Lunes, 3 de abril.
Si estuvieras aquí para escucharme podría explicártelo. Estoy rompiendo la promesa que te hice, la única que me pediste que te hiciera. Estoy segura de que te acuerdas. Tu voz no sonó nada superficial cuando me dijiste: «Quiero que me prometas algo».
«¿Qué?», pregunté yo, apoyándome en un codo y rozándome la piel con la sábana de nailon amarilla en mi impaciencia por enderezarme y prestar atención. Estaba desesperada por complacerte. Me pides tan poco que siempre estoy buscando alguna forma insignificante y sutil de darte más. «¡Lo que quieras!», dije, echándome a reír, deliberadamente exagerada. Una promesa es lo mismo que un voto, y quería que entre nosotros existieran votos que nos unieran.
Mi exuberancia te hizo sonreír, pero no por mucho tiempo. Cuando estamos juntos en la cama estás muy solemne. Piensas que es una tragedia que tengas que irte pronto, y ése es siempre el aspecto que tienes: el de un hombre que se prepara para una calamidad. Normalmente, después de que te vas, me echo a llorar (no, nunca te lo he contado, porque si fomento tu vena tremendista estoy perdida), pero cuando estamos en nuestra habitación me siento tan eufórica como si me hubiese tomado una potente droga alucinógena. Parece imposible que alguna vez vayamos a separarnos, que ese momento llegue a su fin. Y en cierta forma no ocurre. Cuando vuelvo a casa y estoy preparando pasta o esculpiendo números romanos en mi taller, no estoy realmente allí.
Sigo estando en la habitación once del Traveltel, con su áspera alfombra sintética de color castaño rojizo -cuyo tacto, bajo los pies, parece el de las cerdas de un cepillo de dientes-y sus dos camas individuales arrimadas, con unos colchones que no son sino unas gruesas colchonetas de espuma de color naranja, de esas que usaban en mi instituto para cubrir el suelo del gimnasio.
Nuestra habitación. Me convencí de que te quería, de que no se trataba sólo de un capricho o de atracción física, cuando te oí decirle a la recepcionista:
– No, tiene que ser la habitación once, la misma que la última vez. Necesitamos que sea siempre la misma habitación.
Dijiste «necesitamos», no «queremos». Para ti todo es importante, nada es fortuito. Nunca te tumbas en el sofá deshilachado y descolorido ni te quitas los zapatos para levantar luego los pies. Te sientas erguido, completamente vestido, hasta que estamos a punto de meternos en la cama.
Luego, cuando nos quedamos a solas, me dijiste: -Me preocupa que lo de vernos en un deprimente motel se convierta en algo sórdido. Al menos, si tenemos siempre la misma habitación, será más acogedor.
Entonces te pasaste los quince minutos siguientes disculpándote porque no podías permitirte un sitio mejor. Incluso en aquel momento -¿cuánto tiempo hacía que nos conocíamos?, ¿tres semanas?-supe que no debía ofrecerme a compartir los gastos.
Me acuerdo de casi todo lo que me dijiste a lo largo de este último año. Tal vez si fuera capaz de recordar las palabras exactas, esa frase crucial, daría con la clave para poder llegar hasta ti. En realidad no lo creo, pero seguiré pensando en lo que dijiste, por si acaso.
– ¿Y bien? -pregunté, apretándote el hombro con el dedo-. Aquí me tienes, una mujer desnuda dispuesta a prometerte lo que quieras. ¿Piensas ignorarme?
– Esto no es ninguna broma, Naomi.
– Lo sé. Lo siento.
Te gusta hacerlo todo despacio, incluso hablar. Cuando te apremian, te enfadas. Creo que nunca te he hecho reír; ni siquiera recuerdo haberte visto reír de verdad, aunque a menudo me dices que sí lo haces…, en el pub, con Sean y Tony.
– Me he reído hasta llorar -dijiste-. Me he reído hasta que se me han saltado las lágrimas. -Y luego, volviéndote hacía mí, me preguntaste-: ¿Sabes dónde vivo?
Me sonrojé. Me habías pillado, maldita sea. Eras consciente de que me había obsesionado contigo, que reunía cualquier hecho o detalle que estuviera a mi alcance. Me había pasado toda la semana repitiendo mentalmente tu dirección; a veces incluso la había dicho o canturreado en voz alta mientras estaba trabajando.
– Me espiaste mientras lo escribía, ¿verdad? En la ficha de la recepcionista. Me di cuenta de que estabas observándome.
– Chapel Lane número 3, Spilling. Lo siento. ¿Preferirías que no lo supiera?
– En cierto modo sí -dijiste-. Porque esto debe ser algo totalmente seguro. Ya te lo dije. -Entonces te sentaste y te pusiste las gafas-. No quiero que esto acabe. Quiero que dure mucho tiempo, toda mi vida. Tiene que ser algo seguro al cien por cien, algo totalmente al margen del resto de mi vida.
Lo entendí de inmediato y asentí con la cabeza.
– Pero… ahora la recepcionista del Traveltel también sabe tu dirección -repuse-. ¿Y si te mandan una factura o algo así?
– ¿Por qué iban a hacerlo? Siempre pago antes de irme.
¿Hace que las cosas sean más fáciles el hecho de seguir un ritual burocrático antes de irte, esa pequeña ceremonia que se desarrolla en la frontera que hay entre nuestras vidas y tu otra vida? Ojalá pudiera hacer algo parecido antes de irme. Siempre me quedo a pasar la noche -aunque dejo que tú pienses que sólo lo hago de vez en cuando-y salgo a toda prisa del Traveltel a la mañana siguiente; apenas me paro para sonreírle a la recepcionista. En cierto modo me parece demasiado informal, demasiado rápido y fácil.
– No hay nada que mandar -dijiste-. En cualquier caso, Juliet ni siquiera abre su propio correo, y mucho menos el mío.
Capté un ligero tic en tu mandíbula inferior y cierta tensión en tu boca. Siempre te ocurre lo mismo cuando mencionas a Juliet. Aunque desearía no hacerlo, también estoy reuniendo detalles sobre ella, y casi siempre implican un «por no hablar de»; «no sabe cómo poner en marcha un ordenador, por no hablar de cómo utilizar Internet»; «nunca contesta al teléfono, por no hablar de que sea ella quien llame a alguien».
En muchas ocasiones he querido decir que debe de ser un bicho raro, pero me he reprimido. No debo permitir que la envidia que siento por ella me haga ser cruel. Me besaste fugazmente antes de decir:
– Nunca debes ir a mi casa ni llamarme allí. Si Juliet te viera, si descubriera lo nuestro, se quedaría destrozada.
Me encanta cómo empleas las palabras. Tu forma de hablar es más poética y más solemne que la mía. Todo lo que yo digo es duro, está lleno de detalles prosaicos. Miraste a través de mí y yo me volví; por tu expresión, esperaba ver a lo lejos una cordillera de color gris y púrpura envuelta en una nube blanca en vez de la tetera de plástico beis con la etiqueta «Rawndesley East Services Traveltel», la que suele añadir un poco de cal a los tés calientes que nos tomamos.
¿Qué estás mirando en este momento? ¿Dónde estás? Habría querido preguntarte más cosas. ¿A qué te referías cuando dijiste que eso destrozaría a Juliet? ¿Que se lanzaría al suelo, sollozando, perdería el control y se volvería violenta? La gente puede quedarse destrozada de muchas maneras y nunca he conseguido entender si tienes miedo de tu mujer o tienes miedo por ella. Pero tu tono de voz era solemne y supe que tenías más cosas que decirme. No quería interrumpirte.
– No se trata sólo de eso -murmuraste, arrugando con las manos el cubrecama con dibujos de diamantes-. Se trata de ella. No puedo soportar la idea de que la veas.
– ¿Por qué?
Pensé que sería poco diplomático decirte que no tenías por qué preocuparte con respecto a eso. ¿Creías que sentía curiosidad y estaba desesperada por saber con quién estabas casado? Incluso ahora me horroriza la idea de ver a Juliet. Ojalá no supiera su nombre; me gustaría que, en mi mente, fuera alguien irreal. Lo ideal sería que para mí fuera sólo «ella», así tendría menos motivos para sentir celos. Pero cuando nos conocimos no podría haber dicho eso, ¿verdad? «No me digas cómo se llama tu mujer, porque creo que podría enamorarme de ti y no soportaría saber nada acerca de ella».
Dudo que seas capaz de imaginarte la angustia que he sentido a lo largo de este último año, cuando, al acostarme todas las noches, pensaba: «En este momento, Juliet estará en la cama, junto a Robert». No es el hecho de imaginármela durmiendo a tu lado lo que hace que mi rostro se retuerza de dolor y se me revuelvan las entrañas; es la idea de que para ella eso es lo normal, lo rutinario. No me atormento con la imagen de los dos besándoos o haciendo el amor; en vez de eso, me imagino a Juliet en su lado de la cama, leyendo un libro -algo aburrido sobre algún miembro de la familia real o sobre jardinería-y sin apenas mirarte cuando entras en la habitación. No se da cuenta de que te desnudas y de que te acuestas en la cama, a su lado. ¿Llevas pijama? No sé por qué, pero no soy capaz de imaginármelo. En cualquier caso, lleves lo que lleves, Juliet está acostumbrada a ello después de tantos años de matrimonio. Para ella no se trata de algo especial; es tan sólo otra aburrida y cotidiana noche en casa. No hay nada en particular que quiera o necesite contarte. Es perfectamente capaz de concentrarse en los detalles del príncipe Andrés y el divorcio de Fergie o en cómo plantar un cactus. Cuando empiezan a cerrársele los ojos, deja caer el libro en el suelo y se vuelve hacia su lado de la cama, lejos de ti, sin ni siquiera darte las buenas noches.
Quiero tener la oportunidad de darte por sentado. Sin embargo, nunca lo haría.
– ¿Por qué no quieres que la vea, Robert? -pregunté. Parecías absorto en algún pensamiento que estaba atrapado en un rincón de tu mente. Tenías ese característico aspecto que sueles tener a menudo: el ceño fruncido y la mandíbula inferior apretada-. ¿Acaso hay algo… malo en ella?
Si hubiera sido otra, habría añadido: «¿Te avergüenzas de ella?», pero durante los tres últimos años he sido incapaz de emplear la palabra «vergüenza». Tú no lo entenderías, porque no te lo he contado. Hay cosas que yo también prefiero guardarme para mí.
– Juliet no ha tenido una vida fácil -contestaste. Por tu tono de voz, lo dijiste a la defensiva, como si yo la hubiese insultado-. Me gustaría que pensaras en mí como soy cuando estoy aquí, contigo, y no como soy en esa casa, con ella. ¡Odio esa maldita casa! Cuando nos casemos, compraré otra casa.
Recuerdo que me entró la risa tonta cuando dijiste eso, porque hacía poco que había visto una película en la que el marido llevaba a su esposa a ver una casa que había diseñado y construido para ella. Era grande, muy bonita, y estaba envuelta con un enorme lazo rojo. Cuando él le quitaba las manos de los ojos y exclamaba: «¡Sorpresa!», ella se ponía de mal humor; estaba enfadada porque no le había consultado y le había enseñado la casa como un hecho consumado.
Me encanta cuando tomas decisiones por mí. Quiero que te sientas dueño de mí. Si quiero algo es porque tú también lo quieres. Salvo Juliet. Tú dices que no la quieres, pero no estás listo para dejarla. No se trata de «si», dices, sino de «cuando». Pero aún no es el momento. Eso es algo que me resulta difícil de entender.
Te acaricié el brazo. No soy ni nunca he sido capaz de tocarte sin sentir un mareo, un hormigueo, y entonces me sentí culpable porque se suponía que íbamos a tener una conversación seria y no a pensar en el sexo.
– Te prometo que mantendré las distancias -dije, sabiendo que necesitabas tenerlo todo bajo control y que no soportarías que las cosas se te escaparan de las manos.
Si alguna vez estamos casados -cuando estemos casados-te diré cariñosamente que eres un obseso del control y tú te echarás a reír.
– No te preocupes -dije, levantando la mano-. Palabra de scout. No voy a presentarme de improviso en tu casa.
Pero aquí estoy, en mi coche, aparcado justo enfrente. Sin embargo, dime una cosa: ¿acaso tengo otra elección? Si estás ahí, me disculparé, te explicaré lo preocupada que he estado y sé que me perdonarás. Si estás ahí, puede que no me importe que me perdones o no, pero al menos sabré que estás bien. Han pasado más de tres días, Robert, y poco a poco estoy empezando a volverme loca.
Cuando me metí en tu calle, lo primero que vi fue tu camión rojo aparcado al final, sobre la hierba, más allá de unas casas, antes de que la calle se estreche hasta convertirse en un camino. Sentí que mi pecho se hinchaba, como si alguien me hubiera inyectado helio, al leer tu nombre en uno de los lados de la furgoneta. (Siempre me dices que no la llame furgoneta, ¿verdad? Nunca dejarías que te llamara «el hombre de la furgoneta roja», aunque lo he intentado en varias ocasiones). «Robert Haworth», en enormes letras negras. Me encanta tu nombre.
El camión es el de siempre, pero aquí, aparcado sobre la hierba, entre las casas y los campos, en un espacio en el que apenas cabe, me parece muy grande. Lo primero que pienso es que, para un camionero, es un sitio bastante incómodo para vivir: debe de ser una pesadilla maniobrar para llegar hasta la calle principal.
Lo siguiente que pienso es que hoy es lunes. Tu camión no debería estar ahí. Deberías haber salido a trabajar con él. Ahora empiezo a preocuparme en serio, demasiado como para sentirme intimidada -al ver tu casa, vuestra casa, la tuya y la de ella, Juliet-y huir fingiendo que probablemente todo va bien.
Sabía que el número de tu casa era el 3 y supongo que me imaginé que la numeración llegaría hasta el 20 o el 30, como en muchas calles, pero tu casa es la tercera y la última. Las otras dos están una frente a otra, más cerca de la calle principal y de la Brasserie Old Chapel, que está en la esquina. Tu casa está un poco más abajo, orientada hacia los campos que hay al final del camino. Todo cuanto puedo ver de ella desde la calle es una parte del tejado de pizarra y una larga pared rectangular de piedra beis con tan sólo una pequeña ventana cuadrada en la parte superior derecha: tal vez sea un baño o un trastero.
He aprendido algo nuevo sobre ti. Compraste la clase de casa que yo nunca compraría; una casa cuya parte trasera da a la calle y cuya fachada no pueden ver los transeúntes porque queda oculta. Da la impresión de que es un sitio poco acogedor. Sé que así se consigue más intimidad, y tiene sentido que la parte delantera tenga las mejores vistas, pero las casas como la tuya siempre me han parecido desconcertantes, como si, de una forma muy grosera, hubieran dado la espalda al mundo. Yvon está de acuerdo conmigo; lo sé porque siempre pasamos frente a una casa parecida cuando vamos al supermercado. «Las casas así están hechas para ermitaños que viven en su propio mundo y no paran de decir: "¡Bah, tonterías!», dijo Yvon la primera vez que pasamos frente a esa casa.
Sé lo que ella diría sobre el número 3 de Chapel Lane si estuviera aquí: «Parece la casa de alguien que podría decir: "No te atrevas a entrar". ¡Y efectivamente así es!». Solía hablarte sobre Yvon, pero dejé de hacerlo cuando frunciste el ceño y me dijiste que te parecía sarcástica y vulgar. Esa fue la única ocasión en que me sentí ofendida por algo que habías dicho. Te conté que ella era mi mejor amiga, que lo había sido desde el instituto. Y sí, es sarcástica, pero sólo en el buen sentido, para animar a la gente. Es directa e irreverente y cree firmemente que deberíamos ser capaces de reírnos de todo, incluso de las cosas malas. Incluso del amor desesperado por un hombre casado al que no puedes tener. Yvon cree que eso es algo de lo que habría que reírse especialmente, y la mitad del tiempo es su frivolidad lo que me mantiene cuerda.
Cuando te diste cuenta de que me sentó mal que la criticaras, me besaste y dijiste:
– Voy a contarte algo que leí una vez en un libro y que me ha hecho la vida más fácil: «Cuando nos ofenden y ofendemos a alguien, nos hacemos tanto daño a nosotros mismos como a los demás». ¿Entiendes lo que quiero decir?
Asentí con la cabeza, aunque no estaba muy segura de haberlo entendido.
Nunca te lo conté, pero le repetí tu aforismo a Yvon, aunque por supuesto no le expliqué el contexto. Fingí que habías hecho otro comentario ofensivo, uno que no tenía nada que ver con ella.
– Es muy práctico -dijo ella, riéndose tontamente-. A ver si lo entiendo: resulta que eres tan culpable cuando amas a un cabrón que cuando eres un cabrón. ¡Gracias por compartir esto con nosotras, mente privilegiada!
Me preocupa pensar en lo que puede pasar en nuestra boda, cuando al final nos casemos. No consigo imaginaros a ti y a Yvon manteniendo una conversación que no acabe rápidamente en el mutismo por tu parte y en una escandalosa risotada por la suya.
Anoche fue ella quien llamó a tu casa. La volví loca, se lo supliqué, la amargué durante toda la noche hasta que accedió a hacerlo. Me pone ligeramente enferma la idea de que ella haya escuchado la voz de tu mujer. Es dar un paso más hacia algo a lo que no quiero enfrentarme, la realidad de la presencia física de Juliet. Ella existe. Si ella no existiera, tú y yo ya podríamos estar viviendo juntos, y ahora sabría dónde estás.
Por su voz, parecía que Juliet estuviera mintiendo. Eso fue lo que dijo Yvon.
En la parte trasera de tu casa hay una pared de ladrillo con una puerta de madera marrón. No figura el número 3 en ninguna parte; sólo soy capaz de saber cuál es tu casa tras un proceso de eliminación. Salgo del coche y me tambaleo ligeramente, como si mis piernas no estuvieran acostumbradas a moverse. Aunque sopla el viento, hay una luz muy brillante, casi espectacular, que me obliga a entornar los ojos. Tengo la sensación de que tu calle está excesivamente iluminada, como si ésa fuera la forma en que la naturaleza quisiera decirme: «Aquí es donde vive Robert».
La puerta es alta, me llega hasta el hombro. Se abre con un crujido: entro y me paro en un camino de tierra batida, para contemplar tu jardín. En una esquina, junto a un montón de cajas de cartón aplastadas, hay una bañera vieja, con dos ruedas de bicicleta en su interior. El césped está mal cortado y hay más hierbas que plantas. Es evidente que en algún momento hubo parterres además del césped, pero ahora todo se funde en un apelmazado color verde y marrón. Lo que estoy viendo hace que me sienta furiosa con Juliet. Tú trabajas todos los días, a veces toda la semana, y no tienes tiempo de cuidar del jardín. Pero ella sí. No ha trabajado desde que os casasteis, y no tenéis hijos. ¿Qué hace durante todo el día?
Me dirijo hacia la puerta principal; cuando recorro uno de los laterales de la casa, veo otra pequeña ventana en la parte de arriba. ¡Oh, Dios, se me ocurre que podrías estar atrapado en el interior de la casa! Pero es evidente que no lo estás. Eres un hombre fuerte, de anchas espaldas, de 1,90 de altura. Juliet no podría encerrarte en ningún sitio. A no ser que… Pero no, es mejor que no sea ridícula.
He decidido ser eficiente y audaz. Hace tres años me prometí que nunca volvería a tener miedo de nada ni de nadie. Iré derecha hasta la puerta principal, pulsaré el timbre y haré las preguntas que debo hacer. Tu casa, me doy cuenta de ello en cuanto la rodeo, es una casa de campo, larga y baja. Desde fuera da la sensación de no haber sido restaurada desde hace décadas. La puerta es de un color verde apagado y todas las ventanas son cuadradas y pequeñas, con los cristales divididos en forma de diamante por unas líneas de plomo. Hay un árbol muy alto; de su rama más gruesa cuelgan cuatro deshilachados trozos de cuerda. Puede que antes hubiera un columpio. Aquí, en la parte delantera de la casa, el césped está combado; más allá, se aprecia una de esas vistas por las que se pelearían los pintores paisajistas. Veo hasta cuatro campanarios. Ahora sé lo que te atrajo de esta casa de campo que da la espalda al mundo. Al fondo veo Culver Valley, con su río que serpentea hasta Rawndesley. Me pregunto si con unos prismáticos podría ver mi casa.
No puedo pasar ante la ventana sin mirar dentro. De pronto, me siento eufórica. Éstas son las habitaciones de tu casa, con todas sus cosas. Acerco la cara al cristal y coloco las manos en forma de copa en torno a mis ojos. Un salón. Vacío. Es curioso… Siempre me había imaginado las paredes pintadas con colores oscuros, llenas de reproducciones de cuadros clásicos con pesados marcos de madera: Gainsborough, Constable, cosas así. Pero las paredes de tu salón son blancas, irregulares, y el único cuadro que hay representa a un desaliñado anciano con un sombrero marrón que observa a un muchacho que toca la flauta. Una alfombra lisa de color rojo cubre la mayor parte del suelo; debajo se ven unas láminas de madera baratas que no se parecen en nada a la madera.
La habitación está ordenada, lo cual es una sorpresa después de haber visto el jardín. Hay un montón de adornos, demasiados, colocados en pulcras filas, por todas partes. La mayoría son casitas de cerámica. Qué raro. No logro imaginarte viviendo en una casa llena de objetos tan cursis. ¿Es una colección? Cuando era una adolescente, mi madre trató de animarme para que coleccionara unas espantosas criaturitas de cerámica que creo que se llamaban whimsies. «No, gracias», le dije. Estaba mucho más interesada en coleccionar pósters de George Michael y Andrew Rígele.
Le echo la culpa a Juliet de haber convertido tu salón en una urbanización en miniatura, como la culpo también de las láminas de madera baratas. El resto de la habitación es aceptable: un sofá azul marino con una butaca a juego; los apliques de la pared, con una pantalla semicircular de escayola para que puedan verse las bombillas; un taburete de madera tapizado en cuero; una cinta métrica y un calendario de mesa. Todo tuyo, tuyo, tuyo. Sé que es una idea absurda, pero me siento identificada con esos objetos inanimados. Estoy exultante. En una de las paredes hay un aparador con puertas de cristal con más casas de cerámica: una hilera de casas diminutas, las más pequeñas de todo el salón. Debajo de ellas hay una vela de color miel que parece no haberse encendido nunca…
El cambio llega de repente, sin previo aviso, como si algo hubiera estallado en mi cerebro. Me aparto de la ventana, doy un traspié y estoy a punto de caerme. Me agarro el cuello de la blusa con una mano, por si fuera eso lo que me impide respirar; con la otra mano, me protejo los ojos. Me tiembla todo el cuerpo. Si no soy capaz de coger pronto un poco de aire, creo que me voy a desmayar. Necesito oxígeno urgentemente.
Espero a que se me pase, pero me encuentro cada vez peor. Ante mis ojos aparecen unos puntos oscuros que se esfuman enseguida. Me oigo lanzar un gemido. No puedo mantenerme en pie; supone demasiado esfuerzo. Me derrumbo, apoyándome en las manos y las rodillas, jadeando y sudando. Ya no pienso en ti ni en Juliet. El césped está increíblemente frío; tengo que dejar de tocarlo. Durante unos segundos me quedo ahí tirada, incapaz de comprender qué es lo que me ha hecho acabar en este estado.
No sé cuánto tiempo me quedo paralizada y sin aliento, en esta indecorosa posición… Puede que sean segundos o tal vez minutos. No creo que puedan ser más de unos minutos. En cuanto me siento capaz de moverme, me pongo de pie y salgo corriendo hacia la puerta sin mirar el salón. Aunque me lo propusiera, no podría mirar en esa dirección. No sé a qué se debe mi certeza, pero lo sé. La policía. Debo acudir a la policía.
Rodeo a toda prisa la casa con las manos extendidas hacia la puerta, tratando de alcanzarla desesperadamente lo antes posible. Creo que era algo horrible. Vi algo horrible a través de la ventana, algo tan inconcebiblemente aterrador que sé que no pudo ser fruto de mi imaginación. Aun así, no sería capaz de decir, ni aunque la vida me fuera en ello, de qué se trataba.
Una voz me detiene, una voz de mujer.
– ¡Naomi! -grita-. ¡Naomi Jenkins!
Dejo escapar un grito ahogado. El hecho de oír que gritan mi nombre completo me resulta espeluznante.
Me doy la vuelta. Ahora estoy en el otro lado de la casa; desde aquí no corro el riesgo de ver la ventana de tu salón. Me da mucho más miedo eso que esta mujer, que supongo que debe ser tu esposa.
Pero ella no sabe cómo me llamo. No sabe ni que existo. Tú mantienes tus dos vidas completamente separadas. Está acercándose a mí.
– Juliet -digo.
Ella tuerce brevemente la boca, como si se estuviera reprimiendo una sonrisa amarga. La observo atentamente, como hice con la cinta métrica, la vela y el cuadro del viejo y el muchacho. Ella es otra cosa que te pertenece. Sin tu sueldo, ¿cómo sobreviviría? Probablemente encontraría a otro hombre dispuesto a mantenerla.
Me siento vacía e inútil cuando pregunto:
– ¿Cómo sabes quién soy?
¿Cómo es posible que esta mujer sea Juliet? Por todo lo que me has contado sobre ella, me había imaginado a un ama de casa tímida y poco sofisticada, mientras que la persona que está frente a mí, de pelo rubio, lleva unas trenzas hechas con mucho esmero, un traje de chaqueta oscuro y unas finas medias negras. Le arden los ojos mientras se dirige lentamente hacia mí, tomándose deliberadamente su tiempo, tratando de intimidarme. No, ésta no puede ser tu mujer, la que no responde al teléfono y no sabe encender un ordenador. ¿Por qué se ha vestido con tanta elegancia?
Las palabras acuden a mi mente antes de que pueda detenerlas: para un funeral. Juliet se ha vestido para un funeral.
Doy un paso atrás.
– ¿Dónde está Robert? -grito.
Tengo que intentarlo. He venido aquí decidida a encontrarte.
– ¿Fuiste tú quien llamó anoche? -dice.
Todas sus palabras penetran en mi cerebro, como una flecha disparada a muy poca distancia. Quiero esquivar su voz, su cara, toda su presencia. No puedo soportar la idea de que a partir de ahora seré capaz de ver escenas y escuchar conversaciones entre los dos. He perdido para siempre ese escondite reconfortante y oscuro en el que podía imaginar.
– ¿Cómo sabes mi nombre? -digo, estremeciéndome a medida que se acerca más a mí-. ¿Qué le has hecho a Robert?
– Creo que las dos le hacemos lo mismo a Robert, ¿no es así?
Me sonríe con suficiencia. Tengo la sensación de que se está divirtiendo. Lo tiene todo bajo control.
– ¿Dónde está Robert? -pregunto de nuevo.
Avanza hacia mí hasta que nuestros rostros están tan sólo a pocos centímetros de distancia.
– Sabes lo que te dirían en un consultorio sentimental, ¿verdad?
Echo la cabeza hacia atrás, esquivando su cálido aliento. Forcejeando con la puerta, tiro del pestillo. Puedo irme cuando quiera. ¿Qué podría hacerme esta mujer?
– Pues te dirían que estás mejor sin él. Considéralo como un favor que te hago, aunque no lo merezcas.
Alzando apenas la mano, me saluda brevemente, moviendo los dedos de forma casi imperceptible antes de darse la vuelta para regresar a la casa.
No puedo mirar hacia dónde se dirige. Ni siquiera puedo pensar en ello.
– ¿Liv? ¿Estás ahí? -La inspectora Charlie Zailer habló por el móvil en voz baja mientras tamborileaba sobre la mesa con los dedos. Miró por encima del hombro para comprobar que no había nadie escuchando-. Deberías estar preparando el equipaje. ¡Vamos, coge el teléfono!
Charlie maldijo en voz baja. Probablemente, Olivia estaba haciendo algunas compras de última hora: no quería comprar un aftersun o un dentífrico en un supermercado extranjero. Se pasaba semanas elaborando una lista de lo que le haría falta y lo compraba todo antes de salir de viaje. «En cuanto salgo de casa, estoy de vacaciones -decía-, lo cual significa que nada de compras ni encargos. Sólo tumbarse en la playa, sin hacer nada».
Charlie oyó la voz de Colin Sellers detrás de ella. Él y Chris Gibbs habían vuelto después de haberse ido con la única intención de intercambiar unos cuantos insultos con dos miembros de otro equipo. Charlie bajó la voz y, hablando por teléfono entre dientes, dijo:
– Mira, he hecho algo realmente estúpido. Estoy a punto de entrar en un interrogatorio y podría alargarse un poco, pero te llamo en cuanto termine, ¿vale? ¡No te muevas de ahí!
– ¿Algo realmente estúpido, inspectora? Seguro que no.
A Sellers nunca se le ocurriría fingir que no había escuchado una conversación privada por casualidad, pero Charlie sabía que solo quería tomarle el pelo. Nunca sería capaz de ir más allá ni de usar esa conversación en su contra. De hecho, ya la había olvidado y se había concentrado en su ordenador.
– Coge una silla -le dijo a Gibbs, aunque éste le ignoró.
¿De verdad le había dicho a su hermana «¡No te muevas de ahí!» en ese tono tan imperioso? Charlie cerró los ojos, arrepentida. La ansiedad la convertía en una mandona, algo que no le convenía en absoluto. Se preguntó si habría forma de borrar el mensaje del buzón de voz de Olivia. Sería una buena excusa para hacer esperar un poco más a Simón. Sabía que ya se estaría preguntando qué era lo que la retenía. Estupendo. Que se impacientara.
– Vamos allá -dijo Sellers, asintiendo con la cabeza a la pantalla del ordenador-. Podría imprimir también esto ahora. ¿Qué te parece?
Era evidente que Sellers daba por sentado que no estaba trabajando solo, aunque Gibbs ni siquiera miraba la pantalla: mataba el tiempo, sentado detrás de Sellers, mordiéndose las uñas. A Charlie le recordaba a un adolescente decidido a demostrar lo mucho que se aburría cuando estaba rodeado de adultos. Si no fuera tan evidente que el tema le preocupaba, Charlie habría pensado que Gibbs mentía acerca de su inminente boda. ¿Quién querría casarse con ese cabrón malhumorado?
– Gibbs -dijo Charlie de repente-. Deja los ejercicios de meditación para tu tiempo libre y ponte a trabajar.
– Lo mismo digo. No soy yo quien ha llamado a su hermana.
Las palabras salieron de su boca como un torrente; era como si se las hubiera escupido. Ella se quedó mirándolo fijamente, incrédula.
– Cómo hacer la vida más fácil, de Christopher Gibbs -murmuró Sellers, jugueteando con su corbata. Como de costumbre, la llevaba muy suelta, y el nudo, demasiado apretado, se balanceaba como un colgante.
A Charlie le recordaba a un oso despeinado. ¿Cómo era posible, se preguntaba, que Sellers, que era más alto, más grueso, más enérgico y físicamente más fuerte que Gibbs, pareciera un bonachón? Gibbs era bajo y flaco, pero desprendía una fiereza condensada, contenida en un envase demasiado pequeño. Charlie lo utilizaba cuando quería intimidar a alguien. A veces, ella misma debía hacer un esfuerzo para no sentirse intimidada ante su presencia.
Gibbs se volvió hacia Sellers.
– ¡Tú cierra el pico!
Charlie apagó el teléfono y lo metió en el bolso. Seguro que Olivia intentaría llamarla mientras estuviera ocupada con el interrogatorio, y cuando volviera a intentar ponerse en contacto con ella, su hermana habría salido de nuevo… ¿o acaso no era eso lo que siempre ocurría?
– Continuará -le dijo fríamente a Gibbs. Ahora no podía enfrentarse a él.
– ¡A partir de mañana, vacaciones, inspectora! -gritó Sellers cuando Charlie salía del despacho. Era una forma de decirle en clave: «Tómatelo con calma con Gibbs, ¿vale?». No, por supuesto que no se lo tomaría con calma.
En el pasillo, a una distancia prudencial del Departamento de Investigación Criminal, Charlie se detuvo, sacó el espejo que llevaba en el bolso y lo abrió. Tenía la piel marchita y un aspecto desgarbado. Tenía que comer más y hacer algo con respecto a esas huesudas mejillas, rellenar aquellos huecos. Sus gafas nuevas, con montura de pasta negra, no mejoraban mucho el soñoliento aspecto de sus ojos.
Y luego estaba ese pelo corto, oscuro y rizado, en el que ya habían aparecido algunas canas. Teniendo en cuenta que sólo tenía treinta y seis años, no le parecía justo. Además, el sostén no se le ajustaba bien; ningún sostén se le ajustaba bien. Unos meses atrás había comprado tres de la que creía que era su talla, y todos resultaron ser demasiado grandes aunque con la copa demasiado pequeña. No tenía tiempo de hacer algo al respecto.
Sintiéndose incómoda con la ropa que llevaba y consigo misma, Charlie cerró el espejo y se dirigió hacia la máquina de bebidas. Los pasillos, en la parte original del edificio, la que en tiempos había albergado los baños Spilling, tenían paredes de ladrillo rojo. Mientras caminaba, Charlie oyó el ruido del agua corriendo a toda velocidad bajo sus pies. Sabía que se debía a algo relacionado con las tuberías del sistema de calefacción central, pero ese ruido daba la extraña sensación de que la función principal de la comisaría aún siguiera siendo de índole acuática. Charlie sacó un café moca de la máquina que había junto a la cantina y que habían instalado hacía poco para quienes no tenían tiempo de entrar a tomar algo, aunque lo irónico era que las bebidas de la máquina eran bastante más variadas y apetecibles que las que servía la gente supuestamente experta que atendía la barra. Charlie se tomó el café de un trago, sintió que la boca y la garganta se le abrasaban, y fue el encuentro de Simón.
Él pareció muy aliviado cuando Charlie abrió la puerta de la sala de interrogatorios número uno. Muy aliviado y luego avergonzado. Simón tenía los ojos más expresivos que Charlie hubiera visto jamás. Sin ellos, puede que su rostro hubiese sido el de un matón. Su nariz era larga y torcida; su mandíbula inferior, ancha y prominente, le daba un aspecto resuelto, como el de un hombre dispuesto a ganar todas las peleas. O el de alguien que temía perderlas y quería disimularlo. Charlie lo vapuleó mentalmente. «No seas blanda con él; es un mierda. ¿Cuándo te darás cuenta de que hace falta esforzarse mucho para ser tan irritante como Simón Waterhouse?». Pero eso era algo que Charlie realmente no creía. Ojalá pudiera.
– Lo siento. Me he entretenido -dijo Charlie.
Simón asintió con la cabeza. Delante de él, sentada, había una mujer pálida y de ojos rasgados; llevaba una falda larga negra, unos zapatos marrones de ante y un jersey verde de cuello de pico que parecía de cachemira. Su pelo, ondulado, era de color castaño rojizo -un color que a Charlie le recordó el de las castañas por las que solía pelearse de niña con Olivia-y le caía en una melena hasta los hombros. En el suelo, junto a sus pies, había un bolso de Lulu Guinness de color verde y azul; Charlie pensó que debía de haberle costado varios cientos de libras.
La mujer frunció los labios mientras escuchaba las disculpas de Charlie y cruzó los brazos con más fuerza. ¿Irritación o ansiedad? Era difícil de decir.
– Ésta es la inspectora Zailer -dijo Simón.
– Y usted es Naomi Jenkins.
Una vez más, Charlie sonrió para disculparse. Había decidido estar más relajada y ser menos áspera en los interrogatorios. ¿Lo habría notado Simón?
– Déjeme echar un vistazo a lo que tenemos hasta ahora -dijo Charlie, cogiendo el montón de papeles que Simón había escrito con su pulcra letra.
En una ocasión, Charlie había bromeado sobre su letra, preguntándole si, cuando era un niño, su madre lo había obligado a inventarse un país imaginario y a llenar un montón de cuadernos con cuentos sobre esas tierras de ficción, como las hermanas Bronté. La broma no le había sentado bien. Simón era muy susceptible con respecto a su infancia: sus padres le prohibían ver la televisión, ya que pensaban que debía hacer cosas que desarrollaran su imaginación.
Una vez hubo leído por encima lo que Simón había escrito, Charlie dedicó su atención al otro montón de notas que había sobre la mesa. Las había tomado la agente Grace Squires, que había interrogado brevemente a Naomi Jenkins antes de mandarla al Departamento de Investigación Criminal. Según esas notas, ella había insistido en hablar con un inspector.
– Voy a resumir la que creo que es la situación -dijo Charlie-. Usted está aquí para informar de la desaparición de un hombre, Robert Haworth. ¿Él ha sido su amante a lo largo del último año?
Naomi Jenkins asintió con la cabeza.
– Nos conocimos el 24 de marzo de 2005. El 24 de marzo, un jueves.
Su voz era grave y áspera.
– Muy bien.
Charlie intento que su voz sonara más firme que brusca. Un exceso de información podía resultar tan problemático como la escasez de ella, sobre todo en un caso sencillo. Habría sido muy fácil llegar a la conclusión de que no había caso: había un montón de hombres casados que abandonaban a sus amantes sin dar ninguna explicación. No obstante, Charlie se recordó a sí misma que había que darle una oportunidad. No podía permitirse cerrarse ante una mujer que decía necesitar ayuda; ya lo había hecho antes y aún se seguía sintiendo mal, aún seguía pensando cada día en toda la escalofriante violencia que habría podido evitar si no hubiera llegado a la conclusión más fácil.
Hoy escucharía como debía hacerlo. Naomi Jenkins parecía una mujer seria e inteligente. Sin duda alguna, estaba alerta. Charlie tenía la sensación de que se había contestado todas las preguntas antes de que se las hubieran formulado.
– Robert tiene cuarenta años; es camionero. Está casado con Juliet Haworth. Ella no trabaja. No tienen hijos. Usted y Robert habían decidido verse todos los jueves en el Traveltel del área de servicio Rawndesley East, entre las cuatro y las siete de la tarde. -Charlie levantó la vista-. ¿Todos los jueves durante un año?
– Desde que nos conocimos no habíamos fallado nunca. -Naomi se echó hacia delante y se colocó el pelo detrás de la oreja-. Siempre pedimos la habitación once. Es lo habitual; Robert es quien paga.
Charlie se encogió de hombros. Podría habérselo imaginado, pero le pareció que Naomi Jenkins estaba imitando su forma de hablar: resumía los hechos rápida y eficientemente. Se esforzaba demasiado.
– ¿Y qué hacen si la habitación once no está libre? -preguntó Simón.
– Siempre está libre. Saben que queremos esa habitación, de modo que la dejan libre. Nunca hay demasiada gente.
– Así pues, el pasado jueves fue allí para encontrarse con el señor Haworth, como de costumbre, sólo que él no se presentó. Y no se ha puesto en contacto con usted para explicarle por qué no acudió. Su móvil está desconectado y no ha respondido a sus mensajes -resumió Charlie-. ¿Correcto?
Naomi asintió con la cabeza.
– Eso es todo lo que tenemos hasta ahora -dijo Simón. Charlie repasó por encima el resto de las notas. Hubo algo que le llamó la atención y que despertó su interés por lo inusual. -¿Es diseñadora de relojes de sol?
– Sí -repuso Naomi-. ¿Por qué? ¿Acaso es eso importante?
– No, no lo es. Es una profesión poco habitual, eso es todo. ¿Diseña relojes de sol para venderlos?
– Sí.
Naomi parecía un poco impaciente.
– ¿Para… empresas o…?
– Ocasionalmente para empresas, pero, en general, para particulares que tienen jardines muy grandes. A veces para algunas escuelas o universidades.
Charlie asintió con la cabeza. Pensó que sería bonito tener un reloj de sol en su minus patio delantero. Su casa no tenía jardín, gracias a Dios. Charlie odiaba la idea de tener que segar o cortar…, ¡vaya pérdida de tiempo! Se preguntó si Naomi compraría tallas pequeñas en un sitio como Marks & Spencer.
– ¿Ha llamado por teléfono a casa del señor Haworth?
– Mi amiga Yvon, que está viviendo en mi casa, llamó anoche. Contestó Juliet, su mujer. Dijo que Robert estaba en Kent, pero su camión está aparcado delante de su casa.
– ¿Estuvo usted allí?
Se lo preguntó Charlie, al mismo tiempo que Simón decía:
– ¿Qué clase de camión?
Esa era la diferencia entre un hombre y una mujer, pensó Charlie.
– Es grande, de color rojo. No sé nada sobre camiones -dijo Naomi-pero Robert se refiere a él como un cuarenta y cuatro toneladas. Lo verán cuando vayan a su casa.
Charlie ignoro este último comentario y evitó la mirada de Simón.
– ¿Estuvo en casa de Robert? -insistió Charlie.
– Sí. Esta tarde, a primera hora. Después vine directamente aquí… -Dejó de hablar de golpe y entonces bajó la vista hacia sus rodillas.
– ¿Por qué? -preguntó Charlie.
Naomi Jenkins se tomó unos segundos para serenarse. Cuando levantó la mirada, había un destello de desafío en sus ojos.
– Después de estar en su casa, supe que algo iba mal.
– ¿Mal en qué sentido? -preguntó Simón.
– No sé qué, pero Juliet le ha hecho algo a Robert. -Su rostro palideció ligeramente-. Y se las ha arreglado para que él no pueda ponerse en contacto conmigo. Si por algún motivo el pasado jueves no pudo acudir al Traveltel, me habría llamado enseguida. A menos que físicamente no pudiera hacerlo. -Naomi dobló los dedos de ambas manos. Charlie tenía la sensación de que hacía un gran esfuerzo por parecer tranquila y demostrar que lo tenía todo bajo control-. Él no está tratando de ignorarme. -Naomi dirigió su comentario a Simón, como si esperara que él le llevara la contraria-. Robert y yo nunca hemos sido tan felices como ahora. Desde que nos conocimos hemos sido inseparables.
Charlie frunció el ceño.
– Sí son inseparables; de hecho, lo son seis días de cada siete, ¿verdad?
– Usted sabe a qué me refiero -dijo Naomi bruscamente-. Mire, Robert apenas puede esperar hasta el jueves siguiente. Y a mí me ocurre lo mismo. Estamos desesperados por vernos.
– ¿Qué sucedió cuando fue a casa del señor Haworth? -preguntó Simón, jugueteando con su bolígrafo.
Charlie sabía que Simón odiaba cualquier cosa que implicara un desorden emocional, aunque nunca lo hubiera dicho.
– Abrí la puerta y me metí en el jardín. Rodeé la casa hasta llegar a la entrada… Viendo la casa desde la calle, la puerta de entrada está en la parte de atrás. Quería ser muy directa: llamar al timbre y preguntarle a Juliet a la cara dónde estaba Robert.
– ¿Sabía la señora Haworth que usted y su marido tenían una aventura? -interrumpió Charlie.
– Yo creía que no. Él está desesperado por dejarla, pero, hasta que lo haga, no quiere que ella sepa nada de mí. Eso le complicaría demasiado la vida… -Naomi frunció el entrecejo y su expresión se ensombreció-. Pero luego, cuando yo intentaba irme, ella fue detrás de mí… Pero eso ocurrió después. Usted me preguntó qué pasó. Para mí es más fácil contarlo tal como ocurrió, por orden, o no tendría sentido.
– Adelante, señorita Jenkins -dijo Charlie amablemente, preguntándose si aquella regañina era el preludio de un incontrolable ataque de histeria. Ya lo había visto en otras ocasiones.
– Preferiría que me llamara Naomi. «Señorita» y «señora» suena ridículo, por motivos distintos. Estaba en el jardín y me dirigí a la puerta principal. Entonces… pasé por delante de la ventana del salón y no pude evitar mirar dentro. -Tragó saliva con dificultad. Charlie estaba esperando-. Vi que la habitación estaba vacía, pero quise echar un vistazo a las cosas de Robert. -Su voz se quebró.
Charlie se dio cuenta de que Simón tensaba los hombros. Naomi Jenkins acababa de ganarse la antipatía de la mitad de su público.
– No en plan morboso o acosador -añadió, indignada. Al parecer, aquella mujer era capaz de leer la mente-. Es evidente que si la persona a la que amas tiene otra vida de la que no formas parte echas desesperadamente de menos esos detalles cotidianos que comparten las parejas que viven juntas. Es algo que empiezas a desear. Yo sólo… Me había imaginado a menudo cómo sería su salón, y ahí lo tenía, delante de mí.
Charlie se preguntó cuántas veces más oiría la palabra «desesperadamente».
– Mire, no tengo miedo de la policía -dijo Naomi.
– ¿Por qué iba a tenerlo? -preguntó Simón.
Ella negó con la cabeza, como si él no la hubiese entendido.
– En cuanto empiecen a investigar, descubrirán que Robert ha desaparecido. O que ha sucedido algo más grave. Pero no quiero que se fíe de mis palabras, inspector Waterhouse. Quiero que investigue y lo descubra por sí mismo.
– Subinspector Waterhouse -la corrigió Charlie-. Subinspector. -Charlie se preguntaba cómo se sentiría si Simón decidiera hacer los exámenes para ser inspector y los aprobara, si ella ya no fuera su superior. Era algo que podría llegar a ocurrir. Pero decidió que no debía preocuparse por ello-. ¿El señor Haworth tiene coche? Puede que lo haya cogido para ir a Kent.
– Es camionero. Necesita el camión para trabajar, y cuando no está conmigo dedica cada minuto a su trabajo. Debe hacerlo, porque Juliet no tiene ingresos… Todos los gastos dependen de él.
– Pero ¿tiene coche?
– No lo sé. -Naomi se sonrojó-. Nunca se lo he preguntado. -A la defensiva, añadió-: Apenas tenemos tiempo para estar juntos y no malgastamos el poco del que disponemos en cosas triviales.
– Bueno, así que estaba mirando a través de la ventana del salón del señor Haworth… -empezó Charlie.
– El Traveltel tiene una política de cancelaciones -dijo Naomi, cortando a Charlie-. Si cancelas antes del mediodía del día de la reserva, no te cobran la habitación. Le pregunté a la recepcionista, y Robert no había cancelado la reserva, algo que sin duda alguna habría hecho si hubiera decidido dejarme. El nunca malgastaría el dinero de esa manera.
Había cierto acoso verbal -casi como un castigo-en su forma de hablar. «Trata de ser tolerante y paciente para ver qué ocurre», pensó Charlie. Supuso que Naomi Jenkins mantendría esa actitud durante el resto del interrogatorio.
– Sin embargo, el pasado jueves el señor Haworth no se presentó -dijo Simón-, de modo que supongo que fue usted quien pagó.
Charlie había estado a punto de hacer exactamente la misma objeción. Una vez más, Simón se había hecho eco de sus pensamientos como nadie más era capaz de hacerlo.
Naomi arrugó el rostro.
– Sí -acabó por admitir-. Pagué yo. Es la única vez que lo he hecho. Robert es bastante romántico y, en ciertas cosas, antiguo. Estoy segura de que yo gano mucho más dinero que él, pero siempre he fingido que apenas gano nada.
– ¿Es algo que él podría suponer por su ropa o por su casa? -preguntó Charlie, que supo, en cuanto entró en la sala de interrogatorios, que se encontraba frente a una mujer que gastaba bastante más que ella en ropa.
– A Robert no le interesa la ropa y nunca ha estado en mi casa.
– ¿Por qué no?
– ¡No lo sé! -Naomi parecía estar a punto de llorar-. Es muy grande. No quería que pensara que… Pero sobre todo fue por Yvon.
– Su amiga.
– Es mi mejor amiga y vive conmigo desde hace dieciocho meses. Sabía que ella y Robert no se iban a gustar en cuanto lo conocí, y no quería enfrentarme al hecho de que no se llevaran bien.
«Interesante -pensó Charlie-. Conoces al hombre de tus sueños y al momento te das cuenta de que tu mejor amiga lo odiaría».
– Miren, si Robert hubiera decidido terminar con nuestra relación se habría presentado, tal y como estaba previsto, y me lo habría dicho a la cara -insistió Naomi-. Cada vez que nos vemos hablamos de casarnos. Al menos me habría llamado. Es la persona más responsable que he conocido jamás; es así porque necesita controlar las cosas. Él sabría que, si desapareciera de repente, yo lo buscaría y que iría a su casa. Y entonces sus dos mundos chocarían, como ha ocurrido esta tarde. No hay nada que Robert pudiera odiar más. Haría todo lo posible para asegurarse de que su mujer y su… novia no se conocieran ni hablaran nunca. Y puesto que no estaba allí, sería mejor hacer algo. Robert preferiría morir antes que dejar que eso ocurriera.
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Naomi.
– Me hizo prometer que nunca iría a su casa -murmuró-. No quería que viera a Juliet. Hizo que ella pareciera…, como si le pasara algo malo, como si estuviera loca o tuviera alguna enfermedad, como si fuera una inválida. Y entonces, cuando la vi, me pareció tan segura de sí misma…, incluso superior. Llevaba un traje de chaqueta negro.
– Naomi, ¿qué ocurrió esta tarde en casa del señor Haworth? -Charlie consultó su reloj. Seguramente Olivia ya estaría de vuelta.
– Creo que vi algo. -Naomi suspiró y se frotó la frente-. Tuve un ataque de pánico, el peor de mi vida. Perdí el equilibrio y me caí al suelo. Tuve la sensación de que me ahogaba. Me levanté en cuanto pude y traté de huir. Miren, estoy segura de que vi algo, ¿de acuerdo?
– ¿A través de la ventana? -preguntó Simón.
– Sí. Ahora, al hablar de ello, estoy empezando a sentir un sudor frío, a pesar de que estamos lejos de allí.
Charlie frunció el ceño y se echó hacia delante en su silla. ¿Se le había pasado algo por alto?
– ¿Qué vio? -preguntó.
– ¡No lo sé! Todo lo que sé es que me entró el pánico y tuve que irme. Todas las razones que tenía para estar allí se esfumaron de repente, y tenía que irme lo antes posible. No podía soportar estar cerca de esa casa. Tuve que ver algo. Hasta ese momento yo me encontraba bien.
En opinión de Charlie, todo era demasiado confuso. La gente veía algo o no lo veía.
– ¿Vio algo que le hizo pensar que Robert había sufrido algún daño? -preguntó Charlie-. ¿Sangre, algún objeto roto, pruebas de que había habido una discusión o una pelea?
– No lo sé. -La voz de Naomi sonó malhumorada-. Puedo decirles todo lo que recuerdo haber visto: una alfombra roja, un suelo de láminas de madera, un montón de horribles casitas de porcelana de todas las formas y tamaños, una vela, una cinta métrica, una aparador con las puertas de cristal, una televisión, un sofá, una butaca…
– ¡Naomi! -Charlie interrumpió la crispada salmodia de aquella mujer-. ¿No cree posible que tal vez haya supuesto, erróneamente, que esa súbita reacción haya sido la consecuencia de algo extraño, de algún estímulo desconocido que pudiera haber sido originado por algo que vio a través de la ventana? ¿No podría ser la manifestación del estrés que ha ido acumulando desde hace un tiempo?
– No. No lo creo -contestó ella rotundamente-. Vayan a casa de Robert y descubrirán algo. Sé que lo harán. Si estoy equivocada, me disculparé por haberles hecho perder el tiempo. Pero no estoy equivocada.
– ¿Qué ocurrió después del ataque de pánico? -preguntó Charlie-. Dijo que intentó huir…
– Juliet fue tras de mí. Me llamó por mi nombre. Y también sabía mi apellido. ¿Cómo podía saberlo? -Por un momento, Naomi pareció estar totalmente desconcertada, como una niña perdida-. Robert se aseguró de mantener sus dos vidas completamente separadas.
«Las mujeres son idiotas», pensó Charlie, incluyéndose a sí misma en el insulto.
– Quizás lo descubrió. Las esposas suelen hacerlo a menudo.
– Me dijo que estaría mejor sin él y que me había hecho un favor. O algo por el estilo. Eso es tanto como admitir que le ha hecho algo a Robert, ¿no?
– No del todo -dijo Simón-. Lo que tal vez quiso decir es que lo había convencido para que terminara la relación que mantenía con usted.
Naomi apretó los labios.
– Usted no escuchó su tono de voz. Quería que yo pensara que yo pensara que había hecho algo mucho peor que eso. Quería que yo temiera lo peor.
– Puede que sí -dijo Charlie, pensando en voz alta-, pero eso no significa que haya ocurrido lo peor. Ella tiene razones para estar enfadada con usted, ¿no?
Naomi parecía ofendida. O puede que indignada.
– ¿Acaso no conocen a alguien que siempre llega media hora antes a una cita porque cree que va a llegar el fin del mundo si se presenta un segundo tarde? -preguntó-. ¿Alguien que llama por teléfono si va a llegar cinco minutos antes para disculparse por llegar «casi con retraso»?
«La madre de Simón», pensó Charlie. Por la forma en que se encorvó sobre sus notas, Charlie sabía que él estaba pensando lo mismo.
– Me lo tomaré como un sí -dijo Naomi-. Pues imagínense que un día han quedado con esa persona y no se presenta. Y no llama. ¿Acaso no pensarían, en cuanto llegara cinco minutos tarde, incluso tan sólo un minuto, que le había ocurrido algo malo? ¿No pensarían eso?
– Déjelo en nuestras manos -dijo Charlie, levantándose. Probablemente, en aquel preciso instante, Robert Haworth estaba durmiendo en el suelo del apartamento de algún amigo, refunfuñando, junto a una pinta de cerveza, sin poder creer cómo había sido tan estúpido, como otros tantos hombres, y había dejado tirado por ahí el recibo de una tarjeta de crédito para que su mujer pudiera encontrarlo.
– ¿Eso es todo? -espetó Naomi-. ¿Eso es todo cuanto tienen que decir?
– Déjelo en nuestras manos -repitió Charlie con firmeza-. Nos ha dado mucha información, y sin duda vamos a investigarla. En cuanto sepamos algo, nos pondremos en contacto con usted. ¿Cómo podemos localizarla?
Naomi chasqueó la lengua, rebuscando en su bolso. El pelo cayó sobre sus ojos y se lo colocó detrás de la oreja, soltando una maldición entre dientes. Charlie estaba impresionada: la mayoría de la gente de clase media trataba de no maldecir en público y, si lo hacían, se disculpaban de inmediato, lo cual resultaba irónico, ya que la mayoría de los policías sueltan maldiciones continuamente. De todos los que Charlie conocía, el inspector jefe Giles Proust era el único que no lo hacía.
Naomi dejó caer una tarjeta sobre la mesa y también una fotografía suya y de un hombre de pelo castaño oscuro que llevaba unas gafas sin montura. Las lentes eran dos finos rectángulos que apenas cubrían sus ojos. Era fornido pero atractivo y parecía estar evitando la cámara.
– ¡Aquí lo tienen! Y si no se ponen en contacto conmigo pronto, lo haré yo. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Quedarme sentada sin hacer nada, sin saber si Robert está vivo o muerto?
– Piense que está vivo hasta que tenga una buena razón para pensar lo contrario -dijo Charlie secamente.
¡Por Dios! Aquella mujer era la reina del melodrama. Charlie levantó la tarjeta y frunció el ceño.
– ¿Chalets de Lujo Silver Brae? ¿Propietario G. Angilley?
Naomi hizo una mueca de dolor y se echó ligeramente hacia atrás, negando con la cabeza.
– Pensé que diseñaba relojes de sol…
– Me equivoqué de tarjeta. Sólo… Sólo…
Naomi rebuscó de nuevo en su bolso, ruborizándose.
– ¿Fue a una de esas casas con el señor Haworth?
Charlie sentía curiosidad. Bueno, era poli.
– Ya le dije adónde iba con Robert. Al Traveltel. ¡Aquí está!
La tarjeta que en esta ocasión le tendió a Charlie era la suya. En ella había una fotografía en color de un reloj de sol: la mitad de una esfera inclinada, de piedra verdosa, con números romanos y una enorme ala de mariposa dorada que sobresalía del centro. También había una frase en latín, en letras doradas, aunque sólo resultaba visible una parte: «Horas non».
Charlie estaba impresionada.
– ¿Esto lo ha hecho usted? -preguntó.
– No. Quería que mi tarjeta profesional anunciara el trabajo de la competencia.
Naomi fulmino a Charlie con la mirada. Vale, había sido una pregunta estúpida. ¿La competencia? ¿Cuántos diseñadores de relojes de sol podía haber?
– ¿Qué significa «Horas non»?
Naomi dejó escapar un suspiro, ofendida por la pregunta.
– Horas non numero nisi aestivas. «Sólo marco las horas de sol».
Habló deprisa, como si quisiera acabar de una vez por todas. Las horas de sol hicieron pensar a Charlie en sus vacaciones y las de Olivia. Le hizo un gesto de asentimiento a Simón para zanjar el asunto y abandonó la sala de interrogatorios, cerrando de un portazo.
En el pasillo, conectó el móvil y pulsó la tecla de rellamada. Gracias a Dios, su hermana contestó después del segundo tono.
– ¿Sí? -dijo Olivia, con la boca llena de comida. Salmón ahumado y crema de queso, pensó Charlie. O un bollo relleno de chocolate… Algo que pudiera sacarse de una bolsa y comerse al momento. Charlie no captó ni el más mínimo suspense en la voz de su hermana cuando le preguntó-: -¿Qué otra nueva y previsible estupidez tienes que contarme?
– Gnomon -dijo Simón-. Una palabra interesante.
En la pantalla de su ordenador tenía la página web de Naomi Jenkins. La sala del Departamento de Investigación Criminal tenía un aire de abandono: montones de papeles diseminados en mes vacías, vasos de porexpán rotos por el suelo y silencio, salvo zumbido de los ordenadores y los fluorescentes. No había ni rastro de Sellers ni del gilipollas de Gibbs. El cubil acristalado del inspector jefe Proust, situado en un rincón, estaba vacío.
Charlie leía por encima del hombro de Simón.
– «Un gnomon es un proyector de sombras». ¿Acaso no es así como funcionan los relojes de sol? La forma en que se proyecta la sombra te indica qué hora es. Eh, mira, aquí dice que también los diseña en miniatura. Podría poner uno en el alféizar de la ventana.
– Yo que tú no se lo pediría -repuso Simón-. Probablemente te partiría la boca. Mira, los diseña de muchos tipos: de pared, con pedestal, verticales, horizontales, de metal, de piedra, de fibra de vidrio… Son impresionantes, ¿no?
– Me encantan. Salvo éste. -Charlie señaló la foto de un cubo de piedra liso con unos gnómones triangulares de hierro pegados a dos de sus caras-. Me gustaría más con una frase en latín. ¿Crees que esculpe ella misma las letras? Aquí dice que están esculpidas a mano…
– «El tiempo es una sombra…» -leyó Simón en voz alta-. ¿Quién encargaría un reloj de sol con esa inscripción? Imagínatelo: tomar el sol y cuidar del jardín junto a algo que te recuerda que te acercas rápidamente a la muerte.
– Te ha quedado precioso -dijo Charlie, preguntándose si Simón sabía que estaba hasta las narices de él. Hasta las narices, desilusionada, lo que fuera, aunque tratara de ocultarlo con todo su empeño-. ¿Qué te ha parecido la señorita Jenkins?
Simón dejó el teclado y se volvió hacia ella.
– Ha reaccionado de una forma exagerada. Emocionalmente es un poco inestable. Ha dado a entender que ya había sufrido otros ataques de pánico.
Charlie asintió con la cabeza.
– ¿Por qué crees que estaba tan enfadada y resentida? Creo que la hemos escuchado con atención, ¿no? ¿Y por qué dijo: «No tengo miedo de la policía»? Eso estaba fuera de lugar, ¿verdad? -Charlie asintió con la cabeza al ordenador-. ¿Hay algún perfil sobre ella en su página web? ¿Información personal o algo así?
– Si ese Haworth la está evitando, no lo culpo -dijo Simón-. Puede que sea una forma cobarde de dejarla y todo eso, pero ¿te imaginas tratando de romper una relación con ella?
– Él le prometió que se casarían, o sea que debe haber sufrido una decepción. ¿Por qué los hombres sois tan cabrones?
En la pantalla del ordenador apareció una fotografía de Naomi Jenkins. Estaba sonriente, sentada en un enorme reloj de sol semicircular negro, apoyada en su proyector de sombras plateado en forma de cono, el gnomon. Charlie pensó que habría que acostumbrarse a aquella palabra. Naomi llevaba el pelo de color castaño rojizo recogido hacia atrás y vestía unos pantalones de pana rojos y una sudadera azul descolorida.
– Aquí parece bastante normal -dijo Simón-. Una mujer feliz y de éxito.
– Es su página web -dijo Charlie-. La habrá diseñado ella misma.
– No, mira. Aquí abajo dice: «Summerhouse -Diseño de páginas web».
Charlie chasqueó la lengua, impaciente.
– No hablaba en sentido literal. Me refería a que habrá suministrado personalmente toda la información y las fotos. Cualquier freelance que tenga una página web para promocionar su empresa piensa muy a fondo qué imagen quiere dar.
– ¿Crees que nos está mintiendo? -preguntó Simón.
– No estoy segura. -Charlie se mordió el pulgar-. No necesariamente, pero… No lo sé. Sólo estoy haciendo suposiciones, pero dudo que el hecho de perder a su amante sea el origen de sus problemas. En cualquier caso, encontremos a Haworth, comprobemos que está bien y fin del asunto. Mientras tanto, yo… me iré a tumbarme en las playas de Andalucía.
Charlie mostró una amplia sonrisa. Había pasado más de un año desde que había conseguido tomarse más de cinco días libres. Y ahora iba a tomarse una semana de vacaciones en condiciones, como una persona normal. ¿Sería posible?
– Aquí tienes la tarjeta de la proyectara de sombras -dijo-. ¿No querrás otra de Chalets de Lujo Silver Brae, por casualidad? La señora Jenkins me mintió con respecto a eso. Cuando dije «Chalets de Lujo Silver Brae» pareció que le había dado. Apuesto a que ella y Haworth estuvieron allí. -Charlie le dio la vuelta a la tarjeta-. Olvidé devolvérsela. Hum… Tienen servicio de transporte desde el aeropuerto de Edimburgo. Si lo deseas, sirven comida casera, tienen un centro de spa, camas extra grandes… Quizás podrías ir con Alice.
Maldita sea. ¿Por qué había dicho eso?
Simón ignoró el comentario.
– ¿Qué piensas sobre el asunto de la ventana? -preguntó Simón-. ¿Crees que vio algo?
– ¡Oh, por favor! Eso era un montón de mierda. Estaba estresada y se le fue la olla… Así de simple.
Simón asintió con la cabeza.
– Ella dijo que a Haworth le gusta controlarlo todo, pero a mí me parece que la obsesa del control es ella. Insistió en contarnos la historia cronológicamente y nos ordenó que fuéramos a casa de Haworth. -Simón cogió la fotografía de Naomi con Robert Haworth y la estudió. Al fondo había un cartel de un Burger King, sobre una fila de coches-Parece tomada en el exterior del Traveltel -dijo.
– Qué pintoresco.
– Es un poco triste, ¿no? Él nunca ha estado en su casa y llevan un año viéndose.
– Su relación es el verdadero misterio de este asunto -repuso Charlie-. ¿Qué tendrá él de malo para que ella no quiera que su mejor amiga lo conozca?
– Tal vez de quien ella se avergüenza sea de su amiga -sugirió Simón.
– ¿Qué pueden tener en común una pretenciosa diseñadora de relojes de sol y un camionero que está sin blanca?
– ¿La atracción física?
Parecía que Simón no quisiera pensar demasiado en ello.
Charlie estuvo a punto de decir: «¿Te refieres al sexo?», pero se contuvo a tiempo.
– El no tiene aspecto de camionero, ¿verdad? -Charlie frunció el ceño-. ¿Cuántos camioneros conoces que lleven camisas de cuello Mao y unas gafas cuadradas de diseño?
– No conozco a ningún camionero -dijo Simón, casi abatido, como si acabara de ocurrírsele que le hubiera gustado conocer a alguno.
– Bueno… -dijo Charlie, golpeándole en el hombro-. Pues eso pronto va a cambiar. Mándame un SMS cuando lo hayas encontrado, ¿vale? Me alegrará las vacaciones saber que ha emigrado a Australia para quitarse de encima a la diseñadora de relojes de sol. Pensándolo mejor, no. La última vez que me fui de vacaciones, Proust me llamó casi todos los días. Esto puede esperar hasta mi regreso.
Charlie se colgó el bolso del hombro y empezó a recoger sus cosas. Todo lo que tuviera que ver con el trabajo podía esperar una semana. Lo que no podía esperar era la explicación que Olivia le exigía. Charlie iba a salir directamente de la comisaría para reunirse con su hermana en el aeropuerto y tenía que hacer mejor las cosas de lo que lo había hecho por teléfono. ¿Por qué sentía la irresistible necesidad de contárselo todo a Olivia en el momento en que la jodía? Hasta que se lo confesaba, sentía pánico y estaba fuera de control; había sido así desde que eran dos adolescentes. Al menos había logrado que Olivia permaneciera en silencio durante tres o cuatro segundos, algo que antes nunca había ocurrido.
– No tengo ni idea de por qué lo he hecho -dijo, lo cual era cierto.
– Bueno, tienes tres horas para pensar en ello y llegar a una conclusión convincente -replicó Olivia una vez fue capaz de recuperar la voz-. Te lo volveré a preguntar en Heathrow.
«Sea lo que sea lo que te diga entonces, aún no tendré ni idea» pensó Charlie.
Martes, 4 de abril.
Detrás de la barra del Star Inn sólo hay una persona: un hombre flaco y bajito de rostro alargado y nariz enorme. Está silbando mientras saca brillo a unas jarras de cerveza con un deshilachado trapo verde. Es poco después de mediodía. Yvon y yo somos sus primeras clientas. El hombre levanta la vista y nos sonríe. Sus dientes son largos, como los de un caballo; tiene un hueco en ambos lados de la cabeza, encima de las orejas, como si le hubieran apretado las sienes con unas enormes pinzas.
¿Te parece una descripción precisa? Tú nunca describes las cosas. Me parece que no te gusta imponer a la gente tu visión del mundo, de modo que te quedas meramente en los sustantivos: camión, casa, pub. No, no es verdad. Nunca te oído emplear la palabra «pub». Tú dices «local», lo que supongo que es una especie de descripción.
No sé por qué me siento tan decepcionada al ver que el Star está vacío, con la excepción de ese camarero de aspecto tan peculiar. No es que esperara que estuvieras aquí. Si hubiera tenido una mínima esperanza de que así fuera, me habría estado engañando a mí misma. Si pudieras salir a tomar algo, podrías contactar conmigo. Yvon me aprieta el brazo, consciente de mi sombría expresión.
Al menos sé que estoy en el lugar indicado. En cuanto he entrado, todas mis dudas se han disipado. Cuando me hablas del r te refieres a este sitio. No me sorprende que escogieras un lugar apartado, metido en el valle, junto al río. Aunque está en el pueblo, no puede verse desde la calle principal de Spilling. Tienes que tomar la calle que hay entre la tienda de marcos y el centro de medicina alternativa y seguirla hasta dejar atrás el parque Blantyre.
El pub es una sala enorme, con la barra al final. El aire huele a humedad, como a levadura, y el ambiente está lleno del humo del tabaco de la noche anterior.
El camarero sigue sonriendo.
– Buenos días, señoras. O buenas tardes, mejor dicho. ¿Qué les pongo?
Deduzco que es de esa clase de jóvenes que acostumbran a hablar como lo haría un viejo. En cierto modo, me alegra no tener la opción de decidir con quién hablar. Así puedo concentrarme en lo que debo decir.
Las paredes están cubiertas con páginas de viejos periódicos enmarcadas: el Rawndesley Telegraph y el Rawndesley Evening Post. Echo un vistazo a la que tengo más cerca. En una columna hay un artículo sobre una ejecución que tuvo lugar en Spilling en 1903; hay una foto de una soga y, al lado, otra del desgraciado criminal. La segunda columna la encabeza el titular «Un granjero de Silsford gana el premio al cerdo más grande», junto a un dibujo del animal y de su dueño, ambos muy orgullosos; el cerca se llama Snorter [1].
Parpadeo para ahuyentar las lágrimas. Por fin veo todo lo que tú ves, tu mundo. Ayer vi tu casa y hoy este pub. Me siento como si estuviera haciendo una visita guiada por tu vida. Esperaba que eso me acercara más a ti, pero ha tenido justo el efecto contrario. Es horrible. Me siento como si estuviera viendo tu pasado y no ti presente, y, sin lugar a dudas, algo que nunca podré compartir. Es como si estuviera atrapada detrás de una pantalla de cristal o de un cordón rojo y no pudiera alcanzarte. Quiero gritar tu nombre.
– Voy a tomar un gin-tonic. Doble -dice Yvon, en voz muy alta, pensando en mí, intenta que su voz suene jovial, como si hubiéramos salido de juerga-. ¿Naomi?
– Una clara -me oigo decir a mí misma.
No he tomado una clara desde hace años. Cuando estoy contigo, sólo tomo el Pinot Grigio que traes o el té de nuestra habitación del Traveltel.
El camarero asiente con la cabeza.
– Enseguida -dice.
Tiene un marcado acento de Rawndesley.
– ¿Conoce a Robert Haworth? -le suelto, demasiado ansiosa para perder el tiempo pensando en la mejor manera de abordar el asunto. Yvon parece preocupada: le dije que sería sutil.
– No. ¿Debería?
– Es un cliente habitual. Viene mucho por aquí.
– Bueno, eso creemos -me corrige Yvon.
Es mi sombra, la que razona, la que está aquí para amortiguar cualquiera que sea el efecto que yo pueda sufrir. Conmigo, a solas, es sarcástica y tajante, pero en público suele seguir las convenciones sociales. Puede que tú entendieras eso mejor que yo. A menudo, cuando pareces preocupado y ausente, pienso que libras una batalla interior en la que dos fuerzas te arrastran en direcciones opuestas. Yo nunca he sido así, ni siquiera antes de conocerte. Siempre he sido una persona sin vueltas. Y, desde que te conocí, me he sentido totalmente atraída por ti. No hay más.
– Lo es -digo, con firmeza.
Esta mañana, cuando Yvon consultó las páginas amarillas, encontró lo que ella llamó «los tres candidatos»: el Star Inn de Spilling, el Star & Gater de Combingham y el Star Bar de Silsford. Descarté de inmediato los dos últimos: Combingham está a muchas millas y es horrible, y el Star Bar lo conozco. Voy algunas veces y me tomo una taza de té de menta orgánico. Casi suelto carcajada al imaginarte sentado en uno de esos bancos bajos de cuero oyendo el menú de infusiones.
– Tengo una foto suya en el móvil -le digo al camarero-. Sabrá quién es en cuanto lo vea.
Él asiente amablemente.
– Podría ser -dice, colocando las copas sobre la barra-. Serán siete libras con veinticinco, por favor. Viene mucha gente, pero no conozco todos sus nombres.
Saco el teléfono del bolso, tratando de prepararme para lo peor, como hago a cada momento. No es fácil. En todo caso, es duro. Quiero gritar al ver que en la pantalla no hay ningún icono de un sobrecito. Sigo sin recibir ningún mensaje tuyo. Siento que una repentina punzada de miedo y dolor, mezclados con pura incredulidad, contrae mi pecho. Pienso en la inspectora Zailer y en el subinspector Waterhouse y siento deseos de machacar sus insensibles y obtusas cabezas una contra otra. Prácticamente admitieron que no iban a hacer nada.
– ¿Y qué me dice de Sean y Tony? -le suelto al camarero, pasando las fotografías del móvil mientras Yvon paga las copas-, ¿Los conoce?
Mi pregunta le arranca una risa gutural.
– ¿Sean y Tony? Me está tomando el pelo, ¿verdad?
– No.
Dejo de juguetear con el móvil y levanto la vista. El corazón se me acelera. Esos nombres le dicen algo.
– ¿No? Bueno, yo soy Sean. Y Tony también trabaja aquí, en la barra. Vendrá esta noche.
– Pero… -No sé qué decir-. Robert habló de ustedes como si…
Di por sentado que tú, Sean y Tony veníais juntos aquí. Aunque, pensándolo bien, nunca dijiste que tal cosa hubiese ocurrido. Puede que yo me lo imaginara y llegara a una conclusión equivocada.
Vienes aquí solo. Y Sean y Tony ya están porque trabajan aquí.
Vuelvo a examinar el móvil. No quiero que Yvon se dé cuenta de que estoy perpleja. ¿Cómo podría ser malo lo ocurrido? He dado con Sean y Tony. Ellos te conocen y son tus amigos. Lo único que debo hacer es enseñarle una foto a Sean, y él te reconocerá. Elijo esa en que estás en el Traveltel, frente a tu camión, y extiendo el móvil por encima de la barra.
En los ojos de Sean detecto una inmediata expresión de reconocimiento y vuelvo a respirar.
– ¡Elvis! -Se echa a reír-. Tony y yo lo llamamos Elvis. Por su cara; se parece. A él no le molesta.
Casi me echo a llorar. Sean es amigo tuyo. Incluso se refiere a ti con un apodo.
– ¿Por qué lo llaman así? -pregunta Yvon.
– ¿Acaso no es evidente?
Yvon y yo negamos con la cabeza.
– Es como una versión aumentada de Elvis Costello, ¿no? Elvis Costello después de haberse comido un montón de pasteles. -Sean se ríe de su ocurrencia-. Él sabe que le llamamos así.
– ¿No sabía que se llamaba Robert Haworth? -pregunta Yvon.
Por el rabillo del ojo veo que no está mirando a Sean, sino a mí.
– No creo que nunca nos haya dicho su nombre. Siempre ha sido Elvis. ¿Está bien? Anoche Tony y yo comentamos que no lo habíamos visto desde hacía tiempo.
– ¿Cuándo? -pregunto bruscamente-. ¿Cuándo lo vio por última vez?
Sean frunce el ceño. Debo haber parecido demasiado alterada. Lo he disuadido. Idiota.
– Por cierto, ¿quién es usted? -pregunta.
– Soy la novia de Robert.
Nunca había dicho esto hasta ahora. Ojalá pudiera decirlo una y otra vez. Ojalá pudiera decir que soy su esposa en lugar de su novia.
– ¿Alguna vez mencionó a Naomi? -pregunta Yvon.
– No.
– ¿Y a Juliet?
Sean niega con la cabeza. Empieza a parecer desconfiado.
– Mire, esto es muy importante -digo. Esta vez me aseguro de que mi voz suene tranquila y no demasiado fuerte-. Robert está en paradero desconocido desde el jueves pasado…
– Espera… -Yvon me agarra del brazo-. Eso no lo sabemos.
– Yo sí lo sé -digo, soltándome-. ¿Cuándo le vio por última vez? -le pregunto a Sean.
Está asintiendo con la cabeza.
– Pues habrá estado aquí… -dice-, el jueves o el miércoles, algo así. Pero normalmente suele venir todas las noches para tomarse una pinta y charlar; por eso, después de varias noches sin aparecer, Tony y yo empezamos a preguntarnos por él. A ver, no es algo que no suela ocurrir. Tenemos un montón de clientes así: son puntuales como un reloj durante años y luego, de pronto y sin previo aviso, ¡zas!, desaparecen y no vuelves a verles más el pelo.
– ¿Y no dijo nada de que se iba? -pregunto, aunque ya conozco la respuesta-. ¿No comentó que tenía planeado marcharse de vacaciones o algo así?
– ¿Dijo algo sobre Kent? -tercia Yvon.
Sean niega con la cabeza.
– Nada de eso. Dijo: «Nos vemos mañana», como siempre. -Se echa a reír-. A veces decía: «Nos vemos mañana, Sean…, si nos dejan». ¡Si nos dejan! Un poco pesimista, ¿no?
Me quedo mirando el suelo de madera oscura, mientras sientas la sangre latiéndome en las orejas. Nunca te he escuchado emplear esa expresión. ¿Y si la usaste con Sean por alguna razón? ¿Y si en esa ocasión no te dejaron?
Yvon está dándole las gracias a Sean por su ayuda, como si la conversación hubiera terminado.
– Un momento -digo, obligándome a salir de la oleada de pavor que me ha mantenido temporalmente en silencio-. ¿Cuál es su apellido? ¿Tony qué?
– Naomi…
Yvon parece alarmada.
– ¿Le parece bien que dé sus nombres a la policía? Puede contarles lo que acaba de decirnos, que está de acuerdo en que Robert ha desaparecido.
– Él no ha dicho eso -dice Yvon.
– No me importa. Como digo, Tony y yo pensamos que era un poco raro. El mío es Hennage, Sean Hennage. Y el de Tony es Wilder.
– Espérame aquí -le digo a Yvon, y, antes de que pueda objetar nada, estoy fuera, con el bolso y el móvil.
Me siento en una de las mesas metálicas blancas. Me pongo el abrigo y tiro de las mangas hasta cubrirme las manos. Aún falta un poco para que la gente pueda tomarse algo en la terraza. Sólo es primavera nominalmente. Veo tres cisnes deslizándose en fila por el río mientras marco el número que esta mañana me he pasado una hora buscando y que me pondrá directamente en contacto con el Departamento de Investigación Criminal de la comisaría de policía de Spilling. Quería llamar enseguida para preguntar qué es lo que están haciendo exactamente la inspectora Zailer y el subinspector Waterhouse para dar contigo, pero Yvon me ha dicho que era demasiado pronto y que debía darles una oportunidad.
Estoy segura de que no están haciendo nada. No creo que levanten un solo dedo para ayudarte. Creen que me has abandonado por iniciativa propia, que has preferido a Juliet antes que a mí y que estás demasiado asustado para decírmelo directamente. Sólo tú y yo sabemos hasta qué punto ésa es una idea ridícula.
El subinspector Gibbs es quien contesta al teléfono. Me dice que Zailer y Waterhouse han salido. Suena descortés, casi grosero. ¿Tanto le molesta hablar conmigo que trata de emplear el menor número de palabras posible para contestar a mis preguntas? Ésa es la impresión que me da. Es posible que haya oído hablar de ti, y piensa que soy una chalada que te acosa cuando tú preferías estar solo, y que obligo a la policía a hacer el trabajo sucio. Cuando le digo que quiero dejar un mensaje finge que tiene un bolígrafo a mano y que está apuntando los nombres de Sean y Tony, pero no es así. Lanza un gruñido y me dice «Lo tengo» demasiado pronto. Sé cuándo alguien está anotando algo; hay pausas largas y a veces repiten parte de lo que escriben entre dientes o comprueban cómo se deletrea.
El subinspector Gibbs no hace nada de todo eso. Me cuelga el teléfono cuando yo aún sigo hablando.
Paseo junto a la reja blanca que separa la terraza del pub del río. Tengo que llamar de nuevo a la comisaría y exigir que m dejen hablar con el máximo responsable -el inspector jefe o superintendente-y quejarme de la forma en que me han tratado. Soy muy buena quejándome. Era lo que estaba haciendo la primera vez que me viste, y ésa es la razón por la que te enamoraste de mí…, siempre me lo dices. No tenía ni idea de que me estuvieras observando y escuchando, de lo contrario estoy convencida de que me habría moderado un poco. Gracias a Dios no lo hice. Maravillosamente salvaje: así fue como me describiste aquel día. A ti nunca se te ocurriría protestar por nada… en beneficio propio, quiero decir, aunque sé que siempre me defenderías. Sin embargo, ésa es la razón por la que admiras mi espíritu combativo, mi convicción de que la desgracia y la miseria no deben formar parte de nuestras vidas. Te impresionó que tuviera el valor de quejarme de esa forma.
No puedo volver al pub; todavía no. Estoy demasiado alterada. Los ojos se me llenan de lágrimas de rabia, desdibujando las frías y plácidas aguas que tengo frente a mí. Me odio a mí mis cuando lloro; realmente me detesto. Y eso no me hace ningún bien. ¿Qué sentido tiene decidir no sentirse débil e indefensa de nuevo si todo lo que eres capaz de hacer cuando tu amante desaparece en medio de la nada es quedarte de pie junto a un río llorar? Es patético.
Yvon volverá a decir que le dé una oportunidad a la policía pero, ¿por qué debería hacerlo? ¿Por qué la inspectora Zailer el subinspector Waterhouse no están aquí, en el Star, preguntándole a Sean cuándo te vio por última vez? ¿Se tomarán la molestia de ir a tu casa y hablar con Juliet? Los amantes que desaparecen sin dar ninguna explicación deben figurar al final de su lista de prioridades. Sobre todo ahora, cuando por todo el país, aparentemente, hay una red de psicópatas que planea hacerse volar por los aires llevándose con ellos trenes llenos de hombres, mujeres y niños inocentes. Criminales peligrosos… Ésa es la gente que la policía quiere detener.
Siento un vuelco en el corazón cuando una idea empieza a cobrar forma en mi cabeza. Trato de ahuyentarla, pero no se va; avanza despacio entre tinieblas, poco a poco, como una figura que emerge de una oscura caverna. Me seco los ojos. No, no puedo hacerlo. El mero hecho de pensar en ello suena como una terrible traición. Lo siento, Robert. Debo estar volviéndome completamente loca. Nadie haría algo así. Además, me resultaría físicamente imposible. No sería capaz de pronunciar las palabras.
«¿Qué clase de persona hace algo así? ¡Nadie!». Eso es lo que me dijo Yvon cuando le conté cómo nos conocimos, cómo llamaste mi atención. Te dije que diría eso, ¿te acuerdas? Me sonreíste y dijiste: «Dile que soy alguien que hace cosas que nadie haría». Y se lo dije. Ella fingió que la frase le daba náuseas y se metió el dedo en la garganta.
Me agarro a la reja para sostenerme, sintiéndome vacía, como si este nuevo miedo que se ha apoderado repentinamente de mí fuera capaz de pulverizarme los huesos y los músculos. «No puedo hacerlo, Robert», susurro, consciente de que no tiene sentido. Tuve exactamente esta misma sensación cuando nos conocimos: la inquebrantable certeza de que todo lo que iba a ocurrir había sido decidido de antemano por una autoridad mucho más poderosa que yo, una autoridad que no me debía nada y a la que no me vinculaba ningún contrato, pero que, sin embargo, me obligaba a todo. Por mucho que yo lo hubiera intentado, no habría podido cambiar nada.
Y ahora ocurre lo mismo. La decisión ya ha sido tomada.
Sean me sonríe cuando entro de nuevo en el pub; es una sonrisa sosa y forzada, como si no nos hubiéramos visto antes, como si no acabáramos de ponernos de acuerdo en que has desaparecido, e que hay serios motivos para preocuparse. Yvon está sentada en la mesa más alejada de la barra, jugando con el móvil. Se ha descargado un nuevo juego al que se ha vuelto adicta. Es evidente que, en mi ausencia, ella y Sean no han estado hablando. Y eso me pone furiosa. ¿Por qué siempre debo ser yo quien tome la iniciativa?
– Tenemos que irnos -le digo a Yvon.
Aunque nunca te lo he contado, su nombre no ha sido siempre Yvon. Hay muchas cosas sobre ella que no te he contado. Dejé de hablar de ella cuando se me ocurrió que podrías sentir celos. No estoy casada y, después de ti, Yvon es la persona más importante de mi vida. Estoy más unida a ella que a cualquier miembro de mi familia. Ha vivido conmigo desde que se divorció, que es algo de lo que tampoco te he hablado.
Yvon es bajita y delgada -mide 1,52 y pesa cuarenta y cinco kilos-y tiene un pelo largo y lacio que le llega hasta la cintura. Normalmente se lo recoge en una cola de caballo que suele enroscarse alrededor del brazo cuando está trabajando o jugando en el ordenador. Cada pocos meses fuma un cigarrillo tras otro, mentolados, de la marca Consulate, durante una o dos semanas, pero luego lo vuelve a dejar. Cuando llegan a su fin, me prohíbe mencionar esos períodos de vida sana.
La bautizaron como Eleanor -Eleanor Rosamund Newman-, pero a los doce años decidió que quería llamarse Yvon. Les preguntó a sus padres si podía cambiarse el nombre y los muy tontos accedieron. Los dos son profesores de lenguas clásicas en Oxford, estrictos en cuanto a la educación, pero nada más. Ambos están convencidos de que es importante que los niños expresen su personalidad siempre y cuando eso no interfiriera en el rendimiento escolar.
– Son un par de merluzos -dice Yvon a menudo-. ¡Tenía doce años! Creía que Too Shy, de Kajagoogoo, era la mejor canción que se había escrito jamás. Y quería casarme con Limahl. Deberían haberme encerrado en un armario hasta que hubiera madurado un poco.
Cuando Yvon se casó con Ben Cotchin, ella adoptó el apellido de su marido. Sus amigos y su familia, incluida yo, nos quedamos perplejos cuando decidió conservarlo después del divorcio. «Cada vez que me cambio el nombre empeoro las cosas -dijo-. No voy a correr otra vez ese riesgo. De todos modos, me encanta tener una mierda de nombre, mal escrito, y el apellido de un alcohólico vago y consentido. Es un fantástico ejercicio de humildad. Siempre que abro un sobre dirigido a mí o relleno el impreso del censo electoral me acuerdo de lo estúpida que soy. Y eso mantiene mi viejo ego a raya».
– ¿Volvemos a casa? -me pregunta.
– No. A la comisaría de policía.
Me muero por decírselo. Siempre suelo tener en cuenta las opiniones de Yvon a la hora de tomar mis decisiones. A menudo no sé qué pienso sobre algo hasta que no sé lo que opina ella. Pero esta vez no puedo arriesgarme. Además, ésa no es la cuestión. Conozco todas las razones por las que está mal y es una locura, pero aun así voy a hacerlo.
– ¿A la comisaría de policía? -Yvon empieza a protestar-. Pero…
– Lo sé, debería darles una oportunidad -digo, amargamente-. Pero no se trata de eso. Se trata de algo distinto.
– Salgamos a hablar afuera -dice Yvon-. Este sitio no me gusta nada. Está demasiado cerca del río, y el agua hace mucho ruido.
Incluso aquí dentro el ambiente es húmedo y frío. Me siento como una de las criaturas de Viento en los sauces.
Yvon se levanta y se echa el chal de color púrpura sobre los hombros.
– No quiero hablar. Sólo necesito un empujón. No tienes por qué ir conmigo; puedes dejarme allí y volver a casa. Yo iré más tarde.
Empiezo a andar hacia el aparcamiento.
– ¡Naomi, espera! -Yvon sale corriendo detrás de mí-. ¿Qué ocurre?
Después de todo, callar no resulta tan difícil. No es el primer secreto que no le cuento. He tenido tres años para practicar.
Yvon agita las llaves del coche en el aire, apoyada contra su Fiat Punto rojo.
– Dímelo o no te llevo a ninguna parte.
– No me crees, ¿verdad? No crees que Juliet le haya hecho algo a Robert. Crees que él me ha dejado y que no ha tenido agallas para decírmelo.
El graznido de unos pájaros resuena encima de nuestras cabezas. Es como si quisieran unirse a la conversación. Levanto los ojos hacia el cielo gris; casi espero ver una bandada de gaviotas mirándome. Pero, ajenas a lo que ocurre, van a lo suyo, como de costumbre.
Yvon suelta un gruñido.
– ¿Puedo remitirte a mis cuarenta y siete anteriores respuestas a la misma pregunta? No sé dónde está Robert ni por qué no se ha puesto en contacto contigo. Y tú tampoco. Es muy, muy improbable que Juliet lo haya cortado en trocitos y lo haya enterrado bajo el suelo de madera, ¿vale?
– Ella sabía mi nombre. Sabía lo nuestro.
– Aun así sigue siendo poco probable.
Yvon transige y abre el coche. Me siento decepcionada. Si hubiera insistido un poco, podría haberme convencido para que se lo contara. La mayoría de la gente no es tan insistente como yo.
– Naomi, estoy preocupada por ti.
– Es por Robert por quien deberías estar preocupada. Algo le ha ocurrido. Está en peligro.
Me pregunto por qué soy la única a quien eso le resulta tan evidente.
– ¿Cuándo fue la última vez que comiste algo? -pregunta Yvon una vez dentro del coche-. ¿Cuándo fue la última vez que dormiste de un tirón?
Cada una de sus preguntas me la planteo pensando en ti. ¿Estarás en algún sitio, hambriento y cansado, cada vez más desesperanzado, preguntándote por qué no pongo más empeño en encontrarte? Yvon cree que soy melodramática, pero yo te conozco. Y sólo algo que te mantenga paralizado o encerrado, o que te haya provocado una pérdida de memoria, te impediría ponerte en contacto conmigo. Hay muchas tragedias que resultan poco probables, pero aun así ocurren. La mayoría de la gente no se cae de un puente ni muere en un incendio, pero algunas sí.
Quiero decirle a Yvon que las estadísticas son irrelevantes e inútiles, pero no puedo malgastar las palabras. Necesito todas mis fuerzas para armarme de valor y dar el siguiente paso. De todos modos, es evidente. Aun cuando las probabilidades sean de una entre un millón, podría tratarse de ti. Siempre le ocurre a alguien, ¿no?
Yvon está de acuerdo con Juliet; ella también cree que estoy mejor sin ti. Piensa que eres un reprimido y un machista y que tu forma de hablar es altisonante y pretenciosa, que dices muchas cosas que suenan profundas y llenas de sentido, pero que en realidad carecen de él y son trilladas. Dice que presentas tópicos como si fueran verdades profundas que acabas de descubrir. En una ocasión me acusó de intentar moldear mi personalidad para que encajara con lo que yo me imagino que deseas, aunque a la mañana siguiente se retractó. Por la expresión de su cara diría que lo había dicho en serio, pero pensó que había ido demasiado lejos.
No me ofendí. El hecho de conocerte me ha cambiado. Eso ha sido lo mejor. Saber que tengo un futuro a tu lado me ha ayudado a enterrar todo lo que odiaba de mi pasado. Y deseo con todas mis fuerzas que siga enterrado.
Seguimos la calle arbolada, mientras el ruido del agua se va apagando detrás de nosotras. Los árboles aún no tienen hojas y sus ramas desnudas apuntan al cielo.
Yvon no me pregunta de nuevo por qué quiero ir a la comisaría de Policía. Intenta una nueva táctica.
– ¿Estás segura de que no sería mejor que te llevara a casa de Robert? Si estás tan convencida de que viste algo a través de la ventana…
– No.
El miedo que siento con sólo oír hablar de ello es como una mano que me agarrara el cuello.
– Podríamos llegar fácilmente al fondo de ese misterio -señala Yvon. Comprendo por qué cree que es una idea razonable-. Lo único que tienes que hacer es volver a mirar. Te acompañaré.
– No.
La policía irá en cuanto escuchen lo que tengo que decirles. Si hay algo que descubrir, ellos lo harán.
– Por el amor de Dios, ¿qué fue lo que viste? No creo que vieras a Robert esposado a un radiador, cubierto de magulladuras. Quiero decir que te acordarías de eso, ¿no?
– No te lo tomes a broma.
– ¿Qué recuerdas haber visto en esa habitación? Aún no lo has dicho.
No lo he hecho porque soy incapaz de hacerlo. Ya fue bastan duro describir tu salón a la inspectora Zailer y al sub inspector Waterhouse; en mi cerebro se produce un reflejo que lo mantiene a distancia, ahuyentando la imagen.
Yvon deja escapar un suspiro cuando no consigo responder. Enciende la radio del coche y pulsa una tecla tras otra, sin encontrar nada que le apetezca escuchar. Al final deja una emisora en la que suena una vieja canción de Madonna, pero baja tanto el volumen que apenas se oye.
– Pensabas que Sean y Tony eran los mejores amigos de Robert, ¿verdad? Así es como él se refirió a ambos. Pues te engaño. Sólo son dos camareros que trabajan en ese pub.
– Y así fue como conocieron a Robert. Y es evidente que se hicieron amigos.
– Ni siquiera sabían su verdadero nombre. ¿Y por qué va todas las noches al Star? ¿Por qué está todas las noches en Spilling? Pensé que era camionero.
– Ya no trabaja de noche.
– Y entonces, ¿qué hace? ¿Para quién trabaja?
Yvon aumenta la velocidad, y yo levanto las manos para detenerla.
– Dame una oportunidad -digo-. No hay ningún misterio en eso. Él trabaja por su cuenta, pero básicamente trabaja para supermercados… Asda, Sainsbury's, Tesco…
– He pillado lo de los supermercados -masculla Yvon-. No hace falta que me hagas una lista.
– Dejó de trabajar por las noches porque a Juliet no le gustaba quedarse sola. De modo que casi todos los días él carga en Spilling y va a Tilbury, donde vuelve a cargar otra vez. Y a veces carga en Dartford…
– Escúchate -dice Yvon, lanzándome una mirada de perplejidad-Estás hablando como él. «¡Carga en Dartford!». ¿Acaso sabes qué significa eso?
La situación empieza a resultar irritante. Bruscamente, le digo: -Entiendo que significa que, en Dartford, carga mercancías en su camión que luego transporta hasta Spilling.
Yvon niega con la cabeza.
– No lo entiendes. Sabía que no lo harías. Es como si él se hubiera apoderado de ti, pero, y tú, ¿qué has obtenido a cambio? El no te ofrece más que promesas vacías. ¿Por qué nunca puede pasar toda una noche entera contigo? ¿Por qué Juliet no puede quedarse sola?
Me quedo mirando fijamente la calle.
– No lo sabes, ¿verdad? ¿Le has preguntado alguna vez qué es lo que le ocurre exactamente a su mujer?
– Si quiere decírmelo, lo hará. No quiero someterlo a un interrogatorio. Se siente desleal hablando conmigo de los problemas de su mujer.
– Muy noble de su parte. Es curioso, porque cuando te folla no se siente desleal. -Yvon lanza un suspiro-. Disculpa. -Noto algo su voz: puede que sea desdén o una fatigada amabilidad-. Mira, ayer viste a Juliet. Parecía autosuficiente, una mujer adulta y sana, y no ese ser frágil y desgraciado que te describió Robert…
– Él no me la ha descrito. Nunca me ha contado nada en concreto.
Estoy empezando a enfadarme. Necesito todas mis energías para buscarte, para ser positiva y dejar de volverme loca de miedo y preocupación. Y tener que hacer eso y al mismo tiempo defenderte es demasiado. Y demasiado absurdo, teniendo en cuenta que las críticas vienen de alguien que no te conoce.
– ¿Por qué no puedes conseguir que se comprometa? Si no puede dejar a Juliet ahora, ¿cuándo será capaz de hacerlo? ¿Qué diferencia hay entre ahora y más adelante?
Quiero protegerte contra la hostilidad de Yvon, y por eso no digo nada. Podrías haber mentido sobre por qué no podías dejar a Juliet inmediatamente; muchos hombres lo habrían hecho. Podrías haberte inventado alguna historia que me hubiese mantenido a raya: una madre enferma, algún problema de salud. La verdad resulta mucho más difícil de aceptar, pero me alegra que me la contaras.
– No tiene nada que ver con Juliet -me dijiste. Ella no cambiará. Nunca cambiará.
En tu voz me pareció notar lo que sonaba como determinación, pero puede que fuera una especie de violenta resignación, al tener que llenar un vacío donde antes había esperanza. Al hablar, entornaste los ojos, como si reaccionaras ante un dolor muy agudo.
– Para ella, dejarla ahora sería lo mismo que si lo hiciera dentro de uno o de cinco años.
– Entonces, ¿por qué no la dejas ahora? -te pregunté.
Yvon no es la única que se lo ha preguntado.
– Se trata de mí-admitiste-. Esto no tiene sentido, pero… Hace mucho tiempo que estoy pensando en dejarla. Planeándolo, deseando hacerlo. En cierto modo, es probable que haya pensado demasiado en ello. Se ha convertido en algo… casi irreal en mi imaginación. Estoy paralizado. Se ha convertido en algo demasiado difícil para mí. Me preocupo demasiado por los detalles…, por cómo y cuándo hacerlo. Mentalmente, ya he iniciado el proceso para dejarla. La apoteosis…, lo que he querido hacer desde hace mucho tiempo. -Sonreíste, con tristeza-. El problema es que ese proceso aún no se ha manifestado, salvo en mi cabeza.
Te tomaste tu tiempo para decirme esto, escogiendo con mucho cuidado las palabras exactas, las que mejor describían lo que sentías. Me he dado cuenta de que no te gusta hablar de ti, salvo cuando es para decirme lo mucho que me quieres o que sólo sientes de verdad cuando estás conmigo. Eres lo contrario a un hombre distante y que sólo piensa en sí mismo. Yvon cree que estoy obsesionada contigo, y está en lo cierto, pero ella nunca ha visto cómo te comportas. Nadie salvo yo sabe el deseo con que me miras, como si pensaras que no vas a volver a verme. Nadie ha sentido lo que se siente cuando me besas. Comparada con la tuya, mi obsesión se queda corta.
¿Cómo puedo explicarle todo esto a Yvon? Ni siquiera yo consigo entenderlo del todo.
– ¿Y si dejar a Juliet siempre te parece algo demasiado difícil? -te pregunté-. ¿Y si siempre te sientes paralizado?
No soy tonta del todo. He visto las mismas películas que Yvon sobre mujeres que desperdician toda su vida esperando a que sus amantes casados se divorcien y se comprometan con ellas de verdad. Sin embargo, nunca te he considerado una pérdida de tiempo, da igual lo que pase. Aun cuando nunca dejes a Juliet, aun cuando todo lo que pueda tenerte sean tres horas a la semana, no me importa.
– Siempre me sentiré paralizado -dijiste. No era eso lo que yo quena oír, y volví la cabeza para que no vieras mi decepción-. Siempre me he sentido como me siento ahora: al borde del abismo, sin estar listo para saltar. Pero lo haré. Me obligaré a hacerlo. Hubo un momento en que realmente quería casarme con Juliet. Y lo hice. Y ahora es contigo con quien estoy desesperado por casarme. Es algo que deseo cada minuto.
Cuando recuerdo las cosas que me has dicho y escucho claramente tu voz en mi cabeza, me siento como un animal moribundo. No puede haberse terminado. Tengo que verte de nuevo. Quedan dos días hasta el jueves. Estaré en el Traveltel a las cuatro. Como de costumbre.
Yvon me da un codazo.
– Debería cerrar esa bocaza que tengo -dice-. ¿Qué puedo decir yo? Me casé con un alcohólico que era un vago porque me enamoré de la glorieta de su jardín y pensé que sería ideal para trabajar. Tuve lo que me merecía, ¿no es así?
Yvon miente constantemente sobre su historia de amor, haciendo que ella parezca mucho peor de lo que es. Se casó con Ben Cotchin porque lo amaba. Y sospecho que todavía lo ama, a pesar de que es un alcohólico sin oficio ni beneficio. Yvon y su empresa, Summerhouse -Diseño de páginas web, se han instalado en el reconvertido sótano de mi casa, y la glorieta de Ben, si hay que dar crédito a los espías de Yvon, es básicamente un sitio muy espacioso para tomar copas.
Casi hemos llegado. Veo la comisaría de policía, una imagen borrosa de ladrillos rojos a lo lejos que se va acercando. Siento un enorme nudo en la garganta. No puedo tragar saliva.
– ¿Por qué no nos vamos un par de días? -dice Yvon-. Necesitas relajarte, cortar un poco con todo este estrés. Podríamos ir a las chalets de Silver Brae. ¿Te he enseñado la tarjeta? Gracias a mis contactos, nos alquilarían una chalet por casi nada; ya sabes cómo funcionan esas cosas. Después de haber hecho lo que tengas que hacer en la comisaría, podríamos…
– No -le espeto.
¿Por qué todo el mundo me habla de esos malditos chalets de Silver Brae? La inspectora Zailer ya me preguntó por ellos después de haberle dado la tarjeta por error. Me preguntó si tú y yo habíamos estado allí.
No quiero recordar la única ocasión en que te enfadaste conmigo, no cuando has desaparecido. Es curioso, porque hasta ahora no me ha importado. Me olvidé de ello en cuanto ocurrió. Y estoy segura de que tú también. Pero, de pronto, ese mal recuerdo parece haber cobrado significado y mi mente trata de ahuyentarlo.
Lo más probable es que eso no tenga nada que ver con tu desaparición. ¿Por qué tendría eso que empujarte a dejarme ahora, meses después de haber ocurrido? Además, todo ha ido bien desde entonces. Mejor que bien: perfecto.
Yvon tenía un montón de esas tarjetas en su mesa y cogí una. Pensé que necesitabas tomarte un buen descanso, lejos de Juliet y de sus absurdas exigencias, de modo que alquilé un chalet para darte una sorpresa. No por una semana, tan sólo para un fin de semana. Tuve que negociar un precio especial por teléfono con una mujer bastante antipática que parecía empeñada en que yo no aumentara sus ingresos quedándome en uno de esos chalets.
Sé que por norma no te gusta pasar noches fuera de casa, pero pensé que si sólo era una, no pasaría nada. Me miraste como si te hubiera traicionado. Estuviste horas sin hablarme…, ni siquiera una palabra. «No deberías haberlo hecho -me decías constantemente-. Nunca deberías haberlo hecho». Te encerraste en ti mismo, con las rodillas apoyadas en el pecho, y ni siquiera reaccionaste cuando te zarandeé por los hombros, histérica por sentirme tan culpable y arrepentida. Fue la única vez que estuviste a punto de echarte a llorar. ¿Qué estarías pensando? ¿Qué pasaba por tu cabeza que no pudieras o quisieras contarme?
Estuve mal toda la semana, pensando que quizás lo nuestro había terminado y maldiciéndome por mi osadía. Pero el jueves siguiente, para mi sorpresa, volvías a ser el mismo. No mencionaste el asunto. Cuando quise disculparme, te encogiste de hombros y me dijiste: «Sabes que no puedo salir de casa. Lo siento mucho, cariño. Me habría encantado, pero no puedo». No entendí porqué no me dijiste eso en su momento.
Nunca se lo he contado a Yvon, y ahora no puedo hacerlo. ¿Cómo podría esperar que me entendiera?
– Lo siento -digo-. No quería ser desagradable.
– Tienes que tranquilizarte -dice, muy seria-. Sinceramente, creo de verdad que Robert está bien, esté donde esté. Eres tú quien está de los nervios. Y sí, sé que no estoy en posición de echarte un sermón. Tengo el récord del matrimonio más breve de la historia, y era muy jovencita cuando eso vapuleó mi vida. Cuando me divorcié, la mayor parte de mis amigas seguían sacando sobresalientes…
La exageración me hace sonreír. Yvon está obsesionada porque se divorció a los treinta y tres años. Piensa que lleva un estigma por haberse divorciado a esa edad tan temprana. En una ocasión le pregunté cuál era una buena edad para divorciarse, y ella, sin dudarlo ni un momento, me dijo: «A los cuarenta y seis».
– Naomi, ¿me estás escuchando? No estoy hablando de cuando Robert salió a dar un paseo. Si quieres saberlo, estás de los nervios desde mucho antes.
– ¿Qué quieres decir? -digo, totalmente a la defensiva-. Eso es una gilipollez. Antes del jueves estaba bien. Era feliz.
Yvon niega con la cabeza.
– ¡Te has quedado a pasar la noche en el Traveltel, sola, mientras Robert volvía a casa con su mujer! Eso es enfermizo. ¿Cómo puede permitirlo? Y, pasadas las siete, cuando él se va, ¿por qué no vuelves a casa? Mierda, estoy despotricando. Y eso que intento ser diplomática.
Yvon tuerce a la izquierda para entrar en el aparcamiento di la comisaría. «Nada de salir huyendo -me digo-. Nada de cambiar de opinión en el último momento».
– Robert no sabe que siempre me quedo a pasar la noche.
Puede que lo que hago los jueves por la noche suene como una locura, pero es algo que no tiene que ver contigo.
– ¿No lo sabe?
– Nunca se lo he dicho. Se preocuparía al pensar que me quedo allí sola. En cuanto a por qué lo hago…, puede que suene como una locura, pero el Traveltel es nuestro hogar. Aunque él no pueda quedarse, yo sí quiero hacerlo. Allí me siento más unida a él que en casa.
Yvon asiente con la cabeza.
– Lo sé, pero…, por Dios, Naomi, ¿acaso no eres capaz de ver que eso es parte del problema? -No sé de qué me habla. Pero sigue hablando, con voz agitada-. Te sientes unida a él en una miserable y anónima habitación mientras él está en su casa, con los pies sobre la mesa, viendo la tele con su mujer. Las cosas que no le cuentas y las que él no te cuenta, ese extraño mundo que ambos habéis creado, sólo existe en una habitación y únicamente durante tres horas a la semana. ¿Acaso no lo ves?
Puede que un día te cuente que me he quedado todos los jueves sola en el Traveltel. Sólo he dejado de contártelo porque me siento ligeramente avergonzada… ¿Y si pensaras que es una exageración? Puede que haya otras cosas que no te haya contado sobre mí, pero sólo hay una que realmente quiera ocultar, a ti y a todo el mundo. No puedo creer que haya acabado en esta situación y que lo que estoy a punto de hacer se haya convertido en algo necesario e inevitable.
Yvon maldice entre dientes. El Punto ha chocado contra un poste.
– Tienes que bajar -dice-. Aquí no hay sitio para aparcar.
Asiento con la cabeza y abro la puerta del coche. Siento que el viento me congela la piel. Esto no puede estar pasando. Después de tres años de guardar celosamente un secreto, estoy a punto de derribar la barrera que he levantado entre el mundo y yo. Voy a quitarme la máscara.
Cuando se dirigía hacia la puerta principal de la casa de HaworTH, Simón se detuvo frente a la que supuso que era la ventana por que había mirado Naomi Jenkins cuando sufrió el ataque de pánico. Las cortinas estaban echadas, pero había un pequeño espacio entre ellas a través del cual Simón pudo ver el salón del que les había hablado Naomi. Se dio cuenta de que había sido muy precisa en cuanto a los detalles. Un sofá y una butaca de color azul marino, un aparador con puertas de cristal, una cantidad exagerada de casitas de adorno de muy mal gusto, un cuadro de un viejo desaliñado observando a un muchacho medio desnudo que toca la flauta… Todo estaba allí, tal y como ella lo había descrito. Simón no observó nada raro, nada que pudiera explicar la súbita y extrema reacción de Naomi.
Siguió su camino hasta la puerta principal y vio el descuidado jardín, que parecía más un patio lleno de trastos que otra cosa. Pulsó el timbre, pero no oyó nada. ¿Acaso las paredes eran demasiado gruesas, o es que el timbre estaba estropeado? Volvió llamar, pero con idéntico resultado. Nada. Estaba a punto de golpear la puerta cuando una voz femenina, en un tono que daba entender que no le había dado tiempo a contestar, gritó:
– ¡Ya voy!
Si Charlie hubiese estado allí, le habría enseñado la placa y tarjeta de identificación, dispuesta a enfrentarse a quien le abriera la puerta. Simón tendría que haber imitado a su superior y hacer lo mismo y quedarse allí, cosa que no le gustaba. Cuando iba solo, únicamente se identificaba ante la gente si se lo pedían. Se sentía cohibido, casi ridículo, enseñando la placa de inmediato, mostrándosela a la gente en cuanto empezaban a hablar. Se sentía como si estuviera actuando.
La mujer que tenía enfrente, con una expresión expectante en el rostro, era joven y atractiva. El pelo, rubio, le llegaba hasta los hombros; tenía los ojos azules y algunas pecas en la nariz y las mejillas. Sus cejas eran dos finos y perfectos arcos; era evidente que había dedicado mucho tiempo a ellas y que debía haberle dolido. A Simón le parecieron desagradables y poco naturales. Recordó que Naomi Jenkins había hablado de un traje de chaqueta. Hoy, Juliet Haworth llevaba unos vaqueros azules y una sudadera negra de cuello de pico. Su olor desprendía un fuerte aroma a limón.
– ¿Hola? -dijo, enérgicamente.
– ¿La señora Juliet Haworth?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Está en casa su marido, Robert Haworth? Quería hablar un momento con él.
– ¿Y usted es…?
Simón odiaba presentarse; odiaba el sonido de su voz pronunciando su nombre. Era un complejo que tenía desde que iba a la escuela, aunque estaba decidido a que nadie lo descubriera.
– Soy el sub inspector Simón…
Juliet Haworth lo cortó con una sonora carcajada.
– Robert no está. ¿Es usted policía? ¿Un sub inspector? ¡Joder!
– ¿Sabe dónde está?
– En Kent, en casa de unos amigos. -Ella asintió con la cabeza-Naomi ha denunciado su desaparición, ¿verdad? Por eso estuvo aquí.
– ¿Cuánto tiempo lleva el señor Haworth en Kent?
– Varios días. Mire, a esa zorra de Naomi le falta un tornillo. Es una maldita…
– ¿Cuándo volverá? -la interrumpió Simón.
– El próximo lunes. ¿Quiere que lo lleve a la comisaría para demostrar que sigue con vida, que no lo he golpeado hasta matarlo en un ataque de celos?
Juliet Haworth torció la boca. «¿Estaba admitiendo que sentía celos o burlándose de ello?», se preguntó Simón.
– Estaría bien que viniera a verme cuando regrese, sí. ¿En qué parte de Kent se encuentra?
– En Sissinghurst. ¿Quiere la dirección?
– Eso sería de gran ayuda, sí.
Juliet pareció irritada por su respuesta.
– Dunnisher Road, número 22 -dijo, lacónicamente.
Simón anotó la dirección.
– ¿Sabe que esa mujer está como una chota? Si la conoce ya debe saberlo. Robert lleva meses intentando acabar con esa historia, pero ella no se da por aludida. En realidad, está bien que se haya presentado usted aquí. Debería haber sido yo quien acudiera a la policía y no ella. ¿Hay algo que yo pueda hacer para impedir que ella venga aquí a todas horas? ¿Podría pedir una orden de alejamiento?
– ¿Cuántas veces se ha presentado aquí de improviso?
– Estuvo aquí ayer -dijo Juliet, como si aquélla fuera la respuesta a la pregunta de Simón-. Miré a través de la ventana de mi habitación y la vi en el jardín, intentando huir antes de que yo bajara.
– De modo que sólo ha estado aquí una vez. Ningún juzgado le concedería una orden de alejamiento.
– Quiero ser previsora. -Juliet parecía hablar ahora en el tono de quien está conspirando. Mientras hablaba, entornó un ojo, en un gesto que era un guiño a medias-. Volverá. Si Robert no da un paso para acercarse a ella, cosa que no hará, no pasará mucho tiempo hasta que Naomi Jenkins esté viviendo en una tienda de campaña en mi jardín.
Juliet se echó a reír, como si aquella idea, más que preocupante, fuera divertida. Entonces dio un paso para entrar de nuevo en casa, pero se quedó de pie en el umbral de la puerta. Detrás de ella, en el vestíbulo, Simón vio una alfombra de color marrón claro, un teléfono rojo sobre una mesa de madera y un montón de zapatos, zapatillas de deporte y botas tirados por el suelo. Apoyado en la pared, llena de marcas y arañazos, había un espejo cuya superficie, en la parte central, estaba manchada con una especie de fijador. A la derecha del espejo había un calendario, largo y estrecho, sujeto con una chincheta; en la parte superior había una foto del castillo de Silsford y una línea con cada día del mes, aunque sin nada escrito. Ni Robert ni Juliet habían anotado nada.
– El camión del señor Haworth está aparcado ahí fuera -dijo Simón.
– Lo sé. -Juliet no hizo nada por disimular su impaciencia-. Le he dicho que Robert está en Kent. Pero no dije que su camión también estuviera allí.
– ¿Tiene otro vehículo?
– Sí, un Volvo V40. Y, para ahorrarle el trabajo, le informo de que también está aparcado ahí fuera. Robert se fue a Sissinghurst en tren. Es camionero; cuando no trabaja, intenta no conducir.
– ¿Tiene el número de teléfono del sitio donde está?
– No. -Su rostro se ensombreció-. Se llevó el móvil.
Simón creyó que aquello no era normal.
– Pensé que había dicho que estaba en casa de unos amigos. ¿No tiene su número de teléfono?
– Son amigos de Robert, no míos.
El labio fruncido de Juliet sugería que no habría querido compartir aquellas amistades ni aun cuando su marido se lo hubiera ofrecido.
– ¿Cuándo habló con Robert por última vez? -preguntó Simón.
Su contraataque había dado resultado. Viendo que Juliet estaba impaciente por que se fuera, se sintió inclinado a quedarse.
– No quisiera ser desagradable, pero ¿a usted qué le importa? Anoche, ¿vale? Me llamó anoche.
– Naomi Jenkins afirma que él no contesta al móvil.
Al parecer, a Juliet le pareció muy estimulante esa información. Su rostro se animó, y sonrió.
– Debe de estar subiéndose por las paredes. Robert, siempre tan fiable, no le devuelve las llamadas… ¡Qué vendrá después!
Simón detestaba la forma en que los celos convertían a la gente en unos salvajes. Él mismo había sido uno de esos salvajes en más de una ocasión; la humanidad se esfumaba, sustituida por la brutalidad. Se imaginó a Juliet como una depredadora, relamiéndose los labios mientras su presa moría desangrada delante de ella. Sin embargo, puede que aquello no fuera justo, puesto que Naomi Jenkins había reconocido que quería que Haworth dejara a Juliet y se casara con ella.
Ayer, Naomi le anotó el número del móvil de Robert. Más tarde, Simón le dejaría un mensaje a Haworth y le diría que lo llamara. Se aseguraría de que el tono de su voz fuera el de un hombre de mundo. «Fingiré ser Colin Sellers», se dijo.
– Hágame un favor, ¿vale? -dijo Juliet-. Dígale a Naomi que Robert se ha llevado el móvil y que no está estropeado. Quiero que sepa que él ha recibido todos sus mensajes, pero que no piensa contestárselos.
Tiró de la puerta hacia ella, impidiendo a Simón ver el interior de la casa. Lo único que podía ver ahora era la pequeña mesa semicircular en la que estaba el teléfono, justo detrás de ella.
Simón le dio su tarjeta.
– Cuando vuelva su marido, dígale que se ponga en contacto conmigo inmediatamente.
– Ya le he dicho que lo haré. Y ahora, ¿puedo irme? O, mejor dicho, ¿puede irse, por favor?
Simón podía imaginársela echándose a llorar en cuanto le hubiera cerrado la puerta. Su actitud, se dijo, era demasiado frágil y ligeramente artificial. Puro teatro. Se preguntaba si Robert Haworth habría ido a Kent para tomar su decisión final: Juliet o Naomi. Si había sido así, no era sorprendente que su mujer estuviera al borde de un ataque de nervios.
Simón se imaginó a Naomi sentada en su casa, tensa, intentando encontrarle una explicación lógica al hecho de que Haworth la hubiera abandonado. Sin embargo, el amor y la lujuria no respetaban la lógica, ése era el problema. Pero ¿por qué de repente a Simón le daba lástima Naomi Jenkins y no la esposa engañada?
– Naomi pensaba que yo no sabía que existía -dijo Juliet, con una sonrisa maliciosa-. ¡Estúpida zorra! Pues claro que lo sabía. Encontré una fotografía suya en el móvil de Robert. Y no estaba sola. Era una foto de los dos, abrazados, en una gasolinera. ¡Qué romántico! No estaba buscando nada…, la encontré por casualidad. Robert se había dejado el teléfono en el suelo. Estaba colocando los adornos navideños, y lo pisé sin querer. Empecé a pulsar teclas al azar, asustada, porque pensé que lo había roto, y de repente vi esa foto. Fue un shock -murmuró, más para sí misma que para Simón. Sus ojos empezaron a volverse vidriosos-. Y ahora tengo a la policía en casa. Si quiere que se lo diga, creo que Naomi Jenkins quiere pegarme un tiro.
Simón se apartó de ella. Se preguntaba cómo se las habría arreglado Robert Haworth para asistir a sus citas semanales con Naomi si Juliet conocía su aventura desde antes de Navidad. Si sólo lo hubiera sabido desde la semana pasada, eso podría explicar la precipitada marcha de Haworth para quedarse con sus amigos de Kent.
Simón había empezado a preguntarse algo mentalmente, pero antes de que pudiera darle forma, Juliet Haworth dijo: -Estoy harta de todo esto.
Y le cerró la puerta en las narices.
No era la única que estaba harta. Simón levantó la mano para llamar de nuevo al timbre, pero al final decidió no hacerlo. En ese momento, formular cualquier otra pregunta habría sido entrometerse. Con una sensación de alivio, volvió al coche, puso el motor en marcha, sintonizó Radio 4 y, al llegar al final de la calle, ya se había olvidado del pequeño y sórdido triángulo amoroso de Robert Haworth.
Charlie entró en el bar del hotel Playa Verde y colgó su bolso en el taburete que había junto al que ocupaba su hermana. Al menos Olivia había seguido sus instrucciones y la había esperado en vez de salir corriendo hacia el aeropuerto y tomar un vuelo en primera clase a Nueva York, tal y como le había amenazado con hacer. ¡Por Dios! ¡Qué ridícula estaba con ese vestido negro que le dejaba la espalda al descubierto! ¿Qué esperaba Liv? El viaje les había costado cuatrocientas libras, una oferta de última hora.
– No he encontrado nada -dijo Charlie. Se quitó las gafas y se secó las gotas de lluvia que tenía con el dobladillo de la blusa.
– ¿Cómo que no has encontrado nada? Debe de haber un millón de hoteles en España. Y no creo que no haya ninguno que no sea mejor que éste.
Olivia se quedó mirando su copa de vino para asegurarse de que estaba limpia antes de tomar un sorbo.
Ni ella ni Charlie trataban de hablar en voz más baja de lo habitual ni les importaba si el camarero las estaba escuchando. Era un hombre mayor de Swansea que llevaba dos enormes mariposas de color azul tatuadas en los antebrazos. Charlie le había oído contar antes a un cliente que se había mudado allí después de haber trabajado durante veinte años como profesor de autoescuela.
– No echo de menos Inglaterra -dijo-. El país se ha ido a la mierda.
Su única concesión a su nuevo país de residencia era contarle a toda la gente que se acercaba a la barra que la jarra de sangría estaba a mitad de precio y que la oferta seguiría vigente hasta el fin de semana.
Esa noche, Charlie y Olivia eran sus únicas clientas, aparte una obesa pareja con la piel de color naranja rodeada por un montón de maletas. Estaban encorvados sobre un cuenco plateado con seis cacahuetes que removían ocasionalmente con sus enormes dedos, como si esperaran que apareciera algo interesante debajo de ellos. You Wear It Well, de Rod Stewart, sonaba como música de fondo, aunque había que hacer un esfuerzo para poder escuchar bien la canción.
Las cuatro paredes del bar Arena estaban cubiertas por papel pintado de color verde, rojo y con cuadros escoceses. El techo era de Artex, con manchas de nicotina. Aun así, era el único lugar donde estar si alguien tenía la mala suerte de alojarse en el hotel Playa Verde, porque al menos servían alcohol. Para consternación de Olivia, en la minúscula habitación que ella y Charlie compartían no había minibar; cuando llegaron, empezó a abrir todos los cajones del armario; se inclinaba para mirar dentro, sin parar de decir: «Tiene que estar en alguna parte».
Una cortina de tela que apestaba a cigarrillos y a grasa colgaba de la estrecha ventana de la habitación. No debían de haberla lavado desde hacía años. La cama que eligió Olivia, porque estaba junto al baño, se encontraba tan cerca de éste que bloqueaba la puerta; cuando Charlie tuviera que usarlo por la noche tendría que saltar por encima de la cama de su hermana. Por la tarde, cuando le echó un vistazo, descubrió dentífrico seco pegado a uno de los dos vasos de plástico que había junto al lavabo y pelos de algún desconocido atascados en el desagüe de la bañera. Hasta entonces, sin motivo aparente, la alarma contra incendios había sonado en dos ocasiones, y en cada una de ellas transcurrió más de media hora antes de que alguien tuviera el detalle de desconectarla.
– ¿Has mirado en Internet? -preguntó Olivia.
– ¿Qué crees que he estado haciendo durante las dos últimas horas?
Charlie respiró profundamente y pidió un brandy con jengibre, tras rechazar una vez más la sangría a mitad de precio y hacer asomar una falsa sonrisa a su rostro cuando el camarero le comentó que podía disfrutar de aquélla oferta especial hasta el fin de semana. Encendió un cigarrillo, pensando que, en situaciones como aquélla, fumar seguramente no sería malo para su salud, aunque si lo fuera el resto del tiempo. El fin de semana parecía estar muy, muy lejos. Así pues, disponía de mucho tiempo para suicidarse si comprobara que las cosas no mejoraban. Quizás debería suicidarse haciendo explotar una bomba en mitad de aquel maloliente hotel.
– Créeme, no habría ningún sitio al que hubieras dado el visto bueno -le dijo a Olivia.
– Entonces, ¿sí había hoteles disponibles?
– Algunos. Pero o no tenían piscina o no estaban junto al mar o no tenían aire acondicionado o sólo disponían de buffet por las noches…
Olivia negó con la cabeza.
– Si seguimos así no creo que nos haga falta el aire acondicionado ni la piscina -dijo-. Hace frío y está lloviendo. Ya te dije que era demasiado pronto para viajar a España.
Charlie empezó a sentir que una ola de calor ensanchaba su pecho.
– También dijiste que no querías hacer un vuelo largo.
Olivia había propuesto viajar en junio para evitar lo que ella llamaba «las ansias de calor». A Charlie le pareció buena idea; lo último que deseaba era ver a su hermana saltando de la cama todos los días a las seis de la mañana, corriendo hacia la ventana y lamentándose: «¡Aún no hace nada de sol!». Sin embargo, el inspector jefe Proust había echado a perder el plan. Dijo que en junio habría demasiada gente de vacaciones. Para empezar, Gibbs se iba de luna de miel. Y antes, Sellers había reservado unas vacaciones clandestinas con su novia, Suki. La versión oficial era que se iba con el resto del equipo para seguir un curso de entrenamiento; mientras tanto, Stacey, su mujer, se quedaría en Spilling, lo que ofrecía no pocas ocasiones de que coincidiera con Charlie, Simón, Gibbs y Proust, la gente con la que Sellers le había dicho que estaría por ahí colgándose de una cuerda y arrastrándose por el barro. Charlie no se acababa de creer que la doble vida de Sellers hubiera durado tanto, teniendo en cuenta la sarta de mentiras que solía contar.
– Entonces, ¿no te molestaría que fuera un hotel sin piscina y sin aire acondicionado? -preguntó Charlie, suspicaz ante lo que parecía una solución muy fácil. Tenía que haber algún pero.
– Lo que me molesta es que no haga sol y que haga más frío que en Londres. -Olivia se irguió en su taburete, cruzando las piernas. Estaba muy elegante y parecía decepcionada, como una de esas solteras a las que dejan plantadas en una de esas largas y aburridas películas que Charlie detestaba, llenas de mujeres con sombrero y de dudosa reputación-. Pero no puedo hacer nada para remediarlo; y lo que no haré es sentarme junto a una piscina mientras está lloviendo. -Su mirada se iluminó de repente-. ¿Había algo con piscina cubierta? ¿O con spa? ¡Un spa sería genial! Me muero por uno de esos tratamientos de flotación en seco.
Charlie se sintió desfallecer. ¿Por qué no podría haber sido todo perfecto, al menos por esta vez? ¿Acaso era pedir demasiado? Si las cosas salían bien, no había nada más divertido que estar con Olivia.
– No lo he mirado -dijo Charlie-. Pero no lo creo muy probable, a menos que quieras gastarte una pequeña fortuna.
– El dinero no me importa -dijo rápidamente Olivia. Charlie sintió como si hubiera un volcán en erupción en su interior, un volcán que tenía que sofocar o en caso contrario explotaría, y lo arrasaría todo.
– Bueno, por desgracia, a mí sí me importa el dinero, de modo que a menos que quieras que busque dos hoteles distintos…
Olivia tenía una posición menos acomodada que Charlie. Era periodista freelance y pagaba una hipoteca colosal por un apartamento en el barrio londinense de Muswell Hill. Siete años atrás le diagnosticaron un cáncer de ovario. La operación para extirparle los dos ovarios y la matriz se le practicó de inmediato y pudo salvar la vida. Desde entonces había despilfarrado el dinero como si fuera la hija consentida de unos aristócratas. Conducía un BMW Z5 y solía tomar taxis de una punta a otra de Londres de manera habitual. Coger el metro era una de las muchas cosas a las que afirmaba haber renunciado para siempre, así como comprometerse, planchar y envolver regalos. A veces, cuando no podía dormir, Charlie se preocupaba por la situación económica de su hermana. Debía de tener muchas deudas…, y eso era algo que Charlie detestaba.
– Si no podemos conseguir un hotel en condiciones, preferiría hacer algo completamente distinto -dijo Olivia tras reflexionar un rato.
– ¿Distinto?
Charlie estaba sorprendida. Olivia había vetado, sin demasiada ambigüedad, cualquier sitio equipado con cocina porque consideraba que requería demasiado esfuerzo, incluso después de que Charlie le aseguró que sería ella quien compraría y cocinaría lo que hiciera falta. En lo que a Charlie respectaba, no le costaba demasiado preparar unas tostadas por la mañana y una ensalada a la hora de comer. Charlie pensó que Olivia debería hacer su trabajo durante un par de días.
– Sí. Un camping o algo así.
– ¿Un camping? ¿Y eso lo dice la que no quiso ir a Glastonbury porque la señora de la limpieza no le pone una funda de ganchillo al papel higiénico?
– Mira, no es mi opción preferida. Un bonito hotel en España, en junio, eso era lo que quería. Y si no puedo tenerlo, preferiría no estar en una triste caricatura de lo que deseaba. Al menos un camping sé que es un asco. Se supone que hay que dormir en el suelo, en una tienda, y comer bolsas de patatas fritas…
– Estoy segura de que si alguna vez intentaras ir a un camping te esfumarías como la bruja de El mago de Oz…
– Y, ¿qué me dices de mamá y papá? Hace siglos que no vamos a verlos. Mamá nos espera con los brazos abiertos. Siempre me preguntan cuándo vamos a volver a ir con un tono de voz que amenaza con desheredarnos.
Charlie hizo una mueca. Hacía poco que sus padres se habían instalado en Fenwick, un pueblecito de la costa de Northumberland donde habían desarrollado una obsesión por el golf que no tenía nada que ver con el carácter relajado de ese deporte. Se comportaban como si el golf fuera un trabajo a jornada completa ¿es que iban a ser despedidos si no jugaban de forma muy concienzuda. En una ocasión, Olivia los acompañó al club y luego le contó a Charlie que sus padres habían estado tan relajados como dos mulas cargadas de droga frente a los agentes de aduana de un aeropuerto.
Charlie no se creía capaz de enfrentarse con los tres miembros de su familia más cercana al mismo tiempo. No podía conciliar la idea de sus padres con la de unas vacaciones. Aun así, hacía siglos que había viajado al norte por última vez. Puede que Olivia tuviera razón.
El camarero subió el volumen de la música. Seguía sonando Rod Stewart, pero cantaba otro tema: The First Cut Is the Deepest.
– Me encanta esta canción -dijo el camarero, guiñándole el ojo a Charlie-. Tengo una camiseta que lleva escrito: «Rod es Dios». Suelo ponérmela casi siempre, pero hoy no la llevo.
Bajó los ojos hacia su pecho, aparentemente desconcertado.
La mezcla de Rod Stewart y el papel pintado de cuadros escoceses le sugirió una idea a Charlie.
– Ya sé adónde podemos ir -dijo-. ¿Qué te parecería volar a Escocia?
– Volaré a cualquier sitio donde pueda pasar unas buenas vacaciones. Pero ¿por qué Escocia?
– Estaríamos lo bastante cerca de papá y mamá para ir a comer un par de veces a su casa, pero no tendríamos que quedarnos con ellos. Podríamos tomarnos a toda prisa el asado de la cena y largarnos…
– ¿Adónde? -preguntó Olivia.
– Alguien del trabajo me dio esta tarjeta de unos chalets de alquiler…
– Oh, por el amor de Dios…
– No, escucha. Sonaba bien.
– Estarán equipados con cocina.
Olivia puso cara de aprensión.
– La tarjeta dice que si lo deseas pueden servirte comidas caseras.
– ¿Tres veces al día? ¿Desayuno, comida y cena?
¿Cómo era posible que necesitara una copa mientras aún tenía una en la mano que estaba tomando a largos tragos? Charlie encendió otro cigarrillo.
– ¿Qué tal si llamo y pregunto? De verdad que sonaba muy bien, Liv. Las camas son enormes y todo eso. La tarjeta decía que eran chalets de lujo.
Olivia se echó a reír.
– Serías el sueño de cualquier jefe de marketing, en serio. Hoy en día, a cualquier cosa la llaman «lujo», incluso a cualquier cochambroso bed & breakfast…
– Creo que también tenía spa -la interrumpió Charlie.
– Eso significa un cobertizo en ruinas con un charco de agua fría. Dudo que ofrezcan tratamientos de flotación en seco.
– ¿De verdad quieres eso? ¿Por qué no subimos a la habitación y dejas que te tire por la ventana?
¿Acaso no decían que los buenos chistes siempre tienen un trasfondo de verdad?
– No me culpes por ser un poquito prudente. -Olivia miró a Charlie de arriba abajo, como si acabara de conocerla en ese momento-. ¿Por qué tendría que fiarme de ti cuando es muy evidente que estás loca? -Bajó la voz y siguió hablando con un áspero susurro-. ¡Te inventaste un novio!
Charlie desvió la mirada y lanzó un aro de humo al aire. ¿Por qué sentía la compulsión de contarle a su hermana todo lo que hacía, aun a sabiendas de que iba a criticarla de lo lindo?
– ¿Le pusiste nombre? -preguntó Olivia.
– No quiero hablar de ello. Graham.
– ¿Graham? ¡Por Dios!
– Esa mañana me tomé el desayuno en un bol de los Golden Grahams. Estaba demasiado agotada para ser creativa.
– Si yo hubiera hecho lo mismo que tú, estaría saliendo con un pastelito de manzana y canela. ¿Simón te creyó?
– No lo sé. Creo que sí. En cualquier caso, no se mostró muy interesado.
– Y Graham, ¿tiene apellidos? ¿Leche Semidesnatada, tal vez?
Charlie negó con la cabeza, sonriendo con poco entusiasmo. Se suponía que la capacidad para reírse de uno mismo era una virtud. Y eso era algo que Olivia esperaba que Charlie pusiera en práctica demasiado a menudo.
– Corta por lo sano en cuanto vuelvas -le aconsejó Olivia-. Dile a Simón que has terminado con Graham. Y únete de nuevo al mundo de los cuerdos.
Charlie se preguntaba si Simón les habría contado algo a Sellers y a Gibbs. O, que Dios no lo quisiera, al inspector jefe Proust. Toda la gente del Departamento de Investigación Criminal la consideraba un desastre en el terreno sentimental. Todos sabían lo que sentía por Simón y que él la había rechazado. Sabían que, durante los últimos tres años, se había acostado con más gente que la mayoría de ellos en toda su vida.
Charlie ya se había acostumbrado a su mentira, al nuevo estatus y a la dignidad que le proporcionaba. Quería que Simón pensara que tenía un novio como Dios manda y no otro de sus imposibles ligues de una noche… Una relación que podría durar, como una mujer adulta.
A Olivia no le había contado nada sobre Alice Fancourt y Simón. Era algo que la deprimía demasiado. ¿Por qué Simón había pensado de repente en Alice, después de casi dos años sin estar en contacto con ella? ¿Qué podía tener de bueno volver a verla ahora? Charlie había dado por sentado que él se había olvidado de Alice o que lo estaba intentando. Pero era como si nada hubiera ocurrido entre ellos.
Con mucha solemnidad, él le dijo a Charlie que pensaba llamar a Alice, como si esperara que fuera a reprochárselo. Simón sabía que a ella le importaría. Unos días después, cuando dejó caer al inexistente Graham en la conversación, fue obvio que a él no le importaba.
Olivia siguió hablando, como si Charlie corriera el peligro de olvidarse de todo.
– A Simón le da igual que tengas novio. No sé por qué crees que puedes ponerle celoso. Si te quisiera, te tendría desde hace tiempo.
¿Era posible que Simón descubriera que se había inventado a Graham? Charlie pensaba que, de ser así, no podría soportarlo.
– ¿Quieres que llame a los chalets de Silver Brae o no? -preguntó cansinamente.
– No puede ser peor que este antro. -Olivia imitó el acento escocés-. Está bien, muchacha, ¿por qué no?
Martes, 4 de abril.
– Quiero denunciar una violación -le digo al subinspector Waterhouse.
Él frunce el ceño, mirando la hoja de papel que tiene en la mano, como si yo fuera a decirle qué debía preguntar a continuación.
– ¿A quién han violado?
– A mí.
– ¿Cuándo?
Dudo que hubiera sido tan brusco si me hubiese creído.
– Hace tres años -digo.
Abre unos ojos como platos. Evidentemente, estaba esperando otra respuesta.
– El 30 de marzo de 2003.
Espero no tener que volver a repetir la fecha. El subinspector Waterhouse se queda de pie junto a la puerta, como si estuviera vigilándola, y no hace ningún ademán de sentarse.
La sala de interrogatorios en la que estamos no es mucho más grande que mi cuarto de baño. En las paredes, de color azul celeste, hay carteles sobre abusos, violencia doméstica, fraudes y vídeos piratas. No creo que a nadie le importe realmente la gente que hace copias ilegales de películas y las vende, pero supongo que la policía debe enfrentarse a toda clase de delitos, le importen a la gente o no. Todos los carteles tienen el logotipo de la policía en la esquina inferior derecha, lo cual hace que me pregunte si habrá algún departamento de diseño en el edificio, alguien cuyo trabajo consista en decidir de qué color debe ser el fondo de un cartel sobre fraudes a la Seguridad Social.
El diseño es la parte de mi trabajo que más me gusta. Siempre se me cae el alma a los pies cuando un cliente tiene una idea demasiado concreta sobre lo que quiere. Prefiero a los clientes que desean dejarlo en mis manos. Me encanta escoger la leyenda en latín, qué clase de piedra voy a emplear y de qué color voy a pintarla, decidir los adornos. Los adornos de un reloj de sol no tienen nada que ver con la forma de marcar la hora, sólo son toques decorativos.
Apenas te he hablado de mi trabajo, ¿verdad? Tú nunca hablas del tuyo, y no quiero dar la impresión de que pienso que el mío es más importante. En una ocasión cometí el error de preguntarte por qué decidiste ser camionero.
– Lo que quieres decir es que habría podido dedicarme a algo mejor -respondiste de inmediato.
No sabría decir si te ofendiste o si estabas proyectando en mi lo que sientes con respecto a tu trabajo. -No quería decir eso en absoluto -dije. No quería, de verdad. En una ocasión pensé en ello y vi todas las ventajas de hacer lo que tú haces. Trabajar por tu cuenta, para empezar. Poder escuchar los CD que quieras o la radio todo el día. Empecé a pensar que, después de todo, puede que nuestros trabajos no sean tan diferentes. Supongo que debo tener un esnobismo muy arraigado que me hizo dar por sentado que todos los camioneros eran estúpidos y ordinarios, hombres con barrigas cerveceras y pelo cortado al rape que se ponen violentos al enterarse de que va a subir el precio del carburante.
– Me gusta ir a mi aire y me gusta conducir. -Te encogiste hombros; para ti, la respuesta era simple y obvia. Luego la diste-: Y no soy ningún estúpido.
¡Como si alguna vez hubiera pensado que lo fueras! Eres la persona más inteligente que he conocido jamás. Y no estoy hablando de títulos. No sé si acabaste los estudios superiores, aunque sospecho que no. Cuando hablas, no eres pedante, como los que se las dan de listos…, más bien todo lo contrario. Tengo que arrancarte las palabras y, cuando comentas tus puntos de vista y tus preferencias, pareces hacerlo como pidiendo perdón, como si no quisieras medirte con los demás. Sólo te explayas cuando me dices lo mucho que me quieres.
– Soy mi dueño -dijiste-. Sólo yo y mi camión. Es mejor que ser comunista.
Desde que nos conocemos, ésa es la única referencia que has hecho a la política. Quería preguntarte a qué te referías, pero no lo hice porque el tiempo que pasamos juntos se estaba agotando; eran casi las siete.
– ¿Por qué preguntó por mí o por la inspectora Zailer? -dice el subinspector Waterhouse-. Pensaba que quería hablar de Robert Haworth.
– Y así es. Robert fue el hombre que me violó.
La mentira sale de mi boca. Ya no estoy nerviosa. Mi descaro se ha hecho con el control. Tengo una fuerte y absurda sensación que me dice que a partir de ahora puedo marcar las pautas. ¿Quién va a detenerme? ¿Quién tiene tanta imaginación para comprender de lo que es capaz la mía?
Soy alguien que hace cosas que nadie haría.
Me asalta una idea horrible.
– ¿Es demasiado tarde? -pregunto.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Puedo hacer la denuncia a pesar de que eso ocurrió hace mucho tiempo?
– ¿Robert Haworth la violó?
– Así es.
Waterhouse no hace ningún esfuerzo por disimular su incredulidad.
– ¿El hombre del que está enamorada y que está enamorado de usted? ¿El hombre con el que se encuentra todas las semanas en el Traveltel del área de servicio de Rawndesley East?
– Ayer mentí. Lo siento.
– ¿Todo lo que dijo era mentira? ¿Usted y el señor Haworth no tienen una relación?
He leído en varias páginas web sobre violaciones que algunas mujeres se sienten sentimental o sexualmente unidas a sus violadores después de la agresión, pero yo nunca podría ser esa clase de chalada. Eso implica que sólo puedo decir una cosa.
– Todo lo que les conté ayer era mentira, sí.
Waterhouse no me cree. Probablemente piensa que estoy demasiado serena. Odio el hecho de que la gente espere que muestres tus emociones en público.
– ¿Y a qué vino esa mentira?
Lo dice en el tono en que podría decírselo a un sospechoso.
– Al principio no estaba segura de querer denunciar la violación. -Sigo usando la palabra que he evitado durante tres años. Cada vez que la repito, me resulta más fácil decirla-. Quería asustar a Robert Haworth. Pensé que si la policía iba a verlo y mencionaba mi nombre se quedaría aterrorizado.
Waterhouse se queda mirándome fijamente en silencio. Está esperando a que me desmorone.
– ¿Y por qué ha cambiado de parecer? -me pregunta finalmente.
– Me di cuenta de que la otra idea era una estupidez. Tomarme la justicia por mi cuenta…
– Desde el 30 de marzo de 2003 ha pasado mucho tiempo. ¿Por qué esperar hasta ayer?
– Tres años no son nada. Pregunte a cualquier mujer que haya sido violada. Sufrí un shock durante mucho tiempo. No estaba en condiciones de tomar una decisión.
Contesto a todas las preguntas con rapidez, como un robot, y me doy la enhorabuena por haber tenido el sentido común de no haberme sometido a esta traumática experiencia tres años atrás.
A regañadientes, Waterhouse saca una silla de la mesa y se sienta frente a mí.
– Ayer resultaba más convincente que hoy -dice-. El señor Haworth la ha dejado, ¿no es así? ¿Es ésta su manera de castigarlo?
– No. Yo…
– ¿Es consciente de que acusar falsamente a alguien de una violación es un delito muy grave?
Mira fijamente la hoja de papel. Está llena de notas, escritas con la letra más pequeña que haya visto jamás. Soy incapaz de leer nada.
Estoy a punto de contestarle, pero me detengo. ¿Por qué debo permitirle que me acribille a preguntas? Ahora ha cogido el ritmo, como alguien que juega solo al frontón. Merezco un poco más de respeto y sensibilidad. Sólo estoy mintiendo con respecto a un detalle. Si te elimino de mi historia sobre la violación y te sustituyo por un hombre cuyo nombre ignoro, un hombre cuyo rostro aún puedo ver en horribles y sudorosas pesadillas, sería cierta al cien por cien. Todo eso implica que merezco que me traten con más consideración.
– Sí, soy consciente de ello -le digo-. Del mismo modo, debería saber que voy a presentar una queja sobre usted si no deja de mirarme y hablarme como si fuera una mierda pegada a su zapato. Hago todo lo posible por ser sincera con usted. Ya me he disculpado por haber mentido ayer y le he explicado por qué lo hice. Teniendo en cuenta que hay un orden establecido, estoy aquí para denunciar un delito más serio y no para acusar falsamente a alguien de violación, y creo que debería empezar a concentrarse en eso en lugar de en los prejuicios que tiene con respecto a mí, sean cuales sean.
El levanta la vista. No sabría decir si está enfadado, asustado o si se siente intimidado.
– ¿Por qué no me deja que nos facilite las cosas a ambos? -digo-Puedo demostrar que estoy diciendo la verdad. Hay una organización llamada Habla y Sobrevive que tiene una página web: hablaaysobrevive, sin espacios, punto org punto uk. En la página titulada «Historias de supervivientes» hay una carta que escribí con fecha del 18 de mayo de 2003. Las historias están numeradas. La mía es la número setenta y dos. Sólo firmé con mis iniciales: N.J.
Waterhouse lo está anotando todo. Cuando ha terminado, dice:
– Espere aquí.
Abandona la sala y cierra la puerta. Me quedo sola en esta diminuta jaula de color azul.
En medio del silencio, mi cabeza se llena con tus palabras. El subinspector Waterhouse no significa nada para mí; es un desconocido. Recuerdo lo que dijiste acerca de los desconocidos el día que nos conocimos, después de ponerte de mi parte en la discusión que yo tenía con un tipo llamado Bruce Doherty…, otro desconocido, un idiota.
– Tú no lo conoces y él tampoco te conoce a ti -dijiste-. Por lo tanto, no puede hacerte daño. Es la gente a la que estamos más unidos la que puede causarnos más daño-. Parecías inquieto, como si quisieras gritar algo que estaba en tu mente, algo desagradable. Por entonces no te conocía lo suficiente para preguntarte si te habían hecho mucho daño, y quién-. Créeme, lo sé -dijiste-. La gente a la que amas, los íntimos, son los que pueden hacerte daño. Pero los desconocidos no.
Pensando en mi propia experiencia, dije, con vehemencia:
– ¿Me estás diciendo que un desconocido no puede hacerme daño?
– Si el dolor no es algo personal, no es tan malo. No se trata de ti, de la otra persona o de la relación que ambos mantenéis. Se parece más a un desastre natural, a un terremoto o a una inundación. Si me ahogara en una inundación, pensaría que es mala suerte, pero no sería una traición. El azar y las circunstancias no tienen libre albedrío; no pueden traicionarte.
Ahora, por vez primera, entiendo lo que querías decir. El subinspector Waterhouse se comporta así porque debe hacerlo; hacer su trabajo consiste en dudar de cualquier cosa que le diga. No se trata de mí. El no me conoce en absoluto.
Me pregunto qué dirías sobre los desconocidos que son amables, los que me sonríen por la calle y me dicen: «Lo siento, guapa», cuando tropiezan conmigo por casualidad. A alguien que ha sido sometido deliberadamente a algo brutal le produce una conmoción escuchar cualquier palabra amable, por pequeña que sea. Me muestro agradecida, hasta resultar patética, ante esos mínimos e insignificantes gestos de amabilidad que a la gente no le cuestan nada; me postro, inmensamente agradecida, ante alguien que piensa que merezco una sonrisa o un «lo siento». Creo que mi conmoción se debe al contraste: me admira que la pura generosidad y la pura maldad puedan coexistir en un mismo mundo y apenas seamos conscientes de ello.
Si la policía te encuentra sano y salvo te dirán de qué te he acusado, con todos los sórdidos detalles. ¿Me creerás si te digo que me lo he inventado? ¿Entenderás que sólo he manchado tu nombre porque estoy desesperada y muy preocupada por ti?
Me pregunto, y no es la primera vez que lo hago, si debería cambiar todos los detalles de la agresión, a fin de que la historia que le cuente al subinspector Waterhouse, en el caso de que me deje hacerlo, sea completamente distinta de como ocurrió. Decido que no. Sólo me sentiré segura de mí misma si tengo unos hechos a los que agarrarme. Hace días que no consigo dormir como Dios manda. Me duele todo el cuerpo y me siento como si me hubieran fundido el cerebro. No tengo fuerzas para inventar violaciones que nunca han ocurrido.
Además, ninguna historia inventada podría ser peor que mi verdadera historia. Si soy capaz de convencer al subinspector Waterhouse de que estoy diciendo la verdad, buscarte pasará a encabezar de inmediato su lista de prioridades.
Diez minutos después se abre la puerta. Waterhouse entra de nuevo en la sala sujetando varias hojas de papel. Mirándome con recelo, dice:
– ¿Le apetece una taza de té?
Eso me anima, pero finjo estar enojada.
– Ya veo. De modo que ahora que ya he probado la verdad me ofrece algo para beber. ¿Hay una escala? ¿Té para una violación, agua con gas para una agresión sexual, agua mineral para un atraco?
Sus rasgos se endurecen.
– He leído lo que escribió. Lo que me dijo que había escrito.
– ¿No me cree? -Es más testarudo de lo que creía. Me preparo para iniciar la batalla. Me encanta una buena pelea, sobre todo cuando sé que puedo ganar-. ¿Cómo iba a saber que la carta estaría allí si no la hubiera escrito? ¿Cree que las mujeres que no han sido violadas entran en páginas web sobre violaciones por diversión y luego, cuando encuentran una historia que resulta que tiene sus iniciales al final…?
– «Mi agresor fue alguien a quien nunca había visto antes y que no he vuelto a ver desde lo ocurrido».
Waterhouse lee en voz alta una de las páginas que tiene en la mano. Ha impreso mi carta. La idea de que la tenga me bloquea por completo.
Hablo deprisa, antes de que pueda seguir leyendo lo que escribí.
– En ese momento no sabía quién era; lo averigüé después. Volví a verlo. Como le dije, me tropecé con él en el área de servicio de Rawndesley East el 24 de marzo del año pasado, un jueves.
Waterhouse niega con la cabeza, ojeando los papeles.
– Usted no dijo eso -me contradice, sin ambages-. Usted dijo que ese día conoció al señor Haworth, pero no dónde lo conoció.
– Bueno, pues fue ahí donde lo vi. En el área de servicio. Pero no era la primera vez que lo veía; la primera vez fue cuando me violó.
– En el área de servicio de Rawndesley East. ¿En el Traveltel?
Me imagino que el cerebro de Waterhouse es como un ordenador. Cada cosa que le digo es un nuevo dato que almacenar.
– No. Fue en la barra del restaurante. Lo que les conté sobre el Traveltel era mentira. Sé que hay un Traveltel en el área de servicio de Rawndesley y quería que mi mentira se ajustara en la medida de lo posible a la verdad.
– ¿Y qué me dice de la habitación once? ¿Siempre la misma habitación?
Lo dice en voz más baja y con más delicadeza que todo lo que ha dicho hasta ahora. Mala señal. Me observa atentamente.
– Me lo inventé. Nunca he estado en el Traveltel ni en ninguna de sus habitaciones.
Una vez que haya oído mi historia no dudará de que estoy diciendo la verdad; no se molestará en hablar con el personal del Traveltel. Y él sabe que eso es algo que podría hacer fácilmente. De modo que ¿por qué le contaría una mentira tan arriesgada?, pensará.
– ¿Así que vio por segunda vez al señor Haworth, el hombre que la violó, el 24 de marzo del año pasado, en la barra del restaurante del área de servicio de Rawndesley East?
– Sí. Lo vi, pero él no me vio.
Waterhouse se echa hacia atrás en su silla y deja el bolígrafo encima de la mesa.
– Debió sufrir un shock al verlo así, de improviso.
No contesto.
– ¿Cómo supo cómo se llamaba y dónde vivía?
– Seguí su camión; lleva su nombre y su teléfono inscritos. Conseguí su dirección en la guía telefónica.
Puede preguntarme lo que quiera. Tendré la respuesta preparada -una buena y convincente-en cuestión de segundos. Cada vez que centra mi atención en algún detalle que espera que me haga caer en la trampa, encuentro una forma de que encaje en mi historia. Todo puede conciliarse. Lo único que debo hacer es enfocarlo de forma metódica, barajar todas las posibilidades y decidir cual se adapta mejor a mi historia.
– No lo entiendo -dice Waterhouse-. Sabía su nombre y sabía e vivía. Dijo que estaba pensando en tomarse la justicia por su cuenta. ¿Por qué no lo hizo?
– Porque habría acabado teniendo antecedentes, y eso sería otra victoria para él, ¿no? Se lo dije: quería que la policía se presentara en su casa y que se asustara. No quería… verme cara a cara con él.
– ¿Así que se inventó toda la historia sobre su aventura, lo de que se encontraban todos los jueves en la habitación once y lo de que su amiga llamó y habló con la mujer del señor Haworth?
– Sí.
Él consulta sus notas.
– ¿Tiene una amiga llamada Yvon con la que comparte casa?
Dudo.
– Sí. Yvon Cotchin.
– De modo que no todo lo que nos dijo ayer era mentira. Y eso significa que hoy ha mentido al menos en un punto. ¿Qué me dice del ataque de pánico que sufrió cuando fue a su casa? ¿Conoció a la señora Haworth?
– Todo eso es cierto. Estuve allí. Eso fue lo que me hizo pensar que no podría manejar el asunto sola. Por eso vine a verlos.
– Ayer nos dio una fotografía a mí y a la inspectora Zailer en la que usted aparece junto al señor Haworth. ¿Cómo explica eso?
Trato de evitar en mi rostro cualquier expresión de sorpresa o enfado. Debería haber pensado en eso, pero no lo he hecho. Me había olvidado por completo de la foto. Con mucha calma, digo:
– Era un montaje.
– ¿De verdad? ¿Cómo lo hizo exactamente?
– No lo hice yo. Le saqué una foto a Robert Haworth y me saqué una a mí; una amiga hizo el resto.
– ¿Dónde le sacó la foto al señor Haworth?
Lanzo un suspiro, como si eso fuera obvio.
– Se la saqué en el aparcamiento del área de servicio. El 24 de marzo del año pasado.
– No la creo -dice Waterhouse-. ¿No la vio sacándole una foto justo delante de él? ¿Y por qué llevaba una cámara encima?
– No estaba justo delante de él. Le saqué la foto desde lejos, con mi cámara digital. Mi amiga la amplió con el ordenador e hizo un zoom sobre su cabeza y sus hombros para que pareciera un primer plano…
– ¿Quién lo hizo? ¿Fue de nuevo la señorita Cotchin?
– No. Y no voy a darle su nombre, lo siento. Y, contestando a su otra pregunta, siempre llevo encima una cámara cuando voy a ver a un cliente, como ese día. Saco fotografías de sus jardines o de sus paredes; es lo que suelo hacer cuando quieren un reloj de sol; me resultan útiles en mi trabajo, son un punto de referencia.
Waterhouse parece incómodo. Veo una sombra de duda en su mirada.
– Si la historia que me está contando ahora es cierta, entonces es que su mente funciona de forma muy extraña -dice-. Y si no lo es, demostraré que está mintiendo.
– Tal vez debería dejar que le cuente lo que he venido a contarle. En cuanto haya escuchado lo que me ocurrió se dará cuenta de que cualquiera estaría hecho un lío. Y si aun después de contarle lo que me pasó sigue sin creerme, ¡puedo asegurarle que no volveré a contarle nada si cree que mentiría acerca de algo así!
Sé que el hecho de estar furiosa en vez de compungida no me ayuda a granjearme su simpatía, pero estoy muy acostumbrada a enfadarme. Soy muy buena en eso.
– En cuanto le tome declaración, esto tendrá carácter oficial. ¿Lo entiende? -dice Waterhouse.
Noto un breve espasmo de pánico en el pecho. ¿Cómo empezar? Erase una vez… Sin embargo, no estoy confesando ni revelando nada. Estoy mintiendo descaradamente…, así es como hay que enfocarlo. La verdad sólo aparecerá para servir como mentira, lo cual significa que no tengo que experimentar ninguna emoción.
– Lo entiendo -digo-. Hagámoslo oficial.
DECLARACIÓN DE NAOMI JENKINS, con domicilio en Argyll Square, 14, Rawndesley.
Profesión: autónoma, diseñadora de relojes de sol freelance. Edad: 35 años.
Esta declaración es la verdad a mi leal saber y entender, y la hago consciente de ello y, de ser utilizada como prueba, me veré sujeta a enjuiciamiento en caso de que en ella haya declarado algo que sepa que es falso o que no se corresponda con la verdad.
Firma: Naomi Jenkins Fecha: 4 de abril de 2006
La mañana del lunes 30 de marzo de 2003, salí de mi casa a las 09.40 y fui a recoger unos bloques de piedra que me hacían falta para mi trabajo al taller de un picapedrero, James Flowton, en Crossfield Farm House, Hamblesford. El señor Flowton me dijo que aún no había recibido los bloques de la cantera, de modo que me fui enseguida y me dirigí andando de nuevo hasta la calle principal, Thornton Road, donde había dejado el coche.
Un hombre al que no había visto nunca estaba de pie junto a mi coche. Era alto; su pelo, corto, era de color castaño oscuro. Llevaba una chaqueta de pana de color marrón cuyo forro parecía de piel de oveja, pantalones vaqueros negros y botas Timberland. Al acercarme, me gritó: «¡Naomi!», y me saludó con la mano; la otra mano la tenía metida en el bolsillo. Aunque no lo reconocí, di por sentado que él me conocía y que me estaba esperando (ahora sé que ese hombre es Robert Haworth, con domicilio en el número 3 de Chapel Lane, Spilling, aunque en ese momento no lo sabía).
Fui directamente hacia él. Me agarró de la mano y sacó un cuchillo del bolsillo de su chaqueta. Me puse a gritar. El cuchillo tenía un mango duro de color negro, de unos siete centímetros de longitud, y un filo de unos trece centímetros. El hombre me atrajo hacia él, de modo que nos quedamos frente a frente, y apretó la punta del cuchillo contra mi estómago. Mientras ocurría todo esto, él seguía sonriéndome. En voz baja, me ordenó que dejara de gritar. «Cállate o te sacaré las tripas. Sabes que hablo en serio», me dijo. Dejé de gritar. «Haz exactamente lo que te diga si no quieres que te clave el cuchillo, ¿de acuerdo?». Asentí con la cabeza. Parecía enfadado porque no le había contestado. «¿De acuerdo?», repitió.
Esta vez le contesté y le dije: «De acuerdo.»
Volvió a meterse el cuchillo en el bolsillo, pasó su brazo en torno al mío y me dijo que me dirigiera hacia su coche, que estaba aparcado aproximadamente a doscientos metros de Thornton Road en dirección a Spilling, delante de una tienda llamada Snowy Joe's, donde venden artículos deportivos. Su coche era de color negro. Creo que tenía cinco puertas, aunque estaba demasiado asustada para fijarme en la marca, el modelo o la matrícula.
Mientras nos dirigíamos hacia el coche lo abrió con un llavero electrónico que se sacó del mismo bolsillo donde había escondido el cuchillo. Cuando llegamos al coche, abrió la puerta de atrás y me dijo que entrara. Me metí en el asiento trasero. Cerró la puerta, rodeó el coche hasta situarse al otro lado y se sentó junto a mí. Cogió mi bolso, del que sacó mi móvil, y lo arrojó por la ventanilla. Luego tiró el móvil en el asiento delantero del acompañante. En el coche había una bandeja que ocupaba toda la parte de atrás. Miró detrás de mí y cogió algo de la bandeja. Era un antifaz negro con una goma elástica. Me lo puso, tapándome los ojos, y me dijo que si me lo quitaba me clavaría el cuchillo. «Si no quieres morir desangrada muy lentamente, harás todo lo que te diga», dijo.
Oí que se cerraba la puerta del coche. Por lo que pude escuchar a continuación, diría que se sentó en el asiento del conductor. «Estoy ajustando el retrovisor para no perderte de vista. No intentes nada», me dijo. El coche empezó a moverse. No sé cuánto tiempo estuvimos en él. Me pareció que habían sido horas, pero estaba tan asustada que no fui capaz de calcularlo con precisión. Diría que fuimos en coche al menos dos horas, aunque posiblemente fuera mucho más tiempo. Al principio intenté convencer al señor Haworth de que me dejara ir. Le ofrecí dinero a cambio de que me soltara. Le pregunté cómo sabía mi nombre y qué pretendía hacer conmigo. Cada vez que le preguntaba algo se echaba a reír y no me contestaba. Al final parecía irritado y me ordenó que me callara. Después de eso permanecí en silencio, porque me amenazó de nuevo con el cuchillo. Me dijo que había cerrado todas las puertas del coche y que si trataba de huir lo lamentaría. «Todo cuanto debes hacer es lo que yo diga y no te pasará nada», dijo.
Durante todo el viaje sonó Radio 5 Live. No sé qué programas emitieron, sólo qué emisora era. Al cabo de un rato, durante el cual no intercambiamos ni una sola palabra, el señor Haworth empezó a contarme cosas sobre mí. Sabía dónde vivía y que era diseñadora de relojes de sol. Me hizo preguntas sobre los relojes de sol e insistió en que le contestara. Me dijo que si me equivocaba en alguna respuesta, se detendría y sacaría el cuchillo. Por sus preguntas, quedó claro que sabía bastantes cosas sobre relojes de sol. Mencionó los cuadrantes y sabía lo que era el analema. Ambos son términos técnicos que posiblemente desconozcan los que no estén familiarizados con los relojes de sol. Sabía que yo había nacido en Folkestone, que había estudiado fotografía en la Universidad de Reading y que había puesto en marcha mi empresa de diseño de relojes de sol gracias a una sustanciosa suma de dinero que obtuve al vender una fuente tipográfica que diseñé durante mi último año de universidad a Adobe, una empresa de procesadores de texto. «¿Qué se siente al ser una mujer de negocios de éxito?», me preguntó. El tono de sus preguntas era burlón. Me dio la impresión de que quería provocarme con lo mucho que sabía acerca de mí. Le pregunté cómo había conseguido toda aquella información. En ese momento detuvo el coche, y noté algo afilado rozándome la nariz. Deduje que se trataba del cuchillo. El señor Haworth me recordó que no me estaba permitido hacer preguntas y me obligó a disculparme. Luego siguió conduciendo.
Poco después, el coche se detuvo. El señor Haworth abrió la puerta y me sacó del coche. Volvió a cogerme por el brazo, me dijo que caminara despacio y me guió hasta su destino. Al final, por el tacto del suelo bajo mis pies, diría que entramos en un edificio. Me ayudó a subir unas cuantas escaleras. El señor Haworth me agarró y me quitó el abrigo. Me ordenó que me quitara los zapatos, cosa que hice. En el edificio donde nos encontrábamos hacía mucho frío, mucho más que en la calle. Me hizo dar la vuelta y me dijo que me sentara. Me senté. Luego me dijo que me tumbara. Pensé que seguramente debía de estar en una cama. Me ató los tobillos y las muñecas con unas cuerdas y me obligó a colocar el cuerpo en forma de X mientras me ataba las extremidades a algo. Luego me quitó el antifaz.
Vi que nos encontrábamos en un pequeño teatro. Estaba atada a una cama que había en el escenario. La cama era de madera oscura -puede que de caoba-y tenía una bellota esculpida en cada uno de sus cuatro postes. El colchón sobre el que estaba Rumbada tenía una especie de funda de plástico. Vi que en uno de los lados del escenario había unas escaleras y deduje que serían las que acabábamos de subir. El telón estaba abierto y delante de mí podía ver el resto del teatro. En lugar de filas de butacas había una mesa muy larga que parecía ser de la misma madera que la cama y un montón de sillas de madera oscura con asientos acolchados. La mesa estaba puesta con cuchillos y tenedores.
«¿Quieres entrar en calor antes de que empiece el espectáculo?», dijo el señor Haworth. Me puso una mano en el pecho y lo estrujó. Le supliqué que me dejara ir. Él se echó a reír y sacó el cuchillo del bolsillo. Entonces, muy despacio, empezó a rasgar mi ropa. Sentí pánico de nuevo y le volví a suplicar que me dejara marchar. Él me ignoró y siguió rasgándome la ropa. No sé cuánto tiempo tardó en rasgarme la ropa por completo, pero desde el lugar donde estaba tumbada podía ver una pequeña ventana y me di cuenta de que fuera estaba oscureciendo. Pensé que al menos había pasado una hora.
Cuando estuve completamente desnuda, me dejó sola unos minutos. Creo que salió del teatro. Grité todo lo que pude pidiendo ayuda. Estaba helada y me castañeteaban los dientes.
Al cabo de unos minutos, el señor Haworth regresó. «Te alegrará saber que he puesto en marcha la calefacción -dijo-. El público llegará enseguida. Y no puedo permitir que se les congelen las pelotas, ¿verdad?».
Vi que sostenía en la mano mi móvil. Me preguntó si era de los que tenían cámara. Estaba demasiado asustada para mentirle, de modo que le dije que sí. Me preguntó qué debía hacer si quería sacar una foto. Se lo expliqué. Me sacó una fotografía tumbada en la cama y me la mostró. «Un recuerdo -dijo-. Tu primer papel protagonista». Me preguntó cómo se enviaba la foto a otro móvil. Se lo expliqué. Me dijo que enviaba la foto a su propio móvil. Me amenazó con mandársela a todos los números que estaban en la agenda de mi móvil si no obedecía sus órdenes o si alguna vez acudía a la policía. Entonces se sentó en un extremo de la cama durante un momento y empezó a tocarme las partes íntimas, riéndose cuando yo me echaba a llorar y trataba de retroceder.
No sé cuánto tiempo pasó, pero, al cabo de un rato, llamaron a la puerta y el señor Haworth volvió a dejarme sola; bajó las escaleras y luego desapareció. Escuché ruido de pasos de mucha gente. El suelo del teatro era de madera, o sea, que el ruido era muy fuerte. Oí al señor Haworth saludando a lo que parecía ser un nutrido grupo de personas, aunque no dijo ningún nombre. Entonces vi a varios hombres, todos vestidos con lo que se suele definir como «traje de etiqueta», acercándose a la mesa y sentándose. Al menos había diez hombres, sin contar al señor Haworth. La mayoría eran blancos, aunque al menos dos de ellos eran negros. El señor Haworth les sirvió vino a todos y les dio la bienvenida. Hablaron un poco sobre el tiempo y del estado de las carreteras.
Grité y les supliqué a aquellos hombres que me ayudaran, pero todos se rieron de mí. Observaban mi cuerpo y hacían comentarios obscenos. «¿Cuándo podremos echarle un vistazo más de cerca?», le preguntó uno de ellos al señor Haworth, y él contestó: «Todo a su tiempo». Entonces se metió en un cuarto que había en la parte de atrás del teatro, en el lado opuesto al del escenario. Volvió a salir un par de minutos después con una bandeja y colocó un plato frente a cada uno de los hombres que estaban sentados a la mesa. En los platos había salmón ahumado, una rodaja de limón y un grumo de algo de color blanco con virutas verdes por encima.
En cuanto aquellos hombres empezaron a comer y a beber, el señor Haworth volvió a subir al escenario. Empezó a violarme, primero oralmente y después por la vagina. Mientras lo hacía, aquellos hombres brindaban y se reían, aplaudían y hacían comentarios obscenos. Cuando terminó de violarme, el señor Haworth empezó a quitar los platos y se los llevó al pequeño cuarto que había detrás de la mesa. Dejó la puerta abierta y me llegaron los ruidos típicos de una cocina, los que se oyen cuando se está preparando la comida y lavando los platos. Me di cuenta de que había más gente en la cocina.
El señor Haworth volvió al escenario y me desató. Me dijo que bajara las escaleras y me recordó que si le desobedecía me «destriparía». Me condujo hasta la mesa, donde había una silla libre. Me empujó para que me sentara en ella y empezó a atarme de nuevo. Me puso las manos detrás de la silla y me ató las muñecas. Luego me separó las piernas todo lo que pudo y me dijo que colocara los tobillos junto a la silla. Entonces me los ató. Los demás hombres seguían aplaudiendo y brindando.
A continuación, el señor Haworth les sirvió otros tres platos: primero carne con verduras, luego tiramisú y finalmente quesos. Salvo el señor Haworth, ninguno de los otros hombres me tocó, pero mientras comían se burlaban de mí y me insultaban. De vez en cuando, uno de ellos me hacía alguna pregunta; por ejemplo, cuál era mi fantasía sexual favorita y mi posición preferida. El señor Haworth me ordenó que contestara. «Y será mejor que lo hagas bien», añadió. Dije la clase de cosas que pensé que quería oírme decir.
Después de que aquellos hombres hubieron terminado el último plato, el señor Haworth retiró todo lo que había en la mesa. Trajo una botella de oporto y algunas copas de la cocina y después una caja de puros y varios ceniceros y cajas de cerillas. Después me desató y me dijo que me echara boca abajo sobre la mesa. Lo hice. Algunos hombres encendieron puros. El señor Haworth se echó sobre mí y me sodomizó.
Cuando hubo terminado, dijo: «¿Le apetece a alguien?».
«Estamos demasiado trompas, tío», dijo uno de los hombres.
Entonces, algunos hombres, incluido el señor Haworth, intentaron animar a alguien llamado Paul para que me violara. Decían cosas como: «¿Qué dices tú, Paul?» y «Vamos, Paul, tienes que follártela». Eso me hizo pensar que aquellos hombres se conocían bastante bien y que eran un grupo de amigos cuyo líder puede que fuera el tal Paul, o que era muy popular dentro del grupo. No pude ver cuál de aquellos hombres era Paul, pero le oí decir: «No, me conformo con mirar».
El señor Haworth me ordenó que me levantara. Me pasó mi abrigo y mis zapatos y me dijo que me los pusiera. Una vez vestida, volvió a colocarme el antifaz y me hizo salir con él, dejando a aquellos hombres allí dentro. Me obligó a subir al coche y cerró la puerta. Durante ese segundo trayecto en coche, el señor Haworth no me dirigió la palabra. Creo que debí marearme o permanecer inconsciente durante buena parte del trayecto, porque perdí la noción del tiempo. Al cabo de un rato, cuando aún seguía estando a oscuras, el coche se detuvo y me obligaron a bajar. Me caí al suelo. El señor Haworth no me devolvió el móvil. Oí que el coche se alejaba y deduje que él se había ¡do. Unos segundos después me armé de valor para quitarme el antifaz y vi que estaba justo en la calle donde tenía mi coche, en Thornton Road, en Hamblesford. Tenía las llaves del coche en el bolsillo de mi abrigo, de modo que me subí en él y conduje hasta mi casa.
No le conté a nadie lo que me había ocurrido ni informé de mi secuestro y violación a la policía. Luego, el día 24 de marzo de 2005, por casualidad, me encontré de nuevo con el señor Haworth en el área de servicio de Rawndesley East. Lo pude identificar y lo seguí hasta el aparcamiento, donde estaba su camión, que llevaba inscrito su nombre.
Declaración tomada por: subinspector 124 Simón Waterhouse, Departamento de Investigación Criminal de Culver Valley.
Comisaría: Spilling.
Hora y fecha de la declaración: 16.10, 4/4/06, Spilling.
– ¿Es poli? -El hombre que les estaba enseñando a Charlie y a Olivia la casa levantó los brazos, alarmado-. No le habría dicho que teníamos chalets libres si llego a saber que era uno de esos chicos de azul. Chicas, mejor dicho. -El hombre guiñó un ojo y se volvió hacia Olivia-. ¿Usted también es poli?
Tenía ese acento refinado que Charlie consideraba de «escuela pública».
– No -contestó Olivia-. ¿Por qué todo el mundo que nos conoce al mismo tiempo siempre piensa eso? -le preguntó a Charlie-. A ti nadie te pregunta si eres periodista. No tiene sentido ¿Acaso piensan que el deseo de hacer respetar la ley es hereditario? -Todos los que conocían a Olivia sabían lo ridículo que resultaba imaginársela persiguiendo a un delincuente por la calle o derribando la puerta de un fumadero de crack. ¿Acaso su hermano tiene también un negocio como éste? -preguntó, inocentemente.
Gracias a Dios, el hombre no se molestó, sino que se echó a reír.
– Puede que le sorprenda, pero, sí, mi hermano y yo hemos hecho negocios juntos durante varios años. ¿De modo que usted es periodista? Igual que…, ¿cómo se llama?, ¡Kate Adié!
Charlie no habría aguantado que aquel hombre cotilleara si no hubiera sido tan guapo y si a ella no le hubiera entusiasmado tanto el chalet. Y habría dicho que a Olivia también le encantaba. En el centro de un inmenso cuarto de baño, con suelo de pizarra negra, había una bañera, sostenida por cuatro pies dorados, que era lo bastante grande para dos personas. Junto al lavabo había una cesta de mimbre repleta de artículos de Molton Brown, y la reluciente alcachofa de la ducha, plana y enorme, parecía capaz de lanzar un tonificante chorro de agua.
Las dos camas eran más anchas que las camas de matrimonio normales. Su armazón tenía forma de trineo y era de madera de cerezo, con el cabezal curvo y el pie de madera. El simpático aunque ligeramente entrometido anfitrión -Charlie supuso que era el señor Angilley, cuyo nombre figuraba en la tarjeta-les dejó un menú de almohadas en cuanto llegaron. «Pluma de oca», dijo Olivia sin dudarlo ni un momento. «No me importaría compartir mis almohadas con usted, señor Angilley», se dijo Charlie, pero se guardó el pensamiento para ella. Aquel hombre tenía esa clase de atractivo inusual, rayano en lo inverosímil, como si le hubiera dibujado un gran artista o algo así. Casi demasiado perfecto.
En la pared del salón había una enorme televisión de plasma y aunque no había mini bar sí disponía de algo llamado «despensa» junto a la puerta de la cocina en la que había una gran variedad de bebidas alcohólicas y tentempiés. «Cuando llegue el fin de semana sólo tienen que decirnos lo que han tomado…, ¡nos fiamos de ustedes!», les había dicho Angilley, guiñándole un ojo a Charlie. Normalmente no le gustaba que le guiñaran el ojo, pero tal vez no había que ser tan estricta con según qué cosas…
La cocina era pequeña, y Charlie sabía que a su hermana eso le había gustado. Olivia detestaba esas enormes cocinas con mesa en las que cabía un montón de gente y que a la mayoría de las mujeres les entusiasmaban. Pensaba que cocinar era una pérdida de tiempo y que nadie debería hacerlo, salvo por obligación profesional.
– No tengo nada que ver con Kate Adié -le dijo a Angilley-. Soy periodista especializada en arte.
– Muy sensato -repuso él-. Es mucho mejor pasarse el día en a arte moderno que en el centro de Bagdad.
– Eso es discutible -murmuro Olivia.
Charlie estudio los enormes ojos castaños de Angilley, en cuyo contorno vio patas de gallo. ¿Qué edad tendría? Supuso que cuarenta y tantos. El pelo, con raya en el medio, le daba un agradable aspecto descuidado. A Charlie le gustaba la chaqueta de tweed de color verde grisáceo que llevaba y el pañuelo que lucía en torno al cuello. Tenía la elegancia de un caballero de campo. Y no llevaba anillo de casado.
«Es mucho más atractivo que el maldito Simón Waterhouse.»
– ¿Cómo se llama?
Charlie decidió contraatacar con un poco más de cotilleo.
– Oh, disculpe. Soy Graham Angilley, el dueño.
– ¿Graham? -Charlie miró a Olivia y sonrió. Su hermana la fulminó con la mirada-. Vaya coincidencia. -Charlie cambió automáticamente su actitud por la del flirteo. Inclinando la cabeza, le dirigió a Angilley una picara mirada-. Mi novio inventado también se llama Graham.
Él parecía exageradamente complacido. Sus mejillas se sonrosaron.
– ¿Inventado? ¿Y por qué iba a inventarse un novio? Pensé que tendría un montón de novios de verdad. -Se mordió el labio y frunció el ceño-. No quería decir un montón, quería… Bueno, usted debe de tener muchos admiradores.
Charlie se echó a reír ante su bochorno.
– Es una larga historia -dijo.
– Disculpe. Normalmente suelo ser mucho más elegante y discreto.
Se metió las manos en los bolsillos y sonrió tímidamente. El también sabía cómo flirtear, pensó Charlie; en general, ella nunca atacaba con prudencia o timidez.
– ¿Hay algún buen restaurante cerca de aquí? -dijo Olivia.
– Bueno… Edimburgo no está lejos, si no les importa conducir alrededor de una hora -dijo Graham-, y aquí al lado hay un restaurante excelente. Y Steph cocina para todos los huéspedes q quieran comidas caseras de primera calidad. Siempre con ingredientes orgánicos.
– ¿Quién es Steph? -preguntó Charlie, tratando de sonar tan indiferente como pudo. Se sentía inexplicablemente irritada.
– ¿Steph? -Graham le sonrió, dándole a entender que había entendido las implicaciones de su pregunta-. Pues es todo mi personal en una sola persona: cocinera, asistenta, secretaria, recepcionista…, lo que usted quiera. Mi burra de carga. Aunque no debería meterme con nuestros amigos los equinos. -Se echó a reír-No, para ser justos, Steph es muy atractiva si a uno le gustan las mujeres de campo. Y sin ella estaría perdido; es un encanto. ¿Les traigo un menú un poco más tarde? -Lo dijo mirando sólo a Charlie.
– Eso sería genial -repuso ella, sintiéndose ligeramente mareada.
– Y no se olviden de echarle un vistazo al spa; está en el edificio que antes era el granero. Acabamos de instalar un tepidarium. Es el sitio perfecto para darse un capricho y relajarse.
– Eso es una buena señal -dijo Olivia una vez que se hubo ido-. Me apetece mucho más el tepidarium que una sauna o un baño turco.
Charlie se quedó perpleja, pero decidió no decir nada. Se preguntaba si, en alguna ocasión, su hermana habría trabajado un día entero.
– Sin embargo, no sé si me voy a arriesgar con la cocina de Steph. Tenemos que conseguir cuanto antes el teléfono de un taxi; así, si estamos muertas de hambre y la comida que preparan aquí es un asco, podremos ir a Edimburgo antes de que se nos empiecen a notar las costillas.
Charlie sacudió la cabeza con fingida desesperación. Tendrían que pasar meses, posiblemente años de privaciones antes de que a Olivia se le notaran las costillas.
– Supongo que quieres instalarte en la parte de arriba-dijo Charlie colocando su maleta encima de la otra cama.
– Por supuesto. De lo contrario, pensaría que estoy durmiendo en el salón. Tú dormirás en el salón.
– Aquí acaba el salón -dijo Charlie, señalando el sitio-y empieza mi habitación.
– ¿Qué tienen de malo las paredes? Me gustaría saberlo. ¿Y qué tienen de malo las puertas? Odio estos absurdos espacios abiertos. ¿Y si roncas y no me dejas dormir?
Charlie empezó a deshacer el equipaje, deseando que el viaje que habían hecho le hubiera permitido comprarse algo de ropa nueva y sexy. Miró a través de la ventana abierta hacia la extensa arboleda, al otro lado del arroyo que discurría junto a la casa. Salvo la voz chillona de Olivia, en aquel sitio no se oía ningún ruido: no pasaban coches ni se percibía el murmullo de la gente dirigiéndose a su trabajo. Sólo el ocasional canto de un pájaro rompía el silencio. A Charlie le encantaba ese aire puro y fresco. Por suerte, lo de España había sido un desastre. La gente decía que no hay mal que por bien no venga, aunque Charlie siempre pensó que aquello era absurdo, un descarado insulto para cualquiera que en alguna ocasión hubiera vivido alguna horrible o trágica experiencia.
– ¿Char? Vamos a pasar unas vacaciones estupendas, ¿verdad?
Olivia parecía extrañamente exultante. Se había echado en la cama. Charlie levantó la vista y vio los pies desnudos de su hermana a través de los barrotes de madera. Deshacer el equipaje era otra de las cosas que Olivia no hacía, ya que consideraba que requería demasiado esfuerzo. Utilizaba su enorme maleta como si fuera un armario pequeño.
– Claro que sí.
Charlie se preguntó qué vendría a continuación.
– Prométeme que no permitirás que tu álter ego, el Tyrannosaurus Sex, tome el mando y lo arruine todo. He estado esperando ansiosamente esta semana y no dejaré que ningún hombre la arruine.
Tyrannosaurus Sex. Charlie trató de ahuyentar aquellas palabras, pero ya se le habían metido en el cerebro. ¿Así es como la veía Olivia? ¿Como un monstruo enorme y feo? ¿Como una desenfrenada depredadora sexual? Tuvo la sensación que en su interior se cerraban de golpe un montón de puertas, en un vano intento de proteger su ego contra un daño irreparable.
– ¿Qué hombre? -preguntó, con voz quebrada-. ¿Angilley o Simón?
Olivia lanzó un suspiro.
– El hecho de que tengas que hacer esa pregunta pone de manifiesto la gravedad de tu problema -dijo.
– Dicho de otro modo, un desastre -dijo el inspector jefe Giles Proust-. ¿Te parece ésa una evaluación justa de la situación, Waterhouse? ¿Tú cómo la definirías?
Simón estaba en el despacho acristalado de Proust. Un lugar que evitar, salvo para quien disfrutara sintiéndose observado por sus compañeros mientras era masacrado por aquel inspector jefe bajito y calvo: una película muda pero brutal contemplada a distancia, a través de los cristales. Simón se sentó en una silla verde sin brazos que vomitaba el relleno de su asiento mientras Proust daba vueltas a su alrededor, sorbiendo de vez en cuando un poco de té del tazón que sostenía en la mano y cuya inscripción rezaba: «El mejor abuelo del mundo». De vez en cuando, Simón se apartaba para evitar que le echara encima el té caliente. Si aquello hubiese sido una película, Proust habría sacado una navaja en cualquier momento y habría empezado a acuchillarle. Sin embargo, la navaja no era el arma preferida de Proust; le gustaba más dar rienda suelta a su envenenada lengua y a su distorsionada visión del mundo y del lugar que ocupaba en él.
Simón había tomado la imprudente iniciativa de entrar en la parida del inspector jefe sin haber sido convocado. Por lógica, como el resto de los miembros del Departamento de Investigación Criminal, nunca habría ido a ver a Muñeco de Nieve por iniciativa propia. El apodo hacía referencia a la capacidad de Proust para contagiar cualquiera de sus estados de ánimo -sobre todo los malos-a habitaciones llenas de testigos inocentes. Si dejaba de estar relajado y se ponía tenso, o pasaba de ser sociable a huraño, toda la sala del Departamento de Investigación Criminal quedaba helada. Nadie decía nada y todo el mundo se comporta de una forma tímida y forzada. Simón no sabía cómo se las arreglaba Proust para congelar el ambiente hasta ese punto. ¿Acaso serían los poros de su piel? ¿Tendría poderes psíquicos?
«Tú háblale como si fuera alguien normal.»
Simón tenía muchas cosas que contarle y no tenía sentido andarse con rodeos.
– Ciertamente, la situación es complicada y preocupante señor.
Simón habría aceptado sin problemas la palabra «desastre» para definir la situación si no fuera por las claras implicaciones de que, en cierto modo, él era el responsable. ¿En cierto modo? Se regañó a sí mismo por ser tan ingenuo. Proust le hacía totalmente responsable. Lo que no sabía era por qué.
– En cuanto la señora Haworth te dio la dirección, deberías haberte puesto en contacto de inmediato con la policía de Kent. Tendrías que haberles mandado un fax con todos los detalles y sentarte allí al cabo de una hora.
A la policía de Kent no le habría gustado eso. Le habrían llamado por loco si se hubiera presentado tan sólo una hora después.
– Eso habría sido injustificado, señor. Entonces no sabía lo que sé ahora. En aquel momento, Naomi Jenkins aun no había acusado a Haworth de violación.
– Sin embargo, ahora tendrías alguna prueba más si hubieras contactado entonces con la policía de Kent.
– ¿Usted habría hecho eso, señor? ¿En mi posición? -Desafiarlo directamente era arriesgado. Mierda-, la señora Haworth me dijo que se encargaría de que su marido se pusiera en contacto conmigo en cuanto regresara. Me dijo que estaba tratando de terminar su relación con Naomi Jenkins, pero que ella no se daba por aludida. Le dejé un mensaje a Haworth en el móvil y esperaba que me contestara. Parecía bastante sencillo.
– Sencillo -dijo Proust, tranquilo. Parecía casi melancólico-. ¿Así es como lo describirías?
– No, ahora no. Ahora ya no es sencillo…
– En efecto.
– Señor, seguí el procedimiento correcto. Decidí aparcar el asunto durante un tiempo y volver a investigar a principios de la semana próxima si no sabía nada.
– ¿Y qué factores contribuyeron a esa decisión?
Proust le dedicó una falsa y aterradora sonrisa.
– Realicé una evaluación del peligro. Haworth es un hombre adulto, y no hay indicios de que sea inestable o tenga tendencias suicidas…
Muñeco de Nieve vertió un poco de té mientras daba vueltas, moviéndose más deprisa que Fred Astaire. Simón deseaba que Charlie no se hubiese ido de vacaciones. Por algún motivo, cuando ella no estaba, el trabajo siempre era un asco.
– Robert Haworth tiene una esposa y una amante -dijo Proust-. Para ser más exactos: tiene una esposa que ha descubierto la existencia de su amante y una amante que no le permitirá terminar la relación que mantiene con ella. Puesto que no estás casado, Waterhouse, puede que no lo entiendas, pero vivir con una sola mujer que afirma sentir bastante cariño por ti y a la que nunca has engañado de verdad ya es bastante difícil. Hazme caso: soy un hombre que lleva treinta y dos años batallando en el campo del matrimonio. Si tienes que enfrentarte a dos mujeres que se quejan al mismo tiempo de lo traicionadas que se sienten… En fin, en su caso yo no me habría ido a Kent, sino mucho más lejos.
¿Batallando en el campo del matrimonio? Aquello era otra perla. Tenía que recordarlo y contárselo a Charlie. Si Muñeco de Nieve era capaz de parecer, aunque sólo fuera un segundo, un hombre cuerdo y un ser humano normal era sólo gracias a la paciencia sin límites de Lizzie Proust.
Si la conversación hubiera tenido lugar dos años atrás, o tan sólo uno, llegados a este punto Simón se habría calentado y estaría impaciente, apretando los dientes y pensando mentalmente en el día en que le rompería la nariz a Proust con la frente. Hoy, sin embargo, se sentía cansado al tener que esforzarse por seguir comportándose como un adulto mientras hablaba con un hombre que, efectivamente, era un niño. «Oh, muy bien, Waterhouse, qué psicología», habría dicho Proust.
Simón se preguntó si era sensato empezar a pensar en sí mismo como un hombre proclive a tener un carácter violento. ¿O acaso aún era demasiado pronto para eso?
– ¿Usted qué habría hecho, señor? ¿Me está diciendo que, basándonos en lo que sabíamos ayer, habría hablado con la policía de Kent?
Proust nunca le daba a nadie la satisfacción de una respuesta.
– Una evaluación del peligro -dijo Proust con desprecio, aunque era él quien le había dado a Simón las pautas de 2005 de la Asociación de Jefes de Oficiales de Policía acerca de los procedimientos que había que seguir con respecto a personas desaparecidas, y quien le había obligado a memorizarlo al pie de la letra-Haworth está en peligro, y no debería decirle por qué. Está en peligro porque está liado, de alguna forma que aún está por determinar, con esa tal Naomi Jenkins. ¡Una evaluación del peligro! ¿Esa mujer se presenta un buen día y denuncia la desaparición de Haworth, afirmando que ha sido su amante desde hace un año y que no puede vivir sin él y luego, al día siguiente, vuelve diciéndome que lo olvide, que todo no era más que una gran mentira, y acusa a Haworth de haberla violado y secuestrado hace tres años? -Proust negó con la cabeza-. Pues cuidado, porque a finales de semana esto se habrá convertido en una investigación por asesinato.
– No estoy seguro, señor. Creo que es prematuro suponer eso.
– ¡No tendría que suponer nada si hubieras llevado el asunto con profesionalidad! -le gritó Proust-. ¿Por qué no interrogaste adecuadamente a Naomi Jenkins el lunes y le sacaste toda la historia entonces?
– Lo hicimos…
– Esa mujer se está riendo de nosotros. Se presenta cuando le apetece, cuenta lo que le da la gana, y todo lo que hacéis es asentir y tomar nota de cada nueva mentira con todo detalle… Primero informa de la desaparición de alguien y luego denuncia una violación. ¡Está montando la función de Navidad y os ha contratado a vosotros para interpretar a las patas traseras de la mula!
– La inspectora Zailer y yo…
– Por todo lo sagrado, ¿en qué estabas pensando cuando le tomaste declaración sobre la violación? Es evidente que esa mujer es fantasiosa hasta lo compulsivo, ¡y aun así le concediste ese capricho!
Simón pensó en el relato que Naomi Jenkins hizo de su violación, lo que contó acerca de lo que le hicieron esos hombres. Era lo más horrible que había oído en su vida. Se planteó decirle a Proust cómo se había sentido realmente cuando ella se lo contó. Sin embargo, la proximidad física de Muñeco de Nieve repelía cualquier absurda idea que pudiera tener sobre la posibilidad de una comunicación sincera; sólo había que echar un vistazo a ese hombre.
– Si miente con respecto a la violación, ¿cómo explica la carta, firmada con las iniciales N. J., que envió a esa página web en mayo de 2003?
– Es una fantasía que tiene desde hace años…, desde que nació, por lo que a mí respecta -dijo Proust con impaciencia-. Entonces conoció a Haworth y dio forma a su fantasía, incorporándole a su a surda historia. Nada de lo que diga esa mujer es fiable.
– Estoy de acuerdo en que su conducta es sospechosa -repuso Simón-. Evidentemente, su inestabilidad es un motivo para preocuparse seriamente por la seguridad de Haworth. -No pensamos lo mismo, podría haber añadido, pero no tenía ningún sentido-. Y es la razón por la que, en cuanto acabé de tomarle declaración me puse en contacto con la policía de Kent. Y acaban de responderme.
«Dicho de otro modo, boñiga de mente cerrada, dispongo de algunos hechos que podrían ser de tu interés si estuvieras dispuesto a dejar de echarme la culpa de todo durante dos segundos.»
Simón tenía la sensación de que sus palabras volvían a él que no había conseguido pronunciarlas, que no había sido capaz de traspasar la rígida e invisible barrera que rodeaba permanentemente a Proust.
Insistió.
– La dirección que me dio Juliet Haworth existe, pero nadie sabe nada sobre Robert Haworth.
– Esa mujer también es inestable -dijo rotundamente Muñeco de Nieve, como si sospechara que las dos mujeres que había en la vida de Robert Haworth conspiraran deliberadamente para causarle problemas a él, Giles Proust-. ¿Y bien? ¿Has vuelto a esa casa para registrarla? ¿Has registrado la casa de Naomi Jenkins? Si te has leído la información sobre personas desaparecidas que te di…
– Lo he leído -le interrumpió Simón.
Las pautas de 2005 de la Asociación de Jefes de Oficiales de Policía acerca de los procedimientos que hay que seguir con respecto a personas desaparecidas apenas ofrecían ninguna novedad. Proust era reacio a los cambios. Semanas después de adelantar o atrasar los relojes, seguía haciendo distinciones entre «la hora antigua» y «la hora nueva».
– …sabrías que según la sección 17, apartado C…, ¿o es el D?…, puedes entrar en cualquier edificio si tienes motivos para pensar que alguien está en peligro…
– Lo sé, señor. Puesto que la inspectora Zailer no está, sólo quería consultarlo primero con usted.
– Bueno, ¿y qué creías que diría yo? Un hombre ha desaparecido. Su amante es una lunática intrigante, y su mujer, en lugar de mostrarse preocupada por su paradero, trata con todas sus fuerzas de despistarte. ¿Qué creías que iba a decir? ¿Que te relajaras y te olvidaras de todo?
– Por supuesto que no, señor.
«Tengo que consultarlo contigo, maldito gilipollas.» ¿Acaso Proust creía que Simón disfrutaba con esas conversaciones? Cuando estaba Charlie no era tan malo: ella actuaba como parachoques, protegiendo a su equipo de las amenazas del inspector jefe hasta donde podía. Asimismo, y cada vez con más frecuencia, tomaba decisiones que, por derecho, le correspondería tomar a Proust a fin de minimizar su estrés y proporcionarle esos días tranquilos que tanto le gustaba disfrutar.
– Por supuesto que no, señor -le imitó Proust. Lanzó un suspiro y disimuló un bostezo, una señal de que había perdido ímpetu-. Haz lo que tengas que hacer, Waterhouse. Registra la casa de Jenkins y la de Haworth. Revisa las facturas de las tarjetas de crédito y del teléfono. Habla con todo aquel a quien conozca Haworth: amigos, gente de su trabajo… Ya sabes lo que debes hacer.
– Sí, señor.
– Ah, y algo que me parece absolutamente elemental: métete en el ordenador de Naomi Jenkins. Así sabremos si la carta que afirma haber enviado a esa página web sobre violaciones fue escrita con él, ¿verdad?
– Sí, señor -dijo Simón, pensando que alguien sí sería capaz de saberlo, pero no él. Proust era un experto en todo aquello que no requería experiencia, y ése era su problema-. Siempre que se trate del mismo ordenador; puede que desde entonces se haya comprado otro.
– Diles a Sellers y a Gibbs que también se ocupen del caso. Ahora mismo es nuestra máxima prioridad.
Simón estuvo a punto de cometer el error de decirle que lo hiciera él. ¿Acaso Proust se estaba preparando para retirarse, se pregunto, delegando sus responsabilidades para que las asumiera cualquiera?
– Vuelve a interrogar a Jenkins. Y ve al Traveltel…
– Acabo de hablar por teléfono con la recepcionista.
Simón disfrutó de la satisfacción de frustrar al menos una de las innecesarias instrucciones de Proust. Dar consejos redundantes era uno de los pasatiempos favoritos de Muñeco de Nieve, aunque lo que más le gustaba era hacer advertencias que estaban fuera de lugar. Siempre les decía a Charlie y a Simón que tuvieran cuidado con el coche, que no dejaran la puerta de su casa abierta o que no se cayeran por un precipicio si salían de excursión por la montaña.
– Un hombre y una mujer cuyas descripciones se corresponden con las de Haworth y Jenkins han pasado todas las noches del jueves en la habitación once del Traveltel desde hace aproximadamente un año, tal y como Jenkins nos contó el lunes. Estoy esperando a que la recepcionista del Traveltel me llame y me confirme que se trata de ellos. Le he mandado por email una copia de la foto…
– ¡Por supuesto que se trata de ellos! -Proust depositó violentamente su tazón sobre la mesa.
– Señor, ¿no estará insinuando que no debería haberme molestado en comprobarlo?
Sin duda alguna, un error tan básico, en un mundo paralelo donde Simón había cometido muchos errores, aunque distintos, habría originado una bronca muy similar a la que ahora estaba aguantando.
El inspector parecía profundamente indignado. Y su tono de voz también sonó furioso cuando dijo:
– Tú sólo ocúpate de ello, Waterhouse, ¿de acuerdo? ¿Hay algo más o puedes concederme unos minutos de tranquilidad para que pueda poner un poco de orden a este desastroso día?
– La recepcionista dijo que la pareja…, Haworth y Jenkins, si es que se trata de ellos, parecían estar muy a gusto juntos.
Proust levantó las manos.
– Bueno, entonces ya tenemos un misterio resuelto. Eso explica por qué se han encontrado todas las semanas en un motel de carretera. Sexo, Waterhouse. ¿O qué pensabas, que se tomaban un plato combinado por 8 libras y 99 peniques?
Simón ignoró el sarcasmo. En todo aquel asunto tan peculiar, la relación entre Robert Haworth y Naomi Jenkins era crucial, y la recepcionista del Traveltel, hasta donde Simón sabía, era una testigo objetiva e independiente.
– La chica me dijo que siempre estaban abrazados -dijo con firmeza-. Que se miraban constantemente a los ojos y todo eso.
– ¿En recepción?
– Al parecer, sí.
Proust resopló ruidosamente.
– Ella siempre se quedaba a dormir y se iba a la mañana siguiente, mientras que él se iba por la noche, alrededor de las siete.
– ¿Siempre?
– Eso es lo que dijo.
– ¿Qué clase de absurda relación es ésa? -dijo Proust, mirando su tazón vacío como si esperara que se hubiera vuelto a llenar por sí solo.
– Puede que una relación basada en los abusos -sugirió Simón-. Señor, he pensando en el síndrome de Estocolmo. Ya sabe, cuando una mujer se enamora del hombre que ha abusado de ella…
– No me hagas perder el tiempo, Waterhouse. Lárgate de aquí y haz tu maldito trabajo.
Simón se levantó y se dio la vuelta para salir.
– Ah, Waterhouse.
– ¿Señor?
– Cuando salgas podrías comprarme un libro sobre relojes de sol; siempre me han parecido algo fascinante. ¿Sabías que la hora solar es más precisa que la que marca el reloj y que la del meridiano de Greenwich? Lo leí en algún sitio. Si lo que quieres es saber la posición exacta de la Tierra con respecto al Sol, la hora solar, entonces necesitas un reloj de sol. -Proust sonrió, y eso asustó a Simón: en el rostro del inspector, la felicidad no encajaba-. Los relojes nos han hecho creer que todos los días tienen la misma duración, veinticuatro horas exactas. Pero no es verdad Waterhouse; no es verdad. Algunos son un poco más cortos; y otros, un poco más largos. ¿Lo sabías?
Simón lo sabía muy bien. Los más largos eran los que se veía obligado a pasar en compañía del inspector jefe Giles Proust.
Miércoles, 5 de abril.
Oigo que la puerta trasera se cierra de golpe. A ese ruido le sigue el de unos pasos que se dirigen desde la casa hacia el cobertizo, donde estoy trabajando. Cuando hablo con los clientes lo llamo «mi taller», aunque en realidad sólo es un cobertizo no muy grande con una mesa, un banco de madera y mis herramientas. Cuando empecé a trabajar en esto mandé abrir dos ventanas. No podía trabajar en un lugar que no tuviera ventanas, ni siquiera un día. Necesitaba luz.
Son demasiados pasos para que se trate de Yvon. Sin necesidad de volverme, sé que es la policía. Sonrío. Una visita de cortesía. Por fin me han tomado en serio. Es posible que otros oficiales se estén dirigiendo hacia tu casa, si es que ya no están allí. El hecho de saber que muy pronto tendré noticias tuyas hace que el paso del tiempo sea más soportable. Ya falta poco. Intento concentrarme para asimilar lo que tienen que decirme.
Después de estos días de terror ciego y visceral me siento como si hubiera tenido que trepar hasta una cornisa. Es un alivio poder quedarse en ella durante un tiempo, consciente de que, aunque yo no haga nada, otros sí lo hacen.
Sigo aplicando pintura dorada con el pincel. La leyenda del reloj en el que estoy trabajando en este momento reza: «Más vale tarde que nunca.» Es un regalo que -con un cierto retraso-un hombre quiere hacerle a su mujer por sus bodas de plata; me dijo que esperaba que el gesto fuera lo bastante grandilocuente como para que ella le perdonara el olvido. Quería una escultura para el jardín de su casa. Le estoy haciendo un pilar con un bloque de piedra, con el reloj en la parte superior.
Oigo que la puerta se abre detrás de mí y noto el aire en la espalda, a través del jersey.
– Naomi. Hay dos policías que quieren verte. -La voz de Yvon suena inquieta, aunque trata de parecer natural y tranquila.
Me doy la vuelta. Un hombre corpulento vestido con un traje gris me está sonriendo. Es una sonrisa turbia, como si no esperara lucirla durante demasiado tiempo. Tiene una barriga prominente, el pelo del color de la paja, con la parte superior en punta, llena de fijador; tiene un sarpullido, obra del afeitado. Su compañero, bajito, moreno y delgado, de ojos pequeños y frente estrecha, se desliza entre el hombre corpulento e Yvon y empieza a dar vueltas por mi taller sin que nadie lo haya invitado a hacerlo. Coge la sierra de cinta, la observa y vuelve a dejarla en su sitio; luego, hace lo mismo con la sierra de calar.
– No toque mis cosas -digo-. ¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde está el subinspector Waterhouse?
– Soy el subinspector Sellers -dice el hombre grueso. En la mano sostiene una cartera de plástico con una tarjeta-. Y éste es el subinspector Gibbs.
No me molesto en comprobar sus credenciales. Evidentemente, son policías. Tienen algo en común con Waterhouse y la inspectora Zailer, algo difícil de definir. Puede que sea la rigidez de su actitud. Se comportan como si en sus cabezas hubiera mapas y tablas. Un ligero barniz de cortesía oculta un impulsivo desdén. Confían el uno en el otro, pero en nadie más.
– Tenemos que echar un vistazo a su casa -dice el subinspector Sellers-. Y también al jardín y a los anexos, incluido este cobertizo. Trataremos de ocasionarle las menores molestias posibles.
Sonrío. De modo que se acabó la cháchara y empieza la acción. Estupendo.
– ¿No necesitan una orden de registro? -pregunto, aunque no tengo intención de echarlos.
– Si creemos que una persona desaparecida está en peligro, tenemos derecho a hacer un registro -dice el subinspector Gibbs fríamente.
– ¿Están buscando a Robert Haworth? No está aquí, pero registren cuanto quieran. -Me pregunto si te estarán buscando como criminal o como víctima. Puede que como ambas cosas. Le dije al subinspector Waterhouse que había considerado la posibilidad de tomarme la justicia por mi cuenta.
– Puede que tengamos que llevarnos algunas cosas -dice Sellers, sonriendo de nuevo ahora que ve que no voy a oponer resistencia-. Su ordenador. ¿Desde cuándo lo tiene?
– Desde hace poco -digo-. Un año más o menos.
– Esperen un momento -dice Yvon-. Yo también vivo y trabajo aquí. Si van a registrar la casa, ¿podrían dejar mi despacho tal y como lo encuentren?
– ¿A qué se dedica? -pregunta Sellers.
– Soy diseñadora de páginas web.
– También tendremos que llevarnos su ordenador. ¿Desde cuándo lo tiene?
– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? -pregunta Gibbs antes de que Yvon pueda contestar a la última pregunta.
– Dieciocho meses -responde ella con voz temblorosa-. Miren, me temo que no pueden llevarse mi ordenador.
– Me temo que sí podemos.
Gibbs sonríe por primera vez; una sonrisa dura, de regocijo. Se dirige hacia el alféizar de la ventana, coge un reloj de sol de bolsillo hecho con latón y tira de la cuerda. Es pequeño pero sólido, Y veo que eso lo decepciona. Pensó que podría romperlo. Sellers carraspea; me pregunto si será una reprimenda.
– ¿Y cómo voy a trabajar? -pregunta Yvon-. ¿Cuándo voy a recuperar mi ordenador?
– Se lo devolveremos lo antes posible -dice Sellers-. Lamento las molestias. Es pura rutina, pero tenemos que hacerlo. -Yvon parece ligeramente aliviada-. Muy bien, entonces. -Se vuelve hacia mí-. Empezaremos por la casa.
– ¿Dónde está el subinspector Waterhouse? -vuelvo a preguntar. La respuesta se me ocurre mientras aún sigo hablando-. Está en casa de Robert, ¿verdad?
Sé que estás ahí, en el número 3 de Chapel Lane. Lo sé. Pienso en el ataque de pánico que me dio frente a la ventana de tu salón y en cuando me caí al suelo. Cada hoja era como una fría marca que se congelaba contra mi piel. Empiezo a jadear y me obligo a alejar el recuerdo antes de que se apodere de mí.
– ¿Robert? -Sellers parece perplejo-. Ha acusado a ese hombre de secuestrarla y violarla. ¿Cómo se le ocurre llamarle por su nombre?
Yvon se ha puesto pálida. Evito su mirada. A menos que Sellers y Gibbs sean totalmente incompetentes, encontrarán varios libros sobre agresiones sexuales y sus secuelas en el último cajón de la mesilla de noche, así como una alarma y un spray anti violación. Tengo todos los accesorios para apoyar mi historia, toda la deprimente parafernalia de la víctima, oculta bajo una funda de almohada doblada.
– Una mujer puede llamar a su violador como le plazca -digo, furiosa.
El subinspector Gibbs se va mientras aún sigo hablando, y cierra de un portazo. Sellers acepta mi respuesta contrayendo ligeramente su rostro. Luego también se da la vuelta para irse. Lo veo mientras alcanza a su colega fuera, en el camino. Ambos se dirigen hacia la casa.
Yvon no los sigue, a pesar de que le doy la espalda y cojo el pincel. Tengo la espalda dura y rígida por culpa de la tensión, dispuesta a repeler lo que sé que está a punto de decirme.
– Siento lo de tu ordenador -murmuro-. Estoy segura de que no se lo quedarán durante mucho tiempo.
– ¿Robert te secuestró y te violó? -dice, con voz tensa.
– Por supuesto que no. Cierra la puerta.
Se queda inmóvil, sacudiendo la cabeza. Al final me levanto y cierro la puerta.
– Les dije una mentira…, una mentira muy gorda…, para que pensaran que Robert es peligroso y se pusieran a buscarlo inmediatamente.
Yvon se queda mirándome fijamente, aterrada.
– ¿Acaso tenía otra elección? -digo-. La policía se lo tomaba a cachondeo. Quiero saber qué le ocurrido a Robert. Sé que algo le ha ocurrido. Necesitaba encontrar una forma de que lo buscaran.
– ¿Ése fue el motivo por el que querías que te llevara ayer a la comisaría? -Su voz suena plana, sin inflexión-. ¿Qué historia te inventaste? ¿Qué les dijiste exactamente?
– No voy a entrar en detalles, ¿vale?
– ¿Y por qué no?
– Porque… Acabo de decirte que fue una mentira, una estupidez. ¿Por qué me miras así?
– Le dijiste a la policía que Robert…, el hombre que según dices es tu alma gemela, el hombre con el que quieres casarte y pasar el resto de tu vida… ¿Le dijiste a la policía que te secuestró y te violó?
Está intentando conmocionarme diciendo lo que he hecho con toda su desnudez, pero hace ya mucho tiempo que he superado la conmoción. Ahora, esa mentira, ese paso demencial que he dado, es tan sólo una parte de mi vida, como todo lo demás: el amor que siento por ti, la terrible experiencia que viví a manos de un hombre cuyo nombre ignoro y este reloj de piedra que tengo frente a mí, con un sonriente sol pintado en el centro.
– Ya te he explicado el motivo -insisto-. A la policía no le importaba encontrar a Robert cuando tan sólo era un hombre casado, mi amante, que había desaparecido. Quería meterles prisa. Y ha funcionado -añado, señalando hacia la casa-. Están aquí, investigando.
– Deben de creer que estás loca. Seguramente se estarán preguntando si lo has acuchillado o algo por el estilo.
– Me da igual lo que crean mientras lo busquen con todo su empeño.
– Saben que estás mintiendo. -Yvon parece triste. En su tono de voz hay una nota de pánico-. Y si aún no lo saben, lo descubrirán.
En el fondo, todavía es la adolescente obediente que estaba interna en un colegio. Es convencional en la forma en que casi todo el mundo suele serlo. Soy consciente de que, en este asunto, la mayoría de la gente no estaría de acuerdo conmigo, sino con ella, lo cual es una idea extraña.
No digo nada. Por mucho que lo intente, la policía no puede demostrar que no fui violada y secuestrada, y no pueden probar que no fuiste tú quien lo hizo hasta que te encuentren.
¿Debería contarle a Yvon la verdad sobre lo que me pasó? Ayer me demostré a mí misma que era capaz de hacerlo, de contar lo sucedido. No fue tan horrible como, durante tres años, había creído que sería. Mientras volvía a casa desde la comisaría tuve la sensación de que había recuperado parte de la dignidad que aquellos hombres me arrebataron. Ya no estaba tan asustada como para no hablar.
Nadie entenderá nunca esto…, ni siquiera tú, Robert, pero me ayuda pensar que he contado la historia tal como lo hice: como parte de una estrategia para manipular a la policía. No de buena fe, no como una buena chica humillada. Puede que el hecho de que el subinspector Waterhouse me hablara como si fuera una delincuente lo hiciera más fácil. Después de haber hecho una falsa declaración puede que, técnicamente, lo sea. Ya no soy la presa del hombre que me atacó. Ahora soy su igual; ambos somos delincuentes.
– No puedes amar a Robert -dice Yvon, con voz ahogada-. Si lo amas, ¿cómo puedes contar una mentira tan horrible sobre él? Te odiará.
– Retiraré la denuncia en cuanto lo encuentren. Puede que me meta en un lío por haber mentido a la policía, pero eso no me importa. A Robert no puede ocurrirle nada malo si reconozco que he mentido.
– ¿Estás segura? ¿Acaso la policía no puede seguir adelante, independientemente de lo que hayas dicho? Ellos tienen una copia de lo que les contaste ayer, ¿verdad? ¡Y pueden utilizarla!
– Yvon, eso no va a ocurrir -digo pacientemente, aunque noto que mi certeza empieza a tambalearse-. Incluso en las mejores circunstancias, es muy difícil conseguir una condena por violación, aun cuando la víctima sea un testigo creíble. Es imposible que la policía siga adelante con esto cuando hayan encontrado a Robert y yo haya cambiado mi historia por segunda vez. Un tribunal no se lo tomaría en serio.
– ¡Eso no lo sabes! ¿Qué sabes tú sobre cómo funcionan la policía y los tribunales? ¡Nada!
– Mira, les he dado una fecha, ¿verdad? -Hago una pausa, incapaz de decir «30 de marzo de 2003» en voz alta-. Teniendo en cuenta que Robert no me violó en esa fecha, podré probar que no lo hizo. Él estaba trabajando…, trabaja todos los días. Tendrá una coartada, alguien que lo viera cargando el camión o que recibiera una mercancía, alguien que lo viera en un área de servicio o en el aparcamiento para camiones. O puede que estuviera con Juliet. -Había pensado eso docenas de veces-. Robert no correrá ningún peligro.
– ¡Al diablo con Robert! -La ansiedad de Yvon se está convirtiendo en rabia-. ¿Sabes una cosa? Creo que él está bien, estupendamente. ¡Los hombres como él siempre lo están!
– ¿Qué se supone que significa eso?
– Podrías ir a la cárcel, Naomi. Perjurio, ¿no se llama así lo que has hecho?
– Probablemente.
– ¿Probablemente? ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loca? Esto es demencial, es…
Yvon se echa a llorar.
– Hay cosas peores que ir a la cárcel por un tiempo -le digo, tranquila-. No van a encerrarme de por vida, ¿verdad? Y podré decir, sinceramente, que mentí porque estaba desesperada. Hasta ahora no me he metido en ningún lío. He sido una ciudadana modelo…
– Ni siquiera eres capaz de ver lo que está pasando, ¿verdad?
Pienso en lo que acaba de decir.
– En cierto modo, sí. Pero en otro no -digo, con franqueza-Pero, de los dos, el que más me importa es el que me da la razón. -Rebusco en mi cabeza algo que decir y que pueda ayudar. ¿Cómo puede alguien como yo hacerle comprender las cosas a alguien como Yvon? Su tolerancia se esfuma en cuanto aparece un problema, y se cierra en banda. Como un país que ha puesto en marcha un estricto plan de emergencia después de un ataque-. Mira, cuando dices que lo que he hecho está mal, ¿estás segura de no querer decir que es simplemente inusual? -sugiero.
– ¿De qué coño estás hablando?
– Bueno…, la mayoría de la gente no haría lo que yo estoy haciendo, lo sé. La mayoría de la gente aguardaría pacientemente, lo dejaría todo en manos de la autoridad competente y esperaría lo mejor. La mayoría de la gente no exageraría la situación diciendo que su amante es un criminal peligroso, esperando que la policía lo buscara con más empeño.
– ¡Exacto! ¡La mayoría de la gente no lo haría! -La preocupación que siente por mí se ha convertido en pura rabia-. En realidad, nadie lo haría, ¡salvo tú!
– Eso es lo que me echas en cara, ¿verdad? Puesto que el noventa y nueve por ciento de mujeres no lo harían, ¡en tu opinión tengo que estar equivocada!
– ¿No ves lo retorcido que es? ¡Es justo al revés! Puesto que es un error, ¡el noventa y nueve por ciento de mujeres no lo harían!
– ¡No! A veces hay que tener valor y hacer algo que no encaje en el modelo que se sigue, aunque sólo sea para mover un poco las cosas, para conseguir que pase algo. ¡Si todo el mundo pensara como tú, las mujeres aún no podrían votar!
Nos miramos fijamente, jadeando.
– Voy a contárselo -Yvon da un paso atrás, como si estuviera a punto de echar a correr hacia la casa-. Le contaré a la policía todo lo que acabas de decirme.
Me encojo de hombros.
– Les diré que estás mintiendo. -Su rostro se contrae y rectifica su amenaza.
– Si tú no se lo cuentas, lo haré yo. Hablo en serio, Naomi. ¿Qué coño te pasa? ¿Se te ha ido la olla?
La última vez que me insultaron así estaba atada con unas cuerdas -primero a una cama y luego a una silla-y no pude hacer nada. Y ahora no pienso aguantarlo viniendo de mi supuesta mejor amiga.
– He hecho todo lo posible para explicártelo -digo, fríamente-. Si aún sigues sin entenderlo, te fastidias. Y si le cuentas a la policía lo que acabo de decirte, ya puedes ir buscándote otro sitio donde vivir. De hecho, puedes irte ahora mismo.
Acabo de cruzar otro límite. Últimamente parece que es algo que hago a todas horas. Ojalá pudiera borrar mis duras palabras, tragármelas y conseguir que nunca se hubieran pronunciado, pero no puedo. Tengo que mantener esa expresión impertérrita y desafiante. No quiero parecer pusilánime.
Yvon se da la vuelta para irse. -Que Dios te ayude -dice, con voz temblorosa.
Tengo ganas de gritarle que sólo alguien tremendamente convencional habría pronunciado esa última frase antes de irse.
Juliet Haworth llevaba una bata de satén de color lila. Cuando abrió la puerta, una parte de su rostro mostraba las arrugas de quien ha estado durmiendo. Eran las tres y media de la tarde. No parecía estar enferma; tampoco se disculpó por su aspecto ni pareció sentirse avergonzada de que la hubieran pillado con un salto de cama en pleno día, como le habría ocurrido a Simón.
– ¿Señora Haworth? Soy el subinspector Waterhouse, otra vez -dijo.
Ella sonrió mientras bostezaba.
– Aún no ha acabado conmigo, ¿verdad? -dijo ella. El día antes había sido violenta y abrupta. Al parecer, hoy Simón le parecía divertido.
– La dirección de Kent que me dio… Mintió. Su marido no está allí.
– Mi marido está arriba -repuso ella, volviendo la cabeza y balanceándose ligeramente, agarrando con una mano el pomo dorado de la puerta. Miró a Simón provocativamente a través de la rendija. ¿Trataba de dar a entender que ella y Robert Haworth estaban en plena relación sexual y que Simón los había interrumpido?
– Si eso es verdad, me gustaría hablar con él. En cuanto me haya explicado por qué me mintió con respecto a lo de Kent.
Juliet ensanchó su sonrisa. ¿Estaba decidida a demostrar que nada de lo que Simón le dijera podía preocuparla? Él se preguntaba por qué su humor había mejorado desde ayer. ¿Sería porque Robert había vuelto? Volviéndose, ella gritó:
– ¡Robert! Vístete. Aquí hay un policía que quiere verte.
– Su marido nunca estuvo en el número 22 de Dunnisher Road de Sissinghurst; en esa dirección no lo conocen.
– Yo me crié en esa casa; fue el hogar de mi niñez.
Juliet Haworth parecía satisfecha de sí misma.
– ¿Por qué mintió? -volvió a preguntarle Simón.
– Si se lo digo, no me creerá.
– Inténtelo y veremos.
Juliet asintió con la cabeza.
– Sentí la imperiosa necesidad de mentir. Sin razón alguna… Simplemente me apetecía hacerlo. ¿Lo ve? Le he dicho que no me creería, y así es. Pero es la verdad. -Se desató el cinturón, se ciñó la bata y volvió a atárselo-. Ahora, en cuanto lo he visto, he pensado que seguramente volvería a mentirle. No tenía por qué decirle que Robert está arriba, pero luego he cambiado de opinión y me he dicho: ¿por qué no?
– ¿Es consciente de que la obstrucción a la justicia es un delito?
Juliet soltó una risita tonta.
– Totalmente. Si no fuera así no tendría gracia, ¿verdad?
Simón se quedó tieso y se sintió cohibido. Aquella mujer tenía algo que bloqueaba su capacidad para razonar con claridad. Le hacía sentirse como si ella supiera más que él mismo acerca de lo que hacía y pensaba. ¿Esperaba que entrara a su habitación para ir en busca de su marido o que siguiera desafiándola respecto a sus flagrantes mentiras? Naomi Jenkins también había reconocido tranquilamente haber mentido cuando Simón habló con ella el día antes. ¿Acaso Robert Haworth se sentía atraído por mujeres que mentían?
Simón no creía que Haworth estuviera arriba. No había respondido al grito de su esposa diciéndole que se vistiera. Juliet seguía mintiendo. Simón era reacio a entrar en la casa y dejar que ella cerrara la puerta detrás de él. Algo le decía que no saldría indemne. No es que pensara que Juliet Haworth fuera a agredirle físicamente: no obstante, le estaba costando entrar en la casa, como sabía que debía hacer. Ayer ella se había mostrado igualmente decidida a conseguir que se quedara fuera.
Simón deseó que Charlie hubiera estado con él. Calar a otras mujeres era su especialidad. Y también habría dado lo que fuera por poder hablar con ella sobre Naomi Jenkins y la forma en que cambió su historia. Pero Charlie estaba de vacaciones y además estaba enfadada con él, aunque tratara de ocultarlo a toda costa. Simón se acordó repentinamente de eso con una especie de desconcertante irritación. Todo lo que había dicho era que quizá llamara a Alice Fancourt, sólo para ver cómo estaba. Seguro que, después de todo ese tiempo, a Charlie no le importaría. En cualquier caso, no tenía derecho a que le importara. Ella no era su novia, nunca lo había sido. Y lo mismo ocurría con Alice, pensó Simón con una leve punzada de arrepentimiento.
– Puede que ahora todo esto le parezca divertido -le dijo a Juliet Haworth-, pero no se lo parecerá tanto cuando estemos en la unidad de custodia y le enseñe su celda.
– ¿Sabe una cosa? Pienso que es divertido. Lo pienso de veras -dijo ella, colgándose de la puerta.
Simón le puso una mano en el hombro y la apartó. Ella no opuso resistencia. Luego empezó a subir las escaleras. La alfombra que había bajo sus pies tenía pequeñas motas de color blanco y unos remiendos que Simón no fue capaz de identificar. Se inclinó para tocar una de las motas; su textura era terrosa.
– Quitamanchas -dijo Juliet-. Nunca me molesto en aspirarlo cuando se ha secado. Aun así, el polvo blanco siempre es mejor que una mancha, ¿no?
Simón no respondió a su explicación. Continuó subiendo las escaleras, deseando alejarse de ella. A medio camino le llego un desagradable olor, que se volvió nauseabundo cuando alcanzó el rellano. Era un olor familiar: una mezcla de sangre, excremento y vómitos. Simón notó un espasmo en la boca del estómago y se le erizó el vello del brazo. Delante de él había una puerta cerrada y en el pasillo otras dos, entreabiertas.
– ¿Ha encontrado a Robert? -gritó Juliet desde abajo, con voz cantarina.
Simón se estremeció. Se imaginó que sus palabras eran tentáculos que se cerraban en torno a él, y lo arrojaban a aquel mundo extraño y depravado en el que ella vivía. Cerró los ojos durante un segundo y luego se dirigió hacia la puerta cerrada. La llave no estaba echada y se abrió con facilidad. Aquel hedor golpeó a Simón en la cara y tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar. Lo que vio fue una mezcla de colores y horror, una piel gris, con unos rasgos retorcidos por el dolor. Proust lo había pronosticado: «Pues cuidado, porque a finales de semana esto se habrá convertido en una investigación por asesinato.»
Sin lugar a dudas, aquel hombre era Robert Haworth. Estaba desnudo, tumbado boca arriba en un lado de la cama de matrimonio. La sangre de la herida que tenía en la cabeza había empapado el colchón y se había secado. Uno de sus brazos colgaba en un lado de la cama. Junto a su mano, Simón vio sus gafas; le faltaba uno de los cristales y el otro estaba roto.
En un rincón de la habitación Simón vio una enorme cuña para la puerta de piedra, aproximadamente del tamaño de un balón de rugby. La parte superior estaba oscura y pegajosa; tenía sangre y pelos apelmazados. Simón se estremeció. Colocó los dedos en el pulso de Haworth, no porque albergara alguna esperanza, sino porque era lo que debía hacer. Al principio creyó que se había imaginado aquel latido débil pero insistente. Y eso debió de ocurrir. La piel gris, la sangre y la mugre que había en torno al cuerpo de Haworth ofrecían la clara imagen de la muerte. Sin embargo, unos segundos más tarde Simón se convenció de que no se lo había imaginado. Había pulso. Robert Haworth seguía con vida.
– Vamos a meternos mano, inspectora -susurró Graham, besando a Charlie en el cuello. Estaban en la cama, medio desnudos, con la cabeza tapada con el edredón-. ¿Tus subordinados te llaman inspectora? ¿O te llaman señora, como en la serie Principal sospechoso?
– ¡Chist! -siseó Charlie-. ¿Y si Olivia se despierta? ¿No podríamos ir a tu casa?
Charlie no había andado a tientas estando en la misma habitación que su hermana desde que tenían quince y trece años, respectivamente. Vistas en perspectiva, aquellas fiestas eran ridículas: docenas de parejas moviéndose por el salón pobremente iluminado de la casa de alguien, besuqueándose y metiéndose mano mientras de fondo sonaba la música de Ultravox o Curiosity Killed the Cat.
– ¿Mi casa? Ni hablar -le dijo Graham al oído-No dejaré que cruces el umbral de la puerta hasta que Steph le dé un buen repaso. Mi dejadez te escandalizaría.
– ¿Steph limpia tu casa y también los chalets?
– Así es. Ella es mi sistema de reciclado personal. Es mi burra de carga, en el trabajo y en casa. Pero olvidémonos de ella. Lo que ahora me interesa es tu cuerpo…
Charlie pensó que era raro sentir y oír a Graham aunque apenas pudiera verle. En el chalet había un montón de rincones oscuros que le recordaban que estaba realmente en el campo. Incluso en Spilling, un pueblo que seguía teniendo mercado, el cielo, de noche, no era de un color negro puro, sino sucio. Se lo comento a Graham mientras volvían un poco achispados y dando traspiés del viejo granero que ahora albergaba las instalaciones del spa y un bar pequeño y muy acogedor.
– Aquí disfrutamos de noches como Dios manda -dijo él con orgullo-. No hay contaminación lumínica.
Charlie pensó que era una interesante forma de decirlo. Hasta entonces nunca había pensado en la luz como un agente contaminante, pero ahora podía ver a qué se refería. Sintió el torso desnudo y velludo de Graham contra su piel. No estaba muy segura de que le gustaran los torsos velludos, pero podría soportarlo. Por lo demás, era un hombre atractivo. Si fueran una pareja, la gente diría que Graham estaba fuera de su alcance. Se obligó a pensar en él como un todo y no como un compendio de ciertas partes del cuerpo: su novio imaginario hecho realidad. Tenía unas piernas largas y musculosas y un bonito trasero; Charlie no pudo evitar darse cuenta de ello. En una ocasión, Colin Sellers la había acusado de pensar como un hombre en cuestiones de sexo. Seguramente eso era bueno. ¿Por qué no podía ser algo sencillo? Era más sensato tener una relación puramente física con un hombre como Graham que llorar todas las noches sobre la almohada por una no relación con alguien como Simón Waterhouse, que metía el vino tinto en el frigorífico y ni siquiera era capaz de hacerse un corte de pelo decente. Graham tiró delicadamente de la blusa de Charlie y murmuró:
– No tengo ni idea de cómo se saca esto…
A ella le dio la risa tonta, consciente de que él se había quitado más ropa que ella y que no se andaba con rodeos. Charlie se había dado cuenta de que Graham no tenía ninguna duda sobre lo que estaban haciendo, lo cual estaba bien. A Charlie le recordaba -más por su actitud que por su aspecto-a Folly, el labrador negro de sus padres, que saltaba encima de ella y la lamía entusiasmado siempre que podía. Decidió guardarse la comparación para ella. Graham parecía ser un tipo bastante duro, aunque nunca se sabía.
Charlie le ayudó a quitarle las bragas.
– Creo que no es del todo consciente de lo sexy que es usted, señora -susurró Graham, acariciándole delicadamente el cuerpo con los dedos-. ¿O debo decir jefa?
– Sin comentarios.
– Tu lápiz de labios rojo y tus vaqueros…
– Son unos vaqueros viejos, muy normales.
– Exacto.
Charlie intento besarlo, pero él se apartó y dijo:
– Eres muchísimo más sexy que Helen Mirren…
– ¿Hay alguna razón en especial por la que me estés comparando con ella?
– …y que esa rubia arrugada de The Bill y la de Silent Witness.
– ¿Y que Trevor Eve en Caso cerrado? -sugirió Charlie.
– No, él es más sexy que tú -repuso Graham muy seguro.
Charlie se echó a reír y él le tapó la boca con la mano.
– Cuidado o despertarás a tu hermana mayor.
– En realidad es mi hermana pequeña.
– ¿Y entonces por qué dejas que te mangonee?
El móvil de Charlie empezó a sonar. Como tono, había elegido los primeros acordes de The Real Slim Shady, de Eminem. Un error. Cuanto más tardaba en responder, más fuerte sonaba.
– ¡Mierda! -susurró Charlie, revolviendo en la oscuridad, sacando objetos de su bolso al azar. Localizó el teléfono justo cuando dejó de sonar.
La habitación se iluminó. Charlie parpadeó y se volvió hacia Graham. Dio por sentado que él había encendido una lámpara para ayudarla a encontrar el teléfono, pero seguía tumbado, tapado casi por completo con el edredón. Él emitió un gruñido y se cubrió la cabeza. «Estupendo -pensó Charlie. Justo cuando necesito un héroe que corra a rescatarme». Rodeándose con los brazos, se volvió y echó un vistazo.
Olivia había descorrido las cortinas y la observaba con los ojos entrecerrados a través de los barrotes de su cama. Llevaba su pijama japonés con estampado de flores y parecía estar tensa y alerta; no tenía el aspecto de quien se acaba de despertar.
– Sí, lo he oído todo -dijo-. Pero a vosotros os da igual.
– ¿Por qué no has dicho nada? -dijo Charlie, que se puso primero las bragas y luego la blusa.
«Otra vez no», pensó, mientras el lamentable recuerdo de ella y Simón en el cuarenta aniversario de Sellers acudía a su cabeza. Estaba furiosa con Olivia por haber hecho eso, aunque ella no sabía nada acerca del incidente de la fiesta. Era el único hecho significativo que Charlie no le había contado. -¿Por qué fingías estar durmiendo?
– ¿Por qué no has comprobado si estaba durmiendo antes de tener relaciones sexuales en mi habitación?
– ¡Ésta no es tu habitación! Tu habitación está ahí arriba. Ésta es mi habitación.
Charlie sintió que la invadía la ira y que explotaba en su interior como unos fuegos artificiales, bloqueándolo todo. Por un momento se olvidó de que Graham estaba allí hasta que su cabeza emergió de la cama.
– Al parecer, he abusado de vuestra hospitalidad -dijo-. Las dejo solas, señoras.
– Tú no vas a ninguna parte -le dijo Charlie tranquilamente.
– Tú te quedas. -Olivia se puso en pie y empezó a meter la ropa en su maleta-. Charlie quiere estar contigo, no conmigo. Con una noche de esta mierda tengo bastante. Me quedaré hecha polvo si me paso toda una semana siendo la tercera en discordia, mientras os escucho a los dos follando todas las noches hasta la extenuación.
Olivia se puso su largo abrigo beis sobre el pijama; su aspecto era el de alguien que se dirigía a una fiesta de disfraces.
– Es casi medianoche -dijo Graham-. ¿Adónde vas a ir?
– Tomaré un taxi hasta Edimburgo. Me da igual lo que cueste. Tengo el teléfono. Se lo pedí a la camarera mientras a vosotros se os caía mutuamente la baba y pasabais de mí. Estaba planeando mi fuga.
– Esto es culpa mía -dijo Graham-. Soy incorregible enemistando a la gente…
– Déjala que se vaya si es lo que quiere -dijo Charlie.
– Nadie va a dejarme que me vaya ni nadie va a detenerme -dijo Olivia cansinamente-. Me voy y punto.
– Espera un segundo -dijo Graham, cogiendo sus pantalones y sacando el móvil del bolsillo trasero. Charlie y Olivia lo observaron mientras pulsaba las teclas-. Steph, una de las señoras de la número tres necesita ir a Edimburgo. Estará en recepción dentro de un momento, ¿de acuerdo? -Su semblante se ensombreció mientras escuchaba la respuesta-. Muy bien, vístete. Ha surgido un problema.
Charlie había visto fugazmente a Steph por la noche. La burra de carga. Graham le había llamado eso a la cara y le había guiñado el ojo. Como respuesta, ella había esbozado una sonrisa. Charlie dedujo que tras aquella sonrisa había una complicada historia. Supuso que Graham y Steph se habían acostado.
Le había sorprendido su aspecto. Por la mañana, Graham la había descrito como una mujer de campo. Charlie se había imaginado a alguien con la piel tostada por el sol y de pantorrillas y tobillos anchos. Pero, en realidad, Steph era delgada y de piel clara; tenía el pelo castaño, con mechas de color dorado, naranja y rojo.
– ¿Crees que trabaja de tapadillo para Dulux? -había susurrado Olivia.
Charlie no estaba muy segura de querer que Steph acompañara a su hermana.
– Liv, no te vayas en plena noche -dijo-. Es tarde. ¿Por qué no hablamos mañana sobre todo esto?
– Porque estás demasiado ocupada halagándote a ti misma con cualquier cosa que tenga pene como para hablar conmigo, por eso.
Cargando con su maleta, Olivia bajó pesadamente las escaleras con sus zapatos de tacón alto de Manolo Blahnik.
– Olivia, la última cosa que deseo es arruinarte las vacaciones -dijo Graham.
Ella le ignoró y miró a Charlie.
– ¿Cuánto tiempo vas a seguir haciendo esto? Follarte a todo lo que se mueva, sólo para demostrarle algo al maldito Simón Waterhouse.
Charlie sintió que una oleada de vergüenza invadía su rostro.
– Tienes un problema, Char. Y ya es hora de que te enfrentes a él. ¿Por qué no… dejas de intentar llenar el vacío equivocado y vas a ver a un psiquiatra o algo así?
Después de que Olivia cerró la puerta de golpe, Charlie se echó a llorar, cubriéndose la cara con las manos. Graham la estrechó entre sus brazos.
– Sólo lloro porque estoy muy enfadada -le dijo.
– No estés enfadada. Pobre Gordita. No debía ser muy divertido para ella oírnos mientras nos besuqueábamos, ¿verdad?
– ¡No llames así a mi hermana!
– ¿Cómo? ¿Después de que ella acaba de llamarte puta y a mí…, sí, voy a decirlo con todas sus letras, sí, «cualquier cosa que tenga pene»?
Graham se arriesgó a esbozar una leve sonrisa. Aunque seguía llorando, Charlie no pudo evitar echarse a reír.
– ¿Es que tienes que ponerle un mote a todo el mundo? Yo soy la «señora», Steph «la burra de carga» y Olivia es «la Gordita»…
– Lo siento. De veras. Sólo trataba de relajar el ambiente, -dijo, acariciándole la espalda a Charlie-. Mira, mañana lo arreglas. Steph nos dirá a qué hotel ha ido. Te llevo a Edimburgo y tú le das un beso y haces las paces con ella como Dios manda, ¿vale?
– Vale. -Charlie sacó el tabaco y el mechero del bolso-. Si me dices que en este chalet no se puede fumar, te parto la cara.
– No te atreverías, señora. Jefa.
– Todo lo que Liv dijo sobre mí…
– Te estaba atacando porque se sentía excluida. Ya me había olvidado de ello.
– Gracias. -Charlie le apretó la mano a Graham. «Gracias a Dios, es un caballero», pensó. Aun así, acostarse con él ya había dejado de ser una posibilidad, no después de que las palabras de Olivia empezaron a zumbarle en la cabeza. «Deja de intentar de llenar el vacío equivocado.» Zorra.
– Charlie, deja de preocuparte -dijo Graham-. La relación que tienes con la Gordita es sólida, eso es evidente; es mucho mejor que la que tienen la mayoría de los hermanos.
– ¿Te estás cachondeando de mí?
– No, lo digo muy en serio. Os gritáis, y eso es una buena señal. Hace años que no hablo con mi hermano como Dios manda.
– Dijiste que tuviste un negocio con él.
De pronto, Graham parecía muy triste.
– Y lo tenemos. A pesar de todo, lo tenemos, pero ha hecho todo lo posible por arruinarlo, ése es el problema. Yo soy el hermano prudente y sensato…
– Me cuesta creerlo -dijo Charlie, tomándole el pelo.
– Es verdad. Yo no corro riesgos absurdos que no podemos permitirnos, porque quiero que el negocio funcione. Así que yo lo levanto y él lo echa a perder. O al menos lo intenta.
– ¿Cómo podéis seguir trabajando juntos si no os habláis? -preguntó Charlie.
Graham trató de sonreír, pero su frente seguía llena de arrugas.
– Es demasiado absurdo -dijo-. Si te lo contara, te reirías.
– Adelante.
– Nos comunicamos a través de la burra de carga. -Graham negó con la cabeza-. En fin… -dijo, inclinándose y tratando de que Charlie volviera a la cama-, no hablemos más de nuestros problemas familiares. Tenemos el chalet sólo para nosotros. Follemos hasta la extenuación, tal y como ha sugerido tu encantadora hermana, y ya nos mostraremos arrepentidos mañana, cuando vayamos a buscarla.
– Graham… -empezó Charlie, esquivando su beso-. Creo que estos chalets son perfectos. La cena de esta noche fue algo increíble y el spa es tan bueno como el de cualquier hotel. Creo que el negocio marchará bien. Ni siquiera tu incompetente hermano podría conseguir que un sitio así no fuera rentable.
– ¿Eso cree, inspectora? Eh, acabo de tener una idea genial. Puesto que te ha gustado tanto la cena, voy a llamar a la burra de carga y a pedirle que mañana nos sirva el desayuno en la cama -dijo, cogiendo de nuevo el teléfono.
– ¡No! -gritó Charlie, agarrándole el brazo-. ¡Está con Olivia!
– ¡Oh, vaya! ¡Joder! No vamos a parecer muy arrepentidos si ya estamos pensando en las salchichas y las patatas salteadas con cebolla de mañana, ¿verdad? Mmm…
– He recibido una llamada -recordó Charlie de pronto.
En medio de todo aquel drama se había olvidado de que había sonado el teléfono y que entonces se había iniciado la pelea con Olivia. ¿Y si no hubiera ocurrido? ¿Qué habría hecho Olivia? ¿Habría disimulado, despierta, furiosa y rencorosa, oyéndoles a ella y a Graham follando?
– Eso puede esperar, ¿no? -preguntó Graham.
– Sólo déjame ver quién era.
– No tendrás más hermanas gordas y terroríficas, ¿verdad, jefa?
– ¡No la llames así!
Charlie pulsó la tecla de las llamadas perdidas y vio el número de Simón. Nunca la llamaba cuando ella estaba de vacaciones, a menos que se tratara de algo importante. Simón era muy meticuloso a la hora de respetar la intimidad, mucho más de lo que cualquiera habría deseado.
– Tengo que hacer una llamada urgente -dijo Charlie-. Lo siento, es por trabajo. Voy a salir afuera. -Se puso el abrigo y metió los pies en las zapatillas de deporte, pisando la parte de atrás con los talones-. Tú espérame aquí.
– Creo que lo haré, porque no llevo nada puesto. Y date prisa o puede que esté durmiendo cuando vuelvas. Igual que el marido agotado por el exceso de trabajo de algún telefilme cuando su mujer se pasa demasiado tiempo en el baño poniéndose guapa; cuando sale, se queda mirándole y le sonríe tiernamente.
– ¿De qué estás hablando, chalado?
– Así, ¿ves? ¡Ya me estás sonriendo tiernamente!
Charlie negó con la cabeza, desconcertada, y salió llevándose el tabaco, el mechero y el teléfono. Graham le gustaba. Le gustaba mucho. Era divertido. Quizás a Olivia también le habría gustado s¡ hubiese manejado las cosas con más discreción. Qué noche más desastrosa. Encima, Simón la había llamado y ella no había contestado. Charlie se sentía más culpable por eso que por lo de Olivia. Encendió un Marlboro light y le dio una larga calada. Al otro lado del campo estaba la recepción, donde Graham tenía su despacho. Las luces seguían encendidas, pero el coche que antes estaba aparcado allí había desaparecido. La pequeña ventana cuadrada de color amarillo, la pantalla azul celeste del móvil de Charlie y la punta de vivo color naranja de su cigarrillo eran las únicas luces que podía ver. En aquel lugar se sentía más en el extranjero que en España.
Buscó el número del móvil de Simón en la pantalla y pulsó la tecla de llamada, pensando en qué iba a decirle en cuanto le contestara: «Pensaba que había dejado claro que no quería ninguna interrupción durante mis vacaciones.» Sin embargo, no se lo diría con demasiada aspereza.
Jueves, 6 de abril.
Son las dos de la madrugada. Estoy abajo, hecha un ovillo en el sofá, delante de la televisión; me siento pesada y desorientada por culpa del cansancio, pero me da miedo meterme en la cama. Sé que no podría dormir. Cojo el mando a distancia y pulso el botón para quitar el sonido. Podría apagar la televisión, pero soy supersticiosa. Las imágenes que parpadean en la pantalla son un vínculo. Son lo que me impide precipitarme desde lo alto del mundo.
De noche, se manifiesta toda mi cobardía, esa sensación de flaqueza e indefensión que todos los días, durante veinticuatro horas, me esfuerzo por vencer.
La ventana del salón es un enorme cuadrado oscuro en el que se reflejan dos globos de luz dorada; bajo esos dos discos amarillos veo a mi doble, agotada, la imagen de una mujer que está completamente sola. Cuando era pequeña solía creer que si dejabas entrar la oscuridad en una habitación bien iluminada, se volvería oscura, de la misma forma en que por la mañana se iluminaba cuando dejabas entrar la luz. Mi padre me explicaba por qué no era así, pero a mí no me convencía. Normalmente echo las cortinas en cuanto el cielo pasa del color azul al gris.
Esta noche no tiene sentido; la oscuridad ya ha entrado en casa. Se debe a la ausencia de Yvon y al caos que ha provocado la policía, aunque estoy segura de que ellos creen que lo recogieren todo, de la misma forma que Yvon cree que está recogiendo cuando echa sobres rotos, bolsitas de té aplastadas y migas de pan sobre la tapa del cubo de la basura de la cocina.
Ha dejado aquí la mayor parte de sus cosas y me obligo a pensar que es una buena señal. He deseado llamarla durante toda la noche, pero no lo he hecho. Ocultar lo que me ocurrió hace tres años fue fácil. Presentarme en una comisaría y acusar a un hombre inocente de violación fue fácil. Entonces, ¿por qué es tan difícil llamar a mi mejor amiga y decirle que lo siento?
Yvon pensará que me da igual; nunca se le ocurriría imaginar que tal vez esté asustada. De las dos, yo soy la que da miedo. Ella me toma el pelo sobre eso, pero es verdad: cuando quiero, soy capaz de intimidar a la gente. Una mirada fija basta para que Yvon limpie todas las migas de la encimera o para que vuelva a tapar la bandeja de la mantequilla después de usarla. Nunca dejo las herramientas tiradas toda la noche en mi taller; siempre las vuelvo a colocar en su sitio, en la estantería: los mazos al lado del diamante para afilar, que está junto a los formones.
Tú lo entenderías. En el Traveltel, antes de meterte en la cama, dejas tu ropa cuidadosamente colgada en la parte de atrás del sofá. Nunca he visto un calcetín tuyo tirado en el suelo. Cuando se lo conté a Yvon, arrugó la nariz y dijo que le parecías un obseso. Le dije que no se trataba de eso; si pensaba así, estaba en un error. Es algo que haces con calma, aunque también con rapidez. Debes haber practicado mucho, porque siempre haces que parezca algo casual que tu ropa quede exactamente paralela al sofá.
¿Recuerdas que una vez te dije que, en el caso de que Yvon desapareciera, la policía podría hacer una lista de todo lo que había comido recientemente sin ningún problema? Ahora que tú has desaparecido, pensar en eso me pone los pelos de punta. Pero es verdad. Las escamas rosadas y secas pegadas en el fondo de la sartén apuntarían claramente a que había cenado salmón la noche antes. Y una sartén con grasa pegada y restos chamuscados sería la prueba de que había tomado salchichas para almorzar.
Me dijiste que debería insistir en que limpiara. Cuando lo hago, me acusa de ser una tirana: «Te estás convirtiendo en un monstruo», me dice, sacando a regañadientes un envase de leche que lleva tres semanas en la nevera.
Ahora ya estoy muy acostumbrada a ello, habituada a mi actitud de nadie-va-a-librarse-de-nada; no creo que pueda cambiarla. Me he convertido -al principio deliberadamente, aunque muy pronto dejó de suponer un esfuerzo-en alguien que transforma cualquier nadería en un problema. «Déjate llevar», me dice siempre Yvon. Pero, para mí, dejarse llevar significa dirigirme obedientemente, a punta de cuchillo, hacia el coche de un desconocido.
Si no me hubiera convertido en un monstruo es posible que aquel día, en la gasolinera, no hubieras reparado en mí. No sé hasta qué punto oíste o presenciaste la discusión. Nunca he conseguido sacarte ninguna información significativa, como si aquel día también habías ido a comer allí. Quizás estabas en la tienda, al otro lado del pasillo, y sólo apareciste al oírme gritar. Me gustaría saberlo, porque me encanta la historia de cómo nos conocimos y quiero saberla al detalle.
Yo iba a visitar a una posible clienta, una anciana que buscaba a alguien que le restaurara un reloj de sol en forma de cubo que tenía en su jardín; me dijo que era del siglo XVIII y que estaba en muy mal estado. Le dije que lo que yo solía hacer básicamente eran encargos originales y que me dedicaba muy poco a la restauración, pero la noté tan abatida que transigí y acepté ir a echarle un vistazo. En cuanto salí me di cuenta de que estaba hambrienta y me detuve en el área de servicio de Rawndesley East.
Nadie en su sano juicio espera comer bien en un área de servicio, y estaba preparada para que el pollo, las patatas y los guisantes estuvieran fríos, grasientos e insípidos. Yo no soy como tú; de vez en cuando no me importa comer algo mediocre. La comida basura puede resultar reconfortante. Pero, en aquella ocasión, lo que me sirvieron en una bandeja era ofensivo. ¿Lo viste? ¿Estabas lo bastante cerca como para echarle un vistazo?
El pollo era de color gris y apestaba como un cubo de basura que nunca hubieran lavado. Su olor me provocó arcadas. Le dije al camarero que aquella comida estaba pasada. El puso los ojos en blanco, como si yo fuera una clienta conflictiva, y me dijo que ni siquiera lo había probado. Si sabía mal, añadió, podía devolverlo y él me serviría otro plato, pero no estaba dispuesto a llevárselo cuando ni siquiera lo había probado. Le dije que quería hablar con el encargado; de mala gana, me dijo que él estaba a cargo de todo, porque su jefe aún no había llegado.
– ¿Y cuándo llegará? -le pregunté.
– No volverá antes de dos horas.
– Estupendo. Entonces esperaré. Y cuando llegue su jefe, le diré que le despida.
– Haga lo que quiera.
Aquel hombre se encogió de hombros. Se llamaba Bruce Doherty: lo decía su placa.
– ¡Sólo tiene que echar un vistazo a este pollo para saber que está malo! ¡Está podrido! Si no me cree, pruébelo.
– No, gracias -dijo, con una sonrisa de suficiencia.
Me tomé aquello como si admitiera que el pollo estaba pasado y que él lo sabía; se estaba regodeando en ello, demostrándome que le daba igual.
– ¡Voy a asegurarme de que le despidan, gilipollas! -le grité a la cara-. ¿Y qué va a hacer entonces? ¿Va a trabajar como neurocirujano? ¿O como científico espacial? No, puede que trabaje en algo que encaja más con su talento: ¿limpiar la mierda de los servicios u ofrecer su culo a los hombres de negocios que pasan por aquí?
Él me ignoró. Detrás de mí había gente haciendo cola; se volvió hacia la primera persona que estaba esperando y dijo:
– Siento todo esto. ¿Qué le pongo?
– Mire, estoy muy ocupada -le dije-. Lo único que quiero es un plato que no sea puro veneno.
Una mujer de mediana edad vestida de forma desaliñada que estaba esperando a que la sirvieran me tocó el brazo.
– Allí hay niños -me dijo, señalando una mesa que estaba al otro lado del comedor. Me deshice de su mano.
– Estupendo -dije-. Niños que, si dependiera de usted, de él y de toda la gente que hay aquí, ¡comerían pollo podrido y morirían de disentería!
Después de eso, todos me dejaron en paz. Llamé a la mujer a la que iba a visitar por lo del reloj de sol y le dije que me había entretenido. Entonces me senté a la mesa más próxima a la barra, con mi bandeja de comida nauseabunda frente a mí, esperando a que llegara el encargado. Sentía la rabia hirviendo en mi interior, pero creo que conseguí parecer tranquila. No puedo controlarlo todo, pero sí lograr que ningún desconocido adivine cómo me siento con sólo mirarme.
De vez en cuando observaba a Bruce Doherty. No transcurrió mucho tiempo hasta que empezó a sentirse incómodo. No se me pasó por la cabeza la posibilidad de darme por vencida. Estaba decidida a conseguir que se hiciera un poco de justicia. Se me ocurrió que podría destrozar el local. Me pasearía por el comedor arrojando las bandejas de comida de la gente al suelo. Cogería mi plato de bazofia envenenada y se la tiraría a la cara al encargado.
Después de esperar durante casi una hora y media vi que te dirigías hacia mí. Mi rabia había ido en aumento hasta bloquear cualquier idea o sentimiento. Ése fue el motivo por el que de entrada no reparara en tu extraño aspecto. Llevabas tu camisa gris de cuello Mao y unos vaqueros; me sonreías, mientras en una mano se balanceaba una bandeja, como si fueras un camarero. Lo primero que vi fue tu sonrisa. Estaba muerta de hambre y mareada; sólo me sostenían mis vengativas fantasías. Me sentía fría y vacía por dentro y tenía un sabor metálico en la boca.
Te acercaste directamente hacia mí, con el brazo que tenías libre en la espalda. Sólo te vi bien cuando te sentaste frente a mí. Me di cuenta de que la bandeja que llevabas en la mano no era igual que las que había en la barra, abandonadas en las mesas y en una pila que había delante de la barra donde Doherty seguía sirviendo aquella bazofia letal. Tu bandeja no era de ese plástico que imita a la madera; era de madera de verdad.
En la bandeja había un cuchillo y un tenedor envueltos en una servilleta de tela blanca, una copa vacía y una botella de vino blanco: Pinot Grigio, tu favorito. Eso, al igual que nuestro encuentro en el área de servicio, sentó las bases para una tradición. Nunca hemos compartido una botella de vino que no fuera Pinot Grigio, y quedamos en el Traveltel -aunque tú digas que no es lo bastante romántico y que podríamos encontrar algo mucho más acogedor por el mismo precio-porque el área de servicio de Rawndesley East fue donde nos conocimos. Tienes la mentalidad de un coleccionista compulsivo, ávido por conservarlo todo y no perder nada de lo que tuvo. Tu amor por las tradiciones y los rituales es una de las muchas cosas que me atrajeron de ti: la forma en que aprovechas cualquier cosa buena y agradable que ocurre por casualidad, tratando de convertirla en una costumbre.
Intenté explicarle esto a la policía -que un hombre que insiste en beber el mismo vino, en la misma habitación y el mismo día de la semana no rompería de pronto su sagrada rutina desapareciendo sin avisar-, pero lo único que hicieron fue mirarme con indiferencia.
Cogiste la bandeja que me había servido Doherty, la dejaste en la mesa de al lado y luego colocaste la tuya delante de mí. Junto a la servilleta y los cubiertos había una fuente de porcelana con una tapa plateada en forma de cúpula. La levantaste sin decir nada, sonriendo con orgullo. Yo estaba asombrada y confusa. Como te dije luego, pensé que eras el jefe de Doherty; de alguna forma, te habías enterado de lo ocurrido, quizás a través de otro empleado, y habías venido a enmendarlo.
Sin embargo, no llevabas el uniforme azul y rojo ni una placa con tu nombre. Y aquélla no era una forma normal de enmendar las cosas. Aquello era magret de canard aux poires. Me dijiste el nombre del plato cuando volvimos a vernos. A mí me parecieron lonchas de pechuga de pato muy tiernas -doradas por los lados y rosadas por el centro-dispuestas en un pulcro círculo en torno a una pera entera cocida. Olía como si hubiera caído del cielo. Estaba tan hambrienta que estuve a punto de echarme a llorar.
– Se supone que con el pato hay que tomar vino tinto -me dijiste, como quien no quiere la cosa. Ésas fueron las primeras palabras que te escuché pronunciar-. Pero pensé que, teniendo en cuenta que es mediodía, sería mejor un vino blanco.
– ¿Quién es usted? -pregunté, dispuesta a enfadarme y esperando no tener que hacerlo, porque estaba desesperada por comerme lo que me habías traído. Doherty estaba observando, tan perplejo como yo.
– Me llamo Robert Haworth. La oí mientras le gritaba a ese bruto. -Moviste la cabeza en dirección a la barra-. Es evidente que nunca le servirá un almuerzo que sea comestible, o sea, que pensé que podría hacerlo yo.
– ¿Lo conozco? -pregunté, aún perpleja.
– Verá -dijiste-, no podía dejar que se muriera de hambre, ¿verdad?
– ¿De dónde ha salido esta comida? -Tenía que haber alguna trampa, pensé-. ¿La ha preparado usted?
Me preguntaba qué clase de hombre escucha a una desconocida quejándose por una mala comida y sale corriendo hacia su casa para prepararle algo mejor.
– No. Es del Bay Tree.
Es el restaurante más caro de Spilling. Mis padres me llevaron en una ocasión y, con el vino incluido, les costó casi cuatrocientas libras.
– ¿Y…?
Me quedé mirándote fijamente y esperé, dejando claro que necesitaba más explicaciones. Tú te encogiste de hombros.
– Vi que estaba en apuros y quise ayudarla. Llamé al Bay Tree Y les expliqué la situación. Les encargué este plato. Luego me subí a mi camión y fui a recogerlo. Soy camionero.
Pensé que querías algo de mí. No sabía qué era, pero estaba a la expectativa. No pensaba probar ni un bocado, a pesar de que me dolía el estómago y se me hacía la boca agua, hasta saber cuáles eran tus intenciones.
De pronto, apareció Doherty. En su camisa lucía una enorme mancha de grasa que tenía más o menos la forma de Portugal.
– Me temo que no puede…
– Deje que la señora se coma en paz su almuerzo -le dijiste. -No está permitido traer comida…
– Y a usted no le está permitido vender comida que no es comestible -le interrumpiste.
Tu tono de voz fue tranquilo y educado en todo momento, pero yo no soy tonta, y Doherty tampoco lo era. Ambos sabíamos que ibas a hacer algo. Sin dar crédito, vi que cogías la bandeja con el pollo, las patatas y los guisantes; luego, abriste el cuello de la camisa de Doherty y le echaste la comida dentro. Doherty lanzó un exclamación, indignado, algo parecido a un gemido o un gruñido, y bajó la vista para mirarse. Luego se alejó trastabillando por el comedor, derramando los guisantes que salían de su uniforme. Algunos cayeron al suelo mientras se alejaba y algunos se pegaron a las suelas de sus zapatos. Nunca olvidaré esa imagen mientras viva.
– Lo siento -dijiste, cuando se hubo ido. Me dio la impresión de que habías perdido algo de seguridad en ti mismo. Hablabas de forma más atropellada y parecías haberte encogido ligeramente-Mire, sólo pretendía ayudar -murmuraste. Parecías avergonzado, como si hubieras decidido que servirme un apetitoso plato de un excelente restaurante hubiera sido una estupidez-. Hay demasiada gente que sólo se queda mirando y no hace nada para ayudar a alguien que está en apuros -dijiste.
Aquellas palabras lo cambiaron todo.
– Lo sé -dije enérgicamente, pensando en los hombres vestidos de etiqueta que habían aplaudido a mi violador dos años atrás-. Le agradezco su ayuda. Y esto -añadí, señalando el pato-tiene un aspecto exquisito.
Tú sonreíste, más tranquilo.
– Entonces, al ataque -dijiste-. Espero que le guste.
Te volviste para irte y yo me quedé nuevamente sorprendida. Había dado por sentado que al menos te quedarías y hablaríamos mientras comía. Pero me habías dicho que eras camionero. Tendrías que entregar algo urgente, respetar un horario. No podías permitirte perder todo el día sin hacer nada en un área de servicio. Ya habías hecho bastante por mí.
En ese instante supe que no podía dejar que te fueras. Aquél era un momento crucial en mi vida. Iba a convertirlo en un momento crucial. En vez de perder todas mis energías reaccionando ante las cosas malas que me habían pasado, iría detrás de una buena.
Desapareciste por la doble puerta acristalada que había frente a la gasolinera y ya no podía verte. Aquello me asustó y me hizo entrar en acción. Dejé la comida allí y salí afuera a toda velocidad. Estabas en el aparcamiento, a punto de subir a tu camión.
– ¡Espere! -grité, sin que me importara mi indecoroso aspecto, corriendo salvajemente hacia ti.
– ¿Hay algún problema?
Parecías preocupado. Yo estaba sin aliento.
– ¿No piensa devolver… la bandeja y la fuente al Bay Tree? -dije.
Fue patético, lo sé, pero en ese momento me pareció una excusa razonable. Tú sonreíste.
– No había pensado en eso. Probablemente debería hacerlo, sí.
– Bueno…, entonces, ¿por qué no vuelve a entrar? -dije, flirteando descaradamente.
– Supongo que podría hacerlo -dijiste, frunciendo el ceño-. Pero… la verdad es que debería ponerme en marcha.
No iba a permitir que te fueras. Cuando menos me lo esperaba, había ocurrido algo excitante, y estaba decidida a no dejarlo escapar.
– ¿Habría hecho lo que hizo…, traer esa comida y el vino…, por cualquiera? -pregunté.
– ¿Se refiere a cualquiera a quien le hubieran servido un plat0 de pollo podrido?
Me eché a reír.
– Sí.
– Seguramente no -admitiste, desviando la mirada como un tímido colegial.
Aquél fue el momento más feliz de mi vida. Entonces supe que yo era alguien especial para ti. Hiciste algo que nadie habría hecho por mí y aquello me hizo sentir libre. Me hizo sentir que podría ser tan loca como tú, que podría hacer cualquier cosa. No había límites ni reglas. Vi tu anillo de casado, pero no le presté ninguna atención. Estabas casado. ¿Y qué? «Mala suerte, señora de Robert Haworth -pensé-: voy a quitarle a su marido.» Estaba siendo totalmente despiadada.
Durante dos años no había pensando en la posibilidad de acostarme con un hombre. La idea del sexo me repugnaba. Pero ya no. Quería quitarme la ropa allí mismo, en el aparcamiento, y ordenarte que me hicieras el amor. Tenía que ocurrir; tenía que conseguir que fueras mío. Conocerte me permitió olvidarme de mi historia al instante. Tú no sabías nada sobre mí, salvo que era una mujer atractiva y con carácter. Aquel magret de canard aux poires podría haber sido perfectamente un zapato de cristal que me hubiera entregado un príncipe. Ahora todo era distinto, me habían salvado y rescatado. Mi vida había dejado de ser una pesadilla para convertirse, en cuestión de unos minutos, en un cuento de hadas.
Una hora más tarde pedíamos la habitación once en el Traveltel por primera vez.
Suena el timbre de la puerta. Corro hacia la entrada, pensando que se trata de Yvon.
Pero no es ella. Es el subinspector Sellers, que ya estuvo aquí por la mañana.
– Tenía las cortinas abiertas -dice-. Vi que aún seguía levantada.
– ¿Pasaba por casualidad por delante de mi casa a las dos de la madrugada?
Me mira como si fuera una pregunta estúpida.
– No exactamente.
Espero que siga hablando. Me da tanto miedo enterarme de que me has dejado a posta como de que te ha ocurrido algo terrible.
– ¿Se encuentra bien? -me pregunta Sellers.
– No.
– ¿Puedo pasar un minuto?
– ¿Acaso puedo impedírselo?
Me sigue a través del salón y se sienta en una punta del sofá, posando su prominente barriga sobre sus muslos. Yo me quedo de pie junto a la ventana.
– ¿Está esperando que le ofrezca algo de beber? ¿Un Ovaltine?
No puedo dejar de actuar. Es algo compulsivo. Escribo los diálogos mentalmente y los suelto con voz quebradiza.
– El lunes le dijo al subinspector Waterhouse y a la inspectora Zailer que si se presentaban en casa de Robert Haworth encontrarían algo.
– ¿Qué han encontrado? -le espeto-. ¿Han encontrado a Robert? ¿Está bien?
– El martes le contó al subinspector Waterhouse que Robert Haworth la había violado. ¿Ahora le preocupa cómo está?
– ¿Está bien? ¡Contésteme, cabrón!
Empiezo a sollozar; estoy demasiado exhausta para controlarme.
– ¿Qué creía que iban a encontrar en casa del señor Haworth? -pregunta Sellers-. ¿Cómo podía estar tan segura de ello?
– ¡Se lo dije! Se lo dije a Waterhouse y a Zailer: vi algo en el salón de Robert, a través de la ventana. Y me dio un ataque de pánico. Pensé que iba a morirme.
– ¿Qué fue lo que vio?
– No lo sé. -Sigue habiendo un vacío enorme en mi recuerdo de aquella horrible tarde, pero estoy segura de que vi algo. Estoy más segura de eso que de cualquier otra cosa. Espero hasta estar lo bastante tranquila como para hablar-. Debe conocer esa sensación. Es como cuando ves a un actor por televisión y sabes que su nombre está escondido en algún lugar de tu cabeza, aunque tu memoria es incapaz de recordarlo.
Estoy tan exhausta que apenas puedo ver bien. El subinspector Sellers es una mancha borrosa.
– ¿Dónde estuvo la noche del miércoles al jueves? -me pregunta-. ¿Puede decirme, minuto a minuto, lo que hizo durante ese período de tiempo?
– No sé por qué debería hacerlo. ¿Robert está bien? ¡Dígamelo!
Siempre merece la pena luchar, aunque el precio que haya que pagar sea muy alto. Esta forma de ver las cosas ya no está de moda. Día tras día, el mundo se sume en una lánguida apatía; un evidente ejemplo de ello es que incluso son condenadas las guerras que se libran para liberar a alguien de un yugo. Sin embargo, yo opino de forma muy distinta.
– ¿Cómo pueden tratarme así? -le grito a Sellers-. Yo soy una víctima, no una delincuente. Pensaba que la policía actuaba de otra forma: pensaba que, en los tiempos que corren, se suponía que trataban a las víctimas con un poco de consideración.
– ¿Y de qué es usted víctima? -me pregunta-. ¿De una violación? ¿O de la desaparición de su amante?
– Soy yo la que debería preguntarle de qué se me acusa.
– Nos mintió en su declaración; no puede esperar que confiemos en usted.
– Sólo dígame si Robert está vivo.
Hace tres años me prometí que nunca volvería a suplicar. Habría que escucharme ahora.
– Robert Haworth nunca la violó, ¿verdad, señorita Jenkins? Su declaración es falsa.
La cara de caucho de Sellers está llena de manchas rojas; me dan ganas de vomitar.
– Dije la verdad -insisto.
Con las defensas por los suelos y mis reservas de energías a cero, recurro a lo que me resulta más fácil: fingir.
Fue lo primero que pensé después de la violación, lo único que me importó una vez que estuve segura de que la agresión, en todas sus fases, había terminado y yo había sobrevivido: cómo ocultarle al mundo lo que me habían hecho. Sabía que podría sobrellevar mejor un trauma en secreto que la vergüenza de saber que era de dominio público.
Nadie ha sentido nunca compasión por mí. De todos mis amigos y conocidos, soy quien más éxito ha tenido. Tengo una profesión que me encanta. Vendí una fuente tipográfica a Adobe cuando aún estaba en la universidad y empleé el dinero para montar una empresa rentable. A los ojos del mundo debe parecer que lo tengo todo: un trabajo gratificante y creativo, seguridad económica, un montón de amigos, una familia fantástica y una bonita casa que pagué al contado. Hasta que sufrí la agresión, no me faltaban los novios y, aunque no carecía de sentimientos ni nada parecido, la mayoría parecían quererme a mí más de lo que yo los quería a ellos. Toda la gente que conozco me envidia. No paran de decirme lo afortunada que soy por mi privilegiada situación.
Todo eso habría cambiado si la gente hubiera descubierto lo que me ocurrió. Me habría convertido en la pobre Naomi. Habría seguido estando siempre -en la imaginación de toda la gente que conocía, de todos aquellos que me importan-en el estado en el que estaba cuando aquel hombre me dejó tirada en Thornton Road, después de que hubo acabado conmigo: desnuda, salvo por el abrigo y los zapatos, con la cara llena de lágrimas y mocos, y el semen de un desconocido goteando por mi cuerpo.
Ni hablar: no iba a dejar que eso ocurriera. Me quité el antifaz y comprobé que no había nadie. La calle estaba vacía. Me dije que tenía suerte de que nadie me hubiera visto. Corrí a toda prisa hacia mi coche y me dirigí hacia mi casa. Mientras conducía asumí mentalmente el control de la situación. Empecé a hablarme a mí misma, pensando que era importante imponerme algún tip0 de orden lo antes posible. Me dije que daba igual cómo me sintiera…, ya me preocuparía por eso más tarde. De momento, simplemente no iba a permitirme sentir nada. Traté de pensar como lo haría un soldado o un asesino. Lo único que importaba era comportarme como si estuviera bien, haciendo todo lo que habría hecho en circunstancias normales, a fin de que nadie sospechara nada. Me convertí en un lustroso robot, idéntico, por fuera a la Naomi de antes.
Hice un excelente trabajo. Otro éxito, algo que la mayoría de la gente no habría sido capaz de conseguir. Nadie sospechó nada, ni siquiera Yvon. La única parte que fui incapaz de controlar fue la de los novios. Le dije a todo el mundo que quería concentrarme en mi carrera durante un tiempo, sin distracciones, hasta que conocí a alguien especial. Hasta que te conocí a ti.
– Vístase -dice el subinspector Sellers.
Siento que el corazón se me va a salir del pecho.
– ¿Va a llevarme a ver a Robert?
– Voy a llevarla a la Unidad de Custodia de la comisaría de Silsford. Puede venir voluntariamente o puedo detenerla. Depende de usted. -Al ver mi expresión de congoja, añade-: Alguien ha intentado asesinar al señor Haworth.
– ¿Intentado? ¿Quiere decir que no lo ha conseguido?
Mis ojos se quedan mirando fijamente los suyos, exigiendo una respuesta. Después de lo que me parece una eternidad, él cede y asiente con la cabeza.
Una sensación de triunfo se apodera de mí. Ha sido gracias a mi mentira, porque te he acusado de un crimen que no has cometido, por lo que han registrado tu casa. Me pregunto qué dirá Yvon cuando le cuente que te he salvado la vida.
Charlie se sentó ante el ordenador de Graham, un Toshiba portátil muy plano, y tecleó «Habla y Sobrevive» en la casilla de búsqueda de Google. El primer resultado que apareció es el que quería: una organización que ofrecía ayuda y apoyo a mujeres que habían sido víctimas de una violación. Una vez que se cargó la página, Charlie clicó en «Historias de supervivientes». Había una lista numerada. Clicó la número setenta y dos.
Simón había definido la carta de Naomi Jenkins como austera. Él creía que la había escrito Jenkins, aunque quería saber qué opinaba Charlie. «Me echa de menos», pensó ella. La invadió una mezcla de orgullo y felicidad. ¿Acaso importaba que hubiera pensado en verse con Alice Fancourt? Era a ella a quien llamaba en plena noche cuando le preocupaba algo importante.
Asintió con la cabeza mientras leía la carta que «N.J.» había mandado a la página web; por lo poco que sabía de aquella mujer, parecía ser de Naomi. Alguien que ponía objeciones a que la llamaran «señorita» y «señora» también podría ponerlas a que la etiquetaran como «superviviente» de una violación. En realidad, Charlie pensó que tenía razón en eso, aunque ya no la convenció tanto su desdén por otras víctimas de violación -o supervivientes-y su forma de expresarse. Charlie sólo había leído declaraciones oficiales de violaciones; estaban redactadas de forma muy sencilla, porque así debían ser. Nada que ver con las letras de las canciones de un mal álbum de heavy metal, que era la acusación que hacía Naomi en su carta contra las historias de las supervivientes de esa página web. Un relato en primera persona de una violación supuestamente terapéutico debía de ser distinto de una declaración a la policía; había que poner tanto énfasis en los hechos como en los sentimientos, en compartir el dolor con otras personas que hubieran vivido una experiencia similar.
Charlie se masajeó la frente. Los efectos de las cuatro botellas de vino que se había bebido con Graham y Olivia aquella noche estaban empezando a pasársele; notaba la jaqueca en el entrecejo y en la frente. Técnicamente ya era otro día -la madrugada del jueves-, pero a ella le parecía el pesado final de un miércoles largo y exangüe. Estaba indignada consigo misma. Había sido ella quien había insistido en tomar más vino. Había flirteado descaradamente con Graham, lo había invitado al chalet y había obligado a marcharse a su hermana. «Muy bonito, Charlie», se dijo. Aquella noche había actuado de forma implacable, poniendo todo su empeño en pasárselo en grande. «Eres una estúpida que no para de hacer estupideces», pensó.
Graham había sido un cielo. Consciente de que se trataba de algo urgente, dejó de bromear, se vistió rápidamente y abrió la recepción para que Charlie pudiera usar su ordenador. Su despacho era una casucha fría y pequeña en la que sólo cabían dos enormes mesas. En un rincón había una diana para dardos, y, en otro, un enorme refrigerador de agua. Charlie le había contado lo de su dolor de cabeza y Graham había salido corriendo a buscar unos analgésicos.
– Si Steph vuelve y te encuentra aquí te va a echar una bronca -dijo-. Tú ignórala… o la amenazas con contármelo.
– ¿Y por qué iba a importarle? -preguntó Charlie-. Tú eres el jefe, ¿no?
Graham parecía avergonzado.
– Sí, pero… la situación entre Steph y yo es complicada.
Después de trabajar durante muchos años con Simón, Charlie lo sabía todo sobre situaciones complicadas. No hay que mezclar nunca el trabajo con el sexo. ¿Era aquello lo que habrían hecho Graham y Steph? ¿Tan mal había ido? Al menos Charlie y Simón seguían teniendo una sólida relación profesional.
Volvió a pensar en lo que él le había dicho por teléfono. Naomi Jenkins había demostrado que estaba en lo cierto. Algo malo le había ocurrido a Robert Haworth. Algo muy malo, probablemente fatal. ¿Cómo lo había sabido Naomi? Charlie se preguntó si sería la intuición de una amante o la certeza de una asesina en potencia. Si se trataba de lo último, era difícil imaginarse cuál había sido el papel de Juliet Haworth. Después de todo, ella había vivido durante casi una semana en la misma casa que un malherido e inconsciente Robert Haworth.
Según Simón, Haworth había estado en el Star Inn de Spilling la noche del pasado miércoles, como de costumbre. El jueves no se presentó en el Traveltel para reunirse con Naomi, así que lo más probable es que hubiera sido atacado en algún momento de la noche del miércoles, cuando volvió a casa del pub, o el jueves por la mañana, antes de que tuviera tiempo de salir de su casa para ir a trabajar.
Cuando Charlie le llamó, Simón ya había estado en el Hospital General de Culver Valley. Haworth estaba vivo pero inconsciente, en cuidados intensivos. Sin duda, estaría muerto si hubiera transcurrido un día más sin ser atendido. El especialista estaba muy sorprendido de que hubiese aguantado tanto tiempo, teniendo en cuenta la gravedad del traumatismo craneal. Había recibido varios golpes muy fuertes que le habían provocado una hemorragia subdural aguda, una hemorragia subaracnoidea y varias contusiones cerebrales. Haworth había sido intervenido inmediatamente; le habían drenado la hemorragia para disminuir 'a presión cerebral, pero los médicos no se mostraban muy optimistas. Y Simón tampoco.
– No creo que nos enfrentemos a un intento de asesinato por mucho tiempo -dijo.
– ¿Algún indicio de lo que provocó las heridas? -le preguntó Charlie.
– Sí, una piedra enorme. Estaba allí, en el suelo, junto a la cama ni siquiera habían intentado esconderla. Estaba llena de sangre y pelos. Juliet Haworth dijo que su marido y ella la utilizaban como cuña para mantener la puerta abierta. -Simón hizo una pausa-Esa mujer me da escalofríos. Me dijo que Haworth había cogido la piedra del río Culver un día que habían salido a caminar. En cuanto encontré a Haworth, empezó a hablar. Era casi como si se sintiera aliviada, aunque no parecía importarle nada. Me dijo que los anteriores dueños de la casa habían cambiado todas las puertas por unas contra incendios que no se mantenían abiertas…
– De ahí la cuña.
– Sí. Hay una en todas las habitaciones; todas son muy grandes, como la que le machacó la cabeza a Haworth, aunque proceden de ríos diferentes. Al parecer, a Haworth lo entusiasmaba esa idea. Su mujer me contó todo esto, información irrelevante… ¡Incluso me enumeró todos los malditos ríos! Sin embargo, cuando le pregunté si había atacado a su marido, sólo me sonrió. No dijo ni una palabra.
– ¿Te sonrió?
– No quiere ningún abogado. No parece importarle lo que pueda ocurrirle. Da la sensación de estar dispuesta a disfrutar de todo esto, hagamos lo que hagamos.
– ¿Crees que intentó matar a Haworth?
– Estoy seguro. O lo estaría, si no fuera por Naomi Jenkins, que también mintió. También la hemos traído aquí…
– ¿Han terminado ya los forenses con la casa? ¿Y qué me dices de posibles interferencias?
– No, Jenkins está en la Unidad de Custodia de Silsford.
– Buena idea.
– Ella tampoco quiere ningún abogado. ¿Crees que esas dos mujeres pueden estar juntas en esto?
Charlie no lo creía y le dijo a Simón por qué: se parecía demasiado a una fantasía feminista a lo Thelma y Louise. En realidad, dos mujeres que amaban a un hombre infiel solían odiarse mutuamente, y el marido infiel solía salir indemne mientras las dos mujeres aún siguieran deseándole.
Después de leer la historia de Naomi Jenkins, Charlie sintió curiosidad por las demás. Mientras esperaba que Graham volviera con los analgésicos pensó que podría echar un vistazo a algunas de ellas. Clicó los números setenta y tres, setenta y cuatro y setenta y cinco, por ese orden, y las leyó por encima. Todas ellas eran descripciones de violaciones que habían tenido lugar en el propio hogar de la víctima. La número setenta y seis era una sobre la violación cometida por un desconocido, pero la descripción era tan morbosa que Charlie estaba segura de que la había escrito un pervertido. Charlie se preguntó si Naomi Jenkins podría ser una pervertida. Eso explicaría por qué mintió al decir que Haworth la había violado; Charlie estaba convencida de que había mentido. No obstante, en la carta que Naomi había escrito a la página web no había detalles morbosos. Habría podido incluir alguno fácilmente; por lo que Simón le había contado, su declaración estaba llena de ellos, de modo que si era una mujer con mucha imaginación, ¿por qué no escribió toda su fantasía para que apareciera en la página web? Charlie deseó estar en Silsford para hacerle todas aquellas preguntas a Naomi Jenkins y ver la expresión de su cara mientras las respondía.
La puerta del despacho se abrió y apareció Steph. No llevaba la misma ropa que vestía la última vez que Charlie la había visto; ahora lucía unos pantalones negros que dejaban al descubierto los huesos de sus prominentes caderas. ¿Cómo conseguía que no se le cayeran? Era un misterio. Los vaqueros que llevaba por la mañana eran iguales. Prácticamente permitían ver su vello púbico, pensó Charlie. Pero en seguida rectificó: una mujer como Steph no debía de tener vello púbico y, si lo tenía, debía de afeitárselo en forma de corazón o de algo igualmente vulgar.
De cerca, el pelo multicolor de Steph era ridículo; daba la sensación de que varios pájaros, con problemas intestinales distintos, hubieran evacuado sobre su cabeza al mismo tiempo. El pelo le sobresalía en tupidos mechones y en puntas irregulares y engominadas, un estilo excesivo para una ocasión informal. Era un pelo que alguien sólo esperaría ver en un desfile de moda. Y mucho mejor peinado.
Una espesa capa de maquillaje cubría lo que Charlie sospechaba que era un mal cutis. Los labios de Steph, al igual que su pelo, estaban pintados de distintos colores: de un rosa brillante en el medio y con una fina línea roja y otra negra e incluso más fina en los bordes. Cuando entró en el despacho se oyó un tintineo y Charlie vio que llevaba varias pulseras de oro en los brazos.
– Éste es nuestro ordenador -dijo Steph, poniéndose furiosa de inmediato-. No puedes utilizarlo
– Graham me dijo que podía.
Steph hizo un mohín. Charlie vio que movía los labios.
– ¿Dónde está?
– Ha ido a buscar unos analgésicos. Tengo resaca. Mira, me ha surgido algo urgente en el trabajo y Graham me dijo que no tenía ningún problema en que…
– Bueno, pues no es así. Los huéspedes no pueden utilizar este ordenador.
– ¿Adónde has llevado a mi hermana? -preguntó Charlie-. ¿A un hotel?
– Me pidió que no te lo dijera. -Steph se tocó los dientes con una larguísima uña en cuyo centro había lo que parecía ser un pequeño diamante-. Y Graham, ¿ya te ha follado? -preguntó-. En el bar no parabais de meteros mano.
Charlie se quedó demasiado asombrada como para contestar.
– No te habría dejado entrar aquí a menos que ya te haya follado o tenga intención de hacerlo. Sólo es un aviso: si ya lo ha hecho o lo va a hacer, me lo contará. Todo. Siempre lo hace. No eres la primera huésped a la que se ha follado, ni por asomo. Ha habido montones de ellas. Suele imitar los ruidos que hacen en la cama. ¡Es muy divertido!
Steph soltó una risita, tapándose la boca con la mano. Si Graham no hubiera regresado en aquel momento, Charlie habría cruzado la habitación y le habría dado un puñetazo.
– ¿Qué pasa? -le preguntó Graham a Charlie. Llevaba una caja de Nurofen en la mano-. ¿Qué te ha dicho?
– Sólo le he dicho que no puede utilizar el ordenador. -Steph contestó antes de que Charlie pudiera hacerlo.
– Sí puede. Lárgate y vete a dormir -dijo Graham amablemente-. Mañana te espera un día de perros. Empezarás por llevarnos el desayuno a la cama a la inspectora y a mí. Desayuno inglés completo. En su cama, claro. Ahí es donde estaremos. ¿No es así, inspectora?
Charlie se quedó mirando fijamente la pantalla del ordenador, muerta de vergüenza.
Steph empujó a Graham cuando pasó junto a él.
– Me voy -dijo.
Mientras se dirigía hacia la puerta, él empezó a cantar en voz alta.
– «Rayas blancas penetrando en mi mente…».
Era evidente que Graham quería que Steph le oyera. Charlie identificó la canción, que había estado en las listas de éxitos de los años ochenta. Pensó que era de Grandmaster Flash.
La puerta del despacho se cerró de golpe.
– Lo siento. -Graham parecía avergonzado-. No te imaginas hasta qué punto me vuelve loco.
– Oh, creo que sí -repuso Charlie, que aún seguía conmocionada por lo que había dicho Steph.
– ¿Acaso no se da cuenta de lo vulgar que es? La típica criada mala, como la señora Danvers de Rebeca… ¿La has visto?
– La he leído.
– ¡Oh, qué culta, jefa! -Graham besó a Charlie en el pelo.
– ¿Steph se mete coca?
– No. ¿Por qué? ¿Tiene aspecto de hacerlo?
– Te pusiste a cantar esa canción… sobre el abuso de las drogas.
Graham se echó a reír.
– Es una broma privada -repuso-. No te preocupes; ya verás cómo nos servirá el desayuno. Es un viejo chucho obediente.
– Graham…
– Y ahora, un vaso de agua para que puedas tomarte las pastillas. -Se volvió hacia el dispensador de agua-. No hay vasos, genial. Iré a buscar unos cuantos a la despensa. No tardaré nada. Si vuelve la burra de carga, ya sabes lo que tienes que cantar.
Graham le guiñó un ojo y luego desapareció, dejando la puerta abierta.
Charlie lanzó un suspiro. Tenía muy claro que no iba a acostarse con Graham; no se iba a arriesgar a que él compartiera los detalles con el personal. Volvió a centrar su atención en la página web. Decidió que leería de nuevo la carta de Naomi Jenkins y luego volvería al chalet y se dejaría caer en la cama. Sola.
Bostezando ruidosamente, cogió el ratón. Se le fue la mano y en vez de clicar en la historia número setenta y dos lo hizo por error sobre la treinta y uno.
– ¡Maldita sea! -murmuró.
Intentó volver a la página anterior, pero el ordenador de Graham se había quedado bloqueado. Pulsó las teclas control, alt y supr., pero no pasó nada. Había llegado el momento de dejarlo. Graham ya arreglaría el ordenador cuando volviera; lo dejaría así…, bloqueado.
Charlie estaba a punto de levantarse cuando se fijó en algo. En la pantalla había aparecido una palabra: «Teatro». Le costó un poco poner en marcha su machacado cerebro, pero, en cuanto lo consiguió, se irguió de golpe, respirando profundamente. Parpadeó varias veces, para cerciorarse de que no era víctima de una alucinación. No, estaba allí, en la historia de supervivientes numero treinta y uno. Un pequeño teatro. Un escenario. Y unas cuantas líneas más abajo, la palabra «mesa». La palabra saltaba de la pantalla, el contorno negro vibraba ante los ojos de Charlie. El público estaba cenando. Todo estaba allí, todos los detalles de la declaración de la violación de Naomi Jenkins que Simón le había contado por teléfono. Charlie miró la fecha: 3 de julio de 2001. En la parte de abajo decía: «Nombre y dirección de correo electrónico ocultos.»
Llamó al móvil de Simón, pero estaba comunicando. ¡Maldita sea! Entonces llamó al Departamento de Investigación Criminal. «Por favor, por favor, que alguien conteste.»
Después de cuatro tonos -Charlie los contó-respondió Gibbs. Charlie se dejó de formalidades, ya que Gibbs no era muy dado a ellas.
– Ponte en contacto con el Centro Nacional de Investigación Criminal de Bramshill -le dijo-. Mándales un fax con la declaración de la violación de Naomi Jenkins y que comprueben si hay coincidencias en cualquier lugar del Reino Unido.
Gibbs soltó un gruñido.
– ¿Por qué? -dijo finalmente, de malhumor.
– Porque Naomi Jenkins fue violada, y no fue la única. Se trata de un caso de violaciones en serie. -Charlie pronunció las palabras que todo agente de policía temía-. Diles a Simón y a Proust que voy para allá.