SEGUNDO DIA POR LA TARDE

Mortimer's Pond, Dorset


Al parecer, la pregunta «qué significa ser un gran mayordomo» tiene una faceta que hasta ahora no he abordado convenientemente, y, tratándose de un tema acerca del cual he reflexionado tanto durante toda mi vida, un tema que me afecta tan de lleno, debo decir que no haber reparado en este descuido me resulta bastante embarazoso. Francamente, creo que he desestimado con excesiva ligereza algunas de las consideraciones en que se basaba la Hayes Society para admitir a nuevos socios. Permítanme dejar bien claro que no es mi intención, en modo alguno, retractarme de las ideas que he expuesto antes sobre la «dignidad» y la importante relación entre esta virtud y el concepto de «grandeza». Sin embargo, he estado reflexionando más a fondo sobre otro de los postulados de la Hayes Society, concretamente, el que estipula como requisito previo para ser socio que «el candidato pertenezca a una casa distinguida». Mi opinión sigue siendo la misma, a saber, que semejante exigencia no es más que una manifestación inconsciente de esnobismo por parte de aquella asociación. No obstante, también pienso que con lo que estoy en desacuerdo es, sobre todo, con la forma anticuada de entender lo que es «una casa distinguida», y no con la idea general que encierra en sí este principio. En realidad, ahora que me he planteado más a fondo esta cuestión, creo que es posible que tuvieran razón al decir que todo gran mayordomo debe «pertenecer a una casa distinguida», siempre que se confiera a la palabra «distinguida» un significado más profundo que el que le atribuye la Hayes Society.

De hecho, si comparásemos la definición que yo daría de la expresión «una casa distinguida» y la que daba la Hayes Society, quedarían claramente explicados, a mi juicio, los aspectos fundamentales que distinguen los valores de nuestra generación de mayordomos de los que tuvo la generación anterior. Al decir esto, no me refiero únicamente al hecho de que nuestra generación ya no tenía la actitud esnob que colocaba a los señores que pertenecían a la aristocracia rural por delante de los que procedían del mundo de los «negocios». Quiero decir, en definitiva, y no creo que mi comentario sea infundado, que nuestra generación era mucho más idealista. Mientras que la que nos precedió se preocupaba por saber si el patrón era noble, nosotros nos sentíamos mucho más interesados por conocer su rango moral. No es que nos importase su vida privada, sino que nuestra mayor ambición, ambición que en la generación anterior pocos habrían compartido, era servir a caballeros que, por decirlo de algún modo, contribuyeran al progreso de la humanidad. Por poner un ejemplo, desde un punto de vista profesional habría sido considerado mucho más interesante servir a un caballero como mister George Ketteridge, quien a pesar de sus humildes orígenes contribuyó de forma innegable al futuro bienestar del Imperio, que a cualquier personaje de noble cuna que malgastara su tiempo en clubes o campos de golf.

Ciertamente, son muchos los caballeros procedentes de las más nobles familias que se han dedicado a paliar los grandes problemas de su época, de modo que, en la práctica, podría decirse que las ambiciones de nuestra generación se distinguían muy poco de las de la anterior. Puedo asegurar, sin embargo, que había una diferencia fundamental en la actitud mental, que se reflejaba en los comentarios de los profesionales más destacados y en los criterios que seguían los mayordomos más conscientes de nuestra generación para cambiar de colocación. No eran decisiones basadas en cuestiones como el sueldo, el número de criados a su cargo o el brillo del apellido familiar. Creo que es justo decir que, para nuestra generación, el prestigio profesional residía ante todo en el valor moral del patrón.

Tal vez pueda explicar mejor la diferencia entre ambas generaciones hablando de mí mismo. Digamos que los mayordomos de la generación de mi padre veían el mundo como una escalera. Las casas de la realeza, los duques y los lores de las familias más antiguas ocupaban el peldaño más alto, seguían los «nuevos ricos», y así sucesivamente hasta llegar al peldaño más bajo, en el que la jerarquía se basaba simplemente en la fortuna familiar. El mayordomo ambicioso hacía lo posible por subir al peldaño más alto, y en general, cuanto más arriba se situaba, de mayor prestigio gozaba. Éstos eran, justamente, los valores que plasmaba la Hayes Society en su exigencia de una «casa distinguida»; el hecho de que todavía se formulasen, con plena conciencia, semejantes afirmaciones en 1929 muestra a las claras por qué era inevitable, por mucho que se intentara retrasarlo, que aquella asociación desapareciera, pues por aquel entonces esta forma de pensar contrastaba con la de hombres excelentes que constituían la vanguardia de nuestra profesión. Considero acertado señalar que nuestra generación percibía el mundo no como una escalera, sino como una rueda. Quizá convenga que explique mejor esta idea.

A mi juicio, nuestra generación fue la primera en reconocer un hecho que había pasado inadvertido hasta entonces, a saber, que las decisiones importantes que afectan al mundo no se tornan, en realidad, en las cámaras parlamentarias o en los congresos internacionales que duran varios días y están abiertos al público y a la prensa. Antes bien, es en los ambientes íntimos y tranquilos de las mansiones de este país donde se discuten los problemas y se toman decisiones cruciales. La pompa y la ceremonia que presencia el público no es más que el remate final o una simple ratificación de lo que entre. las paredes de estas mansiones se ha discutido durante meses o semanas. Para nosotros el mundo era, por tanto, una rueda cuyo eje lo formaban estas grandes casas de las que emanaban las decisiones relevantes, decisiones que influían en el resto de los mortales, ricos o pobres, que giraban a su alrededor. Y la mayor aspiración de todos los que teníamos ambiciones profesionales era forjar nuestra carrera tan cerca de este eje como nos fuera posible, dado que, como he dicho, éramos una generación de idealistas a quienes nos importaba no sólo el correcto ejercicio de nuestra profesión, sino con qué fin la ejercíamos, y todos alimentábamos el deseo de aportar nuestro granito de arena a la creación de un mundo mejor; resultaba obvio que, como profesionales, el medio más seguro de conseguirlo era servir a los grandes caballeros de nuestra época, en cuyas manos estaba el futuro de la civilización.

Naturalmente, todo esto son consideraciones de tipo general, y debo admitir que muchos profesionales de nuestra generación no tenían ideales tan elevados. Por otra parte, estoy seguro de que muchos mayordomos de la generación de mi padre reconocían instintivamente esta dimensión «moral» de su trabajo. Sin embargo, creo que no me equivoco al generalizar de este modo, y realmente los «ideales» que he mencionado motivaron en gran manera mi propia carrera. Durante los primeros años cambié varias veces de empleo al comprender que no eran puestos que pudiesen proporcionarme una satisfacción duradera, hasta que finalmente me vi recompensado con la oportunidad de servir a lord Darlington.

Es curioso, pero hasta ahora no me había planteado esta cuestión en estos términos. A pesar de habernos pasado tantas horas discutiendo el significado del concepto de «grandeza» junto a la chimenea del salón del servicio, ni mister Graham ni yo consideramos nunca la verdadera dimensión de esta cuestión. Sin retractarme de ninguna de las opiniones que anteriormente he expresado sobre el concepto de «dignidad», debo admitir que, por mucho que un mayordomo hiciese gala de esta virtud, si estaba al servicio de una persona indigna resultaría difícil que sus colegas le considerasen un «gran» mayordomo. Profesionales como mister Marshall o mister Lane sirvieron siempre a caballeros de indiscutible talla moral -lord Wakeling, lord Camberley, sir Leonard Grey-, y es lógico suponer que nunca habrían consagrado su talento a señores de tres al cuarto. Cuanto más se piensa en este hecho, más obvio parece: pertenecer a una casa verdaderamente distinguida es condición necesaria para ser considerado un «gran» mayordomo, y sin duda alguna sólo es un «gran» mayordomo el que a lo largo de su carrera ha estado siempre al servicio de grandes caballeros y, a través de éstos, ha servido a toda la humanidad.

Como he dicho, hasta ahora no me había planteado esta cuestión en estos términos. Tal vez sea propio de viajes como el que realizo que uno se vea incitado a replantearse, desde perspectivas sorprendentemente nuevas, temas que ya creía superados. Otro hecho que sin duda me ha impulsado a reflexionar sobre este tema ha sido un pequeño incidente que ha ocurrido hace una hora aproximadamente, y que me ha trastornado bastante.

El viaje resultaba espléndido, pues el tiempo era magnifico, y después de un buen almuerzo en una hostería crucé los límites con Dorset. Justo en ese momento, me di cuenta de que el motor del coche desprendía un fuerte olor a quemado. Evidentemente, mi mayor preocupación fue pensar que quizá había estropeado el Ford de mi patrón, y por este motivo decidí detener el vehículo.

Me encontraba en una estrecha carretera, limitada a ambos lados por un bosque espeso que apenas me permitía hacerme una idea de lo que había a mi alrededor. Al frente tampoco alcanzaba a ver muy lejos, ya que la carretera iniciaba una curva bastante pronunciada a unos veinte metros de distancia. Pensé entonces que no podía permanecer mucho tiempo donde estaba, puesto que corría el riesgo de que algún vehículo girase por aquel recodo y colisionara contra el Ford de mi señor. Puse de nuevo el coche en marcha y, en parte, me tranquilizó comprobar que el olor era menos intenso.

Lo mejor que podía hacer, pensé, era buscar un taller, o alguna mansión, en la que con toda probabilidad hallaría a un chofer que me diría qué tenía el coche. Pero la carretera seguía serpenteando entre el bosque, y el follaje que se alzaba a ambos lados me impedía ver bien. Así, aunque pasé ante varias portaladas que sin duda daban acceso a caminos particulares, no divisé casa alguna. Después avancé casi un kilómetro, molesto al advertir que el olor del motor volvía a ser más fuerte, hasta que llegué a un tramo de la carretera que corría entre campos. Podía ver a mi alrededor a una distancia mucho mayor, y efectivamente, al fondo, a mi izquierda, vislumbré una casa victoriana muy alta, con una amplia extensión de césped al frente y un camino asfaltado que, a todas luces, debía de haber sido antaño un paseo para carruajes. Al llegar y pararme, me causó gran alegría ver un Bentley tras las puertas abiertas de un garaje contiguo al cuerpo principal de la casa.

Al comprobar que la verja estaba abierta, avancé con el Ford unos cuantos metros, bajé del coche y me dirigí a la puerta trasera de la casa. Me abrió un hombre en mangas de camisa. Tampoco llevaba corbata, pero al preguntarle por el chofer de la casa, me contestó de un modo muy simpático que «había acertado a la primera». Le expliqué mi problema y, sin vacilar, salió a ver el Ford, abrió el capó y, tras inspeccionar el motor durante unos segundos, me dijo:

– Agua, amigo, lo que tiene que hacer es echarle un poco de agua al radiador.

La situación pareció divertirle, pero se mostró muy amable. Volvió a entrar en la casa y, tras unos instantes, salió de nuevo con un jarro de agua y un embudo. Con la cabeza inclinada sobre el motor, se puso a hablar conmigo mientras llenaba el radiador, y al averiguar que estaba haciendo una excursión en coche por la región, me recomendó que visitara un bonito rincón con un estanque situado a menos de un kilómetro de distancia.

Mientras tanto, pude observar la casa. Era más alta que ancha y constaba de cuatro plantas. La hiedra cubría gran parte de la fachada hasta el tejado. Por las ventanas vi, sin embargo, que la mayoría de las habitaciones tenían los muebles enfundados para librarlos del polvo. Seguidamente, cuando el hombre acabó con el radiador, tras cerrar el capó le comenté lo que había observado:

– Sí, es una pena -me dijo-. Es una mansión antigua y muy bonita, pero lo cierto es que el coronel quiere vendérsela. Es una casa muy grande y ahora apenas la utiliza.

Sin poder contenerme, le pregunté cuántas personas componían la servidumbre y me quedé bastante sorprendido al averiguar que se reducía a él y el cocinero, que sólo iba por las tardes. Por lo visto, hacía de mayordomo, ayuda de cámara, chofer y encargado de la limpieza en general. Durante la guerra fue ordenanza del coronel, me comentó. Estuvieron juntos en Bélgica cuando los alemanes invadieron el país y después volvieron a estar juntos en el desembarco aliado. De pronto, me miró atentamente y exclamó:

– ¡Ya lo tengo! Llevo un rato preguntándomelo, pero ya lo tengo. Usted es uno de esos mayordomos finos que hay en las casas de mucho postín.

Y cuando le dije que no iba por mal camino, siguió diciéndome:

– ¡Ahí está! ¿Sabe?, llevaba un rato pensando, porque el caso es que habla usted casi como un caballero. Y como le he visto subido a esta preciosidad -dijo señalando el Ford- primero pensé que sería usted uno de esos tíos finos de verdad. Aunque finura no le falta, ¿eh? Nunca he tenido buenos modales, ¿sabe? No soy más que un ordenanza, pero vestido de paisano.

Me preguntó dónde ejercía mi profesión y, al responderle, meneó la cabeza y exclamó con mirada burlona.

– ¡Darlington Hall! Debe de ser un sitio muy lujoso. ¡Figúrese, hasta a mí me suena! Darlington Hall. ¿No se referirá a la residencia de lord Darlington?

– Fue su residencia hasta hace tres años, cuando murió -le informé-. Actualmente vive en la casa mister John Farraday, un caballero norteamericano.

– ¡Vaya lujo trabajar en un sitio así! Ya no deben de quedar muchos como usted, ¿verdad? -Cambiando el tono de voz me preguntó-: Entonces… ¿trabajó usted para lord Darlington?

Volvió a mirarme burlón y yo le respondí:

– ¡Oh, no! Trabajo para mister John Farraday, el caballero norteamericano que compró la casa a los Darlington.

– ¡Ah!, entonces no conoció usted al tal lord Darlington. Siempre me he preguntado qué clase de hombre sería.

Le dije que debía reemprender el camino y le reiteré mi agradecimiento por sus servicios. Después de todo, el hombre fue muy amable tomándose la molestia de ayudarme a dar marcha atrás hasta la verja. Antes de irme, se asomó a la ventanilla, volvió a recomendarme que visitara el estanque y me repitió las instrucciones para poder llegar hasta él.

– Es un bonito rincón -añadió-. Sería una lástima que se lo perdiera. Además, es posible que el coronel esté por allí pescando.

El Ford parecía otra vez en forma y, dado que para llegar al estanque en cuestión sólo tenía que desviarme un poco de mi camino, decidí hacerle caso al ordenanza. Sus instrucciones parecían bastante claras, pero al desviarme de la carretera principal según me había indicado, comprobé de pronto que me había perdido en un sinfín de carreteras serpenteantes y estrechas, semejantes a aquella en que, por primera vez, había reparado en el alarmante olor. En ocasiones, el bosque que se alzaba a los lados era tan espeso que prácticamente ocultaba el sol por completo. Tuve pues que forzar los ojos para asimilar los contrastes repentinos entre los brillantes rayos de luz y las oscuras sombras. Finalmente, después de pasar un rato buscando, encontré un letrero que indicaba Mortimer's Pond, y así pude llegar a este rincón, donde he pasado la última media hora, más o menos.

Y debo decir que me siento sinceramente en deuda con el ordenanza ya que, además de ayudarme con el Ford, me ha permitido descubrir un lugar cautivador que, con toda probabilidad; nunca habría podido hallar de otra forma. El estanque no tiene grandes dimensiones -unos quinientos metros de perímetro, aproximadamente-, por lo que subiendo a cualquier cerro es fácil abarcarlo por completo con la vista. Es un enclave donde reina una calma absoluta. Alrededor del agua se han plantado árboles lo suficientemente cerca de la orilla para que ésta reciba una agradable sombra, al mismo tiempo que, en diversos puntos, hay matas altas de juncos y eneas que rompen la superficie del agua y su inerte reflejo del cielo. El calzado que llevo no me permite pasear cómodamente por todo el contorno -desde aquí veo incluso algunas partes en que la vereda se hunde en el fango-; sin embargo, debo decir que es tal el encanto de este lugar que, nada más llegar, lo primero que se me ha ocurrido ha sido justamente eso, y sólo me han disuadido las posibles catástrofes que hubieran podido derivarse de tal expedición y los estropicios que podía causar en mi ropa de viaje. Así, me he tenido que contentar con sentarme aquí, en este banco, que es donde he pasado la última media hora, contemplando a un tiempo el movimiento de las distintas siluetas que, dispersas por varios puntos, veo sentadas tranquilamente con sus cañas de pescar. Ahora mismo tengo ante mí a una docena, más o menos, de pescadores, si bien el fuerte contraste de luces y sombras provocado por las ramas más bajas me impide identificarlos claramente. Por este motivo, he tenido que renunciar a saber cuál de ellos podría ser el coronel en cuya casa me han prestado tan útil servicio.

Sin duda ha sido la calma que inspira este lugar lo que me ha hecho reflexionar a fondo durante esta última media hora sobre ciertas cuestiones que han ocupado mi mente. De hecho, de no haber sido por la paz de este sitio, posiblemente no habría vuelto a plantearme por qué he reaccionado de una manera tan insólita durante mi encuentro con el ordenanza.

Quiero decir que lo más seguro es que no se me hubiera ocurrido preguntarme por qué motivo he dado la impresión de que nunca he estado al servicio de lord Darlington, ya que, en buena lógica, eso es lo que ha debido entender aquel hombre. A su pregunta: «¿Trabajó usted para lord Darlington?», he dado una respuesta cuyo significado no puede ser otro que no, que nunca trabajé para él. La única explicación podría ser que en ese momento me he dejado llevar por un simple impulso, aunque esto no justifica un comportamiento tan sumamente extraño. En cualquier caso, debo aceptar que lo sucedido con el ordenanza no ocurría por primera vez. Sin lugar a dudas, este episodio tiene que ver, aunque no sepa explicar muy bien la relación, con algo que pasó hace unos meses, durante la visita de los Wakefield.

Los señores Wakefield son una pareja de norteamericanos que se establecieron en Inglaterra, creo que cerca de Kent, hace ya veinte años. Dado que tienen una serie de conocidos en común con mister Farraday entre la sociedad de Boston, un día vinieron de visita a Darlington Hall, se quedaron a comer y se fueron antes del té. Me estoy refiriendo a la época en que mister Farraday llevaba sólo unas cuantas semanas en la casa, una época en que estaba realmente exaltado por su adquisición. Por esta razón, los Wakefield recorrieron toda la casa en compañía de mi patrón, incluso las salas que tenían los muebles enfundados, lo cual algunos podrían juzgar excesivo. Los señores Wakefield parecían, no obstante, tan entusiasmados con la visita como mister Farraday, y mientras me ocupaba en mis quehaceres me llegaban de vez en cuando las exclamaciones que proferían los norteamericanos cada vez que se mostraban encantados por algún detalle de la casa. Mister Farraday había empezado la visita por los pisos superiores, y al llegar a la planta noble, que deslumbró a los invitados por su magnificencia, advertí que mi patrón estaba verdaderamente exaltado: les hacía observar los más nimios detalles de las cornisas y los marcos de las ventanas, y describía con ademán triunfal «lo que los lores ingleses hacían» en cada una de las habitaciones. Si bien mi intención no era escuchar la conversación, no pude evitar oír lo esencial de lo que decían. Y me sorprendió la amplitud de conocimientos de mister Farraday, que, a pesar de incurrir en algunas impropiedades, reflejaba una profunda admiración por las costumbres inglesas. También era notable comprobar que los Wakefield, y principalmente mistress Wakefield, conocían muy bien las tradiciones de nuestro país, y, por las numerosas observaciones que hicieron, pude inferir que también ellos debían de ser propietarios de alguna mansión inglesa de cierta categoría.

En un momento de la visita por las distintas estancias, cruzaba yo el vestíbulo convencido de que el grupo había salido a recorrer los jardines, cuando noté que mistress Wakefield se había quedado atrás y examinaba de cerca el arco de piedra que sirve de marco a la puerta de entrada al comedor. Al pasar por su lado, y susurrar un leve «Disculpe, señora», ésta se volvió y dijo:

– Stevens, quizá pueda usted sacarme de dudas. Este arco parece del siglo XVII, pero no sé… ¿Sería posible que hubiera sido construido recientemente, cuando aún vivía lord Darlington?

– Es posible, señora.

– Es precioso, aunque quizá se trate de una imitación realizada hace tan sólo unos años.

– No estoy seguro, señora, pero es posible.

Y acto seguido, bajando la voz, mistress Wakefield me dijo:

– Dígame, Stevens, ¿cómo era lord Darlington? Supongo que trabajó usted para él.

– No, señora.

– ¡Oh! Creía que sí. No sé por qué.

Mistress Wakefield se volvió de nuevo hacia el arco y pasando la mano por la superficie, dijo:

– O sea, que no podemos saber el siglo. En fin, como le dije, me parece una imitación. Muy lograda, pero imitación.

No di más importancia a esta conversación; sin embargo, cuando los Wakefield se hubieron marchado le llevé a mister Farraday una taza de té al salón y le noté bastante preocupado. Tras unos momentos de silencio, me dijo:

– ¿Sabe una cosa, Stevens? Mistress Wakefield no se ha ido tan impresionada como pensaba.

– ¿En serio?

– Sí, Stevens, le ha parecido que exageraba la antigüedad de la casa, que le ponía siglos a todo.

– ¿De verdad, señor?

– No ha dejado de decir que si esto era «una imitación», que si lo otro era «una imitación». Hasta de usted lo ha dicho Stevens.

– ¿En serio, señor?

– En serio. Le he dicho que usted era un auténtico mayordomo inglés, de los de antes. Que durante más de treinta años había servido en esta casa a un auténtico lord inglés. Sin embargo, mistress Wakefield me ha rebatido este último dato, y me lo ha rebatido además muy segura de sí misma.

– ¿De verdad?

– Mistress Wakefield estaba convencida de que, antes de contratarle Yo, no había trabajado en esta casa. Y es más, me ha asegurado que usted mismo se lo había dicho. Como podrá suponer, me ha hecho sentirme bastante ridículo.

– Lo lamento, señor.

– Lo que quiero decirle, Stevens, es que esta casa es una antigua casa inglesa, una genuina mansión. ¿No es así? Eso es lo que compré. Y usted es un mayordomo inglés a la antigua, también genuino. No un simple criado pretencioso. ¿No es así? Eso es lo que buscaba y eso es lo que tengo. ¿No es así?

– Personalmente, me atrevería a decir que sí, señor.

– Y si es así, ¿puede explicarme por qué mistress Wakefield dice esas cosas? Le aseguro que me intriga bastante.

– Posiblemente le expuse mi carrera de forma errónea. Discúlpeme si le he puesto en una situación embarazosa.

– Sí, ha sido una situación muy embarazosa. Ahora, estos señores pensarán que soy un fanfarrón y un mentiroso. Y dígame, ¿qué quiere usted decir con eso de que «posiblemente le expuso su carrera de forma errónea»?

– Discúlpeme. No pensaba que esto pudiese dar lugar a una situación tan embarazosa.

– ¡Pero Stevens, maldita sea! ¿Por qué ha tenido que contarle a esta señora semejante historia?

Me quedé pensativo durante un instante y después le dije:

– Lo lamento mucho, señor. Pero se trata de un asunto relacionado con las costumbres de este país.

– ¿Puede explicarse de una vez?

– Quiero decir que en Inglaterra los sirvientes tienen por norma no hablar de sus anteriores señores.

– Muy bien, Stevens, admito que no quiera usted revelar los secretos de otras personas, pero de ahí a negar que ha trabajado usted para ellas, ¡vamos, hombre!

– Planteado así, parece realmente un absurdo, pero en muchos casos se ha considerado que era preferible que un sirviente diera á entender eso. Si me permite usted la comparación, es lo mismo que se hace con los matrimonios. Cuando una dama divorciada está en compañía de su segundo marido, a menudo se considera preferible no hacer ninguna referencia al primero. En nuestra profesión se sigue un comportamiento parecido, señor.

– Ojalá lo hubiese sabido antes, Stevens -dijo mi patrón echándose hacia atrás en su silla-; ya se lo he dicho, he que dado como un auténtico imbécil.

Incluso en aquel momento comprendí que la explicación que le había dado a mister Farraday, aunque naturalmente tenía algo de cierta, por desgracia no era del todo correcta. No obstante, cuando uno tiene tantas cosas en que pensar, es fácil restar importancia a esta clase de problemas. Y eso fue exactamente lo que hice; durante algún tiempo, borré de mi mente este suceso. Sin embargo, ahora que he vuelto a recordarlo, delante de este estanque e inmerso en la calma que lo rodea, no hay duda de que mi reacción ante mistress Wakefield tiene cierta relación con lo ocurrido esta misma tarde.

Como es natural, actualmente hay mucha gente que se cree con derecho a hacer toda clase de comentarios absurdos sobre lord Darlington. Pensarán ustedes que, en cierto modo, puedo sentirme violento y avergonzado de que me asocien con mi señor, y que éste es el motivo que me induce a adoptar tan extraña actitud. Permítanme, por lo tanto, decirles que no hay nada más lejos de la verdad. Gran parte de las cosas que oigo decir sobre mi señor son sandeces basadas tan sólo en una ignorancia supina de los hechos. R mi juicio, mi extraño comportamiento puede ser muy plausible si la razón que lo explica es que trato de evitar toda posibilidad de oír más tonterías sobre mi señor. Quiero decir que, en los dos casos que he expuesto, decidí contar mentiras piadosas por ser el modo más sencillo de evitarme disgustos. Y pensándolo bien, me parece una explicación muy razonable, ya que, francamente, no hay nada que me moleste más que oír una y otra vez todas esas tonterías. Permítanme decirles que lord Darlington fue un caballero de gran talla moral, una talla muy superior a la de la mayoría de las personas que dicen todas esas tonterías sobre él, y les aseguro que mantuvo esa cualidad hasta el último de sus días. Nada podría ser menos cierto que sugerir que lamento que me asocien con semejante caballero. Y comprenderán que los años que pasé sirviendo a mi señor en Dartington Hall constituyeron el período de mi carrera en que más cerca me sentí de ese eje que mueve la rueda del mundo. Más cerca de lo que nunca había imaginado. Consagré treinta y cinco años de mi carrera a lord Darlington, y por este motivo tengo razones de sobra para alegar que, durante ese tiempo, «pertenecí a una casa distinguida», con todo lo que estas palabras significan. La satisfacción que me produce pensar en mi carrera tiene como causa principal aquella época, y en todo momento me siento muy orgulloso y agradecido por haber tenido ese gran privilegio.

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