Darlington Hall
Cada vez parece más probable que haga una excursión que desde hace unos días me ronda por la cabeza. La haré yo solo, en el cómodo Ford de mister Farraday. Según la he planeado, me permitirá llegar hasta el oeste del país a través de los más bellos paisajes de Inglaterra y seguramente me mantendrá alejado de Darlington Hall durante al menos cinco o seis días. Debo decir que la idea se me ocurrió a raíz de una sugerencia de lo más amable de mister Farraday, hace casi dos semanas, una tarde en que estaba en la biblioteca quitando el polvo de los retratos. Según recuerdo, me encontraba en lo alto de la escalera limpiando el retrato del vizconde de Wetherby cuando mi patrón entró en la biblioteca llevando unos libros, al parecer con la intención de devolverlos a sus estantes. Al verme, aprovechó la ocasión para decirme que acababa de ultimar sus planes para hacer un viaje a los Estados Unidos de cinco semanas entre los meses de agosto y septiembre. Seguidamente, dejó los libros en su mesa, se sentó en la chaise-longue y, estirando las piernas, me dijo mirándome a los ojos:
– Como comprenderá, Stevens, no voy a exigirle que se quede usted encerrado en esta casa todo el tiempo que yo esté fuera. He pensado que podría coger el coche y pasar unos días fuera. Creo que un descanso no le iría nada mal.
Al hacerme esta sugerencia tan repentinamente, no supe qué responder. Recuerdo que le agradecí su amabilidad, pero es bastante probable que sólo dijera vaguedades, ya que mi patrón prosiguió:
– Le hablo en serio, Stevens. Creo sinceramente que debería tomarse un descanso. Yo pagaré la gasolina. Ustedes los mayordomos siempre están encerrados en mansiones como ésta al servicio de los demás. ¿Cómo se las arreglan para conocer las bellezas que encierra su país?
No era la primera vez que mi patrón me formulaba esta pregunta. Se trata de una cuestión que, sin duda, le preocupa profundamente. En esta ocasión, allá en lo alto de la escalera, la respuesta que se me ocurrió fue que todos los que nos dedicamos a esta profesión, aunque no viésemos el país, entendiendo por ver el conocer el paisaje y visitar rincones pintorescos, en realidad «veíamos» Inglaterra más que la gran mayoría, empleados como estábamos en casas donde se reunían las damas y los caballeros más importantes del país. Evidentemente, para expresar estos pensamientos habría tenido que dirigir a mister Farraday un discurso más bien pedante, y por este motivo me contenté con decirle:
– Señor, considero que durante todos estos años, sin salir de esta casa, he tenido el privilegio de ver lo mejor de Inglaterra.
Creo que mister Farraday no entendió mis palabras, dado que sólo añadió:
– Hablo en serio, Stevens. Una persona debe conocer su país. Siga mi consejo y salga de esta casa durante unos días.
Como podrán imaginarse, no tomé la propuesta en serio. Consideré que sólo se trataba de un ejemplo más del gran desconocimiento que los caballeros norteamericanos tienen de lo que es correcto o incorrecto en Inglaterra. El hecho de que mi reacción ante esta misma propuesta experimentase un cambio días después, es decir, que la idea de emprender una viaje al oeste del país fuese ganando terreno, se debe en gran medida, y no voy a ocultarlo, a la carta de miss Kenton, la primera carta, sin contar las felicitaciones de Navidad, que llegaba desde hacía casi siete años. Pero déjenme que les explique inmediatamente qué significa todo esto. La carta de miss Kenton provocó una concatenación de ideas relacionadas con asuntos profesionales de Darlington Hall, y fue, insisto, la preocupación que yo sentía por estos asuntos lo que me condujo a considerar de nuevo la amable sugerencia de mi patrón. Pero permítanme que me explique.
Durante estos últimos meses, he sido responsable de una serie de pequeños fallos en el ejercicio de mis deberes. Debo reconocer que todos ellos son bastante triviales. No obstante comprenderán ustedes que para alguien acostumbrado a no cometer este tipo de errores la situación resultaba preocupante, por lo que empecé a elaborar toda clase de teorías alarmistas que explicaran su causa. Como suele ocurrir en estos casos, lo más obvio me escapaba a la vista, y fueron mis elucubraciones sobre las repercusiones que podría tener la carta de miss Kenton las que me abrieron los ojos y me hicieron ver la verdad: que todos los pequeños errores que había cometido durante los últimos meses tenían como origen nada más y nada menos que una desacertada planificación de la servidumbre.
La responsabilidad de todo mayordomo es organizar al personal del que dispone con el mayor cuidado posible.
¡Quién sabe cuántas disputas, falsas acusaciones, despidos innecesarios y carreras prometedoras bruscamente interrumpidas han tenido como causa la despreocupación de un mayordomo a la hora de programar las actividades del personal a su cargo! La verdad es que comparto la opinión de los que piensan que el saber organizar un buen servicio es la aptitud primordial de cualquier mayordomo que se precie.
Es una tarea que yo mismo he hecho durante muchos años y no creo pecar de vanidoso si les digo que en muy pocas ocasiones me he visto obligado a rectificar mi trabajo. Pero si esta vez mi planificación ha resultado desacertada, sólo puede haber un culpable, y soy yo. No obstante, considero justo señalar que, en este caso, se trataba de una tarea especialmente difícil.
Lo que ocurrió fue lo siguiente. Una vez finalizada la transacción, transacción mediante la cual la familia Darlington perdió esta casa que les había pertenecido durante dos siglos, mister Farraday hizo saber que no se instalaría inmediatamente, sino que seguiría durante otros cuatro meses en los Estados Unidos para dejar zanjados una serie de asuntos. No obstante, fue su deseo que la servidumbre de su predecesor, de la cual tenía muy buenas referencias, continuase en Darlington Hall. Esta «servidumbre» a la que aludía mister Farraday constituía en realidad un grupo de seis criados que habían conservado los familiares de lord Darlington para que cuidasen la casa hasta que se realizase la transacción y durante el transcurso de ésta. Lamento tener que añadir que, una vez efectuada la compra, me fue imposible impedir que todos los criados, excepto mistress Clements, dejasen la casa para buscar otro empleo. Cuando escribí a mi nuevo patrón comunicándole que lamentaba la situación, desde los Estados Unidos me respondió que contratara a una nueva servidumbre «digna de una antigua y distinguida mansión inglesa». Empecé inmediatamente a hacer gestiones para satisfacer los deseos de mister Farraday, pero ya saben ustedes que hoy día no es fácil encontrar servidumbre con un nivel adecuado, y aunque me sentí muy satisfecho de contratar a Rosemary y a Agnes, siguiendo las recomendaciones de mistress Clements, cuando me citó mister Farraday para hablar de estos temas durante su primera estancia en nuestro país, el año pasado por primavera, mis esfuerzos para contratar a personal nuevo habían sido inútiles. En esa misma ocasión, mister Farraday me dio la mano por primera vez. Nos encontrábamos en el estudio de Darlington Hall, una habitación muy austera, y por aquel entonces ya no podía decirse que fuéramos extraños el uno para el otro, pues, aparte el problema de la servidumbre, mi nuevo patrón había tenido oportunidad en otras ocasiones de advertir en mí cualidades que quizá no sea yo la persona más indicada para exponer, y que le hicieron considerarme digno de confianza. Fue éste el motivo, creo, por el que no tardó en hablar abiertamente conmigo, como si se tratase de una negociación, y al terminar nuestra entrevista me había encomendado la administración de una notable suma de dinero para costear los gastos que supondrían los preparativos de su nueva residencia. En cualquier caso, fue durante esta entrevista, al plantearle lo difícil que era actualmente contratar al personal adecuado, cuando mister Farraday, tras reflexionar unos instantes, me pidió que hiciese lo posible por planificar las tareas, por elaborar una «especie de servicio rotatorio», fueron sus palabras, de modo que los cuatro criados, o sea, mistress Clements, las dos chicas y yo, llevásemos el gobierno de la casa.
Esto podía implicar que tuviésemos que «amortajar» algunas partes de la mansión, aunque de mí dependía, por mi experiencia y mis conocimientos, que las zonas muertas fuesen mínimas. Al pensar que años atrás había tenido a mi cargo a diecisiete criados, y que no hacía tanto tiempo habían trabajado en Darlington Hall veintiocho criados, mientras que ahora se me pedía que gobernase la misma casa con una servidumbre de cuatro, sentí, y no exagero, pánico. Aunque hice lo posible por evitarlo, mister Farraday vio en mi rostro cierto escepticismo, ya que, para tranquilizarme de algún modo, añadió que, en caso de ser necesario, podía contratar a un criado más. No obstante, repitió, si podía «arreglarme con cuatro» me estaría enormemente agradecido.
Evidentemente, como les ocurre a muchos de mi profesión, yo prefiero las cosas a la antigua usanza. No obstante, tampoco tiene sentido aferrarse sin más a las viejas costumbres, como hacen algunos. Actualmente, con la electricidad y los sistemas modernos de calefacción, no hace falta tener un servicio tan numeroso como el que se consideraba necesario hace sólo una generación. De hecho, yo mismo me he planteado últimamente que mantener un número excesivo de criados por el simple hecho de guardar las viejas costumbres ha repercutido negativamente en la calidad del trabajo. Disponen de demasiado tiempo libre, lo que resulta nocivo. Por otra parte, mister Farraday dejó bien claro que no pensaba celebrar con frecuencia la clase de acontecimientos sociales que solían darse en Darlington Hall. Así que emprendí concienzudamente la tarea que mi patrón me había encomendado. Pasé muchas horas planificando la organización de los criados, y aunque me dedicase a otras labores o estuviera descansando, era un tema que tenía siempre presente. Cualquier solución que encontraba la estudiaba desde todos los ángulos y analizaba todas sus posibilidades. Finalmente, di con un plan que, aunque quizá no se ajustaba exactamente a los requisitos de mister Farraday, era el mejor, estaba seguro, dentro de los posibles desde un punto de vista humano. Casi todas las partes nobles de la casa seguirían funcionando en las habitaciones de los criados, incluido el pasillo, las dos despensas y el viejo lavadero, así como el pasillo de los invitados situado en la segunda planta, se cubrirían los muebles con fundas; quedarían abiertas, en cambio, todas las habitaciones principales de la primera planta y un buen número de habitaciones para invitados. Pero, naturalmente, los cuatro contaríamos con el inevitable apoyo de algunos empleados temporales. Mi planificación, por tanto, incluía las prestaciones de un jardinero, una vez a la semana de octubre a junio y dos en verano, y dos asistentas, que limpiarían cada una dos veces por semana. Para la servidumbre fija, esta planificación suponía un cambio radical de nuestra rutina de trabajo. Según había previsto, a las dos chicas no les costaría mucho adaptarse a los cambios, pero por lo que se refería a mistress Clements procuré que sus funciones sufrieran el menor número de alteraciones posible, hasta el punto de tener que asumir yo una serie de labores que, a juicio de cualquiera, sólo un mayordomo muy condescendiente aceptaría.
Aun así, no me atrevería a decir que se trataba de una mala planificación. Después de todo, permitía que un servicio de cuatro personas abarcara un gran abanico de actividades. Sin duda, convendrán conmigo en que las servidumbres mejor organizadas son aquellas que permiten cubrir sin dificultades las bajas causadas por enfermedad o por cualquier otro motivo. Aunque esta vez, todo sea dicho, se me asignó una tarea en cierto modo extraordinaria, tuve mucho cuidado en prever estas bajas siempre que me había sido posible. Sabía que si mistress Clements o las dos chicas se resistían a aceptar deberes que sobrepasaban los que tradicionalmente les correspondían, el motivo sería que sus obligaciones se habían visto incrementadas. Durante los días en que estuve luchando por organizar la labor de los criados, tuve que meditar, por tanto, el modo de conseguir que, una vez mistress Clements y las chicas hubiesen vencido su aversión al «eclecticismo» de sus nuevas funciones, juzgasen que el reparto de las tareas no les suponía ninguna nueva carga, y además lo considerasen estimulante.
Temo, sin embargo, que el ansia de ganarme el apoyo de mistress Clements y las dos chicas me impidió calcular con suficiente rigor mis limitaciones, y aunque mi experiencia y mi prudencia habitual me sirvieran para no asignarme un número de obligaciones que excedieran mis posibilidades, por lo que a mí se refiere, no presté la suficiente atención a la cuestión de las posibles bajas. No es sorprendente, por lo tanto, que durante varios meses este descuido me valiese una serie de ocupaciones sin importancia pero extenuantes. Finalmente, comprendí que el asunto no tenía mayor misterio: me había asignado demasiados quehaceres.
Quizá les sorprenda que una deficiencia que resultaba tan evidente se me escapara durante tanto tiempo, aunque convendrán conmigo en que esto suele ocurrir con problemas a los que no hemos cesado de darles vueltas. La verdad siempre nos llega casualmente, a través de algún acontecimiento externo. Y así fue exactamente. La carta que recibí de miss Kenton, en la que en medio de largos pasajes confidenciales era patente la nostalgia por Darlington Hall, contenía claras alusiones (y de esto no me cabe la menor duda) a su deseo de volver aquí. Así pues, me vi obligado a reconsiderar la organización del servicio. Sólo entonces caí en la cuenta de que, en realidad, había lugar en él para una persona más, persona que podía desempeñar un papel importante, y de que había sido esta deficiencia la causa central de todos mis problemas. Y cuanto más lo pensaba, más evidente me resultaba que miss Kenton, dados el gran cariño que sentía por la casa y su pericia ejemplar, cualidades que ya no se encuentran fácilmente hoy día, era el componente que me permitiría darle a Darlington Hall un servicio totalmente satisfactorio.
Al analizar de este modo la situación, no tardé en volver a reconsiderar la amable propuesta que mister Farraday me había hecho unos días antes. Se me ocurrió que la excursión en coche podía ser, profesionalmente, de mucha utilidad. Es decir, podría ir hasta el oeste del país y, de paso, visitar a miss Kenton para averiguar así, de sus propios labios, si de verdad deseaba volver a trabajar en Darlington Hall. Dejaré bien claro que he releído varias veces la carta de miss Kenton, y puedo asegurar que sus insinuaciones no son fruto de mi imaginación.
A pesar de todo, no me decidía a volver a plantear el asunto a mister Farraday y, de todas formas, había algunos puntos que yo mismo debía ver claros antes de dar cualquier paso. Uno era, por ejemplo, el tema del dinero. Aun contando con la generosa oferta de mi patrón de «pagar la gasolina», el viaje podía suponer un gasto considerable si contaba el alojamiento, las comidas y algún que otro refrigerio que tomase en el trayecto. Estaba también la cuestión del vestuario, por ejemplo, saber qué trajes eran los apropiados para este tipo de viaje y si valía la pena invertir en nuevas prendas.
Actualmente poseo un buen número de trajes estupendos que el propio lord Darlington y algunos de los huéspedes que se han alojado en esta casa han tenido la amabilidad de regalarme, satisfechos, con razón, del servicio que se les ha dispensado. Hay trajes que quizá sean demasiado formales para un viaje así o hayan quedado anticuados. Pero también tengo un traje de calle que recibí en 1931 o 1932 de sir Edward Blair, un traje que apenas utilizó y que es casi de mi talla, que me vendría muy bien para las noches que pase en la sala de estar o en el comedor de las casas de huéspedes en que me aloje. Lo que no poseo, en cambio, es ropa de viaje apropiada.
Es decir, ropa con la que estar presentable en el coche, a menos que me vista con el traje que heredé de lord Chalmers hijo, durante la guerra, un traje que, a pesar de irme bastante pequeño, de color resulta perfecto. Finalmente, calculé que podía sufragar todos los gastos con mis ahorros y que, además, apurándolos, podría comprarme un traje nuevo. Espero que no estén pensando que soy excesivamente engreído, lo que ocurre simplemente es que, al no poder predecir en qué momento habré de revelar que vengo de Darlington Hall, es importante que cuando surjan estas ocasiones mi atuendo sea el propio de mi posición.
Fueron días en los que también pasé mucho tiempo estudiando los mapas de carreteras y los volúmenes de Las maravillas de Inglaterra, de Jane Symons. Es un libro que consta de siete volúmenes, cada uno sobre una región de las Islas Británicas, que sinceramente les recomiendo. Es una obra de los años treinta, pero hay muchos datos que siguen siendo válidos. Después de todo, las bombas de los alemanes no modificaron tanto el paisaje. La verdad es que antes de la guerra mistress Symons venía asiduamente a esta casa y se puede decir que, de todos los invitados, era ella la más apreciada entre la servidumbre, ya que siempre mostró su agradecimiento sin ningún reparo. Fue por entonces cuando, impulsado por la admiración que sentía por esta dama, durante los escasos momentos de ocio de que gozaba pude leer detenidamente su obra en la biblioteca. Recuerdo que poco después de que miss Kenton se fuera a Cornualles en 1936, al no haber estado nunca en esa parte del país, solía echar alguna ojeada al tercer volumen de la obra de mistress Symons, volumen en el que ofrece a los lectores una descripción de los encantos de Devon y Cornualles ilustrada con fotos y una serie de grabados de la región que a mí, personalmente, me resultan muy evocadores. Así fue como pude formarme una idea del lugar adonde miss Kenton había ido a pasar su vida de casada. Todo esto, como he dicho, ocurrió en los años treinta, época en que las obras de mistress Symons gozaban de gran prestigio en todo el país. Hacía tiempo que no había vuelto a mirar aquellos volúmenes, pero los últimos acontecimientos me indujeron a bajar de los estantes el tomo dedicado a Devon y Cornualles. Volví a examinar las maravillosas ilustraciones y descripciones, y sólo pensar que cabía la posibilidad de emprender un viaje en coche por toda esa zona del país me puso en un creciente estado de agitación. Es algo que, con toda seguridad, entienden.
Finalmente, no me quedó más remedio que volver a tratar el tema con mister Farraday. Siempre cabía la posibilidad de que la propuesta que me había hecho dos semanas antes no fuese más que una idea pasajera y que ahora ya no la aprobase. Aunque, según he ido conociendo a mister Farraday durante todos estos meses, no puedo decir que mi patrón sea una persona inconsecuente, rasgo que en el dueño de una casa resulta de lo más irritante. No había motivo, por lo tanto, para pensar que ya no se mostraría tan entusiasta respecto al viaje en coche que me había propuesto y, especialmente, que ya no tuviese la amabilidad de «pagar la gasolina»; sin embargo, consideré detenidamente en qué momento debía plantearle el asunto.
Decidí que el momento más adecuado sería por la tarde, al servirle el té en el salón. Es cuando mister Farraday vuelve de su breve paseo por el campo, y son pocas las veces en que se encuentra absorto leyendo o escribiendo, como ocurre por las noches. En realidad, a esa hora del día, cuando le traigo el té, si está leyendo un libro o un periódico suele cerrarlo, levantarse y estirarse delante del ventanal, como esperando entablar conversación.
Así, el momento que yo había escogido era el propicio, pero el que las cosas salieran del modo en que salieron se debe en conjunto, a que calculé mal la situación, ya que no tuve suficientemente en cuenta el hecho de que a esa hora del día mister Farraday sólo disfruta con las conversaciones alegres y divertidas. Ayer, al llevarle el té por la tarde, sabiendo que se encontraría en ese estado de ánimo y conociendo su propensión a hablar en tono jocoso, habría sido más sensato no hacer la más mínima alusión a miss Kenton, pero es posible que entiendan que, al pedirle un favor tan generoso por su parte, era natural que le insinuase que mi petición se basaba en razones estrictamente profesionales. Así, al exponerle las razones por las que prefería hacer mi excursión por el oeste del país, en lugar de mencionar los diferentes atractivos descritos por mistress Symons en su obra, cometí el error de explicar que la antigua ama de llaves de Darlington Hall vivía en esa región. Imagino que, a partir de ahí, intenté hacer ver a mister Farraday que el viaje me permitiría tantear una posible solución que quizá fuese la mejor para nuestro pequeño problema doméstico, pero al mencionar a miss Kenton me percaté de pronto de que más me convenía no proseguir con este tema. No sólo no estaba seguro de que miss Kenton quisiese volver a trabajar con nosotros, sino que desde hacía un año, desde que me había entrevistado por primera vez con mister Farraday, no le había vuelto a comentar la cuestión de aumentar el número de criados. Hubiera sido pretencioso por mi parte, y pretencioso es decir poco, seguir manifestando en voz alta mis propios planes sobre el futuro de Darlington Hall. De hecho, me callé bruscamente y me sentí muy violento. En cualquier caso, mister Farraday aprovechó la oportunidad para reírse y, malintencionadamente, dijo:
– Pero Stevens, ¿aventuras a su edad?
Fue una situación muy embarazosa, en la que lord Darlington nunca hubiera puesto a un empleado. No quiero con ello dejar en mal lugar a mister Farraday, ya que, después de todo, es un caballero norteamericano, con una educación diferente. Ni que decir tiene que no había querido molestarme, pero, evidentemente, repararán en que la situación me resultó violenta.
– Nunca habría imaginado que fuera usted un mujeriego -prosiguió-. Supongo que será un modo de quitarse años. Claro que, siendo así, no sé si debo facilitarle un encuentro tan sospechoso.
Como es natural, tuve la tentación de negar rotundamente las razones que mi patrón me atribuía. Por fortuna, me di cuenta a tiempo de que, de haber actuado así, habría caído en la trampa de mister Farraday y la situación sólo habría sido más incómoda. Por lo tanto, aunque azorado, me quedé en espera de que mi patrón me diera su consentimiento para emprender el viaje.
A pesar de que, como digo, me sentí muy violento en aquellos momentos, no quiero dar a entender que el culpable fuera mister Farraday, ya que de ningún modo le juzgaría desconsiderado. Tengo la certeza de que en realidad se estaba divirtiendo con esa clase de bromas que, en los Estados Unidos, son signo de una buena relación entre patrón y empleado, bromas que se permitía conmigo pero que no eran malintencionadas. A decir verdad, durante estos últimos meses mi patrón ha mostrado en muchas ocasiones esta misma actitud socarrona. No obstante, debo confesarles que nunca he sabido cómo reaccionar. De hecho, durante los primeros días que estuve al servicio de mister Farraday recuerdo que hubo un par de ocasiones en que me sorprendieron sus palabras. Una fue, por ejemplo, el día en que le pregunté si un caballero al que esperábamos en casa vendría acompañado por su esposa.
– Recemos para que no venga -me respondió mister Farraday-. Si fuera así, debería mantenerla alejada, o llevársela a una de las cuadras de la granja de mister Morgan. Distráigala, ya sabe usted que en esas cuadras hay mucho heno. Quizá la mujer sea su tipo.
Durante unos instantes no supe bien a qué se estaba refiriendo, hasta que caí en la cuenta de que sólo se trataba de una broma y procuré responder con una sonrisa. Sospecho, no obstante, que mi gesto dejó entrever parte de mi asombro, por no decir pasmo.
Los días que siguieron me enseñaron a captar el tono jocoso en su voz, y cuando me hacía determinadas observaciones, siempre le respondía con una sonrisa. Nunca llegué a saber, sin embargo, cómo debía reaccionar. No sabía si debía reírme abiertamente o bien responderle con otro comentario.
Concretamente, esta última posibilidad me ha causado, durante estos meses, cierta preocupación y, de hecho, es algo que me sigue desconcertando. Es posible que en Estados Unidos se considere adecuado profesionalmente que un empleado muestre una actitud desenfadada en su trabajo. Recuerdo, por ejemplo, que mister Simpson, el propietario del Ploughman's Arms, me comentó una vez que, de ser un patrono norteamericano, no emplearía ese tono amable y cordial a que nos tenía acostumbrados sino que nos atacaría con palabras groseras, sacando a relucir nuestras debilidades y nuestros vicios, llamándonos borrachos y toda la gama de insultos parecidos, con el fin de satisfacer plenamente las expectativas de sus clientes. Y recuerdo también que, hace unos años, mister Rayne comentó que cuando estuvo en Estados Unidos, al ser vicio de sir Reginald Mauvis, un taxista de Nueva York, al reclamar el precio del viaje se dirigía a sus clientes de un modo que, en Londres, le habría costado un escándalo, por no decir un paseo a la comisaría de policía más próxima.
Es muy posible, por lo tanto, que mi patrón espere de mí un trato igualmente desenfadado y que, al no verse correspondido, encuentre mi actitud algo indolente. Es una cuestión que, como digo, me preocupa, pero reconozco que no siempre me veo con el suficiente ánimo para seguir sus bromas. En una época con tantos cambios, considero perfecto que todo el mundo asuma nuevas obligaciones, aunque se trate de deberes con los que no estemos familiarizados por la tradición. El sarcasmo, no obstante, pertenece a otra esfera. Es imposible saber cuándo una persona espera realmente de otra una respuesta jocosa. En cambio, es mucho más fácil cometer el grave error de hacer algún comentario chistoso y descubrir inmediatamente que no era nada apropiado.
En una ocasión, sin embargo, no hace mucho tiempo, osé aventurar ese tipo de respuesta. Fue una mañana en que, mientras le servía el café a mister Farraday, me dijo:
– Stevens, supongo que no habrá sido usted el causante de los graznidos que he oído esta mañana.
Mi patrón se estaba refiriendo a los dos gitanos que habían pasado por casa recogiendo chatarra, tras anunciarse a gritos como siempre acostumbraban, y una vez más me vi en el dilema de corresponder o no al tono jocoso de mi patrón, con el miedo al mismo tiempo de causarle una mala impresión si volvía a decepcionarle. Me propuse, pues, buscar una frase ingeniosa que no le resultase ofensiva, ya que era posible que yo hubiese malinterpretado sus palabras. Así, pasados unos instantes, le dije:
– Yo, por su carácter migratorio, más bien diría piar de golondrinas, señor. -Y modestamente sonreí para dejar bien claro que se trataba de un chiste, ya que no deseaba que mister Farraday, por mostrarse en este caso inmerecidamente respetuoso, optase por reprimir las carcajadas. De todas formas, mister Farraday se limitó a levantar la mirada y preguntarme:
– ¿Cómo dice, Stevens?
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que una persona que no supiese que eran gitanos los que habían pasado no podía apreciar mi chiste. No estaba seguro, pues, de si era mejor seguir con la broma. Finalmente, decidí dejar el asunto tal cual y fingir haber recordado algo que requería urgentemente mi atención. Me disculpé y salí, dejando a mi patrón bastante perplejo.
No era muy alentador haber iniciado así esta nueva faceta de mi profesión, hasta tal punto que, en realidad, no he vuelto a hacer el esfuerzo, aunque tampoco he conseguido alejar de mis pensamientos la sensación de que a mister Farraday no le satisface mi modo de reaccionar a sus bromas, y es muy probable que la insistencia, cada vez en mayor grado, que ha manifestado últimamente, sea su medio de forzarme a mostrar una actitud similar a la suya. En cualquier caso, desde el día de los gitanos, no he tenido suficiente agilidad para devolverle las bromas.
Actualmente, son este tipo de problemas los que más nos preocupan, pues en la profesión ya no gozamos de la posibilidad de comentar y corroborar nuestras opiniones con otros colegas, como hacíamos antes. Hasta no hace mucho, si a alguno de nosotros le asaltaba alguna duda sobre algún aspecto de nuestras obligaciones, siempre contaba con el consuelo de saber que otro compañero, cuyas ideas respetase, no tardaría en presentarse en la casa acompañando a su patrón, lo que era la ocasión propicia para discutir el problema. Con lord Darlington, por supuesto, cada vez que una dama o un caballero venía a pasar unos días, siempre cabía la posibilidad de tocar todo tipo de temas con los compañeros de profesión que le acompañasen. En realidad, durante aquella época, en la sala del servicio se daban cita algunos de los mejores profesionales de Inglaterra, y en torno al calor de la chimenea se entablaban conversaciones que duraban hasta altas horas de la noche. Y les diré que durante esas veladas en la sala no se contaban chismes. Muy al contrario, podían presenciarse debates sobre los grandes temas que preocupaban a nuestros señores, o bien sobre los temas de interés que trataba la prensa. Y evidentemente, como ocurre en todas las reuniones de profesionales, sean del gremio que sean, también conversábamos sobre los aspectos propios de nuestro trabajo. Como es natural, en ocasiones se producían fuertes discrepancias, pero, en general, las más de las veces el sentimiento que predominaba era el de mutuo respeto. Quizá se formen una mejor idea de estas reuniones si les digo que entre los asiduos figuraban hombres como Harry Graham, mayordomo de sir James Chambers, y John Donalds, ayuda de cámara de mister Sydney Dickinson. Y había otros quizá menos distinguidos, pero que por su personalidad resultaban memorables, por ejemplo, mister Wilkinson, mayordomo de mister John Campbell, que tenía todo un repertorio de caballeros ilustres a los que imitaba; mister Davidson, de Masterly House, cuya fogosidad a la hora de defender un argumento podía ser en algunas ocasiones tan chocante para un extraño como cautivador era por lo general su trato; mister Herman, ayuda de cámara de mister John Henry Peters, con unas opiniones extremas ante las que era difícil permanecer impasible, pero de risa tan espontánea y personal y de carácter tan encantador, típico de Yorkshire, que era inevitable apreciarle. Y así, podría citarles otros muchos nombres. Fue una época en la que en nuestra profesión reinaba gran camaradería, a pesar de algunas pequeñas diferencias. Por decirlo de algún modo, en lo esencial estábamos todos cortados por el mismo patrón. No ocurría como hoy, en que las raras veces que un criado acompaña a algún invitado su actitud responde más bien a la de un intruso que, al margen de algún comentario sobre fútbol poco tiene que decir y, en lugar de pasar la velada delante de la chimenea, prefiere salir al Ploughman's Arms o al Star Inn que, al parecer, es ahora el lugar predilecto.
Acabo de mencionarles a mister Graham, el mayordomo de sir James Chambers. Hace unos dos meses, me alegró enormemente oír que sir James visitaría Darlington Hall, y si la noticia me hizo tanta ilusión no fue sólo porque las antiguas amistades que venían a Darlington Hall eran ahora muy escasas (como es natural, el círculo de mister Farraday es bastante distinto del antiguo propietario de la mansión), sino también porque supuse que mister Graham acompañaría, como n los viejos tiempos, a sir James, lo cual, para mí, sería la ocasión apropiada para conocer su opinión respecto al problema de las bromas. Me sorprendió y me decepcionó, por lo tanto, enterarme un día antes de que sir James vendría solo. Durante su estancia deduje además que mister Graham ya no estaba a su servicio y que sir James ya no contaba con ningún criado que trabajase para él a jornada completa. Me habría gustado poder saber qué era de mister Graham, ya que, aunque no habíamos llegado a ser grandes amigos las veces que habíamos coincidido nos habíamos entendido muy bien. El caso es que no pude obtener ningún tipo de información al respecto. Debo confesar que me sentí verdaderamente desilusionado; ya que me habría gustado comentar con él el asunto de las bromas.
Permítanme, no obstante, que vuelva a mi primer tema. Ayer por la tarde, como iba diciendo, los minutos que pasé en el salón aguantando las ironías de mister Farraday fueron bastante incómodos. Como de costumbre, le respondí con una ligera sonrisa, suficiente para mostrarle al menos que participaba del tono desenfadado que seguía manteniendo con migo, y esperé a saber si contaba con su permiso para emprender el viaje. Tal y como yo había previsto, no tardó mucho tiempo en darme su beneplácito, y no sólo eso, también tuvo la bondad de recordarme y reiterar su generoso ofrecimiento de «pagar la gasolina».
No veo, por lo tanto, motivo alguno que me impida ir de viaje al oeste del país. Naturalmente, tendré que escribir a miss Kenton para decirle que quizá pase a verla, y otro asunto del que tendré que ocuparme serán los trajes. Asimismo, tendré que dejar resueltas durante mi ausencia algunas cuestiones de la casa, pero por lo demás no veo razón alguna que me impida partir.