PRÓLOGO

Finalmente, el dolor desapareció y la mujer suspiró aliviada.

Una vez más miró al reloj. El tictac de la maquinaria resonaba en la quietud de la habitación. Aferró con sus largos dedos la colcha de felpa. Al arroparse, la tibieza de las sábanas le hizo sentirse de nuevo relajada, como si fuese una anticipación del largo sueño.

Su anciana abuela se había jactado de ese largo sueño. Le dijo que era el único momento en que una mujer puede estar tendida sin tener que afrontar las consecuencias. Lo que quería decir es que la tumba era el único lugar que podía proporcionarle cierto descanso. Era una verdad que no supo entender hasta mucho después. No quiso creer que llega un momento en que todos nos sentimos tan cansados de la vida que la muerte resulta incluso placentera, y no nos importaría demasiado abandonar a las personas que amamos, esas que cuidamos toda la vida y por las que tanto nos hemos preocupado. Entonces le pareció casi irreal imaginarse llena de arrugas, con la piel amarillenta y acartonada por el arrepentimiento, luego de una vida vivida sin nunca pensar en el futuro, cuando ese futuro resulta tan importante. El futuro, al fin y al cabo, se convertía posteriormente en lo que «verdaderamente» hemos conseguido, no en lo que hubiéramos «deseado» hacer. Luego, como broche final, se había dado cuenta de que el sexo no era otra cosa que una necesidad primitiva, un impulso, una función corporal como la de cagar o tirarse un pedo, no amor.

Suspiró de nuevo, pesadamente. El crujido de sus huesos le recordó lo efímera que es la vida.

Demasiadas cosas le habían sucedido en su vida, tantas que finalmente se sentía exhausta, hastiada de tanta lucha, deseosa de un poco de descanso. Quería ver de nuevo a su hija, a su bebé, a su Colleen, y poder cuidar de ella.

Aunque sabía de sobra que había llegado la hora de su largo sueño, esperaría hasta que fuese el momento oportuno, hasta que hubiese visto a todos sus hijos y les hiciese entender su determinación.


– Te retorceré el pescuezo si no dejas de largarme rollos.

Esas palabras fueron dichas con tranquilidad, sin enojo, pero estaban tan llenas de saña que sólo un loco se atrevería a considerarlas. Cuando Pat Brodie amenazaba, siempre lo hacía de forma amistosa. Eran sus ojos los que decían a quien le escuchaba que iba en serio, que acabaría con ellos sin pensárselo dos veces y, además, con una sonrisa en la boca.

Mikey Donovan trató de controlar su temperamento, pero con cierta dificultad; le estaba haciendo un favor de los grandes a ese hombre y ambos lo sabían. Sin embargo, la coCaina era un delito que se castigaba con el despido entre los empleados del Ministerio del Interior, especialmente los funcionarios, y él había estado suministrándola durante un buen tiempo. Ahora escaseaba y Brodie no se lo creía. ¿Qué esperaba que hiciera? ¿Hacer magia para que apareciese?

Pat Brodie estaba hecho un manojo de nervios. Mikey sabía que tenía muchas cosas en la cabeza, ya que la agonía de su madre le estaba afectando seriamente, y empezaba a cansarse de mostrarse amigable, incluso cordial. Brodie era un hombre poderoso, con una constitución tan sólida como un armario y una inteligencia muy por encima de los atracadores con los que Mikey acostumbraba a tratar. Si a eso se le añade una astucia innata y una personalidad psicótica, el resultado es un cabrón muy peligroso con el que más vale la pena no enfrentarse. Estaba detenido por el supuesto asesinato de su hermano y aquello había dado mucho que hablar.

Sus artimañas no le habían servido de nada, en lo que respecta a Mikey, que además conocía desde hace años su sentido de la equidad. No, los Brodies eran justo esa inesperada combinación; lunáticos muy inteligentes, tan peligrosos como raros.

– Deberías haber solicitado un permiso por razones familiares, Donovan. Ya sabes que necesito salir y, si no me conceden la libertad bajo fianza, voy a considerarte personalmente responsable.

Mikey suspiró, pues no esperaba menos.

Brodie sabía que estaba exagerando, al igual que sabía que, por mucho que Donovan sintiera la necesidad de vengarse, jamás lo haría. Era un empleado a sueldo y, como la mayoría de ellos, sabía hasta donde podía llegar.


El tenue olor a té frío y pan con mantequilla le recordó los días de verano tiempo atrás. Cerró los ojos y dejó que los recuerdos la invadieran.

Una vez más pudo sentir el opresivo calor del verano de hace muchos años, un calor tan intenso que hacía que el humo de los tubos de escape permaneciera flotando en el aire. Podía oler los distintos aromas de los almuerzos domingueros que se preparaban en las casas a lo largo de la calle. Los hombres esperaban el asado y no les importaba que en las cocinas hiciese un calor insoportable, ni que tuviesen que bajar a por agua a las fuentes de la calle debido a las restricciones del seco verano. Lo único que ellos deseaban era que las mujeres les preparasen un gran almuerzo a las tres en punto, ya que, después de esa hora, los bares cerraban y los hombres regresaban a casa en un estado de completa embriaguez y con un hambre voraz producida por el alcohol que habían ingerido desde las diez y media de la mañana.

Sabía que la ternera asada era el plato preferido del domingo, pero el olor del pollo y del cerdo era igualmente popular cuando se andaba corto de dinero y alguien había afanado algo en el matadero, poniendo a su disposición la carne cuando, de no ser por eso, no hubieran tenido ni con qué preparar un jodido sándwich. Todo se trataba de tener un pase, como solía decir su esposo. Con pases todo se veía distinto; los pases eran otra excusa para estafar, ya fuese carne, ropa o lo que fuese. Gracias a aquellos trozos pequeños de papel nadie se iba sin nada, salvo las personas que poseían los artículos que se intercambiaban, pero ellos no contaban. Después de todo, ¿acaso no tenían más que suficiente?

Sonrió, recordando aquellos días lánguidos. Luego le vino a la memoria que su marido no le había dejado nada y eso le había causado muchos problemas después de que muriera asesinado. De hecho, le había dejado sin blanca y aquello fue el principio de una serie de problemas. Terminó con dos niños más, sólo para poder alimentar a los que ya había tenido. De niña, su madre no hizo otra cosa que reprocharle haber nacido. Luego, su actitud cambió y la consideró la hija perfecta, pero sólo porque temía a su marido. Aquella mujer había amado a Lance con tanto fervor desde que nació que casi se había convertido en una obsesión. Sin embargo, nunca le llegó a gustar, por mucho que fuese su propio hijo, pues siempre percibió algo siniestro en él, incluso siendo un bebé. Y no se había equivocado.

Aún podía oír a sus hijos reír mientras jugaban a la pelota en la rala hierba del patio trasero, y aún podía ver a las gemelas sentadas en la puerta, vestidas con sus trajes de los domingos y sirviendo el té en imaginarias tazas para sus muñecas y dándoles de comer pasteles imaginarios hechos de ranúnculos y dientes de león. Tenían el pelo espeso, rubio, cogido con una coleta y peinado hacia atrás; las infantiles rodillas sonrosadas, salpicadas de costras que, al arrancárselas, habían manchado los largos calcetines blancos de pequeñas gotas de sangre. Oía las estruendosas risas de sus hijas hasta que la pelota con la que jugaban los niños irremediablemente derribaba la merienda campestre que tan cuidadosamente habían preparado. Aún podía recordar las gruesas lágrimas en los ojos de las gemelas, la perplejidad de sus pobres hijitas ante la constante presencia masculina que siempre interrumpía sus juegos, así como el alivio que sentían cuando sus hermanos, con toda la amabilidad del mundo, les recogían el juego de té de plástico, el surtido de muñecas y vestidos y se las colocaban de nuevo en su lugar.

Pat Junior, el mayor, era siempre el líder, de voz tosca, pero siempre amable, con una forma de ser que servía de modelo para otros muchos muchachos, pues era un Brodie de pies a cabeza. Pat quería mucho a aquellas niñas y cuidaba de ellas, al igual que sus hermanos, aunque cada uno a su forma. La muerte de Colleen le había afectado mucho y sabía cómo se sentía; a ella casi la destruye, pero había aprendido una gran lección. Todos lo habían hecho.

La pobre Colleen había sido demasiado buena para este mundo; ese viejo dicho estaba en lo cierto.

Kathleen y Eileen, las gemelas, adoraban a su hermano Pat, lo mismo que Colleen. El las abrazaba y las hacía reír una vez más antes de volver a jugar a la pelota, llevándose consigo, como siempre, la mirada enternecedora de sus hermanas. Era un buen muchacho y un buen hombre, a pesar de lo que dijeran de él. Era la viva imagen de su padre y, por ese motivo, siempre le quiso.

Su otro hijo, Shawn, también era un buen muchacho, al igual que Shamus, y deseaba verlos de nuevo antes de emprender su largo sueño.

El largo sueño. ¡Qué pensamiento más hermoso! Estaba cansada, cansada hasta la médula. Sus pensamientos regresaron una vez más al presente y percibió el tenue olor de su propio cuerpo. El sudor tenía un olor dulzón, como el de las almendras. Sabía que se debía al olor de los medicamentos, un olor que emanaba de sus poros y que le recordaba constantemente lo vieja y enferma que estaba.

De aquella mujer de voluptuosas curvas ya no quedaba nada, salvo huesos y pellejos colgando. Sonrió. Tenía el mismo aspecto que su abuela, y es que la historia siempre se repite.

Miró la fotografía enmarcada en plata que había encima de la mesita de noche. En la foto aparecía ella de joven, con su hijo mayor en su regazo y su vientre rebosante de piernas y brazos. Entonces se dio cuenta de algo que jamás antes había notado.

Había sido una mujer hermosa, realmente hermosa, y había desperdiciado esa cualidad, la única en realidad que estaba a su favor, ya que, en aquellos tiempos, el aspecto de una mujer era lo único importante.

Su padrastro, con esa voz ronca por el tabaco y la bebida, se lo dijo riendo:

– Estás sentada sobre una mina de oro, hija, recuérdalo.

Su madre se puso furiosa con él y a gritos le dijo que no le metiera esos pensamientos en la cabeza. Ahora se daba cuenta de que ella le odiaba. Su madre se había atado a un hombre que, como decía la abuela cuando se había tomado una copa de más, no valía ni para hacerse una paja.

Apartó los ojos de esa foto, que le estaba haciendo daño, incapaz de mirar a la mujer que había sido, incapaz de comparar aquel cuerpo con el de ahora, carcomido por el cáncer.

Sin embargo, su vida había sido bastante azarosa, aunque sólo eso.

Cerró los ojos y se sumergió de nuevo en el pasado, que, a medida que transcurrían las horas, iba haciéndose cada vez más real.


Patrick Brodie aún esperaba pacientemente que le concedieran el permiso para visitar a su agonizante madre. No tenía muchas esperanzas, pues, aunque su abogado le había dicho que estaba sólo en prisión preventiva, se comportaban con él como si fuese un condenado a muerte. Soñaba con poder abrazarla y sentir ese calor tan familiar por última vez.

Había sido una mujer de armas tomar, pero también una buena madre, a pesar de lo mucho que había pasado en la vida.

La recordaba igual que siempre, como en sus buenos tiempos, gritándole a todo aquel que se le pusiera por delante, poniendo a su padre en su lugar o preparando aquellas copiosas comidas. Eso sí; siempre con un cigarrillo en la boca.

Era una mujer de carácter, a la que había amado más que a nadie, a pesar de los muchos problemas que le había causado con los hombres que se había buscado después de la muerte de su padre.

El asesinato de su padre les había afectado a todos, pero a su madre más que a nadie. Había perdido algo más que un marido: había perdido a la única persona que la había valorado, aparte de sus hijos.

La muerte de su padre había sido el catalizador de sus problemas e infortunios, ahora se daba cuenta de ello. Aquella desgracia había hecho que Pat se convirtiera en el hombre que era: un hombre que esperaba ser juzgado por el asesinato de su hermano, sangre de su sangre. Un asesinato por el que no sentía ni pizca de remordimiento, sólo la pena de no haberlo cometido antes. Lo tenía bien merecido y acabó con él como se acaba con cualquier clase de alimaña. Pero ellos no podrían probarlo y nadie le delataría, de eso estaba tan seguro como de su propio nombre. Todos sabían que había sido él quien había hecho el trabajo sucio, pero nadie podría demostrarlo. En este país se necesitaban pruebas, no circunstancias, y confiaba en que el veredicto sería de «no culpable».

Había visto morir a su padre, lo había visto con todo detalle, y había aprendido desde muy niño que en este mundo sólo sobreviven los más fuertes. Su padre había bajado la guardia, no había pensado en los detalles, un error que él jamás había cometido. Ver los sesos de tu viejo desparramados sobre el jersey de tu madre es algo que no se olvida, además de una buena razón para no cometer el mismo error.

Aquello se le metió en el coco y lo convirtió en una persona fría y cautelosa, pero también le hizo crecer antes de tiempo. Eso le había enseñado a trapichear con una destreza que hasta su padre se hubiera sentido orgulloso de él.

De niño, lo único que pretendía era ayudar a su madre a cuidar de sus hermanos, aunque entonces no sabía que eso se convertiría en su forma de buscarse la vida. A veces robaba en las tiendas, otras entraba en las casas y, a medida que transcurrían los años, se introdujo en otra serie de actividades delictivas para poder proporcionarles a todos algo de comida, el cobrador lejos de su puerta, ropa y un techo sobre sus cabezas, además de unos cuantos chelines para que su madre saliera y se lo pasase bien. Había sido un fin justificado, nada más.

Que a él le gustase el mundo al cual se había visto catapultado, que hubiera crecido en él y se hubiese labrado un nombre era algo que no había entrado dentro de sus planes. Que posteriormente le hubiera dado algún significado a la muerte de su padre, después de todo lo que había sucedido, era sencillamente una coincidencia. ¿Cómo iba a imaginar todo lo que sucedería?

Su madre había intentado mantenerlo a raya, usando incluso la correa en ocasiones. Le había amenazado y había hecho lo posible por mantenerlo al margen de los problemas, a pesar de que, inadvertidamente, ella había provocado muchos al elegir aquellos hombres y aquel estilo de vida. No obstante, era comprensible que estuviera harta, pues se había pasado la vida recorriendo prisiones, visitando a unos y a otros.

Suspiró. Estaba en prisión preventiva en Belmarsh, pero lo tenían encerrado como si fuera un condenado a perpetua, incomunicado, como un jodido terrorista. ¿Cómo tenían el valor de condenar a otros países por sus leyes penales cuando ellos te consideraban culpable incluso antes de ser sentenciado? ¿Culpable hasta que se demuestre lo contrario? ¿Qué era eso? ¿Una jodida broma?

No había razón para que no le permitiesen salir a ver a su madre, pero sabía que, si pudiesen, encontrarían cualquier excusa para dejarle allí encerrado. Ellos le odiaban, y con sobradas razones. Patrick odiaba el sistema y cada vez que lo encarcelaban se enfrentaba a ellos con uñas y dientes.

Respiró profundamente, sintiendo esa rabia tan familiar crecer en su interior, esa rabia que siempre había estado allí, que le había inducido a hacer cosas terribles, pero que estaba dispuesto a controlar hasta que viera a la mujer que le entregó toda su vida y todo su amor.

Luego la dejaría explotar. Entonces, como siempre, recuperaría la paz y el sosiego. Hasta la próxima vez, claro.


Eileen encendió un cigarrillo, dio una profunda calada y trató de contener las lágrimas que estaba a punto de derramar.

Unos minutos antes había lavado con una esponja el cuerpo de su madre y su estremecedora devastación la dejó sumamente conmovida.

Era puro esqueleto, tenía los brazos y las piernas tan delgados como estacas, el pecho hundido y cubierto de moratones; la cicatriz que le había dejado la mastectomía daba escalofríos bajo la tenue luz.

Tenía aspecto de estar muerta y Eileen se dio cuenta de que ya no le quedaba mucho tiempo de vida. Sin embargo, a pesar de que sabía que sería un alivio para su madre, la idea de que no volvería a estar allí nunca más le aterrorizaba.

Dependía de ella, la necesitaba con tanta desesperación que, aunque sabía que era muy egoísta de su parte, le pidió que se esforzara por recuperarse, como había hecho en otras ocasiones. Paulie, su marido, se daba cuenta de lo duro que esto le resultaba. Era el único que sabía que había dejado la bebida para atender a la mujer que había cuidado de ellos durante tantos años.

Miró a través de la ventana de la cocina mientras su hermana gemela Kathleen preparaba unos sándwiches y hablaba con todo aquel que la escuchase. Pobre Kath, así la llamaban todos; ella también recibiría un fuerte golpe con la muerte de su madre.

El cabrón de Lance estaba muerto, pero ninguno de ellos lo había podido olvidar, por mucho que tratasen de borrarlo de sus recuerdos.

Su muerte había sido el final para su madre, aunque Eileen sabía que se mantuvo viva hasta tener la certeza de que realmente se había ido.

Lo habían enterrado en un cementerio para indigentes, sin servicio, sin ceremonia ninguna, a pesar de que su madre sabía que todos los de su mundo se preguntarían por qué. Esperaban que hubiese algo de pompa que les ayudase a asumir que se había ido, igual que muchos otros. Esperaban un gran homenaje, a pesar de haber muerto, al menos presuntamente, a manos de su hermano mayor. De momento no se había podido demostrar nada, y esperaba que nunca lo hiciesen.

Lance se había pasado de la raya y su aborrecible ofensa dejó consternada a toda la familia. También sabía que la razón de su muerte no la sabría nadie. Era otro secreto y ellos estaban más que acostumbrados a guardarse los suyos. Ser reservado formaba parte de la naturaleza de los Brodies.

Dejad que especulen, dejad que lo adivinen, todo eso ya no le preocupaba en absoluto.

Se había acabado, había sucedido y ahora había que acostumbrarse a ello.


Christy, a diferencia de su hermano Pat, iba en un coche patrulla en dirección a Londres. Le habían interrogado acerca de la muerte de Lance, al igual que al resto de sus hermanos y hermanas. Había muchos trapos sucios en esa familia y, aunque su madre esperaba que no sucediese, a él no le cabía la menor duda de que pronto empezarían los ajustes de cuentas. Pensara lo que pensara, y, por mucho que ella insistiera que no se vengasen y pasaran por alto ciertas diferencias, una vez que muriese se levantaría la veda, de eso estaban todos seguros.

Esperaba que comenzasen las riñas, aunque probablemente Patrick les pondría fin de inmediato.


Shawn sorbió el té y observó a su hermana Kathleen preparando sándwiches a una velocidad que denotaba años de práctica. Había vivido con su abuela y Lance y la habían utilizado de criada casi todo el tiempo. Las mujeres se comportaban en ese sentido de forma extraña; leales, pero extrañas.

Le sonrió con tristeza y ella dejó lo que estaba haciendo para cogerle la mano y devolverle tímidamente la sonrisa. Ellos dos eran muy íntimos, íntimos en una familia en que todos lo eran.

Su piel era muy oscura en comparación con la de ella, aunque ella jamás se lo había hecho notar, como tampoco ninguno de sus hermanos. Era el más pequeño y todos le adoraban. Al menos, la mayoría.

Su padre siempre estuvo presente en su vida, pero de forma esporádica, yendo y viniendo y, aunque nunca fue un verdadero miembro de la familia, se le aceptaba como tal. El sonriente rostro de su madre era el primer recuerdo que tenía, ése y el de su hermano Patrick cogiéndole en brazos cuando ella se disponía a salir para ir a trabajar. Eso sucedió cuando sólo tenía tres años, pero aún podía percibir aquel olor tan peculiar a cigarrillos y a Estée Lauder, un aroma que jamás pudo olvidar y que siempre le había provocado un sentimiento de seguridad.

No era tonto y sabía que su madre lo había pasado mal cuando le tuvo, aunque también sabía que a ella jamás le preocupó lo que otros pensaran. Sus hermanos le habían querido más aún, si es posible. No obstante, él había sido consciente de su color desde muy tierna edad, aunque sólo cuando dejaba la comodidad del hogar. Ya nada importaba, los tiempos habían cambiado y las cosas se veían de distinta manera. Ahora estaba asustado ante la idea de la muerte de su madre, la mujer a la que había amado como a ninguna otra.

Lance era el único de la familia por el que sentía una total indiferencia. Había sido un chulo, un chulo y un vicioso, y Shawn sabía que su muerte la tenía bien merecida. No obstante, se alegró de no haber sido el causante. Al igual que su hermana, él había sufrido sus castigos en más de una ocasión.

Lo había visto en el depósito de cadáveres, identificó su vapuleado cuerpo que no había sufrido lo suficiente, se dio cuenta de que por fin aquel cabrón yacía en paz y, finalmente, se relajó, sabiendo que su torturador se había ido para siempre.

Sonrió al recordar la expresión tan escandalosa que pusieron los que le rodeaban cuando lo cogió por la garganta y escupió sobre el cadáver de su hermano mayor exclamando:

– Es él. Ese chulo.

Dijo aquellas palabras con el mayor odio que pudo mostrar y disfrutó incluso de la consternación que causaban. Eran una familia tan unida y formaban tal frente único que nadie podía imaginar los odios y rencores que escondían. Ahora, sin embargo, sus pensamientos estaban con la mujer que yacía en la cama de la planta de arriba. Sintió la humedad de las lágrimas que corrían por su rostro y se sorprendió al darse cuenta de que llevaba llorando ya un buen rato.

Kathleen agarraba la mano que le había sostenido de niña, que le había lavado, peinado, abrazado. Sentir sus temblores y la tibieza de su delgada piel le resultaba casi imposible de soportar.

Aquella mujer les había dado la vida, los había cuidado, los fue a visitar en todas las prisiones del país, ya hiciera calor o lloviera. Aconsejó a sus hijas en todos los aspectos de la vida e incluso, cuando llegaron los malos tiempos y no había nada que echarse a la boca, les había proporcionado alimento vendiendo el único artículo de valor que poseía. Esa fuerza se la había transmitido a cada uno de ellos en algún momento de la vida, pues resolvía los problemas de sus hijos con una silenciosa dignidad, o gritando de rabia, todo dependía de las circunstancias y de su humor. Había sido en muchas ocasiones la que había impedido que estallase la guerra y siempre recibió con cordialidad a las ovejas descarriadas una y otra vez. Los había mantenido unidos con la increíble fuerza de su voluntad y de su poderoso amor. ¿Qué sería ahora de ellos? ¿Quién los mantendría unidos y quién lucharía para que no se separasen, para que no se sacasen los trapos sucios del pasado y comenzasen a matarse?

Ella había sido siempre la voz de la razón, la persona que suavizaba las disputas y que les recordaba que, ante todo, eran una familia. Y no sólo detenía las peleas antes de comenzar, sino que les recordaba que, al fin y al cabo, la familia era lo único que verdaderamente importaba. A pesar de lo unidos que estaban, habían reñido en multitud de ocasiones a lo largo de los años.

Sí, había sido la voz de la razón. En más de una ocasión había impedido que Patrick cometiera algún asesinato. Solía pasar por alto los problemas con una sonrisa y les obligó incluso a mentir con tal de mantener a la familia unida.

Ahora se estaba muriendo y a ninguno de ellos le resultaría fácil vivir sin ella.

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