Moscombe, cerca de Tavistock, Devon
Pienso que debería volver a tratar el tema del antisemitismo, dado que hoy día se ha convertido en una cuestión bastante delicada, y al mismo tiempo replantear todo lo referente a la actitud de mi señor hacia los judíos. Y permítanme dejar bien claro que, contrariamente a como al parecer se ha dicho, en Darlington Hall nunca se ha discriminado a los judíos que han querido trabajar como empleados. Ésta es una cuestión que me atañe muy de cerca y una aseveración que puedo refutar con absoluto conocimiento de causa. Durante los años que pasé con mi señor siempre hubo muchos judíos entre el personal y permítanme añadir, además, que nunca recibieron un trato distinto por el hecho de ser judíos. Me cuesta realmente comprender las razones que subyacen bajo estas absurdas aseveraciones, a menos que tengan como origen -lo cual es ridículo- una época, breve e insignificante, allá por los años treinta, en que, durante unas cuantas semanas, mistress Carolyn Barnet ejerció una influencia ciertamente notable sobre mi señor.
Mistress Barnet, viuda de mister Charles Barnet, era a sus cuarenta años una mujer hermosa, y algunos dirían incluso que encantadora. Tenía fama de ser extraordinariamente inteligente, y por aquellos días solía contarse que había llegado a mofarse de más de un docto caballero en alguna cena donde se habían tratado importantes temas de actualidad. Durante sus frecuentes visitas a Darlington Hall, en el verano de 1932, esta dama y mi señor pasaron horas y horas conversando sobre temas de carácter social o político. Y recuerdo que fue mistress Barnet quien condujo a mi señor a una de aquellas «visitas organizadas» en que se recorrían los barrios más pobres del este londinense, y mediante las cuales mi señor conoció los hogares de numerosas familias que padecían la desesperada y lamentable situación de aquellos años. Quiero decir que, con toda probabilidad, fue mistress Barnet quien despertó en lord Darlington su creciente preocupación por las clases más pobres de nuestro país y, en este sentido, no puede decirse que su influencia fuese totalmente negativa. Pero, naturalmente, mistress Barnet también pertenecía a los camisas negras de sir Oswald Mosley, y los escasos encuentros que mi señor mantuvo con sir Oswald tuvieron lugar durante aquellas semanas de verano. Y fue igualmente por aquel entonces cuando ocurrieron en Darlington Hall una serie de incidentes, absolutamente atípicos, que supongo que sentaron los frágiles cimientos en que se basaron tan absurdas aseveraciones.
He empleado la palabra «incidentes», aunque algunos de estos hechos fueran realmente anodinos. Recuerdo, por ejemplo, una cena en la que mi señor, al comentarle una alusión que le habían hecho en un determinado periódico, replicó diciendo:
«¡Ah, sí! Se refiere usted a ese panfleto judío», y en otra ocasión, por aquella misma época, mi señor me ordenó no seguir dando donativos a una organización benéfica local que pasaba regularmente por nuestra puerta, alegando que los componentes de la directiva eran «casi todos judíos». Son detalles que he retenido en la mente porque, por aquel entonces, me causaron gran desconcierto, ya que con anterioridad a aquellos hechos mi señor nunca había mostrado aversión alguna por el pueblo judío.
Finalmente, hubo una tarde en que mi señor me pidió que fuera a su despacho. En un principio, nuestra conversación giró en torno a temas de carácter general, como preguntarme si funcionaba bien la casa, y esa clase de cosas. Pero, pasado un rato, me dijo:
– Stevens, hay un asunto que he estado pensando mucho. Sí, mucho. Y he llegado a la siguiente conclusión. Entre la servidumbre de Darlington Hall no podemos tener judíos.
– ¿Cómo dice, señor?
– Es por el bien de la casa y en interés de nuestros huéspedes, Stevens. Tras reflexionarlo mucho, es la conclusión a la que he llegado.
– Muy bien, señor.
– Y dígame, Stevens, en estos momentos creo que tenemos algunos a nuestro servicio. ¿No es así? Judíos, quiero decir.
– Creo que entre el personal que tenemos actualmente a nuestro servicio hay dos, señor.
– ¡Ah! -mi señor hizo una pausa, mirando por la ventana-, evidentemente tendrá que despedirlos.
– ¿Cómo dice, señor?
– Lamentablemente, así es, Stevens. No tenemos otra alternativa. Debemos considerar la seguridad y el bienestar de mis invitados. Le aseguro que he reflexionado mucho sobre este asunto. Es la única solución en interés de todos.
Los dos empleados afectados eran, concretamente, dos criadas. No habría sido correcto, por tanto, actuar sin dar parte antes del asunto a miss Kenton. Decidí hacerlo aquella misma tarde cuando nos encontrásemos en su habitación para tomar el chocolate. Explicaré en pocas palabras en qué consistían realmente estos encuentros que celebrábamos en el gabinete de miss Kenton al terminar el día. En general, estas reuniones tenían carácter básicamente profesional; sin embargo, como es natural, de vez en cuando hablábamos de temas más informales. La razón por la que nos reuníamos era muy simple: nos habíamos dado cuenta de que llevábamos unas vidas tan ajetreadas que, a veces, podían pasar varios días sin que encontrásemos el momento de hablar aunque fuese de las cosas más elementales. Reconocimos que esta situación ponía en grave peligro la buena marcha de nuestras tareas, y que el remedio más eficaz sería que pasásemos, los dos solos unos quince minutos en la habitación de miss Kenton al terminar el día. Insisto en repetir que estas reuniones tenían un carácter esencialmente profesional. Es decir que, por ejemplo, estudiábamos el plan de algún próximo acontecimiento o hablábamos de cómo se iba adaptando algún nuevo empleado.
Pero volviendo al hilo de la historia, se darán cuenta de que la perspectiva de anunciar a miss Kenton que estaba a punto de despedir a dos de sus criadas no dejaba de angustiarme. Las muchachas habían cumplido de modo satisfactorio con sus tareas y, dado que la cuestión judía se ha convertido en un tema tan delicado, añadiré lo siguiente: todo mi ser se oponía instintivamente a la idea de tener que despedirlas. No obstante, estaba muy claro cuál era mi obligación en aquel caso concreto, y comprendí que no iba a ganar nada con revelar irresponsablemente mis dilemas personales. Se trataba de un difícil cometido, pero justamente por eso era preciso llevarlo a cabo con dignidad. De este modo, aquella noche, cuando por fin me decidí a sacar el tema al final de nuestra conversación, lo hice del modo más conciso posible y con la mayor profesionalidad, concluyendo con estas palabras:
– Mañana a las diez y media hablaré en la despensa con las dos empleadas. Le agradecería que me las enviase. Y dejo a su criterio el que les comunique o no de antemano lo que tengo que decirles.
Después de esas palabras, como miss Kenton no parecía tener nada que objetar, proseguí:
– Gracias por el chocolate, miss Kenton. Ahora, debo retirarme. Mañana me espera otro día muy ajetreado.
Y fue entonces cuando miss Kenton repuso:
– Mister Stevens, no doy crédito a mis oídos. Ruth y Sarah llevan más de seis años a mi servicio. Tengo absoluta confianza en ellas, y ellas en mí. Su trabajo en esta casa ha sido excelente.
– No lo dudo, miss Kenton; sin embargo, no debemos permitir que los sentimientos nos ofusquen la razón. Ahora debo retirarme.
– Mister Stevens, me parece indignante que esté ahí sentado, hablándome de todo esto, como si estuviésemos haciendo la hoja de pedidos. ¿Me está usted insinuando que hay que despedir a Ruth y a Sarah por el hecho de ser judías?
– Miss Kenton, acabo de explicarle cuál es la situación. Mi señor ya ha tomado una decisión y no hay nada que usted o yo tengamos que discutir al respecto.
– ¿Y no le parece, mister Stevens, que estaría… mal despedir a Ruth y a Sarah por ese motivo? Le digo que no pienso aceptarlo. Y es más, me niego a trabajar en una casa donde ocurren estas cosas.
– Miss Kenton, le ruego que se calme y se comporte como corresponde a su rango. Este es un asunto que ya está decidido. Mi señor desea que se rescindan estos dos contratos, no hay nada más que hablar.
– Le advierto, mister Stevens, que no pienso seguir trabajando en una casa donde pasan estas cosas. Si echan a estas dos muchachas, yo también me iré.
– Miss Kenton, me sorprende que reaccione usted de este modo. No creo que deba recordarle que en nuestra profesión no debemos dejarnos llevar por nuestros sentimientos y debilidades. Nuestra obligación es acatar los deseos de nuestro patrón.
– Le digo, mister Stevens, que hará usted muy mal si despide mañana a esas dos chicas. Cometerá un pecado muy grave. Y, además, le aseguro que me iré de esta casa.
– Miss Kenton, permítame decirle que no es usted la persona más indicada para emitir juicios de tal gravedad. Vivimos en un mundo complicado y traicionero. Hay muchas cosas que ni usted ni yo, en nuestra posición, podemos comprender, como por ejemplo el problema de los judíos. En cambio, mi señor, me atrevo a suponer, está capacitado para juzgar lo que es más conveniente. Y ahora, miss Kenton, debo retirarme. Gracias de nuevo por el chocolate. Mañana a las diez y media le ruego me envíe a las dos empleadas.
Por los sollozos de las dos muchachas cuando entraron en la despensa a la mañana siguiente, comprendí que miss Kenton ya había hablado con ellas. Les expliqué la situación lo más brevemente que pude, dejando bien claro que su trabajo había sido satisfactorio y que, por consiguiente, tendrían buenas referencias. Que ahora recuerde, ninguna de las dos dijo nada de particular durante la entrevista, que duró quizá tan sólo tres o cuatro minutos, y se fueron sollozando, igual que habían llegado.
Miss Kenton se mostró extremadamente fría los días que siguieron al despido de ambas empleadas, y en ocasiones, incluso delante de los criados, me trató de forma bastante descortés. Aunque continuamos viéndonos cada tarde para tomar el chocolate, las reuniones eran siempre muy breves y tensas. Al pasar dos semanas y ver que su comportamiento no variaba lo más mínimo, comprenderán que empezara a irritarme, y una tarde, en una de nuestras reuniones, le dije irónicamente y esbozando una sonrisa:
– Miss Kenton, me sorprende que todavía no se haya marchado.
Naturalmente, pensaba que tras este comentario se aplacaría un poco y tendría algún gesto conciliador que nos permitiera de una vez por todas poner fin a este episodio. Sin embargo, miss Kenton se limitó a mirarme fijamente y dijo:
– Sigo teniendo la intención de marcharme, mister Stevens. Pero he estado muy ocupada y no he tenido tiempo para ocuparme del asunto.
Debo admitir que por un momento su respuesta me dejó algo preocupado e incluso llegué a pensar que había proferido aquella amenaza en serio; sin embargo, conforme transcurrieron las semanas, resultaba cada vez más evidente que miss Kenton no se iría de Darlington Hall. La tensión entre nosotros fue progresivamente cediendo y recuerdo que de vez en cuando la molestaba con bromas y me burlaba de su amenaza. Por ejemplo, si estábamos hablando de algún importante acontecimiento futuro que debía tener lugar en la casa, le hacía observaciones como: «Bueno, eso suponiendo que aún siga usted con nosotros». Y habiendo transcurrido ya varios meses desde nuestro incidente, cuando oía este tipo de observaciones miss Kenton todavía solía quedarse callada, aunque supongo que, más que por rabia, era porque se sentía violenta.
Como es natural, llegó un momento en que el asunto quedó olvidado. Sin embargo, recuerdo que el tema volvió a tratarse, por última vez, un año después que las chicas hubiesen sido despedidas.
Fue mi señor quien una tarde en el salón, mientras le servía el té, volvió sobre el asunto. Por aquel entonces mistress Carolyn Barnet ya no influía en él; de hecho, había dejado de venir a Darlington Hall. Y quizá convenga añadir que, por otra parte, mi señor había roto todos sus vínculos con los camisas negras tras haber comprobado el auténtico y peligroso carácter de esta organización.
– ¡Ejem! Stevens -me dijo aquel día-, hace tiempo que quería hablarle… respecto a aquel asunto, hace un año. ¿Se acuerda? Sobre las dos criadas judías.
– Sí, señor.
– Supongo que será imposible localizarlas. Aquello no estuvo bien. La verdad es que me gustaría poder compensarlas de algún modo.
– Me ocuparé del asunto, señor. Pero no puedo asegurarle que nos sea posible saber qué ha sido de ellas.
– Vea usted qué se puede hacer. No, no estuvo bien.
Pensé que esta conversación con mi señor podía interesar a miss Kenton, y juzgué adecuado hacérsela saber, con el riesgo incluso de que renaciese su enfado. Finalmente, le comenté lo ocurrido una tarde de niebla en que la vi en el cenador, y el encuentro tuvo curiosos resultados.
Recuerdo que aquella tarde la bruma empezaba a posarse mientras cruzaba el césped. Me dirigía al cenador con el fin de recoger el servicio del té, que mi señor y unos invitados habían tomado un poco antes, y bastante antes de llegar a las escaleras donde se había caído mi padre descubrí, a lo lejos, la figura de miss Kenton, que se movía dentro del cenador. Al entrar, miss Kenton ya se había sentado en una silla de mimbre que había a un lado y estaba, creo, ocupada en una labor de costura. Efectivamente, al acercarme vi que estaba arreglando un cojín. Empecé a recoger las tazas y demás vajilla que había entre las plantas y sobre los muebles de caña, y si no me falla la memoria intercambiamos algunas palabras corteses y no sé si hablamos de algún asunto del trabajo. El caso es que, después de haber pasado varios días en el cuerpo principal de la casa, era realmente estimulante estar en el cenador, y ninguno de los dos nos sentíamos impulsados a realizar presurosamente nuestras tareas. En realidad, aquel día no se alcanzaba a ver demasiado lejos, porque la niebla lo envolvía todo y la luz se apagaba rápidamente. Miss Kenton, por ello, tenía que levantar la costura en dirección a los últimos rayos de sol que entraban. Recuerdo que los dos interrumpíamos a ratos nuestras respectivas ocupaciones, y nos poníamos a contemplar el paisaje que nos rodeaba. Yo tenía mi mirada puesta en los chopos plantados a lo largo del camino de acceso, donde la niebla se estaba espesando, cuando por fin me atreví a sacar a colación el tema de las dos muchachas que habían sido despedidas el año anterior:
– Estaba pensando, miss Kenton… Ahora me hace gracia, pero recordará que hace un año, por estas mismas fechas, seguía usted insistiendo en que iba a dejar este trabajo. Tiene gracia, ¿no?
La verdad es que la situación me divertía. Solté una pequeña carcajada, pero miss Kenton siguió callada. Al volverme a mirarla, la vi contemplando el mar de niebla que se extendía fuera, al otro lado del cristal.
– Posiblemente no se haga usted idea, mister Stevens -dijo por fin-, de lo seriamente que hablaba. Estaba decidida a dejar esta casa. Me sentía tan indignada… Si hubiese sido alguien mínimamente respetable, le aseguro que me habría ido de Darlington Hall hace mucho tiempo. -Hizo una pausa y yo volví a contemplar los chopos a lo lejos. Al cabo de unos instantes, prosiguió con voz cansada-: No fue más que cobardía, mister Stevens. Pura cobardía. ¿Adónde habría ido? No tengo familia. Sólo una tía. Y aunque la quiero mucho, cuando vivo con ella tengo la sensación de que estoy perdiendo el tiempo. Me decía que podía buscar otro empleo, pero me daba miedo, mister Stevens. Cada vez que pensaba en irme, me veía sola por ahí, dando vueltas, sin ningún conocido y sin que a nadie le importara mi vida. ¡Ya ve lo fuertes que son mis elevados principios! ¡Me da tanta vergüenza! No pude irme, mister Stevens, me faltó valor.
Miss Kenton hizo otra pausa y se quedó pensativa. Entonces me pareció que era el momento oportuno para contarle, del modo más exacto posible, lo ocurrido un rato antes entre lord Darlington y yo. Procedí a narrarle los hechos y concluí diciendo:
– Lo que está hecho ya no tiene remedio, pero al menos me ha consolado oírle decir a mi señor que todo aquello fue un grave error. He pensado que le gustaría saberlo. Después de todo, a usted la afectó tanto como a mí.
– Discúlpeme, mister Stevens -dijo miss Kenton, que aún seguía a mis espaldas, con una voz totalmente distinta, como si la hubiesen despertado bruscamente de un sueño-, pero no lo entiendo. -Y tras volverme, prosiguió-: Si no recuerdo mal, a usted le importaba un comino que Ruth y Sarah tuviesen que marcharse. Diría que incluso hasta le pareció bien.
– Escúcheme, miss Kenton, creo que se muestra injusta. Fue un asunto que me afectó mucho, sí, mucho. Le aseguro que me divierten más otras cosas.
– ¿Y por qué no me dijo usted eso en aquel momento?
Sonreí, pero durante unos instantes no supe muy bien qué contestar. Y antes de encontrar una respuesta, miss Kenton dejó a un lado la costura y añadió:
– ¿No se da cuenta del gran apoyo que habría supuesto para mí el año pasado que me hubiera confiado sus sentimientos? Usted sabía cuánto me dolía que despidiesen a esas dos chicas. ¿No se da cuenta de lo mucho que me habría ayudado? ¿Por qué, mister Stevens? ¿Me puede explicar por qué siempre tiene que fingir? ¿Me lo puede decir?
Volví a reírme. Me parecía ridículo el cariz que estaba tomando la conversación.
– Miss Kenton -le dije-, creo que no la entiendo muy bien.
¿Fingir, dice usted?
– Me dolió mucho que Ruth y Sarah se marcharan. Y me dolió sobre todo porque creía que sólo me importaba a mí.
– Vamos, miss Kenton -cogí la bandeja donde había puesto las tazas y los platos sucios-, ¿de verdad cree que aprobaba esos despidos? Por supuesto que no.
Miss Kenton no dijo nada, y mientras me retiraba, me volví a mirarla. Contemplaba de nuevo el paisaje, pero el cenador se había quedado tan oscuro que sólo alcancé a ver su silueta dibujada en un fondo pálido y vacío. Le rogué que me disculpara y me fui.
Ahora que he relatado el episodio de las dos empleadas judías que fueron despedidas, recuerdo otro hecho que, a mi juicio, bien podría suponer lo que llamaríamos un curioso corolario de todo este asunto. Me estoy refiriendo a la llegada de una criada llamada Lisa. Al ser despedidas las dos muchachas judías, nos vimos obligados a contratar a sustitutas, siendo la tal Lisa una de ellas. Esta joven había solicitado el puesto vacante presentando unas referencias de lo más confusas, las cuales, a los ojos de cualquier mayordomo experimentado, dejaban entrever que la chica había sido despedida de su anterior empleo. Por otra parte, cuando miss Kenton y yo la interrogamos, quedó claro que nunca había permanecido en sus anteriores colocaciones más de dos semanas. En líneas generales, no me pareció que fuese una persona adecuada para desempeñar trabajo alguno en Darlington Hall. Sin embargo, para mi gran sorpresa, una vez hubimos terminado la entrevista, miss Kenton insistió en que debíamos contratarla.
– Es una chica con muchas posibilidades -me decía constantemente como réplica a mis protestas-. Estará directamente bajo mi supervisión y yo misma me encargaré de que se porte bien.
Estuvimos en desacuerdo durante algún tiempo, y quizá por el hecho de que aún seguía fresco en nuestras mentes el asunto de las dos chicas que habían sido despedidas, no me opuse contra su deseo con toda la energía que hubiera podido. Finalmente, acabé por ceder, aunque diciendo:
– Miss Kenton, comprenderá que si se contrata a esta chica todas las responsabilidades que de ello se deriven recaerán sobre usted. Por lo que a mí respecta, no me cabe la menor duda de que esta muchacha no está en absoluto capacitada para formar parte de nuestro personal. Y sólo entrará a formar parte con tal que se encargue usted misma de su formación.
– Nos dará buenos resultados, mister Stevens. Ya lo verá.
Y para sorpresa mía, durante las semanas que siguieron, la joven hizo muchos progresos, y a un ritmo notable. Su actitud en el trabajo parecía mejorar cada día, e incluso su actitud al andar y realizar las tareas, tan poco armoniosa en un principio que era mejor mirar para otro lado, mejoró espectacularmente.
Conforme avanzaron las semanas, y con ellas la milagrosa transformación de la muchacha en una útil empleada más, quedó patente el éxito de miss Kenton. Parecía regocijarse especialmente asignándole tareas o funciones que requiriesen un mayor grado de responsabilidad, y si por azar yo estaba observando, procuraba atraer mi atención adoptando una expresión burlona. La reunión que mantuvimos aquella noche en torno a nuestras tazas de chocolate fue un ejemplo típico de la clase de conversaciones que solíamos tener sobre Lisa.
– Lamentablemente -me dijo miss Kenton- debo decirle que Lisa no ha cometido todavía ningún error grave que valga la pena mencionar aquí. Se sentirá usted decepcionado.
– No estoy decepcionado en absoluto, miss Kenton. Más bien me alegro por usted y por todos nosotros. Reconozco que, por lo que se refiere a los progresos de la chica, tiene usted cierto mérito.
– ¡Cierto mérito! ¡Mire, mire cómo se sonríe, mister Stevens! Siempre que hablo de Lisa sonríe usted de ese modo. Una sonrisa que dice muchas cosas. Si, muchas cosas.
– ¿De verdad, miss Kenton? ¿Qué, exactamente?
– Es muy significativo que desde un principio se mostrase usted tan pesimista respecto a la chica. Todo porque Lisa es guapa, no vamos a negarlo. Y me he dado cuenta de que, en cierto modo, tiene usted aversión a que haya chicas guapas entre el personal.
– Eso que está diciendo son bobadas, y lo sabe muy bien.
– Pues eso es lo que he observado, mister Stevens. No le hace ninguna gracia que haya chicas guapas entre el personal. ¿Teme acaso que le distraigan? ¿No será que no tiene demasiada confianza en sí mismo? Después de todo, también usted es de carne y hueso.
– Miss Kenton, si encontrase a sus palabras el mínimo sentido, me molestaría en iniciar con usted una discusión. Sin embargo, creo que será mejor que piense en otras cosas si usted sigue hablando de este tema.
– Bueno, pero dígame, ¿por qué sigue sonriendo de esa forma tan pecaminosa? -¿Pecaminosa, miss Kenton? Sólo estoy asombrado por la asombrosa capacidad que tiene usted para decir tonterías, no es más que eso.
– No, se sonríe usted de forma pecaminosa, mister Stevens. Y además he notado que no se atreve nunca a mirar a Lisa. Ahora entiendo por qué se mostró tan reacio a que entrase esa chica.
– Me mostré reacio por razones mucho más sensatas, miss Kenton. Y usted lo sabe. Cuando se nos presentó la chica, no era de ningún modo la persona adecuada.
Comprenderán ustedes que en presencia de los criados nunca habríamos organizado semejante escena; sin embargo, aquellos momentos en que nos reuníamos a tomar el chocolate, sin perder su carácter básicamente profesional, nos permitían a menudo charlar de este modo inofensivo, lo cual, por otra parte, descargaba mucho las tensiones acumuladas tras un día ajetreado.
Lisa llevaba ya con nosotros ocho o nueve meses y yo apenas si pensaba en ella, cuando una noche se fue de la casa junto al segundo lacayo. Claro que cualquier mayordomo de cualquier mansión sabe que esto puede ocurrir. Y aunque son cosas verdaderamente muy irritantes, uno acaba por acostumbrarse. Además, comparada con otras escapadas «nocturnas», ésta había sido de lo más civilizada. Aparte de un poco de comida, la pareja no se había llevado nada que perteneciese a la casa, y, lo que es más, habían dejado dos cartas. El segundo lacayo, cuyo nombre ya no recuerdo, dejó una breve nota a mi nombre en la que decía algo así: «No nos juzgue mal, por favor. Estamos enamorados y vamos a casarnos». Lisa había escrito una nota más larga dirigida al ama de llaves, la carta que miss Kenton me enseñó en la despensa la mañana después de que los dos jóvenes desaparecieran. Que ahora recuerde, la carta estaba llena de faltas de ortografía y frases mal estructuradas, y en ella hablaba de lo enamorados que estaban, de lo formidable que era el segundo lacayo y del maravilloso futuro que les esperaba. Recuerdo que uno de los párrafos decía así: «No tenemos dinero pero no nos importa porque nos queremos. No queremos nada más si nos tenemos uno a otro es lo único que nos importa». Aunque se trataba de una carta de folio y medio, no había expresión alguna de gratitud hacia miss Kenton por sus muchas atenciones, ni palabra alguna de disculpa por dejarnos a todos plantados.
Evidentemente, miss Kenton se quedó muy desconcertada. Durante el rato que tardé en leer la carta de la muchacha, había permanecido sentada junto a la mesa delante de mí, con la cabeza agachada. En realidad, y fue una rara sensación, creo que nunca la había visto tan desconsolada como aquella mañana. Finalmente, cuando dejé la carta en la mesa, me dijo:
– Ya ve, mister Stevens, parece que tenía usted razón, y yo me equivoqué.
– Miss Kenton, no tiene usted por qué tomárselo así -dije yo-, son cosas que pasan. La gente como usted o como yo no puede hacer nada para evitar que ocurran.
– Ha sido culpa mía, mister Stevens, lo reconozco. Tenía usted razón y yo estaba equivocada, como siempre.
– Miss Kenton, en eso no estoy de acuerdo con usted. Hizo maravillas con esa chica. Lo que consiguió con ella ha sido en varias ocasiones la prueba de que era yo el que estaba equivocado. Hablo en serio, miss Kenton, lo que ha pasado podría haber ocurrido con cualquier otro empleado. La chica hizo muchos progresos con usted. Comprendo que se sienta defraudada, pero no tiene motivos para sentirse culpable.
Miss Kenton siguió con aire abatido y, finalmente, dijo en voz baja:
– Le agradezco que diga eso, mister Stevens. Es usted muy amable. -Después suspiró, como si estuviera cansada, y dijo-: Ha sido tonta. Tenía una buena carrera por delante. No le faltaban cualidades. ¡Son tantas las chicas como ella que desperdician las oportunidades que tienen! ¿Y todo para qué?
Nos quedamos los dos mirando la carta que había encima de la mesa y, seguidamente, miss Kenton apartó su mirada con un gesto de fatiga.
– Tiene razón -dije-, es una lástima.
– Ha sido tonta. Y ya verá qué pronto la dejará. Con la buena carrera que tenía por delante. Si hubiese perseverado un poco… en un par de años habría estado preparada para ejercer como ama de llaves en alguna casa más o menos grande. Tal vez piense que exagero, pero no tiene más que ver lo que mejoró conmigo en unos meses. ¡Y pensar que lo ha echado todo a perder por nada!
– Sí, ha sido tonta.
Empecé a recoger las hojas pensando en archivarlas como referencias, pero se me ocurrió que quizá miss Kenton no tenía intención de darme la carta sino que preferiría conservarla. Volví a dejar los folios en la mesa, aunque miss Kenton, en cualquier caso, seguía ausente.
– Ya verá usted qué pronto la dejará -repitió-. ¡Qué tonta ha sido!
Estoy viendo que me he perdido entre tantos recuerdos y, realmente, no era mi intención, pero quizá no sea tan grave considerando que, así, al menos he conseguido no pensar demasiado en los malos ratos que he pasado esta tarde; por cierto, confío en que hayan concluido por fin, ya que las últimas horas, todo hay que decirlo, han sido más bien agotadoras.
Ahora mismo me encuentro en casa de los señores Taylor, concretamente, en el ático. Estoy, pues, en un domicilio particular, y esta habitación que tan amablemente me han cedido por una noche los Taylor era la del mayor de sus hijos, que, ya adulto, reside en Exeter. Lo más visible en ella son las vigas y los travesaños. No hay alfombras en el suelo, que es de tablas, ni moqueta que las cubra. Sin embargo, debo decir que resulta una habitación sorprendentemente acogedora. Mistress Taylor, además, no sólo me ha hecho la cama sino que también ha limpiado y arreglado toda la habitación, y, aparte de una telaraña que cuelga cerca de una viga, no hay ningún otro indicio que haga pensar que el cuarto ha estado sin ocupar desde hace años. En cuanto a los señores Taylor, he averiguado que desde 1920 hasta hace tres años, cuando se jubilaron, llevaron la tienda de comestibles del pueblo. Son gente muy amable, y aunque he insistido varias veces en compensarles económicamente su hospitalidad, se han negado a aceptar nada.
El hecho de que me halle aquí ahora y de que, a todos los efectos, esta noche dependa completamente de la generosidad de los señores Taylor, se debe a un descuido estúpido e irritantemente simple: el coche se quedó sin gasolina. Si a esto se añade el problema de ayer con el agua del radiador, cualquier persona un poco atenta pensará que la falta de organización es propia de mi carácter. Debo decir que, por lo que respecta a los viajes largos en coche, soy más bien un novato. Por este motivo, no es de extrañar que incurra en tantos descuidos. Sin embargo, si uno considera que la previsión y la buena organización son cualidades fundamentales en nuestra profesión, es casi inevitable pensar que en cierto modo no estoy a la altura que me corresponde.
No obstante, también es verdad que antes de quedarme sin gasolina, más o menos en la última hora del trayecto, me fue imposible concentrarme. Mi plan era pasar la noche en Tavistock, ciudad a la que he llegado poco antes de las ocho, pero en la hostería principal de esta ciudad me dijeron que todas las habitaciones estaban ya ocupadas debido a la feria agrícola que se celebra estos días. Me indicaron otros varios establecimientos, pero en todos ellos me dieron la misma disculpa. Al final, en una casa de huéspedes situada a la salida de la ciudad, la propietaria me sugirió que siguiera unos cuantos kilómetros más hasta llegar a una hostería que vería junto a la carretera, propiedad de unos familiares suyos, en la que, con toda seguridad, encontraría habitaciones libres, ya que el sitio, a la distancia que estaba de Tavistock, no debía verse afectado por la feria.
A pesar de las instrucciones que me dio para llegar, las cuales en aquel momento me parecieron bastante claras, lo cierto es que no conseguí encontrar el establecimiento situado al lado de la carretera; el caso es que al cabo de unos quince minutos, aproximadamente, me vi de pronto en una larga carretera que tras una curva se perdía en un amplio páramo desierto. Por ambos lados me rodeaban lo que me pareció que eran terrenos pantanosos, y la niebla envolvía el camino por el que iba conduciendo. A mi izquierda, el sol despedía sus últimos rayos y, cortando el horizonte, se dibujaban las siluetas de graneros y granjas dispersos por el campo a cierta distancia. Por lo demás, sin embargo, me pareció que había dejado atrás todo signo de vida.
Recuerdo que entonces se me ocurrió dar la vuelta y recorrer de nuevo un trecho en busca de un desvío ante el que había pasado, pero cuando por fin di con él, resultó que aquella carretera estaba aún más desierta que la anterior. Seguí un rato conduciendo, casi ya a oscuras, entre setos bastante altos, y en un momento dado noté que la carretera formaba una curva pronunciada. Evidentemente, supuse que ya no encontraría la hostería de la carretera, de modo que decidí seguir conduciendo hasta llegar al próximo pueblo o ciudad a fin de buscar alojamiento. Me resultaría más fácil, pensé, reanudar la ruta prevista por la mañana, pero justo mientras estaba ocupado en estos razonamientos oí que el motor carraspeaba, y fue entonces cuando me di cuenta de que me había quedado sin gasolina.
Después; el coche siguió corriendo unos metros hasta quedarse parado, y cuando salí para ver dónde me encontraba comprobé que sólo faltaban unos minutos para que oscureciera y la carretera, que formaba una pendiente, estaba rodeada de árboles e hileras de matojos, aunque al final de la pendiente se divisaba un hueco entre los matojos por el que asomaba una cerca de hierro cuyo contorno se dibujaba en el cielo. Empecé a subir la pendiente, pues suponía que desde la cerca me haría una idea más clara de dónde me hallaba, y con la esperanza de que a lo mejor habría alguna granja donde pudiesen ayudarme. Las imágenes con que se toparon mis ojos me dejaron, sin embargo, algo desconcertado. Al otro lado de la cerca el terreno formaba un declive bastante pronunciado, y a unos veinte metros de distancia desaparecía totalmente de mi vista. A lo lejos, a un kilómetro más o menos en línea recta, se veía un pueblo situado al fondo del declive. A través de la niebla alcanzaba a divisar la torre de una iglesia, junto a la cual se agrupaban los oscuros tejados de pizarra. De las chimeneas salían columnas de humo blanco, y confieso que en aquel momento me invadió una verdadera sensación de desaliento. Evidentemente, no estaba en una situación desesperada. El coche, por ejemplo, estaba sin gasolina pero no estaba averiado. En una media hora podía llegar al pueblo y encontrar, sin duda alguna, alojamiento y un bidón de gasolina. Simplemente, no me reconfortaba en absoluto hallarme en la cima de una colina solitaria, contemplando a través de aquella cerca las luces que brotaban de un pueblo situado a lo lejos, bajo un cielo que ya se consumía y una niebla cada vez más espesa.
No obstante, con ponerme pesimista no ganaba nada, y en cualquier caso era absurdo desperdiciar de aquel modo los últimos minutos de claridad que quedaban. Bajé de nuevo hasta el coche para buscar un maletín y meter las cosas esenciales y, armándome de una lámpara de bicicleta que daba una luz sorprendentemente potente, empecé a buscar un sendero por el que descender hasta el pueblo. Pero después de subir un buen rato por la colina hasta alejarme de la cerca un buen trecho, no conseguí encontrar ningún sendero. Después, cuando noté que la pendiente terminaba y que la carretera empezaba a bajar formando curvas no muy pronunciadas siguiendo una dirección que se alejaba del pueblo, cuyas luces aún vislumbraba a través del follaje, me volvió a invadir un profundo desánimo. De hecho, por unos instantes pensé que la mejor salida era volver a andar el camino que me separaba del coche y meterme dentro hasta que pasara algún otro vehículo. Pero faltaba muy poco para que anocheciera y pensé que si intentaba detener un coche en aquellas circunstancias me tomarían por un salteador de caminos o algo por el estilo. Por otra parte, desde que había dejado el coche no había pasado ningún otro vehículo. Pensándolo bien, creo que no había visto ningún vehículo desde que había salido de Tavistock. Decidí, por lo tanto, regresar hasta el lugar en que se hallaba la cerca y, desde allí, avanzar a campo través lo más recto posible en dirección a las luces del pueblo, hubiese camino o no.
La bajada no me resultó, al fin y al cabo, demasiado dura. Los pastos se sucedían unos a otros marcando el camino hacia el pueblo, y si bajaba pegado a los lindes podía andar más o menos cómodamente. Pero cuando ya estaba cerca del pueblo me resultó imposible encontrar forma de llegar al campo siguiente, y tuve que ir enfocando con la lámpara de la bicicleta, a un lado y a otro, los setos que me obstruían el paso. Finalmente, descubrí una pequeña abertura por la que pude escurrirme, no sin que se me rompieran los hombros de la chaqueta y las vueltas de los pantalones.
Al cabo de un rato fui a parar a un camino empedrado que llegaba hasta el pueblo, y fue mientras bajaba por ese camino cuando me encontré con mister Taylor, el amable señor que me ha hospedado esta noche. Salía de un cruce que había a unos metros delante de mí y tuvo la cortesía de esperar a que le alcanzara. Me saludó con la gorra y me preguntó si podía ayudarme en algo. Le expliqué lo más brevemente posible la situación en que me encontraba, añadiendo que le agradecería sobremanera si me acompañaba a alguna buena hostería. Al oír mis palabras, mister Taylor meneó la cabeza y me dijo:
– Lo siento, pero no va a encontrar usted ninguna hostería en nuestro pueblo, señor. John Humphreys suele alojar a los viajeros en el Crossed Keys, pero ahora está haciendo obras en el techo. -Y antes de que estas descorazonadoras noticias pudieran tener todo su efecto, mister Taylor añadió-: Si no le importa estar un poco incómodo, en mi casa podemos ofrecerle habitación y una cama para que pase usted la noche. No es nada del otro mundo, pero mi esposa limpiará y dispondrá lo imprescindible para que esté usted cómodo.
Creo que, aunque no muy convencido, le dije que no podía abusar de su amabilidad hasta ese extremo. Sin embargo, mister Taylor me respondió:
– Le aseguro que será un honor para nosotros. No hay muchas personas como usted que pasen por Moscombe y, sinceramente, no sé qué otra cosa puede hacer a estas horas. Mi esposa no me perdonaría nunca que le dejara abandonado toda la noche.
así es como al final he aceptado la amable hospitalidad de los señores Taylor. Pero cuando antes he dicho que la tarde había sido agotadora por todos los acontecimientos, no me refería simplemente al disgusto de quedarme sin gasolina y a tener que hacer tan duro trayecto hasta el pueblo. Lo sucedido ulteriormente, lo que ha sobrevenido una vez que me he sentado a cenar con los señores Taylor y sus vecinos, ha resultado, a su manera, más extenuante que las molestias básicamente físicas que había tenido que afrontar antes. Les aseguro que ha sido un verdadero alivio poder por fin subir a mi habitación y refrescar durante unos momentos los recuerdos que guardo de todos estos años en Darlington Hall.
El caso es que últimamente me he visto repetidas veces voluntariamente inmerso en todos estos recuerdos. Sobre todo, desde que hace unas semanas ha surgido la posibilidad de volver a ver a miss Kenton, he pasado mucho tiempo pensando por qué nuestra relación sufrió semejante cambio. Efectivamente, entre 1935 y 1936, después de muchos años durante los cuales habíamos conseguido compenetrarnos muy bien profesionalmente, nuestra relación experimentó un cambio importante. Terminamos incluso por abandonar la costumbre de reunirnos para tomar nuestra taza de chocolate ya concluido el día, aunque la verdadera raíz de ese cambio, la serie de acontecimientos que realmente motivaron esta ruptura, nunca he sido capaz de elucidarla.
Estos días he estado pensando que, posiblemente, un incidente decisivo en este cambio fuese el ocurrido la noche en que miss Kenton entró en la despensa sin haberla llamado. Ahora no recuerdo con exactitud por qué se presentó ante mí. Me parece que entró con un jarrón de flores «para alegrar el ambiente», aunque quizá vuelva a confundirme con otra ocasión al principio de conocernos, en que intentó hacer lo mismo. Sé que durante todos aquellos años, en tres ocasiones, como mínimo, intentó poner flores sobre mi mesa pero puede ser que esté equivocado y no fuese por ese motivo por lo que aquella noche en particular vino a mi gabinete. En cualquier caso, debo señalar que durante el tiempo que mantuvimos buenas relaciones profesionales nunca permití que esta relación implicase que el ama de llaves tuviese entera libertad para entrar y salir de la despensa cuando le viniese en gana. Por lo que a mí personalmente se refiere, la despensa donde trabaja el mayordomo debe ser el centro de operaciones de la casa, un lugar con una función primordial, y no el cuartel de un general durante una batalla. Y es fundamental que en su interior todas las cosas estén ordenadas y los demás las dejen exactamente como yo quiero que estén. Nunca he sido de esos mayordomos que permiten que todo el mundo entre y salga de la despensa con quejas y preguntas. Si se quiere dirigir una casa de la forma coordinada y uniforme, la despensa del mayordomo debe ser, evidentemente, un lugar donde el aislamiento y la intimidad estén garantizados.
Es cierto que la noche en que miss Kenton entró allí no estaba ocupado en ningún asunto de trabajo. Fue de hecho durante una semana tranquila, al final del día, mientras disfrutaba de una de mis pocas horas de ocio. Como he dicho, no estoy seguro de que miss Kenton entrara con un jarrón de flores, pero sí recuerdo que me dijo:
– Mister Stevens, de noche esta despensa parece aún más incómoda que de día. Tiene usted una bombilla muy lúgubre, sobre todo para estar leyendo.
– La luz es perfecta, miss Kenton.
– Se lo digo en serio. Este cuarto parece una celda. Sólo falta un catre, ahí, en esa esquina, para que uno se imagine a un condenado en sus últimas horas de vida.
Ahora no sé si yo, a mi vez, repliqué algo. En cualquier caso, no aparté la mirada de mi libro y esperé a ver si miss Kenton se disculpaba y se marchaba. Pero entonces la oí decir:
– Me pregunto qué estará usted leyendo.
– No es más que un libro, miss Kenton.
– Eso ya lo veo. Lo que me intriga es qué libro.
Levanté la mirada cuando vi que miss Kenton se me acercaba. Cerré el libro y, apretándolo contra el pecho, me levanté.
– Miss Kenton -dije-, le ruego que respete mis momentos de intimidad.
– Pero… ¿por qué le da tanta vergüenza enseñarme el libro? Empiezo a sospechar que se trata de un libro algo picante.
– Miss Kenton, me sorprende que sea capaz de pensar que en las estanterías de mi señor pueda haber libros «picantes», como usted dice.
– He oído decir que muchos libros de autores eruditos contienen pasajes de lo más picantes. Claro que yo, personalmente, nunca he tenido el valor de comprobarlo. Pero permítame, por favor, que vea lo que está leyendo.
– Miss Kenton, le ruego que me deje tranquilo. Es increíble que insista en acosarme de este modo durante los pocos ratos libres de que dispongo. Miss Kenton, sin embargo, siguió acercándose, y debo reconocer que me costaba decidir cuál podía ser el mejor modo de proceder. Por un momento tuve la tentación de meter el libro en el cajón de mi escritorio y cerrarlo rápidamente con llave, pero me pareció que podía resultar absurdo y un tanto teatral. Retrocedí entonces unos pasos con el libro todavía pegado al pecho.
– Por favor, enséñeme el libro -dijo miss Kenton acercándose más- p después le dejaré que siga disfrutando de su lectura. A saber qué libro será, que lo esconde usted tanto.
– Miss Kenton, no me importa lo más mínimo que sepa usted el título de este libro. Lo que sí me importa, por una cuestión de principios, es que se presente de este modo y me usurpe los ratos que tengo para estar solo.
– Lo que me pregunto es si se trata de un libro perfectamente respetable o si pretende usted impedir que me escandalice.
Y de pronto, con miss Kenton allí delante, parada frente a mí, algo cambió entre nosotros, fue como si de repente nos encontrásemos en un mundo aparte. Creo que no es fácil describir exactamente lo que intento decir. Sólo sé que a nuestro alrededor todo pareció enmudecer, y tuve la impresión de que la actitud de miss Kenton había sufrido una transformación. Su rostro reflejó una extraña seriedad, y una expresión que me pareció la de una persona asustada.
– Déjeme que vea el libro, por favor.
Avanzó unos pasos y empezó a soltarme lentamente el libro de las manos. Consideré que lo mejor, mientras tanto, era que mirase hacia otro lado, pero al tener su cuerpo tan cerca sólo podía desviar la mirada doblando el cuello de forma muy poco natural. Miss Kenton siguió arrebatándome el libro; levantándome prácticamente un dedo tras otro. Durante todo el proceso, que me pareció larguísimo, conseguí mantener mi postura, y finalmente la oí decir:
– ¡Válgame Dios, mister Stevens! Pero si no es un libro nada escandaloso. No es más que una simple historia de amor.
Y creo que justo en ese momento decidí que ya había soportado bastante. No recuerdo con exactitud qué le dije, sólo sé que le ordené que se marchase de mi despensa y di por concluido el episodio.
Supongo que debería añadir unas cuantas palabras referentes al libro sobre el que giró este incidente. Bien, es cierto que se trataba de lo que podríamos llamar una «historia sentimental», una de las muchas que albergan la biblioteca y alguna de las habitaciones de los huéspedes, para distracción de las damas que nos visitan. Pero la razón por la que a veces me enfrascaba en esos libros era muy simple. Suponían un medio extremadamente eficaz de mantener y desarrollar mi dominio del lenguaje. Mi opinión, y no sé si también la de ustedes, es que por lo que respecta a nuestra generación se ha hecho demasiado hincapié en la conveniencia, desde un punto de vista profesional, de poseer buen acento y dominio del lenguaje. Es decir, han sido factores sobre los cuales en ocasiones se ha insistido mucho, menospreciando cualidades profesionales más importantes. Yo, por mi parte, nunca he considerado que el buen acento y el dominio del lenguaje no sean atributos agradables. De hecho, he juzgado que era mi obligación el mejorarlos al máximo. Y para ello, un método rápido es leer, en los escasos ratos libres, unas cuantas páginas de un libro bien escrito. Es la política que he seguido durante varios años, y el libro que miss Kenton me sorprendió leyendo aquella tarde era el tipo de libro que solía escoger, ya que son obras que están escritas en buen inglés y contienen numerosos diálogos elegantes, de gran valor práctico para mí. Otros libros más pesados, trabajos más versados, digamos, aunque puedan permitir mayores avances, están redactados en términos que probablemente no me serían de tanta utilidad, teniendo en cuenta la clase de diálogos que, en general, pueda yo mantener con una dama o un caballero. Nunca he tenido tiempo ni ganas de leer de cabo a rabo una de esas novelas; sé que la trama siempre era absurda, sólo historias pasionales, y de no haber sido por la utilidad que, como ya he dicho, tenían para mí, no habría desperdiciado un solo minuto en estos libros. Debo confesar sin embargo, y no me importa decirlo ni creo que deba avergonzarme, que en ocasiones estas historias me divertían. Quizá en aquella época me empeñaba en no reconocerlo pero, como ya digo, no veo motivo para avergonzarme. ¿Qué hay de malo en que uno se divierta leyendo historias de damas y caballeros que se enamoran y declaran mutuamente sus sentimientos, empleando frases, a veces, de lo más elegantes?
No quiero decir con ello que mi actitud la noche que ocurrió lo del libro no esté justificada. Deben comprender que en aquella ocasión estaba en juego una importante cuestión de principios. Se trataba de que en aquel momento en que miss Kenton irrumpió tan resueltamente en mi despensa, yo me encontraba «fuera de servicio». Evidentemente, un mayordomo orgulloso de su profesión, que aspira a mantener a toda costa la «dignidad propia de su condición», como antaño postulaba la Hayes Society, nunca puede permitirse el lujo de estar «fuera de servicio» en presencia de otra persona. Realmente, lo mismo daba que fuese miss Kenton o un completo extraño la persona que en aquel momento entrara en mi despensa. Un mayordomo que se precie debe encarnar su papel plena y constantemente. No puede lucirlo un día y desecharlo al siguiente, como si se tratara de un disfraz. Y sólo en un caso, en un único caso, puede un mayordomo a quien su dignidad le importa desembarazarse de su función. Ese único caso es cuando está completamente solo. Entenderán, por tanto, que un hecho como que miss Kenton se metiera en mi despensa en un momento en que yo, por sobradas razones, estimaba que debía estar solo, era una cuestión de principios, de dignidad, que me obligaba a revestirme inmediatamente de mi categoría de mayordomo, pues de lo contrario hubiera representado un papel que no era el que me correspondía.
No era mi intención, sin embargo, analizar ahora los distintos matices de un episodio insignificante que ocurrió hace años. El único aspecto importante de aquel suceso fue que me hizo ver que entre miss Kenton y yo las cosas habían llegado, evidentemente tras un proceso gradual de muchos meses; a un punto que no era tolerable. El hecho de que aquella noche se comportase de aquel modo era bastante preocupante, y una vez que la vi salir de mi despensa y ordené un poco mis ideas, decidí que debía reconducir nuestra relación profesional por cauces más adecuados. Sin embargo, es muy difícil decir hasta qué punto aquel incidente contribuyó a que nuestra relación sufriera después tantos cambios. Seguramente hubo otros muchos factores clave que motivaron los hechos ocurridos más tarde. Uno de ellos pudo ser, por ejemplo, los días de asueto que se tomaba miss Kenton.
Desde el día en que miss Kenton empezó a trabajar en Darlington Hall hasta quizás un mes aproximadamente antes del incidente que tuvo lugar en mi despensa, miss Kenton había seguido un plan prefijado de días de asueto. Cada seis semanas se tomaba dos días libres para ir a visitar a su tía, en Southampton, y al margen de esto, siguiendo mi propio ejemplo, no se tomaba más días libres a menos que atravesásemos un período especialmente tranquilo, en cuyo caso se pasaba el día paseando por los jardines o leyendo en su habitación. Pero, como he dicho, sus pautas cambiaron y repentinamente empezó a aprovechar plenamente los días libres que le correspondían para marcharse de la casa por la mañana, bien temprano, sin dejar más información que la hora a la que pensaba regresar por la noche. Naturalmente, nunca se tomó más tiempo del que tenía asignado, y por este motivo no consideré nunca adecuado interrogarla sobre sus salidas. Creo, sin embargo, que aquel cambio me turbó bastante, ya que recuerdo que llegué a hablarle de ello a mister Graham, el ayudante y mayordomo de sir J ames Chambers -un buen colega con quien por cierto parece que he perdido todo contacto- una noche que nos sentamos a conversar junto a la chimenea, en una de sus periódicas visitas a Darlington Hall.
En realidad, el único comentario que le hice fue que el ama de llaves había estado «un poco rara últimamente», de modo que me quedé sorprendido cuando mister Graham, asintiendo con la cabeza, se inclinó hacia mí y me dijo malicioso:
– Pues fíjese que me preguntaba cuánto tiempo más tardaría.
Cuando le pregunté a qué se refería, prosiguió diciendo:
– Qué edad tiene ahora miss Kenton? Debe de andar por los treinta y tres o los treinta y cuatro, ¿no? Digamos que ya se le ha pasado la mejor edad para ser madre, pero que tampoco es demasiado tarde.
– Miss Kenton -le aseguré- es una auténtica profesional, y estoy seguro de que no tiene ningún deseo de formar una familia.
Mister Graham, sin embargo, sonrió y meneó la cabeza diciendo:
– Cuando un ama de llaves le diga que no quiere formar una familia, no la crea nunca. Si nos pusiésemos ahora a contar cuántas hemos conocido que han dicho eso y después han abandonado la profesión y se han casado, nos saldrían por lo menos una docena.
Recuerdo que aquella noche rechacé, bastante convencido, la teoría de mister Graham. Sin embargo, debo admitir que durante los días que siguieron me costaba dejar de pensar en la posibilidad de que el motivo que explicaba las misteriosas salidas de miss Kenton fuese que iba a encontrarse con algún pretendiente. La idea me molestaba, ya que si miss Kenton se marchaba, su falta tendría profesionalmente repercusiones importantes, y además sería una pérdida de la que lord Darlington tendría dificultades en recuperarse. Por otra parte, debía reconocer que había otros indicios que respaldaban la teoría de mister Graham. Por ejemplo, dado que una de mis obligaciones era encargarme del correo, resultaba inevitable que advirtiera que miss Kenton había empezado a recibir cartas del mismo remitente con bastante regularidad, más o menos una vez a la semana, cartas con el matasellos de la estafeta local. Quizá debería señalar que me habría resultado casi imposible no darme cuenta de un hecho semejante, además, porque durante los años que llevaba en la casa había recibido muy pocas cartas.
Había además otros signos más ambiguos que también venían a corroborar la opinión de mister Graham. Por ejemplo, aunque seguía cumpliendo con sus obligaciones profesionales con el mismo afán de siempre, cambiaba de humor de una forma que nunca había presenciado hasta entonces. Así, los días en que se mostraba extremadamente alegre -en principio, sin motivo aparente- me producían tanta inquietud como los períodos, a menudo bastante largos, en que se sumía en una profunda melancolía. Como he dicho, profesionalmente su rendimiento siempre fue el mismo; sin embargo, mi obligación era velar por el buen funcionamiento a largo plazo de la casa, y si efectivamente todos aquellos indicios venían a sustentar la idea de mister Graham, según la cual miss Kenton estaba planteándose dejar su trabajo por otras ocupaciones más románticas, mi responsabilidad era indagar más sobre este asunto. Así pues, una tarde mientras tomábamos el chocolate, me atreví a preguntarle:
– ¿Volverá a pasar fuera el jueves, miss Kenton? Su día libre, quiero decir.
Pensé que se enojaría al hacerle esta pregunta, pero en lugar de eso la impresión que tuve fue que desde hacía tiempo esperaba una oportunidad para sacar a colación el tema. Y fue ésta mi impresión porque, como si se sintiese aliviada, me dijo:
– Mister Stevens, se trata de una persona que conozco de cuando estuve en Granchester Lodge. De hecho, es el mayordomo que había en aquella época, pero ya ha abandonado la profesión y ahora está empleado en un negocio de por aquí cerca. No sé cómo se enteró de que estaba aquí y empezó a escribirme proponiéndome que reanudásemos nuestra amistad. No es más que eso, mister Stevens.
– Ya veo. De vez en cuando sienta bien salir de casa, eso es cierto.
– Es lo que pienso.
Se produjo entonces un breve silencio, durante el cual miss Kenton pareció tomar una decisión, y prosiguió:
– Este conocido mío…, recuerdo que cuando era mayordomo en Granchester Lodge, era una persona con muchas ambiciones y sueños maravillosos. En realidad, creo que su mayor ambición habría sido trabajar de mayordomo en una casa como esta. Sin embargo, cuando pienso en los métodos que tenía…, me imagino la cara que usted pondría si tuviese que trabajar con él. No me extraña que no alcanzara ninguna de sus ambiciones.
Me reí.
– Por mi experiencia -dije yo-, le aseguro que mucha gente se cree capacitada para ejercer la profesión a estos niveles, sin la menor idea de las obligaciones que todo ello supone. Realmente, no son puestos que convengan a todo el mundo.
– Sí; es cierto. ¡De verdad no sé qué habría dicho usted si le hubiese conocido!
– No todo el mundo puede ejercer a estos niveles, miss Kent». Es muy fácil tener tan elevadas ambiciones, pero un mayordomo que no posea determinadas cualidades, al llegar a un cierto punto se queda estancado.
Miss Kenton pareció quedarse pensativa y, al cabo de unos instantes, dijo:
– No sé por qué, creo que es usted un hombre satisfecho de si mismo. Ya ve, se encuentra en lo más alto, dueño de todos los entresijos de esta profesión. No sé qué más puede pedirle a la vida.
En aquel momento no se me ocurrió ninguna respuesta. Durante los minutos de silencio que siguieron, de un tenso silencio, miss Kenton sumergió su mirada en la taza de chocolate como absorta por alga que hubiese visto. Finalmente, tras reflexionar un rato, dije:
– Por lo que a mí respecta, miss Kenton, no veré colmadas mis ambiciones hasta que haya hecho todo lo posible por ayudar a mi señor en los grandes cometidos que se ha impuesto. El día en que mi señor haya conseguido sus fines, el día en que mi señor pueda permitirse dormirse en los laureles satisfecho de haber realizado todo lo que razonablemente podía exigirse de él, ese día podré sentirme, como usted misma ha dicho, un hombre satisfecho.
Es posible que mis palabras la desconcertaran, o quizá sin querer la había molestado; el caso es que, justo en aquel momento, la noté de otro talante, y nuestra conversación perdió enseguida el aire de intimidad que había empezado a tomar.
A partir de entonces las reuniones que solíamos celebrar en su habitación para tomar el chocolate se hicieron más escasas. Ahora me viene a la memoria la última vez que nos reunimos. Llevaba unos días queriendo hablar con miss Kenton de un acontecimiento que tendría lugar próximamente -durante una semana tendríamos como huéspedes a una serie de personalidades venidas de Escocia-, y aunque bien es cierto que faltaba todavía cerca de un mes, nuestra costumbre hasta entonces había sido organizar estos acontecimientos con bastante antelación. Aquella noche en concreto, le había estado comentando varios puntos al respecto, cuando de pronto me di cuenta de que miss Kenton me prestaba cada vez menos atención. Y en efecto, al cabo de un rato le fue imposible disimular que estaba totalmente ausente. En un par de ocasiones en que le dije cosas como «¿Me sigue usted, miss Kenton?» -sobre todo, después de haberle explicado algún punto con más detalle-, al interrumpir mi discurso se mostraba más atenta; sin embargo, a los pocos segundos, volvía a quedar absorta en sus pensamientos. Finalmente, tras varios minutos de hablarle sin tener más respuesta que observaciones como «Claro, mister Stevens», o «Sí, estoy de acuerdo», le dije:
– Discúlpeme, miss Kenton, pero no tiene sentido que sigamos conversando. Al parecer, no se da usted cuenta de que estamos tratando cosas importantes.
– Lo siento, mister Stevens -dijo incorporándose ligeramente en su silla-, es que esta noche me siento cansada.
– Últimamente siempre está cansada. Podría buscarse otra excusa.
Y para mi sorpresa, miss Kenton me espetó de pronto como respuesta:
– Mister Stevens, esta semana no he parado. Me siento cansada. Hace ya tres o cuatro horas que estoy deseando meterme en la cama. Tengo un cansancio tremendo. ¿Es que no puede entenderlo?
No es que esperara que se disculpase, pero la virulencia de la respuesta me dejó algo sorprendido. Decidí, de todas formas, no entrar en una discusión que podría resultar indecorosa y conseguí refrenarme un momento antes de replicarle, ya sosegado:
– Si realmente se siente tan cansada, no vale la pena que sigamos celebrando estas reuniones. Lamento no haberme dado cuenta antes de lo mucho que han podido importunarle, miss Kenton.
– Mister Stevens, sólo he dicho que esta noche estoy muy cansada.
– ¡Oh, no, no se preocupe, miss Kenton! Lo entiendo perfectamente. Lleva usted una vida muy ajetreada y no quiero que estas reuniones representen una carga más. Hay otras muchas formas de realizar el intercambio de las indispensables formalidades profesionales, sin que haya que recurrir a estas reuniones.
– Mister Stevens, esto es ridículo, sólo he dicho…
– Le hablo en serio, miss Kenton. De hecho, hace ya tiempo que me pregunto si, dadas las ocupaciones que ya tenemos al día, no sería mejor que suprimiésemos estas reuniones. El hecho de que las hayamos mantenido durante tantos años no es motivo para pensar que no podamos hallar soluciones más adecuadas.
– Se lo ruego, mister Stevens, estas reuniones me parecen muy útiles.
– Pero a usted no le convienen, miss Kenton. Sólo la cansan. Le sugiero que a partir de ahora nos intercambiemos la información más importante durante las horas normales de trabajo y, si no nos es posible encontrarnos, podemos dejarnos mensajes, usted en mi puerta y yo en la suya. Sí, me parece que es la solución perfecta. Ahora, le ruego que me disculpe por tenerla todavía despierta. Gracias por el chocolate. Ha sido usted muy amable.
Naturalmente -y no veo por qué no he de admitirlo-, a veces me he preguntado cómo habrían evolucionado con el tiempo las cosas si no me hubiese mostrado tan rotundo en lo referente a aquellas reuniones que celebrábamos cada noche, es decir, si hubiese cedido las veces en que, durante el transcurso de las semanas siguientes, miss Kenton me pidió que las reanudásemos. Son ideas que se me ocurren ahora, puesto que a la luz de los hechos que tuvieron lugar posteriormente podría argüirse que en el momento de tomar la decisión de terminar de una vez por todas con aquellas reuniones, quizá no fuese del todo consciente de las repercusiones que ello podía tener. Podría decirse incluso que esta resolución al parecer sin importancia resultó ser en cierto modo un hecho trascendental y el punto de partida de toda una serie de acontecimientos que inevitablemente condujeron al desenlace final.
Supongo que cuando una persona empieza a indagar, con la perspectiva que dan los años, qué momentos en el pasado han sido trascendentales, lo normal es que los vea por todas partes. Por este motivo, además de la decisión que tomé respecto a nuestras reuniones, otro factor trascendental pudo ser la escena que tuvo lugar en mi habitación la noche en que vino a traerme un jarrón de flores. Me pregunto cuál habría sido el curso de los acontecimientos si en aquella ocasión hubiese reaccionado de otro modo. Igualmente, quizá por haber sucedido más o menos durante aquella misma época, la tarde en que nos encontramos en el comedor, después de recibir la noticia de la muerte de su tía, podría considerarse otro hecho trascendental.
De esta noticia ya se había enterado unas horas antes, por la mañana, al entregarle yo mismo la carta, tras llamar y entrar en su habitación. De hecho, había entrado para hablar de un asunto del trabajo, y recuerdo que estábamos los dos conversando sentados a su mesa cuando abrió la carta. De pronto se quedó callada, pero, con toda calma, la leyó entera, como mínimo dos veces. Acto seguido, volvió a meter la carta en el sobre y dirigió hacia mí su mirada.
– Es de mistress Johnson, una amiga de mi tía. Me comunica que mi tía murió anteayer. -Hizo una pausa y después prosiguió: El funeral será mañana. ¿Cree que podré tomarme el día libre?
– Por supuesto, ya lo arreglaremos.
– Gracias, mister Stevens. Ahora, discúlpeme, pero preferiría estar unos momentos sola.
– No faltaría más, miss Kenton.
Me dirigí hacia la puerta y, en cuanto puse los pies fuera, me di cuenta de que no le había dado el pésame. Pensé en el duro golpe que supondría para miss Kenton aquella noticia, puesto que, a todos los efectos, su tía había sido para ella como una madre. Así que me detuve cuando aún iba por el pasillo, dudando si debía volver, llamar a su puerta y rectificar mi descuido. Se me ocurrió, no obstante, que si entraba podía interrumpirla en un momento embarazoso. Era muy posible que miss Kenton estuviese llorando en aquel mismo instante, a unos metros de mí. Sólo pensarlo me causó una sensación extraña. Me quedé un rato parado en medio del pasillo, j, finalmente juzgué que era más apropiado esperar y expresar en otra ocasión mi condolencia. Seguí, pues, mi camino.
En realidad, no volví a verla hasta la tarde, cuando, como ya he dicho, la encontré en el comedor mientras guardaba la vajilla en el aparador. La aflicción que debía sentir miss Kenton era un pensamiento que me había estado rondando durante varias horas, aunque lo que más me preocupaba era saber qué debía hacer o decir para aliviar su dolor, aunque fuese mínimamente. Y al oír el ruido de sus pasos, que se adentraban en el comedor, dejé lo que estaba haciendo, salí del vestíbulo y la seguí.
– Miss Kenton -dije-. ¿Qué tal se encuentra?
– Mejor, gracias.
– ¿Todo va bien?
– Perfectamente, gracias.
– Llevo unos días queriendo preguntarle si tiene algún problema con las nuevas criadas -dije sonriendo-. Ya sabe que cuando entran tantos sirvientes a la vez, suele haber algún que otro problema… Incluso a profesionales experimentados como nosotros nos viene bien, en estos casos, intercambiar impresiones.
– Gracias, mister Stevens, pero estoy muy contenta con las chicas.
– ¿Y no considera necesario introducir algunos cambios en la organización del personal?
– No creo que haga falta introducir cambios, mister Stevens, pero si cambio de opinión se lo haré saber inmediatamente. -Está bien. Así pues, según usted las nuevas empleadas se adaptan perfectamente.
– Trabajan muy bien, se lo aseguro.
– Me alegra oírselo decir. -Y volví a sonreír-. Tenía mis dudas porque las dos chicas, según comprobamos, no han trabajado nunca en una casa de esta envergadura.
– Sí, así es.
La observé mientras terminaba de llenar el aparador y esperé a ver si decía algo más. Sin embargo, al pasar un rato y no añadir ni una palabra, dije yo:
– En realidad, miss Kenton, tengo algo que decirle. He notado que últimamente ha habido ciertas deficiencias y creo, por tanto, que debería usted ser un poco menos condescendiente con las nuevas empleadas.
– ¿De qué se trata?
– Personalmente, cuando llegan nuevos sirvientes me aseguro doblemente de que todo marche bien. Reviso el trabajo que hacen e intento tantear qué tal se llevan con el resto de los criados. Después de todo, es importante formarse una idea de los nuevos criados considerando tanto los aspectos técnicos como la influencia que pueden ejercer en la conducta general. Y lamento decírselo, miss Kenton, pero me temo que ha sido usted un poco descuidada en este sentido.
Miss Kenton se quedó durante unos instantes algo desconcertada… Después, se volvió hacia mí con una expresión que traslucía visiblemente cierto nerviosismo.
– No le entiendo, mister Stevens.
– Le pondré un ejemplo. Aunque la loza se lave con el mismo esmero de siempre, a la hora de guardarla en los estantes de la cocina he observado que, sin llegar a resultar peligroso, el modo de dejarla puede causar a la larga algunos desconchados fáciles de evitar.
– ¿Habla en serio, mister Stevens?
– Completamente, miss Kenton. Y es más, hace tiempo que no se limpia como es debido la hornacina que hay a la entrada del comedor. Discúlpeme, pero aún podría sacar a relucir alguna que otra cosa.
– No hace falta que insista, mister Stevens. Como usted ha dicho, vigilaré el trabajo de las dos nuevas criadas.
– Me extraña que le hayan pasado por alto cosas tan evidentes, miss Kenton.
Miss Kenton apartó la mirada y volvió a mostrar una expresión confusa, como si se estuviese devanando los sesos por entender algo que la hubiese desconcertado. Más que molesta, me pareció cansada.
Cerró el aparador y dijo:
– Le ruego que me disculpe, mister Stevens.
Y salió de la habitación.
En realidad, ¿qué sentido tiene estar siempre especulando sobre lo que habría pasado si tal situación o tal otra hubiesen terminado de forma diferente? Acabaría uno loco. En cualquier caso, aunque me parece muy bien decir que hubo momentos trascendentales, sólo es posible reconocerlos al considerar el pasado. Evidentemente, cuando ahora pienso en aquellas situaciones, es cierto que me parecen momentos cruciales o únicos en mi vida; sin embargo, mi impresión mientras sucedían no era la misma. Más bien, pensaba que disponía de un número ilimitado de años, meses y días para resolver las diferencias que enturbiaban mi relación con miss Kenton, o que aún surgirían ocasiones en que podría remediar las consecuencias de algún que otro malentendido. Lo que sí es verdad es que, en aquella época, nada parecía indicar que a causa de unos incidentes tan insignificantes todas mis ilusiones acabarían frustrándose.
Creo que me dejo llevar por los recuerdos y, en cierto modo, me estoy poniendo taciturno. Sin duda, influye en ello, por un lado, la hora que es, y por otro, la fatiga que arrastro después de todo lo ocurrido esta tarde. Tampoco cabe duda de que el estado de ánimo que me invade es consecuencia asimismo del hecho de que, según tengo previsto -si consigo gasolina en el taller del pueblo, tal y como me han asegurado los Taylor-, mañana espero llegar a Little Compton antes del mediodía y volver a ver a miss Kenton, de nuevo, al cabo de tantos años. Por supuesto, no hay motivos para pensar que nuestro encuentro vaya a ser más que una visita formal. De hecho supongo que, al margen de cierta falta de protocolo acorde con las circunstancias, la entrevista tendrá básicamente carácter profesional, es decir, procuraré averiguar si miss Kenton tiene interés o no en volver a ocupar su antiguo puesto en Darlington Hall ahora que, por desgracia, parece que se ha quedado sin hogar, al romperse su matrimonio. Añadiré igualmente que anoche, al releer su carta, quizá saqué conclusiones erróneas, o leí demasiado entre líneas; en cualquier caso, sigo manteniendo que algunas partes de la carta transparentaban cierto anhelo nostálgico, patente en frases como la siguiente: «Me gustaba mucho contemplar el paisaje que se veía desde los dormitorios del segundo piso, con las colinas a lo lejos».
Y vuelvo a preguntarme qué sentido tiene hacer lucubraciones sobre las actuales intenciones de miss Kenton si mañana podré conocerlas de su propia boca. Además, me he desviado bastante de los hechos acaecidos esta tarde y que estaba relatando antes. Les diré que estas últimas horas me han resultado agotadoras. Pensaba que para una noche ya había tenido suficiente al verme obligado a abandonar el coche en una colina solitaria y tener que caminar hasta este pueblo, casi en plena noche, por un sendero bastante abrupto. En cuanto a los señores Taylor, mis amables anfitriones, estoy seguro de que, deliberadamente, nunca me habrían hecho aguantar lo que he tenido que sufrir esta noche. Sin embargo, el caso es que una vez en la mesa dispuesto a cenar con ellos, y tras empezar a llegar los vecinos, me he visto inmerso en una situación de lo más desagradable.
Al parecer, los señores Taylor utilizan la habitación que da entrada a la casa a modo de comedor y sala de estar. Es una habitación acogedora, con una gran mesa toscamente tallada, de esas que se encuentran en las cocinas de las granjas, que tienen el tablero sin barnizar y muchas incisiones y tajaduras de cuchillos. Eran marcas muy visibles, a pesar de que la mesa sólo estaba iluminada por la luz amarilla de una lámpara de petróleo colocada en un estante de una de las esquinas.
– No es que no tengamos electricidad, señor -me comentó mister Taylor señalando con la cabeza la lámpara-, es que tenemos problemas con la instalación. Llevamos así casi dos meses. Aunque si quiere que le diga la verdad, no nos importa mucho. Hay casas en el pueblo que no han tenido nunca luz eléctrica. La luz del petróleo es más agradable.
Mistress Taylor nos había servido un caldo muy bueno con tropezones de pan frito y, tal como se presentaba la noche, todo me hacía suponer que transcurriría tranquilamente, conversando quizá durante una hora antes de irme a la cama. No obstante, justo al final de la cena, mientras mister Taylor me ofrecía una jarra de cerveza que elaboraba un vecino, oímos unos pasos que se acercaban por la grava. El sonido de unos pies que se acercaban a una casa aislada, en plena oscuridad, me resultaba siniestro. Sin embargo, mis anfitriones no parecieron sentirse amenazados, ya que la voz de mister Taylor al decir «Anda, ¿quién será a estas horas?» sólo revelaba curiosidad, nada más.
Aunque parecía haberlo preguntado sólo para sí mismo, en aquel momento nos llegó desde fuera una voz a modo de respuesta que decía:
– Soy Georges Andrews. Pasaba por aquí…
Y acto seguido mistress Taylor franqueó el paso a un hombre recio, de unos cincuenta años, el cual, a juzgar por su vestimenta, debía de haber pasado el día ocupado en labores agrícolas. Con una familiaridad que denotaba lo frecuente de sus visitas, tomó asiento en un taburete que había junto a la entrada y se quitó las botas de agua, no sin esfuerzo, mientras hacía una serie de observaciones intrascendentes a mistress Taylor. Seguidamente se acercó a la mesa, se calló y se puso firmes delante de mí como si se presentara ante un oficial del ejército.
– Buenas noches, señor. Me llamo Andrews -dijo-. Lamento que haya tenido semejante contratiempo, aunque espero que no le moleste demasiado tener que pasar la noche en Moscombe.
Me puse a pensar, algo confuso, en cómo se habría enterado mister Andrews de que había tenido, según sus palabras, un «contratiempo». En cualquier caso, le respondí con una sonrisa que no me «molestaba» en absoluto, sino que más bien me sentía extremadamente agradecido por la hospitalidad de que era objeto. Al decir esto me refería, como es natural, a la amabilidad de los señores Taylor; sin embargo, mister Andrews creyó, por lo visto, que mi expresión de agradecimiento también le incluía, ya que, levantando sus dos manazas en actitud defensiva, replicó:
– En absoluto, señor, su presencia es muy grata. Para nosotros es un honor tenerle aquí. No se ve a mucha gente como usted por estas tierras. Nos honra mucho que haya pasado por aquí.
Sus palabras me hicieron pensar que todo el pueblo estaba al corriente de mi «contratiempo» y de que había ido a parar a aquella casa. Y en realidad, como descubriría al poco tiempo, ése era el caso. Supongo que durante el rato transcurrido después que me mostrasen la habitación donde ahora me encuentro, mientras me lavaba las manos e intentaba arreglar del mejor modo posible los desperfectos sufridos por mi chaqueta y las vueltas de los pantalones, los señores Taylor habían informado a todos los vecinos acerca de mi persona. En cualquier caso, durante los minutos que siguieron llegó otra visita, un hombre de aspecto parecido al de mister Andrews, es decir, algo tosco y rústico, y también con botas de agua, que se quitó con la misma familiaridad que aquél. De hecho, les encontré tan semejantes que, hasta que el recién llegado se me presentó como «Morgan, señor, Trevor Morgan», pensé que eran hermanos.
Mister Morgan me hizo saber que lamentaba mi «desgracia», y me aseguró que todo se arreglaría por la mañana; seguidamente, me dio la bienvenida al pueblo. Hacía unos instantes que había oído expresar los mismos sentimientos, sin embargo, mister Morgan añadió:
– Es un privilegio tener en Moscombe a un caballero como usted, señor.
Antes que tuviera tiempo para pensar una respuesta, se volvieron a oír pasos que se acercaban por el sendero, y al poco rato entró en la casa una pareja de mediana edad que me fue presentada como los señores Harry Smith. El aspecto de aquellas personas no era nada rústico. Ella era una mujerona con pinta de matrona que me recordaba a mistress Mortimer, la cocinera de Darlington Hall allá por los treinta. Mister Harry Smith, en cambio, era un hombre bajito, con una expresión enérgica que le surcaba el ceño. Mientras se sentaban junto a la mesa, el hombre me dijo:
– ¿Su coche es ese Ford tan estupendo que está en Thornley Bush Hill, señor?
– Si se refiere a la colina desde la que se divisa el pueblo, sí, es el mío -respondí-. Aunque me sorprende que lo hayan visto.
– Personalmente no, señor. Ha sido Dave Thornton, al pasar con su tractor hace un momento, cuando volvía a su casa. Le ha sorprendido tanto ver un coche allí, que se ha bajado del tractor a mirarlo. -En ese instante, mister Harry Smith se dirigió al resto de la concurrencia-: Una maravilla de coche. Me ha dicho que nunca había visto nada igual. ¡Ni comparación con el de mister Lindsay!
Este comentario suscitó una fuerte carcajada general, y mister Taylor, que estaba sentado a mi lado, me dijo:
– Se trata de un caballero que vivía en una mansión cercana, señor. Hubo un par de cosas que le hicieron perder la simpatía de la gente.
Y se oyó un murmullo general de asentimiento, tras el cual alguien exclamó:
– A su salud, señor.
Acto seguido alzó una de las jarras de cerveza que mistress Taylor acababa de distribuir, y todos los presentes brindaron por mí.
Sonreí y dije:
– Les aseguro que es un verdadero honor.
– Es usted muy amable, señor -dijo mistress Smith-. Así hablan los caballeros de verdad. Mister Lindsay no lo era. Tendría mucho dinero, pero no era un caballero.
Volvió a oírse un murmullo de asentimiento en la estancia. Seguidamente, mistress Taylor susurró algo al oído de mistress Smith y ésta contestó:
– Me ha dicho que vendrá en cuanto pueda.
Las dos se volvieron hacia mí tímidamente y mistress Smith dijo:
– Le hemos dicho al doctor Carlisle que estaba usted aquí. Se sentirá encantado de conocerle, señor.
– Tendrá pacientes que visitar -añadió mistress Taylor a modo de disculpa-. Por desgracia, no podemos asegurarle que pueda venir antes que desee usted retirarse.
Y fue entonces cuando mister Harry Smith, el hombrecillo del entrecejo fruncido, volvió a inclinarse hacia adelante y dijo:
– Este mister Lindsay del que le hablábamos se equivocó, ¿sabe? En su modo de comportarse. Se creía superior a nosotros y nos trataba como si fuéramos tontos. Pero le aseguro que no tardó en cambiar de opinión. Aquí discurrimos y conversamos mucho. Entre nosotros hay gente con muy buenas ideas y nadie tiene reparos en expresarlas. Claro, mister Lindsay se dio cuenta enseguida. -No era un caballero -dijo mister Taylor en voz baja-. No tenía nada de caballero.
– Es verdad -prosiguió mister Harry Smith-. Nada más verlo se daba uno cuenta de que no era un caballero. No se puede negar que tenía una casa muy bonita y llevaba buenos trajes, pero había algo que no cuadraba, algo que no tardamos en descubrir.
Se oyó un murmullo de asentimiento, y los presentes parecieron considerar si era conveniente o no contarme la historia de aquel personaje. Por fin, al cabo de un rato mister Taylor rompió el silencio:
– Eso que dice Harry es verdad. A un auténtico caballero se le distingue fácilmente de otro que no lo es, por más galas que éste se ponga. Usted, por ejemplo, no es sólo el corte de sus trajes o lo bien que habla. Hay algo que le distingue. No es fácil expresarlo, pero cualquiera que tenga ojos lo ve.
En la mesa volvió a producirse un murmullo de asentimiento.
– El doctor Carlisle no puede tardar -añadió mistress Taylor-. Le gustará hablar con él.
– El doctor Carlisle también tiene ese no sé qué -dijo mistress Taylor-. Sí, él también es un auténtico caballero.
Mister Morgan, que apenas había hablado desde que llegó, se inclinó hacia adelante y me dijo:
– ¿Qué cree usted que es? Quizá la persona que mejor pueda explicarlo sea alguien que tenga ese algo. Aquí estamos todos diciendo quién es un caballero y quién no lo es, pero ninguno de nosotros sabe explicarlo. Tal vez usted podría aclararnos un poco las ideas.
La mesa se quedó en silencio y sentí que todas las caras se volvían hacia mí. Me aclaré un poco la garganta y dije:
– No soy yo quien debería hablar de las cualidades que poseo o no poseo; sin embargo, por lo que a esta cuestión particular se refiere, diría que la cualidad que ustedes mencionan se define simplemente con el término «dignidad». No consideré necesario intentar explicar con más detalle mi afirmación. De hecho, sólo había dicho en voz alta los pensamientos que habían pasado por mi mente mientras escuchaba la conversación. Dudo que hubiese hablado de aquel modo si la situación no lo hubiese exigido. En cualquier caso, la respuesta pareció del agrado de todos.
– Tiene usted mucha razón -dijo mister Andrews asintiendo con la cabeza, y sus palabras fueron seguidas por el eco de otras voces.
– Mister Lindsay debería haberse comportado con mayor dignidad -dijo mister Taylor-. Lo que pasa con la gente como él, es que confunden la altanería y el orgullo con la dignidad.
– Debo señalar -repuso mister Harry Smith-, con todo mi respeto por lo que acaba usted de decir, pero es lo que pienso, que la dignidad no es algo que sólo tengan los caballeros. La dignidad es algo que cualquier hombre o cualquier mujer de este lugar puede llegar a tener con sólo proponérselo. Discúlpeme usted, pero como ya le he dicho antes, aquí no nos andamos con rodeos a la hora de decir lo que cada uno piensa. Mi opinión es ésta, aunque no sé si estaré en lo cierto. La dignidad no es algo privativo de los caballeros.
Naturalmente, comprendí que mister Harry Smith y yo hablábamos de cosas distintas, y que podía resultar bastante complicado explicarme de forma más explícita ante aquella gente. Así, consideré que lo mejor era sonreír y responder:
– Por supuesto, tiene usted toda la razón.
El efecto inmediato de mi respuesta fue diluir por completo la tensión que había reinado en la habitación mientras hablaba mister Harry Smith. El propio mister Harry Smith pareció tranquilizarse por completo, ya que en ese momento se echó hacia adelante y prosiguió:
– Después de todo, ésa fue la razón por la que luchamos contra Hitler. Si Hitler se hubiese salido con la suya, ahora seríamos todos esclavos. En todo el mundo no habría más que unos cuantos amos y millones y millones de esclavos. Y ya sé que no hace falta que diga que ser esclavo no es nada digno. Esa es la razón por la que luchamos y eso fue lo que ganamos. Ganamos el derecho de ser ciudadanos libres. Y uno de los privilegios de ser inglés es que, al margen de lo que uno sea, de que uno sea rico o pobre, todos los hombres son libres, y gracias a esta libertad todo el mundo puede decir libremente lo que piensa, y votar por que alguien gobierne o deje de gobernar. En eso consiste la dignidad, si me permite usted decirlo.
– Vamos, Harry -dijo mister Taylor-, que ya te veo venir con uno de tus discursos.
Se oyó una carcajada y mister Harry Smith sonrió tímidamente. No obstante, siguió diciendo:
– No estoy soltando ningún discurso. Sólo hablo. Y digo que no se puede tener dignidad si se es esclavo. Y los ingleses, con sólo quererlo, pueden llegar a tenerla. Es un derecho por el que luchamos.
– Este sitio puede parecer un lugar perdido e insignificante, señor -dijo su mujer-, sin embargo, en la guerra dimos mucho más de lo que debíamos. Dimos demasiado.
Después de estas palabras, los presentes adoptaron un aire grave, hasta que mister Taylor rompió el silencio diciéndome:
– Harry, aquí donde le ve, participa mucho en las campañas de nuestro diputado local. Si quiere usted saber lo que no funciona en el gobierno, déjele hablar, déjele.
– Pero si yo de lo que hablaba es de lo que sí funciona.
– ¿Usted también se dedica a la política, señor? -preguntó mister Andrews.
– No directamente -respondí-. Sobre todo ahora. Lo cierto es que estuve más involucrado antes de la guerra.
– Lo digo porque recuerdo que hace un par de años, creo, había un tal mister Stevens diputado. Le oí por la radio una o dos veces. En lo referente a la vivienda, decía cosas muy sensatas. Pero… no era usted, claro… -No, no -contesté riéndome. Ahora no estoy seguro de por qué pronuncié la frase siguiente. Sólo sé que, en cierto modo, me lo pidieron las circunstancias en que me encontraba. Así, acto seguido, dije-: En realidad, me ocupaba más de los asuntos extranjeros que de los problemas internos. Es decir, estuve en política exterior.
Me quedé algo desconcertado al ver el efecto que mis palabras habían causado entre los presentes. De algún modo, les noté sobrecogidos, y rápidamente añadí:
– Pero nunca tuve una función importante. Mi intervención se desarrolló en un plano, más bien, extraoficial.
El silencio, no obstante, persistió durante unos breves instantes.
– Discúlpeme, señor -dijo finalmente mistress Taylor-, ¿conoció usted a mister Churchill?
– ¿A mister Churchill? Sí, vino varias veces a casa. Pero si he de ser sincero, durante el período en que más metido estuve en asuntos importantes, mister Churchill no era considerado un personaje clave ni se pensaba que llegaría a serlo. Por aquella época las visitas más frecuentes eran las de personas como mister Eden o lord Halifax.
– Pero conoció usted a mister Churchill. ¡Qué honor poder decir algo así!
– No estoy de acuerdo con muchas de las cosas que dice mister Churchill -dijo mister Harry Smith-, pero, claro, no cabe duda que es un gran hombre. Debe de ser fantástico hablar con alguien como él.
– Bueno, le repito que no tuve mucho trato con mister Churchill. Pero como usted señala, y con razón, es muy grato haber podido tratarle. En realidad, creo que en general he sido muy afortunado, y soy el primero en admitirlo. He tenido la gran fortuna de tratar no sólo a mister Churchill, sino también a otros muchos dirigentes y hombres influyentes, americanos y europeos. Y cuando pienso que he podido oír su opinión sobre temas importantes de la época, sí, al recordarlo, siento efectivamente una gran satisfacción. Después de todo, es un privilegio haber podido desempeñar un papel, por pequeño que fuese, en la escena mundial.
– Discúlpeme, señor -dijo mister Andrews-, pero ¿qué clase de hombre era mister Eden? A nivel personal, me refiero. Siempre he creído que era un tipo correcto. De esos que hablan con cualquiera, pobres, ricos, gente influyente o gente de lo más humilde. ¿Tengo razón?
– Sí, a grandes rasgos, es una descripción bastante exacta. Evidentemente, durante estos últimos años no he visto a mister Eden y quizá sus responsabilidades le hayan hecho cambiar. Algo que he comprobado es que, en sólo unos años, la vida pública puede cambiar a la gente por completo.
– No lo dude, señor -dijo mister Andrews-. Hasta nuestro Harry, desde que hace unos años se metió en política, ya no es el mismo.
Los presentes volvieron a reírse y mister Harry Smith, con una sonrisa en su cara, se encogió de hombros. Seguidamente dijo:
– Es verdad que me he entregado mucho a las campañas, pero sólo a nivel local. Y nunca he tratado con gente comparable en importancia a la que usted trata. Sin embargo, a mi modo, creo que algo aporto. Tal y como yo veo las cosas. Inglaterra es una democracia y, en este pueblo, todos hemos luchado mucho por que así siga siendo. Y ahora nos toca ejercer nuestros derechos, a todos. Muchos jóvenes de este pueblo entregaron sus vidas para darnos este privilegio, y, tal y como yo veo las cosas, ahora tenemos que corresponderles cumpliendo con nuestro papel. Aquí, todos tenemos nuestras opiniones y nuestra responsabilidad es que sean oídas. Estamos lejos de todo, es cierto, somos un pueblo pequeño, vamos envejeciendo y cada vez somos menos, pero, a mi juicio, ante los muchachos del pueblo que dieron su vida ése es nuestro deber. Por eso, señor, dedico tanto tiempo a que nuestras voces se oigan en lugares de mayor relevancia. Si eso me hace cambiar o me conduce a la tumba mucho antes, la verdad es que no me importa.
– Ya se lo decía, señor -terció mister Taylor sonriendo – era imposible que Harry viese pasar por el pueblo a alguien importante y no le hiciera un discursito.
Los presentes volvieron a reírse, pero casi inmediatamente repuse:
– Creo que entiendo lo que dice, mister Smith. Entiendo muy bien su deseo de que tengamos un mundo mejor y que usted y todos sus vecinos puedan contribuir a alcanzar esas mejoras. Es un sentimiento que aplaudo, y me atrevería a decir que fue ese mismo impulso el motivo por el que, antes de la guerra, decidí intervenir en los asuntos públicos. Entonces; como ahora, la paz mundial parecía algo frágil que podía escapársenos de las manos, y decidí igualmente ofrecer mi apoyo.
– Discúlpeme, señor -dijo mister Harry Smith-, pero no es eso exactamente lo que yo quería decir. Para la gente como usted, siempre ha sido fácil tener cierta influencia, puesto que entre sus amigos siempre figuran personas importantes; en cambio, para la gente como nosotros pueden pasar años sin que veamos siquiera a un auténtico caballero, aparte del doctor Carlisle. Como médico, es de primera categoría, pero, con todos mis respetos, lo que son contactos no tiene ninguno. Aquí; olvidarnos de nuestros deberes como ciudadanos es muy fácil. Por eso me gusta participar en las elecciones. Y estén o no los demás de acuerdo, y sé que en esta habitación nadie está de acuerdo con todo lo que digo, al menos les hago pensar. Al menos les recuerdo cuáles son sus deberes. Vivimos en un país democrático. Por eso luchamos, y todos tenemos que participar.
– Me pregunto qué le habrá pasado al doctor Carlisle -dijo mistress Smith-. Estoy segura de que ahora le gustaría hablar con alguien instruido.
Se oyó de nuevo una carcajada.
– Ha sido un verdadero placer conocerles -dije-, pero la verdad es que empiezo a notar el cansancio.
– Claro -dijo mistress Taylor-. Debe de estar muy cansado. Quizá sea mejor que le ponga otra manta. Por las noches empieza a refrescar.
– No es necesario, mistress Taylor. Seguro que dormiré muy bien.
Pero antes de levantarme de la mesa, mister Morgan dijo:
– ¿Sabe?, hay un individuo al que nos gusta oír por la radio, se llama Leslie Mandrake, y me estaba preguntando si le conocería usted.
Le respondí que no, y cuando intenté de nuevo retirarme, volvieron a retenerme con más preguntas sobre todas las personas que había conocido. Seguía, por lo tanto, sentado a la mesa cuando mistress Smith dijo:
– Ah!, viene alguien. Espero que sea el doctor Carlisle.
– De verdad, creo que debería retirarme -dije-. Estoy muy cansado.
– Seguro que es él -dijo mistress Smith-. Quédese sólo unos minutos.
Y mientras decía estas palabras, se oyeron unos golpes en la puerta y una voz que decía:
– Soy yo, mistress Taylor.
Entró un caballero de aspecto todavía joven, debía de rondar los cuarenta, alto y delgado, bastante alto, de hecho, ya que tuvo que agachar la cabeza para pasar por la puerta. Y apenas nos hubo saludado a todos con un «Buenas noches», mister Taylor le dijo:
– Éste es el caballero del que le hemos hablado, doctor. Se le ha quedado parado el coche en Thornley Bush y aquí le tiene, soportando los discursos de Harry.
El doctor se acercó a la mesa y me tendió la mano.
– Richard Carlisle -dijo sonriendo amablemente mientras yo me levantaba a estrechársela-. Ha tenido usted mala suerte con el coche. En fin, estoy seguro de que le tratan estupendamente. Demasiado, me imagino.
– Gracias -contesté-. Todo el mundo es muy amable.
– Es un placer tenerle entre nosotros. -El doctor Carlisle se sentó al otro lado de la mesa, justo enfrente de mí-. ¿De qué parte del país es usted?
– De Oxfordshire -respondí, y la verdad es que me costó reprimir el «señor».
– Una región muy bonita. Tengo un tío que vive muy cerca de Oxford. Sí, una región muy bonita.
– El señor estaba contándonos -dijo mistress Smith- que conoce a mister Churchill.
– ¿De verdad? Conocí a un nieto suyo, pero ya casi he perdido todo contacto. Y nunca tuve el privilegio de conocer al propio Churchill.
– Y no sólo a mister Churchill -prosiguió mistress Smith-. Conoce a mister Eden y a lord Halifax.
– ¿Ah, sí?
Noté que los ojos del médico me examinaban minuciosamente. Y cuando me disponía a hacer una observación adecuada, mister Andrews le dijo:
– El señor nos estaba contando que, hace años, se ocupó mucho en asuntos de política exterior.
– ¿De verdad?
Me pareció que el doctor Carlisle me estudiaba durante un lapso de tiempo excesivamente largo, tras el cual, volviendo a hacer gala de su afabilidad, me dijo:
– ¿Está usted de vacaciones?
– Más bien -contesté sonriendo.
– Hay rincones muy bonitos por aquí. Por cierto, mister Andrews, siento no haberle devuelto todavía la sierra.
– No corre prisa, doctor.
Durante unos instantes dejé de ser el centro de atención, y esto me permitió permanecer en silencio. Así que, aprovechando el momento, me levanté diciendo:
– Les ruego que me disculpen. Ha sido una velada muy agradable, pero, verdaderamente, ha llegado el momento de retirarme.
– Es una lástima que ya deba usted retirarse -dijo mistress Smith-. Ahora que está aquí el doctor.
Mister Harry Smith, inclinándose por delante de su mujer, le dijo al doctor Carlisle:
– Me habría gustado saber qué piensa este señor de las ideas que tiene usted sobre el Imperio. -Y volviéndose hacia mí, prosiguió-: El doctor está a favor de la independencia de todos los países pequeños. Yo no tengo la formación necesaria para probarle que no tiene razón, porque estoy seguro de que no la tiene. Sin embargo, me gustaría saber qué piensa alguien como usted, señor.
Y una vez más, me sentí examinado por la mirada del doctor Carlisle. Finalmente, dijo:
– Sí, es una lástima, pero dejemos que el señor vaya a acostarse; supongo que ha sido un día agotador.
– Así es -dije.
Y, sonriendo de nuevo, me despedí de la mesa, pero, para gran turbación mía, todos los presentes, incluido el doctor Carlisle, se pusieron en pie.
– Muchas gracias a todos -dije sonriendo-. Mistress Taylor, la cena ha sido magnífica. Les deseo muy buenas noches.
Como respuesta, se oyó a coro un «Buenas noches, señor», y cuando ya casi había salido de la habitación, la voz del doctor me detuvo en la puerta.
– Oiga, amigo -dijo. Y, al volverme, vi que aún seguía en pie-. Mañana temprano tengo que ir a Stanbury a ver a un paciente. Sería un placer para mí llevarle hasta su coche. Así no tendrá usted que andar. Y de camino podemos cargar un bidón de gasolina en casa de Ted Hardacre.
– Es usted muy amable -contesté-, pero no quisiera causarle ninguna molestia.
– ¿Molestia?, ninguna. ¿Le va bien a las siete y media? -Me haría usted un gran favor. -Perfecto. A las siete y media, entonces. Usted, mistress Taylor, asegúrese de que, antes de las siete y media, su huésped esté bien despierto y haya desayunado. -Y volviéndose hacia mí, añadió-: así podremos hablar. Aunque a Harry no le daremos el gusto de ser testigo de mi humillación.
Volvió a oírse otra carcajada, y de nuevo nos dimos las buenas noches antes de que, por fin, me permitieran subir y refugiarme en esta habitación.
Creo que no es necesario que subraye hasta qué punto me sentí incómodo anoche por el lamentable malentendido que se creó en torno a mi persona, aunque sólo puedo decir que, sinceramente, no veo de qué modo podría haber evitado que la situación siguiera aquellos derroteros. En realidad, cuando fui consciente de lo que estaba ocurriendo, las cosas ya habían llegado tan lejos que, de haber revelado la verdad a aquella gente, lo único que hubiese conseguido habría sido violentarlos. En cualquier caso, aunque se trate de un episodio lamentable, no creo haber causado daño a nadie. Después de todo, mañana por la mañana me despediré de todas estas personas y lo más probable es que no las vuelva a ver. No veo la necesidad, pues, de insistir en este tema.
No obstante, al margen de este lamentable malentendido hay quizá uno o dos aspectos en todo este asunto que merecen cierta atención, aunque sólo sea para que no sigan preocupándome en estos días venideros. Uno de ellos es, por ejemplo, la idea que presentó mister Harry Smith respecto al significado que encierra el término «dignidad». Es una idea que, seguramente, no es necesario considerar con demasiada seriedad. Por supuesto, hay que tener en cuenta que mister Harry Smith empleaba el término «dignidad» en un sentido totalmente distinto del que tiene para mí. A pesar de ello, aun admitiendo su definición del término, sus opiniones eran demasiado idealistas y teóricas para ser consideradas seriamente. Sólo hasta cierto punto había algo de verdad en sus palabras: en un país como el nuestro es posible que, efectivamente, la gente tenga el deber de reflexionar sobre los asuntos clave y formarse su propia opinión. Pero en el mundo en que vivimos, ¿cómo puede pensarse que la gente corriente tiene «opiniones bien fundadas» sobre cualquier clase de temas, hecho que, como imagina mister Harry Smith, caracteriza a este pueblo? Además, no sólo se trata de una idea poco realista sino que me pregunto incluso si será una idea deseable. Después de todo, las posibilidades de la gente corriente para aprender y saber son limitadas, y exigir que cada cual participe con sus «ideas bien fundadas» en los grandes debates de la nación denota muy poca cordura. En cualquier caso, es absurdo suponer que la «dignidad» de una persona se defina siguiendo estos criterios.
Precisamente, me he acordado ahora de una situación que, creo yo, ilustra muy bien qué poco hay de cierto en las ideas que defiende mister Harry Smith. Es un ejemplo basado en mi propia experiencia, un episodio que tuvo lugar antes de la guerra, hacia 1935.
Si no recuerdo mal, ocurrió una noche, pasadas las doce, en que mi señor me ordenó que me personase en el salón en que él y otros tres caballeros se habían reunido después de la cena. Naturalmente, ya había tenido que entrar varias veces para llenar de nuevo las copas de aquellos caballeros, momentos en los que había podido escucharles tratar temas de gran peso. Sin embargo, en esta ocasión, cuando entré en el salón dejaron todos de hablar y se volvieron hacia mí. Entonces mi señor me dijo:
– Acérquese un instante, Stevens, se lo ruego. Mister Spencer tiene algo que decirle.
El caballero en cuestión siguió observándome unos minutos sin cambiar siquiera la pose algo lánguida con que estaba instalado en el sillón. Y acto seguido dijo: -Verá, amigo, tengo una pregunta que hacerle. Hemos estado discutiendo sobre un problema y necesitamos ayuda. Dígame, ¿considera que la situación de la deuda con respecto a América constituye un factor significativo del bajo nivel actual de los intercambios comerciales? ¿O cree que se trata sólo de una teoría errónea y que la auténtica raíz del problema es el abandono del patrón oro?
Como es natural, me quedé bastante sorprendido; sin embargo, comprendí rápidamente cuál era el quid de la cuestión. Estaba claro que esperaban que me sintiese totalmente perplejo ante la pregunta. De hecho, durante el rato que tardé en darme cuenta y en encontrar una respuesta adecuada, es posible que exteriormente diese la impresión de estar en Babia, ya que noté que se sonreían entre ellos con gesto divertido.
– Lo lamento, señor -dije-, pero es un problema en el que no puedo ayudarle.
En aquel instante, había conseguido dominar la situación; sin embargo, los demás caballeros siguieron riéndose disimuladamente. Mister Spencer prosiguió:
– Entonces quizá pueda sernos de ayuda en otro problema. ¿Cree usted que la situación monetaria de Europa mejoraría o empeoraría en caso de llegarse a un acuerdo militar entre franceses y bolcheviques?
– Lo siento mucho, señor, pero es un problema en el que tampoco puedo ayudarle.
– ¿Cómo? -exclamó mister Spencer-. ¿Tampoco puede ayudarnos en esto?
Volvieron a disimular sus risas hasta que mi señor dijo:
– Está bien, Stevens. Puede retirarse.
– Discúlpeme, Darlington, pero aún hay otra pregunta que quisiera hacerle a nuestro amigo -dijo mister Spencer-. Realmente necesito su ayuda para el asunto que actualmente tanto nos preocupa, un asunto fundamental, ya que de él depende el modo en que configuremos nuestra política exterior. Dígame amigo, a ver si ahora puede ayudarnos. ¿A qué se estaba refiriendo realmente monsieur Laval cuando aludía en un discurso reciente a la situación en el norte de Africa? ¿Cree usted también que se trata de una argucia para acallar al sector más nacionalista de su propio partido?
– Lo lamento, señor, pero es un problema en el que no puedo ayudarle.
– ¿Ven ustedes, caballeros? -dijo mister Spencer, volviéndose al resto de los presentes-. Nuestro amigo no puede ayudarnos a este respecto.
Y esta frase provocó nuevas carcajadas, ahora con menos disimulo.
– Sin embargo -continuó mister Spencer-, aún seguimos insistiendo en la idea de que habría que dejar el destino de la nación en manos de este buen hombre Y de millones de personas como él. No es de extrañar, por tanto, que con la carga que supone nuestro sistema parlamentario actual, seamos incapaces de resolver los numerosos problemas que nos aquejan. ¿Por qué no le piden también a un comité de la asociación de madres que organice una campaña militar?
Y entre las risas y carcajadas que suscitó esta última intervención, mi señor, en voz baja, me dijo:
– Gracias, Stevens.
Tras estas palabras, pude retirarme.
Es cierto que la situación me había resultado un poco incómoda, pero, en cualquier caso, no era la más difícil ni la más insólita con que me podía haber enfrentado. Convendrán ustedes conmigo en que cualquier profesional en el ejercicio de sus funciones debe contar con que a lo largo de su carrera le salgan al paso este tipo de situaciones. Naturalmente, a la mañana siguiente ya había olvidado el episodio cuando lord Darlington, tras entrar en la sala de billar en un momento en que, subido a una escalera, estaba ocupado en limpiar el polvo de los retratos, dijo:
– Lo de ayer fue horrible, Stevens. Le hicimos pasar unos momentos muy desagradables. Dejé lo que estaba haciendo y dije: -De ningún modo, señor, fue un placer poder ayudarles. -Fue horrible. Me temo que bebimos demasiado. Le ruego que acepte mis disculpas.
– Gracias, señor. Pero le digo, y me complace decirlo, que en ningún momento me sentí importunado.
Mi señor se acercó con paso bastante cansado a un sillón de cuero, se sentó y suspiró. Desde lo alto de la escalera alcanzaba a ver prácticamente la larga silueta de mi señor bañada por el sol de invierno que entraba por los balcones, iluminando con sus rayos gran parte de la habitación. Recuerdo que fue uno de esos momentos en que pude sentir hasta qué punto las circunstancias de la vida habían marcado a mi señor en sólo unos pocos años. Siempre había sido un hombre esbelto, pero ahora se le veía preocupantemente delgado y hasta deformado. Sus cabellos habían encanecido antes de tiempo y su cara se veía tensa y arrugada. Durante unos instantes, permaneció mirando por el balcón en dirección a las colinas y, acto seguido, dijo:
– Fue una experiencia horrible, Stevens. Pero, ¿sabe?, mister Spencer quería demostrarle algo a sir Leonard. De hecho, si le sirve de consuelo, fue usted testigo de una demostración muy importante. Sir Leonard había estado defendiendo ideas absurdas y anticuadas, según las cuales es la voluntad del pueblo la que debe regir nuestro destino y todas esas cosas. ¿No le parece increíble, Stevens?
– Sí, señor.
Lord Darlington volvió a suspirar.
– Siempre somos los últimos, Stevens. Los últimos en despegarnos de sistemas ya anticuados. Sin embargo, tarde o temprano tendremos que enfrentarnos con los hechos.
La democracia es algo de otras épocas. El mundo actual es demasiado complicado para depender de antiguallas como el sufragio universal o esos parlamentos donde los diputados discuten eternamente sin decidir nunca nada. Son cosas que podían estar muy bien hace unos cuantos años, pero no ahora.
Qué es lo que decía ayer mister Spencer? Lo explicó muy bien.
– Creo que comparaba el sistema parlamentario actual con un comité de la asociación de madres que intentara organizar una campaña militar.
– Sí, eso era. Francamente, vamos muy retrasados en este país, y es urgente que las mentes con visión de futuro hagan reaccionar a personas como sir Leonard.
– Sí, señor.
– Escúcheme bien, Stevens. Actualmente, vivimos una crisis que se prolonga. Lo he visto con mis propios ojos al viajar al norte del país con mister Whittaker. La gente sufre, la gente normal, la gente buena y trabajadora sufre horriblemente. En Alemania, en Italia, han sabido actuar y han puesto las cosas en su sitio. Igual que a su modo, supongo, han hecho esos miserables bolcheviques. Hasta el presidente Roosevelt. Fíjese que no le da ningún miedo tomar medidas arriesgadas para ayudar a su pueblo. En cambio, mire lo que pasa aquí, Stevens. Pasan los años y todo sigue igual. Lo único que hacemos es hablar, organizar debates y aplazar las decisiones. Cuando alguien tiene una buena idea, acaba por resultar ineficaz con tantos comités por los que tiene que pasar, y además la modifican hasta el infinito. Los pocos que saben realmente de lo que están hablando acaban relegados a un segundo plano por tantos ignorantes como hay a su alrededor. ¿No lo ve usted así, Stevens?
– Parece que la nación se encuentra en una situación deplorable, señor.
– Se lo aseguro. Fíjese en Alemania y en Italia. Fíjese en lo que puede hacer un gobierno fuerte si se le deja, no como aquí con tanto sufragio universal. Cuando uno ve que su casa está ardiendo, lo último que hace es reunir a toda la familia en el salón para discutir durante una hora sobre las posibilidades que hay de escapar. Quizá en otra época todo eso tenía resultado, pero no ahora, cuando el mundo se ha complicado tanto. No se le puede pedir al hombre de la calle que sepa de política, economía, comercio mundial y qué sé yo. ¿A santo de qué? Ayer respondió usted muy bien, Stevens. ¿Qué es lo que dijo? ¿Algo así como que no era de su competencia? Claro, ¡y por qué iba a serlo!
Ahora me doy cuenta, al evocar estas palabras, que muchas de las ideas de lord Darlington resultarían en nuestros días bastante extrañas, y diría incluso que poco recomendables. Sin embargo, no puede negarse que en las cosas que me dijo aquella mañana en la sala de billar había algo de verdad. Evidentemente, es absurdo esperar que un mayordomo responda sin ninguna duda a la clase de preguntas que mister Spencer me hizo aquella noche, y, naturalmente, cuando individuos como mister Harry Smith afirman que cualquier persona con «dignidad» es capaz de hacerlo, está claro que no saben de qué hablan. Hay algo que debemos dejar bien claro: el deber de un mayordomo es procurar que haya un buen servicio, no intentar solucionar los problemas de la nación. Y la razón es que, a personas como ustedes o como yo, esa clase de asuntos se nos escapa, y aquellos de nosotros que quieren dejar huella deben comprender que, para conseguirlo, el mejor modo es concentrarse en lo que realmente es de nuestra competencia, es decir, centrarnos en ofrecer el mejor servicio posible a los verdaderos caballeros que tienen en sus manos el destino de nuestra civilización.
Parece algo obvio, pero no son pocos los mayordomos que, al menos durante una época, han sido de pareceres distintos. De hecho, las palabras que oí anoche en boca de mister Harry Smith me recuerdan el idealismo mal entendido que defendieron numerosos colegas de mi generación en los años veinte o treinta. Me refiero a los colegas que eran partidarios de que el mayordomo que realmente tuviese aspiraciones serias debía examinar continuamente a su señor, evaluando sus actos y analizando las implicaciones de sus ideas; ya que, según sus argumentos, éste era el único modo de estar seguro de que nuestro talento se destinaba a buen fin. Aunque pueda comprenderse el fondo de idealismo de semejante razonamiento, es indudable, como en el caso de mister Harry Smith, que se trata de una concepción errónea. Sólo hay que ver a los mayordomos que llevaron estas ideas a la práctica. Sus carreras, algunas de ellas muy prometedoras, se eclipsaron. Personalmente, conocí al menos a dos profesionales, los dos bastante capaces, que siempre insatisfechos no pararon de cambiar de patrón sin asentarse nunca en ninguna parte. Al final, perdimos su rastro. Y no es sorprendente que acabaran así, dado que, en la práctica, es imposible que uno adopte ante su señor una postura tan crítica y le ofrezca, al mismo tiempo, un buen servicio. No sólo porque no pueden satisfacer las numerosas exigencias de un buen servicio con la mente centrada en otros asuntos, sino, fundamentalmente, porque un mayordomo que está siempre esforzándose por manifestar sus «opiniones bien fundadas» sobre los asuntos de su señor carece, con toda seguridad, de una cualidad que es esencial en todo buen profesional, y esa cualidad se llama lealtad. Pero no me interpreten mal, por favor. No me estoy refiriendo a esa «lealtad» ciega cuya falta aducen los patronos mediocres cuando ven que no pueden contratar los servicios de un buen profesional. De hecho, yo sería el último en abogar por que un mayordomo jurase lealtad ciega al primer caballero o a la primera dama que les diese trabajo. No obstante, si un mayordomo espera ser alguien, llega un día en que debe cejar en su búsqueda, un día en que debe decirse: «Este patrón encarna todo lo que considero noble y admirable. A partir de ahora, me dedicaré a servirle». Así se jura lealtad de un modo inteligente. ¿Es algo «indigno»? No es más que la aceptación de uña verdad ineludible: que personas como ustedes o como yo no llegaremos nunca a entender los hechos importantes que se desarrollan actualmente en el mundo, y, por este motivo, lo mejor que podemos hacer es confiar en un patrón que consideremos honrado y sensato. Piensen en personas como mister Marshall o mister Lane, que son, sin duda, dos de las figuras más importantes de nuestra profesión. ¿Se imagina a mister Marshall discutiendo con lord Camberley sobre el último informe de éste enviado al Ministerio de Asuntos Exteriores? ¿Acaso mister Lane nos parece menos admirable sólo porque nos hayamos enterado de que nunca ha gustado de expresar sus opiniones ante sir Leonard Gray cuando éste ha de pronunciar un discurso en la Cámara de los Comunes? Por supuesto que no. ¿Y qué tiene eso de «indigno»? ¿Qué tiene eso de reprochable? ¿Qué culpa tengo yo de que, con el paso del tiempo, se haya comprobado que los esfuerzos de lord Darlington no iban bien encaminados, que fueron, incluso, poco sensatos? Durante todos los años que estuve a su servicio, fue él, únicamente él, el que calibró los elementos de que disponía para actuar, después, en consecuencia. Yo sólo me limité a los asuntos que eran de mi incumbencia. Por lo que a mí respecta, cumplí con mis tareas lo mejor que pude, y algunos dirían que mi labor fue «de primera categoría». No tengo la culpa de que la vida y las obras de mi señor hayan resultado ser baldías; por eso, sería ilógico que, por mi parte, me sintiese avergonzado o dolido.