Capítulo 15

Se despidieron bajo la acedera arbórea. Donald Wade bajó con una rodilla apoyada en el carro de juguete; Thomas lo hizo en patinete. Will y Elly los siguieron, él con sus escasas pertenencias metidas en una bolsa de papel marrón y ella con Lizzy P. entre sus brazos.

Cuando se detuvieron bajo las ramas del árbol, Will apoyó una muñeca en el hombro de Elly. En lugar de mirarla, dirigió la vista al cielo.

– Bueno… Hace buen día. Casi puede notarse que se acerca la primavera.

– No hay ni una sola nube en el cielo.

¿Por qué hablaban del tiempo cuando había muchos sentimientos más urgentes que les rondaban el corazón?

– Donald Wade dijo ayer que había visto un nido con unos cuantos huevos moteados.

– ¿Es eso cierto, kemo sabe? -preguntó Will con una mano sobre el pelo del pequeño.

– Tres, junto al tractor.

– No los tocaste, ¿verdad?

Donald Wade sacudió con energía la cabeza.

– ¡No! Mamá me lo dijo.

Will puso una rodilla en el suelo y dejó la bolsa en el carro de juguete.

– Ven aquí. Tú también, Thomas. -El pequeño dejó el patinete y ambos niños se acercaron a Will, que les rodeó la cintura con los brazos-. Haced siempre lo que mamá os diga, ¿me oís? Cuento con que os portéis bien.

Los dos asintieron solemnemente, conscientes de que la partida de Will era trascendente, pero demasiado pequeños para entender por qué.

– ¿Cuánto tiempo estarás fuera, Will?

– Oh, un poco, creo.

– ¿Pero cuánto? -insistió Donald Wade.

Will evitó mirar a Elly.

– Hasta que acabemos con los japoneses, supongo.

– ¿Tendrás un arma de verdad, Will?

– Te diré qué vamos a hacer -dijo a Donald Wade tras acercarlo hacia su muslo-. Cuando regrese, te lo contaré todo. Mientras tanto, pórtate bien y ayuda a tu madre con Lizzy P. y con Thomas, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -contestó, aunque a causa de la marcha de Will su voz no tenía la vitalidad habitual.

Se dieron un beso. Fuerte y sonoro.

– Adiós, kemo sabe -dijo Will, emocionado.

– Adiós, Will.

– Adiós, renacuajo.

– Adiós, Ui. -Otra boca suave, otro beso fuerte, y Will los abrazó a los dos con los ojos cerrados.

– Os quiero, chiquitines. Os quiero muchísimo.

– Te quiero mucho, Will.

– Te iero uto, Ui.

Se levantó enseguida, temeroso de lo que ocurriría si no lo hacía.

– Me gustaría sostener un momento a Lizzy P. -pidió, con los brazos extendidos, y la sujetó erguida, de modo que la pequeña le apoyaba los pies en el tórax mientras lo miraba desde debajo de un gorrito tejido a mano y de la mantita de franela que la envolvía. Cuando Will le puso la nariz en una mejilla, notó su olor de baño fresco y de polvos de talco-. Voy a regresar, mi cielo. Tengo que ver cómo te salen los dientes y cómo tomas el autobús escolar para ir al pueblo.

Fue breve porque le resultaba demasiado doloroso. Así que se despidió de la niña dándole una caricia con la nariz y un beso.

– Ven, Donald Wade -pidió entonces-. Ten a tu hermana en el carro de juguete, por favor.

Cuando la pequeña estuvo bien instalada en el regazo de su hermano, Will se volvió hacia Elly y le tomó ambas manos. Vio que estaba llorando en silencio. No sollozaba, pero las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

– Ten los membrillos a punto, Elly, porque en cualquier momento voy a cruzar el patio hambriento como un lobo.

Aunque seguía llorando, Elly levantó el mentón fingiendo que la incomodaba.

– Tú siempre tan goloso -soltó-. Menudo incordio.

Will ya no pudo ocultar más las lágrimas que había contenido tan bien hasta entonces. Le brillaron en los ojos mientras Elly y él se fundían en un abrazo fuerte, posesivo. Agachó la cabeza y Elly se puso de puntillas, y se sujetaron el uno al otro mientras su falsa alegría se desvanecía.

– Oh, Elly… Dios mío.

– Vuelve a mi lado, Will Parker, ¿me oyes?

– Lo haré. Lo haré, te lo prometo. Es la primera vez que alguien me estará esperando. ¿Cómo no iba a volver?

Se besaron, con la sensación de que les habían estafado todo aquello que no habían tenido tiempo de hacer.

– Mándame tu retrato vestido de soldado en cuanto te lo saquen.

– Lo haré. Y recuerda lo que te he dicho… -Le sujetó la cara con ambas manos para mirarle los preciosos ojos verdes-. Vales tanto como cualquiera del pueblo. Lleva ahí a los niños y ve a ver a la señorita Beasley si necesitas algo.

Asintió, mordiéndose los labios antes de acercarse a él y sujetarle la parte posterior de la chaqueta vaquera con ambas manos.

– Te amo tanto… -dijo casi sin poder hablar.

– Yo también te amo.

Volvieron a besarse, ambos con lágrimas en los ojos, y sus lenguas se tocaron, sus brazos se aferraron al otro mientras un tren avanzaba hacia Whitney para llevarse a Will.

– Toma a Lizzy P. y a los niños y sentaos todos bajo la acedera arbórea -ordenó Will con voz temblorosa tras obligar a su mujer a separarse de él-. Quiero veros cuando doble la curva. Adiós, niños. Portaos bien.

Recogió la bolsa de papel marrón y cuando vio que Elly cargaba a la pequeña, se volvió antes de que ella se enderezara y empezó a bajar por el camino parpadeando para aclararse la vista, secándose los ojos con el puño de la chaqueta vaquera. No se dio la vuelta hasta el último momento, justo cuando sabía que la curva se los taparía inmediatamente. Inspiró hondo…, se volvió…, y la imagen se grabó para siempre en su corazón.

Estaban apiñados bajo la acedera arbórea, los niños pegados a su madre, ahí sentados, en la hierba seca de finales de invierno. Pantalones con peto azules, botas marrones, chaquetas gruesas de lana…, una mantilla rosa, una carita dirigida hacia él…, un vestido de casa de color azul apagado, un chaquetón marrón, unas piernas desnudas, unos zapatos planos marrones, unos calcetines cortos, una larga trenza rubia. Los niños lo saludaban con la mano. Donald Wade lloraba. Thomas gritaba: «¡Adiós, Ui! ¡Adiós, Ui!» Elly sujetaba a la niña a la altura de su mejilla y le movía la manita con la suya en una última despedida.

«¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!»

Levantó la mano que le quedaba libre y se obligó a girarse, a marcharse.

«Piensa en que vas a volver -recitaba para sus adentros como una letanía-. Piensa en la suerte que tienes de que te estén esperando bajo una acedera arbórea. Piensa en lo bonito que es el sitio que estás dejando, y en cómo será ver correr hacia ti a esos niños cuando subas por este camino, y en cómo será volver a abrazar a Elly y saber que no tendrás que soltarla y en cómo sonreirás cuando Lizzy P. te llame papá por primera vez, y en cómo algún día tendrás un hijo propio que será igual que ella, y Elly y tú los veréis crecer a los cuatro, y los veréis casarse y tener hijos, hijos que traerán a casa los domingos de modo que podrás enseñarles la vieja acedera arbórea y contarles cómo te fuiste a la guerra y dejaste a su abuela y a su mamá y a sus papas sentados debajo de ese árbol despidiéndote con la mano.»

Cuando llegó a casa de Tom Marsh, ya estaba más tranquilo. Se detuvo en los límites de su finca, mirando la bonita casa blanca, el tendedero vacío del patio trasero, el tocón donde la tetera contenía tierra, pero no flores. Una valla nueva de madera blanca rodeaba el jardín; abrió la puerta, la cerró tras cruzarla y se acercó a la casa sin apartar los ojos de ella. Un perro peludo salió al porche ladrando y empezó a olisquearle las pantorrillas. Era un cachorro algo grande, más curioso que amenazador.

– Hola, perrita… -lo saludó Will, que se había agachado para rascarle el cuello-. ¿Dónde están tus amos?

Cuando se incorporó, la misma mujer joven de la otra vez, con un elegante vestido rojo con el cuello blanco, había abierto la puerta y se había asomado a ella a la vez que se ponía un jersey blanco.

– ¡Buenos días! -lo saludó desde donde estaba.

– ¿La señora Marsh? -preguntó Will, acercándose despacio y quitándose el sombrero.

– La misma.

– Mi nombre es Will Parker. Vivo en el camino de Rock Creek. Eleanor Dinsmore es mi mujer.

La mujer bajó dos peldaños y le tendió la mano. Era bonita, delgada y de piernas atractivas, con unos preciosos rizos negros, colorete en las mejillas y un lápiz de labios que la hacía parecer dulce y no dura como a Lula Peak.

– Lo he visto pasar varias veces por la carretera -comentó.

– Sí, señora. Trabajo en la biblioteca para la señorita Beasley. Bueno, ya no. Ahora… -Señaló el pueblo con el sombrero-. Voy de camino a Parris Island.

– ¿Al campamento de los Marines?

– Sí, señora.

– ¿Lo han llamado a filas?

– Sí, señora.

– A mi marido también. Se irá a finales de esta semana.

– Lo siento, señora. Quiero decir… Bueno, esta guerra es terrible.

– Sí que lo es. Tengo un hermano de diecisiete años que dejó el instituto y se enroló en la Marina. Mamá y papá no pudieron retenerlo en casa.

– Diecisiete años… Es muy joven.

– Sí. Estoy tan preocupada por él… -comentó y, tras un instante de silencio, preguntó-: ¿Puedo hacer algo por usted, señor Parker?

– No, señora. Es que hay algo que tenía que hacer antes de irme -explicó mientras se acercaba la bolsa de papel a la tripa para sacar de ella un tarro de un litro lleno de miel y dárselo-. Hace unos meses, le robé un tarro de cristal con un litro de suero de leche de la fresquera del pozo. Aquí lo tiene. El suero ya no está, claro, pero lo he llenado de miel de la nuestra; criamos abejas propias. -Acto seguido sacó la toalla-. También le robé esta toalla verde del tendedero y un conjunto de prendas de su marido, que me temo que están totalmente gastadas…

– ¡Válgame Dios! -suspiró la señora Marsh con el tarro de miel en la mano.

– … si no, también se las hubiera devuelto. Estaba muy mal entonces, pero eso no es ninguna excusa. Sólo quería disculparme, señora Marsh. Hace mucho tiempo que quería hacerlo porque me sabía muy mal haber robado a buenas personas. Elly dice que son ustedes buena gente -aseguró. Luego retrocedió y señaló el tarro-. Así que le he traído esta miel. No es mucho, pero bueno…, es… -Se puso el sombrero y enrolló hacia abajo la parte superior de la bolsa sin dejar de retroceder hacia la valla-. Le pido disculpas, señora, y espero que su marido regrese sano y salvo de la guerra.

– ¡Espere un momento, señor Parker!

Will se detuvo cerca de la puerta y la señora Marsh se aproximó rápidamente a él.

– Déme un minuto para asimilarlo… Nunca me había pasado… Bueno, esto es increíble. -Soltó una risita, como si estuviera sorprendida-. Siempre me pregunté dónde había ido a parar esa ropa.

Will se puso coloradísimo, mientras que ella parecía agradablemente divertida.

– No tengo ninguna excusa, señora, pero lo lamento mucho. Me quedo más tranquilo ahora que se lo he confesado.

– Gracias por la miel. Nos vendrá muy bien ahora que el azúcar está tan caro.

– De nada.

– Pagará con creces esas prendas viejas de Tom.

– Eso espero, señora -dijo mientras abría la puerta de la valla y el cachorro intentaba colarse por ella. La señora Marsh lo sujetó por el collar y Will cerró la puerta entre ambos.

– Me ha impresionado su honradez, señor Parker -comentó la mujer al incorporarse.

Will rio entre dientes, tímidamente, y bajó los ojos hacia la puerta de la valla para toquetear, distraído, una de las estacas blancas.

– El suero de leche y los vaqueros me fueron muy bien en su momento.

Se observaron mutuamente, dos desconocidos atrapados en las circunstancias que rodeaban una guerra y que los llevaban a plantearse la posibilidad de la muerte, asombrados de que esa posibilidad pudiera establecer rápidamente un vínculo entre ambos. La señora Marsh le tendió de nuevo la mano y Will le dio un largo apretón.

– Espero volver a verlo pasar por la carretera… pronto.

– Gracias, señora Marsh. Si lo hago, le gritaré para saludarla.

– Hágalo.

– Bueno…, adiós -dijo tras soltarle la mano.

– Que Dios lo bendiga.

Se tocó el ala del sombrero y empezó a andar por la carretera. Tras dar unos pasos, se giró. La señora Marsh estaba metiendo el dedo en la miel. Cuando se lo llevó a la boca, alzó los ojos y vio que él la estaba mirando con una sonrisa en los labios.

– Está deliciosa. -Sonrió contenta.

– Estaba pensando… Me ha preguntado si podía hacer algo por mí, y puede que lo haya.

– Cualquier cosa por un soldado.

– Mi mujer, Elly, acaba de tener un bebé, hace dos meses, el tercero, y no sale mucho. Si usted quisiera… Bueno, quiero decir que si necesitara una amiga, o algún sitio donde ir a pasar un rato, sé que tiene hijos y a lo mejor les gustaría llegarse a nuestra casa alguna que otra vez a saludar. Los niños podrían jugar juntos y ustedes dos podrían tomar el té. Como su marido también estará fuera…

– Eleanor… -dijo la señora Marsh con el ceño fruncido mientras hacía memoria-. Elly. ¿Su mujer es Elly See?

– Sí. Pero lo que dicen de ella no es cierto. Es una buena persona, y mucho más inteligente que algunos de los que propagaron rumores sobre ella.

La señora Marsh volvió a tapar el tarro de la miel y lo sujetó como una novia hace con el ramo.

– En ese caso, tendré que darle las gracias por una miel tan excelente, ¿no? -respondió.

Sonrió, encantado, y pensó que la belleza de la señora Marsh abarcaba mucho más que su piel, su pelo y su colorete en las mejillas.

– Disfrute de esa miel -soltó a modo de despedida.

– Regrese a casa -dijo la señora Marsh a la vez que le decía adiós con la mano.

Cuando se volvió, ambos esperaron fervientemente volver a verse y sintieron una vaga sensación de privación, como si hubieran podido ser amigos de haberse conocido cuando había más tiempo para explorar la posibilidad.


En esos días, la estación de tren era el edificio más concurrido del pueblo. Dos jóvenes reclutas (uno blanco y otro negro) ya estaban aguardando con el billete en la mano, rodeados de sus familias, en distintos lados de la estación. Un grupo de chicas escolta, vestidas de uniforme, se dividió en dos: las chicas negras para regalar una cajita al recluta negro y las blancas para hacer lo mismo con el otro. Un contingente local de las Hijas de la Revolución Americana esperaba la llegada del tren con zumo y galletas para cualquier hombre que partiera para la guerra y que pudiera necesitar un refrigerio. Un joven delgado con un traje holgado y un sombrero de fieltro había interrumpido la despedida del recluta blanco para conseguir una entrevista de última hora para el periódico local. Un pastor negro con rizos blancos llegó a toda velocidad para sumarse a la despedida de la familia negra.

Y también estaba ahí la señorita Beasley, con su habitual abrigo morado, unos zapatos de cordones y un espantoso sombrero de paja negro en forma de olla con un velito. En la mano izquierda tenía un bolso negro y, en la derecha, un libro.

– De modo que Eleanor no ha venido -empezó a decir antes de que Will la hubiera alcanzado siquiera.

– No. Me he despedido de ella y de los niños en el camino que conduce hasta nuestra casa, donde quiero recordarlos.

– Deje de hablar de una forma tan fatalista, ¿me oye? -lo reprendió, señalándolo con el dedo índice-. ¡No voy a tolerarlo, señor Parker!

– Como usted diga -contestó Will dócilmente, enternecido al instante por su actitud severa.

– He decidido darle su empleo a un estudiante de secundaria, Franklin Gilmore, con la condición explícita de que es un acuerdo temporal hasta que usted vuelva. ¿Entendido? -Dio la impresión de que iba a acabar con cualquier soldado japonés que osara disparar una bala a Will Parker.

– Sí.

– Muy bien. Tenga esto y póngalo entre sus cosas. Es un libro de poesía de grandes autores y quiero que me asegure que se lo leerá una y otra vez.

– Poesía… Bueno…

– Según se dice, un hombre puede vivir tres días sin agua, pero ninguno sin poesía.

Will miró emocionado el libro que le ofrecía.

– Gracias.

– No tiene que darme las gracias. Sólo prométame que se lo leerá.

– Se lo prometo.

– Ya veo que tiene reservas. No hay duda de que no se ha considerado nunca un hombre poético, pero le he oído hablar sobre las abejas, sobre los niños y sobre las plantas; ellos han sido su poesía. Este libro los sustituirá… hasta que regrese.

Will sujetó el libro con ambas manos como si jurara sobre él.

– Hasta que regrese.

– Eso es. Muy bien -dijo entonces, e hizo una pausa como si terminara un tema antes de abordar otro-. ¿Tiene dinero para el billete?

Era la clase de pregunta que hubiese podido hacerle una madre, y a Will le llegó directamente al alma.

– La junta de reclutamiento me envió uno.

– Ah, claro. ¿Y para comer bien durante el viaje?

– Sí, gracias. Además, Elly me ha puesto unos cuantos bocadillos y un trozo de pastel de membrillo -contestó, levantando la bolsa de papel.

– Pues claro. Qué pregunta más tonta.

Los dos se callaron un momento, intentando pensar algo con lo que llenar el terrible vacío que parecía cargado de emociones ocultas.

– Le he dicho que vaya a verla a usted si necesita ayuda para algo. No tiene a nadie más, así que espero que no le importe.

– No hace falta que se ponga sensiblero, señor Parker. Me ofendería que no lo hiciera. Le escribiré y lo mantendré informado de todo lo que ocurra en la biblioteca y en el pueblo.

– Se lo agradezco. Y yo le contestaré y se lo explicaré todo sobre los japoneses y los alemanes con los que acabe.

El tren llegó en medio de una nube de humo y de un ruido tremendo. Se sintieron aliviados y entristecidos a la vez de que finalmente estuviera allí. Will le tocó un brazo y se dirigió hacia el vagón plateado junto con las familias del recluta blanco y del recluta negro, las chicas escoltas, las señoras de las Hijas de la Revolución Americana y el periodista local, que asintieron educadamente a la señorita Beasley, a la que saludaron por su nombre.

El sol seguía brillando en un cielo azul salpicado de nubes de un tono más oscuro que el humo que expulsaba la locomotora. Una bandada de palomas bajó para posarse, aleteando frenéticamente, en el furgón. La familia del recluta negro lo besó para despedirse de él. La familia blanca hizo lo mismo con el suyo. El jefe de estación gritó «¡Al tren!», pero Will Parker y Gladys Beasley permanecieron vacilantes uno delante del otro: una corpulenta mujer mayor con un feo sombrero negro y un hombre joven, alto y delgado, con uno raído de fieltro. Se miraron los pies, las manos, el bolso de ella, la bolsa de papel marrón de él. Y, finalmente, el uno a la otra.

– Lo echaré de menos -dijo la señorita Beasley, y por una vez había abandonado la severidad y hablaba sin tener la boca fruncida.

– No había tenido nunca nadie a quien echar de menos, y ahora tengo a muchas personas. Elly, los tres niños y usted. Soy un hombre afortunado.

– Si fuera una mujer sentimental, diría aquello de si tuviera un hijo y todo lo demás.

– ¡Al tren!

– Imagino que estos días los jefes de estación se quedan roncos gritando esas palabras -comentó la señorita Beasley y, de repente, se abrazaron de modo que Will le presionaba la espalda con el libro mientras el bolso de la señorita Beasley le golpeaba la cadera.

Sumergido en la fragancia penetrante de la señorita Beasley, Will cerró los ojos un momento, pensando en lo agradecido que estaba de que aquella mujer hubiera pasado a formar parte de su vida.

– Si deja que lo maten, no se lo perdonaré nunca, señor Parker.

– Lo sé. Ni yo tampoco me lo perdonaría. Cuídese mucho. Nos veremos cuando vuelva.

Se separaron y se miraron a la cara: la de ella de pocos amigos para no desmoronarse, la de él con una sonrisa afectuosa. Entonces le dio un beso rápido en la mejilla y se dio la vuelta para subir al vagón que lo aguardaba.

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