Se quedó sentado en la cocina mientras ella iba a acostar a los niños, y echó un vistazo a la habitación. Los armarios, sin puertas, eran estantes llenos de cacharros y platos con un tablero encima, rudimentariamente forrado con un linóleo agrietado y con agujeros entre los clavos que lo sujetaban. El fregadero era viejo, estaba resquebrajado y manchado, y disponía de una única cañería de desagüe que desembocaba en una cubeta para agua sucia situada debajo. No había bomba de agua. En su lugar, el asa de un cazo sobresalía de un cubo de esmalte blanco que descansaba en un punto del linóleo desde donde irradiaban numerosas grietas en todas direcciones. El suelo también era de linóleo, de otro tipo, más negro que verde. El techo estaba sucio, tiznado por el hollín de la cocina económica a leña. Al parecer, alguien había querido forrar las paredes, pero sólo había llegado a rascar el yeso de una pared y media, con lo que las tablas de madera habían quedado al descubierto como los huesos de un esqueleto. A Will le sorprendió que una habitación tan destartalada pudiera oler tan bien.
Miró el pan e hizo un esfuerzo por quedarse sentado y esperar.
Cuando Eleanor Dinsmore regresó a la cocina, se aseguró de haber dejado el sombrero sobre la mesa en lugar de llevarlo puesto. Se levantó con dificultad de la silla Windsor sujetándose el vientre con un brazo.
– No hace falta que se levante. Descanse mientras le preparo algo.
Se dejó caer de nuevo en la silla mientras ella abría una trampilla de madera en el suelo y desaparecía por una escalera tosca y escarpada. Luego, vio que su mano reaparecía para dejar una olla tapada en el suelo y, acto seguido, que ella subía con torpeza.
Cuando tendió la mano hacia la anilla de la trampilla, Will ya estaba esperando para cerrársela. Su expresión de sorpresa indicó a Will que no estaba acostumbrada a que un hombre hiciera eso por ella. También hacía mucho tiempo que él no tenía atenciones con ninguna mujer, pero le resultaba intolerable ver a una embarazada subir con dificultades de un sótano y no ofrecerse a ayudarla.
Ambos estuvieron un instante sin saber qué decir.
– Gracias, señor Parker -soltó por fin Elly tras desviar la mirada. Y cuando él hubo cerrado la trampilla, añadió-. Ningún hombre me había abierto ni cerrado jamás una puerta. Glendon no lo hizo nunca. Me resulta un poco embarazoso. En cualquier caso, creo haberle dicho que no se moviera. Seguro que le duele la tripa después de haber devuelto las manzanas.
Así que se sentó, sonriendo por la forma campechana en que Eleanor había cambiado de tema, y se quedó mirando cómo añadía leña a la cocina y ponía la olla a calentar.
– Siento lo que ha pasado en el patio. Supongo que la he hecho sentir incómoda.
– Es una cosa natural, señor Parker -comentó Elly mientras removía el contenido del cacharro-. Además, no es tan fácil hacerme sentir incómoda. -Dejó la cuchara y le dirigió una sonrisa irónica-. Y, por lo menos, lo ha hecho antes de probar mi comida.
Esa engatusadora sonrisa le hizo esbozar otra, algo poco habitual en él. Mientras sonreía trató de recordar si había conocido nunca a una mujer con sentido del humor, pero no le vino ninguna a la cabeza. Contempló cómo se movía por la cocina, anadeando, desgarbada, poniéndose una mano sobre la barriga cada vez que se estiraba o se agachaba para buscar algo. Se preguntó si sería verdad que estaba chiflada, si él también lo estaba. Ya era bastante malo casarse con una desconocida. Pero todavía era peor hacerlo con una que estaba embarazada. ¿Qué diablos sabía él sobre embarazadas? Sólo que, en sus buenos tiempos, tal vez había dejado algunas tras de sí.
– Es probable que se sienta mejor si se lava un poco -sugirió Elly.
Como era su costumbre, Will ni se movió ni contestó.
– Ahí tiene la jofaina -le indicó a la vez que se la señalaba, y se volvió para seguir con lo que estaba haciendo.
Will dirigió una mirada anhelante a la palangana, al jabón y al paño para lavarse que colgaba de un clavo delante del fregadero.
– ¿Qué pasa? -preguntó Elly, pasado un minuto-. ¿Le duele demasiado la tripa para levantarse?
– No, señora.
Aún no se había acostumbrado a la libertad, no se la creía del todo. Tenía la impresión de que si tendía la mano hacia algo se la apartarían de un golpe. En la cárcel se aprendía pronto a no dar nada por sentado, ni siquiera las comodidades más básicas. La casa, el jabón y el agua eran de aquella mujer, y era imposible que ella comprendiera lo valiosas que esas cosas le parecían a un hombre recién salido de la cárcel.
– Bueno, ¿qué ocurre? -le preguntó Elly con impaciencia.
– Nada.
– Pues sírvase del agua y de la jofaina.
Se puso de pie, pero se movió con precaución. Pasó por detrás de ella y echó un vistazo a la palangana blanca limpia que había en el fregadero y al paño para lavarse que estaba colgado de un clavo. Era muy blanco. Lo más blanco que había visto nunca. En la cárcel, los paños para lavarse eran verdosos y olían a humedad mucho antes de que los cambiaran por otros limpios.
Eleanor volvió la cabeza cuando oyó que llenaba la palangana, y vio cómo sumergía las manos en el agua fría.
– ¿No quiere agua caliente?
Will se volvió a mirarla. Cuando no eran inexpresivos, sus ojos eran inquisitivos e inseguros.
– Sí, señora -contestó.
Pero después de secarse las manos no hizo nada para acercarse al caldero. Así que Elly lo levantó del fuego, vertió el agua caliente y se volvió fingiendo preparar algo. Pero lo miraba sin que él la viera, desconcertada por su extraña vacilación. Vio cómo apoyaba las dos palmas en el fondo de la palangana y se inclinaba hacia delante con la cabeza agachada. Y cómo se quedaba así, con los brazos rígidos, como transfigurado. ¿Qué diablos estaría haciendo? Se movió hacia un lado y se volvió un poco para mirarlo: tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Al fin se echó agua en la cara y se estremeció. ¡Por Dios, así que era eso! Lo comprendió de golpe y sintió que una oleada de calor le recorría el cuerpo, conmovida.
– ¿Cuánto tiempo hace? -preguntó en voz baja.
Will levantó la cabeza pero no se dio la vuelta, ni tampoco habló. El agua le resbalaba por la cara y los brazos hacia la palangana.
– ¿Cuánto tiempo hace que no se lava con agua caliente? -insistió ella, en el tono más amable posible.
– Mucho.
– ¿Cuánto?
– Cinco años -contestó. No quería que le tuviera lástima.
– ¿Se ha pasado cinco años en la cárcel?
– Sí, señora. -Hundió la cara en el paño para lavarse; olía a jabón de sosa casero y a aire fresco, y se deleitó con su suavidad y su aroma.
– ¿Quiere decir que en la cárcel el agua es fría?
Colgó el paño sin contestarle. Para él, el agua había sido siempre fría en todas partes: en los arroyos, en los lagos y en los abrevaderos. Y, a menudo, se secaba con la camisa, o los días que tenía suerte, con el sol.
– ¿Cuánto tiempo lleva fuera?
– Un par de meses.
– ¿Cuánto hace que no ha tomado una comida decente?
Se abrochó en silencio dos botones de la camisa mientras miraba por la ventana que había encima del fregadero.
– Le he hecho una pregunta, señor Parker.
Un espejito redondo reflejaba la imagen de Eleanor desde un rudimentario estante que había a su izquierda. Vio su obstinación.
– Un poco -respondió sin ninguna inflexión mientras sus ojos se encontraban en el espejo.
Eleanor se percató de que era un hombre que hubiese aceptado un reto antes que una limosna, así que suprimió cuidadosamente toda compasión de su voz.
– Diría que a alguien que ha estado viviendo sin comodidades le iría bien un poco de jabón -lo reprendió, tras acercarse para situarse detrás de él sin dejar de mirarlo a los ojos por el espejo. Y lo rodeó para tomar una pastilla de jabón perfumado que le puso en la mano-. Ya no está en la cárcel, señor Parker -prosiguió, con una mano en la cadera-. Aquí puede usar el jabón cuando quiera, y siempre hay agua caliente. Lo único que le pido es que, cuando haya terminado, vacíe y enjuague la jofaina.
Al verla en el espejo, Will se sintió aliviado. Había adoptado una postura combativa, como si quisiera desafiarlo, pero notó que, bajo esa fachada severa, se ocultaba una gran generosidad.
– Sí, señora -dijo en voz baja. Y esa vez, antes de inclinarse sobre el agua caliente, se quitó la camisa.
¡Por favor, qué delgado estaba! Situada aún detrás de él, pudo verle las costillas. Le sobresalían como el armazón de una cometa cuando sopla un fuerte viento. Empezó a enjabonarse con las manos el pecho, los brazos, el cuello y el tórax hasta donde podía llegar. Cuando se inclinó hacia delante, observó el contraste entre la espalda morena y la franja blanca de piel que asomaba por debajo de la pretina oscurecida de los calzoncillos.
No había visto lavarse a ningún hombre aparte de Glendon. Su abuelo era el único otro varón con el que había convivido, y no se desnudaba nunca si había una mujer delante. Al ver cómo Will Parker realizaba sus abluciones, Eleanor se percató de repente de que estaba contemplando algo muy personal, y se volvió, sintiéndose culpable.
– El paño es para usted; úselo. -Salió de la habitación para que tuviera intimidad.
Regresó unos minutos después y se lo encontró abrochándose la camisa con el rostro resplandeciente.
– Le traigo esto. -Le mostró un cepillo de dientes amarillo-. Era de Glendon, pero puedo lavarlo con bicarbonato si no le importa usar uno de segunda mano.
Le importaba, pero se pasó la lengua por encima de los dientes y asintió. Eleanor tomó una taza, le vertió unas cucharaditas de bicarbonato y la llenó con agua hirviendo del caldero.
– Todo el mundo debería tener un cepillo de dientes -afirmó, mientras removía el agua con el de Glendon Dinsmore.
Se lo entregó a Will junto con una lata de dentífrico, y se quedó mirando cómo se ponía un poco en la palma de la mano.
A Will no le gustaba que lo observaran. Lo habían estado observando cinco años, y ahora que estaba fuera de la cárcel hubiese debido poder hacer esas cosas tan íntimas sin que nadie lo mirara. Pero incluso vuelto de espaldas notaba los ojos de Eleanor Dinsmore clavados en él mientras usaba el cepillo de dientes de su marido, saboreando la pasta, tan dulce que quería tragársela en lugar de escupirla.
– Bueno, siéntese a la mesa -le ordenó Eleanor cuando hubo terminado.
Le sirvió una sopa de verduras espesa, caliente y olorosa con quingombó, tomate y ternera. Will mantuvo las manos apoyadas en la mesa, una a cada lado del plato, mientras combatía las ganas de engullírsela como un animal. El estómago se le encogía suplicante. Pero quiso saborear tanto el olor como la expectativa, así como el hecho de tener todo el tiempo que quisiera sin que tocara ningún timbre, sin que lo apremiara ningún carcelero.
– Adelante…, coma.
Que se lo dijera ella era distinto a que se lo dijeran los carceleros. Sus motivos eran exclusivamente amistosos. Notó cómo los ojos de Eleanor seguían sus movimientos al meter la cuchara en la sopa y llevársela a los labios.
Era la mejor sopa que había probado nunca.
– Le pregunté cuánto tiempo llevaba sin comer como es debido. ¿Va a decírmelo o no?
– Un par de días -contestó, tras alzar la mirada un instante.
– ¡Un par de días!
– Entré en un local del pueblo para leer los clasificados del periódico pero había una camarera que no me convenció, así que me fui sin comer.
– Lula Peak. Sí, es mejor evitarla. Lleva persiguiendo a los hombres desde que fue lo bastante alta como para detectarlos. De modo que hace un par de días que sólo come manzanas verdes, ¿no?
Will se encogió de hombros, pero dirigió brevemente la mirada hacia el pan que Eleanor tenía detrás.
– No tiene nada de malo admitir que se ha pasado hambre, ¿sabe?
Pero lo tenía. Para Will Parker, lo tenía. Acabado de salir de la depresión, el país seguía plagado de vagabundos despreciables que habían abandonado a sus familias y que se desplazaban sin rumbo en vagones abiertos para pedir limosna en cualquier parte. Los últimos dos meses había visto a muchos, incluso había viajado con ellos. Pero él jamás había sido capaz de pedir limosna. De robar, sí, pero sólo en las circunstancias más acuciantes.
Eleanor observó cómo comía, cómo mantenía la mirada baja casi todo el rato. Cada vez que alzaba los ojos, parecía dirigirlos hacia algo situado detrás de ella. Se volvió en la silla para ver qué era. El pan. ¡Qué fallo!
– ¿Por qué no me ha dicho que quiere un poco de pan? -le reprendió mientras se levantaba para ir a buscarlo.
Pero a él le habían instruido para que no pidiera nada. En la cárcel, hacerlo significaba que se burlaran de uno o que lo acosaran como a un animal y le obligaran a hacer cosas repugnantes que volvían a un hombre tan vil como sus carceleros. Pedir algo era dejar más poder en las sádicas manos de quienes ya ejercían el suficiente para deshumanizar a cualquiera que se atreviera a contrariarlos.
Pero ninguna mujer con tres panes recién hechos hubiese podido comprender algo así. Reprimió los malos recuerdos mientras observaba cómo iba andando como un pato hacia el tablero y tomaba un cuchillo de una vasija de barro que contenía distintos utensilios de cocina. Se apoyó un pan en la cadera y volvió a la mesa mientras cortaba una rebanada de un grosor generoso. A Will se le hizo la boca agua. Se le dilataron los orificios nasales. Clavó los ojos en la rebanada ligeramente curvada por encima de la hoja.
– ¿Lo quiere? -preguntó Eleanor tras clavar en el pedazo de pan la punta del cuchillo y mostrárselo.
«Por Dios, otra vez, no.» Le lanzó una mirada rápida, con la expresión de un animal acorralado. En contra de su voluntad, recordó a Weeks, el carcelero, con sus ojos saltones, su parodia de sonrisa y su voz empalagosa, su risa pervertida.
«¿Lo quieres, Parker? Pues aúlla como un perro.»
Y él aullaba como un perro.
– ¿Lo quiere? -repitió Eleanor Dinsmore, esa vez con más suavidad, lo que devolvió a Will del pasado al presente.
– Sí, señora -respondió, con el habitual nudo en la garganta que le provocaba ese conocido sentimiento de impotencia.
– Pues sólo tiene que decirlo. Recuérdelo. -Dejó caer el pan junto al plato de sopa-. Esto no es la cárcel, señor Parker. El pan no va a desaparecer, y nadie le va a pegar en la mano si la alarga para tomarlo. Puede que tenga que pedir las cosas. No adivino los pensamientos, ¿sabe?
Will Parker se relajó, pero mantuvo los hombros tensos, sin saber muy bien qué pensar de Eleanor Dinsmore, tan dictatorial e indiferente unas veces, y tan soñadora y despistada otras. Los dolorosos recuerdos lo habían transportado en el tiempo, pero ella no era Weeks, y no le haría pagar por la comida.
El pan estaba tierno, caliente; era el mejor regalo que le habían dado nunca. Cerró los ojos mientras masticaba el primer mordisco.
Los abrió otra vez de golpe cuando la oyó soltar: «¡Ajá!»
Desconcertado, vio cómo se volvía y cruzaba la cocina hacia una vasija de barro llena de una mantequilla con un aspecto maravilloso. Regresó y la sujetó fuera de su alcance.
– Dígalo.
Will tragó saliva con fuerza. Se le tensaron los hombros y su rostro volvió a reflejar recelo.
– ¿Podría darme un poco de mantequilla? -soltó, a regañadientes.
– Tenga. -Se la dejó con brusquedad en la mesa y se sentó de nuevo delante de él-. No le ha pasado nada por pedirla, ¿verdad? -añadió, y tras limpiarse los dedos, lo reprendió-. Aquí se piden las cosas, porque hay tanto lío que la mayoría de veces es la única forma de encontrarlas. Bueno, adelante, unte de mantequilla el pan y coma.
Las manos de Will siguieron las órdenes mientras sus emociones tardaban unos instantes más en adaptarse a sus caprichosos cambios de humor.
– Y vaya con cuidado -le advirtió Elly cuando se inclinó hacia la sopa-. Es mejor que coma despacio hasta que el estómago se le vuelva a acostumbrar a la comida decente.
Quería decirle que la sopa estaba rica, más que rica, que era la mejor que recordaba haber tomado nunca. Quería decirle que en la cárcel no había mantequilla, que el pan era basto y estaba seco, y desde luego, que nunca estaba caliente. Quería decirle que no recordaba la última vez que alguien lo había invitado a sentarse en su cocina. Quería decirle lo que significaba para él estar sentado en la suya. Pero los cumplidos le eran ajenos, como las vasijas con mantequilla, así que se comió la sopa y el pan en silencio.
Mientras lo hacía, Eleanor Dinsmore sacó el ganchillo y se puso a tejer algo suave, complicado y rosa. La alianza, que seguía llevando en la mano izquierda, brillaba a la luz de la linterna al ritmo del ganchillo. Sus manos eran ágiles, pero las tenía estropeadas de trabajar, con la piel curtida. Y todavía lo parecían más en contraste con el fino hilo rosa que iba soltando con el dedo encallecido.
– ¿Qué está mirando?
Alzó los ojos con aire de culpabilidad.
Se puso bien el hilo y sonrió.
– ¿No ha visto nunca hacer ganchillo a una mujer? -La sonrisa le había transformado la cara.
– No, señora.
– Estoy tejiendo una mantilla para el bebé. Tiene forma de caracol. -Se la extendió en la rodilla-. ¿Verdad que es bonita?
– Sí, señora. -Volvió a invadirlo una sensación de añoranza de todo lo que se había perdido en la vida, un deseo de acercar la mano y tocar aquella prenda rosa que estaba tejiendo y acariciarla entre los dedos como si fuera el pelo de una mujer.
– La estoy haciendo rosa porque estoy convencida de que esta vez será niña. Sería bonito que los niños tuvieran una hermanita, ¿no le parece?
¿Qué sabía él de los niños? Nada, salvo que le daban pavor. ¿Y de las niñas? No le habían parecido nunca especialmente agradables hasta que se convertían en mujeres, cuando un hombre hundía su cuerpo en ellas. Puede que entonces, cuando dejaban de chinchar, amenazar o atormentar unos minutos, fueran agradables.
– El bebé necesitará una mantita caliente -prosiguió la señora Dinsmore mientras el ganchillo brillaba al moverse-. Esta casa vieja es muy fría en invierno. Glendon siempre tuvo la intención de arreglarla y tapar las grietas y todo eso, pero no llegó nunca a hacerlo.
Will Parker dirigió una mirada a las paredes con el yeso arrancado.
– Tal vez pueda tapar yo esas grietas.
– Tal vez, señor Parker. -Le sonrió mientras tiraba de la madeja de hilo metida en una cesta que tenía en el suelo-. Eso estaría muy bien. Glendon tenía buenas intenciones, pero siempre quería probar algo nuevo.
No importaba de qué humor estuviera, cuando nombraba a Glendon, su voz era tierna como una sonrisa, tanto si sus labios la esbozaban como si no. Will supuso que no había habido ninguna mujer en el mundo que se emocionara tanto al pronunciar su nombre.
– ¿Le apetece un poco más de sopa, señor Parker? No creo que un poco le haga daño.
Comió hasta que se notó el estómago duro como una piedra. Entonces se arrellanó en la silla, se lo frotó y suspiró.
– Da usted buena cuenta de la comida, desde luego -aseguró Elly, guardando la prenda que estaba tejiendo en la cesta. Se levantó para quitar la mesa.
Observó cómo se movía por la cocina, pensando que, aunque llegara a vivir doscientos años, jamás olvidaría esa comida, ni lo bonito que había sido estar ahí sentado viéndola tejer esa mantilla rosa en forma de caracol y pensando que, el día siguiente, cuando despertara, quizá no tuviera que marcharse a otro sitio.
Con la almohada y la colcha de Glendon Dinsmore en las manos, lo guio hacia el establo, y él se encontró de nuevo teniendo gentilezas inusuales, como llevar la linterna, abrir la puerta mosquitera o dejarla ir delante por el patio lleno de trastos.
Había salido la luna. Estaba suspendida sobre los árboles situados al este, como una calabaza en una masa de agua oscura. Las gallinas dormían, sin duda entre los trastos viejos del patio. Se preguntó cómo encontraba los huevos que ponían.
– ¿Sabe qué, señor Parker? -dijo mientras avanzaban a la luz de la luna-. Puede que mañana por la mañana, cuando eche un vistazo a la granja, decida que no es tan buena idea quedarse. Le aseguro que no le exigiré que lo haga, da igual lo que haya dicho a su llegada.
La observó mientras andaba como un pato delante de él, abrazada a la colcha de retazos de su marido.
– Lo mismo digo, señora Dinsmore.
– Tenga cuidado -le advirtió justo antes de llegar al establo-. Aquí hay unos cuantos cachivaches.
¿Unos cuantos? Estaría de guasa. Esquivó algo de hierro negro con puntas y abrió la puerta del establo. Las bisagras, desengrasadas, chirriaron. En el interior no había ningún animal, pero el olfato le indicó que los había habido.
– Supongo que no estaría mal limpiar un poco el establo -comentó Elly mientras él levantaba la linterna y examinaba el círculo de luz.
– Mañana puedo hacerlo.
– Se lo agradeceré. Y también Madam.
– ¿Madam?
– Mi mula. Venga. -Lo condujo hasta una escalera de mano apoyada en la pared-. Usted dormirá ahí arriba.
Cuando iba a subir, Will le sujetó el brazo.
– Deje que suba yo primero. La escalera no parece demasiado segura.
Se colgó la linterna del brazo y empezó a subir. El tercer peldaño se astilló al apoyar el pie en él, y Will se dio un golpe contra la pared. Se quedó ahí colgado, aferrado con una mano a la escalera, como un títere con un hilo roto.
– ¡Señor Parker! -gritó Eleanor, que le sujetó los muslos mientras él movía los pies en busca de un punto de apoyo.
– ¡Apártese!
Le obedeció y contuvo el aliento mientras la luz de la linterna oscilaba muchísimo. Will encontró por fin un peldaño firme, pero comprobó los restantes antes de apoyar el peso en ellos. Eleanor lo observó con una mano en el pecho hasta que pudo apoyar los codos en el suelo del piso superior.
– ¡Qué susto me ha dado! Vaya con cuidado -dijo desde abajo.
Will metió la cabeza en el espacio oscuro y, después, lo siguió la linterna, que iluminó la parte inferior del ala de su sombrero. No miró hacia el piso de abajo hasta que estuvo seguro de las tablas que tenía bajo los pies.
– Mire quién habla. Si me hubiese caído, la habría tirado al suelo conmigo.
– Supongo que esta vieja escalera está tan mal como todo lo demás.
– También se la puedo arreglar mañana. -Levantó la linterna y echó un vistazo a su alrededor-. Aquí arriba hay heno -comentó, antes de desaparecer, de modo que Elly sólo podía oír sus pasos.
– Siento que huela tan mal -gritó para que la oyera.
– Aquí el olor no llega tanto. Estaré bien.
– Lo hubiese limpiado de haber sabido que esta noche iba a tener compañía.
– No se preocupe. He dormido en sitios mucho peores.
Reapareció, se arrodilló y dejó la linterna en el suelo del henil.
– ¿Puede lanzarme las cosas para dormir? -pidió.
La almohada le llegó perfectamente. La colcha lo hizo a la tercera. Para entonces, sonreía burlón.
– No es demasiado forzuda, ¿verdad?
Era el primer comentario desenfadado que le hacía. Se puso en jarras y alzó los ojos hacia él, que la miraba con la colcha en las manos. Quizá no fuera tan malo tenerlo en casa si se relajaba así más a menudo.
– ¿Ah, no? Le han llegado, ¿no?
– A duras penas.
La sonrisa le suavizaba el semblante. El engreimiento animó el de ella. Por primera vez, empezaron a sentirse cómodos juntos.
– Tenga -dijo Will, que se tumbó boca abajo en el suelo del henil y asomó el cuerpo para tenderle la linterna-. Llévesela.
– No diga tonterías. Llevo caminando por aquí desde mucho antes de que usted tuviera esa cosa que llama sombrero de vaquero.
– ¿Qué tiene de malo mi sombrero de vaquero?
– Parece haber pasado una guerra.
– Es mío. Y las botas también lo son. -Balanceó la linterna-. Vamos, llévesela.
De modo que ésa era la razón de que llevara puesto todo el rato esa prenda tan deplorable.
– Quédesela -replicó, y desapareció de su vista.
Will Parker se puso en cuclillas y trató de oír sus pasos, pero iba descalza.
– ¿Señora Dinsmore? -llamó.
– Diga, señor Parker -respondió desde el otro lado del establo.
– ¿Le importa que le pregunte cuántos años tiene?
– Cumpliré veinticinco el diez de noviembre. ¿Y usted?
– Treinta, más o menos.
Eleanor guardó silencio mientras asimilaba esa respuesta.
– ¿Más o menos? -preguntó entonces.
– Alguien me dejó en la puerta de un orfanato cuando era pequeño. -Will no había contado esta parte de su vida a demasiada gente. Esperó, vacilante, su reacción.
– ¿Quiere decir que no sabe qué día nació?
– Pues… no.
El establo se quedó en silencio. Fuera, un chotacabras gritó mientras las ranas croaban cada una por su lado. Eleanor se detuvo con la mano en el pestillo. Will se arrodilló y apoyó las suyas en los muslos.
– Si decide quedarse, tendremos que elegirle una fecha de cumpleaños. Todo el mundo debería tener su cumpleaños.
Will sonrió al imaginárselo. -Buenas noches, señor Parker.
– Buenas noches, señora Dinsmore. -Oyó cómo la puerta del establo crujía al abrirse y volvió a llamarla de nuevo-. ¿Señora Dinsmore?
El crujido cesó.
– ¿Qué?
Pasaron cinco segundos en silencio.
– Muchas gracias por la cena. Cocina usted muy bien. -El corazón le latía feliz después de hablar. Después de todo, no había sido tan difícil.
Eleanor sonrió en la oscuridad. Le había gustado volver a tener a un hombre sentado a la mesa.
Se dirigió a la casa, se preparó para acostarse y se metió en la cama con un suspiro. Al estirarse, tuvo una ligera rampa en la parte inferior del vientre. Se acarició la tripa y se tumbó de lado. Había estado cortando leña, aunque sabía que no debía hacerlo. Pero Glendon apenas lograba hacer las tareas diarias, y menos aún almacenar leña para cuando fuera necesaria. Había que partir los troncos curados y cortar los del año venidero para que empezaran a secarse. Además de la leña, tenía que acarrear agua. Mucha. Y habría que acarrear mucha más cuando naciera el bebé y tuviera dos niños con pañales.
Se situó boca arriba y se apoyó una muñeca en la frente mientras pensaba en las venas y en los músculos de los brazos de Will Parker. Recordó lo fuertes que eran sus piernas cuando se las había tocado al quedarse colgado de la escalera.
«Quédese, Will Parker. Por favor, quédese.»
En el henil, Will hundió la cabeza, en una almohada de plumas de verdad y se tapó con una suave colcha hecha a mano. Tenía la tripa llena, los dientes limpios y olía a jabón. Y ahí fuera, en algún lugar, había una mula, colmenas, gallinas y una casa con posibilidades. Un lugar donde un hombre podía salir adelante con un poco de trabajo duro. Joder, trabajar duro era lo de menos.
«Déme una oportunidad, Eleanor Dinsmore, y se lo demostraré.»
La recordó descalza en el patio con sus dos hijos y la panza redonda como un melón, mirándolo con recelo. Recordó la expresión de indiferencia en su rostro cuando le hacía preguntas y el sobresalto momentáneo que había tenido cuando le había hablado sobre Huntsville. Lo más probable era que en ese mismo instante estuviera pensando en ello, que se estuviera replanteando el hecho de tener a un ex presidiario en casa. Y, por la mañana, habría decidido que era demasiado arriesgado. Pero, por la mañana, le habría demostrado lo contrario. Lo primero que haría, antes de que tuviera ocasión de echarlo, sería enseñarle lo que pensaba hacer para ganarse el sustento.