Por la mañana, cuando abrió los ojos, Eleanor vio la parte posterior de la cabeza de Will Parker. Se le había arremolinado el pelo, lo que le dejaba al descubierto parte del cuero cabelludo. Sonrió. Las intimidades del matrimonio. Observó cómo cada respiración le levantaba los omoplatos, le examinó la espalda con su distintivo triángulo de lunares, la parte de detrás de una oreja, la línea de nacimiento del pelo en la nuca, la protuberancia de las vértebras que desaparecían bajo las sábanas justo por encima de la cintura. Tenía la piel mucho más morena que Glendon, mucho más a la vista; Glendon dormía siempre con una camiseta. La piel de Will estaba curtida, mientras que la de Glendon era blancuzca.
El objeto de su estudio se sorbió la nariz y se puso boca arriba. Empezó a mover los ojos bajo los párpados cerrados, pero seguía dormido, con la cara expuesta al sol que le bañaba el cuerpo en tonos dorados y castaños y le iluminaba el pelo claro con reflejos de color que recordaban los del ala de un pinzón. La barba le crecía muy deprisa, mucho más que a Glendon, y tenía mucho más vello que él en los brazos y en el pecho. Contemplar así a Will le provocó una inesperada reacción en el bajo vientre.
Cerró los ojos con fuerza, y entonces se dio cuenta de que olía distinto a Glendon. No era ningún olor que pudiera relacionar con nada, sino simplemente el propio que la naturaleza le había dado: el de la piel, el pelo y el aliento de un hombre, tan diferente del de Glendon como el de una manzana del de una naranja. Abrió los ojos furtivamente, a medias, como si con esa precaución fuera a impedir que Will se despertara. Lo admiró así, entre sus párpados casi cerrados, dejando que la luz del sol se disgregara en sus pestañas y se difundiera por la imagen de Will como si estuviera salpicado de lentejuelas. Un hombre fornido, atractivo. Seguramente las prostitutas de La Grange se peleaban por él.
Aquel extraño cosquilleo radiante que sentía en el bajo vientre se intensificó. Yacía allí, con las rodillas a escasos centímetros de la cadera de Will, mientras su fragancia desconocida de hombre impregnaba la ropa de cama, mientras su calidez y su cuerpo ocupaban la mitad del espacio donde ella dormía. Fue sorprendente darse cuenta de que podía tener deseos carnales cuando había creído que el embarazo la volvía inmune a ellos.
Se le ocurrió otra idea inquietante. ¿Y si él la había observado tan íntimamente como hacía ella ahora con él? Intentó recordar cuándo se había quedado dormida, pero no pudo. De lo último de lo que se acordaba era de que habían estado hablando. ¿Estaba tumbada boca arriba? ¿De cara a él? Echó un vistazo a la mesa; la lámpara seguía siseando. La había dejado encendida y había podido pasar horas despierto después de que ella se quedara roque, haciendo un recuento exhaustivo de sus defectos. Al contemplar la hermosura del rostro de Will, fue muy consciente de lo mucho que salía perdiendo en comparación. Ella tenía el pelo castaño oscuro, liso, las pestañas cortas y finas, los dedos con los nudillos grandes, la tripa prominente, los pechos enormes. A veces roncaba. ¿Habría roncado esa noche mientras la miraba y la habría oído?
Se desplazó hacia el borde de la cama, pensando, tratando de olvidar que él estaba detrás de ella para poder vestirse como si fuera cualquier otro día.
Al primer movimiento, Will se despertó como si hubiera tirado un petardo. Dirigió los ojos a la espalda de Elly y, después, al despertador. Entonces se sentó y recogió los pantalones con un solo movimiento.
Se vistieron de cara a paredes opuestas, y no volvieron la cabeza para mirarse hasta haberse abrochado los últimos botones.
– Buenos días -dijo Eleanor, tímidamente.
– Buenos días.
– ¿Has dormido bien?
– Sí. ¿Te he molestado?
– No, que yo recuerde. ¿Y yo a ti?
– No.
– ¿Te levantas siempre tan deprisa?
– Son casi las ocho. Herbert estará a punto de reventar -dijo.
Se sentó en el borde de la cama y se puso las botas. Un momento después salía por la puerta metiéndose los faldones de la camisa en los pantalones.
Cuando se fue, Elly se dejó caer en la cama y suspiró aliviada. ¡Lo habían conseguido! Se habían acostado, dormido juntos, levantado y vestido sin el menor contacto físico y sin que él le viera el cuerpo hinchado y feo.
Siguió sentada unos momentos más en la cama mirando abatida el zócalo de la pared.
«Bueno, era lo que querías, ¿no?
»¡SÍ!
»¿Por qué estás tan abatida entonces?
»¡No estoy abatida!
»¿No?
»¡Claro que no!
»Pero estás pensando en cuando el juez le ordenó que te besara.
»¿Y qué tiene eso de malo?
»Nada. Nada en absoluto.
»Déjame en paz.»
Silencio. Pasaron minutos en que, obedientemente, en su cabeza sólo reinó el silencio.
«Si querías que te diera un beso de buenas noches, tendrías que habérselo dado tú.
»No quería que me diera ningún beso de buenas noches.
»Oh, perdona. Creía que era por eso que estabas abatida.
»No estoy abatida.»
Pero lo estaba, y lo sabía.
A media mañana, después de desayunar y de haber hecho sus tareas rutinarias, Will regresó a la casa y se encontró con el velo con sombrero, la espátula y el ahumador en los peldaños del porche trasero. Sonrió. Así que… se acabaron los lanzamientos de huevo. Entró para darle las gracias y lamentó no verla.
La casa estaba vacía y había una nota en la mesa: «He ido a buscar pacanas con los niños.» Tomó el cabo del lápiz y garabateó debajo: «¡Gracias por el regalo de boda!» Luego se dirigió al lugar donde crecía la menta.
Sus primeras veinticuatro horas como marido y mujer establecieron la tónica de los días posteriores. Vivían juntos amigablemente, aunque no íntimamente. Se ayudaban mutuamente en pequeños detalles, se adaptaban, disfrutaban juntos de los niños y de su sencilla vida familiar. Desde el principio se adaptaron entre sí, como con el equipo de apicultura, de modo que ya no hubo más arranques de cólera. La vida era apacible.
Aunque no mencionaron nunca la aparición repentina de la espátula, el sombrero y el ahumador, señaló el verdadero inicio del trabajo de Will con las abejas. Notaba que Eleanor prefería no saber cuándo iba al colmenar, así que, cuando no usaba el equipo, lo guardaba en un cobertizo, de donde lo sacaba sin decírselo. Sólo sabía que había estado ahí cuando regresaba a la casa con los cuadros.
Aprendió a respetar las abejas. En el colmenar se respiraba una calma que le calaba en el cuerpo cada vez que iba, una serenidad no sólo de los insectos sino en su interior, debido a la necesidad de moverse despacio estando entre ellos. Pero por más despacio que se moviera, era inevitable que, tarde o temprano, lo picaran. La primera vez que pasó dio un brinco, aplastó la abeja y gritó de dolor. Por eso le clavaron tres aguijones más. Con el tiempo aprendió a no dar brincos y, sobre todo, a no aplastar la abeja, lo que clavaba aún más el aguijón en la piel. Pero lo más importante era que aprendió a reconocer los distintos sonidos que emitían las abejas: desde el «trino» agudo de las obreras satisfechas mientras se movían de un lado a otro con el zumbido de sus alas vaporosas hasta el «graznido», totalmente distinto, que de vez en cuando emitía una sola abeja que se sentía provocada y que le advertía que debía esperar la picadura y prepararse para repelerla. Acabó por reconocer el contacto de los pies de una abeja al hurgarle el vello del cuerpo para sujetarse bien, y a apartar al insecto con suavidad antes de que esa sujeción se convirtiera en una picadura. Aprendió que los silbidos humanos tranquilizan a las abejas, y que el color que menos les gusta es el rojo y, el que más, el azul.
Así que el hombre que caminaba silbando entre los melocotoneros, vestido de azul de pies a cabeza y con un velo protector en la cara, era un hombre feliz. No había logrado acostumbrarse a la torpeza de los guantes, así que trabajaba sin ellos para raspar el propóleos, esa sustancia cérea como el barniz con que las abejas sellaban cualquier rendija diminuta que hubiera entre los cuadros. Dentro del ahumador, que era una simple lata con un pitorro y un fuelle incorporados, encendía un pedacito de arpillera engrasada. Unas cuantas bocanadas en la colmena abierta calmaban a las abejas, lo que le permitía retirar los cuadros sin peligro. Después los llevaba a la casa, donde les quitaba con cuidado la capa de cera que recubría las celdas con un cuchillo calentado sobre una lámpara de queroseno. La primera vez que Eleanor lo vio haciéndolo, abrió la puerta del porche y salió de la cocina con un jersey y un cuchillo en la mano.
– Vas a necesitar ayuda -dijo como si tal cosa y, sin dirigirle ni una mirada, se sentó al otro lado de la lámpara y le demostró que no era la primera vez que cortaba la cera de un panal. Tampoco era la primera vez que extraía miel ni que la filtraba, según se vio cuando llegó el momento de hacer esos trabajos.
La extracción (quitar la miel de los cuadros) se hacía con un tambor de ciento ochenta litros provisto de una manivela que hacía girar los panales para que la fuerza centrífuga sacara de ellos la miel. Ésta, llena de fragmentos de cera, se colaba por una espita del fondo. A continuación se calentaba para que la cera ascendiera hasta la superficie y poder retirarla. Los dos productos se envasaban por separado para su venta.
Había muchas cosas que Will no sabía, en especial sobre el proceso de filtrado, algo que sólo podía aprenderse por experiencia. Eleanor se lo enseñó, a regañadientes la mayoría del tiempo, pero se lo enseñó.
– ¿Cómo limpiamos esta porquería? -preguntó Will cuando vio el tambor pegajoso, con las paletas y la espita cubiertas de miel.
– No vamos a hacerlo. Lo harán las abejas -respondió Eleanor.
– ¿Las abejas?
– Las abejas comen miel. Déjalo fuera al sol y ellas lo encontrarán.
En efecto, cualquier cosa cubierta de miel que se dejaba al aire libre quedaba pronto más limpia que si la hubieran limpiado con vapor.
Will sabía muy bien que Eleanor veía las esporádicas ronchas en su piel, pero no hacía ningún comentario sobre ellas y, poco a poco, su cuerpo se fue volviendo naturalmente inmune a las picaduras de abeja hasta que apenas reaccionaba a ellas. Cuando llegaba con una carga de panales, Eleanor bajaba al sótano a buscar tarros de cristal, los lavaba y escaldaba, y le echaba una mano en el procesado y el embotellado de la miel.
Esos días dedicados a la apicultura sirvieron a Will y a Eleanor para conocerse. Como su primera noche en la cama, cuando yacían inmóviles mientras se iban acostumbrando a estar tumbados el uno al lado del otro, trabajar con la miel les proporcionó proximidad y tiempo para adaptarse al hecho de que estaban unidos para toda la vida. A veces, mientras quitaba la capa de cera de los cuadros o sujetaba un embudo, Will alzaba los ojos y veía que Eleanor lo estaba observando. Y lo mismo ocurría a la inversa. Se dirigían entonces una sonrisa rápida y tenían la sensación de que se iban aceptando mutuamente cada vez más.
Por la noche, en la cama, hablaban. Él, de las abejas. Ella, de los pájaros. Jamás de las abejas y los pájaros.
– ¿Sabías que una abeja obrera tiene trece mil ojos?
– ¿Sabías que el papamoscas construye su nido con piel de la muda de una serpiente?
– En una colonia de abejas hay nodrizas, que se dedican sólo al cuidado de las larvas.
– La mayoría de los pájaros cantan, pero el paro es el único que susurra.
– ¿Sabías que el color que más les gusta a las abejas es el azul?
– ¿Y que el colibrí es el único pájaro que puede volar hacia atrás?
Estas charlas les servían a veces para conocerse mejor. Una noche Will estaba hablando sobre las abejas obreras.
– ¿Sabías que trabajan tanto a lo largo de su vida que, de hecho, mueren agotadas de tanto trabajar?
– No… -contestó Eleanor, sin poder dar crédito a semejante cosa.
– De veras. Mueven tanto las alas que se les desgastan y ya no pueden volar. Entonces se mueren -explicó con una expresión de intranquilidad en el rostro-. Es triste, ¿no crees?
Eleanor miró a su marido con otros ojos, y le gustó lo que vio. Estaba acostado a la luz tenue de la lámpara, apenado por la difícil situación de las abejas obreras. ¿Cómo podía una mujer mantener las distancias con un hombre que se preocupaba por cosas así? Conmovida, le acarició con la mano la parte interior del brazo, que tenía levantado, para consolarlo.
Él bajó los ojos de inmediato hacia ella y se quedaron mirándose unos segundos interminables, hasta que ella apartó los dedos.
Poco después de eso, una noche, Will comentó otro asombroso fenómeno relacionado con las abejas.
– ¿Sabías que las obreras practican algo llamado fidelidad a las flores? Significa que cada abeja recolecta néctar y polen de una única especie de flor.
– ¡Oh, te lo acabas de inventar! -Volvió la cabeza para mirarle el perfil.
– Te aseguro que no. Lo leí en uno de los libros que me dio la señorita Beasley. Fidelidad a las flores.
– ¿De veras?
– De veras.
Yacía como todas las noches durante sus charlas: boca arriba, con las manos debajo de la cabeza. Eleanor lo observó en silencio mientras asimilaba la información que acababa de darle. Al final, giró la cabeza y volvió a fijar la atención en el brillo pálido que los cubría.
– Supongo que no es tan extraño. Algunos pájaros también practican la fidelidad entre sí. Las águilas y las barnaclas canadienses se aparean para toda la vida.
– Interesante.
– Sí.
– No he visto nunca un águila -comentó Will, pensativo.
– Las águilas son… -Eleanor elevó los brazos hacia el techo-. Son majestuosas -sentenció antes de ponerse otra vez las manos sobre la tripa. Sonrió-. Cuando era pequeña, solía ver un águila real en un enorme árbol muerto que estaba en el pantano que hay cerca de Cotton Creek. Si fuera un pájaro, me gustaría ser un águila.
– ¿Por qué? -Will se volvió para observarla.
– Por algo que leí una vez.
– ¿Qué?
– Oh… Nada -Entrelazó los dedos y bajó los ojos hacia ellos.
– Dímelo -le pidió Will. Notaba su renuencia, pero siguió mirándola fijamente, implacable. Al cabo de un momento, Eleanor le dirigió una ojeadita rápida.
– ¿Me prometes que no te reirás?
– Te lo prometo.
Se concentró unos segundos en alinear bien los pulgares y, por fin, citó con timidez:
Se aferró, al peñasco con garras encorvadas;
cerca del sol, en tierras solitarias,
por un mundo de azur circundada se alza.
Abajo se agita el mar turbulento;
ella mira desde los muros de su cerro,
y luego se precipita como el rayo.
– Es de un tal Tennyson -añadió tras una breve pausa.
En ese momento, Will vio una nueva faceta de su esposa. Frágil. Impresionable. Que se emocionaba con los poemas, combinaciones articuladas de palabras que ella nunca usaba.
– Es precioso -dijo en voz baja.
Elly mantenía los pulgares de las dos manos juntos mientras dudaba entre el deseo de ocultar sus sentimientos y el de revelar más. Ganó el segundo.
– Nadie se burla de las águilas -añadió en voz baja, después de tragar saliva con fuerza.
«Oh, Elly, Elly, ¿quién te hizo tanto daño? ¿Y qué tendría que hacer para que lo olvidaras?», pensó Will, que se volvió a mirarla y apoyó la mandíbula en una de sus manos. Pero ella, que estaba coloradísima, no se movió.
– ¿Se burló alguien de ti? -preguntó con la voz cargada de cariño. Vio que se le humedecían los ojos de lágrimas y fingió no darse cuenta para que no estuviera violenta. Esperó su respuesta sin moverse mientras le observaba el puente de la nariz, el contorno de los labios apretados. Cuando habló, lo hizo con una evasiva.
– Estuve mucho tiempo sin saber qué significaba «azur».
Vio que se le contraía la garganta y que el rubor le destacaba en las mejillas como monedas en una palma abierta. Su mano ansiaba tocarla, quizá la barbilla para volverle la cara hacia él, y que pudiera ver que le importaba y que él jamás se burlaría de ella. Quería acercarla a él, mecerle la cabeza, acariciarle el hombro y pedirle que le contara qué era lo que le dolía tanto para que pudieran lograr entre los dos que lo superara. Pero cada vez que pensaba en tocarla sus inseguridades se apoderaban de él y lo contenían. Había asesinado a una mujer, había estado en la cárcel: Elly se apartaría de un salto y gritaría si la tocaba. El primer día le había advertido que guardara las distancias.
Así que se quedó en su lado de la cama con una muñeca pegada a la cadera y la otra doblada bajo una oreja. Pero lo que no podía transmitirle con las manos, lo expresó con la voz.
– ¿Elly? -Lo dijo con suavidad, de tal modo que la forma abreviada del nombre le salió de los labios como si fuera una palabra cariñosa. Sus miradas se encontraron, los ojos verdes de Eleanor, todavía brillantes por las lágrimas contenidas, los castaños de él llenos de comprensión-. Ahora nadie se burla de ti.
De repente, toda ella lo anheló.
«Tócame -pensó-. Hazlo como nadie lo ha hecho nunca, como yo toco a los niños cuando se sienten mal. Haz que no tenga importancia que sea poco atractiva y que esté más embarazada de lo que desearía en este momento. Tú eres el hombre, Will. ¿No lo comprendes? El hombre tiene que dar el primer paso.»
Pero él no podía. No el primero.
«Tócame -pensó Will-. El brazo, la mano, un dedo. Hazme saber que está bien que sienta lo que siento por ti. Nadie me quiso lo suficiente como para tocarme en todos estos años. Pero tú tienes que dar el primer paso. ¿No lo comprendes? Por lo que sentías por él y por lo que soy, por lo que hice, por lo que acordamos el primer día cuando llegué aquí.»
Al final, ninguno de los dos se movió. Eleanor yacía con las manos sobre la voluminosa tripa mientras el corazón le martilleaba frenético en el pecho, temiendo el rechazo, el ridículo, las cosas que la vida le había enseñado que podía esperar.
Will yacía sintiendo que era incapaz de despertar el amor de nadie debido a su pasado mancillado y al hecho de que ninguna mujer, incluida su propia madre, había creído que valiera la pena hacerlo. ¿Por qué iba a ser Elly distinta?
De modo que la chiflada de Eleanor y su marido ex presidiario se pasaron esas noches en que se iban conociendo mejor hablando y mirándose a la luz de la lámpara, aprendiendo a respetarse, preguntándose si se produciría ese acercamiento y cuándo, sin que ninguno de los dos se decidiera a tender la mano hacia lo que ambos necesitaban.
Toda la miel estaba embotellada. Las colmenas recibieron una capa nueva de pintura blanca y, sus bases, como se sugería en las publicaciones que había consultado, pintura de distintos colores para guiar a las obreras cuando volvieran de sus incursiones. La última vez que Will se marchó del colmenar, los panales contenían miel suficiente para alimentar a,las abejas todo el invierno.
Guardó el extractor en un cobertizo. Allí se quedaría hasta que empezara la temporada de miel de la primavera.
Esa noche anunció algo durante la cena.
– Mañana iré al pueblo a vender la miel -dijo-. Si necesitas algo, haz una lista.
Sólo le pidió dos cosas: franela blanca para hacer pañales y un rollo de guata de algodón.
Al día siguiente, cuando Will cruzó las puertas de la biblioteca, Gladys Beasley estaba absorta explicando a un grupo de colegiales el funcionamiento del catálogo de fichas. De espaldas a Will, parecía un dirigible con patas. Enfundada en un vestido de punto verde, calzada con unos zapatos planos y tocada con sus ondas, gesticulaba con la cabeza y hablaba con su inimitable tono didáctico.
– La clasificación decimal Dewey se llama así desde hace más de setenta años por el bibliotecario americano Melvil Dewey. James -hizo un paréntesis-, deja de hurgarte la nariz. Si tienes algún problema con ella, pide permiso para ir al lavabo, por favor. Y, en el futuro, no te olvides de llevar un pañuelo al colegio. En la clasificación decimal Dewey, los libros están divididos en diez grupos… -La explicación siguió como si la regañina no la hubiera interrumpido nunca.
Mientras tanto, Will lo miraba todo con un codo apoyado en la mesa de préstamos, esperando, pasándoselo bien. Una niña giraba a la izquierda y a la derecha, mirando las luces del techo como si fueran cometas. Un niño pelirrojo se rascaba el trasero. Otra niña hacía equilibrios apoyada sobre una pierna mientras se sujetaba el tobillo de la otra lo más cerca que podía de la nalga. Desde que vivía con Elly y los pequeños, Will había empezado a valorar a los niños por su naturalidad.
– …cualquier tema. Si me seguís, niños, empezaremos con los del grupo cien -comentó la señorita Beasley, que se volvió para reunir a los rezagados y vio que Will estaba aguardando junto a la mesa. Sin querer, se le iluminó la cara, y se llevó la mano al corazón. Al darse cuenta de lo que había hecho, dejó caer la mano y recuperó su habitual expresión remilgada. Pero era demasiado tarde; ya se había sonrojado.
Will se enderezó y se tocó el sombrero a modo de saludo, agradablemente sorprendido por su reveladora reacción, reconfortado más de lo que hubiera creído posible por el hecho de aturrullar a una mujer así. Había hecho todo lo que estaba en su mano por conseguir que su mujer reaccionara de aquella forma, pero nunca lo hubiera esperado de la bibliotecaria.
– Perdonad, niños. -La señorita Beasley tocó dos cabecitas al pasar-. Echad un vistazo al grupo de los cien y de los doscientos -sugirió.
Al acercarse a Will el rubor de sus mejillas fue inconfundible, y este se asombró aún más.
– Buenos días, señorita Beasley.
– Buenos días, señor Parker.
– La veo muy ocupada hoy -comentó, con los ojos puestos en los niños.
– Sí. Es el segundo curso de la señorita Gardner.
– Le he traído algo -dijo, a la vez que le pasaba un tarro de miel.
– ¡Caramba, señor Parker! -exclamó, y volvió a llevarse la mano al pecho.
– De nuestras propias colmenas, extraída esta semana.
– ¡Qué clara y pálida es! -comentó la señorita Beasley tras aceptar el tarro y levantarlo hacia la luz.
– Tenemos muchas acederas arbóreas cerca. La miel de acedera arbórea es así de clara. Aunque tiene un poco de color debido al túpelo.
Agachó un poco la cabeza, satisfecho.
– Se ha preparado bien, ¿verdad? -comentó la señorita Beasley con cara de alegría.
– Quería darle las gracias por los folletos y los libros -sonrió Will, con los brazos cruzados y los pies separados-. No podría haberlo hecho sin ellos.
La señorita Beasley sujetó el tarro con las dos manos y pestañeó.
– Gracias a usted, señor Parker. Y dé las gracias también a la señora Dinsmore de mi parte.
– Ah… -Will se frotó la parte inferior de la nariz-. Ya no es la señora Dinsmore. Ahora es la señora Parker.
– Oh. -La sorpresa y la decepción tiñeron esa palabra.
– Nos casamos en Calhoun a finales de octubre.
– Oh -repitió la señorita Beasley, que enseguida se repuso-. ¡Bueno, pues, felicidades.
– Muchas gracias, señorita Beasley. -Cambió el peso de un pie al otro, nervioso-. No quiero entretenerla más; tengo miel que vender y no dispongo de demasiado tiempo. Me refiero a que quedan muchas cosas por hacer en la granja antes de… -Volvió a cambiar el peso de un pie al otro, inquieto-. Bueno, verá, me gustaría instalar un generador eléctrico y un baño para Eleanor. ¿Le importaría comprobar si tiene algún libro sobre electricidad y fontanería? Si pudiera preparármelos, vendría a recogerlos dentro de una hora más o menos, cuando haya vendido la miel.
– Electricidad y fontanería. Por supuesto.
– Muchas gracias. -Se quitó el sombrero con una sonrisa y se acercó a la puerta. Pero se volvió con una estudiada indiferencia-. Oh, y ya puestos, añada algún libro sobre partos, si puede.
– ¿Partos?
– Sí.
– ¿Partos de qué?
Will notó que se ruborizaba y se encogió de hombros para fingir despreocupación.
– Oh… pues… caballos, vacas… -comentó con un gesto vago-. Ya sabe. -Desvió la mirada, nervioso, antes de volver a fijarla en ella-. También de personas, si encuentra algo. No he leído nunca nada al respecto. Puede ser interesante.
La señorita Beasley le dirigió una mirada penetrante con la que pareció poder leerle el pensamiento, pero dejó el tarro en un sitio de honor, junto a la placa con su nombre, y le dijo con su habitual tono seco:
– Tendrá los libros preparados dentro de una hora, señor Parker. Y gracias otra vez por la miel.
Calvin Purdy le compró la mitad de la miel y, después de regatear un poco, intercambió cuatro tarros más por diez metros de franela blanca y un rollo de guata. En la gasolinera, intercambió dos tarros más de miel por un depósito lleno de gasolina; había decidido tener el depósito siempre lleno hasta que el bebé naciera, por si acaso. Mientras esperaba junto al surtidor, pensó en el Café de Vickery, en la esquina. Suponía que servirían bollos con mantequilla por la mañana y bollos con miel por la tarde. Pero era probable que, para hacer la venta, tuviera que volver a ver a Lula Peak, y era imposible saber si esta vez decidiría recorrerlo con su garra escarlata. Se rascó el pecho y alejó la mirada con desagrado. La miel no se estropearía.
Con el depósito lleno de gasolina, regresó a la biblioteca. El segundo curso de la señorita Gardner se había ido, y el edificio había quedado vacío y en silencio.
– ¿Hola?
La señorita Beasley salió del despacho, limpiándose los labios con un pañuelo floreado.
– ¿Interrumpo su almuerzo?
– Pues sí. Me ha pillado probando su miel con un bollo. Deliciosa. Absolutamente deliciosa.
– Las abejas hicieron la mayor parte del trabajo -sonrió Will, asintiendo con la cabeza.
La señora Beasley soltó una risita, como si las carcajadas fueran ilegales. Pero Will se percató de lo contenta que estaba con su regalo. A primera vista no era una mujer demasiado agradable. Era combativa, inflexible; seguramente no tenía demasiados amigos. Puede que fuera por eso que se sentía tan unido a ella, porque él tampoco había tenido nunca demasiados. Tenía bastante bigote, y una gotita de miel se le había quedado pegada en el vello del labio superior. De no haberle caído tan bien, seguramente no le hubiera dicho nada. Pero, dada la situación, se lo indicó brevemente.
– Tiene algo aquí -le advirtió, y se metió el pulgar en el bolsillo trasero.
– ¡Oh! Oh, gracias -dijo. Se limpió la boca, pero logró dejarse lo que se quería quitar.
– Aquí. ¿Puedo? -Le tomó la mano con pañuelo incluido y se la guio al sitio correcto.
Era, sin duda, uno de los contactos más personales que había tenido nunca la señorita Beasley. Su forma de ser desanimaba a los hombres, siempre lo había hecho, especialmente en la universidad, donde había demostrado ser muchísimo más inteligente que cualquiera que pudiera haberse interesado por ella. Los hombres de Whitney estaban casados o eran demasiado tontos para convenirle. Aunque hacía tiempo que había aceptado su soltería, le sobresaltaba encontrar a un hombre que, en otro momento y en otras circunstancias, hubiese podido ser ideal para ella tanto en cuanto a temperamento como en cuanto a intelecto. Cuando Will Parker la tocó, Gladys Beasley olvidó que era como un tonel y lo bastante mayor para ser su abuela. Su corazón de solterona se agitó como una brema recién pescada.
El contacto fue breve y nada indecoroso. Rápidamente, casi con timidez, Will apartó la mano y dejó que su pulgar encontrara de nuevo el bolsillo trasero de su pantalón. Cuando Gladys bajó el pañuelo, estaba nerviosa, pero él fingió elegantemente no darse cuenta.
– ¿Qué? ¿Me ha encontrado algo? -quiso saber.
La señorita Beasley sacó cinco libros, algunos de ellos con pedacitos de papel a modo de punto. Lleno de curiosidad, intentó leer los títulos cabeza abajo mientras ella sellaba cada ficha. Pero era muy eficiente con su «¡abre, sella, cierra! ¡abre, sella, cierra!». Cuando empujó el montón hacia él con su carné de usuario puesto cuidadosamente encima, no había logrado distinguir ni un solo título.
– Muchas gracias, señorita Beasley.
– Sólo hago mi trabajo, señor Parker.
Will esbozó despacio una sonrisa, se tocó el ala del sombrero y se apoyó los libros en la cadera.
– Muchas gracias de todos modos. Hasta la semana que viene.
«La semana que viene», pensó Gladys, y el corazón se le aceleró. Juntó meticulosamente las fichas de los libros para disimular su inusitado nerviosismo.
Le había elegido El manual del fontanero, Nociones básicas de electricidad, El invento de Edison, Cría de animales para el ganadero, y otro titulado El hogar moderno.
Esa noche, después de cenar, mientras Eleanor pelaba pacanas en la mesa de la cocina, Will se sentó perpendicular a ella, pasando páginas. Se pasó media hora leyendo las partes señaladas de tres de los libros y, entonces, tomó el cuarto: El hogar moderno. Abarcaba varios temas, algunos fundamentales y otros, a juicio de Will, ridículos. Sonrió divertido al ver algunos como «Elección de un criado» o «Limpieza de una plancha de hierro frotándola con sal». Había una receta para preparar «Gelatina de carne», otra para tomates fritos y muchas otras, un tratado sobre el insomnio titulado «La ciencia del sueño» y un consejo sobre el lavado del interior de la tetera hirviendo en ella la valva de una ostra. Dejó de recorrer la hoja con el dedo al llegar al capítulo dedicado a las mujeres jóvenes. Leyó rápidamente lo que seguía a continuación y retrocedió después hasta el apartado titulado «Elección de un marido». Al empezar a leerlo, se fue hundiendo cada vez más en la silla hasta que tuvo la columna curvada y el libro apoyado en el borde de la mesa mientras se tapaba la sonrisa con un dedo.
En este momento necesitas más que nunca el consejo de tus padres -avisaba el libro-, porque tú atraerás al joven y el joven te atraerá a ti. Es natural. Si cometes un error, puede arruinarte la vida. Confía en tu madre. Hay unas cuantas normas que debes seguir en esta cuestión. No tengas nunca nada que ver con un joven que vaya por ahí esparciendo su simiente, o que lo haya hecho.
Will se frotó distraídamente el labio y echó una ojeada a Eleanor, que estaba ocupada con el cascanueces.
No te cases nunca con un hombre para reformarlo. Olvídate de los que necesitan reformarse. Hay hombres que no beben, pero que son más peligrosos para ti que un borracho. Un hombre que va por ahí esparciendo su simiente o que tiene una moral relajada padece enfermedades que pueden contagiar a una esposa inocente y pura, con el consecuente sufrimiento para toda la vida. El matrimonio es una lotería. Puede tocarte un premio o arruinarte la vida. Si un joven te atrae, cuéntaselo a tus padres para que ellos puedan averiguar si es un buen hombre, limpio de corazón, que lleva una vida sana. Es mucho mejor quedarse soltera que contraer un mal matrimonio.
Se preguntó cuántas vírgenes ignorantes habrían leído eso y habrían terminado más confundidas que nunca sobre las realidades de la vida.
Su mirada especulativa se posó en Elly. En ese momento, tiraba una pacana al cuenco, y los ojos de Will la siguieron. La barriga le había crecido tanto que apenas le quedaba espacio para ponerse el cuenco en el regazo. El pecho parecía haber doblado su tamaño durante los últimos tres meses. ¿Sería virgen cuando se casó con Glendon Dinsmore? ¿Habría esparcido Glendon su simiente por ahí como Will Parker había hecho? ¿Habría consultado Elly a sus padres, habrían comprobado éstos cómo era Dinsmore y habrían averiguado que era limpio de corazón y que llevaba una vida sana, a diferencia de su segundo marido?
Eleanor tomó otra pacana pelada y se la llevó a la boca. Will siguió otra vez sus movimientos con los ojos y se acarició sin darse cuenta los labios. Había algo seguro: Elly no se había casado con él para reformarlo. Si se había reformado era porque ella lo había aceptado y no al revés.
Pasó una página y llegó hasta un apartado en el cual la señorita Beasley había puesto un punto: «Cómo concebir y dar a luz hijos sanos.»
«Muy bien -pensó, secretamente divertido-, explícame cómo.»
La principal razón para contraer matrimonio es tener hijos y criarlos. La naturaleza ha provisto al hombre y a la mujer de órganos que están maravillosamente formados a tal efecto.
Fin de la explicación. Will contuvo otra carcajada y siguió ocultando la sonrisa con un dedo. No pudo evitar imaginarse a la señorita Beasley leyendo ese fragmento ni preguntarse cuál habría sido su reacción.
Del deleite que sentía por la formación de los órganos de reproducción humanos, el autor había pasado directamente a un consejo ridículo sobre la concepción:
Si los padres están borrachos en el momento en que se concibe el niño, no pueden esperar que éste sea sano física ni mentalmente. Si los padres se desagradan mutuamente, transmitirán algo de esa predisposición a su descendencia. Si alguno de los dos, o ambos, están muy preocupados en el momento de la concepción, el hijo sufrirá las consecuencias.
Sin previo aviso, Will se echó a reír.
– ¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó Eleanor.
– Escucha esto… -Se enderezó en la silla, dejó el libro plano sobre la mesa y leyó el último trozo en voz alta.
Eleanor lo miró sin pestañear con una pacana en el cascanueces que sujetaba con ambas manos.
– Creía que estabas leyendo cosas sobre electricidad.
– Oh, y lo estoy -dijo, serio al instante-. O, mejor dicho, lo estaba.
Elly alargó la mano hacia la mesa y, con la punta del cascanueces, levantó el libro.
– ¿El hogar moderno?
– Bueno, yo… Es que… -Notó que se ruborizaba y pasó las páginas al azar hasta que se abrieron por un diagrama de un teléfono hecho en casa-. Estaba pensando en hacer uno como éste -aseguró, y giró el libro para enseñárselo.
Eleanor echó un vistazo al diagrama y luego lo miró con escepticismo, antes de que la cáscara de la pacana se partiera y le cayera en la palma de la mano.
– ¿Y a quién crees que podríamos llamar?
– Oh, bueno. Nunca se sabe.
Ocultó su inquietud volviendo a concentrarse en la lectura.
Después de quedarte embarazada, te debes a ti misma y te debes a tu marido y a tu futuro hijo. Asegúrate de que éste llega al mundo dotado de todo lo que una madre abnegada y como Dios manda puede darle, tanto física como mentalmente. Para ello, mantente bien y feliz. Come sólo alimentos que sean fáciles de digerir y que favorezcan un tránsito intestinal regular. Lee sólo libros que te hagan sentir mejor y más contenta. Rodéate de personas que te levanten el ánimo. Los rumores no lo harán, así que no escuches a esos agoreros que tan dispuestos están a conversar contigo en este momento.
El libro seguía dando consejos igual de antojadizos, pero la diversión de Will terminó en cuanto encontró lo que había estado buscando: «Preparativos para el parto.» Empezaba con una lista de las cosas que había que tener a mano:
5 palanganas
1 botella de irrigación de 2 litros
15 metros de gasa esterilizada
6 empapadores, o
1 kilogramo de guata de algodón para hacerlos
1 hule de 1 por 2 metros
120 mililitros de permanganato de potasio
240 mililitros de ácido oxálico
120 mililitros de ácido bórico
1 tubo de jabón verde
1 tubo de vaselina
100 pastillas de bicloruro de mercurio (Bernay)
240 mililitros de alcohol
1,85 mililitros de ergotina
1 cepillo de uñas
1 kilogramo de algodón hidrófilo
Por Dios, ¿necesitaría todo aquello? Empezó a asustarse. Las primeras instrucciones rezaban:
La enfermera preparará los empapadores y los esterilizará una semana antes, junto con las toallas, los pañales, doscientos gramos de algodón hidrófilo y las compresas perineales de algodón suficientes.
¿Enfermera? ¿Quién tenía enfermera? ¿Y qué era un empapador? ¿Y qué significaba «perineal»? ¿Y a qué se refería con aquello de «suficientes»? ¿Cuántas eran las suficientes? ¡No entendía todas esas cosas y menos aún podía permitírselas! Pálido, pasó la página, y se desesperó aún más. Lo que leía le ponía los pelos de punta.
Dolores abdominales… rotura de la membrana… rotura de la bolsa de aguas… ganas de defecar… abultamiento del suelo pélvico… desgarro de la zona perineal… cabeza encajada… manipulación correcta para expulsar la placenta… hilo limpio y resistente… cortar de inmediato… salvo cuando el niño está casi muerto o no respira bien…
Cerró el libro de golpe y se levantó de un salto, pálido como un muerto.
– ¿Will?
Miró por una ventana, con las rodillas muy juntas, haciendo crujir los nudillos, sintiendo que el corazón le latía con fuerza.
– No puedo hacerlo.
– ¿Qué no puedes hacer?
El miedo se le atravesó en la garganta como un pedazo de pan seco. Tragó saliva con fuerza, pero no logró que desapareciera.
– No estaba leyendo sobre electricidad -explicó-. Estaba leyendo sobre partos.
– Oh… Eso.
– Sí, eso. -Se volvió hacia ella-. Elly, no hemos hablado nunca de ello desde la noche que acordamos casarnos. Pero sé que esperas que te ayude, y no sé si puedo hacerlo.
Eleanor dejó las manos en el cuenco y alzó los ojos hacia él, inexpresiva.
– Pues lo haré sola, Will. Estoy segura de poder.
– ¡Sola! -exclamó. Se abalanzó hacia el libro y pasó agitadamente las páginas hasta que encontró la que buscaba-. Escucha esto: «El cordón umbilical suele atarse antes de cortarlo, salvo cuando el niño está casi muerto y no respira bien. En ese caso, es mejor no atar el cordón umbilical para que sangre un poco y estimule la respiración del bebé.» -Dejó el libro y la miró con el ceño fruncido-. Supón que el bebé se muriera. ¿Cómo crees que me sentiría? ¿Y cómo voy a saber si respira bien o no? Y aún hay más: aquí pone todas las cosas que deberíamos tener a mano. ¡Hay algunas que ni siquiera sé qué son, joder! Y dice que puedes desgarrarte o tener una hemorragia. Por favor, Elly, déjame ir a buscar un médico cuando llegue el momento. Tengo el depósito del coche lleno de gasolina para poder ir al pueblo y traerlo corriendo para acá.
– Yo sé lo que necesitaremos, Will -aseguró Elly después de dejar con calma el cuenco, levantarse y cerrar el libro. Y lo miró resuelta a los ojos para añadir-: Y lo tendré todo a punto. No deberías leer estas cosas porque sólo sirven para que te asustes.
– Pero pone que…
– Ya sé lo que pone. Pero tener un hijo es algo natural. Por el amor de Dios, las mujeres indias se ponían en cuclillas en el bosque y lo hacían completamente solas. Luego, en cuanto terminaban, regresaban al campo a cultivar maíz.
– Tú no eres india -argumentó Will apasionadamente.
– Pero soy fuerte. Y estoy sana. Y, puestos a decir, también soy feliz. Me parece que eso es tan importante como todo lo demás, ¿no? La gente que es feliz tiene algo por lo que luchar.
Su apacible razonamiento acabó con el enfado de Will con una rapidez sorprendente. Y cuando hubo desaparecido, se quedó con algo que lo había impresionado: Eleanor había dicho que era feliz. Estaban cerca, tanto, que hubiese podido tocarla con sólo levantar una mano, acariciarle el cuello con los dedos, ponerle las palmas en las mejillas y preguntarle si lo era realmente. Porque quería oírlo otra vez, porque, por primera vez en su vida, parecía estar haciendo algo bien.
Pero Eleanor bajó el mentón y se volvió para recoger el cuenco con las pacanas y dejarlo en el armario.
– No todo el mundo tolera ver sangre, y tengo que admitir que en un parto hay sangre.
– No es eso. Ya te lo he dicho, se trata de los riesgos.
– No tenemos dinero para pagar un médico, Will -comentó Eleanor de modo realista.
– Podríamos reunir el suficiente. Podría ir otra vez a vender chatarra. Y está el dinero de la nata, y el de los huevos, y ahora el de la miel. Incluso tenemos las pacanas. Purdy las compraría. Lo sé.
Elly empezó a negar con la cabeza antes de que terminara.
– Tú no te preocupes por el bebé. Deja que yo me encargue de eso. Todo saldrá bien.
Pero ¿cómo no iba a preocuparse?
Los días siguientes observó cómo se movía por la casa cada vez con más lentitud. La barriga había empezado a bajarle, se le hinchaban los tobillos y tenía los pechos enormes. Y cada día acercaba más el momento del parto.
El diez de noviembre hubo algo que lo distrajo temporalmente de sus preocupaciones. Era el cumpleaños de Eleanor; no se había olvidado de ello. Cuando se despertó, ella seguía dormida, de cara a él. Se puso de costado y se colocó una almohada doblada bajo el cuello para permitirse observarla con atención. Las cejas claras y las pestañas doradas, los labios separados y una nariz agradable, una oreja que le asomaba entre el cabello rizado suelto y una rodilla doblada bajo las sábanas. Observó cómo respiraba, cómo movía la mano una, dos veces. Se fue despertando poco a poco, cerrando inconscientemente los labios, frotándose la nariz y, al final, abriendo los ojos, aún somnolientos.
– Buenos días, holgazana -bromeó Will.
– Mmm… -Cerró los ojos y se acurrucó, medio de lado-. Buenos días.
– Felicidades.
Abrió los ojos, pero no se movió, asimilando las palabras mientras una sonrisa perezosa le iluminaba la cara.
– Te has acordado.
– Pues claro. Veinticinco años.
– Veinticinco. Un cuarto de siglo.
– Tal como lo dices, eres mayor de lo que pareces.
– Oh, qué cosas dices, Will.
– Te he estado mirando mientras te despertabas. Me ha parecido algo digno de verse.
Se tapó la cara con las sábanas y Will sonrió contra la almohada.
– ¿Tendrás tiempo de preparar una tarta?
– Supongo, pero ¿por qué? -preguntó tras bajarse las sábanas hasta la nariz.
– Pues prepara una. Lo haría yo, pero no sé.
– ¿Por qué?
En lugar de contestar, apartó las sábanas y se levantó de un salto. De pie junto a la cama, con los codos levantados, se estiró de forma ostentosa. Eleanor lo contempló con un interés no disimulado: los músculos flexionados, la piel tersa, los lunares, las piernas largas cubiertas de vello negro. Con las piernas separadas, Will se estremeció y se inclinó hacia la izquierda, hacia la derecha y después, hacia delante para recoger la ropa y empezar a vestirse. Era fascinante ver vestirse a un hombre. Los hombres lo hacían mucho menos remilgadamente que las mujeres.
– ¿Vas a contestarme? -insistió.
– Es para tu fiesta de cumpleaños -sonrió Will sin mirarla.
– ¡Mi fiesta de cumpleaños! -exclamó, incorporándose en la cama-. ¡Oye, vuelve aquí!
Pero ya se había ido, abrochándose la camisa, sonriendo.
No hubiera sido nada fácil decir a quién le costó más ocultar su impaciencia ese día, si a Will, que lo había planeado todo hacía semanas, a Eleanor, cuyos ojos brillaron todo el rato que se pasó preparando su propia tarta, negándose a preguntar cuándo iba a ser la fiesta, o a Donald Wade, que preguntó por lo menos diez veces esa mañana: «¿Cuánto falta, Will?»
Will había planeado esperar hasta después de cenar, pero la tarta estaba lista a mediodía y, a última hora de la tarde, la paciencia de Donald Wade había llegado a su límite. Cuando Will fue a la casa a tomarse una taza de café, Donald Wade le dio unas palmaditas en la rodilla y le susurró por enésima vez:
– ¿Ahora? Will…, por favor…
– Muy bien, kemo sabe -cedió-. Thomas y tú id a buscar las cosas.
«Las cosas» resultaron ser dos objetos envueltos burdamente en papel de estraza blanco, arrugado y atado con un cordel. Cada niño llevó uno, con orgullo, y lo dejó junto a la taza de café de su madre.
– ¿Regalos? -Elly juntó las manos en el pecho-. ¿Para mí?
Donald Wade asintió con la energía suficiente como para que le saltara la cera de los oídos.
– Los hemos hecho Will, Thomas y yo.
– ¡Los habéis hecho vosotros!
– Uno de ellos -lo corrigió Will, que se sentó a Thomas en el regazo mientras Donald Wade se apoyaba en la silla de Eleanor.
– Éste -indicó Donald Wade, poniéndole el paquete más pesado en las manos-. Ábrelo primero -pidió, con los ojos puestos en las manos de su madre mientras ésta intentaba con torpeza desatar el paquete, fingiendo que le costaba.-¡Ay, qué nerviosa estoy! -exclamó-. Ayúdame a abrirlo, por favor, Donald Wade.
El niño la ayudó con ilusión a tirar del nudo y a apartar el papel para dejar al descubierto una bola de sebo sujeta con bramante y recubierta de trigo.
– ¡Es para tus pájaros! -anunció entusiasmado.
– Para mis pájaros. Madre míaaa… -exclamó Eleanor con los ojos relucientes de alegría mientras sujetaba la bola en el aire por un lazo de bramante-. ¡Les va a encantar!
– ¡Puedes colgarla y todo!
– Eso veo.
– Will consiguió el material y pasamos el sebo por el molinillo y yo le ayudé a girar la manivela y Thomas y yo le pusimos las semillas. ¿Lo ves?
– Lo veo. Caramba, creo que es la bola de sebo más bonita que he visto en mi vida. Oh, muchísimas gracias, cielo -dijo, y dio un fuerte abrazo a Donald Wade antes de inclinarse para levantar la barbilla del pequeño y darle un beso sonoro en las mejillas-. Y a ti también, Thomas. No sabía que erais tan hábiles.
– Abre el otro -pidió Donald Wade poniéndoselo en las manos.
– ¡Dos regalos, Dios mío!
– Éste es de Will.
– De Will… -Sus ojos, llenos de alegría, se encontraron con los de su marido mientras intentaba deshacer los nudos del paquete en forma de rollo.
Aunque por dentro se moría de la impaciencia, Will se obligó a seguir sentado tranquilamente con un brazo apoyado en el borde de la mesa y un dedo metido en el asa de una taza de café.
Mientras desenvolvía el regalo, Eleanor se lo quedó mirando. Tenía un tobillo sobre la rodilla contraria formando un triángulo con la pierna, donde Thomas estaba sentado. De repente, se le ocurrió que no hubiese cambiado a Will por diez Hopalong Cassidy.
– Will es increíble, ¿verdad? Siempre me está dando regalos -comentó.
– ¡Date prisa, mamá!
– Oh, sí… Claro. -Volvió a concentrarse en abrir el regalo. Dentro había un juego de tres tapetes (uno ovalado y dos semicirculares) de lino fino, embastados y con una cenefa estampada, preparados para bordar y tejer a ganchillo.
Eleanor se emocionó tanto que no encontró palabras:
– Oh, Will… -Ocultó los labios temblorosos tras el lino fino. Le escocían los ojos.
– En la tienda ponía que era un conjunto de tocador de Madeira. Sé que te gusta hacer labores.
– Oh, Will… -repitió Elly con los ojos brillantes-. Tienes unos detalles tan bonitos… -Tendió una mano por encima de la mesa, con la palma hacia arriba.
Cuando puso su mano en la de ella, Will notó que el corazón le saltaba del pecho.
– Gracias, cariño.
Jamás había creído que pudiera ser el cariño de nadie. La palabra hizo que una oleada de júbilo le recorriera el cuerpo. Entrelazaron los dedos y ambos se olvidaron un momento de regalos y de tartas, de embarazos y de pasados, e incluso de los dos niños que los miraban con impaciencia.
– Ahora toca la tarta, mamá -los interrumpió Donald Wade, y el momento de intimidad se terminó.
Pero después de aquello todo se había intensificado, era más eléctrico, más incitante. Mientras Eleanor deambulaba por la cocina, batiendo nata, cortando tarta de chocolate y sirviéndola, notaba que los ojos de Will se movían con ella, siguiéndola, buscándola. Y se encontró con que no se decidía a mirarlo.
De nuevo en la mesa, le pasó el plato, y él lo tomó sin tocarle ni la punta de un dedo. Notó que ese distanciamiento obedecía a la cautela, a la incapacidad de creer. Y lo comprendió porque ni siquiera en sus pensamientos más alocados hubiese creído que una locura así fuera a ocurrir. El corazón se le aceleraba tan sólo por estar en la misma habitación que él. Y sentía un dolor agudo entre los omoplatos. Y le costaba respirar.
– Ya me encargo yo del pequeño Thomas -dijo, intentando que no se le notara su estado.
– Puede quedarse en mi regazo. Tú disfruta de tu tarta.
Comieron, con miedo a mirarse, con miedo a haber interpretado mal lo sucedido, con miedo a no saber qué hacer cuando los platos estuvieran vacíos.
Antes de que lo estuvieran, Donald Wade miró por la ventana y señaló con el tenedor.
– ¿Quién es?
– ¡Por todos los santos! -exclamó Will al mirar. Se puso de pie de un salto.
– ¿Qué hace aquí? -preguntó Eleanor tras dejar el tenedor en el plato.
Antes de que Will pudiera hacer ninguna suposición, Gladys Beasley subió los peldaños del porche y llamó a la puerta.
Will se la abrió.
– ¡Señorita Beasley, qué sorpresa!
– Buenas tardes, señor Parker.
– Pase, por favor.
Tuvo la sensación de que lo hubiese hecho tanto si la invitaba a hacerlo como si no. Asomó la cabeza fuera.
– ¿Ha venido andando desde el pueblo? -se sorprendió.
– No tengo automóvil. No hubiese podido hacerlo de ningún otro modo.
Sorprendido, Will la hizo entrar en la cocina y se volvió para hacer las presentaciones. Pero Gladys le quitó el asunto de las manos.
– Hola, Eleanor. ¡Caramba, cómo has crecido!
– Buenas tardes, señorita Beasley -la saludó Eleanor desde detrás de una silla mientras se toqueteaba nerviosa la punta del delantal como si fuera a hacer una reverencia.
– Y supongo que éstos son tus hijos.
– Sí, son Donald Wade y el pequeño Thomas.
– Y otro en camino. Caramba, eres una muchacha muy afortunada.
– Sí -respondió Eleanor obedientemente.
Miró de reojo a Will.
«¿Qué quiere?», le preguntó en silencio.
Will no tenía ni idea y sólo pudo encogerse de hombros. Pero comprendía el pánico que Eleanor sentía. ¿Cuánto tiempo hacía desde que había charlado con alguien del pueblo? Lo más probable era que la señorita Beasley fuera el primer extraño al que Eleanor dejaba entrar en esa casa.
– Creo que también tengo que felicitarte por tu matrimonio con el señor Parker.
De nuevo, Eleanor dirigió una mirada rápida a Will. Luego se sonrojó y bajó la vista a la silla, pasando la uña del pulgar por la parte superior del respaldo.
– Parece que les he interrumpido mientras comían -comentó la señorita Beasley tras echar un vistazo a la mesa-. Lo…
– No, no -intervino Will-. Sólo estábamos tomando un poco de tarta.
Donald Wade, que no hablaba nunca con desconocidos, eligió inexplicablemente hacerlo con la mujer.
– Es el cumpleaños de mamá -explicó-. Will, el pequeño Thomas y yo le hemos hecho esta fiesta.
– ¿Quiere sentarse y probar la tarta? -la invitó Eleanor.
Will apenas daba crédito a sus oídos, pero antes de que pudiera reaccionar, la señorita Beasley había depositado su corpulento cuerpo en una silla y tenía delante un plato con un pedazo de tarta y nata batida. Aunque Will no echaba de menos tener visitas, su ausencia le parecía malsana. Y si había alguien ideal para sacar a Eleanor de su vida de ermitaña era la señorita Beasley. No era lo que se dice la mujer más alegre del mundo, pero sí extremadamente justa, y tampoco se trataba de la clase de persona que desentierra un pasado doloroso.
La señorita Beasley aceptó una taza de café, le añadió mucha nata y azúcar, probó la tarta y frunció la boca bigotuda.
– Mmm… Muy rica -afirmó-. Tan rica como la miel que me enviaste, Eleanor. Tengo que decirte que no estoy acostumbrada a que los usuarios de la biblioteca me hagan regalos. Gracias.
– ¿Quiere ver los que le hemos hecho hoy a mamá? -soltó entonces Donald Wade.
La señorita Beasley dejó el tenedor y dedicó toda su atención al niño.
– Por supuesto -dijo con deferencia.
Donald Wade rodeó la mesa, encontró la bola de sebo y se la llevó a la bibliotecaria.
– Éste de aquí es para los pájaros. Lo hicimos Will, el pequeño Thomas y yo con nuestras propias manos.
– Lo hicisteis vosotros… Mmm… -Lo examinó minuciosamente-. Qué mañosos que sois. Y un regalo hecho en casa está hecho con el corazón. Es, sin duda, la mejor clase de regalo, como la miel que tu madre y el señor Parker me dieron. Eres un niño afortunado -aseguró, y le dio unas palmaditas en la cabeza tal como hacen los adultos que no están acostumbrados a tratar con niños-. Te están enseñando las cosas que son realmente importantes.
– Y éste de aquí… -prosiguió Donald Wade, encantado de tener a alguien distinto a quien hacer partícipe de su entusiasmo, alargando la mano hacia los tapetitos-. Esto es de Will. Se lo compró con el dinero de la miel, y mamá puede bordarlos.
La señorita Beasley dedicó nuevamente la debida atención a lo que el pequeño le enseñaba.
– Ah, tu madre también es afortunada, ¿verdad?
De repente, Donald Wade cayó en la cuenta de que la mujer corpulenta era una desconocida, y aun así, conocía a su madre. Miró a la señorita Beasley con los ojos muy abiertos.
– ¿De qué conoce a mi mamá?
– Solía venir a mi biblioteca cuando era una niña no mucho mayor que tú. Podría decirse que fui maestra suya de vez en cuando.
– Oh -parpadeó Donald Wade. Luego, preguntó-: ¿Qué es una bliblo…?
– ¿Una biblioteca? Pues es uno de los sitios más maravillosos del mundo. Lleno de toda clase de libros. Libros ilustrados, libros de cuentos, libros para todo el mundo. Tú también tienes que venir a visitarla algún día. Pide al señor Parker que te traiga. Te enseñaré un libro sobre un niño que se parece mucho a ti. Se llama Timothy Totter. Mmm… -Se recostó en la silla y se dio golpecitos en los labios con el índice mientras observaba a Donald Wade como si estuviera decidiendo algo-. Sí, diría que Timothy Totter es el libro ideal para un niño de… ¿cuántos? ¿Cinco años?
Donald Wade asintió con tanta fuerza que el pelo le dio bandazos hacia delante y hacia atrás.
– ¿Tienes perro, Donald Wade?
Desconcertado, sacudió la cabeza despacio.
– ¿No? Bueno, pues Timothy Totter, sí. Y su nombre es Tatters. Cuando vengas, te presentaré tanto a Timothy como a Tatters. Y ahora, si me disculpas, tengo que hablar un momento con el señor Parker.
La señorita Beasley no hubiese podido elegir un método más delicado de convencer a Eleanor de enfrentarse de nuevo al mundo exterior. Si había una forma ideal de llegar a Eleanor era a través de sus hijos. Cuando el intercambio entre la señorita Beasley y Donald Wade terminó, Eleanor seguía sentada y ya no daba tanto la impresión de querer salir pitando.
– Es la mejor tarta de chocolate que he comido nunca. No me importaría nada tener la receta -comentó, antes de volverse hacia Will sin la menor pausa-. Traigo malas noticias. Anteayer falleció de un infarto Levander Sprague, que había estado haciendo la limpieza de mi biblioteca los últimos veintiséis años.
– Oh… Lo siento -dijo Will, que no había oído hablar nunca de Levander Sprague. ¿Por qué diablos había ido hasta allí para darle esa noticia?
– Extrañaremos mucho al señor Sprague. Sin embargo, tuvo una vida larga y fructífera, y deja nueve hijos robustos que cuidarán de su madre en sus últimos años. Pero yo me he quedado sin encargado. El sueldo es de veinticinco dólares a la semana. ¿Le gustaría el empleo, señor Parker?
El rostro de Will reflejó sorpresa. Miró a Elly y, de nuevo, a la bibliotecaria, que prosiguió rápidamente:
– Son seis tardes a la semana, después de cerrar la biblioteca. Consiste en limpiar el suelo, sacar el polvo a los muebles, quemar la basura, abastecer la caldera en invierno, llevar alguna que otra caja de libros al sótano, montar estantes nuevos cuando los necesitemos.
– Bueno… -El asombro de Will se había convertido en una sonrisa torcida. Soltó una risita y se pasó una mano por el pelo-. Es una oferta muy buena, señorita Beasley.
– Pensé en hacérsela a alguno de los hijos del señor Sprague pero, francamente, preferiría tenerlo a usted. Me gusta cómo respeta la biblioteca. Y me enteré de que lo habían despedido sumariamente del aserradero, lo que irritó mi sentido de la justicia.
Will estaba demasiado sorprendido para sentirse ofendido. Las ideas se le agolpaban en la cabeza. ¿Qué diría Elly? ¿Y debería irse por las tardes cuando faltaba tan poco para que saliera de cuentas? Pero veinticinco dólares a la semana, cada semana, ¡y seguiría teniendo los días libres!
– ¿Cuándo quiere que empiece?
– De inmediato. Mañana. Hoy si es posible.
– Hoy… Bueno…, me gustaría pensármelo -respondió, ya que era consciente de que Elly tenía derecho a opinar.
– Muy bien. Esperaré fuera.
¿Iba a esperarse fuera? Pero necesitaba tiempo para tantear a Elly. Tendría que haberse imaginado que la señorita Beasley no toleraría ninguna vacilación. Cuando la puerta mosquitera se cerró tras la bibliotecaria, él se estaba rascando la mandíbula, consternado, y Eleanor se levantaba muy rígida de la silla para empezar a retirar los platos de la mesa.
– ¿Elly? -preguntó.
– Acéptalo, Will. Es evidente que quieres hacerlo -respondió sin mirarlo.
– Pero tú no quieres que lo haga, ¿verdad?
– No digas tonterías.
– Podría comprar las cosas para instalar un cuarto de baño y seguiría teniendo los días libres para trabajar para ti.
– Ya te he dicho que lo aceptes.
– Pero no te gusta que pase tiempo en el pueblo, ¿verdad?
Dejó los platos en el barreño y se volvió hacia él.
– Lo que yo piense del pueblo sólo me afecta a mí. No tengo derecho a mantenerte alejado de él si tú quieres ir.
– Pero la señorita Beasley es justa. No te menospreció nunca, ¿verdad?
– Acéptalo.
– ¿Y qué pasará cuando te pongas de parto?
– Lo sabré con la antelación suficiente.
– ¿Estás segura?
Asintió, aunque Will notó que le costaba muchísimo dejarlo ir.
Cruzó la cocina dando cuatro zancadas, le sujetó la cara y le dio un beso rápido y contundente en una mejilla.
– Gracias, preciosa -dijo, y se marchó a toda velocidad.
«¿Preciosa?» Cuando Will se hubo ido, se puso las manos donde habían estado las de él. Era probable que fuera la mujer menos preciosa en ochenta kilómetros a la redonda, pero la palabra la había hecho sonrojar, emocionada. Antes de que la sensación remitiera, Will volvió a entrar igual de rápido.
– ¿Elly? Voy a llevar a la señorita Beasley de vuelta al pueblo y, de paso, me enseñará qué tengo que hacer en la biblioteca. Lo más probable es que me quede a limpiar el suelo antes de regresar. No me esperes para cenar.
– De acuerdo.
Cuando estaba a medio cruzar la puerta, cambió de opinión y volvió a su lado.
– ¿Vas a estar bien?
– Perfectamente.
Al ver la expresión ansiosa de Will, Eleanor se calló todas sus dudas. Ella nunca le diría lo mucho que deseaba que estuviera en casa hasta que llegara el bebé. Ni lo mucho que temía que estuviera trabajando en el pueblo, donde todos decían que estaba chiflada, donde seguro que había mujeres más bonitas y más inteligentes que harían que terminara lamentando haberse casado con ella. Pero ¿cómo iba a retenerlo cuando él apenas podía estarse quieto de la emoción?
– Estaré bien -insistió.
Will le apretó con cariño el brazo y se fue.