa muy distinta.
– Pero ¿cómo iba a saber esa persona que Cranton sabía dónde estaba el collar? ¿Y cómo lo sabía él, en cualquier caso? A menos que realmente lo tuviera él desde un principio y, en vez de llevárselo a Londres, lo escondiera en algún lugar de Fenchurch. A mí me parece que este razonamiento convertiría a Cranton en la oveja negra.
– Eso es cierto. ¿Cómo lo sabría? No creo que nadie del pueblo le haya dado el chivatazo porque, de ser así, se habrían quedado con el collar y no habrían esperado a que Cranton volviera. Además, Dios sabe que todos tuvieron bastante con lo que pasó. Pero ¿por qué Cranton se separaría del botín?
– Por el revuelo que se organizó. No quería que lo pillaran con el collar encima. Quizá lo escondió en algún sitio cuando salió corriendo, con la intención de volver más tarde a recogerlo. Nunca se sabe. Aunque, cuánto más miro estas fotografías, más seguro estoy de que el hombre que me encontré el día de Año Nuevo era Cranton. Además, la descripción oficial concuerda: el color de los ojos y todo lo demás. Y si el cadáver no es de Cranton, ¿qué ha sido de él?
– Otra vez volvemos a lo mismo -dijo el señor Blundell-. No creo que podamos hacer mucho más hasta que tengamos los informes de Londres. Excepto, claro está, investigar lo del entierro. Lo que me ha dicho del razonamiento de la señorita Thorpe, lo de las coronas y la nieve, creo que puede ser importante. ¿Hablará usted con la señora Gates o prefiere que lo haga yo? Creo que sería mejor que usted fuera a hablar con el señor Ashton. Tiene una buena excusa para ir a verlo, porque si yo lo visito oficialmente, podemos poner sobre aviso a quien sea. Es un incordio que el cementerio esté tan lejos del pueblo. Ni siquiera desde la vicaría se ve bien, con todos esos arbustos.
– Sin duda, el asesino lo tuvo en cuenta. Comisario, no se rompa la cabeza con esto. Sin dificultad no hay diversión.
– ¿Diversión? -preguntó el comisario-. Bueno, milord, debe ser agradable ser usted. ¿Qué hay de Gates?
– Será mejor que vaya usted a hablar con ella. Si la señorita Thorpe se va mañana, difícilmente puedo presentarme allí sin parecer un entrometido. Además, no le caigo bien al señor Thorpe. Apostaría a que ha dejado una orden: «No tenemos información. Sin embargo, usted puede invocar a todos los terrores de la ley».
– No crea. Las normas de los jueces y las condenas. Pero lo intentaré. Y luego está…
– Sí, está Will Thoday.
– ¡Ah! Pero si la señorita Thorpe tiene razón, es inocente. Estuvo enfermo en la cama desde Nochevieja hasta el 14 de enero. Eso seguro. Sin embargo, alguien de su casa pudo haber visto algo. Costará un poco sacarles algo. Ya saben lo que es el sabor del banquillo de los acusados y estoy seguro de que, cuando me vean, se asustarán.
– No tiene por qué preocuparse. No los asustará más de lo que ya lo están. Vaya, léales la misa funeraria y observe cómo reaccionan.
– ¡Oh! -dijo el comisario-. La religión no se me da demasiado bien, excepto los domingos. De acuerdo, me encargaré de ellos. Quizá, si no menciono ese maldito collar… aunque claro, mi mente sólo piensa en eso, y será un milagro si no se me escapa.
Algo que demostraba que los policías, como los demás humanos, están a merced de las preocupaciones de su subconsciente.
El arte de «esquivar» consiste en un movimiento retrógrado, o ir hacia atrás para salir del trayecto de una campana…
La verás esquivar una campana y pasar por delante de otra alternativamente durante todo el carrillón.
Troyte
– Y bien, señora -dijo el comisario Blundell.
– ¿Y bien, agente? -respondió la señora Gates.
Se dice, no sé si con mucha razón, que los anglicanos sencillos consideran «agente» una forma más educada de dirigirse a un policía que «señor» o incluso «policía», mientras que otras personas, de la escuela de pensamiento Disraeli, afirman que no se toman a mal un inmerecido «sargento». Sin embargo, cuando una señora muy bien educada con un impoluto vestido gris y unos impolutos ojos grises se dirige a un comisario veterano como «agente», el efecto no es tranquilizador, ni pretende serlo. En tal caso, según pensó el señor Blundell, sencillamente podría haber enviado a un inspector de paisano que hubiera hecho el trabajo igual que él.
– Señora -dijo el comisario-, le agradezco mucho que me atienda tan amablemente respecto a este pequeño asunto.
– ¿Pequeño asunto? -respondió la señora Gates-. ¿Desde cuándo el asesinato y el sacrilegio se consideran pequeños asuntos en Leamholt? Teniendo en cuenta que en los últimos veinte años sólo ha tratado con unos cuantos trabajadores borrachos en el día de mercado, parece que se toma sus nuevas responsabilidades muy a la ligera. Creo que su deber sería avisar a Scotland Yard pero, claro, como lo mantiene la aristocracia, se cree muy competente para ocuparse de cualquier cosa que se llame crimen.
– Señora, no es mi obligación avisar de nada a Scotland Yard. Eso es decisión del jefe de policía.
– ¿De verdad? -preguntó ella, en absoluto desconcertada-. Entonces, ¿por qué no se encarga él en persona del caso? Preferiría hablar directamente con él.
El comisario, paciente, le explicó que el interrogatorio de testigos no era, estrictamente hablando, un deber del jefe de policía.
– Y ¿por qué se supone que yo soy un testigo? No sé nada acerca de esos desgraciados acontecimientos.
– Estoy seguro, señora. Sin embargo, necesitamos una información sobre la tumba de lady Thorpe y hemos pensado que una mujer con su visión detallista podría ayudarnos.
– ¿De qué modo?
– Por una información que hemos recibido, parece probable que el acto atroz de profanar la tumba se cometiera muy poco tiempo después de enterrarla. Tengo entendido que usted visitaba a menudo su tumba…
– ¿En serio? ¿Quién se lo ha dicho?
– Hemos recibido esa información, señora.
– De acuerdo pero ¿de quién?
– Normalmente utilizamos este sistema anónimo, señora -dijo el señor Blundell, que tenía la ligera sensación de que mencionar el nombre de Hilary sólo empeoraría las cosas-. Entonces, es cierto, ¿verdad?
– ¿Por qué no iba a ser cierto? Los muertos se merecen, aun en estos tiempos, un poco de respeto.
– Me parece muy loable, señora. ¿Puede decirme si, en alguna de las ocasiones en que visitó la tumba de lady Thorpe, las coronas estaban como si alguien las hubiera tocado o si habían removido la tierra o algo así?
– No. A menos que se refiera al comportamiento extremadamente maleducado y vulgar de la señora Coppins. Teniendo en cuenta que es de esos protestantes que se mantienen al margen de la Iglesia anglicana, no sé ni cómo se atrevió a pisar el cementerio. Y la corona era de un gusto horrible. Supongo que le dieron permiso para enviar una si quería, por los grandes y numerosos favores que siempre había recibido de la familia de sir Charles. Pero no había ninguna necesidad de enviar algo tan grande y ostentoso. Una corona de lirios rosas de invernadero en enero está completamente fuera de lugar. Para una persona de su posición, un simple ramo de crisantemos habría sido suficiente muestra de respeto, en vez de ese parapeto con el que sólo pretendía llamar la atención.
– Estoy de acuerdo, señora.
– El mero hecho de que trabaje aquí como miembro del servicio no significa que no pueda permitirme un tributo floral de las dimensiones del de la señora Coppins. Pero, aunque primero sir Charles y su esposa y después sir Henry y lady Thorpe siempre fueron tan amables conmigo como para tratarme más como amiga que como sirvienta, yo sé lo que corresponde a mi posición, y jamás habría soñado con que mi modesta ofrenda pudiera ensombrecer a cualquier otra de la familia.
– Seguro que no, señora -asintió el comisario de corazón.
– No sé qué quiere decir con ese «Seguro que no». La familia no habría puesto ningún impedimento, porque debo decir que siempre me han visto como una más de la familia y, considerando que llevo treinta años como ama de llaves de esta casa, no debe sorprender a nadie que lo hicieran.
– Y es muy natural, señora. Sólo quería decir que una dama como usted tomaría la iniciativa de dar ejemplo de buen gusto y decoro. Mi mujer -añadió el señor Blundell, mintiendo con mucha determinación y la mayor buena fe del mundo- siempre suele decirles a nuestras hijas que si quieren tomar ejemplo de comportamiento de una verdadera dama, no pueden mirarse en mejor espejo que en la señora Gates de la Casa Roja de Fenchurch. -Entonces, al ver a la señora Gates algo ofendida, añadió-: No es que la señora Blundell se atreva a pensar que nuestra Betty o nuestra Ann puedan compararse con usted, en absoluto, ya que una de ellas trabaja en la oficina de Correos y la otra en la oficina del señor Compline, pero a las jóvenes no les hace ningún daño fijarse en lo mejor, señora, y mi mujer siempre dice que si se comportan igual que la reina Isabel o, dado que no tienen demasiadas ocasiones para estudiar el comportamiento de su majestad, la señora Gates de la Casa Rorja, seguro que sus padres estarán orgullosos de ellas.
En ese momento, el señor Blundell, un disraeli convencido, tosió. Pensó que, para haberlo hecho de un modo espontáneo, no había estado del todo mal aunque, ahora que lo pensaba, «conducta» habría sido mejor que «comportamiento».
La señora Gates levantó la cabeza orgullosa, y el comisario supo que no tendría más problemas con ella. No veía el momento de explicarle la historia a su mujer y a sus hijas. A lord Peter también le gustaría. Un tipo decente, este lord, a quien le encantaría la broma.
– Sobre la corona, señora -dijo, de súbito.
– Se lo estaba explicando. Estaba disgustada, muy disgustada, agente, cuando descubrí que la señora Coppins había tenido la impertinencia de apartar mi corona y sustituirla por la suya. En el funeral de lady Thorpe había muchas coronas, por supuesto, y algunas de ellas eran increíblemente bonitas, y me habría gustado mucho que mi pequeño tributo hubiera estado encima del coche fúnebre, con los de la gente del pueblo. Pero la señorita Thorpe insistió. Siempre es muy amable.
– Una joven muy buena.
– La señorita Thorpe es de los que yo considero la familia. Y la familia siempre se preocupa por los sentimientos de los demás. Son una gente muy agradable. Los advenedizos no son así.
– Eso es muy cierto, señora -dijo el comisario, con tanta sinceridad que alguien que lo hubiese oído habría creído que la respuesta implicaba una opinión personal.
– Mi corona estaba encima del féretro -continuó la señora Gates-, con las coronas de la familia. Estaba la corona de la señorita Thorpe, la de sir Henry, por supuesto, la del señor Edward Thorpe, la de la señora Wilbraham y la mía. Fue bastante difícil conseguir ponerlas todas encima del féretro, y yo estaba deseando que pusieran la mía en otro lugar, pero la señorita Thorpe insistió. Así que la de la señora Wilbraham estaba apoyada en la cabeza del féretro, las de sir Henry, la señorita Thorpe y el señor Edward estaban encima del féretro, y la mía estaba a los pies, que prácticamente era como estar encima. Y las coronas de los sirvientes y del Instituto de Mujeres estaban a un lado, y las del párroco y lord Kenilworth al otro lado. Las demás flores, naturalmente, estaban encima del coche fúnebre.
– Muy apropiado, estoy seguro, señora.
– Y, por lo tanto, después del funeral, cuando taparon la tumba, Harry Gotobed observó que las coronas de la familia, entre las que incluyo la mía, estaban encima del féretro. Le dije a Johnson, el chófer, que se encargara porque, como era un día lluvioso, no me pareció bien enviar a una de las sirvientas, y él me aseguró que lo había dejado tal como le había dicho. Siempre me ha parecido que Johnson es un hombre muy serio y formal en lo que al trabajo se refiere y lo considero de total confianza. Me describió exactamente dónde había puesto cada corona, y estoy segura de que lo hizo como lo dijo. Pero, en cualquier caso, al día siguiente se lo pregunté al señor Gotobed y él me dijo lo mismo.
«Claro que lo hizo -pensó el señor Blundell-. Yo, en su lugar, habría hecho lo mismo. Si pudiera evitarlo, jamás le crearía problemas a un tipo con esta gata vieja».
– Comprenderá mi sorpresa cuando, al día siguiente, después de la misa matinal, fui a ver si todo estaba en orden y me encontré que la corona de la señora Coppins estaba, no a un lado, donde debería haber estado, sino encima del féretro, como si ella fuera alguien importante, y la mía estaba tirada en un rincón tapada, donde nadie podía ver ni la tarjeta. Como usted comprenderá, me enfadé muchísimo. No es que me importara dónde había ido a parar mi pequeño tributo, porque eso no tiene ninguna importancia, además la intención es lo que cuenta. Estaba tan indignada por la insolencia de esa mujer, y todo porque un día me pareció necesario comentarle el comportamiento de sus hijos en la oficina de Correos. Huelga decir que sólo recibí de ella impertinencia.
– Eso ocurrió el 5 de enero, ¿no es cierto?
– Fue a la mañana siguiente del funeral, que era, como dice usted, el domingo 5 de enero. No la habría acusado si no hubiera tenido pruebas. Hablé con Johnson otra vez y también hice algunas averiguaciones sobre Gotobed, y los dos estaban seguros de la posición en que habían quedado las coronas la noche anterior.
– ¿Y no es posible que fueran los niños de la escuela que hubieran ido a jugar allí?
– Podría creer cualquier cosa de ellos. Siempre están haciendo travesuras, y ya me he tenido que quejar varias veces a la señorita Snoot, pero en este caso el insulto era muy directo. Iba obvia y definitivamente dirigido a mí, y venía de esa mujer tan vulgar. De dónde le vienen esos aires a la mujer de un simple granjero, no lo sé. Cuando yo era pequeña, la gente del pueblo sabía cuál era su lugar.
– Cierto. Y estoy seguro de que todos éramos mucho más felices entonces. Así, señora, ¿notó alguna otra cosa extraña aparte de ésta?
– Y creo que ya fue bastante -respondió la señora Gates-. Desde entonces mantuve bien abiertos los ojos y, si hubiera sucedido algo similar, lo habría denunciado a la policía.
– Bueno -dijo el comisario levantándose para irse-. Ya ve, al final el tema ha llegado a nuestras manos. Hablaré con la señora Coppins, y le garantizo que no volverá a suceder.
«¡Vaya! ¡Qué vieja tan pesada! -pensó el comisario mientras caminaba por la avenida bastante maltrecha a la sombra de los castaños de Indias recién plantados-. Supongo que tendré que hablar con la señora Coppins».
La señora Coppins era fácilmente reconocible: una mujer menuda, con cara de bruja, el pelo claro y un par de ojos que presagiaban el carácter que escondía.
– Bueno -dijo-, la señora Gates tuvo la cara dura de decir que fui yo. Como si yo no tuviera más trabajo que ir a mover su minúsculo tributo. Se cree que es una dama. Ninguna dama de verdad perdería el tiempo pensando dónde estaba o dónde dejaba de estar su corona. ¡Hablarme de ese modo a mí, como si yo fuera una perdida! ¿Por qué no íbamos a regalarle a lady Thorpe la mejor corona que pudiéramos permitirnos? ¡Ah! Era una mujer muy buena, una dama de verdad, y ella y sir Henry se portaron muy bien con nosotros cuando empezamos con esta granja. No es que estuviéramos atravesando por una época difícil, porque el señor Coppins siempre ha sido muy cauteloso, pero en aquel momento fue una cuestión de capital, y no habríamos podido aprovechar la ocasión si no hubiera sido por sir Henry. Obviamente, se lo devolvimos, y con intereses. Sir Henry dijo que no quería ningún interés, pero el señor Coppins insistió. Sí, el 5 de enero, eso es, y estoy segura de que ninguno de mis hijos tuvo nada que ver con ese asunto, porque se lo he preguntado. No es que mis hijos vayan haciendo esas cosas por ahí, pero ya sabe cómo son los niños. Además, es muy cierto que su corona estaba la noche anterior donde ella dice, porque vi con mis propios ojos cómo Harry Gotobed y el chófer la ponían allí, y ellos le dirán lo mismo.
Y así se lo dijeron al comisario, después de lo cual, la única respuesta posible parecían los niños de la escuela. En este punto, el señor Blundell buscó la ayuda de la señorita Snoot. Afortunadamente, la señorita Snoot no sólo estaba segura de que ninguno de los chicos estaba involucrado en el asunto («porque se lo pregunté a todos uno a uno, comisario, y me aseguraron que ellos no habían sido; además, el único del que podía tener dudas es Tommy West y esos días tenía el brazo roto porque se cayó de una verja»), sino que además contribuyó de un modo muy valioso e inesperado a determinar la hora en que debió cometerse la fechoría.
– Aquella noche teníamos ensayo con el coro y, cuando acabamos, sobre las siete y media aproximadamente, había dejado de llover un poco y pensé que podría acercarme a la tumba de mi querida lady Thorpe y volver a despedirme de ella; así que me acerqué hasta allí con mi linterna y recuerdo perfectamente haber visto la corona de la señora Coppins apoyada a un lado del féretro, porque pensé que lucía muy bonita y que era una lástima que la lluvia la echara a perder.
El comisario se quedó satisfecho. Le costaba creer que la señora Coppins, o cualquier otra persona, hubiera salido la noche de un sábado gélido para mover la corona de la señora Gates. Seguramente era mucho más razonable que lo que había provocado el malentendido fuera el entierro del cadáver, y eso reducía las posibilidades de la hora del sacrilegio a algún momento entre las siete y media del sábado por la tarde y las ocho y media del domingo por la mañana. Le dio las gracias a la señorita Snoot y, mirando el reloj, pensó que todavía tenía tiempo para ir a ver a Will Thoday. Estaba casi seguro de que Mary estaría en casa y, con suerte, quizá también coincidiría con Will, que habría vuelto a casa a comer. Pasó por delante de la iglesia. Condujo despacio y, cuando miraba el cementerio al pasar, vio a lord Peter Wimsey sentado de un modo reflexivo, aparentemente meditando entre las tumbas.
– ¡Buenos días! -gritó el comisario, alborozado-. ¡Buenos días, milord!
– Hola -respondió Wimsey-. Venga un momento. Justo el hombre que quería ver.
El señor Blundell aparcó el coche junto a la verja, salió quejándose (porque se había engordado y le costaba) y avanzó por el camino.
Wimsey estaba sentado en una gran lápida y en las manos llevaba lo último que el comisario se habría imaginado: un gran carrete de sedal al cual, del modo curioso y torpe aunque limpio y metódico del pescador, lord Peter estaba atando una pieza muy gruesa decorada con anzuelos salmoneras.
– ¡Hombre! -dijo el señor Blundell-. Es un poco optimista, ¿no cree? Por aquí sólo hay pesca ordinaria.
– Muy ordinaria -dijo Wimsey-. Mientras usted hablaba con la señora Gates, ¿dónde cree que estaba yo? En el garaje, incitando a nuestro amigo Johnson a robar. Del estudio del señor Henry. ¡Chist! ¡Ni una palabra!
– Hacía muchos años que no iba a pescar, el pobre -comentó el señor Blundell con compasión.
– Bueno, mantenía los avíos de pesca ordenados como si fuera cada día -dijo Wimsey haciendo un nudo muy complicado y apretándolo con los dientes-. ¿Está ocupado o tiene tiempo para ver una cosa?
– Iba a casa de los Thoday, pero no hay ninguna prisa. Además, yo también tengo noticias.
Wimsey escuchó atentamente la historia de las coronas.
– Me parece bien -dijo.
Se metió la mano en el bolsillo, sacó un puñado de pesos de plomo y clavó algunos a la pieza con los anzuelos.
– ¿Qué pretende pescar con eso? ¿Una ballena?
– Anguilas.
Sostuvo el sedal con la mano y añadió otro peso de plomo.
El señor Blundell, sospechando algún tipo de sorpresa, lo observaba en silencio.
– Esto servirá -dijo Wimsey-, a menos que las anguilas naden más profundo de lo que alcanza éste cayendo en picado. Ahora venga conmigo. Le he pedido las llaves de la iglesia al párroco. No sabía dónde las había dejado, como siempre, pero al final aparecieron entre las cuentas del Club de Costura.
Se dirigió hacia el arcón que estaba debajo de la torre y lo abrió.
– He estado hablando con nuestro amigo Jack Godfrey. Un tipo muy agradable. Me ha dicho que cambiaron todas las cuerdas en diciembre. Había una o dos un poco gastadas y no querían correr ningún riesgo para el carrillón de Año Nuevo, así que las cambiaron todas, listas son las viejas, que las guardan por si pasara algo con las nuevas. Muy bien enrolladas y guardadas. Esta tan grande es la de Sastre Paul. Levántelas con cuidado, casi veinticinco metros de cuerda pueden ser un verdadero caos si se caen al suelo. Batty Thomas. Dimity. Jubilee. John. Jericho. Sabaoth. Pero ¿dónde está la de la pequeña Gaude? ¿Dónde debe estar? Con el asidero corto y la cuerda larga, ¿dónde estará? No, en el arcón no hay nada más, sólo las fundas de piel de los badajos, unos trapos y unas latas de aceite para engrasar. La cuerda de Gaude no está. Gaudeamus igitur, juvenes dwn sumus. El misterio de la cuerda perdida. Et responsum est ab ómnibus: Non est inventus/-a/-um.
El comisario se rascó la cabeza y miró alrededor de la iglesia.
– En la estufa, tampoco -refirió Wimsey-. Es lo primero que pensé, claro. Si lo enterraron el sábado, las estufas estarían encendidas, pero por la noche se apagaron, y habría sido muy raro si nuestro querido señor Gotobed hubiera encontrado algo extraño el sábado por la mañana cuando las limpió. De hecho, me ha dicho que una de las primeras cosas que hace el domingo es abrir la tapa de la estufa para ver si el tiro está limpio. Luego lo desmonta, rasca el fondo, saca la ceniza por la puerta inferior y la deja funcionando durante todo el día. No creo que la cuerda fuera a parar aquí. En cualquier caso, espero que no. Creo que el asesino utilizó la cuerda para trasladar el cadáver y que no se deshizo de ella hasta que lo tuvo en la tumba. Y por eso estos anzuelos salmoneros.
– ¿El pozo? -preguntó el señor Blundell viéndolo claro de repente.
– El pozo. ¿Y qué? ¿Vamos a pescar?
– Claro, tenemos que intentarlo.
– En la sacristía hay una escalera -dijo Wimsey-. Echeme una mano. Por aquí salimos por la puerta de la sacristía y ya estamos. Muy bien, a ver qué encontramos en ese diablo de pozo. ¡Perdón! Se me había olvidado que estamos en suelo sagrado. Bien, levantemos la tapa. Espere un momento. Sacrificaremos media piedra en honor a los dioses del agua. ¡Splash! No es demasiado profundo. Si colocamos la escalera encima del pozo, podremos dejarlo caer en vertical.
Se estiró sobre el estómago encima de la escalera, cogió el carrete con la mano izquierda y empezó a descender la pieza con los anzuelos y los pesos, mientras el comisario iluminaba la operación con una linterna.
El aire que subía era frío y húmedo por el agua. A lo lejos se veía un círculo de luz donde se reflejaba el azul pálido del cielo y la luz de la linterna mostraba cómo los anzuelos y el sedal bajaban rectos. Entonces, unas pequeñas olas en el reflejo señalaron que ya habían tocado el agua.
Una pausa. Luego el zumbido del carrete mientras Wimsey recogía sedal.
– Más agua de la que me imaginaba. ¿Dónde están los pesos? Bueno, volveremos a intentarlo.
Otra pausa. Y entonces:
– ¡He cogido algo, comisario, he cogido algo! ¿Qué apostamos a que es una bota vieja? No pesa lo suficiente para ser la cuerda. No importa. Ya sube. ¡Ya lo veo! ¡Ya sube! Perdón, se me había vuelto a olvidar. ¡Hurra, hurra, hurra! ¿Qué es esto? No es una bota, pero también servirá. ¡Un sombrero! Comisario, ¿tomó las medidas de la cabeza del cadáver? ¿Sí? ¡Bien! Así no tendremos que desenterrarlo para saber si es suyo. Quédese a mi lado. ¡Lo tengo! Es suave, los peores para llevar y para el agua. Producción en serie. Fabricante londinense. Exhibit One. Déjelo en el suelo para que se seque. Volvemos a bajar… y subimos otra vez. Otro pececito. ¡Caramba! ¿Qué es esto? Parece una salchicha pequeña. No, no lo es. No lo es. Es un asidero. Nos hemos encontrado un asidero por el camino. Es el niño de mis ojos. El asidero de la pequeña Gaude. Súbala con cuidado, levántela. Donde está el asidero tiene que estar el resto… ¡Recórcholis!… Lo tengo… Se ha enganchado no sé dónde… No, no estire tan fuerte o los anzuelos se soltarán. Suave. Sujételo… ¡Maldita sea!… Perdón, maldita no sea. Quiero decir, ¡qué rabia!, se ha soltado… Ahora sí que lo tengo… ¿Ese ruido ha sido un crujido de la escalera debajo de mi pecho? Las esquinas de esta escalera son muy anguladas… ¡Ya está, ya está! Aquí tenemos nuestra anguila, toda enredada. Cójala. ¡Hurra!
– No está toda -dijo el comisario mientras la cuerda asomaba por el pozo.
– Posiblemente no, pero éste es uno de los trozos que utilizaron para atarlo. Está un poco deshecha aunque todavía permanecen los nudos.
– Sí. Será mejor que no toquemos los nudos. Pueden darnos alguna pista sobre quién los hizo.
– Cuide de los nudos que la soga se cuidará sola. Tiene razón. Allá vamos otra vez.
Al cabo de un rato, toda la longitud de la cuerda, según ellos, estaba en el suelo dividida en cinco trozos, incluido el asidero.
– Le ataron los brazos y los tobillos por separado. Luego, ataron el cuerpo a algo y cortaron la cuerda. Y luego separaron el asidero porque les estorbaba para hacer los nudos. ¡Hmmm! -dijo el señor Blundell-. Un trabajo no demasiado experto, pero muy efectivo. Milord, esto es un gran hallazgo. Aunque es un poco cruel, ¿no? Da otra dimensión del crimen, ¿no cree?
– Tiene razón, comisario. Bueno, uno tiene que hacer frente a lo que venga, como dijo la señora cuando le llegó el momento. Pero ¿qué…?
Una cara, que se asomaba por encima de la pared del cementerio como si no estuviera unida a ningún cuerpo, se agachó rápidamente cuando Wimsey se dio la vuelta, y luego volvió a asomarse.
– ¿Qué demonios quieres, Loco? -le preguntó el comisario.
– Oh, nada. No quiero nada. Señor, ¿a quién van a colgar con eso? Eso es una cuerda. En esta torre tienen colgadas nueve -añadió el loco en voz baja-. El párroco ya no me deja subir más, porque no quiere que nadie lo sepa. Pero el Loco Peake lo sabe. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho: todas colgadas por el cuello. El viejo Paul es el más grande, Sastre Paul, pero debería haber nueve campanas. Sé contar, ¿saben? El Loco sabe contar. Las he contado una y otra vez con los dedos. Ocho. Y una nueve. Y una diez, pero no les voy a decir su nombre. Oh, no. Está esperando las nueve campanas. Una, dos, tres, cuatro…
– ¡Basta ya! ¡Vete! -gritó exasperado el comisario-. Y que no vuelva a pillarte por aquí nunca más.
– ¿A quién pillan? Oiga, usted me lo dice y yo se lo digo a usted. El número nueve está al caer, y hay una cuerda para colgarlo, ¿no es cierto, señor? Nueve, y ya hay ocho. El Loco lo sabe. El Loco puede decirlo. Pero no lo hará. ¡Oh, no! Podría haber alguien escuchando. -Y luego sus ojos volvieron a recuperar su habitual mirada perdida y se tocó la gorra-. Buenos días, comisario. Buenos días, señor. Tengo que ir a dar de comer a los cerdos, ése es el trabajo del Loco. Sí, eso es. Los cerdos tienen que alimentarse. Buenos días, comisario. Buenos días, señor.
Se fue corriendo por el campo hacia un grupo de granjas que estaban un poco aisladas.
– ¡Bueno! -dijo el señor Blundell muy enfadado-. Ahora irá explicando por ahí la historia de la cuerda. Está obsesionado con el ahorcamiento desde que su madre se colgó en Little Dykesey, en el establo, cuando él era pequeño, hará unos treinta años. Bueno, supongo que es inevitable. Me llevaré todo esto a la comisaría y ya volveré después para hablar con Will Thoday. Ya habrá acabado de comer.
– Sí, y a mí se me ha pasado la hora -comentó Wimsey cuando el reloj tocó la una y cuarto-. Tendré que disculparme con la señora Venables.
– Verá, señora Thoday -dijo el comisario amablemente-, si alguien puede ayudarnos con todo este extraño asunto, ésa es usted.
Mary Thoday agitó la cabeza.
– Estoy segura de que, si pudiera, lo haría, señor Blundell, pero no sé cómo. Sólo puedo decirle que estuve toda la noche despierta junto a Will. Apenas me cambié la ropa durante una semana, pero como él estaba tan mal y era la noche después de haber enterrado a la pobre lady Thorpe, me encontraba realmente muy afectada. La gripe se convirtió en neumonía y creímos que nunca lograríamos recuperarlo. No creo que pueda olvidar esa noche, ni el día. Estaba aquí sentada, escuchando a Sastre Paul y pensando si tendría que tocar por Will antes de que se acabara el día.
– ¡Bueno, bueno! -intervino su marido avergonzado, echando un buen chorro de vinagre en la lata de salmón-. Ya pasó y no tiene ningún sentido hablar así ahora.
– Claro que no -opinó el comisario-. Pero usted lo pasó mal, ¿no es cierto, Will? Delirando y todo. Sé lo que es la neumonía, porque se llevó a mi suegra en 1922.
Es una enfermedad muy dura para las personas que cuidan al enfermo.
– Es verdad -asintió la señora Thoday-. Aquella noche Will estaba muy mal. Sólo quería levantarse de la cama e ir a la iglesia. Creía que estaban tocando el carrillón sin él, aunque yo le decía que ya lo habían tocado en día de Año Nuevo. Lo pasé muy mal, aquí sola, sin nadie que me ayudara, porque Jim se había marchado aquella misma mañana. Mientras estuvo aquí me ayudó mucho, pero tuvo que volver a su barco. Se quedó todo el tiempo que pudo pero, claro, no trabaja por cuenta propia, tiene un patrón.
– Claro -dijo el señor Blundell-. Es oficial de cubierta en un barco mercantil, ¿verdad? ¿Cómo le va? ¿Han sabido algo de él últimamente?
– La semana pasada recibimos una postal suya desde Hong Kong -dijo Mary-, pero no decía gran cosa. Sólo que estaba bien y enviaba un beso para las niñas. En este viaje no ha enviado más que postales, y debe estar realmente ocupado, porque es un hombre de escribir cartas casi cada día.
– Quizá vayan cortos de personal -comentó Will-, Además, en ese trabajo ahora atraviesan una época de preocupación, porque temen no tener suficiente carga y no poder cumplir. Supongo que es por esta dichosa depresión.
– Sí, claro. ¿Cuándo esperan que vuelva?
– Que yo sepa, no va a venir en una temporada -respondió Will. El comisario lo miró muy serio, porque le pareció detectar un tono casi de satisfacción en la respuesta-. Quiero decir, que si el comercio está bien, no podrá. Verá, su barco no realiza líneas regulares. Va donde haya mercancías, como lo llaman ellos, de un puerto a otro donde haya algo que recoger.
– ¡Ah! Ya lo entiendo. ¿Cómo se llamaba el barco?
– Hannah Brown. Forma parte de la flota de Lampson & Blake de Hull -explicó la mujer-. Si le pasara algo al capitán Woods, le darían el mando a Jim, ¿verdad, Will?
– Eso dice él -contestó Will muy secamente-. Aunque yo no contaría con nada en estos días.
El contraste entre el entusiasmo de la mujer y la falta de éste del hombre era tan evidente que Blundell extrajo sus propias conclusiones.
«De modo que Jim ha estado creando problemas entre ellos, ¿no? -pensó Blundell-. Eso explica muchas cosas. Aunque no me ayuda demasiado. Será mejor que cambie de tema».
– Así que no vio nada raro en la iglesia aquella noche, ¿no es cierto? -dijo-. ¿Luces que se movían? ¿Nada de eso?
– No me moví del lado de la cama de Will en toda la noche -respondió la señora Thoday mirando insegura a su marido-. Estaba tan enfermo que si le hubiera dejado un minuto, habría empezado a desvestirse y a querer levantarse. Además, cuando no estaba preocupado por el carrillón, pensaba en el viejo problema… ya sabe.
– ¿El asunto Wilbraham?
– Sí. Estaba muy confundido pensando que… que… que se estaba celebrando aquel horrible juicio y que tenía que estar a mi lado.
– ¡Ya basta! -gritó Thoday de repente empujando el plato con tanta violencia que el cuchillo y el tenedor cayeron encima de la mesa-. No quiero que te preocupes por eso nunca más. El tema está muerto y enterrado. Si me vino a la cabeza cuando no las tenía todas, no pude evitarlo. Pero Dios sabe que yo sería el último a recordarte ese episodio si pudiera evitarlo. Deberías saberlo.
– No te estoy echando la culpa a ti, Will.
– Y no quiero que vuelva a tratarse el tema bajo mi techo nunca más. ¿Qué pretende al venir a preocuparla de este modo, señor Blundell? Ya le ha dicho que no sabe nada de ese tipo que apareció enterrado, y con eso está todo dicho. Lo que haya podido hacer o decir cuando he estado enfermo no le importa a nadie.
– Ni lo más mínimo -admitió el comisario-. Siento mucho que haya salido el tema. Bueno, no los entretengo más. No pueden ayudarme y ya está. No voy a decirles que no es una decepción, pero el trabajo de un policía está lleno de decepciones, y debemos ver siempre el lado positivo de las cosas. Me voy y dejo que sus hijas entren a tomar el té con ustedes. Por cierto, ¿qué le ha pasado al loro?
– Lo hemos encerrado en la otra habitación -respondió Will, con mala cara-. Le ha dado por gritar y escupirle a la gente en la cabeza.
– Eso es lo peor de los loros -opinó el señor Blundell-. Pero es un gran charlatán. Jamás he oído uno igual.
Les dio las buenas noches y se fue. Las dos niñas Thoday, que durante toda la conversación sobre asesinatos y entierros, poco apropiada para su sexo y temprana edad, habían estado jugando fuera, corrieron a abrirle la puerta.
– Buenas noches, Rosie -dijo el señor Blundell, que nunca olvidaba un nombre-. Buenas noches, Evvie. ¿Cómo os va la escuela?
Sin embargo, con la voz de fondo de la señora Thoday llamándolas a tomar el té, el comisario sólo recibió una breve respuesta.
El señor Ashton era un granjero de los de antes. Igual podría haber tenido cincuenta años, que sesenta o setenta. Hablaba con una voz áspera, y se mantenía tan erguido que si se hubiera tragado un atizador, sólo podría haber provocado indecorosas curvas y flexiones en su figura. Wimsey, mirándole de reojo las manos, con los dedos nudosos, concluyó que ese aspecto rígido era más debido a la artritis crónica que a la austeridad. Su mujer era considerablemente más joven que él; le sobraban los kilos donde a él le faltaban, era alegre mientras que él, sombrío; y habladora mientras que él siempre respondía con monosílabos. Acogieron con mucho cariño a lord Peter y le ofrecieron un vaso de vino de prímula casero.
– Ya no queda mucha gente que lo haga -dijo la señora Ashton-. Pero es la receta de mi madre y siempre digo que, mientras pueda, lo seguiré haciendo. No soporto esos líquidos horribles que venden en las tiendas. Sólo sirven para destrozarte el estómago y provocarte gases.
– Ugh -dijo el señor Ashton, asintiendo.
– Estoy de acuerdo con usted, señora Ashton -afirmó Wimsey-. Este vino es excelente. -Y lo era-. Otra amabilidad por la que tengo que darles las gracias.
Y luego les expresó su gratitud por la ayuda que le habían prestado con el coche a principios de enero.
– Ugh -repuso el señor Ashton-. Un placer, no es nada.
– Pero siempre oigo que el señor Ashton está ayudando aquí y allá -continuó Wimsey-. Creo que he oído que fue usted el buen samaritano que recogió al pobre William Thoday en Walbeach el día que se puso enfermo.
– Ugh -repitió el señor Ashton-. Fue una suerte que lo viéramos. ¡Ugh! Hacía mal tiempo para un hombre enfermo. ¡Ugh! Esta gripe es muy peligrosa.
– Horrorosa -comentó su mujer-. Pobre hombre. Cuando salió del banco iba dando tumbos. Le dije al señor Ashton: «Mira qué mala cara tiene Will. Estoy segura de que no está en condiciones de conducir hasta casa». Y así fue porque, cuando no habíamos recorrido ni un kilómetro a la salida de la ciudad, vimos su coche que había volcado, estaba apoyado sobre un lateral, y Will estaba allí bastante indefenso. Gracias a Dios que no cayó al sumidero y se mató. ¡Y con todo ese dinero encima! Dios mío, Dios mío. Habría sido una pérdida terrible. Estaba indefenso y desorientado, contando los billetes y tirándolos al suelo. Yo le dije: «Venga, Will, guárdate los billetes en el bolsillo y tranquilízate, que nosotros te llevaremos a casa. Y no te preocupes por el coche; por el camino pararemos en casa de Turner y le diremos que lo recoja el próximo día que venga a Fenchurch. Lo hará encantado, y podrá volver con el autobús». Así que se subió a nuestro coche y lo llevamos a su casa. Y estuvo muy enfermo, mucho. En la iglesia rezamos por él durante dos semanas.
– ¡Uf! -exclamó el señor Ashton.
– Lo que no puedo entender es por qué salió con ese mal tiempo -continuó la señora Ashton-. Además, no era día de mercado y sabía que nosotros teníamos que ir a Walbeach igualmente, porque el señor Ashton debía ver al abogado para el alquiler de los Giddins, y si Will hubiera querido que hiciéramos alguna gestión, nosotros la habríamos hecho encantados. Incluso si era en el banco, podría haber confiado en nosotros. No es que el señor Ashton no pudiera encargarse de doscientas libras, o dos mil, para el caso da igual. Pero Will Thoday siempre ha sido muy reservado con sus cosas.
– ¡Querida! -exclamó el señor Ashton-. ¡Ugh! Quizá eran asuntos de sir Henry. Es lógico que, si no se trata de asuntos propiamente suyos, sea reservado.
– ¿Y desde cuándo, que yo sepa, la familia de sir Henry tiene dinero en los bancos de Londres e Inglaterra oriental? -respondió la señora Ashton-. Sin mencionar que sir Henry jamás fue tan desconsiderado como para enviar a un hombre enfermo a resolver sus asuntos en medio de una nevada horrible. Ya te he dicho antes que no me creo que esas doscientas libras tengan nada que ver con sir Henry, y un día de estos verás que tengo razón, como siempre, ¿o no?
– ¡Uf! Hablas demasiado, María, y seguro que en algo tienes razón. Sería raro que no fuera así; siempre llevas la razón. ¡Ugh! Pero no tienes por qué entrometerte en los asuntos de dinero de Will. Deja que se ocupe él.
– En eso tienes razón tú -admitió la señora Ashton afablemente-. A veces hablo más de la cuenta, lo admito. Lord Peter, tendrá que disculparme.
– No se preocupe. En un lugar tan tranquilo como éste, si uno no habla de sus vecinos, ¿de qué va a hablar? Además, los Thoday son sus únicos vecinos de verdad, ¿no es cierto? Tienen suerte. Estoy seguro de que cuando Will estuvo enfermo usted, señora Ashton, ayudó a Mary Thoday a cuidarlo.
– No tanto como me hubiera gustado -contestó la señora Ashton-. Mi hija cayó enferma los mismos días; la mitad del pueblo estaba en la cama con gripe. Me las arreglaba para ir a verlos de vez en cuando, claro, ¡qué menos!, y nuestra hija ayudaba a Mary en la cocina. Pero como estábamos despiertos casi toda la noche…
Aquí es donde Wimsey vio su oportunidad. Con una serie de preguntas con mucho tacto, dirigió la conversación hacia el tema de las luces en el cementerio.
– ¡Lo sabía! -exclamó la señora Ashton-. Siempre supe que habría algo de verdad en la historia que la pequeña Rosie Thoday le explicó a nuestra Polly. Pero como los niños tienen tanta imaginación, nunca se sabe.
– ¿Por qué? ¿Qué historia es ésa? -preguntó Wimsey.
– ¡Uf! Tonterías, tonterías -dijo el señor Ashron-. Fantasmas y cosas de ésas.
– Ah, sí que son tonterías -respondió la señora Ashton-. Pero sabes tan bien como yo, Luke Ashton, que puede que la niña tenga razón, con fantasma o sin él. Verá, lord Peter, la historia es la siguiente: mi hija Polly, que ahora tiene dieciséis años y que el próximo otoño irá a servir porque, a pesar de lo que la gente diga y de los aires que se den, siempre mantendré que para que una chica aprenda a ser una buena esposa no hay nada como ir a servir, y así se lo dije la semana pasada a la señora Wallace. Porque estar detrás de un mostrador vendiendo cintas o trajes de baño (si a eso se le puede llamar traje: sin piernas, sin espalda y casi sin parte delantera) no te enseñará a cocinar patatas rellenas, sin mencionar que ayuda a tener los pies planos y varices. Y eso -añadió la señora Ashton en un tono triunfante-, sí que no podría evitarlo, porque siempre se queja mucho de las piernas.
Lord Peter expresó su satisfacción por el punto de vista de la señora Ashton y le recordó que le iba a decir algo sobre Polly.
– Sí, por supuesto. Empiezo a hablar y me voy por las ramas, pero Polly es una buena chica, aunque sea yo quien lo diga, y Rosie Thoday siempre ha sido su niña mimada, desde que era un bebé y Polly sólo tenía siete años. Bueno, pues hace un tiempo, no sé, ¿cuánto debe hacer, Luke? Debía de ser a finales de enero, quizá, a las seis ya había oscurecido, así que no sería mucho después, bueno, digamos a finales de enero. Un día Polly se acercó a Rosie y Ewie, que estaban sentadas debajo del seto que hay delante de su casa, cuando vio que las dos estaban llorando. Polly le preguntó: «Rosie, ¿qué ocurre?». Y Rosie le contestó que nada, que ahora que ella había venido las podría acompañar a la vicaría porque su padre le enviaba un mensaje al señor Venables. Por supuesto, Polly las acompañó encantada, pero no entendía por qué lloraban y, al cabo de un rato, porque ya sabe que a los niños les cuesta mucho admitir lo que les asusta, resulta que les daba miedo pasar junto a la pared del cementerio. Y como Polly es una buena chica, les dijo que no había ninguna razón para tener miedo, que los muertos están con Dios y que no pueden salir de las tumbas ni hacer daño a nadie. Sin embargo, eso no tranquilizó a Rosie y, al final, le dijo a Polly que había visto al espíritu de lady Thorpe en los alrededores de su tumba. Y, al parecer, la noche que lo vio fue la noche del funeral.
– Dios santo -dijo Wimsey-. Y ¿qué fue lo que vio?
– Sólo una luz, por lo que le dijeron a Polly. Ésa fue una de las noches en que Will Thoday se encontró peor y se ve que Rosie estuvo despierta toda la noche ayudando a su madre, porque Rosie es una buena chica, y miró por la ventana y vio una luz que se levantaba justo donde estaba la tumba de lady Thorpe.
– ¿Se lo dijo a sus padres?
– Al principio no. No quería, y recuerdo bien que cuando yo era pequeña me pasó lo mismo, sólo que yo creía oír gruñidos en el lavadero, y pensaba que eran osos, pero antes habría preferido morirme que decírselo a alguien. Y a Rosie le pasó igual; aquella noche su padre quería que llevara el mensaje a la vicaría y ella lo intentó todo para librarse, hasta que al final Will se enfadó y la amenazó con pegarle con la zapatilla. Supongo que no lo diría en serio, porque por lo general es un hombre muy agradable, pero todavía no se había recuperado del todo de su enfermedad y estaba algo susceptible, como cualquier enfermo. Así que Rosie se decidió a explicarle lo que había visto. Pero sólo consiguió enfurecerlo más, y le dijo que fuera y se dejara de tonterías, y que nunca le volviera a hablar de fantasmas y cosas así. Si Mary hubiera estado en casa, ella habría llevado el recado, pero había ido a ver al doctor Baines para las recetas de los medicamentos, y el autobús no llega hasta las siete y media, y Will quería que el mensaje le fuera entregado en mano al señor Venables, aunque ahora he olvidado de qué se trataba. De modo que Polly le dijo a Rosie que no podía ser el espíritu de lady Thorpe porque descansaba en el cielo, y que si lo era, lady Thorpe jamás le haría daño a nadie. También le dijo que debió ver la linterna de Harry Gotobed. Aunque yo creo que no pudo ser la linterna porque la niña dice que vio la luz cuando ya eran más de la una de la madrugada. Estoy segura de que si entonces hubiera sabido lo que sé ahora, habría estado más atenta.
Al comisario Blundell no le hizo ninguna gracia cuando Wimsey le repitió esta conversación.
– Será mejor que Thoday y su mujer se anden con cuidado -dijo.
– Le contaron toda la verdad -contestó Wimsey.
– ¡Ah! -dijo el comisario-. No me gusta que los testigos se ciñan tanto a la pura verdad. Tan pronto dicen la verdad como no y entonces ¿qué haces? Y no es que no se me ocurrió hablar con Rosie, pero su madre se apresuró a llamarla, y no me extraña. Además, en cierto modo, me preocupa preguntar a los niños sobre sus padres. No puedo evitar pensar en mis hijas Betty y Ann.
Si aquello no fue la verdad exacta, había gran parte de verdad en sus palabras, porque el señor Blundell era un buen hombre.
El canal fue peligrosamente ignorado. Cada año de la República, nuestra familia informaba a la capital de que en nuestro barrio había canales embarrados y diques viejos. Mi marido y el padre de Maida se acaban de entrevistar con el presidente actual. Los recibieron muy educadamente, pero su conclusión es que no van a hacer nada.
The House of Exile
Nora Waln
Lord Peter Wimsey estaba sentado en el aula de la vicaría observando un conjunto de ropa interior. En realidad, el aula no era tal, ya hacía veinte años que no se usaba para estudiar. Sin embargo, aquella habitación había mantenido ese nombre de la época en que las hijas del párroco habían ido a un internado. Ahora se utilizaba para los asuntos de la parroquia, pero todavía flotaba en el ambiente la fragancia de las antiguas institutrices, aquéllas con corsés planos, camisas de cuello alto y mangas de farol que llevaban el pelo a la Pompadour. Había una estantería llena de libros de texto viejos que iban desde La Inglaterra del pequeño Arturo hasta el Algebra de Hall y Knight, y en una pared todavía colgaba un mapa de Europa que ya tenía color a lejía. Lord Peter se había apropiado de aquella habitación «excepto -según palabras de la señora Venables- las noches de Club de Costura, en las que me temo que lo echaremos fuera».
La camiseta y los calzones estaban encima de la mesa, como si el Club de Costura, al marcharse, se hubiera olvidado unos restos. Los habían lavado, pero aún se veían algunas manchas, como la sombra de la corrupción, y la tela estaba rota en varios puntos, como si eso fuera una marca de la mortalidad de la ropa cuando entra en contacto con la tumba. Por la ventana abierta penetró la esencia funeraria de los narcisos.
Wimsey silbaba mientras examinaba la ropa interior, que habían cosido con escrupuloso cuidado. Lo que no entendía era por qué Cranton, que había sido visto por última vez en Londres, llevaba una camiseta y unos calzones franceses tan viejos y tan cuidadosamente arreglados. La camisa y otra ropa, que también estaba limpia y doblada, se hallaba en una silla junto a la mesa. Estas piezas también eran viejas, pero estaban hechas en Inglaterra. ¿Por qué llevaría ropa interior francesa de segunda mano?
Wimsey sabía que sería imposible intentar seguir el rastro de la ropa a través de los fabricantes, porque se vendía en cientos de establecimientos de París y provincias. La tenían amontonada en el exterior de las tiendas de ropa de casa con el cartel de ocasión, y las amas de casa ahorradoras la compraban allí más barata. No había ninguna marca de lavandería, así que era de suponer que lo habían lavado en casa las mismas mujeres o las c riadas. Habían hecho un zurcido en los agujeros; habían remendado las axilas; habían cosido dos veces la cintura de la camisa, raída por el uso; y habían puesto botones nuevos en los pantalones. ¿Por qué? Uno debe economizar. Pero no era la ropa que uno compraría, ni siquiera a un vendedor de segunda mano. Y sería muy difícil, incluso para un hombre hiperactivo, desgastar tanto la ropa en tan sólo cuatro meses.
Lord Peter se pasó los dedos por la cabeza hasta que los mechones rubios se quedaron derechos. «¡Pobre!», pensó la señora Venables, mirándolo por la ventana. Había desarrollado un cálido instinto maternal hacia su huésped.
– ¿Le gustaría tomar un vaso de leche, un whisky con agua o una taza de té? -le preguntó amablemente.
Wimsey se rió y le dio las gracias, pero le dijo que no.
– Espero que no se le contagie nada de esa ropa -dijo ella-. Estoy segura de que debe estar llena de microbios.
– Ah, no creo que pueda coger nada peor que la fiebre cerebral -dijo Wimsey-. Quiero decir -corrigió al ver la preocupación en el rostro de la señora Venables- que no puedo entender por qué llevaba esta ropa interior. Quizá usted pueda ayudarme.
La señora Venables entró y él le planteó el problema.
– No sé -contestó ella examinando la ropa con cuidado-. Me temo que no soy ningún Sherlock Holmes. Sólo se me ocurre que su mujer fuera muy trabajadora y ahorradora.
– Sí, pero eso no explica por qué fue a buscar la ropa interior a Francia. Sobre todo, cuando todo lo demás es inglés. Excepto, claro, la moneda de diez céntimos franceses, aunque son bastantes comunes en este país.
La señora Venables, que venía de arreglar el jardín y estaba bastante acalorada, se sentó para pensar un poco sobre este tema.
– Lo único que se me ocurre -dijo- es que la ropa inglesa le sirviera de disfraz. Usted dijo que había venido a Fenchurch de incógnito, ¿no es cierto? Entonces, como nadie le vería la ropa interior, no se molestó en cambiársela.
– Pero eso significaría que venía de Francia.
– Quizá lo hizo. Quizá era francés. Los franceses suelen llevar barba, ¿verdad?
– Sí, pero el hombre que me encontré no era francés.
– Pero no sabe si era el hombre que se encontró. Podría ser otra persona.
– Sí, podría -aceptó Wimsey con dudas.
– ¿Y no trajo más ropa?
– No, nada. Era un trotamundos sin trabajo. O eso decía él. Todo lo que trajo fue una vieja gabardina inglesa, que se llevó consigo, y un cepillo de dientes. El cepillo se lo dejó. ¿Podemos obtener alguna prueba de todo esto? ¿Podemos decir que fue asesinado porque, en caso de que se hubiera ido de la ciudad, se habría llevado el cepillo de dientes? Y si el cadáver era suyo, ¿dónde está la gabardina? Porque el cadáver no llevaba ninguna.
– No lo sé -contestó la señora Venables-. ¡Ah! Ahora que me acuerdo, tenga cuidado cuando salga al jardín porque los grajos están construyendo los nidos y lo dejan todo perdido. Yo en su lugar cogería un sombrero. O si no, en el cobertizo siempre hay una sombrilla vieja. ¿Este hombre también se dejó el sombrero?
– En cierto modo, sí -respondió Wimsey-. Lo liemos encontrado en un lugar bastante extraño. Pero no nos sirve de mucho.
– ¡Oh! -dijo la señora Venables-. Esto es muy pesado. Estoy segura de que, con todos estos problemas, debe acabar agotado. Tiene que coger fuerzas. El carnicero dice que hoy tiene un hígado de ternera muy bueno, pero no sé si a usted le gusta. A Theodore le encanta el hígado con beicon, aunque yo siempre he pensado que es demasiado fuerte. También quería decirle que su sirviente ha sido muy amable al limpiar la plata y el latón tan bien, pero no debería haberse molestado. Estoy acostumbrada a echarle una mano a Emily con eso. Espero que esto no sea demasiado aburrido para él. Me han dicho que es una gran ayuda en la cocina y un imitador de musicales extraordinario. Dice Cook que es mucho mejor que los cómicos que vienen por aquí.
– ¿De verdad? -preguntó Wimsey-. No tenía ni idea. Aunque, con lo que desconozco de Bunter podría llenar un libro.
La señora Venables se fue, pero sus comentarios quedaron grabados en la memoria de Wimsey. Dejó a un lado la camiseta y los calzones, llenó la pipa y salió al jardín; la mujer del párroco salió detrás de él y le dio un sombrero de lino viejo a prueba de grajos que era de su marido. El sombrero le quedaba demasiado pequeño, y, el hecho de que se lo pusiera inmediatamente, con expresiones de gratitud, era una muestra del amable corazón que, a pesar de lo que afirma el poeta, se suele encontrar ligado a las coronas; aunque el susto que se llevó Bunter cuando vio a su amo frente a sí, con aquel grotesco sombrero diciéndole que fuera a por el coche y que lo acompañara a una pequeña excursión fue considerable.
– Muy bien, milord -convino Bunter-. ¡Ejem! Hace un poco de aire, milord.
– Mucho mejor.
– Seguro, milord. Si me permite decirlo, la gorra de tweed, o la de fieltro gris sería más adecuada para estas condiciones climáticas.
– ¿Eh? ¡Oh! Posiblemente tengas razón, Bunter. Te ruego que devuelvas este excelente sombrero a su sitio, y si ves a la señora Venables, le das las gracias y le dices que me ha protegido de maravilla. Y, Bunter, confío en que controles tu fascinación por Don Juan y no cruces el umbral de la amistad con los pedazos de un corazón roto.
– Muy bien, señor.
Cuando volvió con la gorra de fieltro gris, Bunter se encontró con que el coche ya estaba listo y que lord Peter estaba sentado en el asiento del conductor.
– Vamos de ruta, Bunter, y empezaremos por Leamholt.
– Como usted diga, milord.
Enfilaron por Fenchurch Road, giraron a la izquierda por el sumidero, pasaron por el cambio de rasante de Frog's Bridge sin perder el control del coche y recorrieron los veinte kilómetros que había hasta la pequeña ciudad de Leamholt. Era día de mercado y el Daimler tuvo que abrirse camino con cuidado entre rebaños de ovejas y piaras de cerdos, y entre los granjeros que se quedaban despreocupadamente en medio de la calle negándose a moverse hasta que los guardabarros se acercaban peligrosamente a sus cosas. En el centro de uno de los laterales del mercado estaba la oficina de Correos.
– Bunter, entra ahí y pregunta si hay alguna carta para el señor Stephen Driver.
Lord Peter esperó un rato, como uno siempre hace en las oficinas de Correos rurales, mientras que los cerdos golpeaban el parachoques y los bueyes le abollaban el capó. Al cabo de un rato Bunter volvió con las manos vacías a pesar de que tres jóvenes y el mismo encargado habían realizado una búsqueda exhaustiva.
– Bueno, no importa -dijo Wimsey-. Leamholt es la ciudad que recibe todo el correo de la zona, así que pensé que deberíamos empezar por aquí. Las otras posibilidades, a este lado del sumidero, son Holport y Walbeach. Holport está bastante lejos y me parece poco probable que allí encontremos algo. Creo que probaremos con Walbeach. Desde aquí hay una carretera directa o, al menos, lo más directa que una carretera puede ser en esta zona… Supongo que Dios podría haber hecho un animal más tonto que la oveja, pero es bien cierto que no lo hizo… A menos que sean las vacas. ¡Uy! ¡Eh! ¡Apártate de ahí, fuera!
Kilómetro tras kilómetro, la carretera plana hacía eses detrás de ellos. Ahora se encontraban un molino de viento, luego una granja solitaria, más allá una hilera de álamos que bordeaban un dique lleno de juncos. Maíz, patatas, remolacha, mostaza y otra vez maíz, hierba verde, patatas, alfalfa, maíz, remolacha y mostaza. Una larga calle de pueblo con una vieja torre gris y una capilla de ladrillos, y la vicaría rodeada de un pequeño oasis de olmos y castaños de Indias, y luego más diques y molinos de viento, maíz, mostaza y hierba verde. A medida que iban avanzando, el terreno se iba allanando, si es que era posible allanarse más, y los molinos abundaban más y, a la derecha, volvieron a ver el reflejo plateado del río Wale, que ahora era más ancho porque llevaba toda el agua del dique de los diez metros, de Harper's Cut y de St Simon's Eau, y hacía eses más gruesas aquí y allá, como si quisiera recordar su antiguo recorrido. Entonces, en el horizonte, vieron un pequeño grupo de capiteles y tejados y algunos árboles altos, y detrás, los mástiles de los barcos pesqueros. De este modo, cruzando puentes y puentes, los viajeros llegaban a Walbeach, un gran puerto antaño, aunque ahora había quedado encerrado en tierra firme por la inundación de los pantanos y porque la desembocadura del Wale había bajado de nivel. Sin embargo, mantenía la tradición marítima escrita en las piedras grises, los almacenes de madera y las largas líneas de los muelles casi desiertos.
En la oficina de Correos, lord Peter esperó en el placentero silencio que inunda las ciudades rurales donde los días sin mercado parecen domingos interminables. Bunter estuvo en el interior un buen rato; cuando salió, lo hizo con un poco menos de tranquilidad de la que era habitual en él y tenía unos colores en las mejillas poco habituales en su persona.
– ¿Ha habido suerte? -preguntó Wimsey sonriendo.
Para su sorpresa, Bunter le contestó con un gesto que invitaba al silencio y a la precaución. El lord esperó a que entrara en el coche y cambió la pregunta:
– ¿Qué ha pasado?
– Será mejor que arranque deprisa, milord -dijo Bunter-, porque mientras la maniobra ha sido resuelta con éxito, es posible que haya robado el correo de su majestad al obtener un paquete con falsas intenciones.
Antes de que Bunter hubiera acabado su relato, el Damlier ya estaba bajando por una tranquila calle detrás de la iglesia.
– Bunter, ¿qué demonios has estado haciendo?
– Bueno, milord, he investigado, como me había dicho, si había alguna carta para el señor Stephen Driver, poste restante, que llevara aquí algún tiempo. Cuando la joven me ha preguntado cuánto tiempo, yo le he contestado, de acuerdo a lo que habíamos acordado, que tenía la intención de visitar Walbeach hace algunas semanas pero que surgió un imprevisto y me lo impidió, y que me enteré de que, por error, me habían mandado una carta muy importante a esta dirección.
– Muy bien. Todo según el plan de Cocker.
– Entonces, milord, la joven ha abierto una especie de caja fuerte o taquilla, ha buscado dentro y, después de un tiempo considerable, se ha girado con una carta en la mano y me ha vuelto a preguntar qué nombre había dicho.
– ¿Ah, sí? Estas chicas hacen demasiadas preguntas. Aunque me hubiera sorprendido más que no te lo hubiera hecho repetir.
– Sí, milord. Entonces le he dicho, como antes, que el nombre era Stephen o Steve Driver pero, al mismo tiempo, desde donde estaba he podido ver que la carta llevaba un sello azul. Sólo nos separaba el mostrador y, como usted debe saber, milord, Dios me ha dado una vista excelente.
– Demos gracias a Dios por eso.
– Debo decir que yo siempre se las doy, milord. Al ver el sello azul, me he apresurado a decirle (recordando las circunstancias del caso que nos ocupa) que me la habían enviado de Francia.
– Muy ágil, sí señor -dijo Wimsey asintiendo.
– La joven, señor, parecía desconcertada por este comentario. Ha dicho, algo dudosa, que había una carta de Francia y que llevaba tres semanas allí, pero que iba dirigida a otra persona.
– ¡Demonios!
– Sí, milord. Eso mismo he pensado yo. Le he preguntado: «¿Está segura, señorita, que lo ha leído bien?». Me alegra decir, milord, que la joven, por joven y, sin iluda, inocente, ha sucumbido a esta estrategia tan elemental y ha respondido inmediatamente: «Oh, no. Aquí lo dice bien claro: Señor Paul Sastre». En ese momento…
– ¡Paul Sastre! -exclamó Wimsey en un ataque de entusiasmo-. Pero… ése era el nombre que…
– Exacto, milord. Como iba diciendo. En ese momento era necesario que actuara con rapidez. Sin vacilar, he contestado: «¿Paul Sastre? Pero si es el nombre de mi chófer». Me disculpará, milord, si el comentario supone alguna implicación irrespetuosa hacia usted, dado que en ese momento estaba usted sentado al volante del coche y, por consiguiente, era la persona aludida, pero no estaba en posición de pararme a pensar lo rápida o claramente que me hubiera gustado.
– Bunter, te advierto que me estoy empezando a impacientar. Contesta de una vez, sí o no, ¿has conseguido la carta?
– Sí, milord. La tengo. Le he dicho a la joven que, dado que la carta de mi chófer estaba allí, se la llevaría, y he añadido algunas observaciones graciosas sobre que debía haber conquistado a alguna dama en uno de nuestros viajes porque era un gran conquistador. Nos hemos divertido un rato hablando sobre esto.
– ¿Ah, sí?
– Sí, milord. Al mismo tiempo le he explicado que estaba muy contrariado porque mi carta se había extraviado y le he pedido que la buscara de nuevo. Así lo ha hecho, muy a su pesar, y al final me he ido, después de dejar claro que el sistema postal de este país me parecía poco fiable y que no dudara que escribiría un artículo en The Times.
– Excelente. Bueno, todo es bastante ilegal, pero Blundell lo arreglará. Le habría sugerido que lo hiciera él mismo, pero como implicaba iniciar una pequeña aventura pensé que no le haría demasiada gracia. Además, tampoco me hubiera fiado demasiado. Y además -en ese momento Wimsey añadió con franqueza-: fue idea mía y quería que nos divirtiéramos nosotros. Venga, no te disculpes más. Has estado perfectamente brillante dos veces y yo me alegro muchísimo. ¿Qué es eso? ¿No será nuestra carta? ¡Demonios! Es nuestra carta. ¡Perfecto! Tenemos nuestra carta y ahora nos vamos a comer a Cat and Fiddles desde donde las vistas del puerto son increíbles y el vino tinto no tiene desperdicio para celebrar nuestra oscura y vergonzosa actuación.
Así pues, al rato, ambos hombres estaban sentados en un oscuro comedor con vistas, dando la espalda al salón y mirando por la ventana hacia la torre achaparrada y cuadrada de la iglesia, con los grajos revoloteando alrededor y las gaviotas bajando en picado hacia las tumbas del cementerio. Wimsey pidió cordero asado y una botella del tan preciado vino tinto. No tardó demasiado en establecer conversación con el camarero, quien estuvo de acuerdo con él en que había mucha tranquilidad.
– Pero no tanto como antes, señor. Los hombres que trabajan en el canal Wash cambian mucho la ciudad. Oh, sí, señor… ya casi está terminado y dicen que lo abrirán en junio. Dicen que será positivo y que mejorará el drenaje de las tierras. Se comerá tres metros o más de río y, así, la marea volverá a subir al nivel del dique de los diez metros, como en los viejos tiempos. Yo no lo recuerdo, claro, porque eso fue en tiempos de Oliver Cromwell y yo sólo llevo aquí veinte años, pero eso es lo que dice el ingeniero jefe. Ya se han comido más de un kilómetro de tierra, señor, y en junio habrá una gran inauguración, con una fiesta y un partido de criquet y deportes para los pequeños. Además, dicen que le van a pedir al duque de Denver que venga a cortar la cinta del canal, aunque todavía no se sabe si vendrá o no.
– Seguro que sí -dijo Wimsey-. Seguro que viene. No trabaja y esto le sentará bien.
– ¿De verdad, señor? -preguntó el camarero algo dubitativo, sin saber la causa de tanta certeza, pero sin querer ofender-. Todos nos alegraríamos mucho si pudiera venir. ¿Querrá otra patata, señor?
– Sí, gracias. Ya me encargaré de recordarle al viejo Denver sus obligaciones. Vendremos todos. Será muy divertido. Denver dará las copas de oro a los ganadores y yo daré conejos de plata a los perdedores, y con suerte alguien caerá al río.
– Eso sería muy gratificante -dijo, muy serio, el camarero con voz severa.
Hasta que trajeron el vino (un Tuke Holdsworth de 1908) a la mesa, Wimsey no sacó la carta del bolsillo y la miró con orgullo. Estaba escrita con una letra extranjera e iba dirigida a «monsieur Paul Sastre, Poste Restante, Walbeach, Lincolnshire, Angleterre».
– Mi familia -explicó Wimsey- siempre me ha acusado de impaciente. ¡Qué poco me conocen! En lugar de abrir la carta inmediatamente, la guardo para el comisario Blundell. En lugar de ir a buscar al comisario Blundell, me quedo tranquilamente en Walbeach comiéndome un asado. Si bien es cierto que Blundell hoy no está en Lemaholt, así que no sacaría nada si salgo corriendo hacia allí pero, de todos modos, aquí me tienes. Sólo se ve la mitad del matasellos del sobre, pero deduzco que debe ser algún lugar terminado en «y» en el departamento de Marne o de Seine-et-Marne, un distrito muy apreciado por muchos por el recuerdo del barro, la sangre, las marcas de proyectiles y las trincheras. El sobre es de una calidad ligeramente peor a lo que es habitual en los sobres franceses, y la escritura indica que se realizó con pluma y tinta de oficina de Correos, escrita por una mano poca habituada a ello. La pluma y la tinta dicen poco, porque todavía no he descubierto en ningún rincón de Francia una pluma y una tinta con las que una persona normal pueda escribir cómodamente. Sin embargo, la letra sí que es reveladora porque, teniendo en cuenta el estado de educación del país, y a pesar de que todos los franceses escriben con una letra muy alegre, es muy raro encontrar una persona que escriba mucho más alegremente que los demás. La fecha está borrosa pero, como tenemos la fecha de recibo, podemos adivinar la de envío. ¿Podemos deducir algo más de este sobre?
– Si me permite decirlo, milord, me parece destacable que el nombre y la dirección del remitente no aparezcan en el dorso.
– Buena observación. Sí, Bunter, en eso tienes razón. Los franceses, como sin duda habrás visto a menudo, no suelen escribir una dirección en el encabezamiento de las cartas, al contrario que los ingleses, aunque a veces escriben algo tan inútil como «París» o «Lyon», sin añadir la calle y el número. Sin embargo, suelen escribir esta necesaria información en la solapa del sobre, con la esperanza de que la echen al fuego y se pierda para siempre antes de que la respondan o incluso de que la lean.
– Mucha veces me he quedado sorprendido ante esa costumbre, milord.
– No hay de qué sorprenderse, Bunter. Es bastante lógico. Para empezar, la mayoría de los franceses creen que el correo se pierde por el camino. No confían en los departamentos gubernamentales, y creo que en eso tienen toda la razón. Sin embargo, esperan que si la oficina de Correos no consigue entregar la carta en la dirección indicada, la devuelvan al remitente. Parece una esperanza vana, pero en esto también tienen razón. Uno debe explorar cada piedra y no dejarse ni una avenida. Los ingleses, con su manera de ser franca y sincera, están satisfechos de que, en esas circunstancias, la oficina de Correos viole sus sellos, lea su correspondencia, copie sus firmas y direcciones de la verborrea, coja un sobre nuevo y les devuelvan carta y sobre bajo un seudónimo tan ridículo como «Hubbykins» o «Dogsbody» para divertimento del cartero local. Los franceses, en cambio, como son tan decorosos, por no decir reservados, por naturaleza, piensan que es mejor resguardar su intimidad escribiendo en el exterior de la carta todos los detalles necesarios para la devolución. No digo que lo que hacen esté mal, aunque creo que estaría mejor escribir la dirección en los dos sitios: en el sobre y en el encabezamiento de la carta. Sin embargo, el hecho de que esta carta no lleve remitente puede indicar que quien la envió no quería hacer pública su identidad. Y lo peor es, Bunter, que seguro que tampoco habrá ninguna dirección dentro. No importa. Este vino es excelente. Bunter, hazme el favor de acabarte la botella porque sería una lástima dejar que se estropee y si me tomo un trago más no podré conducir.
Tomaron la carretera directa de Walbeach a Fenchurch que transcurría por la ribera del río.
– Si este país hubiera estado drenado de un modo inteligente y único -dijo Wimsey-, desembocando los canales en los ríos en vez de los ríos en los canales, para reunir una buena cantidad de agua, posiblemente Walbeach todavía sería una ciudad portuaria y el paisaje no parecería un edredón mal hecho. Sin embargo, después de setecientos años de codicia, corrupción y holgazanería, y de continuas peleas entre parroquias, añadido a la errónea impresión de que lo que funciona en Holanda es aplicable a esta zona, todo el condado es un caos. Claro que todo es la respuesta a un objetivo, pero podría haber sido mucho mejor. Aquí es donde nos encontramos a Cranton, si es que era él. Por cierto, me pregunto si el tipo de la presa sabe algo de él. Vayamos a investigar. Me encanta entretenerme.
Dio media vuelta en el puente y aparcó junto a la casa del vigilante de la presa. El hombre salió para ver qué querían y pronto, sin demasiada dificultad, estaba inmerso en una desganada conversación, que pasó de hablar del tiempo a discutir sobre el canal Wash, las mareas y el río. Al cabo de poco rato, Wimsey estaba de pie en la estrecha pasarela de tablas de madera que pasaba por encima de la presa, mirando hacia el agua verdosa que tenía bajo los pies. La marea estaba bajando y las compuertas permanecían un poco abiertas, de modo que discurría un hilito de agua mientras el Wale llegaba lentamente al mar.
– Un paisaje muy bonito y pintoresco -comentó Wimsey-. ¿Suelen venir artistas para pintar desde aquí?
El vigilante de la presa no contestó.
– A algunos de esos malecones no les vendría mal un poco de cemento -continuó Wimsey-, y las compuertas se ven muy viejas.
– ¡Ah! En eso coincidimos -dijo el vigilante, y escupió en el río-. Esta presa lleva pendiente de reparaciones no sé cuanto… unos veinte años. Si no más.
– ¿Y por qué no la arreglan?
– ¡Ah! -respondió el vigilante.
Se quedó pensativo un rato y Wimsey no lo interrumpió. Después habló, con un tono muy serio, y con muchos años de represión en la voz.
– Al parecer, nadie sabe quién es responsable de esta presa. Verá, el Comité para el Drenaje de los Pantanos dice que es responsabilidad del Comité para la Conservación del Wale, y ellos dicen que es responsabilidad del Comité para el Drenaje de los Pantanos. Y ahora han acordado que se haga cargo la Comisión para el Nivel de las Aguas Fluviales, pero todavía no han redactado el informe -respondió, volvió a escupir y se quedó callado.
– Pero supongamos que tuviera que aguantar una gran cantidad de agua, ¿las compuertas podrían soportar tanta presión?
– Bueno, puede que sí o puede que no, pero ya no se recoge tanta agua como antes. He oído que en tiempos de Oliver Cromwell todo era distinto, pero ahora no baja tanta agua.
Wimsey ya estaba acostumbrado a las continuas intrusiones del Señor Protector en todos los asuntos de estas tierras, aunque creyó que en ese caso estaba injustificada.
– Esta presa la construyeron los holandeses, ¿verdad? -dijo.
– ¡Ah! -asintió el vigilante-. Sí, fueron ellos. Para mantener el agua controlada. En tiempos de Oliver Cromwell, este condado se inundaba cada invierno, o eso dicen. Así que construyeron la presa. Pero hoy en día no baja demasiada agua.
– Pero, cuando terminen el canal Wash, sí que bajará agua.
– ¡Ah!, eso dicen. Pero no sé. Algunos afirman que no habrá ninguna diferencia, y otros, que inundará toda la zona de Walbeach. Sólo sé que se han gastado un montón de dinero en ese canal. ¿De dónde viene ese dinero? Para mí todo estaba muy bien como estaba.
– ¿Quién es el responsable del canal Wash? ¿El Comité para el Drenaje de los Pantanos?
– No, el Comité para la Conservación del Wale.
– Pero podrían haber pensado en esta presa. ¿Por qué no podían hacerlo todo a la vez?
El vigilante miró lentamente a Wimsey con lástima por la poca inteligencia que mostraba.
– ¿No se lo estoy diciendo? No saben quién tiene que pagarla, si el Comité para el Drenaje de los Pantanos o el Comité para la Conservación del Wale. Porque -y aquí asomó una nota de orgullo en la voz- se han tomado cinco medidas legales sobre esta presa. ¡Ah! Y una la llevaron al Parlamento. Dicen que salió muy cara.
– Bueno, parece ridículo. Además, con todo el desempleo que hay en la zona. ¿Pasan por aquí muchos a buscar trabajo?
– A veces.
– Recuerdo que la última vez que pasé por aquí, el día de Año Nuevo, me encontré con un tipo que tenía pinta de duro.
– Ah, ése. Sí. Encontró trabajo en el taller de Ezra Wilderspin, pero se hartó bastante pronto. No quería trabajar. La mitad de ellos son así. Vino pidiendo una taza de té, pero le dije que se marchara. Lo que quería no era té. Él no. Conozco a los de su clase.
– Supongo que venía de Walbeach.
– Supongo que sí. Al menos eso dijo. Dijo que había intentado encontrar trabajo en el canal Wash.
– ¿Ah, sí? A mí me dijo que era mecánico.
– ¡Ah! -El vigilante volvió a escupir en el agua-. No había oído nada.
– Me pareció que, últimamente, había estado trabajando con las manos. Lo que digo es por qué no les dan trabajo a los hombres en el canal.
– Sí, señor, es fácil decirles cosas. Pero cuando tienes a un montón de hombres bien cualificados sin trabajo, no necesitas darle trabajo a tipos como ése. Eso es todo.
– Bueno. Sigo pensando que entre el Comité del Drenaje, el Comité para la Conservación y la Comisión deberían poder contratar algunos de estos hombres y ponerle unas buenas compuertas a esta presa. Aunque no es asunto mío y, además, tengo que irme.
– ¡Ah! -dijo el vigilante-. Compuertas nuevas, ¿eh?
Se quedó apoyado en la barandilla y escupiendo en el agua hasta que Wimsey y Bunter habían puesto en marcha el coche. Entonces corrió hasta ellos.
– Lo que digo -dijo, asomándose con tanta fuerza contra la puerta del Daimler que Wimsey se apresuró a meter los pies dentro del coche por si acaso, suponiendo que seguiría con su habitual expectoración-. Lo que digo es ¿por qué no lo remiten a Ginebra? ¿Por qué no lo remiten a Ginebra? Entonces, a lo mejor lo conseguiríamos, a la vez que discuten sobre el desarme.
– ¡Ja, ja! -se rió Wimsey, suponiendo que era un comentario irónico-. ¡Muy bueno! Tengo que decírselo a mis amigos. ¿Cómo es? ¿Por qué no lo remiten a Ginebra? ¡Ja, ja!
– Eso es -dijo el vigilante, preocupado porque quedara claro el objetivo de la broma-. ¿Por qué no lo remiten a Ginebra?
– ¡Espléndido! -dijo Wimsey-. No lo olvidaré. ¡Ja, ja ja!
Se puso en movimiento lentamente. Mientras avanzaban, miró hacia atrás y vio al vigilante de la presa riéndose de su propia broma.
Las dudas de lord Peter sobre la carta se confirmaron. Se la entregó, cerrada, al comisario Blundell tan pronto como éste regresó de las sesiones trimestrales que lo habían entretenido todo el día. El comisario se quedó muy sorprendido del asalto poco ortodoxo de Wimsey a la oficina de Correos, aunque satisfecho por la posterior discreción, y no dudó de su celo e inteligencia ni un solo instante. Abrieron el sobre juntos. La carta, sin dirección, estaba escrita en un papel muy fino de la misma mala calidad que el sobre, y decía así:
Mon cher mari…
– ¡Eh! -exclamó Blundell-. ¿Qué significa eso? No es que sea catedrático en francés pero, ¿mari no quiere decir «marido»?
– Sí, empieza así: «Querido marido».
– No sabía que Cranton… ¡Diablos! -dijo Blundell-. ¿Dónde encaja Cranton en todo esto? Jamás supe que estuviera casado, y menos con una francesa.
– No sabemos si esto tiene algo que ver con Cranton. Llegó a St Paul y preguntó por el señor Paul Sastre. Esta carta, al parecer, está dirigida al tal Paul Sastre que él buscaba.
– Pero si dijeron que Paul Sastre era una campana.
– Sastre Paul es una campana, Paul Sastre puede ser una persona.
– ¿Y quién es, entonces?
– Sólo Dios lo sabe. Alguien con una mujer en Francia.
– Y el otro tipo, Batty no sé qué, ¿es una persona?
– No, Batty Thomas es una campana. Aunque también podría ser una persona.
– No pueden ser dos personas -opinó el señor Blundell-. No es razonable. Además, ¿dónde está este tal Paul Sastre?
– Puede que sea el cadáver.
– ¿Y dónde está Cranton? No puede ser que el cadáver sea de los dos -añadió el comisario-. Eso tampoco es lógico.
– Posiblemente Cranton le dijo un nombre a Wilderspin y otro a su remitente.
– Entonces, ¿qué quería preguntando por Paul Sastre en Fenchurch St Paul?
– Puede que, después de todo, se tratara de la campana.
– Mire -dijo Blundell-, me parece que esto no tiene ni pies ni cabeza. Este tal Paul Sastre o Sastre Paul no puede ser una campana y un hombre a la vez. Al menos, no con el mismo nombre. Todo esto me parece una locura.
– Batty es una campana. Sastre Paul es una campana. Paul Sastre es una persona, porque le envían una carta. No se envían cartas a una campana. Si no, uno estaría loco. ¡Oh, Dios!
– Bueno, pues yo no entiendo nada -confesó el señor Blundell-. Stephen Driver es un hombre. No me dirá que es una campana, ¿verdad? Lo que quiero saber es quién de todos ellos es Cranton. Si se ha establecido en Francia con una esposa entre la actualidad y el septiembre pasado, quiero decir entre ahora y enero; no, entre septiembre y enero… quiero decir… ¡Maldita sea! Leamos de una vez por todas la carta. Será mejor que lea en inglés. Mi francés ya está un poco oxidado.
Querido marido -tradujo Wimsey-:
Me dijiste que no te escribiera si no era por una emergencia, pero han pasado tres meses y no tengo noticias tuyas. Estoy muy preocupada, me pregunto si no te habrán apresado las autoridades militares. Me aseguraste que ya no podían fusilarte, porque se había terminado la guerra, pero ya se sabe que los ingleses son muy estrictos. Te lo ruego, escribe, sólo unas palabras para decir que estás a salvo. Empieza a ser muy difícil trabajar en la granja sola y hemos tenido muchos problemas con la siembra de primavera. Además, la vaca parda ha muerto. Me veo obligada a llevar las aves al mercado yo misma, porque Jean es muy exigente y los precios están muy bajos. El pequeño Pierre me ayuda todo lo que puede, pero sólo tiene nueve años. La pequeña Marie ha pasado una gripe muy fuerte y el bebé también. Te ruego que me disculpes si he sido indiscreta al escribirte, pero estoy muy preocupada. Pierre y Marie le envían besos a su papá. Te quiere con toda el alma, tu esposa,
SUZANNE
El comisario Blundell escuchaba horrorizado; luego le arrancó el papel de las manos a Wimsey, como si no se fiara de su traducción y creyera que podía sacarles otro sentido a las palabras mirándolas fijamente.
– El pequeño Pierre…, nueve años…, besos a su papá…, y la vaca parda muerta. ¡Ja! -dijo, y empezó a calcular con los dedos-. Hace nueve años Cranton estaba en la cárcel.
– ¿Padrastro, quizá? -sugirió Wimsey.
El señor Blundell no le prestó atención.
– La siembra de primavera… ¿Desde cuándo Cranton se dedicaba a cuidar granjas? ¿Y qué es todo esto de las autoridades militares? Y la guerra. Cranton nunca fue a la guerra. Aquí hay algo que no me encaja. Verá, milord, éste no puede ser Cranton. Es una tontería. No puede ser él.
– Empieza a parecer que no es él -dijo Wimsey-. Aunque sigo pensando que el hombre que me encontré el día de Año Nuevo era Cranton.
– Será mejor que llame a Londres -dijo el comisario-. Y luego tendré que enseñarle todo esto al jefe de policía. Sea lo que sea, tenemos que investigarlo. Driver ha desaparecido y hemos encontrado un cadáver que parece ser el suyo y tenemos que hacer algo al respecto. Pero Francia… ¡qué sé yo! No sé cómo vamos a encontrar a esta tal Suzanne y, además, saldrá muy caro.
La campana restante… sólo persigue y, por lo tanto, se dice que «da caza al treble».
On Change-Ringing
Troyte
Para un detective, hay trabajos más difíciles que buscar en un par de departamentos franceses un pueblo que termine en «y» donde viva la mujer de un granjero que se llame Suzanne y tenga tres hijos llamados Pierre, de nueve años, Marie y un bebé de edad y sexo desconocidos, y cuyo marido sea inglés. Todos los pueblos del distrito de Mame terminan en «y», y Suzanne, Pierre y Marie son nombres de lo más común, pero un marido extranjero es menos habitual. Un marido llamado Paul Sastre sería muy fácil de localizar, claro, pero tanto el comisario Blundell como lord Peter estaban seguros de que Paul Sastre sólo era un alias.
A mediados de mayo obtuvieron un informe de la policía francesa que parecía lo más esperanzador que habían recibido hasta entonces. Llegó a través de la Sûreté y lo enviaba monsieur le commissaire Rozier de Château Thierry del Departamento de Marne.
Era tan prometedor que incluso el jefe de policía, que era un caballero enormemente preocupado por la economía, estuvo de acuerdo en que tenían que investigar el asunto sobre el terreno.
– Pero no sé a quién enviar -se quejó-. De todos modos nos saldrá muy caro. Y además está el idioma. Blundell, ¿usted habla francés?
El comisario se rió.
– Bueno, señor; lo que se dice hablarlo, no. Podría pedir un poco de comida en un estaminet, y quizá hasta insultar al garçon. Pero interrogar a testigos… eso es diferente.
– Yo no puedo ir -dijo el jefe de policía, muy seco y serio, como si quisiera anticiparse a la sugerencia que nadie se había atrevido a formular-. Ni hablar. -Empezó a golpear la mesa con las puntas de los dedos y miró por encima de la cabeza del comisario Blundell a los grajos sobrevolando los olmos del fondo del jardín-. Blundell, ha hecho todo lo que ha podido, pero creo que será mejor que cerremos el caso y se lo pasemos a Scotland Yard. Quizá deberíamos haberlo hecho antes.
El señor Blundell parecía disgustado. Lord Peter Wimsey, que lo había acompañado, aparentemente por si necesitaban ayuda para traducir la carta del commissaire pero que, en realidad, estaba allí porque no quería perderse nada, tosió levemente.
– Podría confiarme la investigación a mí, señor -murmuró-. Podría viajar a Francia inmediatamente pagándomelo yo, claro -añadió, insinuante.
– Me temo que sería algo irregular -dijo el jefe de policía, con el tono de alguien que sólo necesita una insinuación.
– Soy más de confianza de lo que parezco, se lo digo de verdad -dijo Wimsey-. Y el francés se me da de maravilla. ¿No podría aceptarme como un agente especial o algo así? ¿Con un pequeño brazalete y una porra? ¿O la interrogación de los testigos no forma parte de las obligaciones de un agente especial?
– No -dijo el jefe de policía-. Aun así… -prosiguió-. Aun así… Supongo que podría hacer la vista gorda. Además -añadió mirando a Wimsey-, supongo que irá de todos modos.
– No hay nada que me impida realizar una visita privada a los campos de batalla -dijo Wimsey-. Y, por supuesto, si me encuentro con uno de mis viejos amigos de Scotland Yard por allí, posiblemente me uniré a él en la investigación. Aunque realmente creo que, en estos difíciles momentos, deberíamos utilizar el erario público, ¿no cree, señor?
El jefe de policía se quedó pensativo. No tenía ningunas ganas de llamar a Scotland Yard. Pensaba que un oficial de Scotland Yard sólo es un estorbo oficioso. Accedió. Al cabo de dos días, Wimsey era cordialmente recibido por monsieur le commissaire Rozier. Un caballero que mantiene des relations intimes con la Sûreté de París y que, además, habla un francés perfecto, tiene muchas posibilidades de que los commissaires de pólice lo reciban con honores. Monsieur Rozier sacó una botella de un vino excelente, animó a su invitado a que se sintiera como en su casa y empezó a relatar su historia.
– No me sorprende en absoluto recibir una orden de investigación relativa al marido de Suzanne Legros. Es evidente que en todo esto hay un misterio por desvelar. Durante diez años me he dicho: «Aristide Rozier, llegará el día que tus premoniciones sobre el supuesto Jean Legros se verán justificadas». Y presiento que ese día ha llegado, y me alegro de haberlo predicho.
– Evidentemente -repuso Wimsey-, usted, monsieur le commissaire, es muy inteligente y perspicaz.
– Para que le queden las cosas claras, me veo obligado a retroceder hasta el verano de 1918. ¿Usted ha servido en el Ejército inglés? ¡Ah! Entonces recordará la retirada de las tropas del Mame en julio. ¡Quelle historie sanglante! En aquella ocasión, las tropas en retirada huyeron sin orden ni concierto a través del Mame y pasaron por la localidad de C…y, situada junto a la orilla izquierda del río. Verá, milord, el propio pueblo esquivó cualquier bombardeo, porque estaba detrás de la línea de las trincheras. En ese pueblo vivía el viejo Pierre Legros con su nieta Suzanne. El pobre tenía ochenta años y se negó a abandonar su hogar. Su nieta, que entonces tenía veintisiete años, era una chica fuerte y robusta que, sin la ayuda de nadie, mantuvo la granja en un orden relativo durante los años que duró el conflicto. Su padre, su hermano y su prometido habían muerto en la guerra.
»Unos diez días después de aquella retirada, se supo que Suzanne Legros y su abuelo tenían un huésped en la granja. Ya sabe, los vecinos habían empezado a hablar y el reverendo Abbé Latouche, que en paz descanse, creyó que era su deber informar a las autoridades. Como comprenderá, yo no ocupaba el cargo entonces, estaba en el Ejército, pero mi predecesor, monsieur Dubois, tomó cartas en el asunto. Descubrió que en la granja alojaban a un hombre enfermo y herido. Había recibido restos de metralla en la cabeza y tenía otras heridas en el cuerpo. Cuando monsieur Dubois interrogó a Suzanne Legros y a su abuelo, contaron una historia bastante singular. Ella dijo que, la segunda noche después de que el Ejército en retirada pasara por el pueblo, fue a un cobertizo que había un poco alejado de la casa y que allí se encontró con un hombre herido y ardiendo de fiebre, tapado sólo por la ropa interior y con un rudo vendaje en la cabeza. Iba sucio y lleno de sangre por todas partes y la ropa estaba llena de barro y algas como si hubiera estado en el río. Al final, con la ayuda de su abuelo, lo llevaron hasta la casa y allí le lavó las heridas y lo cuidó lo mejor que pudo. La granja está a un par de kilómetros de lo que es el pueblo en sí, y no tenía a nadie a quien enviar a buscar ayuda. Al principio, dijo ella, el hombre deliró en francés sobre los incidentes de la batalla, pero luego cayó en un profundo letargo del que ella no pudo sacarlo. Cuando el reverendo y el commissaire fueron a verlo, se lo encontraron estirado en la cama inerte, inconsciente y con la respiración agitada. Ella les enseñó la ropa que llevaba el día que lo había encontrado: camiseta, calzones, calcetines y camisa del Ejército, todo roto. Ni uniforme, ni botas, ni placa de identificación ni papeles. Parecía evidente que había tenido que cruzar el río a nado durante la retirada, y eso justificaría la falta de botas, uniforme y macuto. Parecía tener treinta y cinco o cuarenta años y la primera vez que lo habían visto las autoridades llevaba una espesa barba oscura de varias semanas.
– Entonces, ¿se había afeitado?
– Eso parece, milord. Llamaron a un doctor del pueblo para que lo examinara y dijo que sólo tenía una herida grave en el cerebro producida por el golpe en la cabeza. Les dijo que iría mejorando. Sólo era un joven estudiante con poca experiencia que había sido rechazado por el Ejército por tener una salud precaria. Ya está muerto. Al principio, pues, sólo tenían que esperar que el hombre se recuperara para saber quién era. Sin embargo, cuando al cabo de tres semanas más de estar en coma, fue recuperando lentamente la consciencia, descubrieron que había perdido la memoria y, temporalmente, también el habla. Fue recuperando la capacidad de hablar gradualmente, aunque durante un tiempo sólo pudo expresarse con farfullos y con muchas pausas. Al parecer, había lesiones en los centros de locución del cerebro. Cuando estuvo en condiciones de comprender y hacerse entender, lógicamente lo interrogaron. Sus respuestas se reducían a que tenía la mente en blanco. No recordaba nada de su pasado, nada de nada. No sabía cómo se llamaba, dónde había nacido, no recordaba nada de la guerra. Para él, su vida empezaba en la granja de C…y.
Monsieur Rozier hizo una pausa, mientras Wimsey no salía de su asombro.
– Bueno, milord, comprenderá que era necesario informar inmediatamente a las autoridades. Lo visitaron una serie de oficiales, aunque ninguno lo reconoció, y su retrato y sus medidas se distribuyeron entre los ejércitos sin ningún resultado. Al principio, creyeron que era un soldado inglés, o incluso alemán, y eso no era demasiado agradable. Sin embargo, Suzanne declaró que, cuando lo encontró, deliraba en francés y, además, la ropa que llevaba encima era francesa. Aun así, enviaron su descripción al Ejército inglés, sin éxito, y, cuando se firmó el Armisticio, las investigaciones se ampliaron a Alemania. Aunque en Alemania tampoco sabían nada de él. Naturalmente, todas estas investigaciones llevaron algún tiempo, porque los alemanes estaban en plena revolución, como ya debe saber, y todo estaba patas arriba. Mientras tanto, el hombre en cuestión tenía que vivir en algún lugar. Lo llevaron al hospital, a varios hospitales, para que los psicólogos lo examinaran, pero no podían hacer nada. Intentaron tenderle trampas, como usted comprenderá. De repente le gritaban órdenes en inglés, francés o alemán, creyendo que mostraría alguna reacción automática. Pero no consiguieron nada. Parecía que había olvidado la guerra por completo.
– ¡Un desgraciado con suerte! -comentó Wimsey, con franqueza.
– Je suis de votre avis. Sin embargo, una reacción, por pequeña que fuera, hubiera bastado. El tiempo pasó y él no mostraba mejoría. Nos lo devolvieron. Usted ya sabe, milord, que es imposible repatriar a un hombre que no tiene nacionalidad. Ningún país lo aceptaría. Nadie quería a ese desgraciado excepto Suzanne Legros y su bon-papa. Ellos necesitaban a un hombre para trabajar en la granja y este tipo, aunque había perdido la memoria, había recuperado la fuerza física y estaba bien dotado para este tipo de trabajos. Además, la chica le había tomado cariño. Ya sabe cómo funcionan las mujeres. Cuando cuidan a un hombre, lo ven como a un hijo. El viejo Pierre Legros pidió que le dejaran adoptar a ese hombre como su hijo. Tuvieron muchos contratiempos, que voulez-vous? Pero, en fin, como algo tenían que hacer con él, y como era tranquilo, pacífico y no daba problemas, aceptaron la solicitud. Lo adoptaron con el nombre de Jean Legros y le hicieron los papeles de identificación. Los vecinos empezaron a acostumbrarse a él, aunque había un tipo, que tenía pensado casarse con Suzanne, que lo rechazaba y lo llamaba «alemán», pero Jean le dio una paliza una noche en el estaminet y, desde entonces, nadie volvió a pronunciar la palabra «alemán». Entonces, al cabo de unos años, se supo que Suzanne tenía la intención de casarse con él. El viejo reverendo se opuso porque dijo que no se sabía si ese hombre ya estaba casado. Pero el viejo reverendo murió y el que vino nuevo no sabía casi nada de esta historia. Además, Suzanne ya se había quitado el sombrero en el molino. La naturaleza humana, milord, es la naturaleza humana. Las autoridades se lavaron las manos; era mejor regularizar la situación. Así que Suzanne Legros se casó con el tal Jean y ahora su hijo mayor tiene nueve años.
Desde entonces no ha habido más problemas, sólo que lean sigue sin recordar nada de su pasado.
– En su carta decía que Jean ha desaparecido -dijo Wimsey.
– Hace cinco meses, milord. Dicen que está en Bélgica comprando cerdos o reses o qué sé yo. Pero no ha escrito ni una carta y su mujer está preocupada. ¿Cree que tiene alguna información sobre él?
– Bueno -respondió Wimsey-, tenemos un cadáver. Y tenemos un nombre. Pero si el tal Jean Legros se ha portado tal y como usted dice, entonces no es su nombre, aunque puede ser su cadáver. El hombre que nosotros buscamos estaba en la cárcel en 1918 y volvió a la cárcel unos años más tarde.
– ¡Ah! Entonces, ¿ya no está interesado en Jean Legros?
– Al contrario. Estoy muy interesado en él. Todavía tenemos el cadáver.
– À la bonne heure -dijo alegremente monsieur Rozier-. Un cadáver siempre es algo. ¿Tiene alguna fotografía? ¿Medidas? ¿Marcas de identificación?
– La fotografía serviría de poco, porque cuando lo encontramos hacía cuatro meses que estaba enterrado y le habían destrozado la cara a golpes. Además, le habían cortado las manos a la altura de las muñecas. Pero tenemos sus medidas y dos informes médicos. En el último, que acabamos de recibir de un experto de Londres, aparece que en la cabeza tiene la marca de una vieja cicatriz, además de las que le infligieron cuando murió.
– ¡Ajá! Eso puede ser una confirmación. Entonces, al hombre desconocido lo mataron a golpes, ¿verdad?
– No -dijo Wimsey-. Todos los golpes en la cabeza se los infligieron después de matarlo. La opinión del experto confirma la del cirujano de la policía en este punto.
– Entonces, ¿de qué murió?
– Ése es el misterio. No hay ninguna señal de una herida mortal, o de veneno, o de estrangulamiento o de enfermedad. El corazón estaba perfecto, los intestinos muestran que no murió de hambre, es más, estaba bien alimentado e incluso había comido algo horas antes de morir.
– Tiens! ¿Una apoplejía?
– Es posible. Verá, el cerebro estaba algo putrefacto. Es difícil decirlo con seguridad, pero hay algunas señales que indican que pudo haberse producido un derrame cerebral. Aunque comprenderá que, si ese hombre murió de una apoplejía súbita, no había ninguna necesidad de enterarlo.
– Perfectamente. Tiene razón. Vayamos, entonces, a la granja de los Legros.
La granja era pequeña y no parecía estar atravesando una buena temporada. Las vallas rotas, los cobertizos medio derribados y los campos descuidados hablaban de los pocos medios de la familia y de la falta del trabajo necesario. Los recibió la dueña de la casa. Era una mujer robusta y fuerte de unos cuarenta años y llevaba a un bebé de nueve meses en los brazos. Cuando vio al commissaire y al agente que lo acompañaba, se reconoció una mirada de alarma en los ojos. Otro momento y esa mirada había dejado paso a la expresión de obstinación de mula que nadie puede conseguir a propósito mejor que los campesinos franceses.
– ¿Monsieur le commissaire Rozier?
– El mismo, madame. Este caballero es milord Vainsé, que ha viajado desde Inglaterra para hacer unas averiguaciones. ¿Podemos entrar?
Les dio permiso, aunque cuando escuchó la palabra «Inglaterra» la mirada de alarma volvió a sus ojos; y ninguno de los dos hombres la pasaron por alto.
– Su marido. Madame Legros -dijo el commissaire yendo directo al grano- está ausente de casa. ¿Desde cuándo?
– Desde diciembre, monsieur le commissaire.
– ¿Dónde está?
– En Bélgica.
– ¿En qué parte de Bélgica?
– En Dixmunde, supongo, monsieur.
– ¿Supone? ¿No lo sabe? ¿No ha recibido ninguna carta?
– No, monsieur.
– ¡Qué extraño! ¿Por qué fue a Dixmunde?
– Monsieur, le había parecido recordar que su familia quizá vivía en Dixmunde. Usted sabrá, seguro, que perdió la memoria. Eh, bien! Un día, en diciembre, me dijo: «Suzanne pon un disco en el tocadiscos». Puse el disco de una gran diseuse que recita Le Carrillon, un poema de Verhaeren, con música. C'est un morceau très impressionant. En ese instante, cuando mencionaba una y otra vez el estribillo, mi marido gritó: «¡Dixmunde! ¿Hay una ciudad que se llama Dixmunde en Bélgica?». «Pues claro», le contesté yo. Y él me dijo: «¡Pues ese nombre me dice algo! Suzanne, estoy convencido de que mi querida madre vive en Dixmunde. No descansaré hasta que haya ido a Bélgica a buscar a mi querida madre». Monsieur le commissaire, hacía caso omiso a todos mis ruegos. Se fue, se llevó nuestros pequeños ahorros, y no he sabido nada más de él desde entonces.
– Histoire très touchante -dijo el commissaire con sequedad-. La compadezco, de verdad, madame. Pero no me creo que su marido sea belga, porque no hubo tropas belgas en la tercera batalla del Marne.
– No importa, monsieur, quizá su padre se casó con una belga. Puede que tenga familia en Bélgica.
– C'est vrai. ¿No le dejó ninguna dirección?
– Ninguna, monsieur. Dijo que escribiría cuando llegara.
– ¡Ah! ¿Y cómo se fue? ¿En tren?
– Sí, monsieur.
– ¿Y usted no ha hecho ninguna investigación? ¿Preguntarle al alcalde Dixmunde, por ejemplo?
– Monsieur, entienda que ya estaba suficientemente avergonzada. No sabría ni por dónde empezar a preguntar.
– Y la policía, ¿para qué estamos? ¿Por qué no acudió a nosotros?
– Monsieur le commissaire, no sabía… no podía imaginar… cada día me decía: «Escribirá mañana», y esperaba, et enfin…
– Et enfin… no se le ocurrió informarse. C'est bien remarquable. ¿Qué le hizo pensar que su marido estaba en Inglaterra?
– ¿En Inglaterra, monsieur?
– En Inglaterra, madame. Le escribió bajo el nombre de Paul Sastre, ¿no es cierto? A la ciudad de Valbesch en el condado de Laincollone. -El commissaire se lució en la traducción de los nombres de estos lugares bárbaros-. Le escribió allí bajo el nombre de Paul Sastre. Voyons, madame, voyons, y ahora me dice que cree que todo este tiempo ha estado en Bélgica. Supongo que no negará que ésta es su letra, ¿no? ¿O que éstos son los nombres de sus hijos? ¿O lo de la muerte de la vaca parda? ¿No imaginará que puede resucitarla?
– Monsieur…
– Hablemos claro, madame. Usted ha estado mintiendo a la policía durante todos estos años, ¿no es cierto? Sabía perfectamente que su marido no era belga sino inglés, que se llamaba Paul Sastre y que jamás había perdido la memoria. ¿Cree que puede burlarse de la policía de ese modo? Le garantizo, madame, que a partir de ahora se lo va a tomar muy en serio. Ha falsificado documentación, ¡eso es un delito!
– Monsieur, monsieur…
– ¿Esta carta es suya?
– Monsieur, no puedo negarlo, puesto que la ha encontrado.
– Bueno, al menos admite lo de la carta. Oiga, ¿qué significa esto de caer en manos de las autoridades militares?
– No lo sé, monsieur. Mi marido…; monsieur, se lo ruego, dígame dónde está.
El commissaire Rozier hizo una pausa y miró a Wimsey, que dijo:
– Madame, tememos mucho que su marido esté muerto.
– Ah, mon dieu! Je le savais bien. Si estuviera vivo, me hubiera escrito.
– Si nos ayuda diciéndonos toda la verdad sobre su marido, entonces seremos capaces de identificarlo.
La mujer se quedó mirándolos, primero a uno y luego al otro. Al final se dirigió a Wimsey.
– Milord, ¿no me está tendiendo una trampa? ¿Está seguro de que mi marido está muerto?
– Bueno, bueno -dijo el commissaire-. Eso no cambia nada. Debe decirnos la verdad, o será peor para usted.
Wimsey abrió la maleta que había traído con él y de ahí sacó la ropa interior que habían encontrado con el cadáver.
– Madame, no sabemos si el hombre que llevaba esto es su marido, pero le juro por mi honor que el hombre que lo llevaba está muerto.
Suzanne Legros cogió la ropa y la acarició con esos dedos cansados de trabajar cada remiendo y cada zurcido. Entonces, como si al ver esa ropa se le hubiera roto algo en su interior, se sentó en una silla, hundió la cabeza entre las prendas y empezó a llorar.
– ¿Lo reconoce? -le preguntó el comissaire suavemente.
– Sí, es de mi marido. Yo misma se lo cosí. Entonces… está muerto.
– En ese caso -dijo Wimsey-, no puede perjudicarle en modo alguno hablando con nosotros.
Cuando Suzanne Legros se recuperó un poco, dio su declaración y el commissaire hizo entrar a un agente para1 que tomara nota a mano.
– Es cierto que mi marido no era francés ni belga. Era inglés. Pero también es cierto que lo hirieron en la retirada de 1918. Llegó a la granja una noche. Había perdido mucha sangre y estaba agotado. También estaba terriblemente nervioso, pero no es cierto que perdió la memoria. Me imploró que lo ayudara y lo escondiera porque no quería luchar más. Lo cuidé hasta que estuvo bien y entonces acordamos la historia que explicaríamos.
– Fue deshonroso, madame, acoger a un desertor.
– Lo sé, monsieur, pero póngase en mi posición. Mi padre había muerto, a mis dos hermanos los habían matado y no tenía a nadie que me ayudara en la granja. Jean-Marie Picard, el chico que se iba a casar conmigo, también había muerto. Quedaban muy pocos hombres en Francia y la guerra había durado tanto. Además, monsieur, me enamoré de Jean. Estaba desquiciado. No podía seguir en el frente.
– Podría haber acudido a su unidad y pedir la baja por enfermedad -dijo Wimsey.
– Pero, entonces -dijo Suzanne-, lo habrían enviado a Inglaterra y nos habrían separado. Además, los ingleses son muy estrictos. Quizá lo habrían considerado un cobarde y lo habrían matado.
– Eso parece ser que es lo que le hizo creer a usted -dijo monsieur Rozier.
– Sí, monsieur. Lo creía, y él también. Así que decidimos que fingiría que había perdido la memoria y, como su acento francés no era demasiado bueno, planeamos decir que la lesión le había afectado al habla. Después quemé su uniforme y su documentación.
– ¿Quién se inventó la historia, usted o él?
– El, monsieur. Era muy listo. Pensó en todo.
– ¿También en el nombre?
– También.
– ¿Y cuál era su nombre real?
Ella se quedó dudando un momento.
– Quemé su documentación y nunca me dijo nada sobre su verdadera identidad.
– No sabe cómo se llamaba. Entonces, Sastre no era su apellido real, ¿no?
– No, monsieur. Adoptó ese nombre cuando volvió a Inglaterra.
– ¡Ahí ¿Y a qué fue a Inglaterra?
– Monsieur, éramos muy pobres, y Jean dijo que tenía algunos bienes en Inglaterra que podía vender por una buena cantidad de dinero, aunque deseaba poder realizar la operación sin ser reconocido. Porque, claro, si lo reconocían, lo matarían por desertor.
– Pero, después de la guerra, se firmó una amnistía general para los desertores.
– En Inglaterra no, monsieur.
– ¿Se lo dijo él? -preguntó Wimsey.
– Sí, milord. De modo que era sumamente importante que nadie lo reconociera cuando fuera a buscar sus bienes. Había otros problemas que no me explicó sobre vender los bienes, no sé de qué se trataba, y que necesitaba la ayuda de un amigo. Así que le escribió y recibió una respuesta.
– ¿Tiene la carta?
– No, monsieur. La quemó sin dejármela ver. Su amigo le pedía algo, no lo entendí demasiado bien, pero era algo de una garantía, creo. Al día siguiente, Jean se encerró en su habitación durante varias horas para escribir la respuesta a esa carta, pero tampoco me la dejó ver. Entonces su amigo le volvió a escribir y le dijo que podía ayudarlo, aunque no debía mencionarse el nombre de Jean, ni el suyo ni el apellido Legros. Así que escogió el nombre de Paul Sastre, y la verdad es que cuando se le ocurrió la idea se hizo un buen hartón de reír. Entonces su amigo le envió documentación con el nombre de Paul Sastre, un ciudadano inglés. Yo misma la vi. Había un pasaporte con fotografía; no se parecía demasiado a mi marido, pero él dijo que no prestarían demasiada atención. Es lo que pasaba con la barba.
– Cuando conoció a su marido, ¿llevaba barba?
– No, iba afeitado, como todos los ingleses. Pero, claro, mientras estuvo enfermo le creció la barba. Lo cambió mucho, porque tenía una barbilla muy pequeña, y con la barba parecía mayor. Jean no se llevó ninguna maleta; dijo que compraría ropa en Inglaterra, porque así volvería a parecer un hombre inglés.
– ¿Y usted no sabe nada de esos bienes que él quería vender?
– Nada, monsieur.
– ¿Eran tierras, seguros, objetos de valor?
– No sé nada, monsieur. Se lo solía preguntar a Jean, pero jamás me dijo nada.
– ¿Y espera que nos creamos que no sabe el nombre real de su marido?
Se volvió a quedar dubitativa.
– No, monsieur, no lo sé. Es cierto que lo vi en su documentación, pero la quemé y ya no lo recuerdo. Creo que empezaba por C y, si lo volviera a ver escrito, me acordaría.
– ¿Cranton? -preguntó Wimsey.
– No, no creo que fuera eso, pero no se lo puedo decir exactamente. Cuando pudo hablar, me dijo que le diera su documentación y yo le pregunté cómo se llamaba, ya que no podía pronunciarlo por tratarse de un nombre inglés bastante difícil, y él me dijo que no podía decírmelo, pero que podía llamarlo como quisiera. Así que lo llamé Jean, que era el nombre de mi fiancé, que murió en la guerra.
– Ya veo -dijo Wimsey. Abrió la cartera y le dio la fotografía oficial de Cranton-. ¿Es éste su marido, con el aspecto de la primera vez que lo vio?
– No, milord. Ése no es mi marido. No se parece en nada a él -dijo ella con el rostro ceñudo-. Me ha engañado. No está muerto y yo lo he traicionado.
– Está muerto -afirmó Wimsey-. El hombre de la fotografía es el que está vivo.
– No estamos más cerca de la solución que antes -dijo Wimsey.
– Attendez, milord. Todavía no nos ha dicho todo lo que sabe. No confía en nosotros y nos está ocultando el nombre real de su marido. Sólo tiene que esperar, encontraremos los medios para hacer que hable. Todavía cree que su marido puede estar vivo. Pero la convenceremos. Debemos seguirle la pista a Jean Legros. Una pista de nueve meses, pero no será demasiado difícil. Ya sé que cogió el tren para ir a Bélgica, lo he investigado. Cuando embarcó hacia Inglaterra, sin ninguna duda lo hizo desde Ostend, a menos que… Voyons, milord, ¿con qué recursos podía contar?
– ¿Cómo saberlo? Pero creemos que esos bienes tan misteriosos tenían que ver con un collar de esmeraldas que valía miles de libras.
– Ah, voilà! Entonces, valdría la pena gastarse los ahorros. Pero usted dice que no es el hombre que esperaba. Si ese otro hombre era el ladrón, ¿cómo encaja en todo esto Legros?
– Ese es el problema. Aunque verá… En el robo estuvieron implicados dos hombres: un cambrioleur de Londres y un sirviente doméstico. No sabemos cuál de los dos se llevó las joyas; es una historia muy larga. Aunque ha oído que Jean Legros le escribió a un amigo de Inglaterra, y ese amigo podría ser Cranton, el ladrón. Legros no pudo ser el sirviente que robó las joyas porque ese hombre murió. Aunque quizá antes de morir le dijo a Legros dónde las había escondido y le dio el nombre de Cranton. Legros entonces le escribe a Cranton y le propone un trato para encontrar las joyas. Cranton no se lo cree y le pide a Legros una prueba de que lo que dice es cierto. Legros le envía una carta que le satisface y Cranton, a su vez, le envía la documentación inglesa con el nombre de Paul Sastre. Entonces Legros se va a Inglaterra y se cita con Cranton. Los dos encuentran las joyas. Luego Cranton mata a su socio para quedarse con todo el botín. ¿Qué le parece, monsieur? Porque Cranton también ha desaparecido.
– Es muy posible, milord. En tal caso, tanto las joyas como el asesino están en Inglaterra, o donde sea que esté ese tal Cranton. Así que, usted cree que el otro hombre que murió, el sirviente, le confesó el escondite del collar… ¿a quién?
– Quizá a algún compañero de celda que tuviera que estar en la cárcel una temporada corta.
– ¿Y por qué haría algo así?
– Para que ese compañero de celda le proporcionara una vía de escape. Y la prueba es que el sirviente se escapó de la cárcel, aunque más tarde encontraron su cuerpo en una cantera a muchos kilómetros de la cárcel.
– ¡Ajá! El asunto empieza a aclararse. Y, a ese sirviente, ¿cómo es que lo encontraron muerto? ¿Eh?
– Se supone que se cayó a la cantera por la noche, aunque empiezo a creer que lo mató Legros.
– Milord, nuestros pensamientos funcionan igual. Porque, voyez-vous, esta historia de deserción y autoridades militares no se sostiene por ningún lado. Detrás de este cambio de nombre y este miedo a la policía inglesa hay algo más que una simple deserción. Pero si ya había estado antes en la cárcel y durante el robo cometió un asesinato, la cosa empieza a ser más comprensible. Cambió de nombre dos veces, para que nadie pudiera seguirle la pista hasta Francia, porque Legros, bajo el nombre inglés, se alistó en el Ejército después de salir de la cárcel y quizá aparezca en los registros del ejército inglés. Lo único que me parece extraño es que, si estaba en el Ejército, encontrara el tiempo libre para planear una fuga de la cárcel y un asesinato. No, siguen habiendo lagunas, pero la idea general del plan está clara y lo estará más a medida que vayamos avanzando. Mientras tanto, haré algunas investigaciones aquí y en Bélgica. Creo, milord, que debemos limitarnos a las rutas de pasajeros normales o incluso los puertos. Una lancha motora podría perfectamente hacer el recorrido hasta la costa de Laincollone. La policía de Londres también puede hacer averiguaciones por su cuenta. Y tan pronto podamos demostrar el recorrido de Legros desde la puerta de su casa hasta su tumba en Inglaterra, entonces creo que madame Suzanne nos dirá algo más. Y ahora, milord, le ruego que nos conceda el honor de cenar con nosotros esta noche. Mi mujer es una cocinera excelente, si a usted le parece lo bastante digna la cuisine bourgeoise acompañada por un pasable vin de Bourgogne. Monsieur Delavigne de la Sûreté me ha informado de su reputación de gourmet, y sólo me atrevo a invitarlo con algo de retraimiento, pero para madame Rozier sería un placer infinito conocerlo.
– Monsieur, les estoy infinitamente agradecido a los dos.
Primero, Lucas Mortis; luego Terra Tenebrosa; después Tartarus; más tarde, Terra Oblivionis; luego Herebus; después Barathrum; más tarde Gehenna y por último Stagnum Ignis.
Wylder's Hand
Sheridan Lefanu
– Bueno -dijo el comisario Blundell-. Si las cosas están así, tendremos que encontrar a Cranton. Pero me resulta extraño. Por lo que me han dicho, jamás habría creído que Cranton hiciera ese tipo de trabajos. Nunca ha sido sospechoso de matar a nadie, y nunca me pareció un asesino. Y usted ya sabe, milord, que es muy difícil que uno de estos ladrones tan inteligentes se pase al lado de la violencia. Me refiero a que no es su estilo, ¿me entiende? Es cierto que fue a por Deacon en el muelle, pero aquello fue más bien una refriega, y no creo que quisiera hacerle mucho daño. Supongamos que fue ese otro tipo el que mató a Cranton; entonces debió intercambiar la ropa con él para evitar que lo reconocieran.
– Tal vez, pero ¿qué hay de la vieja cicatriz en la cabeza? Parece que coincide con la descripción del cuerpo del tal Jean Legros. A menos que Cranton también tuviera una cicatriz.
– Hasta septiembre, no tenía ninguna -repuso el comisario, pensativo-. No, supongo que usted tiene razón, eso no es posible. Además, las medidas son algo distintas aunque, claro, es difícil ser exactos cuando se compara un cadáver que lleva cuatro meses enterrado y una persona viva. Y como le faltaban muchos dientes, tampoco hemos podido sacar nada de ahí. No, tenemos que encontrar a Cranton. Si está vivo, está muy bien escondido. Como si hubiera hecho algo realmente malo, digámoslo así.
Esta conversación se estaba produciendo en el cementerio, donde el señor Blundell había estado buscando alguna pista. El comisario arrancó una ortiga y continuó:
– Y luego está Will Thoday. No acabo de creerme que no esté involucrado. Juraría que sabe algo, pero… ¿qué puede saber? Lo que no se puede negar es que, cuando todo aquello sucedió, él estaba enfermo en la cama. Se aferra a eso y sostiene que no sabe nada. ¿Y qué puedes hacer con un hombre que afirma que no sabe nada? Y en cuanto a su mujer, es imposible que atara a un hombre y lo enterrara. No es una mujer fuerte físicamente. También he hablado con las niñas. No me parecía bien hacerlo, pero lo hice de todos modos. Y dicen que papá y mamá estuvieron en casa toda la noche. Hay otra persona que podría saber algo: James Thoday. Mire esto, milord, verá qué extraño. James Thoday se marchó de Fenchurch St Paul el 4 de enero, a primera hora de la mañana, para zarpar con su barco. Lo vieron marchar, de acuerdo, el jefe de estación lo vio. Pero aquel día no llegó a Hull. He estado en Lampson & Blake y me han dicho que recibieron un telegrama suyo diciendo que no podía incorporarse a tiempo, pero que llegaría el domingo por la noche, y así fue. Explicó una historia sobre que se había puesto enfermo repentinamente, y ellos dijeron que era cierto que cuando embarcó tenía mala cara. Les he dicho que se pongan en contacto con él lo antes posible.
– ¿Desde dónde se envió el telegrama?
– Desde Londres. Desde una oficina de Correos cerca de Liverpool Street. Aproximadamente a la hora en que el tren que Jim cogió en Dykesey llegó a la ciudad. Al parecer, se encontró mal por el camino.
– Quizá su hermano le contagió la gripe.
– Quizá. Aun así, el día siguiente estaba perfectamente, y eso sí que es raro, ¿no cree? Tuvo mucho tiempo para ir a Londres y volver. No habría tenido que ir hasta Dykesey, claro, pero podría haber hecho la mitad del camino en coche o moto o cualquier cosa.
Wimsey silbó.
– Usted cree que era el cómplice de Will en todo esto. Sí, ya veo. Will es el cómplice de Legros para encontrar las esmeraldas, ¿no es eso? Entonces se pone enfermo y no puede hacer el trabajo, así que lo arregla con su hermano Jim para que lo sustituya. Luego Jim se encuentra con Legros, lo mata, lo entierra y huye con las esmeraldas a Hong Kong. Bueno, eso explicaría una cosa: por qué esas malditas piedras no han salido al mercado europeo. No le costaría demasiado colocarlas en Oriente. Pero, comisario, ¿cómo pudo Will Thoday ponerse en contacto con Legros? Cuando mezclábamos a Cranton en todo esto, todo era más sencillo, porque uno de sus amigos de Londres podría haber elaborado la documentación falsa de Legros. Pero no logro imaginarme a Thoday fabricando documentación falsa para Legros y entrándolo en el país. ¿Cómo podría un tipo como él saber moverse en ese mundo?
El señor Blundell agitó la cabeza.
– Pero están las doscientas libras -dijo.
– Sí, pero eso fue después del viaje de Legros.
– Y cuando mataron a Legros devolvieron el dinero al banco.
– ¿De verdad?
– Sí, claro. Estuve charlando con Thoday. No tuvo ninguna objeción en hablar de eso. Dijo que se le había ocurrido comprar un trozo de tierra y volver a trabajar su propio terreno, pero que, después de la enfermedad, desistió al pensar que durante un tiempo no podría trabajar porque estaría demasiado débil. Me dio permiso para revisar su cuenta bancaria. Todo estaba en orden; no había ningún movimiento extraño excepto las doscientas libras que retiró el 31 de diciembre, dinero que devolvió en enero tan pronto como se curó. Además, lo de la tierra también es verdad. Estaba pensando en comprar un trozo de terreno. El pago tenía que ser en billetes de una libra…
El comisario se calló y de repente se agachó junto a una gran lápida que había detrás de ellos. Se oyó un grito y una pequeña refriega. Entonces el señor Blundell se levantó con cara de pocos amigos agarrando con la mano al Loco Peake por el cuello del abrigo.
– Venga, lárgate -dijo el comisario, empujándolo suavemente-. Te meterás en un lío, amigo, si te escondes detrás de las lápidas del cementerio y escuchas las conversaciones privadas. ¿De acuerdo?
– ¡Ah! No tiene por qué ahogar a nadie. No tiene por qué ahogar al pobre Loco. Si supiera lo que el Loco sabe…
– ¿Qué sabes?
Los ojos del Loco Peake se iluminaron.
– Lo he visto, al número nueve; lo he visto hablando con Will en la iglesia. Pero sastre era demasiado para él. Lo vi con la cuerda, lo colgó y también les colgará a ustedes. El Loco lo sabe. El Loco no se ha pasado todos estos años revoloteando por la iglesia para nada.
– ¿Quién estaba hablando con Will en la iglesia?
– ¡Él! -contestó el Loco, señalando con la cabeza la tumba de los Thorpe-. El que encontraron allí. El de la barba negra. Hay nueve en el campanario y uno en la tumba. Suman nueve. Usted piensa que el Loco no sabe contar, pero sí que sabe. Mientras suena el carrillón, no lo cogerán. ¡No, señor!
– Oye -dijo Wimsey-. Eres un tipo muy listo, Loco. ¿Cuándo viste al hombre de la barba hablando con Will Thoday? A ver si puedes contar eso.
El Loco Peake le sonrió.
– El Loco puede contar lo que sea -dijo con gran satisfacción empezando a contar con los dedos-. ¡Ah! Fue el lunes por la noche, exacto. Cené cerdo frío con judías, eso me gusta, el cerdo frío con judías. ¡Ah! Parson había dicho una oración sobre el agradecimiento. «Dad las gracias por la Navidad», dijo. Hubo asado de ave, el día de Navidad, y pollo hervido con verduras el domingo, y dad las gracias, eso es lo que dijo Parson. Así que el Loco se escabulló en mitad de la noche para dar las gracias, otra vez. Para dar las gracias como Dios manda, uno tiene que ir a la iglesia, ¿no es cierto? Y la puerta estaba abierta. Entonces el Loco entró sin hacer ruido. Se veía una luz en la sacristía. El Loco tenía miedo. En la sacristía hay cosas colgando. ¡Ah! Así que el Loco se escondió detrás del Abad Thomas, luego entró Will Thoday y el Loco los oyó hablar en la sacristía. «El dinero», dijo Will. El dinero corrompe a las personas. Entonces Will Thoday gritó, sacó una cuerda del arcón y… ¡ah!, el Loco tiene miedo. No quiere oír hablar de colgados. El Loco no quiere ver a nadie colgado. El Loco se va corriendo. Desde fuera, mira por la ventana y ve al hombre de la barba tumbado en el suelo y a Will encima de él con la cuerda. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Al Loco no le gustan las cuerdas. El Loco tiene pesadillas con las cuerdas. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… y este nueve. El Loco lo ha visto colgado ahí, ¡Oh!
– Creo que lo has soñado -le contestó el comisario-. Que yo sepa, no han colgado a nadie.
– Yo lo he visto -insistió el Loco-. Fue horrible. Pero presten atención. Sólo ha sido uno más de los sueños del pobre Loco -dijo, y su cara cambió de expresión-. Déjeme ir, señor. Tengo que ir a echar de comer a los cerdos.
– ¡Por todos los santos! -exclamó el comisario Blundell-. Y ¿qué se supone que debemos hacer con esa información?
Wimsey agitó la cabeza.
– Creo que vio algo porque si no, ¿cómo podría saber que en el arcón faltaba una cuerda? Sin embargo, de lo de colgar, nada de nada. Está obsesionado con eso. Tiene el complejo del ahorcado, o como quiera que lo llamen. A ese hombre no lo colgaron. ¿De qué lunes por la noche cree que habla?
– El 6 de enero no puede ser. Lo enterraron el 4, por lo que hemos podido deducir. Y tampoco creo que fuera el 30 de diciembre, porque Legros llegó el 1 de enero, si el hombre que usted vio era Legros. Además, con lo del cerdo hervido, no sé si se refiere al domingo o al lunes.
– Yo sí -dijo Wimsey-, El domingo comió cerdo hervido con verduras y Parson le dijo que debía dar las gracias y así lo hizo. Y el lunes comió el cerdo frío con judías, posiblemente enlatadas, si no me equivoco mucho respecto a la mujer de campo moderna, y sintió la necesidad de volver a dar las gracias. Así que regresó a la iglesia para hacerlo en el lugar correcto. Sería de noche, si dice que la luz de la sacristía estaba encendida.
– Ya. El Loco vive con una tía; es buena mujer aunque no demasiado estricta. Él siempre se escapa por la noche. Esta gente son muy astutos. Entonces, ¿de qué noche hablaba?
– Del día siguiente a que Parson dijera el sermón de agradecimiento -respondió Wimsey-. Gracias por Navidad. Pudo ser el 30 de diciembre. ¿Por qué no? No sabemos si Legros llegó antes del 1 de enero. Ese día llegó Cranton.
– Pero yo pensaba que ya habíamos dejado a Cranton fuera de juego y que, en su lugar, habíamos puesto a Will Thoday -replicó el comisario.
– Entonces, ¿a quién me encontré yo en el puente?
– Debió de ser Legros.
– Es posible, aunque sigo pensando que fue Cranton, o su hermano gemelo. Pero, si me hubiera encontrado con Legros el 1 de enero, entonces Will Thoday no podría haberlo colgado el 30 de diciembre. Y, en cualquier caso, no lo colgaron. Además -añadió Wimsey con aire triunfal-, todavía no sabemos de qué murió.
El comisario hizo una mueca.
– Lo que creo es que debemos encontrar a Cranton sea como sea. Y en cuanto a lo del 30 de diciembre, ¿cómo puede estar seguro de eso?
– Le preguntaré al párroco qué día dijo el sermón de agradecimiento. O a la señora Venables. Es más probable que ella lo recuerde.
– Yo será mejor que vuelva a hacerle una visita a Thoday. Aunque no me creo ni una palabra de lo que ha dicho el Loco. ¿Y qué hay de Jim Thoday? ¿Cómo encaja en todo esto ahora?
– No lo sé. Pero hay algo de lo que estoy seguro: los nudos en la cuerda de Gaude no los hizo ningún marinero. Eso se lo prometo.
– ¡Ah! Pues qué bien -dijo el comisario.
Wimsey volvió a la vicaría y encontró al párroco en su estudio, muy ocupado confeccionando al detalle un carrillón para Treble Bob Major.
– Un momento, milord -dijo, ofreciéndole tabaco-. Sólo será un minuto. Estoy escribiendo esto para enseñarle a Wally Pratt cómo hacerlo. El pobre se ha liado, como se suele decir. Pero bueno, ¿qué ha hecho este hombre aquí? La novena entrada debería empezar con el cambio de la reina; a ver… 51732468, 15734286, los primeros terceros y cuartos están bien… 51372468, 15374286, y los primeros cuartos y terceros también… 13547826. ¡Ah! ¡Aquí está el problema! La octava tendría que ir detrás. ¿Qué ha pasado? Menuda cabeza tengo. Ha olvidado incluir el Bob. No puede ir detrás si no la llaman -comentó, haciendo una raya con tinta roja en la parte inferior de la página, y empezó a escribir combinaciones numéricas a toda velocidad-. 51372468, 15374286…, y ahora sí que viene volando, 13572468. Eso está mejor. Ahora vuelve a ser lo mismo en la segunda vuelta. Sólo voy a verificarlo. Segunda a quinta, tercera a segunda, eso es, y así obtenemos 15263748, con Tittums al final de la segunda entrada, y repetimos otra vez. Sólo me falta anotar los finales para que los practique. Segunda a tercera, tercera a quinta, cuarta a segunda, quinta a séptima, sexta a cuarta, séptima a octava y octava a sexta para la entrada sencilla otra vez. Luego el Bob. Sencilla, Bob, Bob, tres sencillas y Bob. No puedo entender por qué sale tanta tinta roja cuando entra en contacto con el papel. ¡Mire! Ya me he manchado el puño de la camisa. Luego la campana viene por el medio, delante, detrás y vuelve a su sitio. Repetir dos veces. Un carrillón precioso -apartó varias hojas llenas de números y se manchó los pantalones con un poco de tinta roja que llevaba en los dedos-. Bueno, ¿qué tal está? ¿Puedo ayudarlo en algo?
– Sí, padre. ¿Podría decirme qué domingo de invierno dijo el sermón de agradecimiento?
– ¿El de agradecimiento? Es uno de mis favoritos. Ya sabe que hay mucha gente que se queja de verdad, pero si lo piensa, todos podrían estar mucho peor. Incluso los granjeros. Como les dije durante el último festival de la cosecha… ¡Oh! Me ha preguntado por el sermón del agradecimiento, bueno casi siempre lo digo aproximadamente por las fechas del festival… ¿Ya hace tanto? Déjeme pensar. Mi memoria empieza a no ser demasiado fiable… -Se fue hacia la puerta y se asomó-: ¡Agnes, querida! ¡Agnes! ¿Puedes venir un momento, por favor? Seguro que mi mujer lo recuerda… Querida, siento mucho interrumpirte pero ¿recuerdas cuándo dije el sermón del agradecimiento este invierno? Mencioné algo en el discurso de las ofrendas, ¿lo recuerdas? No es que tengamos ningún problema con las ofrendas en la parroquia. Nuestros granjeros están muy sensibilizados. Un hombre de St Peter vino a hablar conmigo de esto, pero yo le dije que la reforma de 1918 se había hecho para beneficio de los granjeros y que si creía que tenían motivo para quejarse de la Ley 1925, que propusieran una nueva reforma. Pero le dije que la ley es la ley. Le aseguro que con lo de las ofrendas soy inflexible. Inflexible.
– Sí, Theodore -dijo la señora Venables con una sonrisa irónica en la cara-. Pero si no les avanzaras el dinero para pagar la ofrenda tan a menudo, seguramente no serían tan razonables.
– Eso es distinto -repuso el párroco-. Bastante distinto. Es una cuestión de principios y un pequeño préstamo personal no tiene nada que ver con esto. Incluso la mejor mujer del mundo no siempre entiende la importancia de un principio legal, ¿no es cierto, lord Peter? Mi sermón giró alrededor del principio. El texto decía así: «Rendíos al césar». Tanto si la generosidad de la reina Ana es como la del césar o como la de Dios, debo admitir que a veces siento que fue mala suerte que pareciera que la Iglesia se había puesto del lado del césar, y que esa falta de atributos y principios…
– ¿Sería apropiado hablar de una operación cesariana, por así decirlo? -sugirió Wimsey.
– ¿Una…? ¡Sí, claro! ¡Muy bien! Querida, eso está muy bien, ¿no crees? Se lo tendré que decir al obispo…, no, quizá no. Es bastante puritano. Pero es cierto, si pudiéramos separar las dos cosas: lo temporal y lo espiritual. Sin embargo, la pregunta que yo siempre me hago es: las iglesias, los edificios, nuestra preciosa iglesia, ¿qué sería de ellas en tal caso?
– Querido -intervino la señora Venables-, lord Peter te había preguntado por el sermón de agradecimiento. ¿No dijiste uno el domingo siguiente a Navidad? ¿Sobre el agradecimiento por el mensaje de la Navidad? Seguro que lo recuerdas. El texto lo sacaste de las Epístolas: «Ya no eres un criado, ahora eres un hijo». Hablaste de lo felices que deberíamos sentirnos por ser hijos de Dios y por convertir en una costumbre la frase «Gracias, padre» por todas las cosas buenas de la vida y por ser lo buenos que queramos que sean nuestros hijos. Lo recuerdo muy bien porque Jackie y Fred Holliday empezaron a pelearse en la iglesia por los libros de oración y tuvimos que echarlos.
– Tienes razón, querida. Siempre te acuerdas de todo. Así fue, lord Peter. El domingo siguiente a Navidad. Ahora lo recuerdo perfectamente. La señora Giddings me paró en el porche para quejarse de que había pocas ciruelas en su pastel de Navidad.
– La señora Giddings es una vieja desagradecida -sentenció su mujer.
– Entonces, el día siguiente fue el 30 de diciembre -dijo Wimsey-. Gracias, padre, ha sido de gran ayuda. Por casualidad, no recordará si Will Thoday vino a verle el lunes por la noche, ¿verdad?
El párroco miró impotente a su mujer, que respondió al acto:
– Sí que vino, Theodore. Vino a preguntarte algo del carrillón de Año Nuevo. ¿No recuerdas que me dijiste que parecía muy raro y que tenía mala cara? Claro, el pobre debía estar incubando esa terrible gripe que cogió. Vino tarde, sobre las nueve de la noche, y me dijiste que no entendías por qué no había esperado al día siguiente para preguntarte eso.
– Claro, claro -repuso el párroco-. Sí. Thoday vino a verme el lunes por la noche. Espero que no…; bueno, no debo hacer preguntas indiscretas, ¿no es cierto?
– No cuando desconozco la respuesta -contestó Wimsey, sonriendo y negando con la cabeza-. Por cierto, en cuanto al Loco Peake, ¿de qué grado de locura hablaríamos? ¿Puede alguien fiarse de lo que cuenta?
– Bueno -dijo la señora Venables-, unas veces sí y otras no. En ocasiones él mismo se hace un lío. Si habla de cosas que entiende, es bastante de fiar, aunque a veces tiene alucinaciones y lo explica como si hubieran pasado en verdad. Eso sí, no se crea nada que tenga que ver con cuerdas y ahorcados, ése es su defecto. En cualquier otro tema, cerdos, por ejemplo, o el órgano de la iglesia, en eso no suele mentir.
– Ya. Bueno, ha estado hablando de cuerdas un buen rato.
– Entonces, no se crea ni una palabra -respondió la señora Venables con determinación-. ¡Dios santo! Aquí llega el comisario. Supongo que querrá hablar con usted.
Wimsey y Blundell se encontraron en el jardín y el lord le indicó que se alejaran de la casa.
– He estado con Thoday -dijo el comisario-. Obviamente, lo niega todo. Dice que el Loco debió soñarlo.
– Pero ¿y qué me dice de la cuerda?
– ¡No lo sé! Pero el Loco estaba escondido detrás del muro del cementerio cuando encontramos la cuerda en el pozo y no sé si oyó toda la conversación o sólo una parte. De todos modos, Thoday lo niega y, lejos de acusarlo de asesinato, debo creer en su palabra. Ya conoce las leyes. Nada de intimidar a los testigos. Eso es lo que dicen. Además, hiciera lo que hiciera Thoday, él no enterró el cadáver, así que ¿dónde estamos? ¿Cree que un jurado va a condenar a alguien basándose en la palabra del chalado del pueblo? No. Nuestra misión es clara: tenemos que encontrar a Cranton.
Aquella misma tarde, lord Peter recibió una carta.
Querido lord Peter:
Se me acaba de ocurrir que debería saber algo muy raro que me pasó, aunque no sé si puede estar relacionado con el asesinato. Pero en las historias de detectives, éste siempre quiere saberlo todo, así que le envío el papel. Al tío Edward no le haría mucha gracia que me escribiera con usted, porque dice que me anima a emprender una carrera literaria y que me implica en los casos de la policía. ¡Es un viejo cascarrabias! Así que supongo que la señorita Garstairs, nuestra ama de llaves, no me permitiría enviarle la carta, por eso la he puesto dentro de otra dirigida a Penélope Dwight y espero que ella se la haga llegar.
Me encontré el papel en el suelo del campanario el sábado anterior al Domingo de Pascua y quería enseñárselo a la señora Venables, porque me pareció muy extraño, pero con la muerte de papá se me olvidó. Pensé que podía ser alguna cosa del Loco Peake, pero Jack Godfrey me dijo que no era su letra; sin embargo, por lo que dice, parece bastante propio de él, ¿no cree? En cualquier caso, he pensado que le gustaría tenerlo. No se me ocurre cómo el Loco pudo haber conseguido ese papel extranjero, ¿y a usted?
Espero que la investigación vaya por buen camino. ¿Sigue en Fenchurch St Paul? Estoy escribiendo un poema sobre la fundición de Sastre Paul. La señorita Bowler dice que es bastante bueno y espero que lo publiquen en la revista de la escuela. Eso sería darle en la frente al tío Edward. No puede evitar que me publiquen los poemas en la revista. Por favor, si tiene tiempo, escríbame y explíqueme si ha descubierto algo relacionado con la nota.
Sinceramente,
Hilary Thorpe
– Una colega, como diría Sherlock Holmes, que sigue mis pasos -comentó Wimsey mientras desdoblada el fino papel-. ¡Dios mío! «Creí ver hadas en los campos»… Debe ser algún poema inédito de sir Tames Barrie, sin duda. La sensación literaria del año. «Pero sólo vi los funestos elefantes con sus espaldas negras». Esto no rima ni tiene ningún sentido. ¡Hum! Este tono deprimente sugiere que ha salido de la mente del Loco, pero no hace ninguna referencia a ahorcados, así que supongo que no será suyo, estoy seguro de que no podría mantener la cabeza del rey Carlos ajena a esto tanto tiempo. Papel extranjero… ¡un momento! Me resulta familiar. ¡Dios mío, claro! ¡La carta de Suzanne Legros! Juro que si el papel no es el mismo, soy holandés. Espera que lo piense. Supongamos que ésta es la carta que Jean Legros le envió a Cranton, o a Will Thoday; o a quien fuera. Será mejor que Blundell le eche un vistazo. Bunter, prepara el coche. ¿Qué te parece esto?
– ¿Esta carta, milord? Diría que la ha escrito una persona de considerable habilidad literaria, que ha leído la obra de Sheridan Lefanu y, si me permite la expresión, que está como una cabra, milord.
– ¿Eso crees? ¿No te parece un mensaje cifrado o algo así?
– No se me había ocurrido, milord. El estilo es rebuscado, no se lo niego, pero lo es en lo que llamaría una manera coherente, que sugiere… ¡Ah! Un esfuerzo literario antes que mecánico.
– Cierto, Bunter. No es algo tan sencillo como sacar el mensaje de cada tres palabras. Además, tampoco me parece algo que deba entenderse a partir de sinónimos, porque, con la posible excepción de «dorados», no hay ni una sola palabra que sea calificativa, o que pueda expresar algo más que la luz de la luna. El trozo de la luna es bastante bueno. Sensible pero imaginativo. «Delicada y tenue como una hoz de paja». «Entonces aparecieron los trovadores, con sus trompetas, arpas y tambores dorados. La música sonaba muy fuerte detrás de mí rompiendo el hechizo». La persona que escribió esto debía tener buen oído para las cadencias. ¿Cómo has dicho? ¿Lefanu? No está mal, Bunter. Me recuerda un poco a aquel pasaje tan bonito de Wylder's Hand sobre el sueño del tío Lorne.
– Es el pasaje que tenía en la cabeza, milord.
– Sí. Bueno… en ese caso, la víctima tuvo que «ser enviado de nuevo hacia arriba, como mínimo, mil, cien, diez y un escalón de mármol negro, y entonces será el turno del otro». A él lo volvieron a enviar hacia arriba, ¿verdad, Bunter?
– Desde la tumba, milord. Creo que era así. Igual que el tipo desconocido del que nos estamos ocupando.
– Como has dicho, muy típico de Lefanu. «El infierno está abierto, el Erebo abre sus puertas», como dice la carta. «Las bocas de la muerte esperan al fondo». ¿Eso quiere decir algo, Bunter?
– No sabría decírselo, milord.
– La palabra «Erebo» también aparece en el pasaje de Lefanu aunque allí, si no recuerdo mal, está escrito con hache. Si la persona que escribió la carta se inspiró en Lefanu, sabía con seguridad que Erebo puede escribirse de las dos maneras. Todo esto es muy curioso, querido Bunter. Vamos a Leamholt y colocaremos los dos papeles juntos a ver qué pasa.
Soplaba un fuerte viento y unas inmensas nubes blancas viajaban por el cielo azul. Cuando llegaron a la comisaría de Leamholt, vieron que Blundell estaba a punto de subir en su coche.
– ¿Venía a verme, milord?
– Sí. ¿Iba usted a verme a mí?
– Sí.
Wimsey se rió.
– Las cosas empiezan a moverse. ¿Qué tiene usted?
– Tenemos a Cranton.
– ¡No!
– Sí, milord. Lo han encontrado en Londres. Me lo han dicho esta mañana. Al parecer, está enfermo o algo así. Pero bueno, lo han encontrado. Me voy a Londres a interrogarlo. ¿Quiere venir?
– ¡Claro que sí! ¿Quiere que lo llevemos? Así le ahorraremos al país los billetes de tren. Además, irá más deprisa y más cómodo.
– Muchas gracias, milord.
– Bunter, envíale un telegrama al párroco diciéndole que hemos tenido que ir a Londres. Suba, comisario. Verá lo seguros y rápidos que son los métodos de transporte modernos cuando no hay límite de velocidad. Oh, espere un momento. Mientras Bunter escribe el telegrama, échele un vistazo a esto. Lo he recibido esta mañana.
Le dio la carta de Hilary Thorpe y la nota adjunta.
– ¿«Funestos elefantes»? -dijo Blundell-. ¿De qué diablos habla todo esto?
– No lo sé. Espero que su amigo Cranton nos lo pueda explicar.
– Pero si es de locos.
– No creo que el Loco pueda escribir algo así. Es demasiado para él. No, ya sé lo que quiere decir, comisario, no se preocupe en explicármelo. Pero el papel, comisario, ¡el papel!
– ¿Qué le pasa al papel? Oh, ya lo entiendo. Cree que salió del mismo lugar que la carta de Suzanne Legros. No me extrañaría que tuviera razón. Entre y lo miraremos. ¡Dios mío! Tiene razón, milord. Incluso podrían haber salido del mismo paquete de hojas. Bueno, tendré que… ¿Y dice que lo encontraron en el campanario? ¿Qué cree que significa?
– Creo que es la nota que Legros le envió a su amigo en Inglaterra; la «garantía» que redactó cuando estuvo tantas horas encerrado en su habitación. Además, pienso que es la pista para saber dónde están escondidas las esmeraldas. Un mensaje cifrado o algo así.
– ¿Un mensaje cifrado? Es muy raro. ¿Puede leerlo?
– No, pero le prometo que lo sacaré. O encontraré a alguien que lo haga. Tengo la esperanza de que Cranton pueda descifrarlo por nosotros. Aunque apuesto lo que sea a que no lo hará -dijo Wimsey, pensativo-. Además, aunque lo comprendamos, me temo que no vamos a sacar nada.
– ¿Por qué no?
– Porque puede apostar su vida a que la persona que mató a Legros, ya sea Cranton o Thoday o alguien a quien todavía no hemos llegado, se llevó las esmeraldas.
– Supongo que es verdad. De todos modos, milord, si leemos el mensaje cifrado y descubrimos el escondite y no hay nada, eso será una buena señal de que estamos siguiendo el camino correcto.
– Sí -añadió Wimsey, mientras Blundell y Bunter subían al coche y salían de Leamholt a una velocidad que hizo que el comisario se estremeciera-. Pero si las esmeraldas no están y Cranton dice que él no las cogió y no podemos demostrar lo contrario, y si no podemos descubrir quién era en realidad Legros o quién lo mató, entonces, ¿dónde estamos?
– Pues justo donde empezamos -respondió el señor Blundell.
– Sí. Es un país de espejismos. Hacemos todo lo que podemos y volvemos a estar en el mismo sitio.
El comisario lo miró de reojo. La zona de los pantanos, llana y cuadriculada como un tablero de ajedrez, desaparecía a lo lejos.
– Un país de muchos espejismos -añadió Blundell-, igual que la foto del libro. Aunque, para no movernos del sitio, sólo puedo decir que no lo parece, milord, al menos no en lo que le preocupa.
Seguiré insistiendo al joven conductor del provecho que sacará de escribir repiques o incluso carrillones enteros, porque así tendrá una visión más completa del funcionamiento de las campanas.
On Change-Ringing
Troyte
– Bueno, naturalmente -admitió Cranton sonriendo con arrepentimiento desde la almohada delante de lord Peter-, si el caballero me reconoce, no hay nada más que decir. Tendré que aclararles unas cuantas cosas, porque se han dicho muchas mentiras sobre mí. Es cierto que estuve en Fenchurch St Paul el día de Año Nuevo; que si es un lugar precioso para empezar el año, diría que no. También es cierto que no había dado señales de vida desde septiembre. Y si me pregunta, creo que es culpa de la policía por no haber dado conmigo antes. No sé para qué pagamos tantos impuestos.
Se calló y cambió de posición.
– No se canse yéndose por las ramas -dijo el inspector jefe Parker de la policía de Londres amablemente-. ¿Cuándo empezó a dejarse barba? ¿En septiembre? Me lo imaginaba. ¿Cuál era la idea? No creía que cambiaría tanto, ¿verdad?
– No. Para ser sincero, se me pasó por la cabeza desfigurarme el rostro. Pero luego pensé: «Jamás reconocerán a Nobby Cranton si esconde sus hermosas facciones detrás del pelo negro», así que me sacrifiqué. Ahora no estoy tan mal, ya me he acostumbrado, pero cuando crecía me veía horrible. Me recordó aquellos buenos tiempos cuando vivía bajo la generosidad de su majestad. ¡Ah! Y mire mis manos. Jamás se han recuperado; y yo le pregunto: ¿cómo puede un caballero seguir con su profesión después de tantos años de arduo trabajo manual? Como yo digo, eso es dejar a uno con la miel en los labios.
– Así que tenía algo entre manos desde el pasado mes de septiembre -continuó Parker pacientemente-, ¿De qué se trataba? ¿Tenía algo que ver con las esmeraldas Wilbraham?
– Bueno, para ser sincero, sí -respondió Nobby Cranton-. Vengan, les explicaré toda la verdad sobre ese asunto. Nunca me importó, jamás me había importado, que me metieran en la cárcel por lo que hice. Pero un caballero se siente ofendido cuando se duda de su palabra. Y cuando dije que no tenía las esmeraldas, era cierto. Nunca las tuve, y ustedes lo saben. Si las hubiera tenido, no estaría viviendo en un antro como éste, apuesten lo que quieran. Estaría viviendo como un caballero en medio del bosque. Las habría cortado y distribuido antes incluso que ustedes dijeran «mu». Hablando de seguirles la pista, jamás habrían descubierto cómo las había distribuido.
– Así que volvió a Fenchurch St Paul para encontrarlas, supongo -sugirió Wimsey.
– Correcto. ¿Por qué? Porque sabía que tenían que estar allí. Ese canalla… ya saben a quién me refiero…
– ¿A Deacon?
– Sí, ese canalla de Deacon. -La cara del enfermo se distorsionó por una mezcla de miedo y rabia-. Nunca salió del pueblo. No pudo deshacerse de ellas antes de que lo cogieran. Revisaron su correspondencia, ¿no es cierto? Si las hubiera empaquetado y enviado a alguien, las habrían encontrado, ¿no? No. Las dejó allí, en algún sitio, no sé dónde, pero las tenía él. Y yo quise ir a buscarlas. Quise ir a buscarlas y traérselas para que retiraran lo que dijeron en el juicio de que las tenía yo. Qué mal hubieran quedado al tener que admitir que yo tenía razón, ¿no?
– ¿Usted cree? -dijo Parker-. Ésa era la idea, ¿verdad? Iría a buscar el botín y nos lo traería como un buen chico, ¿no?
– Correcto.
– Ni hablar de sacar ningún beneficio, claro.
– Oh, cielos, no.
– En septiembre no acudió a nosotros y nos sugirió que lo ayudáramos a buscarlas.
– Bueno, eso es cierto -admitió Cranton-. No quería estar rodeado de molestos policías. Era mi juego, ¿no lo entiende? Todo era idea mía, como dicen los artistas.
– Encantador -dijo Parker-. ¿Y qué le hizo pensar que sabía dónde buscarlas?
– ¡Ah! -exclamó Cranton con prudencia-. Algo que una vez dijo Deacon me dio una idea. Pero en eso también mintió. Nunca he conocido a un mentiroso más grande que ese tipo. Era tan malvado que le salía veneno por los poros de la piel. Me está bien por tratar con ladronzuelos de segunda. Estos tipos son espíritus pobres y solitarios. No tienen ningún sentido del honor.
– Qué bonito -repuso el inspector jefe-. ¿Quién es Paul Sastre?
– ¡Otra mentira! -respondió Cranton, con aire triunfal-, Deacon me dijo que…
– ¿Cuándo?
– En el…, ¡vaya!…, en el banquillo de los acusados, perdón por mencionar un lugar tan vulgar. Me dijo: «¿Quieres saber dónde están las piedras? Pregúntaselo a Paul Sastre o a Batty Thomas», y luego me sonrió. «¿Quién son ésos?», le pregunté, y él me respondió riéndose más: «Los encontrarás en Fenchurch», y añadió: «Aunque me parece que no volverás por allí en una temporada». Entonces le pegué un puñetazo, con perdón, y el policía tuvo que separarnos.
– ¿En serio? -preguntó Parker, incrédulo.
– Se lo prometo, quería morirme, pero cuando volví a Fenchurch descubrí que esas personas no existían, sólo me explicaron una estúpida historia sobre campanas. Así que al final me olvidé del tema.
– Y desapareció el sábado por la noche. ¿Por qué?
– Bueno, para ser sincero, había una persona en ese pueblo que no me gustaba; tenía la sensación de que mi cara le traía recuerdos, a pesar del cambio que había sufrido con la barba. Así que, como no quería peleas, porque no es de caballeros, me fui sin hacer ruido.
– ¿Y quién era esa persona tan penetrante?
– Pues esa mujer… la esposa de Deacon. Habíamos estado hombro con hombro, por así decirlo, en unas circunstancias bastantes desafortunadas, y no quería volver a recordarlo. Nunca pensé que me la encontraría allí y, francamente, me pareció de muy mal gusto.
– Regresó cuando se casó con un hombre llamado Thoday -dijo Wimsey.
– ¿Se volvió a casar? -preguntó Cranton, cerrando los ojos-. ¡Oh! No lo sabía. Bueno, eso me ha dejado helado.
– ¿A qué viene tanta sorpresa?
– ¿Cómo? Ah, sí… Alguien se olvidó algunos detalles, eso es todo.
– Oiga -dijo Parker-, será mejor que nos diga toda la verdad. ¿Esa mujer tuvo algo que ver en el robo de las esmeraldas?
– ¿Cómo iba yo a saberlo? Aunque, para ser sincero, no lo creo. Creo que sólo era una estúpida sometida a su marido. Estoy seguro de que él le dijo que averiguara dónde estaba el collar, pero no creo que ella fuera consciente de lo que estaba haciendo. Honestamente, no lo creo, no me imagino al tal Deacon echando a perder todo el negocio por decírselo a su mujer. ¡Pero qué demonios! ¿Qué sé yo de todo eso?
– ¿Cree que ella no sabe dónde están las joyas?
Cranton se quedó pensando un momento. Luego se echó a reír.
– Me jugaría el cuello a que no sabe nada.
– ¿Por qué está tan seguro?
– Si supiera algo y fuera honesta, se lo habría dicho a la policía, ¿no? Y si lo supiera y quisiera hacer negocio, me lo habría dicho a mí o a mis amigos. No. No creo que puedan sacarle nada.
– Hum. ¿Y dice que cree que lo reconoció?
– Tengo la ligera idea de que mi cara le empezaba a resultar algo familiar. Aunque claro, sólo fue un presentimiento. Puede que me equivocara. Pero, de todos modos, evité el problema, porque discutir siempre ha sido de muy mala educación. Así que me fui por la noche. Trabajaba para el herrero, un tipo excelente, aunque un poco rudo. Tampoco quería problemas con él. Sólo me fui a casa para pensar tranquilamente y entonces me cogieron las fiebres reumáticas, y las consecuencias han sido problemas en el corazón, como pueden ver.
– Perfectamente. ¿Cómo cogió las fiebres reumáticas?
– ¿No cree que cualquiera que hubiera caído en una de esas canteras habría cogido las fiebres reumáticas? Jamás había visto un país como éste, jamás. La vida del campo nunca me sedujo, especialmente en invierno, con el deshielo. Casi me muero en ese agujero, y ése no es un final digno de un caballero.
– Entonces, ¿no investigó más a fondo lo de Batty Thomas y Sastre Paul? -preguntó Parker, ignorando el elocuente monólogo de Cranton, que se iba por las ramas-. Me refiero a las campanas. ¿No subió, por ejemplo, al campanario para ver si las esmeraldas estaban allí?
– No, claro que no. Además -se apresuró a añadir Cranton-, ese maldito lugar estaba cerrado con llave.
– Entonces, ¿intentó entrar?
– Bueno, francamente, digamos que puede que me acercara a la puerta.
– ¿Subió a la sala de las campanas?
– Yo no.
– ¿Y cómo explica esto? -preguntó Parker, sacando la misteriosa nota del bolsillo y mostrándosela.
Cranton palideció de repente.
– ¿Eso? -murmuró-. ¿Eso?… Yo jamás… -Le costaba respirar-. El corazón… Déme un poco de eso que hay en el vaso.
– Déselo -dijo Wimsey-, está muy mal.
Parker le dio la medicina a regañadientes. Pasados unos minutos, la palidez se convirtió otra vez en un buen color de cara y la respiración recuperó su ritmo normal.
– Ya estoy mejor -dijo Cranton-. Me ha asustado. ¿Qué decía? ¡Ah, eso! No lo había visto antes.
– Miente -afirmó el inspector jefe-. Sí que lo había visto antes. Se lo envió Jean Legros, ¿no es cierto?
– ¿Quién? Nunca había oído ese nombre.
– Miente otra vez. ¿Cuánto dinero le envió para que viniera a Inglaterra?
– Ya le he dicho que no sé quién es -repitió Cranton, con rudeza-. Por el amor de Dios, ¿no pueden dejarme tranquilo? Les digo que estoy enfermo.
Y lo parecía. Parker refunfuñó entre dientes:
– Mira, Nobby, ¿por qué no nos dices la verdad? Así no te molestaremos más. Sé que estás enfermo. Suéltalo y nos iremos.
– No sé nada de eso. Ya se lo he dicho: fui a Fenchurch y volví. Nunca vi ese papel ni hablé con ese tal Jean como se llame. ¿Satisfecho?
– No.
– ¿Me está acusando de algo?
Parker dudó.
– Todavía no.
– Entonces, tiene que aceptar mi palabra -dijo Cranton con mucho esfuerzo, pero con la actitud de alguien que está muy seguro de su posición.
– Ya lo sé -respondió Parker-, pero espera y verás. ¿Quieres que te acuse de algo? Quizá preferirías acompañarnos a Scotland…
– ¿Qué es lo que quieren? ¿Qué pruebas tienen para acusarme? No pueden volver a juzgarme por el robo de esas esmeraldas. No las tengo. Nunca las vi…
– No, pero podemos acusarte del asesinato de Jean Legros.
– ¡No, no, no! -gritó Cranton-. ¡Eso es mentira! Yo no lo maté. No he matado a nadie. Yo no…
– Ha perdido el conocimiento -observó Wimsey.
– Está muerto -dijo el comisario Blundell, que intervenía por primera vez en la conversación.
– Dios, espero que no -terció Parker-. No, está bien, pero no tiene buen aspecto. Será mejor que llamemos a esa chica. ¡Polly!
Llegó una mujer. Lanzó una mirada llena de resentimiento hacia los tres hombres y luego corrió junto a Cranton.
– Si le han matado -dijo-, es asesinato. Venir aquí a amenazar a un hombre tan enfermo. Largo de aquí, desgraciados. El no le ha hecho daño a nadie.
– Le enviaré un médico -anunció Parker-. Y volveré a verlo. Y cuando venga, será mejor que esté aquí, ¿de acuerdo? Cuando se mejore, lo necesitamos en otro sitio. No ha dado señales de vida desde septiembre.
La mujer levantó desganada un hombro y ellos se marcharon, dejándola inclinada sobre el enfermo.
– Bueno, comisario -dijo Parker-. Me temo que, por el momento, eso es todo lo que podemos hacer por usted. No finge; está realmente enfermo, pero nos está ocultando algo. Aunque, en cualquier caso, no creo que sea el asesino. No es su manera de actuar. Aunque sí que había visto la nota con anterioridad.
– Sí -convino Wimsey-. Le ha causado impresión, ¿eh? Tiene miedo de algo, Charles. ¿De qué?
– Tiene miedo del asesinato.
– Bueno -intervino Blundell-, a mí me sigue pareciendo que fue él. Ha admitido que estuvo allí y que se marchó a hurtadillas la noche que enterraron el cadáver. Si no fue él, ¿quién fue? Además, sabemos que pudo haberle cogido las llaves de la cripta al sacristán.
– Es cierto -dijo Wimsey-, pero era un extraño en ese lugar. ¿Cómo sabía dónde guardaba el sacristán sus herramientas? ¿O dónde encontrar la cuerda de la campana? Claro que podía haber visto el pozo de día, pero me parece extraño que lo tuviera todo tan bien planeado. ¿Y dónde encaja Legros en todo esto? Si Deacon le dijo a Cranton, en el banquillo de los acusados, dónde había escondido las esmeraldas, ¿qué sentido tenía traer a Legros a Inglaterra? No lo necesitaba. Y, si por alguna razón lo hubiera necesitado y luego lo hubiera matado por las esmeraldas, ¿dónde están? Si las ha vendido, ya las deberían haber localizado. Y si todavía las tiene, será mejor que las encuentren.
– Registraremos la casa -repuso Parker-, pero no creo que las tenga él. No estaba preocupado por las esmeraldas. Esto es un rompecabezas. Pero pondremos la casa patas arriba y, si las esmeraldas están ahí dentro, las encontraremos.
– Y si lo hacen -dijo Blundell-, ya pueden arrestarlo por el asesinato. Quien quiera que tenga las esmeraldas es el asesino. Estoy seguro.
– Donde esté el tesoro, estará el corazón -afirmó Wimsey-. El corazón de este crimen está en St Paul. Esa es mi profecía, Charles. ¿Apostamos algo?
– No, gracias -contestó el inspector jefe-. Tienes razón demasiado a menudo, Peter, y no estoy para perder dinero.
Wimsey volvió a Fenchurch St Paul y se concentró en el mensaje cifrado. Había resuelto criptogramas antes y estaba seguro de que éste sería de los fáciles. Tanto si lo había escrito Cranton o Jean Legras o Will Thoday o cualquier otra persona relacionada con el asunto de las esmeraldas Wilbraham, no era muy probable que fuera un experto en el arte de los mensajes ocultos. A pesar de que daba la impresión de que había una mano astuta detrás de todo eso, nunca había visto un mensaje cifrado que pareciera tan inocente. Los pequeños hombres bailarines de Sherlock Holmes eran, con diferencia, mucho más secretos.
Probó varios métodos de los sencillos, como saltarse una, dos o tres letras, o elegir las letras basándose en una combinación numérica, pero no obtuvo nada. Probó asignándole un número a cada letra y sumando el resultado, palabra por palabra y frase por frase. Lo único que consiguió fue crear suficientes problemas matemáticos para satisfacer a un catedrático, pero no parecía tener sentido. Cogió todas las inscripciones de las campanas y las sumó, con y sin las fechas, pero no descubrió nada significativo. Se preguntó si en el libro aparecían las inscripciones completas. Entonces dejó los papeles esparcidos en la mesa y fue a buscar al párroco para pedirle las llaves del campanario. Después de una breve espera, debida a que el párroco había confundido las llaves del campanario con las de la bodega y las tuvo que ir a buscar al piso de abajo, las cogió y se dirigió hacia la iglesia.
Todavía le daba vueltas al criptograma. Las llaves tintineaban con el movimiento; llevaba las dos grandes, las de las puertas oeste y sur, colgando de una cadena y las demás, las llaves de la cripta y de la sacristía, la llave del campanario, la de la sala de las campanas y la de la trampilla, todas en el mismo llavero. ¿Cómo sabía Cranton dónde encontrarlas? Estaba claro que podía haberlas cogido de casa del sacristán, si hubiera sabido que él las tenía. Pero si «Stephen Driver» hubiera hecho preguntas sobre las llaves de la iglesia, alguien habría sospechado. Wimsey sabía que el sacristán tenía las llaves de la puerta oeste y de la cripta. ¿Las tenía todas? De repente, lord Peter se giró y, a través de la ventana del estudio, le hizo esta pregunta al párroco, que se estaba peleando con las finanzas de la revista de la parroquia.
El señor Venables se rascó la frente.
– No -dijo al cabo-. Gotobed tiene las llaves de la puerta oeste y de la cripta, como usted bien dice, y también tiene la llave de la escalera del campanario y la de la sala de las campanas, porque toca para marcar la hora de la misa matinal y, a veces, cuando Hezekiah está enfermo lo sustituye. Y Hezekiah tiene las llaves del porche sur y también la de la escalera del campanario y la de la sala de las campanas. Verá, antes Hezekiah era el sacristán, y le gusta mantener el privilegio de tocar el repique de muertos, aunque es demasiado mayor para el trabajo, y tiene las llaves que necesita. Pero ninguno de ellos tiene la llave de la trampilla. No la necesitan. Las únicas personas que la tenemos somos Jack Godfrey y yo. Yo tengo un juego completo, claro, y así si ellos pierden alguna, siempre tengo yo otra copia.
– ¿Y Jack Godfrey también tiene la llave de la cripta?
– Oh, no; no la necesita.
«¡Qué curioso! -pensó Wimsey-. Si el hombre que dejó la nota junto a las campanas fue el mismo que enterró el cadáver, debía tener acceso al juego completo del párroco o a dos juegos, los de Jack Godfrey (por la llave de la trampilla) y Harry Gotobed (por la llave de la cripta)». Y si ese hombre había sido Cranton, ¿cómo lo sabía? Claro que el asesino podría haber traído su propia pala, lo que añadiría más complicación al asunto. En tal caso, tendría que haber cogido las llaves del párroco o las de Jack Godfrey. Wimsey llegó a la parte trasera de la vicaría y se encontró con Emily y Hinkins. Los dos estaban bastante seguros de que no habían visto al hombre que se hacía llamar Stephen Driver dentro de los límites de la vicaría, y mucho menos en el estudio del párroco, donde se supone que están siempre las llaves, cuando están en su sitio.
– Pero no estaban allí, milord -dijo Emily-. Si se acuerda, el párroco perdió las llaves la noche de Año Nuevo y no las encontramos hasta una semana después en la sacristía, excepto la llave del porche, que estaba en la cerradura, donde el párroco la había dejado después del ensayo del coro.
– ¿Después del ensayo del coro? ¿El sábado?
– Exacto -confirmó Hinkins-. Sólo que, si te acuerdas, Emily, el párroco dijo que él no pudo haberla dejado allí, porque él había perdido su juego y el sábado no tenía sus llaves, y tuvieron que esperar a que viniera Harry Gotobed.
– Bueno, no sé -contestó Emily-. Sólo sé que estaba allí. Harry Gotobed dijo que se la había encontrado en la cerradura cuando había llegado a la iglesia para tocar para la misa matinal.
Más confundido que nunca, Wimsey volvió a la ventana del estudio. El señor Venables, que se vio interrumpido mientras hacía unas sumas, no recordaba demasiado bien lo que había sucedido, pero dijo que creía que Emily tenía razón.
– Debí de olvidarme las llaves en la sacristía la semana anterior -dijo-, y la última persona que salió después del ensayo del coro debió de encontrarlas y cerró la iglesia. Sin embargo, no se me ocurre quién pudo haber sido, a menos que fuera Gotobed. Sí, debió de ser él, que se quedó el último para apagar las estufas. Pero me extraña que dejara la llave en la cerradura. ¡Dios mío! ¿No creerá que fue el asesino?
– En realidad, sí -contestó Wimsey.
– ¡Santo cielo! -exclamó el párroco-. Entonces, si yo dejé las llaves en la sacristía, ¿cómo entró para cogerlas? No pudo entrar sin las llaves de la iglesia. A menos que viniera al ensayo del coro. Estoy seguro de que nadie del coro…
La cara del párroco se tiñó de horror. Wimsey se apresuró a tranquilizarlo.
– Durante el ensayo la puerta estaba abierta. Pudo entrar entonces.
– Oh, sí… claro. ¡Qué estúpido soy! Seguro que ocurrió así. Me ha sacado un gran peso de encima.
Sin embargo, Wimsey no se había sacado ningún peso de encima. Mientras caminaba hacia la iglesia seguía dándole vueltas. Si cogieron las llaves la víspera de Año Nuevo, entonces no había sido Cranton, porque él no llegó hasta el día de Año Nuevo. Will Thoday había ido a la vicaría, sin ningún motivo, el 30 de diciembre, y pudo llevarse las llaves, aunque era cierto que no había acudido a la iglesia el día 4 de enero para volver a dejarlas en su sitio. Una posibilidad era que las hubiera cogido Will Thoday y que las hubiera devuelto el misterioso James Thoday pero, en ese caso, ¿qué pintaba Cranton en todo esto? Además, Wimsey tenía el presentimiento de que Cranton sabía algo sobre la nota que habían encontrado en el campanario.
Pensando en estas cosas, Wimsey entró en la iglesia y, después de abrir la puerta de la torre, subió por la escalera de espiral. Cuando pasó por la sala de las campanas, vio con una sonrisa en la cara que habían añadido una nueva placa a la pared de los logros de la parroquia: «La mañana de Año Nuevo de 19…, se tocó un carrillón de 15.840 Kent Treble Bob Major en siete horas y quince minutos; los campaneros fueron Treble, Ezra Wilderspin; 2, Peter D. B. Wimsey; 3, Walter Pratt; 4, Henry Gotobed; 5, Joseph Hinkins; 6, Alfred Donnington; 7, John P. Godfrey; Tenor, Hezekiah Lavender; Theodore Venables, párroco, prestó su ayuda. Nuestras bocas levantaremos para alabarte». Cruzó la gran sala del reloj, abrió la trampilla y volvió a subir hasta que apareció debajo de las enormes bocas de las campanas. Se quedó allí un momento, mirando esos agujeros oscuros hasta que los ojos se acostumbraron a la penumbra de la sala. El silencio que se respiraba lo ponía un poco nervioso. Le invadió una leve sensación de vértigo. Sintió como si, lentamente, se juntaran y se le vinieran encima. Embelesado, pronunció sus nombres uno a uno: Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee, Dimity, Batty Thomas y Sastre Paul. Parecía que las paredes le respondían con un suave eco que se perdía entre las vigas. De repente, gritó:
– ¡Sastre Paul!
Y aquello debió, de alguna manera, sonar como una nota de la escala, porque se oyó, amenazante y remota, una descarada nota a modo de respuesta.
– ¡Venga ya! -dijo Wimsey, recuperando la compostura-. Esto no servirá de nada. Estoy más loco que Peake… Mira que subir aquí y hablar con las campanas. Será mejor que vaya a por la escalera y me ponga manos a la obra.
Encendió la linterna y dirigió la luz hacia las esquinas del campanario. Iluminó la escalera y otros rincones. En el más polvoriento de todos, había un trozo que no acumulaba tanto polvo. Avanzó decididamente, olvidando la amenaza de las campanas. Sí, no se había equivocado. No hacía demasiado que alguien había removido esa zona, porque el polvo que en otros rincones llevaba allí siglos, aquí sólo acumulaba una fina capa.
Se arrodilló para examinarlo y le vinieron ideas nuevas a la cabeza. ¿Por qué iba alguien a molestarse en limpiar el suelo del campanario si no era para borrar alguna siniestra mancha? Se imaginó a Cranton y a Legros subiendo hasta esa sala, con la nota en la mano. Vio el brillo verde de las joyas que, después de sacarlas del escondite, resplandecían por la luz de la linterna. Vio el movimiento rápido, el golpe mortal, la sangre esparcida por el suelo, la nota volando descuidadamente hacia un rincón. Entonces el asesino, temblando y mirando a su alrededor, cogió las esmeraldas de la mano muerta, cargó el cadáver a la espalda y bajó corriendo la escalera. La pala del sacristán de la cripta, el cubo y el cepillo de la sacristía, o de donde fuera que estuvieran, el agua del pozo…
En ese punto se detuvo. ¿El pozo? El pozo quería decir la cuerda y, ¿qué tenía que ver la cuerda con todo esto? ¿La había usado únicamente como medio para transportar el cadáver? Sin embargo, los expertos habían asegurado que habían atado a la víctima antes de morir. Además, estaban el golpe y la sangre. Estaba muy bien imaginarse escenas horribles en la cabeza, pero lo cierto es que no hubo golpe hasta que la víctima murió, y eso sucedió demasiado tiempo después como para dejar una mancha de sangre. Pero, entonces, si no había sangre, ¿a cuento de qué limpiaron el suelo del campanario?
Se arrodilló y levantó la vista hacia las campanas. Si esas bocas pudieran hablar, le dirían lo que habían visto, pero no tenían ni voz ni lenguaje. Decepcionado, Wimsey volvió a coger la linterna y siguió buscando pistas. De pronto, se echó a reír de un modo cruel y con disgusto. Toda la razón del misterio se reveló absurda. Había una botella de cerveza de litro y medio vacía metida en un oscuro rincón detrás de las carcomidas vigas. ¡Un bonito final para sus sueños! A algún intruso que se había colado en suelo sagrado, o quizá a algún trabajador que legítimamente había subido a engrasar las campanas, se le había caído la botella de cerveza al suelo, se había dado prisa en limpiar las manchas, y luego se había olvidado la botella. Sin duda había ido así. Sin embargo, una persistente sospecha hizo que Wimsey cogiera el envase con mucho cuidado, metiendo un dedo en el cuello de la botella. No tenía demasiado polvo. Pensó que no podría llevar allí mucho tiempo. Quizá encontraría las huellas de alguien.
Examinó el resto del suelo meticulosamente, pero sólo halló algunas huellas en el polvo, unos pies grandes, masculinos. Podrían ser de Jack Godfrey o de Hezekiah Lavender o de cualquiera. Entonces cogió la escalera y buscó por todos los rincones de las campanas. No encontró nada. Ninguna señal secreta. Ningún escondite. Ni nada que sugiriera hadas o elefantes, magos o el Erebo. Después de unas agotadoras horas, volvió a bajar, con la botella como única recompensa.
Por sorprendente que parezca, fue el párroco quien resolvió el mensaje cifrado. Aquella noche entró en el taller cuando el reloj de la entrada dio las once. Tenía un aire despreocupado y llevaba en una mano un vaso de brebaje caliente, y en la otra, un viejo manguito para los pies.
– Espero que no se esté rompiendo la cabeza con eso -dijo disculpándose-. Me he atrevido a traerle algo que le ayudará a entrar en calor. Estas noches primaverales son bastante frescas. Además, mi mujer cree que quizá le gustaría poner los pies aquí. Por debajo de esa puerta siempre pasa corriente. Permítame… Ha sufrido los efectos de las polillas, pero todavía protege los pies. No deje que lo moleste. ¡Dios mío! ¿Qué es esto? ¿Está componiendo un carrillón? Oh, no… ahora veo que no son números, son letras. Mis ojos ya no son lo que eran. Pero me estoy entrometiendo en sus asuntos, perdone.
– En absoluto, padre. Sí que parece un carrillón. Sigo con ese endemoniado mensaje cifrado. Como he descubierto que el total de letras era múltiplo de ocho, lo he escrito en ocho columnas, esperando inútilmente obtener algo. Sin embargo, ahora que lo menciona, supongo que se podría construir un mensaje cifrado bastante sencillo a partir de un carrillón.
– ¿Y cómo lo haría?
– Bueno, siguiendo los movimientos de una campana y colocando las letras del mensaje en los lugares indicados y llenando los demás espacios con letras al azar. Por ejemplo, imagine una entrada sencilla de Gransire Dobles y suponga que quiere transmitir el sencillo y piadoso mensaje de Venite adoremus. Escogería una campana, digamos la número 5. Entonces, escribiría el principio de su entrada sencilla y, cuando le tocara a la número 5, usted colocaría una letra del mensaje. Mire.
Rápidamente escribió dos columnas.
– Rellenaría los otros espacios con letras sin sentido; así: XLOAMP, JQIWCN, NAEMEB, TSHRZP, etcétera. Entonces lo escribiría todo en un párrafo, dividiéndolo para que parecieran palabras.
– ¿Por qué? -preguntó el párroco.
– Oh, sólo para hacerlo más difícil. Podría escribir, por ejemplo, XLOAMP, MPJQI., WCN M EBTS! HRZP, y así hasta el final. No importa lo que ponga. La persona que recibiera el mensaje, lo volvería a dividir en columnas de seis letras y sacaría el mensaje recorriendo la posición de la campana número 5. Así:
123456
213546 – - -V-
231456 – - – -E
324156 – - – -N
342516 – - -I-
435216 – -T- -
453126 -E- – -
543126 A- – - -
514236 D- – - -
152436 -O- – -
125346 – -R- -
215436 – -E- -
251346 -M- – -
523146 U- – - -
532416 S- – - -
Etc
– ¡Dios mío! -dijo el señor Venables-. ¡Es cierto! Qué ingenioso. Y supongo que con un poco más de ingenuidad, puede escribirse un mensaje superficial que pueda provocar equívocos. Es más, ¿no se podría extender esta idea y escribir un mensaje que, en apariencia, fuera completamente inofensivo?
– Por supuesto. Así debe de ser -respondió Wimsey, pasando el dedo por la nota de Jean Legros.
– ¿Ha probado…? Bueno, le pido disculpas. Le estoy entreteniendo. Pero ¿ha probado este método con la nota?
– En realidad, no -admitió Wimsey-. Sólo lo he pensado. Además, ¿qué sentido tendría enviarle un mensaje como éste a Cranton que, posiblemente, no tendría ni idea de campanas y carrillones? Y debería escribirlo un campanero, y no tenemos ninguna razón para pensar que Jean Legros lo fuera. Aunque también es cierto que tampoco tenemos ninguna razón para pensar lo contrario.
– Pues, entonces, ¿por qué no lo intenta? Creo recordar que me dijo que la nota la encontraron en el campanario. ¿No es posible que la persona que la recibió, aún sin ser campanero ni saber cómo interpretar el mensaje, lo hubiera relacionado con las campanas y descubriera que la clave para descifrarlo estaba en el campanario? Sé que suena un poco estúpido, pero a mí me parece factible.
Wimsey golpeó con la mano en la mesa.
– ¡Padre, ésa es una idea excelente! Cuando Cranton llegó a Fenchurch St Paul preguntó por Paul Sastre, porque Deacon le había dicho que Sastre Paul o Batty Thomas sabían dónde estaban las esmeraldas. Venga. Vamos a probarlo. Nosotros mismos se lo preguntaremos a Sastre Paul.
– No sabemos el método que usó la persona que escribió el mensaje ni qué campana debemos tomar como referencia. Pero vamos a suponer que serán Batty Thomas o Sastre Paul. Si el método son Gransire Triples, no puede ser Sastre Paul, porque la tenor siempre se toca la última y, en ese caso, deberíamos leer el mensaje siguiendo la última letra de cala columna, y no es así. No apostaría por el método grandsire major, porque aquí no lo tocan nunca. Probemos con Batty Thomas. ¿Qué nos da la séptima campana? CIDLEFERNRNAU. No es demasiado alentador. Tenemos que intentarlo con las otras campanas. No. No. No. ¿Puede haber empezado con un Bob o un Single?
– Seguro que no.
– Bueno, nunca se sabe. No está componiendo un carrillón, sólo está cifrando un mensaje y puede que haga algo poco habitual a propósito.
El lápiz volvió a recorrer las columnas.
– No. Por ahí tampoco. Descartamos los Grandsire. Y creo que también debemos descartar los Stedman, porque implicaría que las campanas significativas estuvieran demasiado juntas. Probemos con un Kent Treble Bob, y primero seguiremos a Sastre Paul, dado que la tenor suele ser la campana guía en ese método. Empieza por el quinto lugar, ese. Luego el sexto, e. Sigue con el séptimo, ese; el quinto, i; y el séptimo, e: «SESIE». Bueno, al menos es pronunciable, que ya es algo. Seguimos por el octavo, ENE; el tercero, TE; y el 6, a: «SESIENTA». ¡Padre, mire esto! Tenemos dos palabras: «SE SIENTA». Quizá se refiere al collar. Sigamos con esto.
El párroco, con las gafas en la punta de la larga nariz, iba de un lado a otro del papel mientras el lápiz trazaba una línea entre las letras.
– «Se sienta en…», esto es un verso del Salmo 99, ¿lo ve? ¿Qué le había dicho? «Se sienta en querubines». ¿Y esto qué puede querer decir? ¡Dios mío! Aquí debe haber un error, la siguiente letra debería ser una ele: «La tierra se estremece».
– Bueno, la ele viene después. Espere un momento. Ahora viene «ALE», no «ALEG»; eso es, «ALÉGRENSE». Lo siento padre, no puede ser que esto esté aquí por equivocación. Sólo un segundo, lo acabamos y después me dice lo que quiera… ¡Oh! ¿Qué pasa al final? ¡Ah, sí! Me olvidaba. Debe ser el final de la entrada. Sí -dijo calculando mentalmente-, y ahora viene la cuarta y la tercera. Aquí lo tiene. Mensaje completado; aunque no me pregunte lo que quiere decir.
El párroco se limpió las gafas y lo miró detenidamente.
– Son versos de tres salmos -dijo-. Qué curioso. «Se sienta en querubines», del Salmo 99, 1. Luego: «Alégrense las islas numerosas», del Salmo 97, 1. Estos dos salmos son parecidos: «Dominus regnavit», «El Señor reinó». Y luego tenemos: «Como torrentes en el sur», del Salmo 126, 5. De «In convertendo», «Cuando el Señor liberó Sión». Este es un caso de obscurum per obscuriora: la interpretación es incluso más complicada que el mensaje cifrado.
– Sí. Quizá los números tienen algo que ver. Tenemos 99.1.97.1.126.5. ¿Debemos tomarlo como un número único: 9919711265? ¿O los dejamos como están? ¿O los dividimos? Las posibilidades son casi infinitas. O quizá los tendríamos que sumar. O convertirlos en letras con algún sistema que todavía no hemos descubierto. No puede ser tan sencillo como seguir el orden alfabético. Me niego a creer un mensaje así: IIAIGIABFE. Tendré que darle unas cuantas vueltas más. Pero usted ha estado prodigioso, padre. Debería dedicarse a descifrar códigos.
– Fue pura casualidad, y todo por culpa de mi poca visión. Es curioso. Me ha dado una idea para un sermón sobre el diablo que queda anulado por el bien. Aunque nunca se me hubiera ocurrido que se pudieran construir mensajes cifrados a partir de un carrillón. Es muy ingenioso.
– Todavía podría haberlo sido más. Se me ocurren mil maneras de mejorarlo. Suponga que…, aunque… no voy a perder el tiempo con suposiciones. Ahora sólo quiero saber qué demonios tengo que hacer con esto: 99.1.97.1.126.5.
Apoyó la cabeza en ambas manos y el párroco, después de observarlo durante unos minutos, se fue a la cama sin hacer ruido.
Deje que la campana a la que la Treble adelanta toque en tercer lugar, y luego regrese atrás.
Rules for Change-Ringingon Four Bells
– Míe gustaría -dijo Emily, entre sollozos- que me pagaran y marcharme esta misma semana.
– ¡Por todos los santos, Emily! -exclamó la señora Venables, que pasaba por delante de la cocina con un cubo de comida para los pollos-. ¿Qué te pasa?
– Estoy segura de que no tengo derecho a hablarles así a usted y al párroco, porque siempre se han portado muy bien conmigo, pero si el señor Bunter va a hablarme así, teniendo en cuenta que no soy ni quiero ser su sirvienta, ni servirlo forma parte de mis obligaciones, pero ¿cómo iba yo a saberlo? Me hubiera cortado la mano derecha antes que desobedecer a milord, pero tendría que habérmelo dicho y no fue culpa mía, así se lo he dicho al señor Bunter.
La señora Venables palideció. Lord Peter no le suponía ningún problema, pero Bunter ya era otra cosa. Sin embargo, ella era una mujer fuerte y la habían educado enseñándole que un sirviente era un sirviente y que tenerles miedo (ya sea a uno propio o ajeno) era el primer paso para crear un ambiente de ineficacia doméstica. Se giró hacia Bunter, que estaba de pie con cara de pocos amigos al otro lado de la cocina.
– Bien, Bunter -dijo con firmeza-. ¿A qué viene todo esto?
– Le ruego que me perdone, señora -repuso Bunter, dominando su ira-. Me temo que he perdido los nervios. Pero llevo al servicio de milord casi quince años, contando los años de la guerra, que me mantuve a su lado, y nunca me había pasado algo semejante. Llevado por la impresión y la mortificación interna, hablé con un tono bastante fuera de lugar. Le ruego, señora, que no me lo tenga en cuenta. Debería haberme controlado mejor. Le aseguro que no volverá a suceder.
La señora Venables dejó el cubo en el suelo.
– Pero ¿qué ha pasado?
Emily tragó saliva y Bunter señaló con un trágico dedo la botella de cerveza que estaba encima de la mesa.
– Señora, ayer milord me confió esa botella. La dejé en un armario de mi habitación con la intención de fotografiarla esta mañana antes de enviarla a Scotland Yard. Al parecer, ayer por la noche esta joven entró en la habitación en mi ausencia, investigó entre mis cosas y se llevó la botella. Y no contenta con llevársela, la lavó.
– Si me permite, señora -dijo Emily-. ¿Cómo iba yo a saber que la necesitaba para algo? Algo tan viejo y sucio. Yo sólo estaba quitando el polvo del cuarto, señora, y vi la botella en una estantería del armario y pensé: «Mira esta botella tan vieja. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? Alguien se la habrá olvidado». Así que me la llevé y cuando Cook la vio me dijo: «¿Qué llevas ahí, Emily? Ah, esa botella es perfecta para poner el alcohol de quemar»; y yo la lavé…
– Y ahora las huellas han desaparecido -dijo Bunter para finalizar la frase-. Y ahora no sé qué decirle a milord.
– ¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó, desesperada la señora Venables. Luego se centró en el punto de las tareas domésticas que le había llamado la atención-. ¿Y por qué se te hizo tan tarde para sacar el polvo?
– Si me permite, señora. No sé qué pasó. Todo el día fui retrasada y, al final, me dije: «Mejor tarde que nunca», aunque si lo hubiera sabido…
Empezó a llorar y Bunter sintió lástima por ella.
– Lamento haberme expresado con tanta brusquedad -dijo-, y asumo la culpa por no haber cerrado el armario con llave. Pero debe entender, señora, cómo me siento cuando pienso en que milord se levantará inocentemente sin poderse imaginar la mala noticia que le tengo guardada. Me duele en el alma, si me permite mencionar algo tan espiritual en este asunto material. Aquí tengo preparado el té para subírselo a la habitación, sólo me falta echarle el agua hirviendo y me siento como si le fuera a echar una poción mortal que ningún aroma de Arabia podría suavizar. Ya ha llamado dos veces -añadió Bunter algo desesperado-, y por la tardanza debe imaginarse que ha sucedido algún desastre…
– ¡Bunter!
– ¡Milord! -contestó Bunter, como si rezara.
– ¿Qué demonios ha pasado con mi té? ¿Por qué…? Oh, le ruego que me disculpe, señora Venables. Disculpe mi vocabulario y que me presente en batín en la cocina. No sabía que estaba usted aquí.
– ¡Oh, lord Peter! -exclamó la señora Venables-. Ha sucedido algo terrible. Su sirviente está muy disgustado y esta chica estúpida…, no lo hizo con mala intención, claro, todo ha sido un accidente, pero hemos lavado su botella y las huellas se han borrado.
– ¡Buaaa! -gritó Emily entre sollozos-. ¡Oooh! ¡Buaaa! Fui yo. Yo la lavé. No lo sabía…
– Bunter -dijo lord Peter-. ¿Cómo decía ese verso sobre el águila golpeada que quedaba tendida en la llanura? ¿Nunca volverán las nubes a elevarse por encima del cielo? Ese verso expresa perfectamente mis sentimientos. Súbeme el té a la habitación y tira la botella a la basura. Lo hecho hecho está. Además, en cualquier caso, posiblemente las huellas no me hubieran servido de nada. Una vez William Morris escribió un poema llamado El hombre que nunca volvió a sonreír. «Si el grito de los que triunfan, la canción de los que festejan jamás pudieran volver a salir de mis labios, sabrás por qué. Posiblemente, mis amigos me estarán devotamente agradecidos. Que os sirva de consejo: nunca busquéis la felicidad en una botella». Emily, si sigues llorando, tu novio no te reconocerá el domingo. Señora Venables, no se preocupe por nada, sólo era una botella vieja y odiaba verla por ahí. Hace una mañana preciosa para levantarse temprano. Permítame que la ayude con el cubo. Le ruego que no le dé más vueltas a este asunto, y tú tampoco, Emily. Es una chica especialmente agradable, ¿no cree? Por cierto, ¿cómo se apellida?
– Holliday -contestó la señora Venables-. Es sobrina de Russell, el director de pompas fúnebres, ya lo conoce, y está emparentada con Mary Thoday aunque, claro, en este pueblo todos están emparentados los unos con los otros. Es lo que pasa en los pueblos tan pequeños, aunque ahora que todos tienen motocicletas y que el autobús pasa dos veces a la semana regularmente, ya no está tan mal. Al menos ya no habrá tantas criaturas desgraciadas como el Loco Peake. Los Russell son muy buena gente, todos.
– Por supuesto -dijo lord Peter Wimsey.
Se quedó pensando en un montón de cosas mientras echaba comida a los pollos con el cucharón.
Pasó las primeras horas de la mañana dándole vueltas al criptograma, sin acabar de entender nada y, tan pronto como consideró que la taberna ya estaría abierta, fue al Red Cow a tomarse una botella de cerveza.
– ¿Amarga, milord?
– No, hoy no. Para variar, tomaré una Bass.
El señor Donnington se la sirvió y se alegró de que Wimsey la encontrara tan buena.
– Nueve décimas partes del sabor de una buena cerveza dependen del estado -dijo Wimsey-, y eso depende, en gran medida, del proceso de embotellamiento. ¿Quién se la embotella a usted?
– Los Griggs, de Walbeach. Son muy buena gente; no tengo ni una sola queja. Pruébela, aunque se ve con sólo mirarla, ya me entiende. Dorada como el sol aunque, claro, tiene que fiarse de mí, que soy el especialista. Una vez tuve a un chico trabajando aquí y jamás conseguí que no colocara la Bass hacia abajo en la caja, como si fuera cerveza negra. La negra puede estar boca abajo, aunque yo nunca la guardo así, ni lo recomiendo, pero para poder disfrutar de una Bass en todo su esplendor, debe estar boca arriba y no debe agitarse.
– Estoy de acuerdo. No hay nada de malo en esto. A su salud. ¿Usted no toma nada?
– Gracias, milord. Claro. A su salud -dijo el señor Donnington, levantando el vaso a la luz-. Esto sí que es un vaso de Bass en condiciones.
Wimsey le preguntó si ganaba mucho dinero con las botellas de litro y medio.
– ¿De litro y medio? No, no sirvo demasiadas. Pero creo que Tom Tebbutt, el de la taberna, sí que las sirve. También se las embotellan los Griggs. -¡Ah!
– Sí. Hay uno o dos que prefieren las botellas de litro y medio. Aunque aquí casi todo el mundo quiere barriles. Pero siempre hay algún granjero que quiere que le lleven las botellas de litro y medio a casa. Hace años, todo el mundo se hacía su propia cerveza; hay muchas granjas que aún conservan las máquinas, y algunas incluso todavía curan el jamón en casa. El señor Ashton es uno de ellos, jamás querrá nada que se haya fabricado en grandes cantidades. Sin embargo, con todas estas cadenas de tiendas con las furgonetas de transporte y con todas esas chicas que quieren salir en la foto enseñando las medias de seda y toda la comida enlatada que venden, no hay demasiados lugares donde se pueda comer algo criado y curado en casa. Y, encima, fíjese en el precio de la comida para los cerdos. Lo que digo es que los granjeros deberían estar protegidos por alguien. Yo me crié como un comerciante independiente, pero los tiempos han cambiado. No sé si alguna vez había pensado en estas cosas, milord. Quizá a usted no le afecten. O… me olvidaba, a lo mejor usted se sienta en la Cámara de los Lores. Harry Gotobed insiste en que sí, pero yo le dije que debía haberse confundido… ¡aunque nunca se sabe! Usted lo sabrá mejor que yo.
Wimsey le explicó que no estaba cualificado para sentarse en la Cámara de los Lores. El señor Donnington dijo, satisfecho, que en ese caso el sacristán le debía media corona y, mientras éste escribía una nota en la solapa de un sobre para que quedara constancia, Wimsey se marchó y se fue a la taberna.
Allí, haciendo una demostración de tacto, obtuvo una lista de los granjeros que pedían que les llevaran la Bass a casa en botellas de litro y medio. La mayor parte eran gente de los alrededores, pero al final, después de pensar un poco, la señora Tebbutt mencionó un nombre que hizo que Wimsey pusiera los ojos como platos.
– A Will Thoday le llevamos algunas mientras Jim estuvo con ellos; una docena más o menos. Ese Jim es un buen chico, te hace reír a carcajada limpia explicándote historias de sus viajes. Le trajo ese loro a Mary aunque, como yo le digo, ese pájaro no es un buen ejemplo para las niñas. ¡Si hubiera oído lo que le dijo al párroco el otro día! Aunque creo que él no entendió nada. El señor Venables es un auténtico caballero, no como el párroco de antes. Era amable, sí, pero el señor Venables es distinto; además, dicen que solía decir cosas impropias de un clérigo. Aunque, pobre hombre. Dicen que era un poco débil… ya me entiende. En los sermones solía decir: «Haced lo que os digo, no hagáis lo que yo haga». Siempre estaba colorado y se murió así, de repente, de un ataque.
Wimsey intentó sin éxito redirigir la conversación hacia Jim Thoday. Pero la señora Tebbutt estaba lanzada recordando al viejo párroco y el lord tardó una media hora en poder salir de la taberna. Camino de la vicaría, se dio cuenta de que había acabado llegando a la puerta de Will Thoday. Miró hacia un lado y vio a Mary, ocupada tendiendo la colada. Decidió arriesgarse con un ataque frontal.
– Espero que me disculpe, señora Thoday -dijo después de anunciarse y entrar-, si le vuelvo a traer a la memoria un episodio tan penoso del pasado. Quiero decir que lo pasado pasado está y que a nadie le gusta revivir las cosas malas, ¿no es cierto? Sin embargo, cuando se trata de cadáveres en las tumbas de otros, bueno, uno empieza a darle vueltas y ya sabe…
– Sí, claro, milord. Si le puedo ayudar en algo, sólo tiene que decírmelo. Pero, como le dije al señor Blundell, no sé nada de eso ni de cómo fue a parar allí ese cadáver. El me preguntó por el sábado por la noche y, aunque lo he estado repasando una y otra vez, no recuerdo haber visto nada extraño.
– ¿Recuerda a un hombre que se hacía llamar Stephen Driver?
– Sí, señor. El que trabajaba con Ezra Wilderspin. Recuerdo que lo vi un par de veces. Dicen que los investigadores creen que el cadáver puede ser suyo.
– Pero no lo es.
– ¿Ah, no, milord?
– No, porque lo hemos encontrado y sigue vivito y coleando. ¿Había visto a ese tal Driver antes de que llegara aquí?
– No creo, milord. No.
– ¿Y no le recordaba a nadie?
– No, milord.
Parecía que era bastante sincera y Wimsey no apreció ningún síntoma de alarma en la voz o en la cara.
– Es extraño -dijo él-. Porque dice que se marchó de St Paul porque creía que usted lo había reconocido.
– ¿En serio? Bueno, pues es muy raro, milord.
– ¿Alguna vez lo oyó hablar?
– Creo que no, milord.
– Suponga que no hubiera llevado barba, ¿le habría recordado a alguien?
Mary agitó la cabeza. Como a mucha gente, utilizar la imaginación hasta ese extremo le costaba mucho.
– Bueno, ¿lo reconoce?
Wimsey sacó la fotografía que le habían hecho a Cranton en la época del asunto Wilbraham.
– ¿El? -La señora Thoday palideció-. Sí, milord. Lo recuerdo. Es Cranton, el que se llevó el collar y metieron en la cárcel al mismo tiempo que a… a mi primer marido, milord. Supongo que conoce la historia. Es su cara, maldito sea. ¡Dios mío! Volver a verla me ha impresionado mucho.
Se sentó en el sofá y se quedó mirando la fotografía.
– No puede… ¿Era Driver?
– Sí, señora. ¿No lo sabía?
– No tenía ni idea, milord. Si me lo hubiera imaginado, no dude de que ya me habría encargado de hablar con él. Le habría sacado dónde escondió las esmeraldas. Verá, milord, eso es lo que más daño le hizo a mi pobre marido, que este hombre dijera que las esmeraldas las tenía él. Pobre Jeff, no cabe duda de que este hombre lo engañó; y todo por culpa mía, milord, por hablar demasiado, y sí, me temo que él cogió las joyas, pero no se las quedó. Fue este tal Cranton el que las tuvo desde el principio. ¿No cree que ya he sufrido bastante todos estos años sabiendo que sospecharon de mí? El jurado me creyó, pero aún queda quien dice que estuve implicada y que sabía dónde estaban las esmeraldas. Si hubiera podido encontrarlas, milord, habría ido a Londres de rodillas para devolvérselas a la señora Wilbraham. Sé que el pobre sir Henry sufrió mucho por eso. La policía registró nuestra casa, y yo también, una y otra vez.
– ¿Y no podía fiarse de la palabra de Deacon? -preguntó Wimsey con voz suave.
Ella se quedó dudando y los ojos rememoraron la tristeza de aquellos días.
– Milord, yo le creí. Aunque, da lo mismo. No sabe cómo me sentí cuando supe que había robado las joyas de una dama en casa de sir Henry. Sólo pensaba que ojalá que no hubiera hecho lo otro, encima, llevárselas y esconderlas. Yo no sabía qué creer, milord. Pero ahora siento que mi marido decía la verdad. Se dejó llevar por ese tal Cranton, sin duda, pero no creo que nos engañara a todos, no lo creo. Es más, en mi interior estoy casi segura de que no lo hizo.
– ¿Y para qué supone que volvió Cranton?
– ¿No demuestra eso, milord, que fue él quien escondió las esmeraldas? Debió asustarse y las escondió en algún rincón aquella misma noche, antes de escaparse.
– Él mismo dice que Deacon le dijo, en el banco de los acusados, que las esmeraldas estaban aquí y que, si quería encontrarlas, viniera a hablar con Sastre Paul y Batty Thomas.
Mary agitó la cabeza.
– No lo entiendo, milord. Porque, si mi marido le dijo algo así, Cranton no se habría callado. Se lo habría dicho al jurado porque estaba muy enfadado con Jeff.
– ¿Usted cree? Yo no estoy tan seguro. Supongamos que Deacon le dijo a Cranton dónde estaban las esmeraldas, ¿no cree que Cranton hubiera esperado para hacerse con ellas cuando saliera de la cárcel? ¿Y no cree que pudo venir a Fenchurch St Paul en enero para buscarlas? ¿Y que luego, pensando que usted lo había reconocido, se marchó de repente asustado?
– Bueno, milord, supongo que sí. Pero, entonces, ¿quién es ese pobre hombre que mataron?
– La policía cree que puede tratarse de algún cómplice de Cranton que quizá le ayudó a encontrar las esmeraldas y que, como recompensa, acabó en una tumba. ¿Sabe si Deacon hizo amigos entre los demás convictos o celadores de Maidstone?
– No lo sé, milord. Le dejaban escribir a menudo, por supuesto, pero no le diría a nadie algo así, porque le leían la correspondencia.
– Claro. Me pregunto si alguna vez usted recibió un mensaje de él, no sé, a través de un prisionero al que hubieran soltado o algo así.
– No, milord, nunca.
– ¿Había visto alguna vez esta letra?
Le dio el criptograma.
– ¿Esta letra? Pues claro…
– ¡Cállate, estúpido! ¡Cállate, estúpido! ¡Venga, Joey! ¡Enséñame una pierna!
– ¡Por todos los santos! -exclamó Wimsey, asustado.
Se giró y vio un enorme ojo de loro africano mirándolo fijamente. El animal, cuando se dio cuenta de que era un extraño, se calló, agachó la cabeza y se columpió en su jaula.
– ¡Maldito seas! -dijo Wimsey-. Me has dado un susto de muerte.
– ¡Wa! -dijo el loro, con una risita de satisfacción.
– ¿Es ése el pájaro que su cuñado le trajo? La señora Tebbutt me ha explicado la historia.
– Sí, milord. Es un gran parlanchín, pero lo cierto es que es un malhablado.
– No conozco a ningún loro que no lo sea. Creo que es su naturaleza. A ver…, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, la letra. Me estaba diciendo que…
– Le decía que claro que no la había visto nunca, milord.
Wimsey juraría que iba a decir lo contrarío. Estaba mirando… no, no miraba nada en concreto, sólo tenía la mirada perdida, con la cara de alguien que ve que se aproxima una catástrofe increíble.
– Es extraño, ¿no? -dijo, con la voz ausente-. Parece que no tiene sentido. ¿Qué le ha hecho pensar que yo podría saber algo sobre esto?
– Se nos ocurrió que quizá la había escrito alguien que su difunto marido había conocido en Maidstone. ¿Alguna vez ha oído hablar de un hombre llamado Jean Legros?
– No, milord. Ese nombre es francés, ¿verdad? Jamás he visto a ningún francés, sólo a unos cuantos belgas que vinieron cuando la guerra.
– ¿Y nunca conoció a nadie llamado Paul Sastre?
– No, nunca.
El loro se rió a carcajadas.
– ¡Cállate, Joey!
– ¡Cállate, estúpido! ¡Joey, Joey, Joey! Si te pica, ráscate. ¡Wa!
– Bueno, bueno -dijo Wimsey-. Sólo era una pregunta.
– ¿De dónde ha sacado eso?
– ¿El qué? Ah, esto. Lo encontraron en la iglesia e imaginamos que sería de Cranton. Pero él dice que no es suyo.
– ¿En la iglesia?
Como si de un acto reflejo se tratara, el loro se quedó con esas palabras y empezó a hablar aceleradamente:
– Tenemos que ir a la iglesia. Tenemos que ir a la iglesia. Las campanas. ¡Wa! ¡Joey! ¡Joey! ¡Venga, Joey! Tenemos que ir a la iglesia.
La señora Thoday entró corriendo en la habitación contigua y tapó la jaula del pájaro con un pañuelo, mientras Joey se quejaba.
– Empieza y no para -dijo-. Me pone muy nerviosa. Está así desde aquella noche que Will estuvo tan enfermo. Tocaron el carrillón y estaba preocupado porque no podía estar allí. Will se enfada mucho con Joey cuando lo imita. Le dice: «Cállate, Joey».
Wimsey le alargó la mano para que le devolviera el criptograma, y Mary así lo hizo, aunque a regañadientes, pensó Wimsey, y como si su cabeza estuviera en otra parte.
– Bueno, no quiero molestarla más, señora Thoday. Sólo quería aclarar ese pequeño detalle sobre Cranton. Espero que, después de todo esto, esté tranquila; quiero que sepa que él sólo vino a fisgonear. Bueno, no es probable que vuelva a molestarla. Está enfermo y, en cualquier caso, tendrá que volver a la cárcel a cumplir condena. Perdone la intromisión y las preguntas sobre un tema que está mucho mejor en el olvido.
Sin embargo, durante todo el camino de vuelta a la rectoría no dejó de pensar en los ojos de Mary y en las palabras del loro: «¡Las campanas! ¡Las campanas! ¡Tenemos que ir a la iglesia! ¡No se lo digas a Mary!».
Cuando escuchó la historia, el comisario Blundell chasqueó la lengua.
– Lo de la botella es una lástima -dijo-. No creo que hubiéramos encontrado nada importante, pero nunca se sabe. Emily Holliday, ¿eh? Claro, es prima de Mary Thoday. Lo había olvidado. Esa mujer puede conmigo; Mary, quiero decir. Que me cuelguen si sé qué hacer con ella, o con su marido. Estamos en contacto con la gente de Hull, y lo están arreglando todo para embarcar a James Thoday de vuelta a Inglaterra lo antes posible. Les hemos dicho que lo necesitamos como testigo en un caso de asesinato. Es lo mejor, no puede desobedecer las órdenes de sus superiores y, si lo hace, sabremos que pasa algo raro y podremos detenerlo. En cuanto al mensaje, ¿qué le parece si se lo enviamos al alcaide de Maidstone? Si el tal Legros o Sastre o como se llame estuvo allí alguna vez, quizá pueda reconocer la letra.
– Puede -repuso Wimsey, pensativo-. Sí, podemos hacerlo. Además, espero recibir noticias de monsieur Rozier pronto. Los franceses no tienen tantos problemas morales como nosotros para interrogar a los testigos.
– Son afortunados, milord -respondió el señor Blundell convencido.
Colocó los querubines en la parte más interna del Templo, y allí estaban con las alas desplegadas
Reyes (6,27)
Y la alzada, de piedras costosas
Reyes (7,11)
– Espero -dijo el párroco el domingo por la mañana-, que a los Thoday no les haya pasado nada malo. Ni Will ni Mary han venido esta mañana a misa. Nunca habían faltado, excepto cuando él estuvo enfermo.
– Y ésa es una razón de peso -añadió la señora Venables-. Quizá Will se ha vuelto a resfriar. Estos vientos son muy traicioneros. Lord Peter, coja otra salchicha. ¿Cómo lleva el mensaje cifrado?
– Ni lo mencione, me parece que estoy en un callejón sin salida.
– Yo no me preocuparía -le aconsejó el señor Venables-. Aunque tenga que aguantar algún revés de vez en cuando, pronto volverá a encontrar el camino.
– Eso no me importaría. Lo que me pone nervioso es ir por detrás.
– Detrás de un misterio siempre se esconde algo -dijo el párroco, alegre por lo que se le acababa de ocurrir-. Una solución.
– Lo que quiere decir -intervino muy seria la señora Venables- es que dentro de una rueda siempre hay otra rueda.
– Y donde hay una rueda generalmente hay una cuerda -apuntó Wimsey.
– Por desgracia -dijo el párroco, y después se hizo un silencio melancólico en la habitación.
La preocupación por los Thoday se disipó cuando aparecieron juntos en la misa de la tarde, aunque Wimsey se dijo que nunca había visto a dos personas con un aspecto tan triste e infeliz. Mientras pensaba en ellos perdió contacto con lo que pasaba a su alrededor: se sentó en el banco, no escuchó ni una palabra de los salmos, entonó un sonoro y solitario «Porque tuyo es el Reino» al final de una oración, y sólo volvió en sí cuando el señor Venables apareció para dar el sermón. Como siempre, Gotobed no había barrido demasiado bien el cancel, y los crujidos del carbón cuando el párroco lo pisaba lo acompañaron todo el camino hasta el pulpito. Pronunció la invocación y Wimsey se reclinó en el banco en actitud relajada, cruzó los brazos y se quedó mirando fijamente el techo.
– El que ha exaltado a tu único hijo con gran júbilo en el cielo. Éstas son las palabras a recordar hoy. ¿Qué nos quieren decir? ¿Qué imagen nos hacemos de la gloria y el júbilo del Cielo? El pasado jueves nuestra oración se centró en que nosotros también subiremos en corazón y mente a lo alto del Cielo y viviremos allí, y esperamos que, después de la muerte, nos admitan, no sólo en corazón y mente sino también en cuerpo y alma, en ese estado donde querubines y serafines cantan continuamente sus alabanzas. La descripción de la Biblia es maravillosa: el mar de cristal y el señor sentado entre los querubines, y los ángeles con sus arpas y coronas doradas, como los imaginaron los viejos artesanos que construyeron este magnífico techo del que estamos tan orgullosos. Pero ¿creemos de verdad, vosotros y yo, en…?
No había manera. Wimsey ya volvía a estar muy lejos de allí.
– Se levantó sobre los querubines y voló. Se sienta en querubines…
De repente se acordó del arquitecto que había advertido al duque de Denver sobre el estado del tejado de la iglesia: «Verá, excelencia, la madera se ha podrido y detrás de esos querubines hay unos agujeros donde cabe una mano». «Se sienta en querubines». ¡Claro! Qué tonto, había subido a buscar querubines en las campanas cuando los tenía encima de la cabeza mirándolo fijamente con sus grandes ojos dorados cegados por el exceso de luz. ¿Qué querubín era? La nave y las islas estaban llenas de querubines, como el cielo de estrellas. La nave y las islas… «Por lo que las islas estarán satisfechas»; y luego el tercer texto: «Como torrentes en el sur». Entre los querubines de la isla sur. ¿Qué podía ser más claro que eso? De la emoción, estuvo a punto de pegar un salto en el banco. Sólo faltaba descubrir de qué par de querubines en concreto se trataba, y no sería muy difícil. Las esmeraldas no estarían, por supuesto, pero incluso si descubrían el escondite vacío, eso demostraría que el criptograma estaba relacionado con el collar y que la tragedia que planeaba sobre Fenchurch St Paul también estaba relacionada con las esmeraldas. Además, si podían demostrar, con la verificación de la cárcel de Maidstone, que la letra de la carta era de Jean Legros, sabrían quién era ese Legros y, con suerte, podrían relacionarlo con Cranton. Después de todo, si Cranton escapaba del cargo de asesinato, sería un hombre muy afortunado.
Cuando terminaron con el asado del domingo y el pudin Yorkshire, Wimsey se llevó al párroco aparte para hablar con él.
– Señor, ¿cuánto hace que sacaron las galerías de los pasillos?
– Déjeme pensar. Hará unos diez años. Sí, eso es, diez años. Eran horrorosas. Estaban delante de las ventanas de los pasillos, tapaban toda la decoración superior, no dejaban entrar la luz y estaban pegadas a los arcos. De hecho, con aquellos horribles bancos, que parecían bañeras que nacían del suelo, y las galerías, que eran enormes, apenas se veían los capiteles de los pilares.
– O cualquier otra cosa -dijo su mujer-. Yo siempre decía que estar debajo de aquellas galerías eran las vacaciones de un ciego.
– Si quiere ver qué aspecto tenían -añadió el párroco-, puede visitar la iglesia Upwell cerca de Wisbech. En el pasillo norte tienen el mismo tipo de galería (aunque las nuestras eran más grandes y feas) y también tienen un techo lleno de ángeles, aunque no es tan bonito como el nuestro, porque ellos sólo los tienen en el techo y nosotros también los tenemos en las vigas. En realidad, si no sube a la galería, no puede ver los ángeles del pasillo norte.
– Supongo que cuando decidieron sacarlas tuvieron las quejas normales, ¿no?
– Claro, algunos se quejaron. Siempre hay individuos que se oponen a todo tipo de cambios. Pero las galerías eran absurdas, porque había espacio de sobras para toda la parroquia y todos esos asientos no eran necesarios. Los niños de la escuela cabían perfectamente en un pasillo.
– Aparte de los niños de la escuela, ¿quién más se sentaba en la galería?
– Los sirvientes de la Casa Roja y algunos de los habitantes más viejos del pueblo, que ocupaban ese lugar desde tiempos inmemoriables. De hecho, tuvimos que esperar a que se muriera una señora para empezar a hacer las reformas. Pobre señora Wilderspin, la abuela de Ezra. Tenía noventa y siete años y cada domingo venía a misa; si hubiéramos quitado la galería cuando todavía estaba viva, le habríamos roto el corazón.
– ¿En qué lado se sentaban los sirvientes de la Casa Roja?
– Al lado oeste del pasillo sur. Nunca me gustó, porque no podíamos ver lo que estaban haciendo, y a veces su comportamiento dejaba mucho que desear. No creo que la casa del señor sea un buen lugar para flirtear, y los ruidos y las risas eran claras muestras de una conducta indecorosa.
– Si la señora Gates hubiera hecho lo que debía y se hubiera sentado con ellos, la cosa habría sido distinta -dijo la señora Venables-. Pero ella era demasiado señora y siempre quería tener su propio asiento, cerca de la puerta sur, por si se mareaba y tenía que salir a tomar aire.
– Querida, la señora Gates no es una señora demasiado robusta que digamos.
– ¡Tonterías! Come demasiado y luego se indigesta, eso es todo.
– Puede que tengas razón, querida.
– No la soporto -añadió la señora Venables-. Los Thorpe tendrían que vender la casa pero, por lo que se ve, no pueden porque así lo dejó escrito sir Henry en su testamento. No sé cómo van a mantenerla y, además, seguro que el dinero le vendría mucho mejor a la señorita Hilary. ¡Pobre Hilary! Si no hubiera sido por esa horrible señora Wilbraham y su collar… Lord Peter, supongo que a estas alturas ya no hay ninguna esperanza de recuperarlo, ¿verdad?
– Mucho me temo que llegamos un poco tarde, aunque estoy casi seguro de que el collar estuvo en la parroquia hasta enero.
– ¿En la parroquia? ¿Dónde?
– Creo que en la iglesia. El sermón que ha pronunciado esta mañana ha sido de lo más inspirador, padre. Me inspiró tanto que resolví el enigma del criptograma.
– ¡No! -exclamó el párroco-. ¿Cómo ha sucedido?
Wimsey se lo explicó.
– ¡Por todos los santos! ¡Qué interesante! Debemos ir a registrar ese lugar de inmediato.
– De inmediato no, Theodore.
– Bueno, no, querida, no me refería a ahora mismo. Me temo que no quedaría demasiado bien entrar con la escalera en la iglesia en domingo. Aquí todavía respetamos mucho el cuarto mandamiento. Además, esta tarde tengo misa infantil y tres bautizos, y la señora Edwards viene a hablar conmigo. Pero, lord Peter, ¿cómo cree que llegaron allí las joyas?
– Bueno, lo he estado pensando. ¿No arrestaron a Deacon un domingo después de misa? Supongo que tenía alguna idea de lo que iba a suceder y escondió el botín en algún momento del oficio.
– Claro, aquel día estaba sentado en la galería. Ahora entiendo por qué me ha hecho tantas preguntas sobre la galería. ¡Menudo tipejo era ese Deacon! ¿Usted cree que es un…? ¿Qué palabra se usa para referirse a un ladrón que engaña a otro?
– ¿Traidor? -contestó Wimsey.
– Sí, eso es. No me salía. Traicionó a su cómplice. Diez años en la cárcel por un robo del que ni siquiera disfrutó. No puedo evitar sentir compasión por él. Pero, lord Peter, en ese caso, ¿quién escribió el criptograma?
– Creo que tuvo que ser Deacon, por el dominio del sistema de campanología.
– Ya. Y luego se lo dio al otro tipo, a Legros. ¿Por qué lo hizo?
– Posiblemente, para conseguir que Legros lo ayudara a escapar de Maidstone.
– ¿Y Legros esperó todos estos años para utilizarlo?
– Obviamente, Legros tenía muy buenas razones para mantenerse alejado de Inglaterra. Debió de darle el criptograma a algún inglés, probablemente a Cranton. Estoy casi seguro de que él no podía descifrarlo solo y, en cualquier caso, necesitaba la ayuda de Cranton para volver de Francia.
– Ya veo. Entonces encontraron las esmeraldas y Cranton mató a Legros. Cuando pienso en la violencia que se ha desatado por unas piedras, me pongo enfermo.
– A mí me sabe aún peor por la pobre Hilary Thorpe y su padre -dijo la señora Venables-. ¿Quiere decir que mientas ellos necesitaron el dinero tan desesperadamente las esmeraldas estuvieron escondidas en la iglesia todo el tiempo a pocos metros?
– Me temo que sí.
– ¿Y ahora dónde están? ¿Las tiene ese Cranton? ¿Por qué no las ha encontrado nadie hasta ahora? No sé en qué debe estar pensando la policía.
El domingo se les hizo inusualmente largo. Y el lunes por la mañana, en cambio, pasaron muchas cosas a la vez.
La primera fue la llegada del comisario Blundell, que apareció muy nervioso.
– Hemos recibido noticias de Maidstone -anunció-. ¿Adivine de quién es la letra de la carta?
– Lo he estado pensando -dijo Wimsey-, y creo que debe ser de Deacon.
– ¿Ah, sí? -dijo el comisario, algo decepcionado-. Bueno, tiene razón, milord, es de Deacon.
– La carta debe ser el mensaje original. Cuando descubrimos que estaba relacionado con los carrillones, entonces me di cuenta de que sólo podía haberlo escrito Deacon. Dos convictos campaneros en Maidstone hubiera sido algo más que una simple coincidencia. Y luego, cuando le enseñé la carta a la señora Thoday, tuve la seguridad de que había reconocido la letra. Puede ser que Legros le escribiera una carta, pero me parece más probable que supiera que era la letra de su marido.
– Bueno, y entonces, ¿cómo es que la escribió con papel extranjero?
– El papel extranjero es más de lo mismo. ¿Lady Thorpe no tenía una sirvienta extranjera? La antigua señora Thorpe, quiero decir.
– Sir Charles tenía una cocinera francesa -dijo el comisario.
– ¿En la época del robo?
– Sí. Recuerdo que los dejó cuando empezó la guerra. Quería volver con su familia y los Thorpe se las arreglaron para meterla en uno de los últimos barcos que zarparon de Inglaterra.
– Entonces, está claro. Deacon se inventó el criptograma antes incluso de robar las joyas. No se lo podía llevar a la prisión. Debió de dárselo a alguien…
– Mary -opinó el comisario, con una sonrisa malintencionada.
– Tal vez. Y ella se lo debió dar a Legros. Me parece poco claro.
– Pues a mí no, milord. -La sonrisa de Blundell era cada vez más amplia-. Si me permite decírselo, creo que se ha precipitado al enseñarle la carta a Mary Thoday. Se ha marchado.
– ¿Se ha marchado?
– Esta mañana han cogido el primer tren hacia Londres. Ella y Will Thoday. Menuda pareja.
– ¡Dios mío!
– Sí, milord. Ah, pero no sufra, los atraparemos. Pretenden fugarse y llevarse las esmeraldas con ellos.
– Debo admitir -confesó Wimsey- que eso no lo esperaba.
– ¿No? Bueno, yo tampoco, porque si lo hubiera sabido, no les habría quitado los ojos de encima. ¡Ah! Por cierto, ya sabemos cómo se llamaba en realidad Legros.
– Hoy es usted una caja de buenas noticias, comisario.
– Bah, no es nada. Hemos recibido carta de monsieur Rozier. Registró la casa de Suzanne Legros ¿a que no adivina lo que encontraron? Nada más y nada menos que la placa de identificación de Legros. ¿Se le ocurre algo, milord?
– Varias cosas, pero dejaré que me lo diga usted. ¿Cómo se llamaba?
– Arthur Cobbleigh.
– ¿Y quién es ese tal Arthur Cobbleigh?
– Entonces, ¿no lo ha adivinado?
– No. Yo pensaba otra cosa. Continúe, comisario.
– Bueno, pues Arthur Cobbleigh parece ser que era un chico normal. ¿De verdad no se imagina de dónde era?
– Soy todo oídos.
– Era de un pequeño pueblo cerca de Dartford, a menos de un kilómetro del bosque donde encontraron el cuerpo de Deacon.
– ¡Vaya! Ahora empezamos a tener algo.
– Tan pronto como he recibido la carta, he empezado a hacer llamadas. Cobbleigh era un chico que en 1914 debía de tener unos veinticinco años. No contaba con un buen historial. Era peón. Había tenido varios problemas con la policía un par de veces por pequeños robos. Se alistó en el Ejército el primer año de la guerra y no le costó nada despedirse de los suyos. Lo vieron por última vez el último día de permiso de 1918, y eso fue dos días después de que Deacon se escapara de la cárcel. Aquel día se marchó para reincorporarse a su unidad. Jamás lo volvieron a ver. Lo último que se supo de él: «Desaparecido, dado por muerto» en la retirada del Mame. Oficialmente, quiero decir. Porque las auténticas últimas noticias de él están allí.
El comisario apuntó con el dedo hacia el cementerio.
Wimsey hizo una mueca.
– No tiene sentido, comisario, no tiene ningún sentido. Si este Cobbleigh se alistó en el Ejército el primer año de la guerra, ¿cómo es posible que estuviera compinchado con Deacon, que fue a Maidstone en 1914? No tuvieron tiempo. ¡Maldita sea! No te alias con un tipo para un plan así en un par de días de permiso. Si Cobbleigh hubiera sido un celador, un convicto o hubiera tenido algo que ver con la cárcel, sería posible. Si hubiera tenido algún tipo de relación con la cárcel o algo así, tendríamos más información.
– ¿Usted cree? Mire, milord, mientras venía hacia aquí le he estado dando vueltas. Deacon se había escapado de la cárcel, ¿no? Cuando lo encontraron todavía llevaba el uniforme de preso, ¿no? ¿No demuestra eso que la fuga no estaba planeada de antemano? Si no se hubiera caído por ese agujero, lo hubieran encontrado mucho antes, ¿no? Ahora escúcheme y dígame si no tengo razón. Para mí está más claro que el agua. Este Cobbleigh va caminando por el bosque, después de visitar a su madre, para coger el tren a Dartford y reunirse con su unidad con el fin de volver a Francia. En algún punto del camino se encuentra con un hombre merodeando por allí. Lo agarra por el cuello y descubre que ha encontrado al convicto fugado que todo el mundo está buscando. El convicto le dice: «Si me sueltas, te haré un hombre muy rico». A Cobbleigh le parece bien. Dice: «Llévame hasta el tesoro. ¿De qué se trata?». El convicto dice: «Se trata de las esmeraldas Wilbraham». Y Cobbleigh dice: «¡Vaya! Cuéntame algo más sobre esas joyas. ¿Cómo sé que no me estás engañando? Dime dónde están y luego hablaremos». Deacon le responde: «No te diré nada si no me ayudas». Y Cobbleigh le contesta: «No puedes hacer nada. Sólo tengo que decirles dónde estás». Deacon dice: «Con eso no vas a conseguir nada. Quédate a mi lado y pronto tendrás las manos llenas de libras». Siguen hablando y Deacon, como un tonto, suelta que ha escrito una nota con el nombre del escondite y que la lleva encima. «¿En serio? -pregunta Cobbleigh-. Entonces, será mejor que la guardes bien». Y lo golpea en la cabeza. Luego lo registra y encuentra la nota, pero se pone furioso porque no la entiende. Así que vuelve a mirar a Deacon y descubre que lo ha matado. «¡Demonios! Esto lo tuerce todo. Será mejor que lo aparte del camino y me vaya». Así que lo tira al agujero y se marcha a Francia. ¿Qué le parece?
– Una buena historia sangrienta -dijo Wimsey-. Pero ¿por qué iba Deacon a llevar encima la nota del escondite? ¿Y cómo es que estaba escrita en papel extranjero?
– No lo sé. Bueno, imaginemos que fue como usted dijo antes. Que le dio el papel a su mujer. Imagine que, por accidente, se le escapa la dirección de su mujer y luego todo sigue como le he explicado. Cobbleigh vuelve a Francia, deserta y Suzanne Legros lo cuida. No le dice a nadie quién es, porque no sabe si han encontrado el cuerpo de Deacon o no y tiene miedo de que, si regresa a Inglaterra, lo acusen de asesinato. Mientras, no se separa del papel ni un momento…; no, falso. Le escribe a la señora Deacon y consigue que ella le envíe la carta.
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– Esto es un lío. ¡Ah, ya lo tengo! Esta vez sí. Le dice que tiene la clave. Eso es. Deacon le dijo: «Mi mujer tiene la nota, pero es una tonta parlanchina y no le he querido dar la clave porque podría decírsela a cualquiera. Te daré la clave a ti para que veas que sé de lo que estoy hablando». Entonces Cobbleigh lo mata y, cuando cree que es seguro, le escribe a Mary y ella le envía la carta.
– ¿La original?
– Sí, ¿por qué?
– Alguien podría pensar que guardó el original y le envió una copia.
– No. Le envía el original para que Cobbleigh vea que era la letra de Deacon.
– Pero Cobbleigh no tenía por qué conocer la letra de Deacon.
– Pero Mary no lo sabía. Cobbleigh resuelve el mensaje y ellos le ayudan a cruzar la frontera.
– Creía que ya lo habíamos hablado y habíamos decidido que los Thoday no pudieron hacerlo.
– De acuerdo. Entonces los Thoday se pusieron en contacto con Cranton. Cobbleigh llega a Inglaterra bajo el nombre de Paul Sastre, viene a Fenchurch y se lleva las esmeraldas. Entonces Thoday lo mata y se lleva las joyas. Mientras, Cranton llega para ver qué ha pasado y descubre que se le han adelantado. Desaparece y los Thoday se hacen los inocentes hasta que ven que nos estamos acercando demasiado, y luego son ellos los que desaparecen.
– Entonces, ¿quién es el asesino?
– Cualquiera, diría yo.
– ¿Y quién lo enterró?
– Will no, seguro.
– ¿Y cómo lo hicieron? -preguntó Wimsey-. ¿Y por qué ataron a Cobbleigh? ¿Por qué no lo mataron de un simple disparo en la cabeza? ¿Por qué Thoday sacó doscientas libras del banco y después las volvió a ingresar? ¿Cuándo sucedió todo? ¿Quién era el hombre que el Loco Peake vio en la iglesia la noche del 30 de diciembre? Y, lo más importante, ¿cómo fue a parar la carta al campanario?
– No le puedo responder a todo a la vez. Así es como lo arreglaron, confíe en mí. Y ahora voy a detener a Cranton y a los Thoday, y si entre ellos no me conducen a las esmeraldas, me comeré el sombrero.
– ¡Ah! Por cierto, eso me recuerda algo. Antes de que llegara íbamos a examinar el lugar donde Deacon escondió las esmeraldas. El párroco resolvió el enigma…
– ¿El párroco?
– Sí. Así que, sin ninguna esperanza, y sólo por curiosidad, vamos a subir al Cielo y buscar entre los querubines. De hecho, el párroco está en la iglesia, ¿vamos?
– Claro, aunque no puedo perder el tiempo.
– Estoy seguro de que no tardaremos demasiado.
El párroco había sacado la escalera del sacristán y ya estaba subido al techo del pasillo sur, llenándose de telarañas mientras buscaba entre el roble viejo.
– Los sirvientes se sentaban por aquí -dijo, cuando vio a Wimsey y al comisario Blundell-. Aunque, ahora que lo pienso, los pintores vinieron el año pasado a repasar toda la iglesia, y si hubiera habido algo, lo habrían encontrado.
– Quizá lo hicieron -dijo Wimsey, y Blundell emitió un gruñido.
– Oh, espero que no. Creo que no. Son la gente más honesta que conozco -dijo el señor Venables mientras bajaba la escalera-. Quizá sería mejor que lo intentara usted. A mí no se me dan bien estas cosas.
– La madera está muy bien trabajada -dijo Wimsey-. Todo muy bien sujeto. En Duke's Denver hay muchas vigas así, y cuando era pequeño yo mismo tenía mi propio escondite. Guardaba fichas y me imaginaba que era como mi tesoro escondido. Lo único malo es que me costaba mucho sacarlas. Blundell, ¿recuerda el anzuelo de alambre que encontramos en el bolsillo del cadáver?
– Sí, milord. Jamás conseguimos saber para qué lo usó.
– Debí habérmelo imaginado. Yo fabriqué algo parecido para mi tesoro -dijo el lord, mientras sus largos dedos iban de un lado a otro de las vigas, estirando suavemente las estaquillas de madera que las sujetaban-. Debía ser accesible desde donde se sentaba. ¡Aja! ¿Qué les había dicho? Ahora la aparto suavemente y ya está.
Arrancó una de las estaquillas sin demasiado trabajo. Originalmente, atravesaba la viga, debía medir unos treinta centímetros de largo y sobresalía un centímetro y medio por cada lado. Pero, en algún momento, alguien había serrado un espacio de unos ocho centímetros por el lado grueso.
– Ahí está -dijo Wimsey-. El escondite original de algún colegial, espero. Supongo que algún niño estaría jugando y vio que estaba floja. Posiblemente lo limpió. Al menos, eso es lo que yo hice con mi escondite del tesoro. Entonces se la llevó a casa y le cortó unos diez centímetros con la sierra haciendo dos trozos. El día siguiente que fue a misa se llevó una varilla. Volvió a colocar la estaquilla en su sitio con ayuda de la varilla, de modo que el agujero no fuera visible desde el otro lado. Entonces dejó dentro las canicas o lo que sea que quiera esconder y colocó el otro extremo de la estaquilla. Y ya está, un buen escondite donde a nadie jamás se le ocurriría mirar. O eso es lo que él creía. Entonces, unos años después, entra en escena nuestro amigo Deacon. Un día está aquí sentado, posiblemente algo aburrido por el sermón, lo siento padre. Empieza a jugar con la estaquilla y se queda con un trozo en la mano. «¡Qué divertido! -piensa-. Un lugar perfecto si se quiere esconder algo de manera rápida». Unos años más tarde, cuando tiene la necesidad de deshacerse de las esmeraldas con urgencia, se acuerda de este escondite. Es bastante obvio. Se sienta aquí tranquila y piadosamente escuchando la Primera Lección. Muy discreto, baja la mano y busca a su lado, saca la estaquilla, coge las esmeraldas, las esconde y vuelve a tapar el escondite. Todo esto antes de que su reverencia diga «Podéis ir en paz». Cuando sale se encuentra que nuestro amigo el comisario y sus hombres lo detienen. «¿Dónde están las esmeraldas?», le preguntan. «Registradme, si queréis», dice él. Lo hacen y aún siguen buscando.
– ¡Increíble! -dijo el párroco.
El señor Blundell murmuró una expresión de rabia, recordó dónde se encontraba y tosió.
– Así que ahora ya sabemos para qué quería el anzuelo -dijo Wimsey-. Cuando Legros, o Cobbleigh, o como quiera llamarlo, vino a por el tesoro…
– ¡Un momento! -interrumpió el comisario-. El criptograma no hacía mención a ningún agujero, ¿verdad? Sólo hablaba de los querubines. ¿Cómo sabía que necesitaba un anzuelo para sacar el collar de entre los querubines?
– Quizá había venido antes a examinar el terreno. Pero claro, sabemos que lo hizo. Eso es lo que debía estar haciendo cuando el Loco Peake lo vio con Thoday en la iglesia. Seguramente entonces fue a echarle un vistazo al lugar y volvió más tarde. Aunque no tengo ni la menor idea de por qué esperó cinco días. Probablemente algo salió mal. De todos modos, volvió con el anzuelo y se llevó el collar. Luego, justo cuando bajaba de la escalera, su cómplice lo agarró por detrás, lo ató y entonces… entonces acabó con él de alguna manera que todavía no nos explicamos.
El comisario se rascó la cabeza.
– Usted creía que debería haber esperado para hacerlo en otro lugar, ¿no es cierto, milord? Matarlo aquí en la iglesia y tomarse todas las molestias de enterrarlo, etcétera. ¿Por qué no se marchó mientras todo salía bien y tiró a Cobbleig al río o a cualquier otro sitio por el camino?
– Sólo el cielo lo sabe -dijo Wimsey-. En cualquier caso, aquí tenemos el escondite y el motivo por el cual llevaba un anzuelo. -Insertó la punta de la pluma estilográfica en el agujero-. Es bastante profundo… ¡Ah, pues no, no lo es! Después de todo sólo es un agujero superficial, no es más hondo que la estaquilla. No podemos habernos equivocado, estoy seguro. ¿Dónde está mi linterna? ¡Demonios! Perdón, padre. ¿Eso es madera? ¿O es…? Blundell, tráigame un mazo y una barra pequeña o un palo… que no sea demasiado grueso. Limpiaremos este agujero.
– Vaya a la vicaría y pídaselo a Hinkins -le sugirió el párroco para ahorrar tiempo.
Al cabo de unos minutos, Blundell regresó jadeando con una pequeña barra de hierro y una llave inglesa. Wimsey había movido la escalera de lado y estaba examinando el extremo más estrecho de la estaquilla de roble. Colocó un extremo de la barra contra la estaquilla y la golpeó con fuerza con la llave inglesa. Un murciélago eclesiástico, que se asustó mucho con el ruido, salió a toda velocidad de su rincón de descanso y desapareció chillando; el extremo de la estaquilla que había recibido el golpe atravesó el agujero, salió disparado por el otro lado y se llevó algo consigo, algo que, a medida que iba cayendo, se iba separando como gotas de agua que salen de un papel de embalar marrón y cayó como una cascada de gotas verdes y doradas a los pies del párroco.
– ¡Válgame Dios! -gritó el señor Venables.
– ¡Las esmeraldas! -exclamó el comisario-. ¡Dios mío, las esmeraldas! ¡Y las cincuenta libras de Deacon!
– Nos hemos equivocado, Blundell -dijo lord Peter-. Nos hemos equivocado desde el principio. Nadie las había encontrado. Nadie mató a nadie por ellas. Nadie descifró el criptograma. No hemos acertado ni una.
– Pero tenemos las esmeraldas -dijo el comisario.