SEGUNDO DIA POR LA MAÑANA

Salisbury


Las camas desconocidas se han mostrado raras veces complacientes conmigo y, tras dormir profundamente tan sólo durante un breve lapso de tiempo, me he despertado hace apenas una hora. Aún era de noche y, sabiendo que me esperan muchas horas de volante, he intentado volver a dormirme intento que ha resultado inútil. Y cuando finalmente he decidido levantarme, era tal la oscuridad que me he visto obligado a encender la luz para poder afeitarme en el lavabo del rincón. Al apagar la luz una vez hube terminado, el amanecer ya clareaba tras las cortinas.

Las he corrido hace unos instantes, y la luz de fuera era todavía muy pálida. Había además un poco de niebla que me impedía ver la panadería y la farmacia de la acera de enfrente. Algo más lejos, donde la calle sube por el arco del puente, he podido apreciar que la niebla venía del río y ocultaba a mis ojos casi por completo uno de los pilotes del puente. No se veía un alma y, aparte de los martillazos que el eco traía de algún lugar distante y las toses que llegaban de algún cuarto del fondo de la casa, tampoco se oía ningún ruido. Está claro también que la patrona de la casa sigue en la cama, por lo que no tengo posibilidades de que me sirva el desayuno antes de la hora anunciada, es decir, antes de las siete y media.

En estos momentos, rodeado de tanta calma y esperando que el mundo se despierte, me han venido de nuevo a la mente pasajes de la carta de miss Kenton. Por cierto, ahora que lo pienso, creo que debería haber hecho algunas aclaraciones respecto a miss Kenton. Debo decir que miss Kenton es en realidad mistress Benn. No obstante, dado que sólo la traté de cerca durante sus años de soltera y que desde que se marchó al oeste del país para convertirse en mistress Benn no he vuelto a verla, espero que disculpen mi falta de precisión por referirme a ella utilizando el nombre con que yo la conocí y en el cual la he recordado durante todos estos años. Por otra parte, su carta me ha dado motivos para seguir considerándola como miss Kenton, dado que, por desgracia, parece que su matrimonio ha concluido. La carta no da detalles específicos sobre el asunto, como sería de esperar; miss Kenton sólo afirma de modo inequívoco haber dejado el hogar de mister Benn, en Helston, y encontrarse alojada en casa de unos amigos cerca del pueblo de Little Compton.

Es realmente trágico que su matrimonio haya sido un fracaso. Sin duda, en estos momentos debe de estar lamentando el haber tomado en el pasado ciertas decisiones por las cuales ahora, en plena madurez, se encuentra afligida y sola. También es fácil imaginar que, en tal estado de ánimo, volver a Darlington Hall supondría para ella un gran consuelo. He de confesar que su carta no muestra de modo explícito en ningún pasaje que desee volver; no obstante, es una idea que, manifiestamente, se trasluce en muchos de sus párrafos, impregnados de nostalgia por los días pasados en Darlington Hall. Como es natural, no creo que piense que volviendo a aquella etapa de su vida vaya a poder recuperar todos esos años perdidos, y en cuanto la vea, debo insistir en primer lugar sobre este punto. Le advertiré lo mucho que han cambiado las cosas, y que es probable que los días en que trabajábamos con una magnífica servidumbre a nuestra disposición ya nunca vuelvan o que nosotros no los veamos. Miss Kenton es una mujer inteligente y ya habrá pensado en todas estas cosas. En realidad, es posible que volver a Darlington Hall y rememorar los años dedicados a esta casa pueda servir de consuelo a una vida que, de pronto, se ha visto truncada y transformada en un tiempo perdido.

Por supuesto, si considero el asunto profesionalmente, es evidente que, a pesar de una interrupción de tantos años, miss Kenton sería la solución perfecta al problema que ahora nos inquieta en Darlington Hall. Creo que, en realidad, emplear el término «problema» sea quizá darle demasiada importancia a la cuestión. Después de todo, sólo se trata de una serie de errores menores de los cuales he sido responsable, y mi pro ceder actual es sólo un modo de adelantarme a los «problemas» antes de que pueda surgir alguno. Es cierto que estos mismos errores sin importancia me preocuparon en un principio, pero en cuanto descubrí que sólo eran síntomas de un mal de diagnóstico tan sencillo como la escasez de personal, dejé de pensar en ellos. Como he dicho, con la vuelta de miss Kenton todos estos problemas quedarán resueltos.

Volviendo a su carta, hay momentos en que deja entrever cierto desánimo en cuanto a su situación actual, lo cual es francamente perturbador. Una de las frases empieza así:

«Aunque no tengo la menor idea de qué utilidad puedo darle a lo que me queda de vida…». En otro párrafo dice: «… sólo veo el resto de mis días como un gran vacío que se extiende ante mi» Como ya he señalado, el tono de casi todos los párrafos es nostálgico. En un momento dado, por ejemplo escribe:

«Todo este incidente me recuerda a Alice White. ¿Se acuerda de ella? De hecho, me costaría imaginar que la hubiese usted olvidado. Personalmente, me siguen obsesionando aquellos sonidos vocálicos y aquellas frases, desde un punto de vista gramatical tan absurdas, que sólo a Alice se le podían ocurrir. ¿Sabe qué ha sido de ella?» La verdad es que no sé nada de ella, aunque confieso que me reconfortó pensar en aquella exasperante doncella que al final resultó ser una de las más fieles. En otra parte de la carta, miss Kenton escribe:

«Me gustaba mucho contemplar el paisaje que se veía desde los dormitorios del segundo piso, con las colinas a lo lejos. Me pregunto si se verá todavía lo mismo. En las noches de verano, este paisaje tomaba un aspecto mágico y, ahora se lo confieso, fueron muchos los instantes preciosos que pasé ociosamente junto a aquellas ventanas, absorta en su contemplación. «Y a continuación añade: «Discúlpeme si se trata de un triste recuerdo, pero nunca olvidaré aquel día en que ambos vimos a su padre paseándose delante del cenador, escrutando l el suelo como si esperase encontrar alguna piedra preciosa que hubiese perdido».

Es casi una revelación que miss Kenton recuerde del mismo modo que yo un hecho que se remonta a hace más de treinta años, un hecho que debió de ocurrir una de esas tardes de verano a las que hace referencia, Ya que me acuerdo perfectamente de que una de esas tardes subí al segundo rellano de la escalera y de pronto encontré ante mí un haz de rayos anaranjados con que el atardecer cortaba la oscuridad del corredor, en el que se veían entornadas las puertas de las habitaciones. A través del umbral de una de ellas, vi la silueta de miss Kenton dibujada contra la ventana. Al oírme pasar, se volvió y me dijo en voz baja: «Mister Stevens, ¿puede venir un instante?». Miss Kenton, entonces, al entrar o se volvió de nuevo hacia la ventana. Al otro lado, la sombra de los chopos reposaba sobre el césped. A la derecha, éste formaba una pendiente hasta un terraplén en el que se levantaba el cenador, y era allí donde podía divisarse la figura de mi padre, caminando lentamente con aire preocupado. Miss Kenton lo expresa muy bien cuando dice: «como si esperase encontrar alguna piedra preciosa que hubiese perdido».

En realidad, quiero explicarles que hay razones muy justificadas por las que este recuerdo ha permanecido en mi memoria. De hecho, ahora que lo pienso, no es sorprendente que aquello dejara una huella tan profunda en miss Kenton, habida cuenta de determinados hechos que configuraron su relación con mi padre y que tuvieron lugar durante los días que siguieron a su llegada a Darlington Hall.


Miss Kenton y mi padre llegaron a la casa más o menos al mismo tiempo, es decir, en la primavera de 1923, al faltarme de repente y al mismo tiempo el ama de llaves y el ayuda de cámara. La razón por la que perdí a estas dos personas fue que decidieron casarse y dejar la profesión. Siempre he considerado este tipo de relaciones una seria amenaza al buen funcionamiento de una casa. Por este motivo he perdido desde entonces a gran número de empleados. Naturalmente, son cosas que se espera que ocurran entre criados, y, de hecho un buen mayordomo debe prever esta clase de circunstancias cuando organiza a su servidumbre. Pero que se unan en matrimonio empleados ya veteranos puede dar lugar a graves trastornos en el trabajo. Evidentemente, si dos miembros del personal se enamoran y deciden casarse sería ridículo hacerles sentirse culpables. Lo que me saca de quicio -y es un hecho del que las amas de llaves son especialmente culpables- es el personal doméstico que no siente ningún apego por su trabajo y se pasa el tiempo cambiando de colocación, siempre en busca de amoríos. Esa clase de personas deshonran a la profesión.

Pero permítanme dejar bien claro que cuando digo esto no estoy pensando en miss Kenton. Es cierto que dejó de ser empleada mía para casarse, pero puedo garantizar que durante los años que trabajó como ama de llaves a mis órdenes se entregó plenamente a sus tareas y en ningún momento descuidó el ejercicio de sus funciones.

En fin, creo que estoy apartándome de lo que en realidad quería decirles. Les estaba explicando que de pronto nos vimos sin ama de llaves y sin ayuda de cámara, y miss Kenton llegó con unas referencias extraordinariamente buenas para ocupar el primer empleo. Mi padre, entretanto, había dejado de prestar sus servicios en Loughborough House tras la muerte de su patrón, lo que le dejó sin empleo ni alojamiento. Aunque seguía siendo un profesional de primera clase, lo cierto es que pasaba de los setenta y estaba muy afectado por la artritis y otros achaques. No era seguro, por lo tanto, que pudiese rivalizar con la nueva casta de mayordomos preparados que buscaban situarse, y por este motivo me pareció una solución razonable pedirle que pusiera su gran distinción y experiencia al servicio de Darlington Hall.

Según recuerdo, varias semanas después de que se incorporaran mi padre y miss Kenton, una mañana, estando sentado a la mesa de la despensa revisando papeles, escuché que alguien llamaba a la puerta. Me quedé muy desconcertado al ver que era miss Kenton quien abría la puerta y entraba en la habitación antes de darle permiso. Traía un jarrón grande con flores y, sonriendo, me dijo:

– He pensado que esto alegrará un poco la habitación.

– ¿Cómo dice?

– Me parecía una pena que con el sol que hace fuera estuviese usted encerrado en un lugar tan frío y oscuro. Por eso he pensado que estas flores le darían vida.

– Es usted muy amable, miss Kenton.

– Es una lástima que no entre más sol en esta habitación.

Las paredes están incluso un poco húmedas, ¿no cree, mister Stevens?

Volví a mis cuentas, y le respondí:

– No es más que un poco de vaho, miss Kenton.

Digo yo.

Dejó el jarrón en la mesa, delante de mí, y, echando un vistazo en derredor, dijo:

– Si quiere, le traigo unos esquejes más.

– Le agradezco que sea tan amable, miss Kenton, pero esta habitación no es para pasar mis ratos libres. Prefiero que las cosas que puedan distraerme sean mínimas.

– Por supuesto, mister Stevens, pero no es necesario que sea tan triste y oscura.

– Tal como está ahora me sirve perfectamente. De todas formas, aprecio su interés. Por cierto, ya que está aquí, quisiera que tratáramos cierto asunto.

– ¿Sí?

– Sí. La verdad es que se trata de algo sin importancia. Es sólo que ayer al pasar por delante de la cocina, la oí llamar varias veces a un tal William.

– ¿Sólo eso?

– Así es, miss Kenton. Oí que llamaba varias veces a un tal William. ¿Puede decirme a quién se dirigía?

– Evidentemente, me dirigía a su padre. Creo que no hay otro William en esta casa.

– Sí, es comprensible que haya cometido este error -le dije con una sonrisa, pero quisiera pedirle que en el futuro llame usted a mi padre mister Stevens, y si le menciona hablando con una tercera persona, llámelo mister Stevens padre, para que no le confundan conmigo. Es un favor que le agradecería mucho, miss Kenton.

Seguidamente volví de nuevo a mis papeles, pero, para sorpresa mía, miss Kenton permaneció en la habitación.

– Discúlpeme, mister Stevens -dijo miss Kenton al cabo de un rato.

– ¡Sí!

– La verdad es que no entiendo muy bien lo que me acaba de decir. Hasta ahora siempre he tenido la costumbre de llamar al personal subalterno por su nombre de pila, y no veo por qué deba ser diferente en esta casa.

– Es un error comprensible, miss Kenton, pero piense por un instante en las circunstancias y se dará cuenta de que es una gran falta de tacto que alguien como usted trate de «inferior» a una persona como mi padre.

– Sigo sin entender muy bien lo que quiere decirme, mister Stevens. Dice usted alguien como yo; que yo sepa, soy el ama de llaves de esta casa, mientras que su padre no es más que un subordinado.

– Como bien dice, su cargo es de ayudante de mayordomo, pero me sorprende que sus dotes de observación todavía no hayan descubierto que, en realidad, es mucho más que eso. Muchísimo más.

– Seguramente no habré prestado la debida atención. Hasta ahora sólo había reparado en que su padre era un sirviente muy competente, y le he dado el trato que correspondía. Al parecer, recibir este trato de mí debe de haber sido muy humillante para él.

– Por lo que dice, es evidente que no ha observado con atención a mi padre, de lo contrario, usted misma habría caído en la cuenta de que llamarle William denota gran falta de tacto por parte de una persona de su edad y su condición.

– Mister Stevens, aunque llevo poco tiempo ejerciendo como ama de llaves, puedo asegurarle que no me han faltado los elogios.

– En ningún momento he puesto en duda sus buenas cualidades, miss Kenton, pero hay muchos detalles que deberían haberle hecho adivinar que mi padre es una persona de gran distinción, de la que podría usted recibir infinidad de enseñanzas si fuese más observadora.

– Le agradezco enormemente sus consejos, mister Stevens, y le ruego que me exponga qué magníficas enseñanzas son ésas.

– Creo que saltan a la vista, miss Kenton.

– Será así, pero parece que soy bastante deficiente como observadora, ¿no hemos quedado en eso?

– Miss Kenton, si a su edad ya se considera usted perfecta, nunca llegará todo lo lejos que le permiten sus facultades. Un ejemplo: muchas veces no sabe usted dónde van las cosas ni para qué sirven.

Parece que mis palabras desconcertaron a miss Kenyon, ya que durante unos instantes la noté molesta.

– Al llegar tuve algunas dificultades, pero considero que es lo normal. -¿Lo ve? Si hubiese observado a mi padre, que llegó una semana después que usted, se habría dado cuenta de que conocía la casa perfectamente desde que puso los pies en Darlington Hall.

Miss Kenton se quedó un rato pensativa al oír mis palabras v, acto seguido, dijo de mala gana:

– No dudo que su padre sea excelente en su trabajo, pero también yo lo soy en el mío, se lo aseguro. A partir de hoy, cada vez que me dirija a él lo haré llamándole por su apellido. Y ahora le ruego que me disculpe.

Tras esta conversación, miss Kenton cejó en su intento de poner flores en mi mesa y, en general, me alegró observar que se iba adaptando magníficamente. Era evidente, por otra parte, que era un ama de llaves que se tomaba muy en serio su trabajo, y que, a pesar de su juventud, no le costaba ganarse el respeto del personal a su cargo.

También observé que, efectivamente, llamaba a mi padre mister Stevens. Una tarde, creo que transcurridas dos semanas después de nuestra conversación en la despensa, estaba atareado en la biblioteca cuando entró miss Kenton y me dijo:

– Discúlpeme, mister Stevens, pero si necesita el recogedor recuerde que está en el vestíbulo.

– ¿Cómo dice, miss Kenton?

– Le digo que ha dejado tuera el recogedor. ¿Quiere que se lo traiga?

– No lo he utilizado.

– ¡Ah!, entonces perdóneme. Creía que se había servido de él y lo había dejado fuera. Siento haberle distraído.

Al llegar a la puerta, se volvió y dijo:

– Podría dejarlo yo misma en su sitio, pero ahora tengo que subir al piso de arriba. ¿Tendrá la bondad de hacerlo?

– Por supuesto, miss Kenton. Le agradezco que me lo haya dicho.

– No tiene importancia.

Oí que cruzaba el vestíbulo y empezaba a subir la escalera. Acto seguido, salí al vestíbulo. Desde la puerta de la biblioteca se domina todo el vestíbulo hasta la puerta principal de la casa, prácticamente en medio del piso, muy limpio por cierto, se destacaba el recogedor al que había hecho referencia miss Kenton.

El error me pareció trivial, pero irritante. El recogedor no sólo era visible desde las cinco puertas que daban al vestíbulo, sino que también podía verse desde la escalera y desde la balaustrada del piso. Crucé el vestíbulo e hice desaparecer el cuerpo del delito, consciente de lo que aquello implicaba. Recordé que mi padre había estado barriendo el vestíbulo aproximadamente media hora antes. Al principio, me costó atribuirle semejante error, pero enseguida comprendí que cualquiera podía tener de vez en cuando fallos como aquél y mi cólera se concentró entonces en miss Kenton por haber intentado organizar un escándalo injustificado a partir de un incidente sin importancia.

Días más tarde, apenas transcurrida una semana, venía de la cocina por el pasillo del servicio cuando miss Kenton se asomó a la puerta de su habitación y pronunció unas palabras que, con toda seguridad, había estado ensayando. Resumiendo, me dijo que, aunque le resultaba violento advertirme los errores que cometía el personal a mi cargo, era mejor que trabajáramos en equipo, por lo que esperaba que, por mi parte, no tuviese ningún reparo en avisarle de los fallos del personal femenino. Prosiguió diciendo que alguien había dispuesto algunos cubiertos de plata para el comedor con restos perceptibles de la cera para pulir, y que las púas de un tenedor habían quedado prácticamente negras. Le di las gracias por la información, y miss Kenton se retiró de nuevo a su habitación. Sabía de sobras que la plata era una de las responsabilidades principales de mi padre y una de las tareas de las que más orgulloso se sentía.

Es posible que surgieran otras muchas situaciones como éstas, y que ahora ya no las recuerde. En cualquier caso, el momento culminante llegó una tarde gris y lluviosa en que me encontraba en la sala de billar, ocupado con los trofeos de lord Darlington. Entonces miss Kenton entró y, desde la puerta, me dijo:

– Mister Stevens, acabo de ver algo fuera que me ha extrañado.

– ¿De qué se trata?

– ¿Ha ordenado el señor que cambiemos la figura dcl chino que está siempre al lado de esta puerta por la del rellano de la escalera?

– ¿Cómo dice, miss Kenton?

– Verá, mister Stevens, la figura del rellano está ahora junto a la puerta.

– Creo que se ha confundido, mister Kenton.

– En absoluto, mister Stevens. Mi trabajo consiste en situar correctamente los objetos de la casa. A mi juicio, alguien ha limpiado la figura y después no ha sabido ponerla en su sitio. Si no me cree, le ruego que se tome la molestia de salir y podrá comprobar lo que digo.

– En estos momentos estoy ocupado, miss Kenton.

– Ya lo veo, mister Stevens, pero, al parecer, no cree lo que le digo. Le pido, pues, que salga ‹l lo compruebe usted mismo.

– Ahora estoy ocupado. Saldré dentro de unos instantes. No creo que sea tan urgente.

– Reconoce, entonces, que tengo razón.

– Hasta que lo compruebe no sabré si tiene usted razón o no. Ahora estoy muy ocupado.

Volví a mi trabajo, pero miss Kenton se quedó en el umbral de la puerta, observándome. Al cabo de un rato dijo:

– Veo que casi ha terminado. Le esperaré fuera, y cuando salga podremos dejar zanjado este asunto.

– Miss Kenton, creo que le da demasiada importancia.

Miss Kenton ya había salido, pero al ver que yo seguía trabajando, empezó a hacer toda clase de ruidos para recordarme que me esperaba fuera. Decidí, por lo tanto, permanecer en la sala e iniciar alguna otra tarea. Pensé que de ese modo se daría cuenta de que su comportamiento era absurdo y se iría. No fue así. Aunque transcurrió un buen rato durante el cual pude finalizar todas las tareas que los utensilios que tenía a mano me permitían, miss Kenton no se movió de su sitio. Dado que no estaba dispuesto a seguir perdiendo el tiempo con semejante chiquillada, consideré la posibilidad de salir por uno de los ventanales. Sólo había un inconveniente y era el tiempo, es decir, había charcos bastante grandes y trechos de barro, y por otra parte era evidente que, llegado el momento, tendría que volver a la sala de billar y cerrar el balcón por dentro. Por último, decidí que la mejor estratagema era, simplemente, salir de pronto de la habitación, a grandes pasos y con aire furioso. Me dirigí, por tanto, en silencio a un rincón de la sala donde miss Kenton no me veía para ejecutar mejor mi plan y, asiendo fuertemente mis utensilios de trabajo, crucé la puerta y avancé por el pasillo ante el asombro de miss Kenton, que no daba crédito a sus ojos. El ama de llaves reaccionó, no obstante, con rapidez y, a los pocos segundos, tras adelantárseme, se detuvo ante mí y me cerró el paso.

– ¡No me negará que esa figura no está en su sitio!

– Estoy muy ocupado, miss Kenton. Me sorprende que no tenga usted otra cosa que hacer que andar todo el día por los pasillos.

– Mister Stevens, está mal puesta, ¿ sí o no?

– Miss Kenton, le rogaría que bajase la voz.

– Y yo le rogaría, mister Stevens, que se volviese y mirase esa figura.

– Baje la voz, se lo ruego. ¿Qué va a pensar el resto del servicio si nos oyen dar voces discutiendo si la figura está o no en su sitio?

– Mister Stevens, el problema es que desde hace cierto tiempo nadie se ocupa de limpiar las figuras de esta casa y ahora, de pronto, ¡están todas cambiadas de sitio!

– ¡Esto es ridículo, miss Kenton! Y ahora, ¿tendría la amabilidad de dejarme pasar?

– Mister Stevens, ¿le molestaría mirar la figura que tiene detrás?

– Reconozco, puesto que al parecer es tan importante para usted, que la figura que tengo detrás no está en su sitio. Pero también le diré que no llego a comprender por qué se preocupa usted por unos errores tan triviales.

– Quizá sean errores triviales, mister Stevens, pero debe comprender lo mucho que significan.

– No sé qué quiere decirme, miss Kenton. Y ahora, si es usted tan amable de dejarme pasar…

– El problema, mister Stevens, es que su padre tiene asignadas más tareas de las que un hombre de su edad puede abarcar.

– Es evidente que no es usted consciente de lo que me insinúa.

– Por muy competente que fuese su padre en otros tiempos, sus facultades están ahora muy mermadas. He ahí el significado de esos, como usted dice, «errores tan triviales», y si no tiene usted más cuidado, llegará pronto el día en que su padre tenga algún fallo realmente grave.

– Miss Kenton, lo que dice es verdaderamente absurdo.

– Discúlpeme, pero no he terminado. Creo que hay muchas obligaciones de las que su padre debería quedar exento. Por ejemplo, no debería llevar bandejas muY carga das. No deja de ser preocupante el modo cómo le tiemblan las manos cuando las lleva para la cena. El día menos esperado veremos a alguna dama o a algún caballero con una de esas bandejas por sombrero. Y aún hay más. Aunque lamente decirlo, me he fijado en la nariz de su padre.

– ¿De veras?

– Siento tener que decir esto, pero hace dos noches vi que su padre se dirigía con su bandeja lentamente hacia el comedor y, encima de la sopa, le colgaba una gota de la nariz. No creo que sea un modo de servir que despierte el apetito.

Ahora que lo pienso mejor, no creo que miss Kenton emplease aquella noche palabras tan bruscas. Naturalmente durante todos los años en que trabajamos juntos, hubo ocasiones en que hablamos con toda confianza, pero la conversación de aquella tarde que acabo de referir tuvo lugar cuando apenas nos conocíamos. Me cuesta creer, por tanto, que miss Kenton fuese tan directa, y no creo que llegase a decir cosas como «quizá sean errores triviales, mister Stevens, pero debe comprender lo mucho que significan». La verdad es que, pensándolo bien, tengo la impresión de que pudo ser el propio lord Darlington el que me hiciera este comentario, concretamente, un día en que me pidió que fuese a su despacho, más o menos dos meses después de la conversación que mantuve con miss Kenton en la puerta de la sala de billar. Por aquella época, la caída de mi padre hizo cambiar mucho su situación.


La puerta del despacho se encuentra enfrente de la escalera principal. Actualmente, junto a ella hay una vitrina con algunos objetos de adorno de mister Farraday, pero en la época de lord Darlington había allí un estante con volúmenes de varias enciclopedias, incluida una colección completa de la Britannica. Lord Darlington tenía un truco que consistía en que, cuando yo bajaba la escalera, se colocaba de pie frente al estante examinando el lomo de los volúmenes, e incluso a veces, para dar mayor veracidad al encuentro, sacaba alguno y fingía estar absorto en él mientras yo descendía los peldaños. Así, cuando por fin pasaba por su lado, decía: «Por cierto, Stevens, hay algo que quería decirle», tras lo cual volvía a su despacho, todavía visiblemente interesado por el volumen que mantenía abierto en sus manos. Cuando lord Darlington actuaba así era porque se sentía violento por algo que debía comunicarme, y en ocasiones, e incluso con las puertas del despacho cerradas, se quedaba junto a la ventana y aparentaba consultar el tomo de la enciclopedia mientras conversábamos.

Esto que ahora les relató no es más que uno de los muchos ejemplos que podría citarles, testimonio del carácter tímido y modesto de lord Darlington. Durante estos últimos años, se han dicho y escrito muchas sandeces sobre mi señor y sobre el destacado papel que llegó a desempeñar en el mundo de los grandes negocios, señalándose en algunas crónicas totalmente indocumentadas que sus únicos móviles fueron el egocentrismo y el orgullo. Permítanme observar aquí que no hay nada tan lejos de la verdad como tales afirmaciones. La actitud pública que mostró algunas veces se oponía radicalmente a su propia naturaleza, y puedo decir que mi señor sólo vencía ese lado retraído de su personalidad por su gran sentido del deber. A pesar de todo lo que pueda decirse hoy día de lord Darlington, verdaderas sandeces en su mayor parte, puedo afirmar que fue un hombre de buen corazón y un caballero de la cabeza a los pies, un caballero al que entregué los mejores años de mi profesión, de lo cual me siento enormemente orgulloso.

En la época a que me estoy refiriendo, mi señor debía de tener cumplidos los cincuenta. Recuerdo que tenía todo el cabello gris y ya empezaba a andar encorvado, una característica que marcaría su delgada figura al final de sus días. Sin apenas levantar la mirada del libro, me preguntó:

– ¿Y su padre, se encuentra mejor?

– Afortunadamente, se ha recuperado por completo, señor.

– Me alegra que así sea. Sí, me alegro mucho.

– Gracias, señor.

– Stevens, ¿ha notado usted algún…, en fin, algo que nos indique que quizá debiéramos aligerar las responsabilidades de su padre? Al margen de este asunto de su caída, quiero decir.

– Como le digo, parece haberse recuperado por completo y, a mi juicio, podemos seguir confiando en él. Es cierto que últimamente ha cometido algunos errores en el ejercicio de sus funciones, aunque lo cierto es que se trata de errores de poca monta.

– Sin embargo, a ninguno de los dos nos gustaría que volviera a repetirse una situación semejante, ya sabe, que su padre volviera a caerse y todo eso.

– No, claro que no, señor.

– Del mismo modo que se cayó fuera, en el césped, podría volver a caerse en cualquier parte, y en cualquier momento.

– Cierto, señor.

– Imagínese que le ocurre en la mesa, sirviendo la cena, por ejemplo.

– Sí, cabría la posibilidad.

– Uno de nuestros primeros delegados llega dentro de dos semanas.

– Todo está dispuesto, señor.

– Lo que suceda en esta casa a partir de ese momento puede ser de gran relevancia.

– Por supuesto, señor.

– De gran relevancia, insisto, para el rumbo que está siguiendo Europa. Y considerando las personas que estarán aquí presentes, creo que no exagero.

– En absoluto, señor.

– No podemos permitirnos correr riesgos innecesarios.

– Claro que no, señor.

– Escúcheme bien, Stevens, no se trata, en modo alguno, de que su padre nos deje. Sólo le pido que se replantee usted sus obligaciones. -Fue en ese momento, creo, cuando mi señor, bajando la mirada de nuevo hacia el libro, y abriéndolo torpemente por una página, dijo: Quizá sean errores triviales, Stevens, pero debe comprender lo mucho que significan. Su padre ha sido, ciertamente, una persona muy disciplinada, pero hoy en día es mejor no asignarle ninguna tarea que pueda compro meter el éxito de nuestro próximo encuentro.

– Claro que no, señor, lo entiendo perfectamente.

– Bien, entonces, lo dejo en sus manos.

Debo decir que lord Darlington había estado presente en el momento en que mi padre, una semana antes más o menos, se había caído. Mi señor se encontraba en el cenador, atendiendo a dos invitados una joven dama y un caballero había visto cómo mi padre se acercaba por el jardín llevando en las manos una bandeja con refrescos. Frente al cenador, el césped forma una ligera pendiente de varios metros y durante aquellos días, al igual que hoy, había cuatro losas clavadas en la hierba a modo de peldaños que facilitaban la subida. La caída de mi padre ocurrió cerca de estos peldaños y, con la caída, se volcó todo el contenido de la bandeja, la tetera, las tazas, los platos, bocadillos y pasteles, encima del último peldaño. Al conocer la noticia, salí y me encontré con que mi señor y sus dos invitados habían tendido a mi padre de costado, y le habían puesto un cojín y una alfombrilla del cenador a modo de sábana y almohada. Mi padre estaba inconsciente y tenía la cara de un tono gris muy singular. Habían mandado llamar al doctor Meredith. Mi señor pensó, no obstante, que era mejor ponerle a la sombra hasta que el médico llegase. Trajeron, por lo tanto, una silla de ruedas y, con cierta dificultad, condujeron a mi padre hasta la casa. Cuando llegó el doctor Meredith, ya casi se había restablecido; por lo tanto, sólo estuvo unos minutos, y, al marcharse, comentó vagamente que la causa podía ser que mi padre hubiese estado «trabajando demasiado».

Mi padre, evidentemente, se sintió muy violento por lo ocurrido, pero el día en que tuvo lugar la conversación que he mencionado en el despacho de lord Darlington, llevaba ya un tiempo dedicándose a las mismas ocupaciones de siempre. El tema de reducir sus responsabilidades era una cuestión nada fácil de abordar, y a ello se añadía el hecho de que, desde hacía varios años, por algún motivo que nunca he logrado desentrañar, mi padre y yo habíamos conversado cada vez menos hasta el punto de que, a su llagada a Darlington Hall, hasta el intercambio de la información relacionada con nuestro trabajo se producía siempre en un ambiente tenso para ambos.

Finalmente, pensé que lo más adecuado era tratar el tema en la intimidad de su habitación, dado que, de este modo, una vez me hubiese marchado tendría la posibilidad de considerar a solas su nueva situación. Mi padre solía estar en su habitación a primeras horas de la mañana y ya tarde por la noche, de modo que una mañana, bien temprano, decidí subir a su habitación, en el ático de la casa, encima de las habitaciones de los demás criados y llamé con los nudillos suavemente a su puerta.


Antes de aquel momento habían sido pocas las veces que había tenido motivo para entrar en su habitación. Su sobriedad y sus pequeñas dimensiones volvieron, pues, a sorprenderme.

Recuerdo que tuve la impresión de entrar en una celda, no sólo por el tamaño del cuarto o la desnudez de las paredes, también influyó en ello la palidez de la luz que entraba a aquellas horas. Mi padre, además, había abierto las cortinas y se hallaba, recién afeitado y con el uniforme puesto, sentado al borde de la cama. Supuse, por tanto, que había estado con templando el amanecer. Era, al menos, la única deducción posible, dado que desde el ventanuco de su habitación sólo se alcanzaban a ver tejados y canalones. La lámpara de aceite que tenía junto a la cama estaba apagada, y al ver que mi padre miraba con reproche la lámpara que yo había llevado conmigo para alumbrarme el camino por la endeble escalera, bajé inmediatamente la llama. La palidez de la luz que entraba en la habitación me resultó, por lo tanto, más perceptible, así como el modo en que esta misma luz resaltaba los rasgos ajados y ásperos, aunque todavía imponentes, del rostro de mi padre.

– ¡Oh! -exclamé sonriendo-, debía de haber supuesto que ya estaría usted en pie dispuesto a empezar el día.

– Hace tres horas que estoy levantado -dijo mirándome fríamente de arriba abajo.

– Espero que la artritis no le haya impedido dormir.

– Duermo lo justo.

Mi padre se inclinó hacia la única silla que había en la habitación, una sillita de madera, y, apoyándose con las manos en el respaldo, se levantó. Al verle en pie frente a mí, no supe si el hecho de permanecer encorvado se debía a su enfermedad o a la costumbre de tener que adaptarse al pronunciado declive del techo de la habitación.

– Padre, he venido porque tengo algo que decirle.

– Dime lo que sea con rapidez y concisión. No tengo toda la mañana para oír tus discursos.

– Muy bien, entonces iré al grano.

– Ve al grano y punto, que algunos tenemos trabajo que hacer.

– Está bien. Si lo que quiere es que sea breve, acataré sus órdenes. Se trata de lo siguiente: sus problemas de salud han llegado a un punto en que incluso las tareas de un ayudante de mayordomo exceden sus capacidades. Nuestro señor estima, y yo también, que si continúa usted desempeñando las mismas funciones que hasta ahora, el buen funcionamiento de la casa puede verse en peligro, y, sobre todo, la importante reunión a nivel internacional que tendrá lugar la semana próxima.

El rostro de mi padre, a media luz, no dejó entrever emoción alguna.

– Hemos considerado, principalmente -proseguí-, que se le exima de servir la mesa, haya o no invitados.

– En los últimos cincuenta y cuatro años he servido diariamente la mesa -replicó mi padre con voz completamente serena.

– Hemos acordado, además, que no lleve usted bandejas cargadas, de la clase que sean, aunque se trate de distancias cortas. Ante tales limitaciones, y sabiendo que gusta usted de la brevedad, he elaborado una lista con las labores que, a partir de ahora, deberá llevar a cabo.

Fui incapaz de entregarle el pedazo de papel que tenía en la mano y decidí, por lo tanto, dejárselo a los pies de la cama.

Mi padre lanzó una mirada al papel y después se volvió hacia mí. Su rostro seguía impermeable a cualquier emoción y sus manos, que descansaban en el respaldo de la silla, estaban totalmente distendidas. Encorvado o no, era imposible no recordar la impresión que causaba su aspecto físico, el mismo aspecto que en otra época había logrado serenar la embriaguez de dos caballeros en el asiento trasero de un coche. Mi padre, finalmente, dijo:

– Si me caí el otro día fue culpa de los peldaños. Están gastados. Habría que decirle a Seamus que los arregle antes de que a alguien le ocurra el mismo percance.

– Por supuesto. De cualquier modo, ¿me da usted su palabra de que leerá atentamente esta hoja -Habría que decirle a Seamus que arreglase esos peldaños, sobre todo, antes de que empiecen a llegar de Europa esos caballeros.

– Por supuesto, padre. Ahora, le ruego que me disculpe.

Los acontecimientos de la tarde de verano a que se refería miss Kenton en su carta sucedieron poco tiempo después de este encuentro; es posible, incluso, que ocurrieran la tarde de aquel mismo día. No recuerdo por qué motivo subí al último piso de la casa, donde las habitaciones para los invitados se suceden a lo largo del pasillo. Sólo tengo un vivo recuerdo, como creo que ya he dicho anteriormente, de los haces color naranja que atravesaban los umbrales de las puertas, trayendo hasta el pasillo los últimos rayos del día. Y fue al pasar por delante de estas habitaciones, que nadie utilizaba, cuando oí que la silueta de miss Kenton, frente a la ventana de una de las habitaciones, me llamaba. Pensándolo bien, cuando me viene a la memoria el modo en que miss Kenton me hablaba de mi padre desde que llegó a Darlington Hall, no es de extrañar que durante todos estos años haya conservado el recuerdo de aquella tarde. Y no me cabe la menor duda de que, mientras contemplábamos la figura de mi padre desde la ventana, miss Kenton sintiese cierto sentimiento de culpa. La sombra de los chopos cubría gran parte del césped, aunque el rincón donde la hierba subía en pendiente hasta el cenador todavía recibía los rayos del sol. Mi padre estaba de pie junto a los peldaños de piedra, sumido en sus pensamientos. La brisa despeinaba ligeramente su cabello. De pronto, vimos que ascendía despacio por los peldaños. Arriba, se dio la vuelta y volvió a bajarlos, esta vez más deprisa. Volviéndose de nuevo, se quedó unos instantes quieto, sin dejar de observar los peldaños. A paso lento, volvió a subirlos, aunque esta vez siguió avanzando por la hierba hasta llegar casi al cenador, momento en que, sin apartar los ojos del suelo, hizo el mismo recorrido. En realidad, el mejor modo de describir el comportamiento de mi padre durante aquellos momentos sería citar la frase que miss Kenton escribió en su carta. Fue, efectivamente, «como si esperase encontrar alguna piedra preciosa que hubiese perdido».


Veo que estos recuerdos están haciendo que me preocupe, lo cual quizá sea un poco absurdo. Después de todo, pocas veces tengo la oportunidad de saborear las múltiples maravillas del paisaje inglés, y este viaje es una de ellas. Por lo tanto, si me distraigo demasiado sé que después lo lamentaré. Me acabo de dar cuenta de que todavía me quedan por relatar todos los detalles de mi viaje hasta esta ciudad. En realidad, sólo he mencionado brevemente mi parada en lo alto de la colina al iniciar el trayecto, y considerando lo mucho que ayer disfruté con el viaje, olvidarme de estos detalles ha sido un verdadero lapsus.

El viaje hasta Salisbury lo había planeado con mucho cuidado, evitando al máximo las carreteras principales. Era un recorrido que, a juicio de muchos, podría resultar innecesariamente tortuoso, pero que me permitía adentrarme en un buen número de paisajes recomendados por mistress Symons en su excelente obra. Debo añadir, por tanto, que el circuito me entusiasmaba. Gran parte del trayecto discurría a través de campos de cultivo, entre caminos impregnados del agradable aroma de los prados, y a ratos aminoraba al máximo la marcha del Ford para apreciar mejor el valle o el riachuelo que estuviese cruzando. No obstante, hasta cerca ya de Salisbury no volví a bajarme del coche.

Recuerdo que fue bajando por una carretera larga y recta, bordeada de extensos prados. Era un punto en que el paisaje se volvía llano, con una panorámica tan despejada que la vista abarcaba todas las direcciones hasta alcanzar la aguja de la catedral de Salisbury, que dominaba la línea del horizonte. Me sentí de pronto más tranquilo y, a partir de aquel momento, seguí conduciendo con gran lentitud, es posible que a una velocidad no superior a veinticinco kilómetros por hora, lo cual ya era ir despacio, puesto que una gallina vino a cruzarse con total parsimonia y la vi justo a tiempo. Detuve el coche a menos de medio metro del ave, que a su vez también se quedó parada, justo frente a mí, en medio de la carretera. Al ver que pasado un rato no se movía, recurrí a la bocina del coche, aunque el intento tuvo como único efecto que el animal empezase a picotear algo que había en el suelo. Exasperado, decidí bajar del coche y, con un pie todavía en el estribo, oí la voz de una mujer que decía:

– Disculpe, señor.

Miré mi alrededor y vi que acababa de pasar junto a una granja que lindaba con la carretera. Sin duda, al oír la bocina, la mujer con su delantal puesto había salido corriendo. Pasando por delante de mí, recogió la gallina del suelo y, acurrucándola en sus brazos, volvió a disculparse. Tras asegurarse de que no le había hecho ningún daño a la gallina, me dijo:

– Gracias por pararse y no atropellar a mi pobre Nellie. Es muy buena, y nos da unos huevos enormes. En su vida habrá visto usted nada igual. Ha sido muy amable. A lo mejor tenía prisa.

– Oh, no, en absoluto. No tengo ninguna prisa -dije yo con una sonrisa-. Desde hace muchos años, es la primera vez que dispongo del tiempo a mi gusto, y le aseguro que es una experiencia muy agradable. Voy en coche simplemente por el placer de conducir.

– Qué bien. Supongo que se dirige usted hacia Salisbury.

– Así es. De hecho, aquello que se ve al fondo es la catedral, ¿no? Me han dicho que es una construcción magnífica.

– Es cierto, señor. Es muy bonita. Bueno, para serle sincera, voy muy poco a Salisbury, o sea que realmente no puedo decirle cómo es de cerca. Pero le diré que hay días en que desde aquí se ve muy bien la torre, y otros en que, con la niebla, es como si desapareciese por completo. Pero ya ve usted, en días de sol como hoy, hay una vista muy bonita.

– Es magnífica.

– Le agradezco tanto que no haya atropellado a Nellie… Hace tres años nos atropellaron a una tortuga, justo en este sitio. Nos dolió de un modo terrible.

– Lo sentirían ustedes mucho -dije con desgana.

– Sí, señor. Hay gente que cree que los campesinos estamos acostumbrados a que se hiera o se mate a los animales, pero no es cierto. Mi hijo pequeño se pasó llorando varios días. Gracias por no haber atropellado a Nellie. Si le apetece tomar un té, ya que ha bajado y todo, está usted invitado. Le dará fuerzas para el camino.

– Es usted muy amable, pero tengo que seguir, de verdad. No quisiera llegar muy tarde a Salisbury, si no, no podré ver los múltiples encantos de la ciudad.

– Claro, señor. En fin, le doy otra vez las gracias.

Me puse de nuevo en marcha, conduciendo el coche Con la misma lentitud que antes, temiendo, quizá, que se cruzase en mi camino alguna otra criatura del campo. Debo decir que este breve encuentro me había puesto de muy buen humor. El hecho de agradecerme una deferencia tan simple y la sencillez con que se me había tratado me hicieron sentirme sumamente eufórico ante la empresa que me esperaba. Con tal estado de ánimo seguí, por tanto, hasta llegar a Salisbury.

Debería volver unos instantes, sin embargo, al tema de mi padre, ya que me parece que antes he podido dar la impresión de haber sido demasiado brusco con él al tratar el asunto de su pérdida de facultades. El caso es que no había otra forma posible de abordar el tema, y estarán ustedes de acuerdo conmigo cuando les haya explicado las circunstancias en que transcurrieron aquellos días. Para ser más exactos, el importante encuentro internacional que tendría como escenario Darlington Hall era un hecho que se cernía ante nosotros y no dejaba lugar a la tolerancia o, simplemente, a «andarnos por las ramas». Es importante señalar, además, que aunque Darlington Hall estaba destinado a albergar otros muchos acontecimientos de igual notoriedad durante aproximadamente los quince años siguientes, la conferencia de marzo de 1924 era la primera. Por mi, supongo, escasa experiencia, no era partidario de encomendarme al azar. De hecho, pienso a menudo en aquella conferencia y, por muchos motivos, considero que constituyó un momento clave de mi vida. En realidad, creo que para mi carrera significó justo el momento en que, como mayordomo, me convertí en adulto. No estoy diciendo que me convirtiese necesariamente en un «gran» mayordomo -no soy yo quien debe formular semejante juicio, pero si algún día alguien afirmara que en el transcurso de mi carrera he llegado a adquirir un mínimo de esta cualidad primordial que es la «dignidad», ese alguien tomaría como punto de referencia, y como momento en que por primera vez demostré estar capacitado para adquirir dicha virtud, el encuentro de marzo de 1924. Fue uno de esos acontecimientos que, al presentarse en un momento crucial de la vida de una persona, suponen la prueba de fuego y el desafío con que medir el límite de sus posibilidades, de modo que posteriormente esa persona ve en ellos un nuevo baremo a partir del cual puede juzgarse. Naturalmente, también fue un encuentro memorable por otros motivos que a continuación quisiera explicarles.


La conferencia de 1924 fue la culminación del proyecto que lord Darlington había planeado desde hacía tiempo. Considerando los hechos con la perspectiva que da el tiempo, es evidente que mi señor llevaba tres años o más programando aquel momento. Que yo recuerde, cuando se redactó el tratado de paz, al finalizar la Gran Guerra, no se mostró, en principio, muy inclinado a ello, y creo que es justo decir que no fue el tratado en sí lo que posteriormente despertó su interés, sino su amistad con el señor Karl-Heinz Bremann.

El señor Bremann visitó por primera vez Darlington Hall, vestido todavía con su uniforme de oficial, poco tiempo después de terminar la guerra, y para todos resultó evidente que entre lord Darlington y él había nacido una estrecha amistad.

Para mi no fue ninguna sorpresa, ya que, a primera vista, se veía que el señor Bremann era un perfecto caballero. Tras dejar el ejército alemán, durante los dos años siguientes volvió varias veces a Darlington Hall, a intervalos bastante regulares, y según se sucedían las visitas su aspecto físico iba decayendo.

Sus ropas eran cada vez más pobres y su talle más delgado, sus ojos transparentaban una sensación de acoso y, las últimas veces que estuvo de visita, pasaba largos intervalos de tiempo con la mirada perdida en el espacio, totalmente ausente y sin reparar en la presencia de mi señor o en las palabras que le dirigiesen. Llegué a pensar que el señor Bremann sufría una grave enfermedad, pero algunos comentarios de mi patrón al respecto me hicieron ver que estaba equivocado.

Debió de ser a finales de 1920 cuando lord Darlington emprendió el primero de sus viajes a Berlín, el cual le causó una penosa impresión. A su vuelta, pasó varios días invadido por un profundo pesar, y recuerdo que uno de esos días, como respuesta a mi interés por saber si cl viaje había sido agradable, me dijo:

– Me siento perturbado, Stevens, muy perturbado. No podemos seguir tratando de este modo a un enemigo que ha sido derrotado. Es deshonroso para nosotros y contrario a las costumbres de este país.

En relación con este mismo asunto, hay, sin embargo, otro recuerdo que me ha quedado profundamente grabado. Hoy día, el antiguo comedor de gala ya no tiene mesa, pues mister Farraday ha convertido el espacioso salón, con sus altos y magníficos techos, en una especie de galería. No obstante, en la época de lord Darlington la sala se destinaba, con su gran mesa, a banquetes que reunían a cincuenta o más invitados. En realidad, el comedor de gala es tan espacioso que, cuando era necesario, se añadían a la mesa principal otras más pequeñas hasta acomodar a un centenar de invitados. Evidentemente, los días normales, lord Darlington, como ahora mister Farraday, comía en el comedor, en un ambiente más íntimo, ideal para reunir, como máximo, a una docena de personas. Aquella noche de invierno a la que me estaba refiriendo, lord Darlington cenó en el gran comedor de gala con un solo invitado, creo que sir Richard Fox, un colega suyo de la época en que trabajó en el Ministerio de Asuntos Exteriores; el otro comedor estaba, no recuerdo por qué motivo, inhabilitado. Sin duda convendrán conmigo en que servir una cena sólo para dos constituye para un mayordomo una situación en extremo delicada. Personalmente, prefiero servir a un solo comensal, aunque se trate de un completo desconocido. Cuando hay únicamente dos comensales, no importa que uno de ellos sea el patrón, resulta más difícil lograr ese equilibrio esencial a la hora de servir que consiste en mostrarse atento y ausente al mismo tiempo. En esta clase de situaciones siempre nos asalta la sospecha de que nuestra presencia es un obstáculo que dificulta la conversación.

En aquella ocasión, gran parte de la sala permanecía a oscuras, y los dos caballeros estaban sentados uno al lado del otro, en mitad de la mesa, dado que era demasiado ancha para que se hubiesen sentado frente a frente, dentro del círculo que formaba la luz de las velas y delante de la chimenea. Decidí reducir al máximo mi presencia retirándome hacia el lado de las sombras, a una distancia de la mesa mayor que la que normalmente habría sido correcta. Evidentemente, el gran inconveniente de esta estrategia era que, cada vez que me dirigía hacia la luz para servir a ambos caballeros, mis pasos resonaban con fuerza antes de llegar a la mesa, anunciando mi inminente llegada de un modo extremadamente aparatoso. El gran mérito de esta estrategia era, sin embargo, que me permitía mantenerme medio escondido durante los momentos en que permanecía inmóvil. Y fue en uno de esos momentos en que me encontraba escondido en las sombras, a cierta distancia de los dos caballeros aposentados en medio de las sillas vacías, cuando entre las grandes paredes de la sala resonó intensamente la voz de lord Darlington que, con su tono cálido y tranquilo de siempre, habló del señor Bremann.

– Fue mi enemigo -dijo-, pero siempre se comportó como un caballero. Durante los seis meses que combatimos el uno contra el otro nuestro trato fue siempre cordial. Era un caballero que cumplía con su deber y, por este motivo, nunca le guardé ningún rencor. Un día le dije: «Escúchame bien, ahora somos enemigos y combatiré contra ti con todas mis fuerzas. Pero cuando este lamentable asunto haya terminado, ya no estaremos obligados a seguir luchando y podremos brindar juntos». Lo lamentable es que con este tratado quedo como un embustero. Le dije que una vez acabara todo ya no seríamos enemigos, ¿cómo le voy a decir ahora, cara a cara, que nada ha cambiado?

Y aquella misma noche, un poco más tarde, mi señor dijo mientras movía negativamente la cabeza con gesto un tanto duro:

– Luché en aquella guerra para que siguiera reinando la justicia en el mundo y no para fomentar ningún tipo de venganza contra el pueblo alemán, al menos que yo supiera.

Y aún hoy, cuando oigo hablar a alguien de mi señor, o cuando escucho los razonamientos ridículos con que la gente pretende explicar su comportamiento -dos cosas que hoy día me ocurren con demasiada frecuencia-, me gusta rememorar aquel momento en que, en el comedor de gala casi vacío, pronunció tan sentidas palabras, y, a pesar de las complicaciones que posteriormente fueron brotando en el transcurso de su vida, siempre tendré la certeza de que el móvil de todas sus acciones fue ver triunfar «la justicia en el mundo». Poco tiempo después de aquella noche, conocimos la triste noticia de que el señor Bremann se había pegado un tiro en un tren, entre Hamburgo y Berlín. Como es natural, mi señor se sintió muy compungido e inmediatamente hizo planes para enviar a la señora Bremann algún dinero y un mensaje de pésame. No obstante, tras varios días de esfuerzos, durante los cuales también contó con mi ayuda, mi señor no logró averiguar el paradero de ninguno de los miembros de la familia Bremann. Al parecer, el señor Bremann se había quedado durante un tiempo sin casa y su familia se había dispersado.

Aunque lord Darlington hubiese desconocido la gravedad de estos hechos, a mi juicio habría actuado con la misma celeridad. Era el comportamiento que le dictaban su naturaleza y su profundo deseo de acabar con tanta injusticia y sufrimiento. Así, durante las semanas que siguieron a la muerte del señor Bremann, la crisis de Alemania fue un tema que iba absorbiendo cada día más horas del tiempo de mi señor. Caballeros muy conocidos y poderosos empezaron a venir a casa de forma regular. Entre ellos recuerdo a celebridades como lord Daniels, el profesor Maynard Keynes y H. G. Wells, el famoso escritor, así como a otros personajes que no puedo citar, ya que nos visitaban de forma «extraoficial» celebridades que, en compañía de mi señor, se encerraban con frecuencia a conversar durante horas.

La visita de algunos invitados era tan «extraoficial» que en ocasiones se me daban órdenes de mantener en secreto, ante el resto del personal, su identidad. En algunos casos, incluso se me daban órdenes para que no les vieran. Debo añadir no obstante, con gran agradecimiento y orgullo, que lord Darlington nunca hizo esfuerzo alguno por privarme de ver u oír nada. Recuerdo que en numerosas ocasiones alguno de estos personajes solía quedarse de pronto callado en mitad de una frase, volviendo cautelosamente su mirada hacia mí. Y ante esta actitud mi señor comentaba:

– No se preocupe. Delante de Stevens puede usted hablar tranquilo, se lo aseguro.

Así, durante aproximadamente dos años después de la muerte del señor Bremann, mi señor y sir David Cardinal, su más íntimo aliado en aquella época, lograron reunir a un amplio círculo de celebridades, todas las cuales coincidían en que la situación en Alemania era ya insostenible. Y no sólo había ingleses y alemanes, también venían belgas, franceses, italianos y suizos. Entre ellos se contaban diplomáticos y políticos de importancia, clérigos distinguidos, militares retira dos, escritores y pensadores. Algunos de estos caballeros tenían la firme convicción, al igual que mi señor, de que en Versalles no se había jugado limpio y de que era inmoral seguir castigando a una nación por una guerra que ya había terminado. Otros, naturalmente, mostraban menos preocupación por Alemania o por sus habitantes, pero pensaban que el caos económico del país, si no se frenaba, podía extenderse con rapidez al resto del mundo.

A finales de 1922 mi señor ya encaminaba sus esfuerzos hacia un objetivo concreto, a saber, reunir en Darlington Hall a los caballeros más influyentes que había conseguido poner de su parte, con el fin de organizar un encuentro internacional «extraoficial» en el que se discutiese de qué modo sería posible hacer revisar las duras condiciones dcl tratado de Versalles. Sólo que, para que el encuentro surtiese efecto en los foros internacionales «oficiales», debía tener suficiente peso. De hecho, ya se habían celebrado varios encuentros con el propósito de revisar el tratado. El único resultado, sin embargo, había sido crear mayor confusión y resentimiento. Nuestro primer ministro de entonces, Lloyd George, organizó en aquellos días un gran congreso que se celebraría en Italia, en la primavera de 1922, por lo que la primera intención de mi señor fue organizar una reunión en Darlington Hall con el fin de garantizar que dicho acontecimiento tuviese un resultado positivo, pero, a pesar de todos los esfuerzos de mi señor y de sir David, el plazo previsto para la reunión resultó demasiado corto. La conferencia planeada por mister Lloyd George también quedó en el aire, siendo éste el motivo que impulsó a mi señor a organizar un gran encuentro que tendría lugar en Suiza durante el año siguiente.

Recuerdo una mañana, más o menos a esta misma hora, en que le llevé el café a Lord Darlington al salón donde siempre desayunaba. Al abrir el Times me dijo con tono de desagrado:

– Son los franceses. De verdad, Stevens, son los franceses.

– Sí, señor.

– Y que el mundo nos vea como grandes amigos… Al pensarlo le entran a uno ganas de llorar.

– Sí, señor.

– La última vez que estuve en Berlín, el barón Overath, un buen amigo de mi padre, me dijo: «¿Por qué nos hacen esto? ¿No ve que así no podemos seguir?». Y le aseguro que bien tentado me vi de decirle que todo era culpa de esos miserables franceses. Y me habría gustado hacerle ver que los ingleses no actuábamos así, pero claro, me imagino que esas cosas no se pueden hacer. No se puede hablar mal de nuestros queridos aliados.

El hecho de que Francia fuese el país más reacio a eximir a Alemania de las duras cláusulas del tratado de Versalles hacía mucho más urgente la necesidad de invitar al encuentro de Darlington Hall a algún caballero francés con verdadera influencia en la política exterior de su país. Y, efectivamente, en varias ocasiones le oí decir a mi señor que, a su juicio, sin la participación de una persona así, la cuestión alemana podía convertirse en un simple tema anodino de conversación. Sir David y mi señor se dispusieron, por tanto, a abordar la última fase de los preparativos. Cualquiera que hubiese contemplado la firme resolución y la perseverancia que supieron mostrar ante los repetidos desengaños, se habría sentido verdaderamente empequeñecido. De Darlington Hall salieron innumerables cartas y telegramas, y mi señor hizo tres viajes a París en sólo dos meses. Finalmente, quedó confirmado que un muy ilustre caballero francés, al que llamaré monsieur Dupont, asistiría a la reunión de un modo estrictamente «extraoficial». Entonces fue cuando se fijó la fecha de la conferencia, a saber, marzo de 1923, una fecha memorable.


A medida que se acercaba aquella fecha, las responsabilidades que vi pesar sobre mí, aunque más modestas que las que debía sobrellevar mi señor, eran, no obstante, de gran trascendencia. Por mi parte, sabía muy bien que si un solo huésped se sentía mínimamente incómodo en Darlington Hall las repercusiones que podría tener eran de una magnitud inimaginable. Mi labor se complicaba, además, por el hecho de que desconocía el número de las personas que asistirían. Dado que el encuentro era de alto nivel, se había limitado el número de participantes a catorce distinguidos caballeros y dos damas: una condesa alemana y la formidable mistress Eleanor Austin, que por aquella época aún vivía en Berlín. Resultaba imposible, sin embargo, saber a ciencia cierta el número exacto de personas que vendrían, porque era de suponer que cada uno de los invitados traería consigo a secretarios, ayudas de cámara e intérpretes. Era natural, además, que algunos de los asistentes llegasen a Darlington Hall unos días antes de los tres reservados para el encuentro, con el fin de preparar el terreno y tantear a las distintas partes. El problema era, de nuevo, que no se sabían las fechas de su llegada. Estaba claro, por tanto, que la servidumbre no sólo tendría que esforzarse al máximo y estar siempre alerta, sino que también tendría que mostrarse extraordinariamente flexible. Durante un tiempo, llegué a pensar que para vencer este enorme reto que se nos avecinaba sería necesario contratar a personal de fuera, aunque esta opción, aparte de los recelos que podía despertar en mi señor de cara a los posibles rumores, implicaba que yo, por mi parte, debía contar con una serie de incógnitas en unas circunstancias en las que el menor error podía costar muy caro. Así, empecé a planear lo necesario para los días que se acercaban, del mismo modo, supongo, que un general planifica sus batallas. Concienzudamente ideé un plan especial que permitiera a la servidumbre responder a todos los imprevistos que pudiesen surgir. Analicé todas las deficiencias de nuestro personal y elaboré una serie de planes con los que poder subsanar estas carencias en caso de que saliesen a la luz. Llegué incluso a pronunciar ante los criados todo un discurso «edificante» al estilo militar, haciendo hincapié en la idea de que, aunque tuviesen que trabajar a un ritmo extenuante, debían sentirse muy orgullosos de ofrecer sus servicios durante los días venideros. «Probablemente serán días que harán historia», les dije. Y sabiendo que no soy una persona que guste de elocuentes exageraciones, entendieron muy bien que se avecinaba algún acontecimiento importante.

Imaginarán ustedes cuál era el ambiente que reinaba en Darlington Hall el día en que mi padre se cayó enfrente del cenador, cuando no faltaban más que dos semanas para que, en principio, llegase el primer asistente al encuentro, y a qué me estaba refiriendo al decir que no había tiempo para «andarnos por las ramas». En cualquier caso, mi padre descubrió enseguida un sistema para vencer las limitaciones que la orden de no transportar bandejas cargadas suponía para él. Así, la silueta de mi padre arrastrando un carrito repleto de fregonas, artículos de limpieza, cepillos dispuestos sin ningún orden, pero muy pulcramente, junto a teteras, tazas y platillos, un carrito que a veces más bien semejaba el de un vendedor ambulante, se convirtió en una imagen habitual en la casa. Naturalmente, hubo de renunciar al derecho de servir en el comedor, aunque el disponer del carrito le permitió seguir cumpliendo con buen número de funciones. De hecho, conforme se iba acercando la fecha del encuentro, fue operándose en mi padre un cambio sorprendente. Era como si una fuerza sobrenatural se hubiese apoderado de él y le hubiese quitado veinte años de encima. El rostro hundido que había mostrado en días anteriores casi había desaparecido, y todas sus tareas las realizaba con tal ímpetu que, a los ojos de un extraño, habríase dicho que, en lugar de una sola, eran varias las siluetas con carritos que recorrían los pasillos de Darlington Hall.

En cuanto a miss Kenton, creo recordar que la tensión creciente que reinó aquellos días en la casa tuvo sus efectos sobre ella. Recuerdo, por ejemplo, el día que me la encontré en el pasillo de servicio. Este pasillo, cuya función es servir de espina dorsal a las habitaciones del servicio, era un lugar bastante sombrío por la poca luz que iluminaba la considerable longitud que ocupaba, e incluso los días de sol estaba tan oscuro que cruzarlo era como atravesar un túnel. Aquel día, de no ser por el ruido de pasos que oí acercarse hacia mí retumbando en la madera del suelo, no habría podido reconocerla basándome sólo en su figura. Al verla acercarse me detuve en uno de los pocos haces de luz que convergían contra el suelo y dije:

– ¡Ejem! Miss Kenton…

– ¿Sí, mister Stevens?

– No sé si debo recordarle que la ropa de cama del piso de arriba tiene que estar lista a más tardar mañana.

– Todo está preparado.

– Me alegro de que así sea. Es sólo que de pronto me he acordado.

Tras estas palabras, me dispuse a seguir mi camino, pero miss Kenton permaneció inmóvil. Dio un paso hacia mí, y la expresión de enojo que mostraba su cara quedó iluminada por un rayo de luz.

– No sé si sabe que tengo muchísimo trabajo y, desgraciadamente, no dispongo de un solo minuto para mí. Ya me gustaría disfrutar de todo el tiempo libre que, al parecer, tiene usted. Me pondría a dar vueltas por la casa recordándole cuáles son sus quehaceres.

– Está bien, miss Kenton, no hay razón para ponerse así. Sólo he querido estar seguro de que no se había olvidado de…

– Mister Stevens, ésta es ya la cuarta o quinta vez que quiere usted estar seguro en los últimos dos días. Me parece muy raro que pueda permitirse pasar tanto tiempo de un rincón a otro de la casa, molestando a los demás con sus comentarios gratuitos.

– Si de verdad cree que dispongo de mucho tiempo, es que, evidentemente, tiene una gran falta de experiencia. Confío en que durante los próximos años se forme usted una clara idea de lo que ocurre en una casa como ésta.

– Siempre está hablando de mi «gran falta de experiencia», pero nunca consigue encontrarme fallos. De otro modo, ya hace tiempo que me los habría echado en cara, sí, y no se andaría con rodeos. Ahora ya le he dicho que tengo mucho que hacer y le agradecería que no me siguiese por todas partes interrumpiéndome continuamente. Si dispone de tanto tiempo libre, haría mejor en pasarlo tomando un poco de aire fresco.

Se alejó de mí por el pasillo, con paso enérgico. Decidí que era mejor no dar importancia a lo ocurrido y también yo seguí mi camino. Cuando casi había llegado a la puerta de la cocina, oí que sus pasos furibundos se acercaban.

– Otra cosa -me dijo-, de ahora en adelante no quiero que me dirija la palabra.

– Pero… ¿ sabe lo que está diciendo?

– Si tiene que transmitirme algún mensaje, le ruego que lo haga a través de otra persona. También puede hacerlo por escrito y darle la nota a alguien para que me la pase. Estoy segura de que así ambos podremos trabajar de forma mucho más agradable.

– Pero… miss Kenton…

– Ahora estoy muy ocupada, mister Stevens. Si el mensaje es muy complicado, puede escribirme una nota. De otro modo puede decírselo a Martha o a Dorothy, o a cualquiera de los hombres del servicio a los que usted considere de bastante confianza. Mi deber ahora es seguir trabajando y dejarle con sus paseos.

Aunque el comportamiento de miss Kenton me irritó sobremanera, no pude permitirme pensar demasiado en el asunto, pues para entonces los primeros invitados ya estaban entre nosotros. Los representantes extranjeros llegarían dos o tres días más tarde, pero los tres caballeros a los que mi señor llamaba su «equipo local», dos ministros adjuntos del Foreign Office que asistían de modo totalmente «extraoficial» y sir David Cardinal, habían llegado antes para preparar el terreno lo más concienzudamente posible. Como siempre, nada me impidió entrar y salir de las habitaciones donde se encontraban los invitados enzarzados en sus discusiones y, gracias a esta falta de cautela frente a mí, pude hacerme una idea de la disposición que en general predominaba en aquella fase del encuentro. Naturalmente, mi señor y sus colegas se pasaban la información más exacta posible sobre los participantes que se esperaban, aunque el mayor motivo de preocupación lo constituía monsieur Dupont, el caballero francés, y sus posibles amistades o enemistades. De hecho, creo que en una ocasión entré en el salón de fumar y oí decir a uno de los caballeros:

– En realidad, el futuro de Europa puede depender de la habilidad que tengamos para poner a Dupont de nuestro lado.

Fue en esta primera fase de las conversaciones cuando mi señor me confió una misión tan poco corriente que quedó grabada en mi memoria hasta el día de hoy, de igual modo que otros acontecimientos, por razones obvias mucho más inolvidables, que tendrían lugar a lo largo de aquella singular semana. Lord Darlington me pidió que entrara en su estudio y, nada más mirarle, vi que estaba intranquilo. Se sentó a su mesa y, como era costumbre en él, cogió un libro abierto, el Who's Who esta vez, Y empezó a pellizcar una hoja.

– Stevens -dijo fingiéndose indiferente, aunque sin saber cómo seguir. Yo permanecí en pie, dispuesto a aliviar su desazón en cuanto me fuese posible, pero mi señor siguió manoseando la hoja hasta que, pasados unos instantes, inclinándose para otear una de las puertas, me dijo-: Stevens, sé que lo que voy a pedirle no es algo habitual.

– ¿Sí?

– Verá, ahora mismo ocupan mi mente cosas muy importantes.

– Será un placer servirle, señor.

– Siento tener que pedirle algo semejante. Sé que está usted muy ocupado, pero no sé cómo demonios resolver este asunto.

Mi señor volvió a ocuparse del Who's Who mientras yo seguía esperando. Al cabo de un rato, me dijo sin mirarme:

– Supongo que está usted al tanto de los misterios de la naturaleza.

– ¿Cómo dice, señor?

– Sí, Stevens, los pájaros, las abejas… los misterios de la naturaleza, ya sabe.

– Creo que no sé a qué se refiere, señor. -Le hablaré más claro. Sir David es un gran amigo mío, y en la organización de esta conferencia ha desempeñado un papel inapreciable. Diría incluso que, sin su ayuda, no habríamos conseguido que monsieur Dupont aceptara venir.

– Ciertamente, señor.

– Con todo, Stevens, debo decir que sir David tiene sus rarezas. Como sabe, ha venido con su hijo Reginald, que le hará de secretario. El caso es que está a punto de casarse. Reginald, claro.

– Sí, señor.

– Durante estos últimos cinco años, sir David ha intentado contarle a su hijo cuáles son los misterios de la naturaleza. Piense que el joven tiene ahora veintitrés años.

– Así es, señor.

– En fin, iré al grano. Resulta que el padrino de este caballerete soy yo, y, por este motivo, sir David me ha pedido que le haga saber al muchacho qué son los misterios de la naturaleza.

– Sí, señor.

– Es que sir David considera que se trata de una tarea bastante penosa y teme que llegará el día de la boda y aún no habrá podido acometerla.

– Sí, señor.

– El caso es que ahora estoy enormemente ocupado. Sir David debería ser consciente de ello, sin embargo, me pide que haga esto, que no es ninguna tontería.

Mi señor se quedó en silencio durante un rato, y siguió examinando su hoja.

– Si no me equivoco -dije yo-, lo que desea es que sea yo quien dé a conocer al joven esa información.

– Si no le molesta… Cada dos por tres, sir David me pregunta si ya lo he hecho. Si me ayuda, me quitará un buen peso de encima.

– Lo entiendo, señor. En unas circunstancias tan difíciles como las actuales, no debe de ser una tarea agradable.

– Y además está muy por encima de mis responsabilidades.

– Haré todo lo que pueda, señor, aunque quizá me resulte difícil dar con el momento apropiado.

– Sólo con que lo intente le estaré eternamente agradecido. Es muy amable, Stevens. No hace falta que dé usted grandes explicaciones, con cuatro cosas basta. Si me permite un consejo, háblele claro.

– Sí, señor. Haré lo que pueda.

– No sabe cómo se lo agradezco, Stevens. Y, por favor, manténgame informado.


Como imaginarán ustedes, el ruego de mi señor me dejó algo desconcertado. Se trataba de un asunto sobre el que, normalmente, habría tenido que reflexionar durante algún tiempo, pero al planteárseme de aquel modo, en un momento en que estaba tan ocupado, no podía permitirme distraerme demasiado. Así que decidí despacharlo en cuanto se presentase la primera oportunidad. Según recuerdo, más o menos una hora después de que se me hubiese confiado semejante misión pude comprobar que el joven mister Cardinal se encontraba solo en la biblioteca, sentado en uno de los escritorios, absorto en unos documentos. Visto de cerca, era fácil comprender los reparos que sentía mi señor, así como los que sentía el padre del joven. El ahijado de mi señor era un caballerete serio y cultivado, con unas facciones muy finas. Dado el tema que iba a tratar, habría preferido tener ante mí a un joven más alegre, a un joven, digamos, más frívolo. En cualquier caso, decidido como estaba a dar por concluido el asunto lo antes posible, me adentré en la biblioteca y, a unos pasos de distancia del escritorio de mister Cardinal, tosí discretamente.

– Discúlpeme, señor, pero debo transmitirle un mensaje.

– ¿Sí? -dijo mister Cardinal en tono apremiante, apartando la mirada de sus papeles-. ¿Trae un mensaje de mi padre?

– Sí, señor. Exactamente.

– Un momento.

El joven se inclinó para abrir su maletín, que tenía junto a los pies, y sacó un cuaderno y un lápiz.

– Dispare.

Volví a toser e intenté dar a mi voz el tono más neutro posible.

– El deseo de sir David es que usted sepa, señor, que las damas y los caballeros difieren en varios aspectos que son fundamentales.

Supongo que, tras decir estas palabras, debí de hacer una pausa antes de proseguir, ya que mister Cardinal suspiró y dijo:

– De sobra lo sé, Stevens. Y ahora le ruego que vaya al grano.

– ¿Lo sabe usted, señor?

– Mi padre siempre me ha infravalorado. Le diré que es un tema que he investigado a fondo y sobre el cual he leído mucho.

– ¿De verdad?

– En realidad, durante estos últimos meses prácticamente no he pensado en otra cosa.

– En ese caso, mi mensaje puede resultar superfluo.

– Puede usted decirle a mi padre que es un tema sobre el que estoy muy bien documentado. Este maletín -dijo empujándolo ligeramente con el pie- está repleto de notas que abarcan todos los ángulos posibles e imaginables.

– ¿De veras, señor?

– Realmente, creo que me he planteado todas las variaciones de que es capaz la mente humana. Le ruego que, a este respecto, tranquilice usted a mi padre.

– Así lo haré, señor.

Mister Cardinal pareció tranquilizarse. Volvió a darle otro puntapié al maletín, aunque preferí no mirar demasiado, y dijo:

– Supongo que se habrá preguntado por qué nunca me separo de este maletín. Ahora ya lo sabe. Imagínese que lo abriese según quién…

– Sería una situación muy delicada, señor.

– Por supuesto -dijo, volviéndose a incorporar repentinamente-, a menos que mi padre tenga algún elemento totalmente nuevo sobre el que quiera que reflexione.

– No creo, señor.

– ¿No? ¿Hay noticias del tal Dupont?

– Parece que no, señor, lo siento.

Hice lo posible por disimular la exasperación que me producía el descubrir que una misión que daba por cumplida estaba aún por empezar, y creo que mientras ponía en orden mis ideas con el fin de reanudar mis esfuerzos, el joven se puso repentinamente en pie y, aferrándose al maletín, dijo:

– En fin, saldré a respirar un poco de aire fresco. Le agradezco su ayuda, Stevens.

Procuré hallar el momento de entablar de nuevo la conversación en el más breve plazo, pero me resultó imposible, sobre todo porque aquella misma tarde, dos días más o menos antes de lo esperado, llegó mister Lewis, el senador norteamericano. Me encontraba en la despensa calculando las provisiones de sábanas cuando oí el sonido inconfundible de unos coches que se detenían en el patio. Me apresuré a subir las escaleras y de pronto, en el pasillo trasero, me encontré con miss Kenton en el mismo sitio en que había tenido lugar nuestro desafortunado encuentro, hecho que la animó a mantener el comportamiento infantil que mostraba desde entonces. Así, cuando le pregunté por la identidad del recién llegado, miss Kenton pasó de largo frente a mí pronunciando simplemente estas palabras: «Por escrito, si es urgente». La respuesta me pareció de lo más inoportuna y, por supuesto, mi única alternativa fue subir las escaleras corriendo. Recuerdo a mister Lewis como a un caballero de gran corpulencia y con una amable sonrisa casi perenne en su cara. Su antelación resultó más bien molesta tanto para mi señor como para sus colegas, dado que hubieran deseado disponer de uno o dos días más de intimidad para poder prepararse. No obstante, la actitud simpática e informal de mister Lewis y sus comentarios durante la cena, en el sentido de que «los Estados Unidos siempre estarían a favor de la justicia y no tendrían inconveniente en admitir que en Versalles se habían cometido algunos errores», parecieron infundir confianza dentro del «equipo local» de mi señor. En el transcurso de la cena, de forma lenta pero decidida se fue pasando de temas como los méritos de la Pennsylvania natal de mister Lewis hasta el inminente congreso, y, llegado el momento de encender los puros, se oyeron comentarios tan sinceros como los que se habían formulado antes de la llegada del senador. En un momento dado, éste dijo a los presentes:

– Caballeros, estoy de acuerdo con ustedes en que la reacción de monsieur Dupont es imprevisible. Pero déjenme decirles que hay una cosa con la que pueden contar, algo de lo que pueden estar seguros. -Se echó hacia adelante y levantó el puro vehementemente-. Monsieur Dupont odia a los alemanes. Los odiaba antes de la guerra y los odia ahora, de un modo que ninguno de ustedes, caballeros, puede imaginarse. -Mister Lewis volvió a reclinarse, luciendo de nuevo una amplia sonrisa en la cara-. Pero díganme, señores -prosiguió-, ¿no es comprensible que un francés odie a los alemanes? No le faltan motivos, ¿no creen? Al recorrer la mesa con su mirada, la audiencia se sintió un tanto incómoda y, acto seguido, lord Darlington dijo:

– Evidentemente, es irremediable que sientan cierta amargura, pero hay que considerar que nosotros, los ingleses, también hemos luchado duramente contra los alemanes y durante mucho tiempo.

– La diferencia, sin embargo, es que, al parecer -dijo mister Lewis-, ustedes ya no los odian. Para los franceses, son los alemanes los que han destruido la civilización en Europa y cualquier castigo que se les inflija será poco. Evidentemente para nosotros, los norteamericanos, se trata de una postura muy poco práctica, aunque lo que más me desconcierta es ver que los ingleses parecen no compartir la opinión de los franceses. Después de todo, como dicen ustedes, Gran Bretaña también perdió mucho en esa guerra.

Hubo un tenso silencio antes de que sir David, bastante titubeante, dijera:

– Hay cosas que, a menudo, los franceses y nosotros hemos considerado de forma distinta.

– ¿Quiere decir que es cuestión de temperamento?

Y al pronunciar estas palabras la sonrisa de mister Lewis pareció aún más dilatada. Asintió para sí, como si de repente hubiese comprendido muchas cosas, y se llevó de nuevo el puro a la boca. Quizá confunda este recuerdo con hechos posteriores. No obstante, tengo la clara sensación de que fue en aquel momento cuando, por primera vez, noté algo extraño, un rasgo de hipocresía quizá, en aquel caballero norteamericano de aspecto tan encantador. Lord Darlington no compartió, sin embargo, las mismas sospechas que en aquel momento tuve yo, ya que tras unos molestos segundos de silencio mi señor tomó una decisión.

– Mister Lewis -dijo-, voy a hablar con franqueza. Somos muchos los ingleses que pensamos que la actitud que mantiene actualmente Francia es despreciable. Usted podrá atribuir nuestra postura a una diferencia de temperamento. No obstante, me atrevería a decir que se trata de algo más que eso. Es indecoroso seguir odiando al enemigo cuando ha finalizado el conflicto. Una vez que la presa ha caído en la red, la persecución se da por terminada y hay que dejar de acosarla. Para nosotros, la actitud francesa empieza a rayar en la irracionalidad.

El discurso de mi señor pareció reconfortar a mister Lewis. Murmuró algo en señal de aceptación y sonrió complacido al resto de los comensales, inmersos en las nubes de humo que el tabaco había condensado de un extremo a otro de la mesa.

Durante la mañana siguiente llegaron nuevos invitados, concretamente las dos damas procedentes de Alemania, que habían viajado juntas -a pesar de los supuestos contrastes en su pasado- y traían consigo un nutrido grupo de damas de honor y lacayos, así como un buen número de baúles. Por la tarde llegó un caballero italiano acompañado de un ayuda de cámara, un secretario, un «experto» y dos guardaespaldas. No sé dónde creía este caballero que se dirigía para traer consigo a dos guardaespaldas; el caso es que resultaba un tanto extraño ver a los dos silenciosos hombrones vigilando con mirada inquisitiva todos los pasos que daba el suspicaz invitado.

Además, según descubrí durante los días que siguieron, el plan de trabajo de aquellos guardaespaldas les obligaba a dormir por turnos a horas inusitadas a fin de garantizar la vigilancia durante toda la noche. Al enterarme de toda esta organización, intenté informar a miss Kenton. Sin embargo una vez más se negó a hablarme. Finalmente, dado que quería dejar todo dispuesto con la mayor brevedad posible, me vi obligado a escribir una nota y pasársela por debajo de la puerta de su habitación.

El día siguiente trajo a otros invitados y, aunque faltaban todavía dos días para el inicio del encuentro, Darlington Hall ya estaba lleno de gentes de todas las nacionalidades, gentes que conversaban en las habitaciones o se quedaban paradas, aparentemente de forma casual, en el vestíbulo, en los pasillos o en los rellanos, examinando las pinturas y otras obras de arte. El trato entre los invitados era cortés, aunque el aire que en general se respiró aquellos días era tenso e impregnado de una gran falta de confianza. Correspondiendo a este sentimiento de desasosiego, los ayudas de cámara y los lacayos que venían con los invitados se miraban unos a otros con manifiesta frialdad, y nuestra servidumbre estaba muy contenta de no tener apenas tiempo para tratar con ellos.

Fue por aquel entonces, teniendo aún por atender muchas de las demandas que me habían hecho, cuando, al mirar por casualidad a través de una ventana, reparé en la figura de mister Cardinal, que daba un paseo por el jardín. Como de costumbre, nuestro joven caballero tenía bien sujeto su maletín. También observé que caminaba a paso lento, profundamente absorto en sus pensamientos, por el camino que circunda el césped. Recordé, evidentemente, que tenía algo que decirle, y se me ocurrió que un encuentro al aire libre, tan cerca de la naturaleza y, sobre todo, con el ejemplo de los gansos tan a mano, podía ser la situación más apropiada para transmitirle mi mensaje. Me percaté, además, de que si me apresuraba a salir y esconderme tras el gran rododendro que había junto al sendero, mister Cardinal pasaría por allí al poco tiempo. De este modo, tendría la oportunidad de abordarle y transmitirle el mensaje. Reconozco que no era una estrategia muy sutil, pero comprenderán que, aunque a su modo era un asunto importante, en unos momentos como aquellos no era algo que me quitara el sueño.

A pesar de la escarcha que cubría el suelo y gran parte del follaje, el día era templado para aquella época del año. Crucé raudo el césped, me situé detrás del arbusto y no tardé en oír los pasos de mister Cardinal que se aproximaban. Desgraciadamente, no calculé bien el momento de mi aparición. Mi intención era salir justo cuando mister Cardinal aún estuviese a una distancia razonable, de modo que, en el instante en que me viese, pensase que me dirigía al cenador, o quizá a la casita del jardinero. De esta forma podría fingir un encuentro fortuito y entablar con él una conversación improvisada. El caso es que aparecí un poco tarde y me temo que asusté al joven caballero. Alzó inmediatamente el maletín y lo sujetó contra su pecho entre los brazos.

– Discúlpeme, señor.

– ¡Dios mío, Stevens! ¡Qué susto me ha dado! Creía que ya habían empezado a calentarse los ánimos.

– Lo lamento mucho, señor, pero es que tengo algo que decirle.

– ¡Dios mío, vaya susto me ha dado!

– Si me lo permite, iré al grano. Habrá usted reparado en aquellos gansos…

– Gansos -Miró a su alrededor sorprendido-. ¡Ah, sí, es cierto, son gansos!

– Y habrá reparado usted en las flores y en los arbustos. En realidad, no es ésta la mejor estación del año para verlos en su pleno esplendor, pero ya observará que con la llegada de la primavera se producirá un muy especial cambio en todo este paisaje.

– Es cierto, ya sé que los jardines no están ahora en todo su esplendor, pero para serle sincero no prestaba atención a estas maravillas de la naturaleza. Ahora mismo me preocupan otras cosas, por ejemplo, que monsieur Dupont haya llegado con un auténtico humor de perros. Realmente, era lo último que podíamos desear.

– ¿Dice usted que monsieur Dupont ha llegado a esta casa?

– Hace media hora, más o menos. Y de un mal humor insoportable.

– Discúlpeme entonces, señor. Debo ocuparme de él inmediatamente.

– Por supuesto, Stevens. En fin, ha sido usted muy amable al darme un poco de conversación.

– Le ruego que me disculpe, señor, pero en realidad tenía un par de cosas que decirle a propósito de… como usted mismo ha señalado, las maravillas de la naturaleza. Si tiene usted a bien escucharme, le quedaré muy agradecido, aunque ahora me temo que habrá que esperar otra ocasión.

– Está bien, lo tendré en cuenta, Stevens, a pesar de que mi fuerte es más bien la pesca. Sé todo sobre la pesca, sea en agua dulce o salada.

– Nuestra próxima conversación tendrá que ver con todas las criaturas vivientes. No obstante, le ruego que ahora me disculpe. No sabía que monsieur Dupont ya estuviera aquí.

Regresé a la casa a toda velocidad, y casi tropecé con el primer lacayo, que me dijo:

– Le hemos estado buscando por todas partes, señor. El caballero francés ha llegado.

Monsieur Dupont era un caballero alto y elegante, con barba gris y monóculo. Iba vestido como acostumbran los caballeros del continente cuando están de vacaciones; durante toda su estancia conservó cuidadosamente la apariencia de haber venido a Darlington Hall únicamente por placer y en plan amistoso. Tal y como había dicho mister Cardinal, monsieur Dupont había llegado malhumorado. Ahora no recuerdo todas las molestias que le habían importunado desde que desembarcó en Inglaterra días antes; pero, concretamente, al visitar Londres se le habían formado unas dolorosas llagas en los pies que, como él temía, se infectaron, y, aunque envié a su ayuda de cámara a miss Kenton, esto no impidió que monsieur Dupont me llamara sin cesar, chasqueando los dedos, para pedirme nuevos vendajes.

Su mal humor pareció apaciguarse al ver a mister Lewis. Monsieur Dupont y el senador norteamericano se saludaron como antiguos compañeros, y durante el resto del día pudo vérseles juntos casi todo el tiempo, comentando divertidos muchos recuerdos. Era evidente que aquella relación casi constante entre mister Lewis y monsieur Dupont resultaba un grave inconveniente para lord Darlington, quien, naturalmente, tenía gran interés por estrechar sus contactos con este último antes de que empezaran las reuniones. En varias ocasiones pude observar que mi señor intentaba alejarse con monsieur Dupont para hablar con mayor intimidad, pero mister Lewis, sonriendo, se inmiscuía entre los dos haciendo observaciones como «Perdónenme, caballeros, pero hay algo que me tiene confundido», tras las cuales mi señor se veía en la obligación de escuchar alguna de las jocosas anécdotas de mister Lewis. Aparte del senador, los demás invitados, quizá por aprensión o quizá por un sentimiento de desafío, se mantenían cautelosamente distantes del caballero francés. Era un hecho patente, incluso en aquel ambiente en general discreto, que incrementaba la sensación de que en el resultado final de las reuniones monsieur Dupont desempeñaría, en cierto modo, un papel clave.


Las reuniones empezaron la última semana de marzo de 1923, una mañana lluviosa. Se eligió un lugar poco común, como es el salón, para mantener así el carácter «extraoficial» de la visita de muchos invitados. De hecho, a mi juicio la pretensión de crear un ambiente informal se había llevado a un extremo ligeramente ridículo. Resultaba extraño ver una habitación de naturaleza más bien femenina llena a rebosar de austeros caballeros vestidos de negro, sentados, a veces en grupos de tres o cuatro, en un mismo sofá; algunas de estas personas estaban tan convencidas de la necesidad de mantener la ficción de que aquella reunión no era más que una tertulia informal que llegaran al extremo de sentarse con periódicos o revistas encima de las rodillas.

Durante aquella primera mañana, me vi obligado a entrar y salir sin cesar del salón, motivo por el que no pude seguir por completo la reunión. No obstante, recuerdo que lord Darlington abrió formalmente el encuentro dando la bienvenida a los invitados antes de explicar la necesidad moral de mitigar algunos aspectos del tratado de Versalles, e hizo hincapié en el gran padecimiento que por sí mismo había presenciado en Alemania. Como supondrán, ya había oído a mi señor expresar estos sentimientos en muchas ocasiones anteriores, pero fue tal la convicción con que habló en aquellas solemnes circunstancias, que no pude evitar emocionarme de nuevo. Sir David Cardinal fue el siguiente en tomar la palabra y, aunque me perdí gran parte de su discurso, su exposición me pareció básicamente técnica y, si he de decirles la verdad, de un nivel demasiado elevado para mí. El fondo, sin embargo, fue bastante parecido al de mi señor, y, para terminar, pidió que se congelara el pago de las indemnizaciones a que estaban obligados los alemanes y que las tropas francesas se retirasen de la región del Ruhr. Entonces intervino la condesa alemana, pero en aquel momento, por no recuerdo qué razón, me vi obligado a dejar el salón durante un buen lapso de tiempo. Cuando regresé los invitados ya estaban en pleno debate, y la discusión, sembrada de términos comerciales y de tipos de interés, era demasiado técnica para mí.

Por lo que pude observar, monsieur Dupont no participaba en la discusión y, por su aspecto taciturno, era difícil saber si seguía con atención lo que allí se decía o si estaba profundamente absorto en otros pensamientos. En un momento dado en que tuve que marcharme del salón, justo en plena alocución de uno de los caballeros alemanes, monsieur Dupont se levantó repentinamente y me siguió.

– Mayordomo -me dijo en el vestíbulo-, ¿podría cambiarme las vendas de los pies? Me duelen de un modo terrible y no puedo concentrarme en lo que están diciendo estos caballeros.

Si no recuerdo mal -a través de un mensajero, por supuesto-, solicité de miss Kenton que me ayudara y dejé a monsieur Dupont sentado en la sala de billar esperando al ama de llaves. Justo en aquel momento el primer lacayo bajó presuroso la escalera para anunciarme angustiado que mi padre se encontraba arriba, muy enfermo.

Subí corriendo al primer piso y, al doblar por el rellano, apareció ante mí una extraña escena. Al fondo del pasillo, casi enfrente del gran ventanal, a través del cual se veía la lluvia y una luz gris, se recortaba la silueta inmóvil de mi padre. Por su postura se habría podido pensar que participaba en alguna ceremonia. Apoyado sobre una rodilla y con la cabeza inclinada, parecía empujar el carrito, que, por algún motivo, se resistía a desplazarse. Dos doncellas, que estaban de pie a una distancia prudente, observaban sus esfuerzos asustadas. Me acerqué a mi padre y, soltándole las manos del asa del carrito le fui acostando poco a poco en la alfombra. Tenía los ojos cerrados, la cara de color ceniza y gotas de sudor en la frente. Pedimos más ayuda y, al poco tiempo, trajeron una silla de ruedas y lo llevamos a su habitación.

Una vez le acostaron en su cama, no supe qué hacer. A pesar de que no era conveniente que dejase a mi padre en tal estado, mis obligaciones me esperaban. Finalmente, mientras seguía pensativo en el umbral de la puerta, miss Kenton se acercó y me dijo:

– Mister Stevens, en estos momentos tengo menos trabajo que usted. Si quiere, me ocuparé de su padre. Haré subir al doctor Meredith, y si tiene algo importante que notificarle, ya le avisaré.

– Gracias, miss Kenton -le respondí, y me marché.

Cuando volví al salón, un sacerdote estaba hablando de las calamidades que sufrían los niños en Berlín. Nada más entrar tuve que volver a servir té y café a los invitados. Observé que algunos de los caballeros bebían licores y un par de ellos, a pesar de haber dos damas presentes, incluso fumaban. Recuerdo que salía del salón con una tetera vacía en las manos cuando miss Kenton se acercó para decirme.

– Mister Stevens, el doctor Meredith se va.

Mientras decía estas palabras, vi que el médico se ponía la gabardina y el sombrero en el vestíbulo. Me dirigí hacia él con la tetera aún en la mano. El médico me miró preocupado.

– Su padre no se encuentra bien -dijo-. Si empeora, avíseme inmediatamente.

– Sí, señor. Gracias.

– ¿Qué edad tiene su padre, Stevens?

– Setenta y dos años, señor.

El doctor Meredith se quedó pensativo y dijo:

– Si empeora, avíseme inmediatamente.

Volví a darle las gracias y le acompañé hasta la puerta.


Aquella misma noche, poco antes de la cena, fue cuando casualmente oí la conversación entre mister Lewis y monsieur Dupont. Por no recuerdo qué motivo, había subido a la habitación de este último y, antes de llamar, me paré a escuchar a través de la puerta, como es mi costumbre. Quizá ustedes no suelan tomar esta pequeña precaución para evitar que la llamada provoque una situación embarazosa, pero yo, personalmente, siempre he procedido de este modo y puedo garantizarles que en mi profesión es una práctica muy común. No se trata de un acto que esconda ninguna malsana curiosidad. Debo decirles que no tenia la menor intención de escuchar lo que llegó a mis oídos aquella noche. No obstante, por fortuna, cuando pegué mi oreja a la puerta de monsieur Dupont alcancé a oír la voz de mister Lewis, y aunque no recuerdo sus palabras exactas, el tono en que hablaba despertó en mí algunas sospechas. Era la misma voz acompasada y afable con que el caballero norteamericano había hechizado desde su llegada a muchos de los invitados. En aquel momento, sin embargo, sonaba inequívocamente traicionera. Esta impresión y el hecho de que se hallase en la alcoba de monsieur Dupont, conversando probablemente con esta persona cuyo papel era crucial, me frenaron la mano y, en lugar de golpear con los nudillos la puerta, escuché.

Dado que las puertas de los dormitorios de Darlington Hall son de cierto espesor, me fue imposible seguir toda la conversación. Ése es el motivo por el que ahora me resulta difícil recordar exactamente todo lo que alcancé a escuchar, del mismo modo que me resultó difícil aquella misma noche, cuando informé del incidente a mi señor. Esto no quiere decir, sin embargo, que no me hiciese una idea cabal de lo que ocurría en aquella habitación. El caballero norteamericano le estaba explicando a monsieur Dupont que mi señor y los demás asistentes le estaban manipulando; que deliberadamente se le había hecho llegar más tarde para que los demás participantes pudiesen discutir todos los temas importantes sin su presencia, y que incluso después de su llegada había observado que mi señor mantenía breves conversaciones en privado con los representantes más relevantes, a las que monsieur Dupont no era invitado. Finalmente, mister Lewis pasó a relatarle algunas de las observaciones que mi señor y los demás asistentes habían hecho durante la cena, la noche que siguió a su llegada.

– Para serle sincero -le oí decir a mister Lewis-, me aterró la actitud de estos caballeros ante sus conciudadanos. Utilizaron términos como «bárbaros» y «despreciables». De hecho, anoté estas palabras en mi diario pocas horas después.

Monsieur Dupont hizo un lacónico comentario que no llegué a captar y mister Lewis prosiguió:

– Le digo que me quedé aterrado. ¿Cree que ésas son palabras para calificar a un aliado con el que se combatía codo a codo hace tan pocos años?

No sé si al fin llamé a la puerta. Es posible que, dadas las inquietantes palabras que escuché, considerase más oportuno retirarme. En cualquier caso, según le expliqué a mi señor poco después, no me quedé el tiempo suficiente para conocer cuál era la reacción de monsieur Dupont ante las observaciones de mister Lewis.

Al día siguiente, el tono de las conversaciones que se oían en el salón había alcanzado mayor virulencia y, a la hora del almuerzo, el ambiente estaba bastante caldeado. Mi impresión fue que monsieur Dupont, que permanecía en su sillón sin decir palabra y mesándose la barba, era el centro de todas las acusaciones, de forma, además, cada vez más descarada. Pude observar asimismo que, en cuanto se suspendía la reunión, mister Lewis se reunía rápidamente con monsieur Dupont en algún rincón o cualquier otro lugar donde pudieran departir sin ser molestados, hecho que mi señor también observó preocupado. De hecho, una de esas veces, poco después del almuerzo, recuerdo que me acerqué a los dos caballeros, que hablaban furtivamente justo en el umbral de la biblioteca, y mi primera impresión fue que al verme llegar interrumpieron su conversación.

Mientras tanto, mi padre ni había mejorado ni había empeorado. Según me dijeron, durmió casi todo el tiempo y así fue como le encontré las pocas veces que dispuse de un momento para subir a su buhardilla. Así pues, no tuve oportunidad de hablar con él hasta la segunda noche, en la que experimentó una ligera mejoría.

También dormía mi padre en aquella ocasión, pero la sirvienta que miss Kenton había dejado de guardia se puso en pie al verme y empezó a sacudirle de un hombro.

– Pero ¡qué hace! -exclamé-. ¿Puede saberse qué está haciendo?

– Mister Stevens me ha dicho que le despertase si usted volvía.

– Déjele dormir. Si ha enfermado, ha sido por agotamiento.

– Me dijo que le despertara, señor -replicó la chica, y acto seguido volvió a sacudirle de un hombro.

Mi padre abrió los ojos, dobló un poco la cabeza, que tenía apoyada encima de la almohada, y se quedó mirándome.

– Espero que se encuentre mejor, padre -dije.

Siguió observándome durante unos instantes y luego me preguntó:

– ¿Todo en orden ahí abajo?

– La situación es bastante turbulenta. Es un poco más tarde de las seis, y ya puede imaginarse cómo está la cocina en estos momentos. El rostro de mi padre mostró de pronto una mirada de impaciencia.

– Pero… ¿todo está en orden? -volvió a preguntar.

– Sí, y me atrevo a decir que puede usted estar tranquilo. Me alegro mucho de que se sienta mejor.

Lentamente sacó los brazos de debajo de las mantas y se observó cansado el envés de las manos durante unos instantes.

– Me alegro mucho de que se sienta mejor -repetí-. Ahora es preciso que vuelva al trabajo. Como le he dicho, la situación es bastante turbulenta.

Siguió observándose las manos y, al cabo de un rato, dijo pausadamente:

– Espero haber sido un buen padre.

Sonreí y le dije:

– Estoy muy contento de que se sienta mejor.

– Me siento orgulloso de ti. Eres un buen hijo. Hubiera deseado ser un buen padre, aunque temo que no lo he sido.

– Ahora tengo mucho trabajo, pero mañana por la mañana hablaremos de nuevo.

Mi padre aún seguía mirándose las manos como si, en cierto modo, le irritasen.

– Estoy muy contento de que se sienta mejor -repetí, y seguidamente me marché.


Al volver abajo, la cocina era un auténtico infierno. El ambiente era muy tenso entre todo el personal, sin excepciones. No obstante, me complace señalar que cuando se sirvió la cena; un ahora más tarde, mi equipo mostró gran serenidad, pericia y eficiencia.

Ver el magnífico comedor de gala en todo su esplendor siempre me ha parecido una escena memorable, y en este sentido aquella noche no constituyó ninguna excepción. Naturalmente, aquellas hileras de caballeros en traje de etiqueta, cuyo número era tan desproporcionado en relación con las representantes del bello sexo, le daban un aspecto muy severo. Sin embargo, como compensación, las dos lámparas de araña que pendían encima de la mesa -las cuales en aquella época aún funcionaban con gas- difundían una luz tenue y suave que bañaba el salón sin darle ese brillo deslumbrante que desprenden las actuales, que son eléctricas. En aquella segunda y última cena del encuentro -se esperaba que buen número de invitados partiesen al día siguiente, tras el almuerzo- los asistentes se mostraron mucho menos reservados que durante los días precedentes. No sólo la conversación fluía más libre y su tono era más franco, sino que sirvió el vino a un ritmo visiblemente acelerado. Al finalizar la cena, que había transcurrido, profesionalmente hablando, sin grandes dificultades, mi señor se puso en pie para dirigirse a sus invitados.

Empezó su discurso agradeciendo a los asistentes que las reuniones que habían celebrado durante los dos días anteriores, «aunque a veces alentadoramente sinceras», hubiesen transcurrido en un ambiente amistoso y que hubiese reinado el deseo de ver prevalecer el bien. La solidaridad que pudo observar durante aquellos dos días había sobrepasado todas sus expectativas, y confiaba en que la sesión que tendría lugar por la mañana, con la que se «remataría» el encuentro, fuese prolífica en acuerdos por parte de los participantes, que establecieran, para cada uno de ellos, modalidades de actuación previas al gran congreso internacional que se celebraría en Suiza. Fue más o menos en aquel momento, e ignoro completamente si lo tenía previsto con antelación, cuando lord Darlington empezó a recordar viejas historias de su difunto amigo, el señor Karl-Heinz Bremann. Sacar a colación un tema tan personal, en el que mi señor tiene tendencia a explayarse, no fue muy oportuno. También hay que decir que lord Darlington nunca fue lo que se dice un orador, de modo que la agitación que siempre se oye una vez se ha perdido la atención del público empezó a notarse inmediatamente y se extendió por todo el salón. De hecho, llegado por fin el momento en que lord Darlington pidió a sus invitados que se levantaran y brindaran por «la paz y la justicia en Europa», la algarabía había llegado a tal grado -como consecuencia, quizá, de las generosas cantidades de vino consumidas- que rayaba en la mala educación.

Los asistentes se habían vuelto a sentar y empezaba a reanudarse la conversación, cuando se oyó el vigoroso repiqueteo de unos nudillos sobre la madera y vimos que monsieur Dupont se ponía en pie. En la sala se hizo de pronto un gran silencio, y el distinguido caballero recorrió la mesa con mirada grave y dijo:

– Espero no usurpar un derecho que corresponda a alguna otra de las personas aquí presentes, pero el caso es que no he oído qué nadie haya propuesto un brindis de agradecimiento a nuestro anfitrión, nuestro amable y honorable lord Darlington. -La concurrencia asintió con un murmullo y monsieur Dupont prosiguió-: Durante estos últimos días se han dicho cosas muy interesantes en esta casa, cosas muy importantes.

Hizo una pausa, pero esta vez la sala permaneció callada.

– He observado -continuó- que, unas veces implícitamente y otras con mayor franqueza, se ha criticado, y no me parece exagerado emplear este término, la política exterior de mi país. Volvió a hacer una pausa, y adoptó una expresión severa: Se habría dicho incluso que estaba enfadado-. Estos dos días hemos escuchado profundos e inteligentes análisis sobre la compleja situación que presenta hoy día Europa, y puedo decir, sin embargo, que en ninguno de ellos se han recogido íntegramente las razones que explican la actitud de Francia ante su país vecino. En cualquier caso -siguió, con un dedo levantado-, éste no es el momento de abordar semejante tema. En realidad, si durante los últimos días me he resistido deliberadamente a tratar esta cuestión ha sido porque he venido ante todo a escuchar. Y permítanme que les diga que me ha impresionado la veracidad de algunos argumentos que aquí he oído, aunque probablemente se preguntarán cuánto lo han hecho. -Monsieur Dupont hizo otra pausa al tiempo que su mirada se desplazaba tranquilamente por todos los rostros que le rodeaban, rostros que, a su vez, tenían sus ojos clavados en él. Finalmente, dijo-: Señoras y señores, discúlpenme, he reflexionado mucho acerca de estos asuntos y deseo decirles con toda confianza que, a pesar de mis discrepancias con muchos de los presentes en la forma de interpretar lo que en realidad está ocurriendo actualmente en Europa, así como en muchas de las cuestiones que se han planteado en esta casa, estoy convencido, señoras y señores, y digo convencido, de que son cuestiones justas y viables. -Un murmullo que traducía un doble sentimiento de victoria y alivio recorrió la mesa, pero esta vez monsieur Dupont alzó ligeramente la voz y, superponiendo al murmullo sus palabras, dijo-: Me complace anunciar a todos ustedes que pondré en juego mi modesta influencia con el fin de promover determinados cambios profundos en la política francesa, siguiendo las directrices expuestas aquí, y procuraré por todos los medios que tales cambios se operen antes del congreso que habrá de celebrarse en Suiza.

Hubo un fuerte aplauso, y observé cómo mi señor cruzaba un mirada con sir David. Monsieur Dupont levantó una mano, pero nadie supo si con ello agradecía los aplausos o los rechazaba.

– Pero antes de seguir dando las gracias a nuestro anfitrión, hay algo que quisiera confesarles, claro que algunos de ustedes pensarán que contar intimidades en la mesa no es de muy buena educación. -Estas palabras provocaron una risotada en el resto de los invitados-. Aun así, en este tipo de asuntos siempre he preferido ser sincero. Del mismo modo que es fundamental mostrarse agradecidos, formal y públicamente, a lord Darlington, artífice de que nos hallemos aquí y de que hayamos alcanzado este sentimiento presente de solidaridad y buena voluntad, también es fundamental, creo yo, condenar sin paliativos a los que han venido para servirse malintencionadamente de la hospitalidad de nuestro anfitrión, gastando sus energías tan sólo en intentar sembrar el descontento y suscitar todo tipo de equívocos. Esta clase de personas, además de resultar socialmente repugnantes, en la situación en que hoy nos encontramos son también muy peligrosas. -Volvió a hacer una pausa, y una vez más reinó un profundo silencio. Monsieur Dupont prosiguió con voz suave y pausada-. Mi única pregunta respecto a mister Lewis es la siguiente: ¿En qué medida refleja su execrable comportamiento la postura del actual gobierno norteamericano? Permítanme, señoras y señores, aventurar una respuesta, dado que un caballero capaz de mostrar la falsedad de que ha hecho gala estos días no merece ninguna confianza. Me atreveré pues, a formular mis propias conjeturas. Como es natural, los norteamericanos temen que no paguemos nuestra deuda si, llegado el caso, congelamos el cobro de las reparaciones de guerra procedentes de Alemania. No obstante durante estos últimos seis meses, he tenido ocasión de hablar de este mismo asunto con algunos norteamericanos situados en importantes cargos, y mi impresión es que en ese país hay gente con una visión más amplia de las cosas que el ciudadano que aquí lo representa. Para todos los que nos sentimos afectados por el futuro bienestar de Europa, es un alivio pensar que, actualmente, mister Lewis ya no tiene… ¿cómo les diría?, la influencia que tenía antaño. Quizá les parezca que estoy siendo excesivamente duro al exponer de un modo tan sincero lo que pienso, pero les aseguro, señoras y señores, que me muestro indulgente. Me abstendré, por ejemplo, de revelarles lo que este caballero ha estado diciéndome a propósito de cada uno de ustedes con una torpeza, un descaro y una ordinariez que apenas puedo creer. En fin, basta ya de acusaciones. Ha llegado el momento de que todos demos las gracias y les ruego, por tanto, señoras y señores, que brinden conmigo en honor de lord Darlington.

Durante su discurso, monsieur Dupont no había mirado ni una sola vez al lugar donde se encontraba mister Lewis.

Después de brindar por mi señor, se volvió a sentar y todos los asistentes parecieron evitar cuidadosamente mirar en dirección del caballero norteamericano. Durante unos instantes reinó un silencio embarazoso hasta que, por fin, mister Lewis se puso en pie, sonriendo afablemente como era su costumbre.

– Bien, puesto que todo el mundo ha pronunciado su discurso, ahora me toca a mí -dijo con una voz que dejó bien patente que ya había bebido lo suyo-. No tengo nada que objetar a las sandeces que nuestro amigo francés acaba de decir. Repudio esa forma de hablar y ha habido otras personas que han intentado tenderme la misma trampa otras veces. Pero les digo, señoras y señores, que muy pocos me han hecho caer en ella. Sí, muy pocos. -Mister Lewis se quedó callado y durante unos instantes pareció no saber cómo seguir. Finalmente, volvió a sonreír y dijo-: Como he dicho, aunque no voy a perder el tiempo con nuestro amigo francés, sí hay algo que tengo que decir. Ahora que somos todos tan sinceros, también lo seré yo. Me disculparán por lo que voy a decir, pero, a mi juicio, parecen ustedes una pandilla de ingenuos soñadores y serían unos caballeros encantadores si no se empeñasen en entrometerse en asuntos que afectan a todo el planeta. Pongamos como ejemplo a nuestro anfitrión, aquí presente. En el fondo, ¿qué es? Un caballero, y supongo que en eso están todos de acuerdo. Un típico caballero inglés, recto, bienintencionado, sí pero un mero aficionado. -Al pronunciar esta palabra, hizo una pausa y paseó la vista por la mesa-. Es un aficionado, pero hoy día los asuntos internacionales ya no pueden estar en manos de aficionados, y cuanto antes lo comprendan ustedes aquí, en Europa, mejor. Y ahora, amables y bienintencionados caballeros, permítanme que les pregunte algo. ¿Tienen idea de cómo evoluciona el mundo que los rodea? Ya forman parte del pasado los días en que se podía ser bondadoso. Sin embargo, parece que aquí, en Europa, todavía no se han dado cuenta. Hay caballeros como nuestro buen anfitrión que se creen con derecho a entrometerse en asuntos que no entienden. Se han dicho muchas tonterías estos días. Con muy buen corazón y muy buena intención, pero tonterías. Lo que necesitan en Europa son buenos profesionales que dirijan sus asuntos, y como no reaccionen pronto, están abocados al desastre. Ahora brindemos, caballeros, brindemos por los profesionales.

Hubo un silencio sepulcral y no se movió nadie. Mister Lewis se encogió de hombros, alzó su copa ante la concurrencia, bebió y volvió a sentarse. A los pocos segundos, lord Darlington se levantó.

– No es mi deseo iniciar una discusión -dijo mi señor- precisamente la última noche que estamos todos juntos, una noche alegre y gloriosa de la que debemos disfrutar. Sin embargo, mister Lewis, aunque sólo sea por el respeto debido a toda opinión, creo que sus consideraciones no merecen ser relegadas a un segundo plano como si fuesen palabras pronunciadas por uno de esos excéntricos oradores que vemos por las calles. Le diré, por tanto, una cosa. El comportamiento que usted considera propio de «aficionados», nosotros. lo consideramos atribuible a una cualidad llamada «honor».

Esta intervención provocó en la sala un fuerte murmullo de complacencia, palabras de aprobación y algunos aplausos.

– Y lo que es más -prosiguió mi señor-, creo de hecho comprender lo que usted entiende por «profesionales». Por lo visto, es un término que significa abrirse camino con trampas y engaños, así como dar preferencia en nuestra escala de valores a la ambición y la codicia en perjuicio del ansia de ver reinar en el mundo la justicia y la bondad. Y si ser «profesional» implica todo eso, es una virtud que no me interesa lo más mínimo ni tengo deseos de alcanzar.

Como respuesta se oyó un estallido mayor de entusiasmo, seguido de un aplauso cálido y continuado. Vi entonces que mister Lewis sonreía mirando su copa de vino y movía la cabeza con aire cansado. En aquel momento advertí que detrás de mí estaba el primer lacayo, que me susurró al oído:

– Señor, miss Kenton desea hablarle. Le espera fuera.

Salí lo más discretamente que pude, justo en el momento en que mi señor, aún en pie, comenzaba a tratar otro tema.

Miss Kenton parecía preocupada.

– Su padre se ha puesto muy grave, mister Stevens -dijo-. He llamado al doctor Meredith, pero supongo que aún tardará un poco en llegar.

Debí mostrarme confundido, ya que miss Kenton añadió:

– Mister Stevens, le aseguro que está muy mal. Será mejor que venga y le vea.

– Ahora no tengo tiempo. Los caballeros pasarán a la sala de fumar de un momento a otro.

– Lo sé, pero debe acompañarme, o es posible que más tarde lo lamente mucho.

Miss Kenton ya se había puesto en camino. Fuimos a paso de carga hasta la buhardilla de mi padre. Mistress Mortimer, la cocinera, estaba plantada a los pies de su cama, con el delantal todavía puesto.

– ¡Oh, mister Stevens! -exclamó al vernos entrar, su padre está muy mal… Efectivamente, la cara de mi padre había adquirido un color rojizo sombrío que nunca había visto antes en ningún ser vivo. Detrás de mí, oí que miss Kenton me susurraba:

– Tiene el pulso muy débil.

Me quedé observando a mi padre unos instantes, le palpé suavemente la frente y a continuación retiré la mano.

– Creo -dijo mistress Mortimer- que ha sufrido un ataque. He visto dos en mi vida, y juraría que es eso.

Y seguidamente empezó a llorar. Noté que despedía un fuerte y desagradable olor a grasa y carne asada. Me volví y le dije a miss Kenton: -Es una situación muy dolorosa, pero mi deber es ir abajo.

– Por supuesto, mister Stevens. Le avisaré cuando llegue el médico, o si hay algún cambio.

– Gracias.

Bajé corriendo la escalera y llegué justo cuando los caballeros se dirigían a la biblioteca. Los lacayos se sintieron aliviados al verme e, inmediatamente, les indiqué mediante señas sus respectivos puestos.

Ignoraba qué podía haber sucedido en el comedor de gala durante mi ausencia. Sólo sé que ahora el ambiente entre los invitados era realmente de júbilo. Por toda la sala de fumar se habían formado grupos de caballeros que reían y se daban palmaditas en la espalda. Según pude ver, mister Lewis ya se había retirado. Me abrí paso entre los invitados llevando una bandeja con una botella de oporto, y cuando estaba terminando de servir una copa a uno de los caballeros, oí una voz a mis espaldas que decía:

– Ah, Stevens, ¿le interesan los peces?

Y al volverme me encontré con el joven mister Cardinal, que me sonreía jovialmente.

Yo también sonreí y le dije:

– ¿Los peces, señor?

– Cuando era joven, tenia en un estanque toda clase de peces tropicales. Era una especie de acuario. ¿Se encuentra bien, Stevens?

Volví a sonreír.

– Perfectamente, señor. Gracias.

– Como muy bien dijo usted, debería volver por aquí en primavera. Supongo que Darlington Hall estará precioso durante esa época. Creo que la última vez que vine era invierno. Stevens, ¿de verdad se encuentra usted bien?

– Perfectamente. Gracias, señor.

– ¿No se siente mal?

– En absoluto, señor. Le ruego que me disculpe.

Seguí sirviendo el oporto a otros invitados. Detrás de mí, el sacerdote belga soltó una fuerte carcajada y exclamó:

– ¡Esto es una herejía! ¡Una auténtica herejía!

Y soltó una nueva carcajada. Noté que alguien me tocaba discretamente el codo y, al volverme, me encontré frente a lord Darlington.

– Stevens, ¿se encuentra bien?

– Perfectamente, señor.

– Parece que esté llorando.

Me reí y, sacando un pañuelo, me sequé rápidamente la cara.

– Lo lamento, señor. Ha sido un día muy duro.

– Sí, hemos tenido mucho trabajo.

Alguien se dirigió a mi señor y éste se volvió para responder. Cuando me dispuse a seguir recorriendo el salón, vi que miss Kenton me hacía señas desde la puerta. Avancé hacia ella, pero antes de llegar a la puerta, monsieur Dupont me cogió del brazo.

– Mayordomo -dijo-, ¿podría traerme más vendas? Me duelen de nuevo los pies.

– Sí, señor.

Y mientras me dirigía a la puerta, observé que monsieur Dupont me seguía. Me volví y le dije:

– Volveré enseguida a traerle lo que me ha pedido.

– Dése prisa, por favor. Me duelen mucho.

– Sí, señor. Discúlpeme, señor.

Miss Kenton seguía esperándome en el vestíbulo, en el mismo lugar desde donde me había llamado. Al verme salir, se encaminó en silencio hacia la escalera con una expresión extrañamente serena. Acto seguido se volvió y me dijo:

– Lo lamento mucho, mister Stevens. Su padre falleció hará aproximadamente unos cuatro minutos.

– Ya.

Se miró las manos y después, levantando de nuevo la mirada, añadió: -Lo siento mucho, mister Stevens. Quisiera poder decirle algo que le sirviera de consuelo.

– No es necesario, miss Kenton.

– El doctor Meredith todavía no ha llegado. -Durante un momento mantuvo la cabeza gacha, y de pronto soltó un sollozo. Casi al instante recobró la calma y preguntó con voz templada-: ¿Quiere subir a verle?

– Ahora estoy muy ocupado, miss Kenton. Quizá suba dentro de un rato.

– En ese caso, permítame que sea yo quien le cierre los ojos.

– Se lo agradecería mucho, miss Kenton.

Empezó a subir la escalera, pero la detuve y le dije:

– Miss Kenton, no me juzgue mal si no subo a ver a mi padre en el estado en que se encuentra, se lo ruego. Estoy seguro de que a él le gustaría que siguiera con mi trabajo.

– Claro, mister Stevens.

– Si obrara de otro modo, creo que le decepcionaría.

– Claro, mister Stevens.

Me volví con la botella de oporto aún en mi bandeja y entré de nuevo en la sala de fumar. Ésta, relativamente pequeña, parecía una selva de trajes de etiqueta, cabellos grises puros humeantes. Busqué copas vacías para volverlas a llenar, sorteando a numerosos caballeros. Monsieur Dupont me dio un golpecito en el hombro y me preguntó:

– Mayordomo, ¿ha buscado lo que le he pedido?

– Lo siento, señor, pero no se puede hacer nada hasta dentro de un rato.

– ¿Qué quiere decir? ¿No tienen vendas en el botiquín?

– Señor, un médico está en camino.

– ¿Ha llamado a un médico? Muy bien, muy bien.

– Sí, señor.

– Muy bien.

Monsieur Dupont prosiguió su conversación y yo seguí recorriendo la sala durante unos instantes. En un momento dado, la condesa surgió de entre dos caballeros y, antes de que pudiera llenarle la copa, se sirvió ella misma cogiendo el oporto de la bandeja.

– Felicite de mi parte a los cocineros, Stevens -dijo.

– Por supuesto, señora. Gracias, señora.

– Usted y su equipo han trabajado formidablemente.

– Es muy amable, señora.

– Ha habido un momento durante la cena en que habría jurado que era usted tres personas a la vez -dijo riéndose.

Sonreí y respondí:

– Es un placer poder servirla, señora.

Más tarde localicé a mister Cardinal, que no andaba muy lejos. Seguía solo, y temí que la compañía de gentes como aquéllas hubiera intimidado a nuestro joven caballero. En cualquier caso, tenía la copa vacía y rápidamente me acerqué a él. Pareció más animado al verme llegar y alargó su copa.

– Stevens, creo que es admirable que sea usted un amante de la naturaleza -dijo mientras le servía-. Y me atrevería a decir que para lord Darlington es una gran ventaja tener a alguien que vigile con interés las tareas que realiza el jardinero.

– ¿Cómo dice, señor?

– Le estor hablando de la naturaleza, Stevens. El otro día charlamos acerca de sus maravillas. Y estoy de acuerdo con usted en que debemos estar agradecidos por las cosas maravillosas que nos rodean.

– Sí, señor.

– Piense en todo lo que se ha estado diciendo aquí, por ejemplo. Se ha hablado de tratados, fronteras, reparaciones de guerra, ocupaciones, y sin embargo fíjese en la madre naturaleza que nos mira impasible. ¿No le parece divertido?

– Sí, señor. Lo es.

– Me pregunto si no habría sido mejor que Dios todopoderoso nos hubiese creado a todos…, no sé…, como plantas. Para empezar, nadie hablaría de guerras y fronteras.

Al joven caballero le pareció haber hecho una reflexión muy graciosa. Se rió y, tras pensar de nuevo en lo que había dicho, volvió a reírse. Yo también solté una carcajada y entonces, dándome un codazo, me dijo.

– ¿Se lo imagina, Stevens?

Y volvió a reírse.

– Sí, señor -dije riéndome a mi vez-, sería una situación muy divertida.

– Aunque seguiríamos necesitando a personas como usted para hacer llegar mensajes, traer el té y todas esas cosas. De otro modo, ¿quién iba a hacerlas? ¿Se lo imagina, Stevens? ¿Todo el mundo pegado al suelo? ¡Imagíneselo por un instante!

Justo en ese momento, se me acercó un lacayo por la espalda.

– Miss Kenton tiene algo que decirle, señor -me informó.

Pedí disculpas a mister Cardinal y me dirigí a la puerta. Observé que monsieur Dupont permanecía alerta y, cuando estuve cerca de él, me dijo:

– Mayordomo, ¿ha llegado el médico?

– Ahora mismo voy a ver, señor. Enseguida vuelvo.

– Me duelen mucho los pies.

– Lo siento, señor. El médico no tardará.

Esta vez monsieur Dupont salió fuera conmigo. Miss Kenton se encontraba de nuevo en el vestíbulo.

– Mister Stevens -dijo-, el doctor Meredith ya ha llegado. Se encuentra arriba.

Había dirigido a mí estas palabras, pero monsieur Dupont, que estaba detrás de mí, exclamó:

– ¡Ah, perfecto!

Me volví hacia él y le dije:

– Si es usted tan amable de seguirme.

Le conduje a la sala de billar y avivé el fuego mientras se instalaba en una de las sillas de cuero y se quitaba los zapatos.

– Siento que la habitación esté un poco fría, señor. El médico no tardará.

– Gracias, mayordomo. Ha sido muy amable.

Miss Kenton seguía esperándome en el vestíbulo y subimos en silencio. El doctor Meredith se encontraba en el cuarto de mi padre tomando algunas notas, y mistress Mortimer lloraba amargamente. Seguía con el delantal puesto. Como es natural, lo había utilizado para secarse las lágrimas, y por con siguiente se había llenado la cara de manchas de grasa. Ahora tenía el aspecto de una artista de varietés embadurnada de negro. Temía que la habitación oliese a muerte, pero gracias a mistress Mortimer, o más bien a su delantal, estaba impregnada de olor a carne asada.

El doctor Meredith se puso en pie y dijo:

– Le acompaño en el sentimiento, Stevens. Ha sufrido un fuerte ataque, pero, por si le sirve de consuelo, le diré que casi no ha padecido. No había forma humana de salvarlo.

– Gracias, señor.

– Ahora debo marcharme. ¿Se encargará usted de los preparativos?

– Sí, señor. Aunque, si me permite, abajo hay un distinguido caballero que precisa de sus cuidados.

– ¿Es algo urgente?

– El caballero ha manifestado un gran deseo de verle, señor.

Conduje al doctor Meredith al piso de abajo, le llevé hasta la sala de billar y después volví rápidamente a la sala de fumar, donde el ambiente era más eufórico si cabe.


Evidentemente, no soy yo quien debería sugerir que merezco figurar junto a los «grandes» mayordomos de nuestra gene ración, como mister Marshall o mister Lane; sin embargo, debo decir que hay quien, quizá por una exagerada magnanimidad, sostiene esta idea. Permítanme aclararles que cuando digo que el encuentro de 1923, y aquella noche en concreto, fue un momento decisivo para mi carrera, hablo tomando como referencia mis propios juicios, más modestos. Aun así, si piensan por un momento en las tensiones a que me vi sometido aquella noche, quizá no les parezca que me vanaglorio en exceso si me atrevo a sugerir que posiblemente demostré poseer, en todos los aspectos, algo de aquella «dignidad» que caracterizó a profesionales como mister Marshall y, por qué no decirlo, mi padre. ¿Por qué habría de negarlo? A pesar de los tristes recuerdos que en mí evoca aquella noche, siempre que me viene a la memoria va acompañada de una gran sensación de triunfo.

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