TERCERA PARTE

CAPÍTULO 22

Sábado, 8 de abril.


En el cine, seguir a alguien en coche siempre parece complicado. Si la persona que va delante sabe que la siguen, se mete repentinamente por un callejón, va dando bandazos y, tras volar brevemente por los aires, acaba chocando y con el coche en llamas. Si no lo sabe, hay otros obstáculos: los semáforos cambian en el peor momento o aparece un camión enorme que adelanta a quien le está persiguiendo, y le impide ver algo.

Hasta ahora he tenido suerte. No me ha ocurrido nada de todo eso. Estoy en mi coche, siguiendo a la inspectora Zailer en su Audi plateado. Me la crucé mientras me dirigía a la comisaría para hablar con ella. Iba en la otra dirección, y al parecer tenía prisa. Con tres maniobras, hice un cambio de sentido en medio de la calle, bloqueando el tráfico en ambas direcciones, y la seguí.

A pesar de que la he seguido por toda la ciudad, no creo que Charlie Zailer me haya visto. Spilling no es de esos sitios donde hay otros conductores que te cortan el paso. Seguramente todo el mundo se dirige tranquilamente a alguna feria de artesanía o antigüedades. La única que parece tener prisa es la inspectora Zailer. Y yo, porque no puedo arriesgarme a perderla de vista. Intento no dejar espacio entre mi coche y el suyo. Si adelanta a alguien, yo hago lo mismo.

En la segunda rotonda que hay al final de High Street, gira a la derecha. Es la carretera que lleva a Silsford. Continúa durante varias millas, en medio del campo; los frondosos árboles que hay a ambos lados la convierten en un túnel. Jugueteo con la radio, d' traída, buscando alguna música estridente que me impida darme a solas con mis pensamientos, cuando vuelve a girar vez. Estamos en una callejuela de casas adosadas de ladrillo rojo están alejadas de la carretera y tienen un pequeño patio cuadra en la entrada. Desde fuera, la mayoría parecen elegantes. Algunas están pintadas con colores muy vivos: verde jade, lila, amarillo Hay coches aparcados en ambos lados de la calle, aunque queda algún hueco. La inspectora Zailer deja el coche de cualquier manera en mitad de la calle y baja del Audi. Consigo verle fugazmente la cara y veo que ha estado llorando. Mucho. Me doy cuenta de inmediato que no está aquí por algo que tenga que ver con su trabajo. Vive aquí; algo va mal, y ha vuelto a su casa.

Cierra la puerta del coche de golpe y abre la verja de madera roja, sin molestarse en cerrar el Audi. Yo estoy en mi coche, en medio de la calle, a sólo unos metros de ella, pero no me ha visto. No parece ser consciente de lo que la rodea.

Mierda. No sé qué hacer. Si ha ocurrido algo malo, si se trata de alguna desgracia familiar, no querrá hablar conmigo. Pero ¿a quién más puedo acudir? ¿Al subinspector Waterhouse? No lo convencería de que me llevara de nuevo al hospital para verte; da igual la información que pudiera darle a cambio. Siempre que estamos en la misma habitación percibo la aversión que siente hacia mí.

Qué ridícula soy. La inspectora Zailer, por muy mal que esté, sea cual sea el motivo, es la oficial al mando de tu caso. Y yo dispongo de nueva información que sé que ella quiere tener, sea cual sea su estado de ánimo.

Aparco en uno de los huecos que hay en la calle y me dirijo hacia su casa. Es más pequeña que la mía, y eso, en cierto modo, hace que me sienta culpable. Había dado por sentado que viviría en una casa mucho más grande y lujosa que la mía, ya que es una representante de la autoridad, aunque yo no siempre la haya acatado. No pienso acatarla ahora si me dice que no me llevara a verte. No he cambiado, Robert. Lo único que me importa eres tú, ahora y siempre.

Pulso el timbre, pero no obtengo ninguna respuesta. No sabe quién soy y no sabe que he venido a verla. Vuelvo a llamar, pulsando el timbre con más insistencia.

– ¡Váyase! -grita ella-Sea quien sea, ¡déjeme en paz, maldita sea!

Vuelvo a llamar. Al cabo de unos segundos, a través del cristal de colores de la puerta, veo que se acerca su borrosa silueta. Abre la puerta y da un paso atrás. Soy la última persona a quien desea ver. Pero me da igual. De ahora en adelante, no pienso dejar que me afecten las tonterías, sino que disfrutaré con ellas. Como tu mujer. Ella y yo tenemos más cosas en común que tú, ¿no es así, Robert?

– Naomi, ¿qué está haciendo aquí?

Charlie Zailer tiene los ojos húmedos e hinchados y la nariz roja.

– Iba a hablar con usted. Vi que se iba y la he seguido.

No le comento nada sobre su evidente angustia, dando por sentado que prefiere que no lo haga.

– Ahora no estoy en el trabajo -dice.

– Ya lo veo.

– No, quiero decir que… no estoy trabajando. De modo que esto tendrá que esperar.

Intenta cerrar la puerta, pero la mantengo abierta con el brazo.

– No puede esperar. Es importante.

– Entonces hable con el subinspector Waterhouse y cuénteselo. -Se apoya contra la puerta con todas sus fuerzas y trata de cerrarla de nuevo, pero yo doy un paso al frente y me meto en el vestíbulo-. ¡Fuera de mi casa, zorra! ¡Está loca! -grita.

– Hay cosas que debo contarle. Sé lo que vi a través de la ventana del salón de Robert y por qué sufrí el ataque de pánico.

– Cuénteselo a Simón Waterhouse.

– También sé por qué Juliet se comporta así. Por qué no está cooperando y por qué no le importa que usted crea que intentó matar a Robert.

– Naomi… -La inspectora Zailer suelta la puerta-. Cuando vuelva al trabajo, sea cuando sea, ya no voy a ocuparme del caso de Robert Haworth. Lo siento mucho y no quiero que se tome esto como algo personal, pero no quiero volver a hablar con usted. No quiero volver a verla ni a hablar con usted, ¿de acuerdo? Y ahora, ¿puede irse?

Siento que me invade el miedo.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Se trata de Robert? ¿Sigue con vida?

– Sí. Sigue igual. Por favor, váyase. Simón Waterhouse…

– Simón Waterhouse me mira como si fuera una extraterrestre, ¡siempre lo hace! Si me echa, no le contaré nada ni a él ni a nadie. Ninguno de ustedes sabrá nunca la verdad.

La inspectora Zailer me empuja hacia la calle y se dispone a cerrarme la puerta en las narices.

– Juliet no está implicada en las violaciones -le grito desde el patio-. Si se trata de un negocio, no tiene nada que ver con él. Nunca ha tenido nada que ver.

Ella se queda mirándome. Y espera.

– En el teatro… había una ventana -digo, sin aliento, entrecortadamente-. Pude verla cuando me ataron a la cama. Y vi lo que había fuera. Estaba muy cerca, a pocos metros. Sólo recordé que había visto algo a través de esa ventana después de la pesadilla que tuve anoche. Siempre recordaba haber visto una ventana, pero eso era todo. No era consciente de que había visto algo más, pero tuve que verlo, debía estar en mi mente…

– ¿Qué fue lo que vio? -pregunta la inspectora Zailer.

Tengo ganas de gritar, aliviada.

– Una casita. Un bungalow.

Hago una pausa para recobrar el aliento.

– Hay miles de bungalows -dice ella-. Ese teatro podría estar en cualquier parte.

– Uno así no. Era inconfundible. Pero ésa no es la cuestión. -No soy capaz de hablar todo lo deprisa que quiero-. He vuelto a ver otra vez esa casa después de entonces, de la noche en que me atacaron. La vi a través de la ventana del salón de Robert. Era una de las casitas de porcelana de Juliet que había en el aparador con puertas de cristal. Es la misma casa, la que vi a través de la ventana mientras me violaban. Está hecha con ladrillos que parecen piedras, si es que eso tiene algún sentido. La piedra es del mismo color…, posiblemente sea piedra tratada. Y no eran lisas. Daba la impresión de que eran rugosas. Es difícil de explicar sin haberlo visto. La puerta era de color azul, en forma de arco…

– ¿… y tres ventanas encima de la puerta, también en forma de arco?

Asiento con la cabeza. No me molesto en preguntar; sé que no va a responderme.

Charlie Zailer coge su chaqueta de una percha que hay en el vestíbulo y saca las llaves del coche del bolsillo.

– Vámonos -dice.

Permanecemos un rato en silencio, sin preguntas ni respuestas. Hay mucho que contar, pero, ¿por dónde empezar? Volvemos a tomar High Street y giramos a la derecha donde está la Old Chapel Brasserie para seguir por Chapel Lane.

Te prometo que nunca iré a tu casa.

No es allí donde quiero ir. Tú estás en otro sitio.

– Quiero que me lleve de nuevo al hospital para ver a Robert -digo.

– Olvídelo -dice la inspectora Zailer.

– ¿Se iba a meter en problemas por llevarme a verlo? ¿Es eso lo que le preocupa? ¿Tienes problemas en el trabajo?

Se echa a reír.

El número tres de Chapel Lane aún sigue dando la espalda a la calle. Me permito una pequeña fantasía: hace unos instantes tu casa daba a la calle, abierta y acogedora; sólo se dio la vuelta ver que me acercaba. «Sé quién eres. Déjame en paz.»

La inspectora Zailer aparca de cualquier manera; las ruedas de su Audi golpean el bordillo.

– Tiene que enseñarme esa casita de porcelana -dice-. Debemos averiguar si está ahí o sólo se lo ha imaginado. ¿Cree que le va a dar otro ataque de pánico?

– No. Lo que me daba miedo era ser consciente de lo que vi… eso era lo que hacía que mi mente se bloqueara. Pero anoche superé el pánico. Debería haber visto cómo quedaron las sábanas… Parecía que se hubiesen caído a una piscina.

– Entonces, vamos.

Rodeamos tu casa. Todo está igual que el lunes: el jardín abandonado y lleno de trastos y las impresionantes vistas. ¿Cuántas veces te habrás quedado aquí de pie, en medio de este césped que se está muriendo, rodeado por los desechos de tu vida con Juliet, deseando huir hacia toda esa belleza que podías ver tan claramente pero que no estaba a tu alcance?

Tomo la delantera para dirigirme hacia la ventana. Cuando la inspectora Zailer me alcanza, le señalo el aparador apoyado contra la pared. La miniatura de la casa con la puerta en forma de arco está ahí, en la segunda estantería empezando por abajo.

– Es la que está junto a la vela -digo, tan conmocionada como me hubiera sentido si no hubiese estado allí. Pero supongo que es fácil confundirse al tener la repentina certeza de que algo importante ocurre por casualidad.

Charlie Zailer asiente con la cabeza. Se apoya en la pared, saca un paquete de cigarrillos del bolso y enciende uno. Sus labios y sus mejillas están pálidos. El bungalow de cerámica significa algo para ella, aunque no sé exactamente qué, y me da miedo preguntárselo. Estoy a punto de comentar de nuevo la posibilidad de ir a verte al hospital cuando dice:

– Naomi. -Por su expresión, sé que se avecina otra conmoción y me preparo para el impacto-. Sé dónde está esa casa -dice-Voy a subir al coche para ir a esa casa. El hombre que la violó estará allí cuando llegue. Voy a hacer que confiese aunque tenga que arrancarle las uñas, una por una.

No digo nada; tengo miedo de que se haya vuelto loca.

– La dejaré en una parada de taxis -dice.

– Pero, ¿cómo…? ¿Qué…?

Se dirige hacia la puerta de entrada, hacia la calle. No se detendrá para contestar a mis preguntas.

– Espere -le digo, siguiéndola y corriendo para alcanzarla-. Voy con usted.

Me quedo en el mismo sitio donde Juliet lo hizo el lunes. La inspectora Zailer se queda donde yo estaba. La coreografía es la misma, pero el reparto ha cambiado.

– Eso sería una insensatez, tanto para usted como para mí -dice-. Pondríamos en juego su seguridad y mi carrera.

Si lo hago, si voy con ella hasta allí, sea donde sea, y veo a ese hombre, entonces, pase lo que pase, nunca tendré que volver a pensar en mí como una cobarde.

– Me da igual -le digo.

Charlie Zailer se encoge de hombros.

– A mí también -dice.

CAPÍTULO 23

8/4/2006

– ¿Alguien ha visto a Charlie?

Simón estaba tan nervioso que, cuando aún estaban a cierta distancia de él, gritó a Sellers y a Gibbs con un tono de voz que normalmente no emplearía.

– Estábamos buscándote.

Sellers se detuvo junto a la máquina de refrescos que había frente a la cantina y se puso a rebuscar en su bolsillo para sacar unas monedas.

– Algo le ocurre -dijo Gibbs-. Pero no sé de qué se trata. Antes he hablado con ella y…

– ¿Le dijiste el verdadero nombre de Robert Haworth?

– Sí, empecé a hablar con ella y…

– ¡Mierda!

Simón se frotó la nariz, pensativo. Aquel asunto era grave. ¿Hasta dónde podía contárselo a Sellers y a Gibbs? Laurel y el maldito Hardy, pensó. Pero tenía que decírselo.

– …cuando le dije que Haworth se llamaba Robert Angilley se fue -continuó Gibbs-. Salió a la calle, se metió en su coche y se largó. No tenía buen aspecto. ¿Qué está ocurriendo?

– No pude localizarla, y a vosotros tampoco -dijo Simon-Tiene el móvil apagado. Ella nunca hace eso… Ya conocéis a Charlie, nunca está ilocalizable y nunca se larga sin decirme adónde va. Por eso he llamado a su hermana.

– ¿Y? -dijo Sellers.

– Malas noticias. Interrumpieron sus vacaciones; se suponía que estaban en España.

– ¿Se suponía? -preguntó Gibbs

Por lo que sabía, ahí es donde había estado la inspectora, adónde se largó cuando el caso de Robert Haworth empezó a complicarse.

– El hotel era horrible, de modo que ella y Olivia se fueron e hicieron otra reserva: en los chalets Silver Brae, en Escocia.

Sellers levantó la vista, salpicándose los dedos con chocolate caliente.

– ¡Mierda! -exclamó-. ¿Los chalets Silver Brae? ¿Los que dirige el hermano de Robert Haworth? Acabo de apuntar su nombre hace diez minutos.

– Exacto -dijo Simón, muy serio-. Olivia cree que Charlie y Graham Angilley tienen… una especie de relación.

– ¡No pudo estar allí más de un día!

– Lo sé.

Simón no creyó necesario contarles a Sellers y a Gibbs el resto de lo que le había dicho Olivia: que Charlie se había inventado un novio llamado Graham para ponerle celoso y que cuando conoció a un auténtico Graham aprovechó la ocasión para convertir su mentira en una verdad. En ese momento todo aquello le superaba como para ponerse a pensar. Se ciñó a los hechos importantes.

– Naomi Jenkins nos dio por error una tarjeta de los chalets Silver Brae cuando vino al lunes para denunciar la desaparición de Haworth; la confundió con su tarjeta profesional. Y cuando se fue, Charlie aún la tenía… Me la enseñó y me comentó que tenían una oferta especial. Evidentemente, cuando el hotel de España resultó ser un asco, se acordó de esos chalets.

– Espera -dijo Gibbs, tendiendo la mano para que Sellers le Pasara su vaso. Éste soltó un suspiro, pero se lo dio-. Entonces, ¿Naomi Jenkins tenía una tarjeta del hermano de Haworth? ¿Sabía entonces cuál era el verdadero nombre de Haworth? ¿Concia a su familia?

– Ella tampoco contesta al móvil -repuso Simón-. Pero no lo creo. Estaba desesperada porque buscáramos a Haworth y lo encontráramos lo antes posible. Si hubiera sabido que él tenía un hermano o que había cambiado de nombre nos lo habría dicho el lunes, cuando vino. Nos dijo todo lo que pudo para ayudarnos a encontrarlo.

– Debía de saberlo -dijo Sellers-. No puede ser una coincidencia. A ver, ¿lleva encima una tarjeta del hermano de su amante y no tiene ni idea de quién es? ¡Y una mierda!

Simón asentía con la cabeza.

– No es una coincidencia. Todo lo contrario. Acabo de echar un vistazo a la página web de los chalets Silver Brae. Adivina quién la diseñó.

– Ni idea -dijo Sellers.

Gibbs fue más rápido en reaccionar.

– La mejor amiga de Naomi Jenkins, su inquilina, es diseñadora de páginas web.

– Has dado en el clavo -dijo Simón-. Yvon Cotchin. Ella diseñó la página web de los chalets Silver Brae. Y también diseñó la de la empresa de relojes de sol de Naomi Jenkins.

Simón hizo una pausa, esperando ver expectación en sus caras, aunque todo lo que vio fue desconcierto. Aún no lo habían pillado. Su mente no era tan tortuosa como la de Simón, ésa era la razón.

– A ver -dijo Simón-. Robert Haworth violó a Prue Kelvey. Eso lo sabemos porque lo han probado. También sabemos que no fue el autor de todas las violaciones. No fue él quien violó a Sandy Freeguard y a Naomi Jenkins, pero alguien lo hizo; alguien con quien es muy probable que trabajara Haworth, dado que el modus operandi es idéntico.

– ¿Estás diciendo que se trata de su hermano, Graham Angilley? -preguntó Sellers. Aún estaba esperando que Gibbs le devolviera el vaso.

– Ojalá estuviera equivocado, pero no creo que lo esté. Si Angilley es el otro violador, eso explicaría por qué sabía tantas cosas sobre Naomi Jenkins. En la página web hay información personal sobre ella y también figura su dirección, que es la misma de su empresa. Estoy convencido de que ésa fue la forma en que la eligió como víctima: a partir de una lista de antiguos clientes de Yvon Cotchin. Si Cotchin diseñó la página web de Jenkins antes que la de Angilley, puede que le dijera que echara un vistazo a otras páginas que había diseñado para que se hiciera una idea de su trabajo.

– Joder -dijo Sellers en voz baja.

– Prue Kelvey y Sandy Freeguard… -empezó Gibbs.

– Sandy Freeguard es escritora y tiene su propia página web, con información personal y fotos, igual que Jenkins. Y la empresa para la que trabajaba Prue Kelvey tenía una página web independiente para cada uno de sus empleados con información personal y profesional y una fotografía. Por eso Angilley y Haworth sabían tantas cosas acerca de ellas.

– Naomi Jenkins fue violada antes que Kelvey y Freeguard -dijo Gibbs.

– Exacto. -Unos minutos antes, Simón había seguido la misma pista-. Puede que fuera un momento crucial para Angilley y Haworth. Ambos habían estado vendiendo entradas para las violaciones en vivo al menos desde 2001. Eso lo sabemos por la fecha de la historia de la superviviente número treinta y uno. Fuera cual fuera el criterio que seguían al principio para elegir a sus víctimas, creo que todo cambió cuando Angilley encargó la página web de sus chalets. Si Yvon Cotchin le dijo que echara un vistazo a sus otros trabajos, incluida la página de Naomi Jenkins…

– Eso sería una bomba -dijo Sellers-. ¿Y si la página de los chalets fuera más antigua que la de Jenkins?

– Lo comprobaré -dijo Simón-. Pero no creo que lo sea. Así fue como Graham Angilley conoció a Naomi Jenkins. Se daría cuenta de que en Internet había cientos de víctimas potenciales, todas con su página web. En cualquier caso, no podía violar sólo a mujeres para quienes Yvon Cotchin hubiera diseñado una página web, ¿verdad? Eso habría sido demasiado evidente, demasiado arriesgado. De modo que él y Haworth diversificaron y empezaron mirar páginas web de cualquier mujer que trabajara…

– Con fotos, para así poder decidir si les gustaban -dijo Gibbs-¡Qué hijos de puta!

Simón asintió con la cabeza.

– La página web de Sandy Freeguard la diseñó Pegasus. Y otra firma diseñó la de la empresa de Kelvey… Acabo de hablar por teléfono con el gerente.

– ¿Y cómo encaja la inspectora en todo esto? -preguntó Sellers.

Siguió rebuscando en el bolsillo para sacar más monedas, pero no encontró ninguna. Gibbs se había terminado el chocolate; el bigote de espuma marrón que lucía daba fe de ello.

– Te lo cuento dentro de un minuto -dijo Simón, deseoso por dejar de pensar en esa parte del asunto tanto como pudiera-. Naomi Jenkins consiguió la tarjeta de los chalets Silver Brae a través de Yvon Cotchin; no tenía ni idea de que tuviera ninguna relación con Robert Haworth.

Sellers y Gibbs lo miraron con escepticismo.

– Pensad en ello. Efectivamente, Cotchin había trabajado para Graham Angilley; le había ayudado a lanzar su empresa. Seguro que le mandó un montón de tarjetas para que ella las repartiera. Naomi cogió una y pensó, como cualquiera, que los chalets Silver Brae sólo eran un lugar para pasar las vacaciones cuya página web había diseñado su amiga. No tenía ni idea de que el hermano de su novio era el propietario y el gerente-Simón dejó de hablar.

– O que el hermano era el cabrón que la había secuestrado y violado -dijo Gibbs.

– Eso es. En este caso no ha habido coincidencias, ni siquiera una. Cada parte de la respuesta a todo este lío está relacionada con las demás: Jenkins, Haworth, Angilley, Cotchin, la tarjeta…

– Y ahora con la inspectora.

Sellers parecía preocupado.

– Así es -repuso Simón, hablando casi sin aliento. Le daba la sensación de tener un bloque de cemento en el pecho-. Charlie consiguió la tarjeta de los chalets a través de Naomi Jenkins. No sabía que Graham Angilley tuviera algo que ver con Robert Haworth hasta que tú le dijiste su verdadero nombre -dijo, mirando a Gibbs.

– ¡Maldita sea! En cuanto se lo dije debió de pensar lo mismo que tú: que era muy probable que Angilley fuera el otro violador. Si ha estado follando con él…

– Por eso salió corriendo -dijo Simón-. Debe de sentirse de maravilla.

– Me siento como una mierda -dijo Gibbs-. Le he estado dando la paliza.

– No sólo a ella -dijo Sellers, levantando las cejas hacia Simón.

– ¡A tomar por culo! Vosotros os lo merecíais, pero ella no.

Simón tenía una conciencia muy activa; según algunos, hiperactiva. Sabía cuándo había hecho algo malo. No creía que ése fuera el caso de Chris Gibbs; sin embargo, Charlie Zailer no estaba libre de culpa.

– Voy a casarme en junio. Y los dos estáis invitados. Él es mi padrino -dijo, señalando a Sellers con la cabeza-. Y ha ido contando por ahí el polvo secreto que echará una semana antes. Pero no he oído nada sobre mi despedida de soltero. Probablemente, la noche antes de renunciar a mi libertad me sentaré frente a la televisión a ver solo a Ant y al maldito Dec [3], mientras él saca de la maleta las cajas de condones vacías…

– Dame una oportunidad. -Sellers parecía avergonzado-. No me he olvidado de tu despedida de soltero. He estado ocupado, eso es todo.

Simón se dio cuenta de que sus mejillas estaban ligeramente sonrosadas.

– Sí…, ocupado pensando en tu polla, como siempre -contraatacó Gibbs.

– Esto puede esperar -dijo Simón-. Tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos que contratar strippers y atarte desnudo a una farola. Estamos metidos en un buen lío.

– Entonces, ¿qué hacemos? -preguntó Sellers-. ¿Adónde ha ido la inspectora?

– Olivia dice que Charlie le dejó un mensaje en su buzón de voz pidiéndole que fuera a verla más tarde, de modo que es evidente que esta noche piensa estar en casa, aunque ahora no esté allí. Iré más tarde y hablaré con ella. Mientras tanto… -Simón se rodeó con los brazos. Puede que ambos le mandaran a la mierda. No les culparía si lo hacían-. Sé que no debería pedíroslo, pero… ¿podríais mantener alejado a Muñeco de Nieve de todo esto?

Sellers abrió unos ojos como platos.

– ¡Oh, mierda! A Proust le va a dar algo cuando… ¡Oh, mierda! La inspectora y la principal sospechosa…

– Tendrá que retirarse del caso -dijo Simón-. Voy a intentar convencerla de que sea ella misma quien se lo cuente a Proust. No tiene que ser tan difícil. No es ninguna estúpida. -Lo dijo básicamente para tranquilizarse a sí mismo-. Es posible que haya sufrido un shock y necesite estar a solas para poder reflexionar.

Simón no quería pensar qué pasaría si Proust se enteraba antes de que Charlie se lo contara.

– ¿Cómo podremos mantenerlo en secreto? -preguntó Gibbs-. Proust pregunta por ella cada cinco minutos. ¿Qué vamos a decirle?

– No tenéis que decir nada, porque ya habréis salido para Escocia. -Para asombro de Simón, ni Sellers ni Gibbs cuestionaron su autoridad-. Os traéis a Graham Angilley y a Stephanie, su mujer. Yo me ocuparé de Proust. Le diré que Charlie ha ido a Yorkshire para hablar con Sandy Freeguard, ya que es posible que hayamos identificado al hombre que la violó. Proust no lo pondrá en duda. Ya sabéis cómo es… Suele ser a primera hora de la mañana cuando se emplea a fondo en buscar responsables. -Al ver las caras que ponían, añadió-: ¿Se os ocurre alguna idea mejor? Si le contamos que Charlie se ha largado vamos a complicarle más la vida, y eso es lo último que necesita.

– ¿Y tú que vas a hacer mientras nosotros nos vamos a la campiña escocesa para detener a un pervertido? -preguntó Gibbs, desconfiado.

– Hablaré con Yvon Cotchin y luego con Naomi Jenkins si puedo dar con ella.

Sellers negó con la cabeza.

– Si Muñeco de Nieve se entera de todo esto, antes de que termine la semana los tres estaremos en un colegio dando charlas sobre cómo actuar en caso de incendio.

– No nos caguemos encima antes de tiempo -dijo Simón-. Charlie sabe que nos ha puesto en una situación muy comprometida. Apuesto a que estará de vuelta antes de una hora. Pasaos por The Brown Cow antes de salir, sólo por si acaso. Si está allí, llamadme.

– Vale, jefe -dijo Gibbs sarcásticamente.

– Esto no es ningún juego.

Simón bajó la vista hacia el suelo. La idea de que Charlie estuviera sentimentalmente unida a Graham Angilley -un hombre que seguramente era un monstruo, un sádico violador-le preocupaba más de lo que era capaz de comprender o explicar. Se sentía casi como si eso le hubiera ocurrido a él, como si Angilley le hubiese atacado. Y si así era como él se sentía, no quería pensar en lo que debía suponer para Charlie.

Un policía vestido de uniforme se acercó por el pasillo, dirigiéndose hacia ellos. La conversación se cortó bruscamente. Simón, Sellers y Gibbs percibieron la conspiración de silencio flotando en el aire mientras el agente Meakin se acercaba.

– Lamento interrumpir -dijo Meakin, aunque lo único que había interrumpido era una ambiente de muda incomodidad-. Hay una tal Yvon Cotchin que quiere ver a la inspectora Zailer. La he hecho pasar a la sala de interrogatorios número dos.

– Otra coincidencia -dijo Gibbs-. Te ha ahorrado el viaje.

– ¿Ha dicho qué quiere? -le preguntó Simón a Meakin. Detrás de él, oyó que Sellers decía: «Iba a organizarte una maldita despedida de soltero, ¿vale? Voy a hacerlo.»

– Dice que su amiga ha desaparecido. Está preocupada por ella porque la última vez que la vio estaba muy alterada. Es todo cuanto sé.

– Estupendo, Meakin -dijo Simón-. Voy dentro de un minuto.

Una vez que se hubo ido el joven policía, Simón se volvió hacia Sellers y Gibbs.

– Alterada, desaparecida…, ¿a qué os suena?

– ¿Qué quieres decir?

– No lo sé. -Al oír lo que había dicho Meakin, la primera idea que tuvo Simón fue demasiado paranoica y absurda; no merecía la pena comentarla. Sellers y Gibbs pensarían que estaba perdiendo el control. Decidió apostar sobre seguro-. No tengo ni idea -dijo-. Pero, si fuera un corredor de apuestas, apostaría a que esto tampoco es otra coincidencia.


– ¿Por qué no iba a decirme adónde iba? -preguntó Yvon Cotchin-. Hicimos las paces; ya no estaba enfadada conmigo, sé i no lo estaba…

– No es probable que se trate de algo que haya hecho usted -le dijo Simón.

Llevaban menos de tres minutos hablando, pero Simón ya empezaba a ponerse nervioso: Cotchin no dejaba de retorcerse las manos y de morderse el labio. Parecía más preocupada por cómo se reflejaría en ella la inexplicable ausencia de su amiga que por el peligro que pudiera correr Naomi.

Simón había escuchado, aunque no personalmente, la teoría de Naomi Jenkins de que Robert Haworth había preparado la comida para el público que presenciaba las violaciones. Pensó que era posible, además de ser una buena razón para ocultarle a Jenkins que antes había sido chef.

Lo que Simón no alcanzaba a comprender, por mucho que lo intentara, era por qué Haworth querría iniciar una relación con Sandy Freeguard y Naomi Jenkins sabiendo que su hermano las había violado. Volvió a pensar en las dos conversaciones que habían mantenido Naomi y Juliet Haworth. Charlie y él habían vuelto a escuchar las cintas hacía tan sólo unas horas. «No ve a nadie de su familia. Oficialmente, Robert es la oveja negra.» Pero su familia comprendía a un violador en serie, una fulana que practicaba sexo telefónico con desconocidos y un padre bruto y racista que apoyaba al Frente Nacional…

Simón se sintió agitado por dentro. Si Robert Haworth era la oveja negra de una familia corrupta, ¿no lo convertía eso, desde un punto de vista éticamente objetivo, en todo lo contrario? ¿En lo único bueno de una familia horrible?

Simón se moría por hablar con Charlie. Su escepticismo era la prueba del nueve para todas sus teorías. Sin ella, era como si le faltara la mitad del cerebro. Así pues, probablemente estuviera equivocado, pero aun así… ¿y si Robert Haworth supiera lo que su hermano Graham les hacía a esas mujeres y decidiera buscar a algunas de ellas para tratar de ayudarlas?

Pero, ¿por qué no acudió simplemente a la policía?, habría dicho Charlie.

Porque hay gente que nunca haría eso, y ya está. ¿Entregar a un miembro de tu propia familia a la justicia? No; sería una traición demasiado grande, demasiado teatral.

Cuanto más trataba Simón de desbaratar su teoría, más dispuesta parecía ésta a agenciarse unas alas y echar a volar. Si Robert estaba al tanto de las violaciones pero era incapaz de denunciarlas a la policía, debía sentirse doblemente culpable. ¿Cabía la posibilidad de que se hubiera impuesto la misión de tratar de compensar de otra manera a las víctimas de Graham?

«No, eso es una gilipollez.» Robert Haworth violó a Prue Kelvey. Eso estaba fuera de toda duda.

– Ahora mismo, Naomi no piensa con claridad -dijo Yvon Cotchin, con lágrimas en los ojos-. Podría hacer cualquier locura.

Su voz sacó a Simón de sus pensamientos.

– Le ha dejado una nota diciendo que volvería más tarde -dijo. Era más de lo que había hecho Charlie-. Eso es una buena señal. Volveremos a pensar en ello si no aparece pronto.

– Puede que esto suene absurdo, pero… creo que puede haber ido a ese pueblo, al lugar donde se crió Robert.

– ¿A Oxenhope?

Yvon asintió con la cabeza.

– Quería conocerlo. No con un objetivo concreto, sólo porque tenía que ver con Robert. Hasta ahí llega su obsesión.

– ¿Sabía Naomi que Robert Haworth no era su verdadero nombre? -preguntó Simón.

– ¿Cómo? No, seguro que no. ¿Cómo…? ¿Cómo se llamaba antes?

Había llegado el momento de cambiar de tema.

– Yvon, tengo algunas preguntas sobre su trabajo que me gustaría que contestara. ¿Le parece bien?

Aunque no estuviera de acuerdo, Simón pensaba hacérselas de todos modos.

– ¿Mi trabajo? ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver con Naomi o con Robert?

– Ahora no puedo comentar eso con usted; es confidencial. Pero, créame, sus respuestas nos serán muy útiles.

– De acuerdo -repuso ella después de una breve pausa.

– Usted diseñó la página web para la empresa de relojes de sol de Naomi Jenkins.

– Sí.

– ¿Cuándo?

– A ver… No estoy segura -dijo, moviéndose nerviosamente en su silla-. ¡Ah, sí! Fue en septiembre de 2001. Estaba trabajando en ella cuando me enteré de que habían chocado dos aviones contra el World Trade Center. Un día horrible -dijo, estremeciéndose.

– ¿Cuándo empezó a funcionar la página web? -preguntó Simón.

– En octubre de 2001. No me llevó demasiado tiempo.

– Usted también diseñó la página web para los chalets Silver Brae, en Escocia.

Yvon parecía sorprendida. Hizo una mueca. Simón supuso que estaba reprimiendo las ganas de volver a preguntarle a qué se debía todo aquello.

– Sí -dijo.

– ¿Conoce a Graham Angilley, el propietario? ¿Fue así como consiguió ese trabajo?

– No he llegado a conocerlo personalmente. Es amigo de mi padre. ¿Le… ha ocurrido algo a Graham?

– Estoy seguro de que se encuentra bien -repuso Simón, sin importarle que Yvon captara su malicioso tono de voz-. ¿Cuándo diseñó su página web? ¿Lo recuerda? -¿Habría algún otro atroz acto terrorista que activara su memoria?-. ¿Antes o después de la de Naomi?

– Antes -contestó, sin asomo de duda-. Mucho antes… En 1999 o 2000. Más o menos.

La decepción hizo que Simón se desanimara. La teoría de que Graham Angilley había visto la página web de Naomi Jenkins para hacerse una idea de cómo trabajaba Yvon Cotchin se había hecho trizas. Si se había equivocado con eso, ¿en qué más podía equivocarse?

– ¿Está segura? ¿No pudo ser al revés, que diseñara primero la de Naomi y luego la de los chalets?

– No. Diseñé la de Naomi mucho después que la de Graham. Guardo todas mis viejas agendas de trabajo en casa…, en casa de Naomi. Si quiere puedo enseñarle las fechas exactas en las que trabajé en esas páginas.

– Eso sería de gran ayuda -repuso Simón-. También voy a necesitar una lista de todas las páginas web que ha diseñado desde que empezó a trabajar. ¿Es posible?

Yvon parecía preocupada.

– Todo esto no tiene nada que ver conmigo -protestó.

– No creemos que haya hecho nada malo -dijo Simón-. Pero necesitamos esa lista.

– De acuerdo. No tengo nada que ocultar, sólo que…

– Lo sé. ¿Le suena el nombre de Prue Kelvey?

– No. ¿Quién es?

– ¿Sandy Freeguard?

– No.

A Simón le pareció que estaba diciendo la verdad.

– De acuerdo -dijo Simón-. Tengo especial interés por saber para qué mujeres empresarias, como Naomi Jenkins, ha diseñado páginas web. ¿Algún nombre que pueda recordar ahora mismo?

– Sí, a ver… -dijo Yvon-. Mary Stackiewski, Donna Bailey…

– ¿La artista?

– Sí. Creo que esas dos son las únicas que pueden resultarle familiares. Luego había una mujer que dirigía una agencia matrimonial y otra que hacía miniaturas…, era la hija de mi…

– ¿Juliet Haworth?

Simón la interrumpió, notando cómo se le erizaba el vello de los brazos. ¿Miniaturas? Tenía que ser ella.

– Ésa es la mujer de Robert. -Yvon le miró como si se hubiera vuelto loco-. No sea ridículo. Nunca podría trabajar para ella. Naomi me ataría a la primera farola que encontrara y me dispararía como a un traidor…

– ¿Y qué me dice de Heslehurst, Juliet Heslehurst? -la interrumpió Simón-. ¿Casas en miniatura?

Yvon abrió unos ojos como platos, asombrada.

– Sí -dijo, con voz débil-. Ésa era la mujer que hacía miniaturas. La suya fue la primera página que diseñé. ¿Hay…? También se llamaba Juliet. ¿Se trata de…?

– Soy yo quien hace las preguntas. ¿Cómo conoció a Juliet Heslehurst?

– En realidad no la conocí. Joan, su madre, solía cuidar de mí cuando era pequeña, antes de tener hijos. Las familias siguieron en contacto y Joan le comentó a mi madre que su hija buscaba a alguien para que diseñara su página web…

– O sea, ¿que la página web de Juliet Heslehurst fue la primera que diseñó?

– Sí.

– ¿Por casualidad no le sugeriría al señor Angilley que le echara un vistazo a la página web de Juliet Heslehurst para que se hiciera una idea de su trabajo?

Yvon se ruborizó. Unas gotas de sudor aparecieron en su labio superior.

– Sí -murmuró.

«Naomi me ataría a la primera farola que encontrara.» Era la segunda vez en poco tiempo que Simón escuchaba la palabra «farola». La primera vez la había pronunciado él mismo, hablando de la despedida de soltero de Gibbs, la que Sellers se había olvidado de organizar. Simón se preguntó por qué a Gibbs le importaba tanto eso… Un hombre en su sano juicio querría evitar que lo desnudaran y lo ataran, que era lo que al parecer solía suceder en las despedidas de solteros…

El corazón de Simón se puso a latir más lentamente y al cabo de un momento empezó a golpear su pecho con fuerza. «Maldita sea-pensó-. Maldita, maldita sea.»

Se disculpó y abandonó la sala, con el móvil en la mano. Había algunas cosas que empezaban a quedar terriblemente claras; la menos importante de ellas era que, a partir de ahora, todo el equipo tendría que recordar las largas semanas de malhumor de Chris Gibbs como algo a lo que había que estar agradecido, por muy desagradables que hubieran podido ser.

CAPÍTULO 24

Sábado, 8 de abril.


– Voy a parar en la próxima área de servicio -dice Charlie Zailer. Y entonces, como si acabara de ocurrírsele, pregunta-: ¿De acuerdo?

Su voz suena conmocionada. No me mira; no lo ha hecho desde que hemos salido. Habla mirando al frente, como si estuviera usando un manos libres para comunicarse con alguien que no estuviera aquí.

– Me quedaré en el coche -le digo.

Quiero encerrarme en mí misma, meterme en una caja metálica que me haga invisible. Esto ha sido un error. No debería estar aquí. ¿Cómo puedo saber que me está diciendo la verdad acerca de ese hombre y sobre dónde se encuentra?

Voy a volver a verle y no debería hacerlo en su terreno. Debería hacerlo en una comisaría de policía, en una rueda de reconocimiento. Siento estallar el pánico dentro de mi cabeza. No me encuentro bien. Tengo que decirle a la inspectora Zailer que pare el coche aquí, en el arcén. Cuando salimos hacía un día espléndido, pero llevamos más de una hora de trayecto y el cielo, aquí, está ligeramente gris y cubierto de nubes muy oscuras. Sopla el viento y la lluvia se estrella en diagonal contra el parabrisas. Me imagino congelada y empapada en la cuneta y no digo nada.

Levanto la vista al oír el débil y rítmico sonido del intermitente. Dejamos atrás las señales de fondo azul con líneas blancas: tres, dos, una. Lenguaje de autopista. En una ocasión me dijiste que las autopistas te parecían relajantes, incluso cuando estaban colapsadas.

– Tienen un ritmo especial -dijiste-. Van hacia algún sitio. -El intenso brillo de tus ojos: ¿acaso yo era capaz de entender que eso era muy importante para ti?-. Son mágicas, como un camino de baldosas amarillas para adultos. Y son hermosas. -Comenté que mucha gente no estaría de acuerdo contigo-. Pues son idiotas -dijiste-. Pueden guardarse sus preciosos edificios; no hay nada más impresionante que un largo carril de autopista gris que avanza hacia lo lejos. No hay otro sitio en el que me encuentre más a gusto, salvo cuando estoy contigo.

Ahuyento ese recuerdo de mi mente.

La inspectora Zailer se dirige a más velocidad de la debida hacia el aparcamiento del área de servicio. Observo mi regazo. Si me atrevo a mirar por la ventanilla puede que vea un camión rojo parecido al tuyo. Si entro, puede que vea una zona de restaurantes parecida a la del área de servicio de Rawndesley East. Me quedo sin aliento al pensar que puede que aquí también haya un Traveltel.

– Debería entrar, tomar un café y estirar las piernas -dice la inspectora con brusquedad-. O ir al baño.

Las últimas palabras suenan muy bajito y se las lleva el viento.

– ¿Quién es usted? ¿Mi madre?

Se encoge de hombros y cierra la puerta de golpe. Cierro los ojos y aguardo. No puedo pensar. Trato de iluminar mi cerebro con un foco y descubro que está vacío. Al cabo de unos minutos, oigo que se abre la puerta del coche. Huelo café y cigarrillos; la mezcla me da náuseas. Y luego oigo la voz de Charlie Zailer.

– El hombre que la violó se llama Graham Angilley -dice-. Es el hermano de Robert.

Siento cómo se me sube la bilis a la garganta. Graham Angilley. ¿Dónde he oído antes ese nombre? Y entonces caigo en la cuenta.

– Chalets Silver Brae -consigo decir.

– El teatro donde estuvo, donde estaba ese público…, no era un teatro. Era uno de los chalets.

Eso me obliga a abrir los ojos.

– Sí era un teatro. Había un escenario, con telón.

– Cada chalet tiene una habitación de matrimonio en el altillo. Es como una sala sin paredes, un cuarto de forma rectangular que pudo confundir fácilmente con un escenario. Y tiene unas cortinas para dar al ambiente un poco de intimidad.

Puedo verlo mientras habla. Tiene razón. Ése era el detalle que no era capaz de recordar sobre el telón… Sabía que había algo. No caía desde arriba, sino que estaba sujeto a una especie de riel. Si no me hubieran atado a la cama, si me hubiese podido levantar, habría podido mirar por encima.

Los chalets Silver Brae. En Escocia. Un sitio al que la gente va a pasar sus vacaciones y a divertirse. El lugar al que quería llevarte, Robert. No me extraña que sufrieras un shock cuando te dije que había hecho una reserva.

– Yvon, mi mejor amiga, diseñó la página web de ese sitio -digo-. No había ninguna barandilla de madera entre el público y yo, sólo un riel metálico horizontal que recorría los tres lados del escenario.

– Puede que cada chalet sea ligeramente distinto -dice la inspectora Zailer-. O tal vez ese en el que se alojó usted aún no estuviera terminado.

– Así es. La ventana por la que miré…, no tenía cortinas. Y los rodapiés de madera aún no estaban pintados. ¿Por qué no lo había pensado antes?

– ¿Qué más puede contarme? -pregunta la inspectora Zailer-. Sé que me ha estado ocultando algo.

Me quedo mirando las manos, apoyadas en mi regazo. Aun no estoy preparada. ¿Cómo sabe que se llama Graham Angilley? ¿Acaso ha estado en los chalets Silver Brae? Hay algo que no encaja.

– Muy bien -dice-. Hablemos del tiempo, entonces. Una mierda, ¿no? Me sorprende que diseñe relojes de sol en un país como éste. Si alguien inventara un reloj de lluvia se haría millonario.

– Eso no existe.

– Sí, lo sé. Estaba diciendo tonterías. -Enciende un cigarrillo y abre un poquito la ventanilla. La lluvia se cuela a través de la rendija y me moja la cara-. ¿Qué opina de los relojes de sol que no marcan la hora, los que sólo son decorativos?

– Estoy en contra -le digo-. No se tarda mucho en hacer un reloj como Dios manda. Un reloj de sol que no marca la hora no es un reloj de sol, sólo es un trasto.

– Pero son más baratos que los de verdad.

– Porque son una porquería.

– Mi jefe quiere uno para nuestro edificio. Quiere uno de verdad, pero los poderes fácticos no dejan que se gaste el dinero en eso.

– Yo le haré uno -me oigo decir-. Puede pagarme lo que quiera.

Charlie Zailer parece sorprendida.

– ¿Lo haría? No me diga que es un favor que me hace… No le creería.

– No lo sé. -Quizás sea porque si prometo diseñar un reloj para su jefe no me quedará otro remedio que sobrevivir a este viaje. Y si hablo como si pensara que voy a sobrevivir, puede que lo haga-. ¿Qué clase de reloj de sol quiere?

– Uno que pueda ir en la pared.

– Se lo haré gratis si vuelve a llevarme al hospital otra vez para ver a Robert. Tengo que verlo y ellos no me dejarán entrar sin usted.

– Le dijo que lo dejara en paz. Y además es un violador. ¿Por qué quiere verle?

Nunca se lo imaginaría. Nadie sería capaz de imaginarse la verdad, salvo yo. Porque yo te conozco muy bien, Robert. Sea lo que sea lo que sientes por mí, yo te conozco muy bien.

– Juliet Haworth no estaba implicada en las violaciones -digo-Tanto si se organizaban por alguna clase de pervertido placer como si sacaban dinero con ellas… Fuera cual fuera al motivo, Juliet no tenía nada que ver en ello.

– ¿Cómo lo sabe?

La inspectora Zailer aparta la vista de la carretera, interrogándome con su penetrante mirada.

– No tengo ninguna prueba que pueda demostrárselo -le digo-pero estoy segura de que es verdad.

– De acuerdo -dice, con voz cortante-. Entonces, esa miniatura en cerámica del chalet, el mismo que usted vio mientras la atacaban… Juliet sólo se imaginó cómo era, ¿no es así? Inspiración divina. No tiene nada que ver con que ella organizara los espectáculos de las violaciones con la ayuda de Graham Angilley y de su marido y que supiera exactamente dónde tenían lugar.

– He dicho que ella no era la responsable de las violaciones, pero nunca he dicho que no hubiera visto ese chalet.

– Entonces…, ¿me está diciendo que Graham Angilley le pidió que hiciera una miniatura del chalet? ¿Porque para él tenía un significado especial aunque para ella no lo tuviera? -Fuma como una posesa mientras echa por tierra lo que ella cree que es mi teoría-. Sin embargo, Juliet nos contó lo que le había ocurrido a usted, ¡por el amor de Dios! Adivinó que usted había acusado a Robert de haberla violado… Conocía todos los detalles. Si no estuviera implicada, ¿cómo demonios iba a saberlo?

No puedo creer que aún no lo haya deducido. Se supone que es policía. Pero ella no te conoce, Robert…, por eso se ha quedado rezagada. Por eso yo me quedé rezagada la primera vez que hablé con Juliet en la sala de interrogatorios. En ese momento, tu mujer te conocía mejor que yo. Pero ahora ya no.

– Juliet sabía lo que me había ocurrido porque también le había ocurrido a ella. -¿Estoy diciendo esto en voz alta? Sí, parece que sí-. Ese hombre, Graham Angilley…, también la violó a ella.

– ¿Qué?

La inspectora Zailer detiene el coche en el arcén. El chirrido de los neumáticos me hace estremecer.

– Piénselo. Todas las mujeres a las que Graham Angilley violó eran mujeres que habían triunfado profesionalmente. Juliet también, hasta que sufrió una crisis nerviosa. Ésa fue la razón de que la sufriera: la habían violado. La ataron a la misma cama que yo, en el mismo escenario… o en un altillo, da igual. Debía de haber público, hombres comiendo y bebiendo. Y mientras la ataban a la cama, vio exactamente lo mismo que yo a través de la ventana. Y luego hizo esa miniatura y la puso en el aparador del salón.

Dejo de hablar para llenar de aire los pulmones.

– Continúe -dice la inspectora Zailer.

– Ella ignoraba que Robert supiera lo que le había ocurrido, por lo que no pensó que la miniatura de la casa con la puerta de color azul en forma de arco le resultaría familiar… Al igual que yo, no le había contado a nadie lo que le habían hecho; se sentía demasiado avergonzada. No es fácil dejar de ser una mujer de éxito y convertirse en alguien de quien hay que compadecerse.

– Pero Robert sí lo sabía, ¿verdad? Y cuando esa noche conoció a Juliet en el videoclub no fue una casualidad.

– No. Ni cuando coincidió conmigo en el área de servicio. Debió de seguirnos a ambas durante semanas, puede que meses. Y también a Sandy Freeguard. ¿No dijo usted que ella chocó con su coche? Chocaron porque también la estaba siguiendo. Ésa es la pauta: su hermano nos violó y Robert nos siguió hasta que fue capaz de concertar una cita.

– ¿Por qué? -La inspectora Zailer se vuelve hacia mí, como si estando más cerca fuera a sonsacarme la respuesta-. ¿Por qué querría conocer y empezar una relación con las víctimas de su hermano?

No le contesto.

– Naomi, tiene que decírmelo o podría acusarla de obstrucción a la justicia.

– Acúseme de alta traición si lo desea. ¿Cree que me importa?

Charlie Zailer lanza un suspiro.

– ¿Y qué me dice de Prue Kelvey? Ella no encaja en la pauta. Robert la violó y ella lo vio antes de ponerse el antifaz. No pude seguirla e ingeniárselas para concertar una cita; no podía convertirse en su novio.

– Juliet intentó matar a Robert porque descubrió que, desde el primer momento, él estaba al corriente de su violación. Puede que la única razón que tuviera para casarse con él, o incluso para mirarlo a la cara, fuera que estaba convencida de que él no lo sabía y de que nunca lo sabría. A los ojos de él, su dignidad estaba intacta. No se sentía violada y avergonzada; era como solía ser antes. Pero Robert sí lo sabía, y Juliet lo descubrió y se dio cuenta de que él le había estado mintiendo durante años; le dejó que pensara que su secreto y su intimidad estaban a salvo, aunque en realidad, durante todo ese tiempo… -Trago aire, tratando de sofocar el ahogo que siento en mis pulmones-. Pensó que se había estado riendo de ella a sus espaldas, que toda su relación había sido una farsa y que él se había estado burlando de ella. El hecho de que él conociera su secreto era una forma de tener poder sobre ella, un poder que podía emplear en cualquier momento o guardarse mientras lo deseara. Él no tenía por qué contárselo hasta que estuviera preparado; no tenía que contarle nada en absoluto si no quería hacerlo.

Charlie Zailer frunce el ceño.

– ¿Me está diciendo que fue así o que es así como Juliet lo veía?

– Como ella lo veía. Le estoy explicando por qué Juliet intento matarle.

Ella asiente con la cabeza.

– No volveré a hablar con Juliet. Esas conversaciones… No volveré a hacerlo.

Tu mujer ha perdido el control, Robert. Bueno, eso no necesito decírtelo, ¿verdad? Sería hablar de lo que es evidente. Hasta ahora ella ha disfrutado torturándome con su exasperante ambigüedad. Si vuelvo a hablar con ella, se volverá más explícita y pondrá en marcha una campaña de odio. Empezará a contarme cosas, y no puedo permitir que eso ocurra. La próxima vez que vaya al hospital quiero decirte lo que siento dentro de mi corazón y no lo que me han dicho. Existe una gran diferencia; la diferencia que hay entre el poder y la impotencia. Aunque la inspectora Zailer no lo haría, sé que tú sí lo entenderías.

– ¿Cómo descubrió Juliet que Robert lo sabía? -me pregunta-. ¿También lo sabe? -El coche se inunda con un incómodo silencio, un silencio que estoy decidida a no romper-. Naomi, ¡éste no es momento para callarse! ¿Por qué querría salir Robert con las mujeres a las que había atacado su hermano? ¿Por qué? -pregunta, tamborileando en el salpicadero con los dedos-. ¿Sabe? Todo lo que me ha contado sobre Juliet también podría ser cierto en su caso. Usted también ignoraba que Robert sabía lo que le había ocurrido, ¿verdad? Pero así era. Quizás sea usted la que piensa que él se estaba riendo a sus espaldas, ejerciendo alguna clase de poder sobre usted, manipulándola. Quizás quiera vengarse y por eso quiere ir al hospital…, para acabar lo que empezó Juliet.

– Quiero ver a Robert porque necesito hablar con él -digo-. Necesito explicarle algo. Algo que nos incumbe a ambos.

Solos tú y yo, Robert, y nadie más. Eso es lo que siempre he deseado.

CAPÍTULO 25

8/4/06

Llegaron cuando empezaba a oscurecer. Charlie no se detuvo donde debería haberlo hecho, en la zona cubierta de grava donde los huéspedes de los chalets aparcaban sus coches, sino que siguió pisando el acelerador, aplastando el césped. Sólo tenía una cosa en la cabeza y sentía la necesidad de seguir adelante sin parar, sin pensar demasiado. ¿Cuántas veces se habría preguntado, tanto sobre las víctimas como sobre los autores de un crimen, cómo lo habrían hecho, cómo habrían conseguido seguir adelante? Y ahora lo entendía: el truco consistía en no pararse a pensar, en evitar verse a uno mismo.

Charlie sólo pisó el freno cuando la puerta azul en forma de arco quedó justo frente al parabrisas. El chalet en el que habían estado ella y Olivia. No hacía mucho tiempo se había apoyado en aquella puerta, mientras se fumaba un cigarrillo y hablaba con Simón por el móvil y Graham la esperaba en la cama. Habría sido muy fácil pensar: «Y ahora…», pero Charlie no iba a caer en esa trampa. Pensar en el pasado en relación con el presente y el futuro bastaría para confundirla, y no podía correr ese riesgo. Estaba allí para conseguir la información que necesitaba sobre Graham y Steph y sólo debía concentrarse en eso.

Escuchó la entrecortada respiración de Naomi al mismo tiempo que la suya y recordó que no estaba sola en el coche.

– Es ése -dijo Naomi-. Ése es el chalet que vi a través de la ventana. -Señaló con el dedo el chalet de al lado, más grande que el que habían ocupado Charlie y Olivia; la pared de entrada, con dos ventanas, era de color pistacho-. Y en ése fue donde me violaron. Ésa es la ventana.

Charlie no se molestó en preguntarle si estaba segura. Naomi miraba a su alrededor con ojos brillantes y penetrantes, como si intentara recordar cada detalle de aquel lugar para un futuro examen. Se preguntó cómo se sentiría si, en vez de lo que ocurrió, Graham también la hubiese violado. Si en vez de haber sido ella quien hubiera flirteado con él y lo hubiese seducido…

Dio un salto al escuchar un fuerte ruido en la ventanilla. Una mano con las uñas pintadas de rosa y con varias pulseras la golpeaba con los nudillos. Steph.

– ¿Quién es?

Naomi parecía nerviosa.

Venir aquí había sido un error. Otro más. Charlie no estaba en condiciones de interrogar a Steph ni de tranquilizar a Naomi. «Tengo que llamar a Simón», se dijo, y luego pensó que no era capaz de hacerlo. Ya debía saberlo. Era imposible que aún no lo supiera. Charlie pulsó el botón para bajar la ventanilla. El aire frío inundó el coche. Naomi se acurrucó en su asiento, rodeándose con los brazos.

– ¿Qué coño crees que estás haciendo? -preguntó Steph-. No puedes aparcar aquí. No puedes conducir así por el césped.

– Demasiado tarde -repuso Charlie.

Steph se mordió el labio superior.

– ¿Dónde está Graham?

– Eso es lo que iba a preguntarte.

– ¡No seas estúpida! Pensé que estaba contigo. Pensé que los dos estabais pasando un bonito y romántico fin de semana juntos. Al menos eso es lo que él me dijo. No me digas que se ha encontrado a otra por el camino. ¡Típico de él!

Steph cruzó los brazos. A Charlie no le pareció que estuviera fingiendo.

– Entonces, ¿no está aquí?

– Que yo sepa, está en tu casa. Por cierto, ¿qué quieres?

Charlie sintió que la horrorizada mirada de Naomi se le clavaba en la piel. No podía mirarla y por eso fijó los ojos en Steph. Debería haberle contado a Naomi lo suyo con Graham; debería haber sabido que Steph lo dejaría caer. Pero eso habría implicado ser precavida, y ni siquiera Charlie era lo bastante autodestructiva como para hacer eso en aquel momento.

Charlie abrió la puerta del coche y bajó. Hacía mucho frío. Había dejado de llover, pero el césped y los coches que había en el aparcamiento estaban mojados. Las paredes de los chalets tenían manchas oscuras. Incluso el aire parecía estar lleno de humedad.

– Hablemos en tu despacho -dijo Charlie-. Por el bien de los huéspedes.

– ¿De qué? No tengo nada que decirte.

Naomi se bajó del coche; tenía el semblante pálido y serio. Charlie se fijó en cómo cambió la expresión del rostro de Steph: pasó del enfado a la conmoción.

– ¿Reconoces a Naomi? -le preguntó.

– No.

La respuesta de Steph fue demasiado rápida, automática.

– Sí, claro que la reconoces. Graham la violó, en ese chalet -dijo Charlie, señalándolo-. Había un público formado por varios hombres, cenando. Apuesto a que fuiste tú quien preparó esa cena, ¿verdad? Una de tus famosas comidas caseras.

– No sé qué pretendes.

Steph se puso roja como un pimiento. No mentía muy bien. Menos mal. Charlie pensó que no le llevaría demasiado tiempo conseguir que se viniera abajo.

– Ella no me vio -dijo Naomi-. Y yo tampoco la vi a ella. ¿Cómo podría reconocerme?

– Por las fotografías que Graham le sacó con su teléfono móvil y luego envió al suyo -dijo Charlie. Vio que Naomi se estremecía y pensó que tal vez había intentado olvidar ese detalle-. No es así, ¿Steph? Apuesto a que encontraría un montón de fotos si echara un vistazo. Seguro que eres lo bastante estúpida y Graham lo bastante arrogante para conservar algún recuerdo. ¿Dónde están las fotos de Naomi y de todas las demás mujeres? ¿En el despacho? ¿Entramos y echamos una ojeada?

– ¡No puedes echar una ojeada a ningún sitio! No tienes ninguna orden de registro, o sea, que eso va contra la ley. Piérdete, ¿de acuerdo? ¡No pienso malgastar el tiempo con una de las muchas fulanas de mi marido!

El brazo de Charlie salió disparado y la lanzó al suelo. Steph se arrastró de rodillas y trató de decir algo, pero Charlie la agarró por el cuello.

– Podría haberla matado -dijo Naomi en voz baja.

Probablemente lo había dicho como una advertencia y no como la excelente idea que en realidad era.

– Tú sabes lo que hace tu marido, ¿verdad? -le espetó Charlie a Steph-. Tú estás al corriente de las violaciones. Eras tú quien preparaba las cenas. Seguramente vendías las entradas y te ocupabas de todo, como haces con los chalets, la parte legal del negocio.

– No -dijo Steph, jadeando.

– ¿A qué se debió lo del cambio de sitio? ¿Por qué cambiasteis uno de los chalets por el camión de Robert? ¿Temíais que alguien reconociera el lugar? ¿O es que alguno de los huéspedes oyó gritos en plena noche y empezó a hacer preguntas?

Charlie disfrutaba clavando las uñas en la piel de Steph.

– ¡Suéltame, por favor! ¡Me estás haciendo daño! No sé de qué me estás hablando.

– ¿Sabías que Robert se cambió el apellido de Angilley por el de Haworth? -Charlie se movió, de tal modo que su boca quedó junto al oído de Steph-. ¿Lo sabías? -dijo, gritando tanto como pudo. Le sentó bien, lo necesitaba para liberar su tensión.

– Sí. ¡No puedo respirar…!

– ¿Por qué se cambió de apellido?

– ¡Charlie, por el amor de Dios! La está estrangulando. Si no tiene cuidado la matará.

Charlie ignoró a Naomi. No quería saber cómo debía comportarse. Era demasiado tarde para eso.

– ¿Por qué Robert se cambió de apellido? -volvió a preguntar Charlie, sintiendo cómo el cuello de Steph se estremecía bajo la palma de su mano.

– Él y Graham tuvieron una pelea. No se hablan desde entonces. Robert… ¡No puedo respirar! -Charlie apretó con menos fuerza, aunque sólo ligeramente-. Robert no quería tener nada que ver con Graham ni con el resto de su familia. Ni siquiera con su apellido.

– ¿Qué provocó la pelea?

– No lo sé. -Steph tosió para poder hablar-. Eso es asunto de Graham. Yo no tengo nada que ver.

Charlie le dio un puñetazo en el estómago.

– ¡Y una mierda! ¿Qué te parecería si te propinaran una paliza mortal frente a un montón de gente? ¿A cuánto cobrarías la entrada por ver eso, eh? ¿Qué me dices de Sandy Freeguard? Te suena ese nombre, ¿verdad? ¿Juliet Heslehurst? ¿Prue Kelvey? Aunque a ella no la violó Graham, sino Robert. ¿Por qué? ¿A qué se debió el cambio, después de que Graham violó a todas las demás?

– No voy a decir nada hasta que hable con Graham -dijo Steph, sollozando. Se hizo un ovillo sobre el césped, agarrándose el estómago.

– No vas a hablar con él, zorra. Ni hoy ni durante muchísimo tiempo. ¿O qué crees, que os van a encerrar a los dos en una bonita celda amueblada para que juguéis a las casitas?

– Yo no he hecho nada. No sé de qué me estás hablando. No he hecho nada malo, ¡nada en absoluto!

Charlie sacó su bolso del coche y encendió un cigarrillo.

– Ésa debe de ser una sensación muy agradable -dijo-. No haber hecho nada malo.

Steph no hizo intención de levantarse.

– ¿Qué me va a pasar? -preguntó-. ¿Qué piensas hacer? Nada de lo ocurrido es culpa mía. Ya has visto cómo me trata Graham.

– ¿Que nada de lo ocurrido es culpa tuya? -preguntó Charlie, sintiéndose mejor gracias a la nicotina.

Steph se cubrió el rostro con las manos. Charlie tenía ganas de volver a golpearla, y lo hizo.

– Si quieres pasarte el resto de tu vida en la cárcel es cosa tuya. Tú sigue negándolo todo. Pero si quieres evitar acabar en prisión, tienes varias opciones.

Sí. Steph era idiota si creía que había alguna forma de salir indemne de todo aquello. Si estaba implicada en la organización de las violaciones y sacaba provecho de ellas, estaría a la sombra durante mucho tiempo. Charlie no tenía ninguna duda de que en el despacho y en casa de Steph y Graham habría un montón de pruebas gráficas de sus delitos. Ni en sus peores pesadillas se habrían imaginado que iban a cogerlos. Charlie lo dedujo por la mirada de Steph y por su actitud. Graham debía haberle prometido que no había ningún peligro, que lo tenía todo bajo control.

¿Qué clase de estúpida zorra creería a un hombre como Graham Angilley?

Steph levantó los ojos.

– ¿Qué opciones? -preguntó, mientras las lágrimas y los mocos resbalaban por sus mejillas.

– Dame una fotografía de Graham. Todo lo que necesito son las llaves de ese chalet -dijo, señalando la puerta de color pistacho-. Naomi debe identificar a ese hombre y ese lugar. Una vez que lo haya hecho, iremos al despacho y me contarás todo lo que quiero saber. Si me mientes en el más mínimo detalle, lo descubriré y me aseguraré de que te pudras en la cárcel más cochambrosa que pueda encontrar. -Charlie mintió con seguridad. En realidad, la policía no tenía ningún control sobre el lugar en el que los reos cumplían sus condenas. Puede que Steph acabara en el nuevo y acogedor complejo turístico de categoría D de Combingham. Toda la gente del Departamento de Investigación Criminal lo conocía como «el complejo turístico», porque tenía habitaciones en lugar de celdas y se decía que la comida que les daban a las presas era bastante decente.

Steph se tambaleó por el sendero que conducía hasta el despacho. La parte de atrás de su falda estaba mojada. Aunque había estado tumbada en el césped, Charlie estaba casi segura de que se había meado encima: el olor no engañaba. «Tendría que compadecerme de ella», pensó Charlie. Sin embargo, no lo hizo. En su interior no sentía ni un atisbo de la más mínima compasión por Steph.

– ¿Y si Graham la obligó a hacerlo? -dijo Naomi-. ¿Y si realmente no sabe nada de todo el asunto?

– Sí lo sabe. Nadie la obligó a hacer nada. ¿Acaso no ve cuando alguien está mintiendo?

Naomi se frotó las manos y sopló.

– Usted y Graham… -empezó, indecisa.

– Vamos a dejar eso -la cortó Charlie.

Ni aunque lo hubiera intentado, Naomi no habría podido elegir peor las palabras.

La puerta del despacho se abrió y apareció Steph. Empezó a andar por el sendero, con paso más firme que antes. Se había puesto un chándal negro y unas zapatillas deportivas. Desde lejos, Charlie vio la fotografía que Steph llevaba en la mano y se dio cuenta de que Naomi daba un paso atrás.

– Sólo es una foto -le dijo-. No puede hacerle daño.

– Ahórreme las chorradas de la terapia -le espetó Naomi-.¿Cree que su cara puede hacerme algún daño después de todos estos años? ¿Y si vuelve? No estoy segura de poder hacer esto. ¿No podríamos irnos?

Charlie negó con la cabeza.

– Ya estamos aquí -repuso, como si aquella situación fuera algo irreversible. Así es como se sentía. Clavada allí, en los chalets Silver Brae, con el húmedo césped haciéndole cosquillas desde los tobillos hasta los muslos.

Steph parecía tan aterrada como antes. A medida que se aproximaba, empezó a hablar frenéticamente; estaba demasiado desesperada como para aguardar hasta acercarse del todo.

– Yo no sabía que violaban a esas mujeres -dijo-. Graham me dijo que eran actrices, que lo de hacerse la víctima era una comedia. Igual que cuando lo hacía yo.

– ¿Cuando lo hacías tú? -repitió Charlie.

Le arrebató la fotografía a Steph y se la tendió a Naomi, que la miró durante un segundo y se la devolvió en seguida. Charlie quiso observarla, aunque sin éxito; Naomi se quedó mirando fijamente en dirección contraria, hacia unos árboles. Charlie metió la foto en el bolso y lo dejó en el asiento del conductor de su coche. No quería tener cerca una foto de Graham. ¿Por qué Naomi no decía nada? ¿Era o no era Graham el hombre que la había violado?

– La mayoría de las veces yo era la víctima -continuó Steph, sin aliento-. Yo era la mujer que Graham ataba a la cama, la que tenía que gritar, suplicar y forcejear. Era agotador, porque además tenía que ocuparme de limpiar los chalets, de las reservas, de las confirmaciones…

– Cierra el pico -dijo Charlie, extendiendo la mano-. Dame la llave. Vete y espérame en el despacho. Y no hagas nada más, ¿me oyes? No intentes llamar a Graham al móvil. Si llamas a alguien, lo sabré. Puedo conseguir fácilmente la información a través de BT, tu compañía de teléfonos. Un paso en falso y te pasarás los próximos veinte años en una celda sucia y apestosa; no verás la luz del día hasta que seas una anciana, y cuando salgas es probable que alguien te apuñale por la calle. -Ojalá, pensó Charlie. Aun así, estaba disfrutando con la idea-. Las mujeres que son cómplices de un violador en serie no suelen ser muy populares -concluyó.

Gimoteando, Steph le tendió la llave y se alejó tambaleándose hacia el despacho.

– ¿Y bien? ¿Es éste el hombre que la atacó? -le preguntó Charlie a Naomi.

– Sí.

– ¿Cómo sé que no está mintiendo?

«Por favor, que esté mintiendo.»

Naomi volvió su rostro hacia ella y Charlie vio que se había puesto muy pálida; su piel era casi translúcida, como si se hubiera blanqueado tras el shock sufrido al ver esa cara, la cara de Graham.

– No quiero que sea él -dijo Naomi-. No quiero decir que sí. En cierto modo, es más fácil no saberlo, pero… es él. Éste es el hombre que me violó.

– Echemos un vistazo al chalet y acabemos con esto de una vez -dijo Charlie, mientras se dirigía hacia la puerta, sosteniendo la llave entre el pulgar e índice, dispuesta a clavársela a cualquiera que se interpusiera en su camino. Al ver que Naomi no la seguía, se detuvo-. Vamos -dijo.

Naomi se quedó mirando fijamente la ventana.

– ¿Por qué tengo que entrar? -preguntó-. Sé que éste es el lugar.

– Puede que usted lo sepa, pero yo no -dijo Charlie-. Lo siento, pero en su declaración dijo que no vio por fuera el edificio en el que estuvo; necesito que identifique su interior.

Charlie abrió la puerta y entró a oscuras. Palpó las paredes que había a ambos lados de la puerta y encontró un panel de interruptores. La mayoría eran reguladores de voltaje. Probó varios hasta que se encendieron las luces. El chalet era igual que el que habían alquilado ella y Olivia, sólo que más grande. En ese momento no parecía estar ocupado: no había ropa ni maletas. El sitio estaba vacío, salvo por los muebles, inmaculadamente limpios. Las cortinas de color rojo oscuro que había en el altillo estaban descorridas, y Charlie vio una cama de madera. En la punta de los cuatro postes había una bellota esculpida.

Detrás de ella escuchó una fatigosa respiración. Cuando se dio la vuelta, vio que Naomi estaba temblando. Subió las escaleras del altillo, preguntándose si Graham habría escogido esa cama porque las protuberancias permitían atar fácilmente a alguien, un segundo pensó que iba a vomitar.

– ¿Podemos salir de aquí? -preguntó Naomi desde abajo.

Charlie iba a contestarle cuando las luces se apagaron.

– ¿Quién anda ahí? -gritó, al mismo tiempo que Naomi exclamaba:

– ¡Charlie!

Se oyó un ruido sordo, el de la puerta del chalet cerrándose de golpe.

CAPÍTULO 26

Sábado, 8 de abril.


Nos rodea la peor de las oscuridades, esa que se apodera de ti y te hace pensar que nunca volverás a ver la luz del día. Pero la sensación sólo dura un segundo. Oigo un zumbido y el interior del chalet se hace visible de nuevo. Pero sólo un poco, porque todo parece de color gris. Una voz masculina dice:

– ¡Mierda!

Veo dos siluetas en la penumbra: una de ellas es gruesa y la otra más flaca y sutil. La más corpulenta podría ser la tuya, Robert. Por un momento estoy convencida de que lo es y me da un vuelco el corazón. No pienso en la coincidencia del ADN y las mentiras que me has dicho, o en el apellido que compartes con tu hermano, el violador. No de inmediato, al menos. Pienso en tus besos, en la sensación que me producían y en cómo me sentí cuando me dijiste que me fuera y que te dejara en paz. Pienso en tu pérdida.

Poco a poco, la habitación se ilumina. El zumbido procedía del interruptor. Ninguno de esos dos hombres eres tú ni Graham Angilley. Mis hombros se hunden a medida que mi cuerpo se relaja. Son los subinspectores Sellers y Gibbs.

– ¿A qué cono estáis jugando? -les grita Charlie-. ¡Casi me da un ataque al corazón!

Me quedo mirando a Gibbs, esperando que reaccione violenta-mente ante la reprimenda, pero no parece tan fiero como el miércoles pasado, en mi taller.

– Lo siento -dice-. He debido de apoyarme en el interruptor.

Sellers, el más grueso, está enfadado.

– ¿Y a qué estás jugando tú? -dice-. Te has largado sin decir ni una palabra a nadie. ¿Qué se suponía que debíamos contarle a Proust?

Charlie no contesta.

– Conecta el maldito teléfono y llama a Waterhouse -dice Sellers-. Está fatal. Está más preocupado por ti que por tener que mentirle a Muñeco de Nieve. He visto a hombres cuyas mujeres han desaparecido que están mejor que él. Si no tiene noticias tuyas enseguida, Dios sabe lo que es capaz de hacer.

Charlie suelta un grito ahogado, como si lo que iba a decir la hubiera conmocionado o estuviera muy preocupada.

– ¿Dónde está Angilley?

Charlie me mira y luego se vuelve de nuevo hacia sus colegas.

– Será mejor que hablemos a solas. Espere aquí, Naomi. Vamos a salir afuera -dice, pero se detiene a medio camino-. A menos que sea usted quien prefiera salir.

Siento tres pares de ojos fijos en mí. No quiero quedarme aquí, en el lugar donde fui torturada, sobre todo sola, pero fuera correría peligro si Graham Angilley regresara de repente. Sería la primera persona a la que vería. Pero Steph dijo que creía que estaba en casa de Charlie.

– ¿Por qué iba a estar en su casa Graham Angilley? -le pregunto.

La sospecha empieza a crecer dentro de mí al ver que Gibbs y Sellers parecen tan avergonzados como Charlie. Ellos saben algo.

– ¿Qué está ocurriendo? -Trato de disimular que estoy suplicando la información, rogándoles que la compartan conmigo-. ¿Usted y Graham…? ¿Han estado saliendo juntos? ¿Se ha acostado con él?

Por muy demencial que suene, no se me ocurre otra explicación. -¿Cómo? -le grito-. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Le conocía antes de conocerme a mí? Cuando le di esa tarjeta…

– Eso tendrá que esperar -me interrumpe Sellers-. Tenemos que hablar, inspectora.

Charlie se mesa el pelo con los dedos.

– Denos cinco minutos, Naomi. Por favor. Y luego hablamos ¿de acuerdo?

Ninguno de ellos se mueve y me doy cuenta de que me están mandando afuera. A toda prisa, me dirijo hacia la puerta, que parece estar a un millón de millas de distancia. La cierro detrás de mí. Tratar de escuchar a escondidas es inútil: las paredes son demasiado gruesas, la casa tiene una construcción muy sólida. Es como un contenedor sellado: no se oye nada.

Ya es de noche, pero en una de las paredes del chalet hay un foco. Me siento como si estuviera en medio del círculo de luz, atrayendo todo su resplandor. Si Graham Angilley aparece con su coche me verá de inmediato. Me pongo en cuclillas y levanto las rodillas, como una presa a la que estuvieran persiguiendo.

Empiezo a respirar entrecortadamente, jadeando. Hay demasiadas cosas que están relacionadas, demasiadas conexiones absurdas que no deberían existir. Tú no deberías ser el hermano del hombre que me violó. Yvon no debería haber tenido su tarjeta ni haber diseñado su página web. Charlie no debería haberse acostado con él, pero lo ha hecho, seguro.

Sellers y Gibbs no sabían que Charlie estaba en Escocia ni que yo la había acompañado. ¿Por qué se fue sin decírselo a nadie? ¿Por qué me llevó con ella? ¿Como una especie de cebo? Antes, cuando Sellers la miró, vi un shock en la expresión de su rostro. Una expresión casi de horror. Como si nunca hubiera pensado que ella fuera capaz de hacer lo que sea que haya hecho.

Podría volver a ocurrir.

Aquí estoy, en el lugar donde me violaron, con una mujer que me ha mentido alegremente a mí y a sus colegas. ¿Qué demonios estoy haciendo? Me pongo de pie. Necesito moverme, dejar de pensar y actuar antes de que mis sospechas se conviertan auténtico terror.

El bolso de Charlie está en el asiento del conductor de su coche. La puerta está cerrada, pero no con llave. La abro y registro su bolso, buscando las llaves. Si tuviera valor, huiría andando, pero no soy una gran corredora y este sitio está en medio de la nada.

Las llaves no están en el monedero ni en el bolsillo; no están en el bolso. Maldita sea. Desesperada, me agacho para echar un vistazo al contacto, consciente de que no soy de esa clase de personas que suelen tener tanta suerte. Parpadeo varias veces para comprobar que no se trata de una alucinación provocada por el estrés; ahí están las llaves, en un manojo: las de casa, las del trabajo, las del coche. Puede que también estén las de la casa de un vecino. Me quedo mirando el oscilante puñado metálico, preguntándome por qué no le molesta a Charlie mientras conduce. Yo sacaría la llave del coche y la llevaría suelta.

Coloco el bolso en el asiento del acompañante, subo al coche y lo pongo en marcha. El motor es silencioso. Conduzco por el césped hasta el final del parterre y me incorporo al sendero de grava. Unos segundos después me alejo por el estrecho camino de los chalets Silver Brae. Me siento bien. Mejor que esperando de pie bajo el foco, en la propiedad de Graham Angilley, aguardando a que vuelva y me encuentre.

Pero eso no ha ocurrido, porque él está en casa de Charlie. Y tengo sus llaves. Podría ir hasta allí y encontrarle. Él no sabe que sé dónde está ni que sé quién es.

Me quedo boquiabierta al pensar que, finalmente, le he sacado ventaja. Y no quiero perderla. No voy a hacerlo; no puedo hacerlo. Ya he perdido demasiadas cosas. Ahora sería un buen momento para recordar con detalle todas las fantasías de venganza que solía llevar a cabo en mi imaginación todos los días hasta que te conocí. ¿Cuál de ellas preferiría? ¿Clavarle un cuchillo? ¿Dispararle? ¿Envenenarle? ¿Atarle y hacerle lo que él me hizo a mí?

Tengo que abandonar el coche de Charlie en el arcén lo antes posible; lo dejaré en cuanto encuentre una carretera en condiciones y haré autostop. En caso contrario, no pasará mucho tiempo hasta que me pare un coche de la policía. Créeme, Robert, esta vez nada me va a detener. Con o sin Charlie, voy a ir a ese hospital, y si me dices otra vez que me vaya y que te deje en paz, me dará igual.

Porque ahora lo entiendo. Sé por qué dijiste eso. Pensaste que había estado hablando con Juliet, ¿verdad? Lo diste por sentado. O, mejor dicho, pensaste que ella había estado hablando conmigo, dándome su versión de los hechos, arruinándolo todo, contándome todo lo que no podías permitir que yo supiera. Y por eso te rendiste.

En el hospital te dije que te amaba. Seguro que fuiste capaz de comprender que hablaba en serio, muy en serio, por mis ojos y por mi voz, y aun así te rendiste. Y esperabas que yo hiciera lo mismo, que me fuera. Hasta que vuelva de nuevo a ese hospital tú creerás que nunca voy a regresar.

¿Cómo puedes creer eso, Robert? ¿Acaso no me conoces bien?

CAPÍTULO 27

8/4/06

– ¡Se ha llevado mi maldito coche! -exclamó Charlie en medio de la oscuridad.

– No dejarías las llaves puestas, ¿verdad? -preguntó Sellers, que corrió detrás de ella.

– Las llaves, el bolso, el teléfono, las tarjetas de crédito… ¡Dios! No lo digas, no quiero oírlo. Y tampoco quiero que me digas que no debería haberla traído conmigo, ni quiero que me recuerdes que no debería haber dejado el coche abierto con el bolso dentro, ¿de acuerdo? ¿Podríamos dejar de discutir sobre lo que debería y no debería haber hecho? Aún sigo siendo tu inspectora, ¿recuerdas?

Charlie quería preguntarles qué era lo que sabía Proust, pero no deseaba mostrar su flaqueza. Las situaciones límite exigían volver a emplear las crudas tácticas que se ponían en práctica en la escuela durante el recreo: nunca hay que demostrar que te importan.

– Sellers, saca el móvil. Quiero recuperar mi coche.

– Seguro que tienes suerte, inspectora. Ya sabes cómo es la policía escocesa.

– Ella no va a estar mucho tiempo en Escocia. Se dirige al Hospital General de Culver Valley para visitar a su querido psicópata, Robert Haworth. Llama y haz que algunos agentes se reúnan con nosotros en el aparcamiento. Gibbs, tú y yo vamos a hablar con la señora de Graham Angilley.

La llegada de Sellers y Gibbs había activado a Charlie; ahora volvía a ser un poco la de siempre. Al menos para poder dar una impresión aceptable.

Steph estaba en el despacho, sentada detrás de una de las mesas. Frente a ella tenía un rollo de papel higiénico rosa y un frasco de quitaesmalte; se frotaba una uña con un poco de papel. La piel de su cuello estaba roja. Hizo un esfuerzo por no levantar la mirada. Su rostro -como su trasero, si es que había que fiarse de su marido-era de color anaranjado, salvo la parte superior e inferior de los ojos, donde seguía habiendo líneas blancas. «Parece un búho», pensó Charlie.

– Despedidas de soltero -dijo Charlie en voz alta, apoyando las palmas de la mano en la mesa.

El cuerpo de Steph pareció convulsionarse.

– ¿Cómo lo has descubierto? ¿Quién te lo ha contado? ¿Ha sido él? -dijo, moviendo la cabeza en dirección a Gibbs.

– ¿Es cierto?

– No.

– Acabas de preguntar cómo lo descubrí. Nadie dice «descubrir» si se refiere a algo que no es cierto. Me preguntaste: «¿Qué te hace pensar eso?». ¿O estás demasiado espesa para comprender la diferencia?

– Mi marido sólo quería follarte por el trabajo que haces -dijo Steph, con voz envenenada-. Nunca le gustaste. Pero le pone correr riesgos, eso es todo. Como el hecho de dejarte usar su ordenador la otra noche, a pesar de que sabía que eras poli. Si te hubieras molestado en buscar habrías encontrado un motón de cosas. Le dije que era un estúpido por dejar que lo hicieras, pero no puede evitarlo. Le ponías…, eso fue lo que dijo. -A Steph le dio la risa tonta-. ¿Sabes cómo te llama? «El Palo con Tetas». Estás muy delgada y tus tetas son demasiado grandes.

«No pienses en ello. No pienses en Graham. Ni en Simón.»

– ¿Qué hay en el ordenador que tu marido no querría que yo encontrara? -preguntó Charlie-. Pensaba que habías dicho que todas esas mujeres eran actrices, que todo estaba en regla y se hacía con su consentimiento. Si eso fuera verdad, Graham no tendría nada que temer de la policía, ¿verdad? Será mejor que lo asumas, Steph. No eres lo bastante inteligente para mentirme de una forma convincente. Ya te has contradicho dos veces en menos de un minuto. Y yo no soy la única persona más aguda que tú y que quiere jugártela. Piensa en Graham. ¿No te das cuenta de que intenta colgarte el mochuelo? ¿No crees que él podría inventarse una historia que fuera… mil veces mejor que cualquier cosa que a ti se te pudiera ocurrir? Fue el primero de su curso en Oxford y tú sólo eres su burra de carga.

Steph parecía acorralada. Sus ojos, incómodos, recorrían toda la habitación, y se posaban en los objetos sin motivo aparente.

Sus ojos. La piel, alrededor de ellos, no era de color naranja, porque Steph se ponía un antifaz cuando usaba la cama solar; un antifaz como los que obligaban a ponerse a las víctimas de las violaciones. A diferencia del subinspector Sam Kombothekra, que afirmaba no haber ido nunca a Boots, Steph sí sabía dónde comprar antifaces al por mayor. ¿La mandaría Graham a comprarlos de vez en cuando para tener una buena provisión de ellos? Charlie lanzó el rollo de papel higiénico y el quitaesmalte al suelo.

– Te lo voy a preguntar otra vez -dijo, fríamente-. ¿Vuestro pequeño negocio consiste en organizar despedidas de soltero?

– Sí -dijo Steph tras un momento de silencio-. Y Graham no podría colgarme el mochuelo. No soy un hombre. No puedo violar a nadie, ¿verdad?

– Podría decir que tú eras el cerebro que estaba detrás de toda la operación. Incluso podría decir que le obligaste a hacerlo. Él dirá esas dos cosas. Y será su palabra contra la tuya. Apuesto a que tú te ocupabas de toda la administración, de archivarlo todo, como haces con los chalets.

– Pero…, no sería justo que él dijera eso -protestó Steph.

A lo largo de todos los años que llevaba en la policía, Charlie había observado que todo el mundo pensaba que tenía derecho a un trato justo, incluso los más despiadados y depravados sociópatas. Al igual que muchos criminales con los que se había topado, a Steph le horrorizaba la idea de ser tratada injustamente. Era mucho más fácil romper las normas -éticas y legales-si el resto de la gente seguía respetándolas.

– Entonces, ¿de qué iba… el negocio? Despedidas de soltero con violaciones en vivo. Muy original, por cierto. Una idea excelente. Me imagino que vuestros pequeños espectáculos eran muy populares.

– Todo fue idea de Graham.

– ¿No fue idea de Robert Haworth? -preguntó Gibbs. Steph negó con la cabeza.

– A mí nunca me gustó -dijo-. Sabía que no era una buena idea.

– Entonces, sabías que esas mujeres no eran actrices -dijo Charlie-. Sabías que las violaban de verdad.

– No, pensaba que eran actrices.

– Entonces, ¿por qué no era una buena idea?

– Era una mala idea, aunque las mujeres lo hicieran con su consentimiento.

– ¿En serio? ¿Por qué?

Steph iba a decir algo. Charlie casi podía ver los engranajes moviéndose dentro de su cabeza, rotando lenta y ruidosamente.

– Los hombres que venían aquí…, los que asistían a los espectáculos que nosotros…, a los espectáculos que montaba Graham…, podían hacerse una idea equivocada. Es posible que creyeran que era justo tratar así a esas mujeres.

– ¡Cuéntame la maldita verdad! -gritó Charlie, agarrando a Steph por el pelo-. Tú lo sabías, ¿no es así, zorra? ¡Sabías que esas mujeres eran violadas!

¡Ay! Suéltame, estás… ¡De acuerdo, lo sabía!

Charlie sintió que su presa se le escapaba de las manos: le había arrancado un mechón de pelo a Steph, lo que le había dejado unas gotas de sangre en el cuero cabelludo. Gibbs lo observaba todo, impasible; por su comportamiento y su expresión, podría haberse pensado que estaba viendo un aburrido partido de rugby por televisión.

Steph empezó a lloriquear.

– Yo no tengo nada que ver con todo esto; también soy una víctima -dijo, frotándose la cabeza-. No quería hacerlo, pero Graham me obligó. Decía que era demasiado arriesgado traer siempre a mujeres de la calle; la mayoría de las veces era yo quien interpretaba a la víctima. Lo que les hizo a aquellas mujeres una o dos veces me lo hizo a mí en cientos y miles de ocasiones. Algunos días me dolía tanto que apenas podía sentarme. No te imaginas cómo se siente una, ¿verdad? No tienes ni idea de lo que significa estar en mi lugar, de modo que no…

– Hace poco has dicho que actuabas -dijo Charlie-. Graham es tu marido. Si de todas formas te acostabas con él, ¿por qué no hacerlo delante de un público y ganar un poco de dinero? Un montón de dinero, seguramente.

– Graham me violaba, como a las demás -insistió Steph.

– Antes, al referirte a tu papel en todo esto, dijiste que era «agotador» -dijo Charlie-. No dijiste que fuera traumático, horrible, aterrador o humillante. Dijiste que era «agotador». Curiosa forma de referirse al hecho de ser violada continuamente ante un público, ¿no? Sonaría mucho más convincente para describir a quien participa en espectáculos de sexo en vivo voluntariamente, noche tras noche. Eso sí me imagino que debe de ser agotador.

– No lo hacía voluntariamente. ¡Lo odiaba! Le dije a Graham que preferiría limpiar una letrina todos los días que hacer eso.

– Entonces, ¿por qué no llamaste a la policía? Podrías haber puesto fin a todo esto con una sola llamada.

Steph parpadeó varias veces ante una idea tan descabellada.

– No quería que Graham se metiera en un lío.

– ¿En serio? La mayoría de las mujeres se alegrarían de que un hombre que las hubiera violado una sola vez se metiera en un lío, de modo que si fueron cientos…

– ¡No, no se alegrarían si se tratara de su marido! -dijo Steph, secándose las lágrimas del rostro con las palmas de las manos.

Charlie tuvo que admitir que tenía algo de razón. ¿Era posible que Steph hubiera sido cómplice de todo a su pesar? ¿Y qué hubiera ocurrido lo mismo con Robert Haworth? ¿Era posible que Graham hubiera obligado a su hermano a secuestrar y violar a Prue Kelvey?

– Graham no es una mala persona -dijo Steph-. Lo único que pasa es que… ve el mundo de otra manera. A su manera. Hay muchas mujeres que fantasean con una violación, ¿no? Eso es lo que dice él. No sería lo mismo si las agrediera físicamente.

– ¿De verdad crees que una violación no es una agresión física, estúpida zorra? -exclamó Gibbs.

– No, no creo que lo sea -respondió Steph, indignada-. No necesariamente. Se trata sólo de sexo, ¿no? Graham nunca golpearía a nadie ni le mandaría a un hospital. -Steph levantó los ojos y miró a Charlie con resentimiento-. Graham tuvo una infancia terrible. Su madre era una puta borracha y su padre pasaba de todo. Eran la familia más pobre del pueblo. Pero Graham siempre dice que ésa fue su escuela de vida: según él, la gente a la que nunca le ha ocurrido nada malo son los desafortunados; porque no saben de qué están hechos ni qué serían capaces de hacer.

– ¿Lo estás citando? -preguntó Charlie.

– Sólo estoy diciendo que no lo comprendes, pero yo sí. Después de que su padre los abandonó, su madre tuvo que espabilarse y empezó a trabajar…

– Sí, en una línea de teléfono erótico -repuso Charlie-. Vaya espíritu empresarial.

– Según Graham, pasó de ser una puta aficionada a ser una profesional. Se avergonzaba de ella, pero en cierto modo no le disgustaba aquel negocio, porque por fin empezó a entrar dinero en casa y así podría irse. Pudo estudiar y convertirse en alguien.

– Sí, en un secuestrador y un violador, en eso se convirtió -dijo Gibbs.

– Es un empresario de éxito -dijo Steph con orgullo-. El año pasado me compró una matrícula personalizada para el coche; le costó cinco mil libras -añadió, lanzando un suspiro-. Hay un montón de negocios que ocultan cosas; si la gente lo supiera…

– ¿Cómo se hacía la publicidad? -Gibbs interrumpió sus patéticas excusas-. ¿Cómo atraían a los clientes?

– Básicamente en los chats de Internet. Y mucho boca en boca. -Steph hablaba arrastrando las palabras, aburrida-. Graham se ocupa de ello. Lo llama el «reclutamiento».

– Los espectadores…, ¿hacían reservas por grupos?

Charlie le dedicó un gesto a Gibbs por su pregunta. Era una cuestión importante. Lo dejaría llevar la iniciativa durante un rato. Para ella, todo aquello era algo personal, mientras que Gibbs sólo pensaba en la mecánica de la operación.

– Sólo ocasionalmente. Una vez vino un grupo en el que también había algunas mujeres, pero fue algo muy inusual. Normalmente las reservas eran individuales, y Graham no permitía que asistieran mujeres… A los hombres del público no les habría gustado.

– ¿Y cómo funciona exactamente? -preguntó Gibbs-. Un hombre que está a punto de casarse se pone en contacto con Graham para que le organice una de sus particulares despedidas de soltero, ¿y luego qué?

– Graham contacta con otros hombres para organizar un grupo de entre diez y quince personas.

– ¿Y dónde los encuentra?

– Ya se lo dije. Sobre todo chateando en Internet. Está metido en todos esos foros virtuales porno. Tiene un montón de contactos.

– Amigos en las altas instancias -murmuró Charlie.

– Entonces, ¿esos hombres celebran su despedida de soltero con gente que nunca habían visto antes? -preguntó Gibbs.

– Así es -respondió Steph, como si eso fuera algo obvio-. La mayoría de esos hombres no podría invitar a sus amigos habituales, ¿no? Los amigos habituales de nuestros clientes no querrían participar en algo así, de modo que ellos no quieren que asistan. ¿Me comprende?

Charlie asintió con la cabeza. Sintió que el asco, como un lento e inexorable veneno, recorría todo su cuerpo.

– Los hombres normales quieren celebrar sus despedidas de soltero con sus amigos -dijo Gibbs con voz tranquila-. Ésa es la cuestión. No querrían presenciar una violación en compañía de desconocidos. Eso no es una despedida de soltero.

– Entonces, Graham reúne entre diez y quince pervertidos para cada violación, ¿y después qué? -preguntó Charlie-. ¿Qué hacen esos hombres? ¿Se reúnen antes, para conocerse?

– No, por supuesto que no. No quieren conocerse. Sólo quieren pasar una noche con gente que piensa igual que ellos y a la que nunca volverán a ver. Ni siquiera usan sus verdaderos nombres. En cuanto hacen la reserva, Graham les asigna un nombre que es el que utilizarán durante toda la noche. Oigan, espero disfrutar de un trato de favor por todo lo que les estoy ayudando. Ahora no pueden decir que no esté cooperando.

Un desagradable recuerdo cruzó la mente de Charlie.

– Pero, ¿acaso Graham no era el que siempre estaba en las nubes, el que siempre se equivocaba con las reservas de los chalets?

Steph frunció el ceño.

– Sí, pero soy yo quien se ocupa de los chalets. A Graham no le entusiasman, no comparados con sus despedidas de soltero. Cuando algo le importa de verdad, cumple al cien por cien.

– Es admirable -dijo Charlie.

Steph no pareció captar su sarcasmo.

– Así es -dijo-. Siempre tiene mucho cuidado para no comprometer a los clientes. Se preocupa de protegerlos, ésa es su regla número uno. Complacerlos siempre y no morder la mano que te da de comer.

– Me muero por decirle que todos sus clientes van a ser acusados de cómplices de violación -dijo Charlie.

Steph negó con la cabeza.

– No puedes hacer eso -dijo Steph, tratando de ocultar un tono de triunfo en su voz, aunque Charlie lo captó-. Lo que he dicho sobre que todas las mujeres eran actrices contratadas… es la versión oficial. Graham les recomienda a todos los clientes que si alguna vez ocurriera algo, todos deben decir que creían que esas mujeres lo hacían voluntariamente, que sólo era un espectáculo y que la violación era una farsa. Ésa es la razón por la que es Graham quien practica el sexo con ellas y el resto de los hombres sólo miran, aunque la mayoría de las veces lo más probable es que quisieran participar. Por eso no puede acusárseles de nada. No pueden probar que nuestros clientes supieran que esas mujeres eran obligadas a mantener relaciones sexuales.

– Pero nos lo acaba de decir. -Gibbs no se dejó impresionar por la lógica de Steph-. Ambos hemos escuchado su explicación, y con mucha claridad. Es cuanto necesitamos.

– Pero… no he firmado ninguna declaración ni nada por el estilo -dijo Steph, empalideciendo.

– ¿De verdad crees que no podemos trincar a esos hombres? ¿Crees que no van a hablar, que no se van a traicionar? -Charlie se inclinó sobre la mesa-. Son demasiados hombres, Steph. Algunos de ellos acabarán por rendirse y soltarán lo que sea porque estarán muertos de miedo. Se tragarán la misma mentira que tú: que hablar los ayudará a no acabar en la cárcel.

A Steph le temblaba el labio inferior.

– Graham me matará -dijo-. ¡Me culpará, y no es justo! Sólo estábamos ofreciendo un servicio, eso es todo. Diversión. Esos hombres no hacían nada malo, ni siquiera tocaban a esas mujeres.

– ¿Era usted quien preparaba la comida? -preguntó Gibbs-. ¿Esas cenas tan elegantes? ¿O era Robert Haworth quien lo hacía? Sabemos que estaba implicado en las violaciones y que había sido chef.

Charlie disimuló su sorpresa. ¿Robert Haworth, chef?

– Sí, era yo quien cocinaba -dijo Steph.

– ¿Se trata de otra mentira?

– Intenta proteger a Robert porque es el hermano de Graham -dijo Charlie-. Si Graham es un sentimental con sus clientes, imagínate lo que debe sentir por su hermano.

– En realidad, en eso te equivocas -dijo Steph, regodeándose-Robert y Graham no se hablan desde hace años.

– ¿Por qué? -preguntó Gibbs.

– Tuvieron una bronca monumental. Robert empezó a salir, con una de esas mujeres. Le dijo a Graham que iba a casarse con ella. Y ese estúpido bastardo lo hizo.

– ¿Juliet? -preguntó Charlie-. ¿Juliet Heslehurst?

Steph asintió con la cabeza.

– Graham se puso furioso ante la idea de que Robert sólo pensara en acercarse a ella después de…, bueno, ya saben. Suponía un gran riesgo para el negocio. Graham habría podido acabar entre rejas, pero a Robert le dio igual; siguió adelante y se casó con ella. -Steph torció los labios, enfurecida-. Graham fue demasiado blando con Robert. Yo no paro de decírselo: si Robert fuera mi hermano, nunca volvería a dirigirle la palabra.

– Pensé que habías dicho que Graham no se hablaba con él -le recordó Charlie.

– Sí, pero sigue intentando arreglar las cosas. Y yo soy su intermediaria; estoy harta de ir de un lado para otro con sus mensajes. Mi marido es demasiado blando. Es Robert quien no quiere reconciliarse. -Steph frunció el ceño, sumida en sus pensamientos-. A pesar de todo, Graham dice que no piensa rendirse. Robert es su hermano pequeño y siempre ha cuidado de él. Más que los inútiles de sus padres, sin duda.

– Entonces, ¿Graham estaba dispuesto a perdonar a Robert a pesar de haber puesto en peligro el negocio? -preguntó Gibbs.

– Sí. Para Graham, la familia es la familia, pase lo que pase. Y le ocurre lo mismo con sus padres. Fue Robert quien cortó con ellos. Cuando se fue de casa no volvió a dirigirles la palabra. Decía que lo habían decepcionado. Y así fue, pero… Y luego dijo lo mismo sobre Graham, después de pelearse con él cuando empezó a salir con esa mujer, Juliet. ¡Como si pudiera compararse!

– Si Graham se preocupa por Robert, eso te da un motivo para mentir con respecto a su implicación en las violaciones -dijo Charlie.

Steph frunció el ceño.

– No estoy diciendo nada sobre Robert.

– Él violó a Prue Kelvey.

– No sé de qué me estás hablando. Nunca he oído ese nombre. Mira, no recuerdo el nombre de la mayoría de esas mujeres. Normalmente tenía trabajo en la cocina.

– Prue Kelvey fue violada en el camión de Robert -dijo Charlie.

– Ah, vale. En ese caso, no puedo saberlo. Cuando no había que preparar la cena, yo me mantenía al margen. Salvo cuando era… la víctima.

– ¿Por qué cambiaron el chalet por el camión? -preguntó Gibbs.

Steph se examinó las uñas.

– ¿Y bien?

Steph suspiró, como si las preguntas le molestaran.

– El negocio del chalet iba cada vez mejor. Llegó un momento en que había gente casi todos los días. Graham pensó que era demasiado arriesgado; alguien podría haber visto u oído algo. Y el camión podía… moverse. Era más práctico. Sobre todo para mí. Estaba harta de cocinar sin parar. Ya tenía bastante trabajo. El único inconveniente era que no podíamos cobrar lo mismo por una reserva que no incluía la cena. Pero aun así seguíamos sirviendo copas. -La voz de Steph era estridente, sonaba a la defensiva-. Champán… Champán de buena calidad. Así no podían decirnos que no les ofrecíamos nada.

Charlie decidió que sería muy feliz si Steph Angilley muriera de repente, a causa de un inesperado pero extremadamente doloroso ataque al corazón. Por su expresión, le pareció que Gibbs pensaba lo mismo que ella.

– Odio a Robert -confesó Steph con lágrimas en los ojos, corno si no pudiera contenerse-. Cambiarse así de nombre… ¡Cabrón! Sólo lo hizo para herir a Graham, y funcionó. Graham se quedó destrozado. Y ahora está muy mal, desde que le contaste que Robert estaba en el hospital.

Le escupió las palabras a Charlie, que trató de no estremecerse al recordar que había hablado por teléfono con Simón delante de Graham. «Entonces, ¿qué le ha pasado a ese tal Haworth?», le preguntó luego, como quien no quiere la cosa. Y Charlie le había contado lo de Robert, y que era difícil que sobreviviera. Graham pareció alterarse; Charlie recordó haber pensado que era todo un detalle que se preocupara.

– A Graham le importa mucho la familia, pero la suya es una mierda -prosiguió Steph-. Incluso su hermano pequeño ha resultado ser un traidor. ¿Quién se cree que es Robert? No era Graham quien estaba equivocado, sino él. ¡Es muy injusto! Todo el mundo sabe que no hay que mezclar el trabajo con el placer, y mucho menos arruinar el negocio de tu propio hermano. Y aun así volvió a hacerlo.

– ¿Qué?

– Esa tal Naomi con la que estabas antes. Robert debía de follársela, porque ella quiso reservar un chalet para los dos. Fingió llamarse Haworth, pero supe que era ella en cuanto me dijo su nombre, Naomi. Graham se subía por las paredes. «Robert ha vuelto a hacerlo», dijo.

Charlie intentó aclarar sus ideas. No había nada como hablar con alguien realmente estúpido para acabar en una especie de claustrofobia mental.

– Graham y Robert no se hablan, pero aun así utilizáis su camión para sus despedidas de soltero.

– Así es -repuso Steph-. Graham consiguió una copia de la llave.

– ¿Está diciendo que Robert no sabe que están utilizando su camión para eso? -dijo Gibbs, con incredulidad-. Supongo que debe de haber notado que algunas noches el camión desaparece. ¿O es que Graham finge usarlo para otros propósitos?

A Charlie no le gustaban los derroteros que estaban tomando las preguntas de Gibbs. ¿Por qué intentaba encontrar una manera de que Robert Haworth no fuera culpable de nada? Sabían que Haworth había violado a Prue Kelvey… Aquello era algo sólido que había sido demostrado de forma incontrovertible.

Steph se mordió el labio, desconfiada. Gibbs volvió a intentarlo.

– Si Robert no quiere saber nada de Graham, ¿por qué le dejaría utilizar su camión? ¿Por dinero? ¿Acaso Graham se lo alquila?

– No estoy diciendo nada sobre Robert, ¿de acuerdo? -Steph cruzó los brazos-. Con todo lo que he dicho, Graham ya la tomará conmigo; si además hablo sobre Robert, me matará de verdad. Es muy protector con su hermano menor.

CAPÍTULO 28

Domingo, 9 de abril.


Cuando llego a casa es más de medianoche. Me ha traído un camionero joven y parlanchín, Terry, y aquí estoy, sana y salva. No estaba nerviosa por viajar en el vehículo de un desconocido. Lo peor que podría haberme ocurrido ya ha sucedido. Me siento inmune al peligro.

El coche de Yvon no está. Debe de haber regresado a Cambridge, a casa de Ben. Cuando ayer me fui sin decirle adónde iba, sabía que lo haría. Yvon es de esa clase de personas que no pueden quedarse solas. Necesita una presencia fuerte en su vida, alguien en quien confiar, y a lo largo de estos últimos días mi comportamiento ha sido demasiado imprevisible. Cree que, junto a Ben, su vida será más segura.

Ese tópico de que «el amor es ciego» debería sustituirse por otro más concreto: «El amor es inconsciente.» Como tú, Robert, si me permites la broma de mal gusto. Yvon ve todo cuanto hace Ben, pero es incapaz de sacar las debidas conclusiones. Lo que no funciona bien no son sus ojos, sino su cabeza.

Me dirijo directamente a mi taller, abro la puerta y cojo el mazo más grande que tengo, y lo sopeso con la mano. Acaricio con los dedos la cabeza de metal dorado. Siempre me ha gustado empuñar uno de esos mazos; me gusta la ausencia de líneas rectas. Tienen la misma forma que las manos de mortero que se usan para triturar las especias hasta reducirlas a una pasta, salvo que están hechos de madera y bronce. Con el mazo que sostengo con la mano podría hacerle mucho daño a alguien, y eso es lo que pretendo.

Cojo un trozo de cuerda que hay en el suelo, bajo mi mesa de trabajo, y luego otro más. No tengo ni idea de cuánta voy a necesitar. Suelo utilizarla para atar los relojes de sol, no hombres. Al final, decido llevarme toda la cuerda que tengo y un par de tijeras grandes. Tras cerrar con llave la puerta del taller, me meto en el coche y conduzco hasta la casa de Charlie.

Nadie puede culparme por lo que voy a hacer. Estoy a punto de realizar un servicio útil. No tengo otra alternativa. Graham Angilley nos atacó a todas hace tiempo: a Juliet, a mí, a Sandy Freeguard… El miércoles, Simón Waterhouse me dijo que la condena por violaciones cometidas hace años no es muy dura, y Charlie dijo que en el caso de Sandy Freeguard no había coincidencia en las pruebas de ADN. Sólo en el de Prue Kelvey, y Angilley no la tocó. Sería su palabra contra la mía.

La casa de Charlie está a oscuras, exactamente igual que cuando Terry, tu colega camionero, me dejó aquí hace cuarenta y cinco minutos para recoger mi coche. Entonces no estaba preparada para entrar; iba desarmada.

La vivienda parece vacía; irradia una gélida inmovilidad. Si tu hermano Graham está dentro, debe de estar dormido. Saco las llaves de Charlie y, tratando de hacer el menor ruido posible, las voy probando una por una en la cerradura. La tercera funciona. La giro lentamente y luego, centímetro a centímetro, abro la puerta.

Con el mazo en la mano, espero a que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. Luego empiezo a subir las escaleras. Uno de los peldaños cruje ligeramente, pero no lo suficiente como para despertar a alguien que esté durmiendo, ajeno a todo. Una vez en el rellano veo que hay tres puertas. Supongo que serán las de los dos dormitorios y el baño. Entro de puntillas en las habitaciones. No hay nadie. Y luego compruebo el baño: también está vacío.

No estoy tan asustada como probablemente debería estar. He vuelto a actuar de esa forma en que me creo capaz de todo. La última vez que me sentí así fui a la comisaría y le dije a un inspector que me habías violado. Gracias a Dios lo hice. Y, gracias a mí Juliet fracasó en su intento de asesinarte.

Vuelvo a la planta baja. Sostengo el mazo a la altura de mi cabeza, por si tengo que utilizarlo de repente. Me he enrollado la cuerda alrededor del brazo y llevo el bolso colgado del cuello Abro la única puerta que hay en el vestíbulo y descubro un salón largo y estrecho con unas puertas de cristal abiertas en el medio que dan a una diminuta y desordenada cocina; hay un montón de platos sin lavar amontonados junto al fregadero.

Después de comprobar que en la casa no hay nadie, corro las cortinas del salón y palpo la pared hasta dar con el interruptor. Si Graham Angilley vuelve y ve que las luces están encendidas, creerá que Charlie está en casa. Entonces llamará al timbre y yo le abriré, aunque no lo bastante para que me vea. Me esconderé detrás de la puerta; cuando él la abra para entrar, le golpearé en la cabeza con el mazo.

Parpadeo varias veces, deslumbrada por el resplandor que inunda el salón. Veo una lámpara; la enciendo y luego apago de nuevo la luz principal. Sobre la mesilla, junto a la lámpara, hay una nota: «¿Dónde demonios estás? No me has dejado la llave. He ido a comer algo y a tomarme una copa. Volveré más tarde. Llámame al móvil cuando leas este mensaje… Me preocupas. Espero que, sea lo que sea lo que estés haciendo, no estés en peligro.»

En cuanto acabo de leer, dejo caer el papel. No quiero tener en las manos algo que haya escrito tu hermano; no quiero que esté en contacto con mi piel. El mensaje me deja perpleja. ¿Por que necesitaba Graham Angilley una llave? Seguro que ya estaba en la casa, puesto que dejó la nota en la mesa. Entonces se me ocurre que si quería salir, tendría que poder volver a entrar. Probablemente esté por la zona y llamará de vez en cuando para saber si Charlie ya ha regresado. Sin embargo, no ha llamado nadie desde que llegué aquí. ¿Por qué no intenta llamarla al fijo?

Además, cuando he llegado, la puerta principal estaba cerrada con llave. Si Angilley no tenía las llaves, ¿quién la cerró?

Saco del bolso el móvil de Charlie. Está apagado. Lo conecto, pero no sé cuál es su código pin, así que no puedo acceder a los mensajes que pueda haberle mandado Angilley.

«Me preocupas. Espero que, sea lo que sea lo que estés haciendo, no estés en peligro.»

Se preocupa por ella. Siento que me invaden el dolor y la amargura, como una marea. No hay nada peor que enfrentarse al hecho de que alguien que casi te destruyó sea capaz de ser considerado con otra persona.

Me estremezco, y me digo que no es posible. Charlie Zailer no puede ser la amante de Graham Angilley. El lunes podría haber hablado con cualquier otro inspector acerca de tu desaparición y sólo le di a ella por error la tarjeta de los chalets de lujo Silver Brae. ¿Y ahora resulta que ella se acuesta con tu hermano?

No creo en las coincidencias.

Fuera, oigo el ruido del motor de un coche al apagarse y el de una puerta al abrirse y volverse a cerrar. Debe de ser él. Salgo corriendo hacia el vestíbulo y tomo posiciones junto a la puerta de entrada. Dejo caer la cuerda al suelo, junto a mis pies, y agarro el pomo, dispuesta a girarlo en cuanto suene el timbre. Debería bastar con un solo y ligero movimiento.

Luego oigo el ruido que imagino que hará la puerta al abrirse. Sólo que no me lo estoy imaginando; lo estoy oyendo de verdad, dentro de la casa. Lo oigo acercándose, a mis espaldas, donde sólo debería haber silencio. Presa del pánico, el mazo se me escapa de las manos y cae al suelo. Reprimo un grito y me agacho para recogerlo, pero no lo veo. Las manos se me enredan en la cuerda enrollada.

El vestíbulo está más oscuro que hace unos segundos. ¿Cómo es posible? ¿Acaso el ruido que he oído era el de una bombilla al fundirse? No, la puerta del salón está cerrada casi por completo. «Cálmate», me digo, pero siento que el corazón no me obedece y empieza a latir atropelladamente. Tengo que recuperar el control.

Oigo pasos que se acercan por el camino que conduce hasta la puerta. Me agacho, y empiezo a palpar el suelo en busca del mazo.

– ¿Dónde está? -susurro, desesperada.

Suena el timbre. Una voz de mujer dice:

– ¿Char? ¿Charlie?

Contengo el aliento. No es tu hermano. No tengo ni idea de qué debo hacer. ¿Quién más puede ser? ¿Quién se presenta a la una de la madrugada?

Oigo de nuevo la voz que murmura: «¿Qué mierda de bienvenida es ésta?», pero no me atrevo a abrir la puerta. Aprieto el mazo fuertemente con los dedos. ¿Debería decir algo?

– ¡Charlie, abre la puerta, por el amor de Dios!

La voz de la mujer suena frenética. Debe de haber sido ella y no Graham Angilley quien escribió la nota que he encontrado. Pero la nota estaba en el salón, sobre la mesa, y no en la alfombra de la entrada, bajo el buzón, que es donde debería haber estado…

La mujer golpea el cristal de la puerta con los puños. Dejo el mazo en el suelo, me arrastro hasta el salón y abro la puerta con la cabeza. Y es entonces cuando lo veo. Está de pie, con las piernas separadas, en medio del salón. Sonriéndome.

– Naomi Jenkins, vivita y coleando -dice.

El pánico se apodera de mí. Trato de levantarme, pero él tira de mí y me tapa la boca con la mano. Huele a jabón.

– ¡Chit! -dice-. Escucha. ¿Oyes? Pasos. Cada vez más lejos… ¡Ya está! La hermanita de Charlie se dirige de nuevo hacia su coche.

Oigo de nuevo el ruido del motor. Su contacto corroe mi piel. Intento huir de mí misma.

– Ahí va. Adiós, zorra gordita. -Sin dejar de presionarme la boca con la mano, acerca sus labios a mi oreja-. Hola, guapa -susurra.

CAPÍTULO 29

9/4/06

Por primera vez en su carrera en la policía, Simón se alegró de ver a Proust. Había sido él quien había llamado al inspector jefe y le había pedido que viniera. Casi se lo había suplicado. Cualquier cosa era mejor que estar a solas con sus pensamientos. «Algo debe ir mal en mi vida si, in extremis, recurro a Muñeco de Nieve», pensó Simón. Sin embargo, ¿a quién más podía recurrir? En ausencia de Charlie, era incapaz de pensar en alguien cuya compañía pudiera hacerle sentirse mejor. De llamar a sus padres ni hablar. En cuanto se olían cualquier clase de problema empezaban a chillar, alarmados, y Simón tenía que dejar de lado sus problemas para tranquilizarles.

Seguía pensando en la repentina desaparición de Charlie, a pesar de que Sellers le había llamado para ponerle al día. Sabía dónde estaba, que Gibbs estaba con ella y que estaba a salvo. También sabía que se había acostado con Graham Angilley. Un violador en serie. Ignorando quién era y qué hacía. A Simón aquella idea le dio pánico. ¿Cómo volvería Charlie a ser la de siempre después de una experiencia así? ¿Qué se suponía que debería decirle la próxima vez que la viera?

Suponiendo que volviera a verla. Se había ido corriendo sin decirle ni una palabra. Ni siquiera ahora, aun siendo consciente de que él sabía dónde estaba, le había llamado. Tenía el móvil en el bolso que se había llevado Naomi Jenkins, pero podría haber usado el de Gibbs.

«Ha hablado con Sellers y Gibbs. Sólo es contigo con quien no quiere hablar.»

¿Y por qué demonios iba a hacerlo? ¿Acaso le había servido de algo a Charlie alguna vez? Unos meses atrás, mientras se dirigían a una reunión en la comisaría de Silsford, ella le había obligado a prestar atención a una canción que estaba sonando en la radio del coche. Simón aún se acordaba de la letra: hablaba de una persona que sólo le causaba dolor a otra. Ella le dijo: «No sabía que eras fan de los Kaiser Chiefs. ¿O es que has puesto esta canción por otro motivo?» Al principio ella se mostró desdeñosa, pero en seguida se sintió decepcionada cuando Simón le dijo que lo que estaba sonando era la radio y no un CD. No había sido él quien había elegido la canción; de hecho, ni siquiera la conocía.

Estaba pensando en qué canción escogería ahora, cuando llegó Proust. El inspector jefe tenía los ojos rojos y no se había afeitado.

– Son las dos de la madrugada, Waterhouse -dijo-. Ha interrumpido un sueño que tenía. Nunca sabré cómo terminaba.

– ¿Era un sueño o una pesadilla?

Simón estaba ganando tiempo para retrasar todo lo posible la reprimenda.

– No lo sé. Lizzie y yo acabábamos de comprarnos una casa nueva y nos mudábamos a ella; era mucho más grande que la que tenemos. Llegamos muy cansados y nos fuimos directamente a dormir. Pero no sé más, gracias a ti.

– Era una pesadilla -dijo Simón-. Sé cómo acaba. Usted se daba cuenta de que había cometido un gran error al comprar esa casa. Sin embargo, la vieja ya ha sido vendida a una gente a quien le encanta y que está decidida a quedarse en ella; no hay forma de recuperarla. Una pesadilla sobre el arrepentimiento eterno.

– Fascinante. -Proust parecía contrariado-. Muchas gracias. Y, ya que tienes ganas de hablar, quizás podrías explicarme porque me has despertado para darme una información que me habrías podido comunicar perfectamente esta tarde.

– Entonces no sabía que Charlie se había llevado a Naomi Jenkins con ella a Escocia.

Proust frunció el ceño.

– ¿Por qué no?

– Yo… no debí escucharla cuando me lo dijo.

– Hum…, ¿oyes eso, Waterhouse? ¿El sonido de un escepticismo apenas disimulado? La inspectora Zailer y tú sois como dos hermanos siameses. Siempre sabes dónde está ella, con quién y qué ha tomado para desayunar. ¿Por qué no ha sido así en esta ocasión?

Simón no dijo nada. Paradójicamente, mientras Muñeco de Nieve le estaba echando la bronca se sentía mejor; era como si se hubiese quitado un peso de encima, algo de lo que quería deshacerse.

– Entonces, a ver si nos entendemos: te has enterado de que la inspectora Zailer se había llevado a Jenkins a Escocia sólo después de que Sellers te ha llamado, ¿es eso lo que me estás diciendo?

– Sí, señor.

– ¿Y cuándo recibiste esa llamada?

– Por la noche.

– ¿Y por qué no me lo dijiste entonces? Me habrías ahorrado la molestia de ponerme el pijama.

Simón se quedó mirando al suelo. En aquel momento pensó que aún podía capear el temporal. Sin embargo, a medida que iba avanzando la noche y Charlie seguía sin ponerse en contacto con él, empezó a ponerse más nervioso. Había esperado que ella le llamara después de que lo hubiera hecho Sellers para decirle lo que debía hacer. Pero no lo hizo, y de pronto pensó que quizás nunca lo haría. Y, en ese caso, Simón tendría que contarle a Proust parte de la verdad para cubrirse las espaldas.

El inspector jefe entornó los ojos, dispuesto a analizar cada nueva mentira.

– Si la inspectora fue a ese chalet para arrestar al propietario y a su mujer, ¿por qué no fue allí contigo y con unos cuantos agentes? ¿Por qué llevarse a Naomi Jenkins, que en el mejor de los casos es una testigo y en el peor una sospechosa?

– Tal vez necesitaba a Jenkins para que identificara a Angilley como el hombre que la violó.

– Muy bien, ¡pero ésa no es la manera de hacerlo! -exclamó Proust, enfadado-. Ésa es la manera de conseguir que te roben el coche y el bolso, como al parecer ha sucedido. ¿Cómo puede haber sido tan estúpida la inspectora Zailer? Se ha puesto en peligro y también ha puesto en peligro a Jenkins y todo el trabajo que hemos hecho…

– Acabo de recibir una llamada de la policía de Escocia -le interrumpió Simón.

– Me resulta más difícil de creer eso que todo lo demás. Esa gente no mueve un dedo.

– Han encontrado el coche de Charlie.

– ¿Dónde?

– No muy lejos de los chalets Silver Brae; en la carretera, a cuatro millas. Pero el bolso no estaba.

Proust lanzó un pesado suspiro y se frotó la barbilla.

– En este asunto hay tantos aspectos contradictorios que no sé ni por dónde empezar, Waterhouse. ¿Por qué Naomi Jenkins, después de haber viajado a Escocia para identificar a su violador, tiene la repentina idea de robar un coche y salir huyendo, comportándose como una criminal a todos los efectos?

– No lo sé, señor -mintió Simón.

No podía contarle a Proust lo que Sellers le había dicho: que Naomi ya no confiaba en Charlie y que por algo que había dicho Steph había descubierto su relación con Graham Angilley.

– Habla con la inspectora Zailer -dijo Proust, impaciente-. Algo debe de haber ocurrido en esos chalets, ¿no te parece? La inspectora Zailer debe saber de qué se trata y a estas alturas tú también deberías saberlo. ¿Cuándo hablaste con ella por última vez?

– No he hablado con ella desde que se fue -reconoció Simón.

– ¿Qué me estás ocultando, Waterhouse?

– Nada, señor.

– Si la inspectora fue a los chalets Silver Brae para detener a los Angilley, ¿por qué Sellers y Gibbs también fueron allí por su cuenta? ¿Hacía falta que fueran los tres? Habría bastado con un inspector y un agente de uniforme.

– No lo sé, señor.

Proust empezó a andar en círculos alrededor de Simón.

– Waterhouse, a estas alturas ya me conoces muy bien. Por eso deberías saber que si hay algo que detesto más que las mentiras son las mentiras en medio de la noche.

Lo mejor que Simón podía hacer era guardar silencio. Se preguntaba si, en cierto sentido, no estaría deseando que Proust acabara con él y le obligara a contar toda la historia. Charlie y Graham Angilley. ¿Acaso Muñeco de Nieve podría decirle algo que le hiciera sentirse mejor con respecto a eso?

– Quizás debería preguntárselo a Naomi Jenkins. Es difícil que sea de menos ayuda que tú. ¿Qué están haciendo para encontrarla?

Por fin una pregunta que Simón podía contestar con toda sinceridad.

– Hay varios agentes en el hospital. Sellers dijo que Charlie estaba segura de que Jenkins iría allí para ver a Robert Haworth.

– De modo que te comunicas con la inspectora a través de Sellers. Interesante. -El inspector jefe siguió andando en círculos alrededor de Simón-. ¿Por qué Jenkins quiere ver a Robert Haworth? Ella sabe que fue él quien violó a Prudence Kelvey, ¿verdad? La inspectora Zailer se lo dijo, ¿no?

– Sí. No sé por qué quiere verle, pero al parecer así es. A toda costa.

– Waterhouse, ¡son las dos de la madrugada, maldita sea! -gritó Proust, golpeando su reloj-. Si era allí adónde se dirigía, a estas horas ya debería haber llegado. Es evidente que la inspectora Zailer estaba equivocada. ¿Hay alguien vigilando la casa de Jenkins?

«Mierda.»

– No, señor.

– Por supuesto que no; he sido un tonto al preguntarlo. -su voz era más sutil; las palabras, como perdigones, iban dirigidas a Simón-. Manda a alguien allí lo antes posible. Si no está allí, intentadlo en casa del ex marido de Yvon Cotchin. Y luego en la de los padres de Jenkins. Me asombra tener que oírme decir todas estas cosas, Waterhouse. -Como si pensara que había sido demasiado sutil en su desaprobación, gritó-: ¿Qué te ocurre? ¡No debería ser un viejo muerto de sueño quien tenga que explicarte los procedimientos más elementales!

– He estado ocupado, señor. -«Todos los demás están en la maldita Escocia, señor»-. Charlie dijo que Jenkins iría directamente al hospital. Teniendo en cuenta que fue la última persona que habló con ella, supongo que sabe lo que se dice.

– ¡Localiza a Jenkins y hazlo cuanto antes! Quiero saber por qué ha huido. Nunca me convenció su coartada sobre el momento en que Robert Haworth fue atacado. Todo lo que tenemos es la palabra de su mejor amiga, ¡la misma que diseñó la página web de Graham Angilley!

– Nunca dijo que tuviera un problema con la coartada, señor -murmuró Simón.

– Lo estoy diciendo ahora, ¿no? ¡Tengo un problema con todo este maldito asunto, Waterhouse! Dar vueltas en círculo, eso es lo que estamos haciendo. ¡Nos estamos pisando nuestros propios talones! ¡Echa un vistazo a esa enorme mancha negra! -dijo, señalando el panel que había en la pared de la sala del departamento de investigación criminal; con un rotulador negro, Charlie había apuntado en él los nombres de todos los implicados en el caso, con flechas que los unían siempre que hubiera alguna conexión. Proust tenía razón: había más conexiones de las que cabria esperar. Ahora, el esquema de Charlie parecía una araña obesa y monstruosa… Era un enorme amasijo de líneas, flechas, círculos y curvas. La silueta del caos-. ¿Habías visto alguna vez algo tan poco alentador? -preguntó Proust-. ¡Porque yo no!

«Hablando de cosas poco alentadoras…», pensó Simón, y luego dijo:

– Juliet Haworth ha dejado de hablar, señor.

– ¿Acaso había empezado a hacerlo?

– No, me refiero a que ha dejado de hablar del todo. Lo he intentado un par de veces, y en ambas ha permanecido en silencio. Sabía que iba a ocurrir. Cuanto más nos acercamos a la verdad, menos dispuesta está a hablar. Ya tenemos pruebas suficientes para condenarla, pero…

– Pero no son concluyentes -dijo Proust, terminando la frase de Simón-. Por mucho que quiera conseguir una condena para complacer a las altas instancias, antes quiero saber qué ha ocurrido. Quiero tener una idea clara de las cosas, Waterhouse.

– Yo también, señor. Todo se está aclarando. Sabemos que Angilley elegía a sus víctimas a través de páginas web, de las cuales dos fueron diseñadas por Yvon Cotchin.

– ¿Y qué me dices de Tanya, la camarera de Cardiff que se suicidó, la que escribía tan mal? ¿También tenía página web?

– Ella es la excepción -admitió Simón-. También podemos explicar la presencia de público en las violaciones… Angilley vendía entradas para despedidas de soltero hard-core. He encontrado pruebas de eso en los chats de Internet. Eso es lo que he estado haciendo…

– En vez de hablar con tu inspectora o intentar localizar a Naomi Jenkins -dijo Proust, sarcástico-. O decirme la verdad acerca de lo que cruzaba por tu peculiar cabeza o tu aún más peculiar estilo de vida, Waterhouse, si me permites decirlo de una forma brusca.

Simón se quedó helado. Aquél era el comentario más hiriente que Proust le había hecho en todos esos años. «Según Muñeco de Nieve, peculiar es cualquier hombre que no tenga en casa a una esposa que prepare el pan y zurza calcetines», habría dicho Charlie. Simón podía oír claramente su voz dentro de su cabeza, pero no era lo mismo que tenerla allí.

Su vida era peculiar. No tenía novia y tampoco verdaderos amigos, salvo Charlie.

– Sellers ha conseguido un montón de pruebas en los chalets Silver Brae -prosiguió Simón-. Angilley había archivado cuidadosamente todo el material, como si se trata de algo legal: números de teléfono de decenas de hombres y una lista con los nombres de veintitrés mujeres…, antiguas y futuras víctimas, por lo que parece. Algunos de esos nombres estaban subrayados y tenían una fecha, mientras que otros no. Sellers ha buscado en Google a esas mujeres… Todas tienen página web propia o un perfil en la de su empresa. Todas son mujeres trabajadoras…

El teléfono que Simón tenía ante él empezó a sonar y lo descolgó.

– Subinspector Waterhouse, Departamento de Investigación Criminal -dijo mecánicamente. No debía ser Charlie; ella lo habría llamado al móvil.

– ¿Simón? ¡Gracias a Dios!

El corazón de Simón empezó a latir apresuradamente.

– ¿Olivia?

– He perdido tu número de móvil; llevo una ahora peleándome con un imbécil electrónico y luego con uno humano. Bueno, da igual. Oye, estoy preocupada por Charlie. ¿Puedes mandar un coche de la policía a su casa?

Muy nervioso, Simón le dijo a Proust:

– Mande a algunos agentes a casa de Charlie.

Hasta entonces, nunca le había dado una orden a Proust. El inspector jefe descolgó otro teléfono.

– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó Simón a Olivia.

– Charlie me dejó un mensaje hoy…, bueno, ayer; es que aún no he dormido. Me dijo que me pasara por su casa. Dijo que la llave estaría en el sitio de siempre y que entrara si aún no había llegado.

– ¿Y?

Simón sabía que Charlie dejaba la llave debajo del cubo de basura. La había dejado allí para él en alguna ocasión. Él le había echado la bronca: ¿de qué servía ser policía si dejaba la llave en el primer lugar donde miraría un ladrón? «Me falta energía para pensar en un sitio mejor donde esconderla», le había dicho ella, con voz cansada.

– Llegué sobre las ocho -dijo Olivia-, pero Charlie no estaba, y la llave tampoco. Le pasé una nota por el buzón, le decía que me llamara. Me fui a un pub, comí algo, me tomé un par de copas, me puse a leer, pero nada. Al final me preocupé de verdad y volví a su casa, pero aún no había vuelto. Me senté en el coche a esperarla, pero nada. En circunstancias normales la habría mandado al diablo y me habría ido a casa, pero el mensaje que me dejó… Parecía muy alterada. Era como si quisiera decir que había ocurrido algo malo.

– ¿Y?

Simón intentó que su voz sonara serena. «Ve al puto grano.»

– Me quedé dormida en el coche. Cuando me desperté, había luz en el salón de Charlie y las cortinas estaban corridas, mientras que antes no lo estaban. Pensé que había vuelto; llamé al timbre, dispuesta a echarle una bronca por no haberme llamado inmediatamente después de haber leído mi nota. Pero nadie abrió la puerta. Sé que dentro había alguien, porque vi que algo se movía en el vestíbulo. De hecho, estoy segura de que había dos personas. Una de ellas debía de ser Charlie, pero, entonces, ¿por qué no me dejó entrar? Puede que pienses que estoy de los nervios, pero sé que algo va mal.

– Charlie está en Escocia -le dijo Simón. «Pero Graham Angilley no»-. No puede estar en su casa.

– ¿Estás seguro?

– Del todo. Se fue de repente.

– ¿No habrá vuelto a los chalets Silver Brae? -preguntó Olivia, esta vez en tono periodístico-. Tú me llamaste para hacerme todas esas preguntas sobre Graham Angilley… ¿Por qué coño no me dijo Charlie que pensaba volver a verlo en vez de decirme que me pasara por su casa como una idiota? -Olivia hizo una pausa-. Tú sabes por qué estaba tan alterada, ¿verdad?

– Tengo que dejarte, Olivia.

Simón quería colgar el teléfono y presentarse personalmente en casa de Charlie. Proust ya se había puesto el abrigo.

– ¿Simón? ¡No te atrevas a colgarme! Si no se trata de Charlie ¿quién está en su casa?

– Olivia…

– ¡Podría volver, romper el cristal de una ventana y descubrirlo yo misma! Sólo estoy a cinco minutos de allí.

– No lo hagas, Olivia. ¿Me has oído? Ahora no puedo explicártelo, pero creo que en casa de Charlie hay un hombre peligroso y violento. Mantente alejada de allí. ¡Prométemelo! -Ya que no había sido capaz de proteger a Charlie, Simón había decidido que no le pasaría lo mismo con su hermana-. Prométemelo, Olivia.

Ella lanzó un suspiro.

– Vale, de acuerdo. Pero llámame en cuanto puedas. Quiero saber qué está pasando.

Proust también quería saberlo. En cuanto Simón colgó el teléfono, él levantó una ceja

– ¿Un hombre peligroso y violento?

Simón asintió con la cabeza y notó un calor que recorría todo su cuerpo.

– Graham Angilley

Había empezado a caminar hacia la puerta, palpando la chaqueta en busca de las llaves del coche. Proust lo siguió. A Simón le sorprendió que el inspector jefe -que solía ser un hombre lento y pausado-fuera capaz de correr más que él.

Ambos pensaban lo mismo: Naomi Jenkins tenía el bolso de Charlie y las llaves de su casa. Si Olivia estaba en lo cierto y efectivamente había visto a dos personas, puede que Naomi estuviera en la casa con Angilley. Debían llegar allí cuanto antes. Muñeco de Nieve esperó a que estuvieran en el coche, doblando la velocidad permitida, para preguntar:

– Sólo una cosilla, un detalle sin importancia, pero, ¿por qué está Graham Angilley en casa de la inspectora Zailer? ¿Cómo sabe dónde vive?

Simón mantenía los ojos fijos en la calle y no le respondió. Cuando Proust habló de nuevo, lo hizo con voz tranquila y amistosa:

– Me pregunto cuántas cabezas van a rodar una vez que todo esto haya terminado -dijo, reflexionando en voz alta.

Simón se agarró con fuerza al volante como si fuera lo único que le quedase en el mundo.

CAPÍTULO 30

Domingo, 9 de abril.


Graham Angilley está de pie frente mí, sosteniendo las tijeras que me he traído de casa y cortando el aire, delante de mi cara. Las hojas producen un sonido metálico. En la otra mano tiene el mazo.

– Has venido muy bien equipada. Muy considerado de tu parte -dice.

Un solo pensamiento cruza por mi cabeza: no puede ganar. Así no es como debe acabar esta historia, conmigo siendo tan estúpida como para venir aquí, consciente de que tenía muchas posibilidades de encontrármelo y cargada con todo lo que él necesita para vencerme. Intento no pensar en mi temeridad. Debía de estar loca al creer que podría con él. Pero no puedo obsesionarme con eso. Hace tres años me dejé llevar y me sentí impotente en su presencia, y así es como estaba: totalmente indefensa. Pero esta vez tiene que ser completamente distinto.

Lo primero que debo hacer es no demostrar que estoy asustada. No me encogeré de miedo ni suplicaré. Hasta ahora no lo he hecho; no lo he hecho cuando me ha puesto el filo de las tijeras en la garganta y tampoco cuando me ha atado a una de las sillas de madera que hay en la cocina de Charlie. He permanecido en silencio, tratando de mantener el rostro impasible, carente de cualquier expresión.

– Es como en los viejos tiempos, ¿eh? -dice-. Sólo que ahora llevas puesta la ropa. De momento.

Tengo las manos atadas detrás de la silla y los pies sujetos en las patas traseras. La tensión de los muslos empieza a molestarme. Angilley cierra las tijeras y las deja sobre la mesa de la cocina. Luego, con las dos manos, hace rotar el mazo.

– Bueno, bueno -dice-. ¿Qué tenemos aquí? Un objeto largo y cilíndrico con una punta roma y redondeada. Me rindo. ¿Se trata de algún juguete erótico? ¿Un enorme vibrador de bronce?

– ¿Por qué no te sientas encima y lo averiguas? -digo, esperando que piense que no tengo miedo.

Él sonríe.

– Esta vez estás guerrera, ¿eh? Haces bien, como solemos decir a veces los de Yorkshire. Me gusta que haya un poco de variedad.

– ¿Es por eso por lo que siempre haces lo mismo, una y otra vez? ¿Atar mujeres y luego violarlas? Incluso dices lo mismo: «¿Quieres entrar en calor antes de que empiece el espectáculo?» ¡Qué frase más ridícula! -Me obligo a soltar una carcajada. Diga lo que diga, tanto si me muestro tímida como desafiante, no cambiará nada de lo que vaya a hacerme. Él sabe cómo quiere que acabe todo esto. Nada de lo que yo pueda decir le afectará, porque le da igual. Al darme cuenta de ello, me siento libre para hablar-. Puede que te creas muy intrépido, pero sin tu absurda rutina estás perdido. Siempre es la misma, sea quien sea la mujer; da igual que sea Juliet, Sandy Freeguard o yo…

Unas pequeñas arrugas aparecen en torno a sus ojos cuando a su rostro asoma una torva sonrisa.

– ¿Cómo te has enterado de lo de Sandy Freeguard? Apuesto a que te lo ha contado Charlie.

– O Robert -sugiero.

– Buen intento, pero fue Charlie quien te lo contó. -Angilley olisquea el aire-. Sí, me ha parecido detectar un inconfundible olor a solidaridad femenina y a alianza entre mujeres. ¿No me digas que os reunís para tejer edredones de patchwork en vuestro tiempo libre? Debes de ser una íntima amiga suya si tienes las llaves de su casa. Me parece muy poco profesional por su parte Éste ha sido el paso en falso más serio que ha dado la inspectora hasta la fecha.

Trato de cambiar de posición para estar más cómoda, pero no funciona. Empiezo a notar un hormigueo en los pies; dentro de poco dejaré de sentirlos.

– Estás muy sexy cuando te mueves y te retuerces así. Hazlo otra vez.

– Que te den.

Apoya el mazo en la mesa.

– Luego tendremos mucho tiempo para usar esto -dice.

Se me revuelve el estómago. Tengo que conseguir que siga hablando.

– Háblame de Prue Kelvey.

Coge las tijeras y se acerca lentamente a mí. Siento que voy a gritar y hago todo lo posible por evitarlo. Si demuestro que estoy asustada, luego no seré capaz de fingir. Debo seguir actuando, impertérrita. Levanta el cuello de mi blusa y me dice que incline la cabeza hacia delante. Entonces empieza a cortar la tela en torno al cuello. Noto el frío metal de las tijeras contra mi piel. Cuando ya lo ha cortado, lanza el cuello de la blusa sobre mi regazo.

– ¿Qué tal si respondes primero a mis preguntas? ¿Por qué mi hermano está en el hospital, medio muerto? La buena de la inspectora no me contó demasiado. ¿Fuiste tú quien lo mandaste allí o fue Juliet?

Ahora parece hablar más en serio. Como si le importara.

Lo miro a los ojos, preguntándome si se trata de algún truco. Hacerme saber que eso le importa equivale a darme un arma. Pero tal vez piense que no puedo hacerle nada. Me ha atado a una silla para asegurarse de ello.

– Es una larga historia -digo-. Me duelen las piernas y no me siento los pies. ¿Por qué no me desatas?

– Siempre acabo haciéndolo, ¿no? -dice Angilley, flirteando-. ¿Por qué tanta prisa? Debo decirte que si mi hermanito muere y descubro que fuiste tú quien intentó asesinarlo, te mataré -añade, cortándome el primer botón de la blusa.

– ¿Por qué no pasamos al sexo y terminamos con esto? -propongo, con el corazón en la garganta-. Podemos ahorrarnos los preliminares.

Por un momento, parece irritado. Luego vuelve a asomar a su rostro una leve sonrisa.

– Robert no va a morir -le digo.

Deja las tijeras sobre la mesa.

– ¿Cómo lo sabes?

– Estuve en el hospital.

Después de hacer una pausa, dice:

– ¿Y? No es necesario que seas misteriosa y enigmática conmigo, Naomi. No olvides que te conozco por dentro y por fuera. -Me guiña el ojo-. Estuviste en el hospital y…

– Tú no quieres que Robert muera, y yo tampoco. Estamos en el mismo lado, independientemente de lo que sucediera entre ambos en el pasado. ¿Por qué no me desatas?

– Ni hablar, muñeca. Entonces, ¿quién quiere ver muerto a Robert? -me pregunta-. Al parecer, alguien lo desea.

– Juliet -le digo.

– ¿Por qué? ¿Porque follaba contigo a sus espaldas?

Niego con la cabeza.

– Lo sabe desde hace meses.

Vuelve a coger las tijeras.

– Cuando empezamos esta conversación, mi paciencia era más bien escasa. Y ahora ya se está agotando. De modo que, ¿por qué no eres una buena chica y me cuentas lo que quiero saber? -dice, cortando otro botón.

– Deja en paz mi ropa -le suelto, mientras empiezo a sentirme presa del pánico-. Desátame, y te llevaré a ver a Robert al hospital.

– ¿Que tú me llevarás? Vaya, muchas gracias, hada madrina.

– Sólo podrás verlo si vienes conmigo -digo, improvisando sobre la marcha-. No dejan que nadie lo visite, pero yo puedo conseguir que entres a verlo. Los empleados me conocen. Fui a visitarlo con Charlie.

– Deja de fanfarronear antes de que te sientas ridícula. Resulta que hoy he visto a Robert. Hace tan sólo un par de horas. -Al ver mi sorpresa, que evidentemente no he sido capaz de disimular, se echa a reír-. Sí, así es. He entrado en la Unidad de Cuidados Intensivos sin problemas, como todo un hombre. Ha sido muy fácil. En la puerta del pabellón hay un teclado con letras y números. Lo único que he tenido que hacer ha sido vigilar a un par de médicos que han entrado y memorizar el código que han tenido la amabilidad de teclear delante de mí. En realidad ha sido de risa. -Suelta las tijeras, saca la otra silla de la mesa y se sienta frente a mí-. Las medidas de vigilancia y seguridad…, códigos, números, alarmas y todo eso, sólo consiguen que la gente esté menos atenta. En los viejos tiempos, las monjas y los médicos seguramente debían mantener los ojos muy abiertos para evitar que se colaran elementos como moi. Pero ahora ya no es necesario, ya no. Ahora que sólo hay un panel digital en la puerta y un código, ¡un triste código!, todo el mundo puede andar por allí con la cabeza en otro sitio, como si fueran ovejas atiborradas de Válium, convencidos de que un absurdo mecanismo se ocupará por ellos de la vigilancia. Lo único que hice fue teclear rápidamente y ya estaba dentro, andando entre un nube de invisibles microbios.

– ¿Cómo está Robert?

Tu hermano se echa a reír.

– ¿Lo amas? ¿Se trata de amor? Es así, ¿verdad?

– ¿Cómo está? Dímelo.

– Bueno…, podría ser diplomático y decir que se le da bien escuchar.

– Pero, ¿sigue vivo?

– Oh, sí. En realidad está un poco mejor. Me lo dijo la enfermera con la que estuve flirteando. Ya no está…, ¿cómo lo dijo?…, intubado. Puedo explicártelo, por si estudiaste en una mala escuela: ya respira por sí mismo, nada de tubos. Y su corazón traquetea como un tren: lo he visto en el monitor. La línea verde subía y bajaba, subía y bajaba… ¿Sabes una cosa? Los hospitales de verdad no son como los de las series de televisión. Sufrí una gran decepción. Estuve en la habitación de Robert unos diez minutos y no apareció una enfermera o un médico que quisiera meterse en nuestros asuntos. Y tampoco había ninguna monja que me dijera cómo enfrentarme a los temas pendientes. Me sentí un poco abandonado.

Hasta ahora parece haberse olvidado de las tijeras. Decido coger el toro por los cuernos.

– Graham, quiero ir a ver a Robert. Necesito verlo. Es tu hermano y sé que te preocupas por él, por mucho que te extrañe. Por favor, ¿puedes desatarme para que pueda ir al hospital?

– Estoy más preocupado por mí que por Robert o por ti -dice, sonriendo, como si quisiera disculparse-. ¿Qué va a ser de mí? Seguramente me detendrán y tú le dirás a la policía que te hice un montón de cosas horribles. ¿No es así?

– No -miento-. Escucha, sé con seguridad que la policía no tiene ninguna prueba forense contra ti. Nada de ADN. Me lo dijo Charlie.

– Estupendo.

Angilley se frota las manos. Hay algo que me hace pensar que espera que yo comparta su satisfacción.

– Si me dejas ir, te juro por mi vida que le diré a la policía que tú no eres el hombre que me atacó. No tendrán forma de condenarte.

– Hum… -Se frota la barbilla, pensativo-. ¿Y qué me dices de la inspectora Charlie? ¿Qué es lo que le has dicho? Conozco a las mujeres y lo bocazas que sois. En la intimidad, ¿recuerdas?

Me zumba la cabeza al tratar de pensar más deprisa de lo que soy capaz. No puede haber hablado con Steph o sabría que Charlie sabe mucho más sobre su implicación en las violaciones de lo que yo podría haberle contado a ella.

– Charlie confía en ti -digo-. Ella te considera su novio.

– Qué tierno. Pero, como todas las grandes historias de amor la nuestra tampoco puede durar. Sólo es cuestión de tiempo que Charlie descubra el verdadero apellido de Robert y se dé cuenta de que soy su hermano. Y entonces se preguntará por qué no se lo he dicho. En realidad pensé que el juego había terminado en cuanto entraste aquí. Pensé que eras Charlie y me escondí detrás de la puerta del salón. Sólo cuando empezaste a arrastrarte por el suelo y me asomé un poco me di cuenta de que eras tú. Si la pechugona llega a encontrarme en su casa cuando se suponía que yo no debía estar aquí, creo que habríamos tenido una buena bronca.

– ¿Qué estabas haciendo aquí? ¿Por qué estabas aquí si Charlie no había llegado?

– Quería ver si se había llevado trabajo a casa, algo relacionado con el intento de asesinato de mi hermanito. Quiero saber a quién debo culpar.

Ya no me siento los pies y no puedo seguir ignorando el dolor en las piernas y la espalda.

– Mira, si digo que tú no fuiste el hombre que me violó, la policía no podrá tocarte.

Angilley frunce el ceño.

– ¿Que te violó? ¿No estás exagerando un poco?

– ¿Me desatas, por favor?

– ¿Y qué me dices de Sandy Freeguard?

– Ella no sabe quién eres y yo no voy a decírselo. Desátame.

– Podría hacerlo si me dices por qué Juliet intentó matar a Robert.

Dudo un momento y, al final, digo:

– Él le dijo que iba a dejarla por mí. -No tengo que entrar en detalles sobre qué le dijiste a Juliet ni pronunciar las palabras exactas. Debiste tomarte mucho tiempo para explicárselo todo. A tu hermano le conviene más la versión resumida-. Y ahora háblame de Prue Kelvey.

– ¿Qué pasa con ella? Era una de mis chicas, como tú. -Vuelve a coger las tijeras y corta los dos últimos botones de mi blusa, que se abre del todo-. No puedes ir así al hospital, con las tetas colgando. Sería demasiado indecente. -Su voz se endurece-. ¿Cómo te has enterado de lo de Prue Kelvey?

Lentamente, cierra las tijeras en torno a uno de los tirantes de mi sujetador y lo corta.

– Tú no tuviste relaciones sexuales con ella, pero Robert sí. ¿Por qué? ¿Le obligaste a hacerlo?

– «Obligar» es una palabra demasiado fuerte. Digamos que lo animé. O, mejor dicho, le pedí a mi mujer que le transmitiera mi mensaje de ánimo. No me hablaba con Robert y yo quería arreglar las cosas. Prue Kelvey fue mi oferta de paz. Robert aceptó y yo me puse muy contento. Pensé que se divertiría. Lamentablemente, no fue así y al final me arrepentí de mi generosidad. Y, en vez de mejorar, las cosas empeoraron. -Angilley lanza un suspiro-. Robert es mi hermano pequeño. Quería que participara en todo eso, implicarlo a fondo. Estaba allí cuando empezó todo, en mi despedida de soltero, cuando se me ocurrió la idea para el negocio. Fuimos a Gales, a Cardiff, a pasar un fin de semana, solos. Acabamos borrachos en un restaurante hindú muy cutre, lo cual no resultó demasiado excitante. Hasta que tuve la brillante idea de regalarle a la tímida camarera una noche que no iba a olvidar. Sólo estábamos nosotros dos y ella; yo estaba ebrio…, y hacer eso parecía lo más obvio. Me aseguré de que Robert también disfrutara con ella. Aquello fue como una bellota de la que surgió la idea para un negocio muy lucrativo. Sin ayuda de nadie, he revolucionado las despedidas de soltero de este país.

– Despedidas de soltero… -repito distraídamente, sintiendo frío y los miembros entumecidos.

La palabra «bellota» despierta un recuerdo en mí. Cierro los ojos y veo los postes de una cama en cuya punta hay una bellota tallada. Me siento mareada, como si fuera a desmayarme.

– Sabía que lo entenderías -dice-. Tienes cabeza para los negocios, igual que yo, igual que la tenía mi querida madre. Hizo una fortuna siendo simplemente ella… Era una mujer muy brillante. Admiro a las mujeres de éxito. -Empieza a cortarme los pantalones, haciéndome hacer un agujero en la rodilla-. ¡Tachan! -dice, sonriéndome-. ¡Hola, rodilla!

– Tienes que desatarme -le digo-. Siento como si se me fuera a partir la espalda.

– Fue mi madre quien me contó vuestro gran secreto.

– ¿Qué secreto?

– Vuestro, en plural. El de las mujeres. Todas tenéis fantasías sexuales en las que sois forzadas. Y lo que yo hago es convertir esas fantasías en realidad. Os ofrezco lo que no nunca admitiríais que deseáis. A ver, no es que sea un altruista; no pretendo serlo. Pero soy afortunado. No hay mucha gente que disfrute con su trabajo. Aunque he tenido que sudar tinta, sobre todo gracias a Robert. Después de la camarera galesa me costó convencerlo de que llevara a cabo su parte, de modo que siempre tuve que interpretar el papel del protagonista masculino. Es todo un logro conseguir que mi hermano haga algo si no está convencido de ello. Siempre se mantiene en sus trece en cualquier cosa. Lo único en lo que estuvo de acuerdo fue en acompañar a nuestras protagonistas a su casa una vez terminado el espectáculo. Fue él quien te llevó a casa. -Me mira fijamente y sonríe-. Eso no lo sabías, ¿verdad? Sí, fue Robert quien te llevó sana y salva hasta tu coche. Evidentemente, no lo viste porque llevabas el antifaz.

– Querías que tuviera un papel más activo y por eso le obligaste a violar a Prue Kelvey. Le hiciste chantaje, ¿verdad?

Angilley sonríe, negando con la cabeza.

– Al parecer, me consideras una especie de tirano -dice-. Pero yo soy un alma caritativa. Robert no disfrutó de su velada con la señorita Kelvey y yo me arrepentí de habérsela ofrecido. Desde aquella noche, él y yo no nos hemos dirigido la palabra. -Niega con la cabeza-. Robert insistió en que Prue no se quitara el antifaz durante el espectáculo, cosa que no gustó a los clientes. Algunos se quejaron, incluido el novio, y tuve que devolverles parte del dinero. A todos les gusta ver los ojos…, las ventanas del alma y todo ese rollo.

– ¿Por qué la obligó a dejarse puesto el antifaz? -le pregunto, poniéndole a prueba.

– ¿Y quién coño lo sabe? -Me practica un enorme agujero en la otra pernera de los pantalones, también en la rodilla-. Esa suele ser la respuesta habitual cuando se trata de Robert. Puede que tuviera miedo de que lo reconociera. Robert es un pesimista. Puede que le entrara el pánico al pensar que un día podía tropezarse con ella.

Asiento con la cabeza, satisfecha al comprobar que tu hermano no sabe nada.

– ¿Por qué elegías mujeres que tenían página web? ¿Por qué no elegirlas al azar entre las que pasaban por la calle?

– Porque, mi querida y entrometida Naomi, las mujeres están mucho más asustadas si creen que han sido elegidas. ¿Acaso no te preguntaste: «¿Por qué yo?» y cómo sabía todas esas cosas de ti? Es muy siniestro, mucho peor que ser elegida al azar, anónimamente. No, es esa dimensión personal la que provoca el terror en la mirada, y el terror en la mirada, como me dicen constantemente mis clientes, es crucial.

Le dedico una fría sonrisa.

– La dimensión personal. Suena bien. Y tienes razón: hace que todo sea mucho peor. Apuesto a que te habría gustado descubrirlo personalmente, ¿verdad?

Angilley se pone en tensión.

– Basta de cháchara.

Se agacha junto a mi silla y empieza a cortar la pernera de los pantalones, empezando por abajo.

– Un poco triste, ¿no? Plagiar las ideas de los demás y fingir que son propias.

– Si tú lo dices… Pero no nos olvidemos de ese largo objeto de forma cilíndrica que tan amablemente has traído y de sus posibles usos… ¡Aquí está!

Una de las perneras de mis pantalones está en el suelo, hecha trizas. Un miedo agudo me obliga a permanecer en silencio. No consigo respirar.

– Sea lo que sea lo que te haya dicho Robert, debes saber que no te quiere ni le importas. -Angilley parece complacido consigo mismo-. Soy yo el que se preocupa. ¿Por qué crees que se pone en peligro y decide conocer a mis protagonistas después del espectáculo, y hace que se enamoren de él?

– ¿Por qué crees tú que lo hace? -me arriesgo a preguntar.

– Muy sencillo: porque cree que está por encima de los demás. Yo tengo éxito, mientras que Robert es un fracasado. Siempre ha sido así, como puede verse en esas sensibleras adaptaciones de la BBC. Mamá le hizo la vida imposible después de que papá se largó. Papá nunca se preocupó por Robert y, una vez que se hubo largado, mamá se comportó con él como un ogro. En cambio, yo era perfecto, el niño mimado. Aunque nunca lo haya dicho, Robert siempre había querido derrotarme, para demostrar que es mejor que yo. Y por eso lo hace: busca a las mujeres que se mostraron…, digamos…, reticentes a hacerlo conmigo, y las hechiza o las manipula hasta que se mueren por hacerlo con él.

Lo miro fijamente, asombrada y horrorizada por su arrogancia.

– No puedes decirlo en serio -digo.

Sonríe y empieza a cortarme los pantalones por la cintura.

– Si no me estás mintiendo, si realmente Juliet intentó matar a Robert, creo que no tienes ninguna posibilidad. Si antes no la prefería a ella, creo que ahora lo hará. Mi hermanito es masoquista. Siempre ha sentido debilidad por las mujeres que lo tratan como a una mierda. Me temo que es un legado de mamá. Cuanto más lo maltrataba, más devoción sentía por ella. Al final cortó con ella…, básicamente por orgullo. Pero desde entonces ha estado buscando una sustituta, aunque no creo que sea consciente de ello. Eso lo sé por las revistas para descerebrados que lee mi mujer.

Noto las tijeras dentro de mis bragas, tersas y frías contra mi piel. Pongo la mente en blanco y dejo que mi instinto se ocupe de todo. Con todas mis fuerzas, me inclino hacia la izquierda, haciendo balancear la silla. Es cuestión de cuatro o cinco segundos, no más. ¿Cómo pueden pasar tantas cosas en tan poco tiempo? Tu hermano levanta los ojos mientras la silla y yo nos precipitamos sobre él. Entonces, echando una mano hacia atrás, levanta el brazo que le queda libre y lo lanza contra mí, casi como un reflejo. Mientras la silla cae sobre él, veo que mira fijamente las tijeras abiertas que sostiene con la mano. Oigo un ruido sordo cuando la silla alcanza su brazo y dispara la mano hacia su rostro.

Suelta un grito. La sangre mana a borbotones, salpicando mi cara, pero no logro ver de dónde sale. La silla está encima de Graham Angilley. En lugar de estar de pie, ahora estoy inclinada sobre su cuerpo, víctima de una convulsión. Oigo sus aullidos y sus gemidos, pero no puedo ver su rostro, a pesar de volver el mío todo lo que me es posible. Trato de gritar pidiendo ayuda, pero mi respiración es demasiado pesada para hacerme oír.

Antes no veía la sangre, pero ahora sí. Se extiende por los cuadrados de linóleo azul. Respiro profundamente y suelto un grito de socorro, un grito que intento que sea lo más largo posible. Al principio era una palabra, pero luego se convierte en un aullido, un agudo lamento de dolor.

Oigo un estrépito y luego ruido de pasos en el vestíbulo. Sigo gritando. Veo a Simón Waterhouse y, detrás de él, a un hombre calvo, y sigo gritando. Porque nadie me ayudará nunca como Dios manda. Ni siquiera esos hombres que acaban de irrumpir, ni Yvon, ni Charlie, nadie. Nunca lograré escapar. Ésa es la razón por la que no puedo parar de gritar.

CAPÍTULO 31

Lunes, 10 de abril.


No pienso irme. Nunca te dejaré en paz. Estoy frente a la puerta de la Unidad de Cuidados Intensivos y percibo tu presencia, como algo que pesa en el aire. Si no supiera cuál es la situación, casi podría creer que el ambiente solemne y silencioso del hospital se debe a nosotros. El personal, las visitas y los pacientes externos pasan cabizbajos por delante de mí.

Ayer estuve aquí, pero no pude entrar a verte. Simón Waterhouse insistió en quedarse conmigo todo el tiempo. Mientras los médicos me examinaban, él esperó fuera. Creo que aprobarías su paciencia y su rigor: son dos cualidades que tú también posees. Tras asegurarse personalmente de que los médicos me habían dado el alta, me llevó a casa en coche. Le insistí en que no tenía nada, salvo el dolor que sentía en los brazos y las piernas tras haber estado atada.

Ayer estuve junto a la Unidad de Cuidados Intensivos. Fue una suerte. Hoy, eso me facilita las cosas.

Tecleo el código en el panel, el mismo que he visto marcar a un médico: CY1789. El truco que le funcionó a tu hermano también me ha funcionado a mí. La puerta lanza un zumbido y, al empujar, se abre sin problemas. Estoy en tu pabellón. De pronto me doy cuenta de que el hecho de entrar físicamente en esta unidad es tan sólo una parte del desafío. Ahora debo fingir que estoy en mi ambiente, como si mi presencia en este pasillo fuera algo normal. Graham debió de hacer lo mismo; debió de darse cuenta de que moverse con sigilo habría sido muy peligroso.

Con la cabeza alta, camino deprisa y, segura de mí misma, paso por delante del mostrador de las enfermeras, dirigiéndome hacia tu habitación, contenta por haber tenido la brillante idea, esta mañana, de ponerme el único vestido elegante que tengo. He dejado el bolso en casa; en su lugar llevo un maletín marrón de piel con cierre de cremallera que me da un aspecto oficial. Sonrío a todo el mundo al pasar; es la sonrisa cálida de alguien que está ocupado y que dice: «Estoy segura de que todos me conocéis. Éste es mi ambiente; ya he estado antes aquí y voy a volver.» Y volveré, Robert, lo quieras tú o no. No seré capaz de alejarme de ti.

La puerta de madera de tu habitación tiene una ventanita de cristal. Cuando vine con Charlie, la cortina estaba abierta; sin embargo, ahora está echada. Agarro el pomo y entro en la habitación, mirando a mi alrededor por si alguien me está observando. Sin dudar.

En tu habitación hay dos enfermeras jóvenes. Una te está lavando la cara y el cuello con una esponja. Mierda. La sorpresa me borra la sonrisa de la cara.

– Lo siento -dice la otra enfermera, que rellena con un líquido una bolsa sujeta a una de las máquinas. Ha confundido mi miedo con irritación. Soy mayor que ella y llevo ropa cara, por lo que supone que soy un miembro cualificado del personal del centro.

Su compañera, la que tiene la esponja en la mano, es menos considerada.

– ¿Quién es usted? -pregunta.

Ahora que estás delante de mí me resulta más fácil. Eres un hombre postrado en una cama, inmóvil. Tienes los ojos cerrados y la piel blanca. Me quedo mirando fijamente tu rostro y me doy cuenta de la gran distancia que nos separa. Podríamos ser perfectamente dos personas que no tienen nada que ver la una con la otra. Todo lo que tiene que ver contigo -tus pensamientos, tus sentimientos, la red de órganos internos que mantiene vivo tu cuerpo-, todo está metido bajo tu piel.

Por un momento me sobrecoge la idea de que otra persona, metida como estás tú ahora en esa carcasa de piel, hubiera podido penetrar en la mía de ese modo. Si un cirujano me operara, encontraría lo mismo. Casi has llegado a reemplazar mi propio ser, Robert. ¿Cómo he podido permitir que tal cosa ocurriera?

– Éste es Robert Haworth, ¿verdad? -pregunto, tratando de parecer alguien que tiene derecho a perder la paciencia todas las noches aunque aún no lo ha hecho.

– Sí. ¿Es usted del Departamento de Investigación Criminal?

– No exactamente -digo. Levanto el maletín, dando a entender que contiene documentos importantes-. Soy asistente social; colaboro con la policía. La inspectora Zailer me dijo que era un buen momento para visitar a Robert. -Doy gracias a Dios por que ayer, al volver del hospital, Simón Waterhouse mencionara la posibilidad de contactar con una asistente social para que se ocupara de mí. Tuve ganas de decirle que era un poco tarde para eso.

Las enfermeras asienten con la cabeza.

– De todas formas, ya hemos terminado -dice una de ellas.

– Estupendo.

Le dedico una sonrisa enérgica, de funcionaría eficiente. Ninguna de ellas cuestiona por qué una asistente social desearía pasar un rato junto a un hombre que está inconsciente. El cargo que me he adjudicado les ha parecido perfecto. Suena bien; hace pensar en trámites, directrices y objetivos. Las enfermeras no tienen por qué preocuparse.

Una vez que se han ido, me acerco a ti y te acaricio la frente, que aún está húmeda por el contacto de la esponja. Tocarte ahora me resulta extraño. Tu piel es tan sólo piel, como la mía, como la de cualquiera. ¿Qué es lo que te hace tan especial? Sé que tu corazón sigue latiendo, pero me interesa más lo que está haciendo tu cerebro. Es esa parte de ti la que te hace diferente a los demás.

Robert Angilley.

El grito, el que lancé ayer, sigue ahí, aunque en este momento me aseguro de que sólo yo pueda escucharlo.

– Tu hermano ha perdido un ojo. Graham. He vuelto a verlo. No fue tan horrible como la primera vez. -Hay muchas cosas que decir y no sé por dónde empezar-. También está en el hospital; pero no en éste, en otro. Salió herido por culpa mía. No fue algo intencionado, simplemente ocurrió.

Me parece detectar un movimiento en tus párpados. Puede que sea porque te estoy mirando con mucha atención. Vemos aquello que queremos ver.

– Lo sé todo, Robert. Nadie me lo ha contado. Bueno, de algunas cosas me he enterado por la policía y de otras hablando con Juliet, aunque las más importantes las he descubierto por mí misma. Y desde entonces, lo único en que he podido pensar es en venir aquí para contártelo. Puede que vivas o puede que no, pero, pase lo que pase, quiero que sepas que te he vencido. Lo he hecho, Robert, a pesar de que durante mucho tiempo te has aprovechado de mí. Tú eras quien poseía toda la información y quien podía decidir si la revelaba o no.

Me inclino para besarte en los labios. Esperaba que estuvieran fríos, pero no es así: están calientes. Me aparto.

– Puedo hacerte y decirte cuanto quiera, ¿verdad? No puedes impedirlo; todo depende de mí. Ahora soy yo quien tiene toda la información y el poder. Soy yo quien hablará y a ti no te quedará más remedio que seguir ahí tumbado y escucharme. Es justo lo contrario de lo que ocurrió con Juliet.

Tus párpados, aunque de forma apenas perceptible, vuelven a moverse.

– Sé que Graham también la violó. Y que tú la encontraste, la cuidaste, te casaste con ella, hiciste que confiara en ti y que te necesitara. Igual que hiciste conmigo. Debe de ser fácil conseguir que una mujer se enamore de ti cuando sabes tantas cosas sobre ella. Debe de ser fácil decir lo que ella espera oír. Con Juliet funcionó de maravilla, ¿verdad? Y luego quisiste comprobar si volvería a funcionar con Sandy Freeguard.

Me tiemblan las piernas. Me siento en una silla, junto a tu cama.

– Sin embargo, Sandy no se ajustaba tanto como Juliet a tus propósitos. Debiste de sufrir una decepción, después de un comienzo tan bueno…, ella rindiéndose ante tu caballerosidad. ¿Por qué no iba a hacerlo? Tú sabes cómo hacernos sentir seguras. Pero Sandy no era como Juliet o como yo. Ella no se encerró en sí misma ni convirtió el hecho de ocultar su secreto en su mayor objetivo. Ella se lo contó a la policía, se unió a grupos de apoyo y se enfrentó a su violación mucho mejor de lo que la gente podía esperar. No se le pasó por la cabeza la posibilidad de sentirse avergonzada o de ocultar lo ocurrido. Es tu hermano quien debería sentirse avergonzado, y Sandy Freeguard lo comprendió mucho antes que yo y Juliet.

La rabia que siento es distinta de la que he sentido hasta ahora. Es fría y meticulosa. Me pregunto si esta gélida ira, esa que eres capaz de controlar y canalizar, es lo mismo que el mal. Si lo es, entonces es que el mal está dentro de mí por primera vez en mi vida.

– ¿Cuántas veces te habló Sandy Freeguard de lo que tu hermano le habían hecho? Seguramente muchas. Debía de ser lo único en lo que pensaba. Era una mujer muy habladora y tú eras su novio, un hombre amable y cariñoso.

Me acerco un poco más.

– Para ti debió de ser muy exasperante. ¡Qué derroche de energía! Tu enfermizo juego sólo funcionaba con mujeres que habían enterrado su experiencia y la ocultaban. Mujeres como Juliet y como yo, a quienes nos aterraba que alguien se enterara y lo que la gente pensaría de nosotras. Eso te encantó, ¿verdad? Casarte con Juliet sabiendo que ella no tenía ni idea de nada. Observarla mientras se ponía en ridículo, día tras día, amando y confiando en el hermano del hombre que la había violado y que había ganado dinero con ello. Por muy mal que se sintiera por dentro, al menos había conseguido ocultar su derrota ante el mundo y ahora te tenía a ti; las cosas empezaban a ir mejor. Tú debías intuir todo lo que pasaba por su mente. Disfrutabas con tu secreto, ¿verdad? Te regodeabas en su ignorancia, al ver lo equivocada que estaba.

Os imagino en casa, en el salón, viendo la televisión, durante la cena. Follando. Y todo el tiempo, cada segundo que pasabais juntos, tú sabías que podrías destruir todo su mundo en cualquier momento, si así lo decidías, contándole que estabas al corriente de su violación y que ésa era la única razón de que te interesaras por ella. Y no era sólo Graham quien ganaba dinero con eso; tú también lo hacías. Estabais juntos en el negocio y podías contárselo a Juliet en cualquier momento. El control total y absoluto.

Me levanto y me acerco a la ventana. Un hombre con un mono verde y gafas de seguridad está podando con una sierra mecánica los pequeños arbustos del jardín que se ve desde tu habitación. El ruido se interrumpe de vez en cuando para luego volver a empezar.

– Es una de las maneras más eficaces de arruinarle la vida a alguien…, demostrarle, de repente, que su visión del mundo y que todo lo cree que es verdad, que todo lo que le importa está basado en una mentira, en un cruel y sádico engaño. Tú también debes haber pensado lo mismo. Sé cómo eres, Robert; sólo se salvan los más fuertes.

No dices nada. Estoy intentando provocar a alguien que está inconsciente.

– Espero haberte impresionado. Puede que consiguieras engañarme, pero se dieron unos efectos colaterales que no habías previsto. No se puede entregar a alguien un año de tu vida, dejando que te amen como yo lo he hecho, sin darle nada a cambio a la otra persona. Y tú me diste lo suficiente para convencerme de que no me engañaba. Pero ahora soy yo quien sabe cosas de ti, cosas que nunca habrías sospechado que fuera capaz de descubrir.

Tus párpados se contraen ligeramente; esta vez sé que no me lo he imaginado. Me viene a la mente la expresión «movimientos oculares rápidos». ¿No es eso lo que ocurre cuando estás profundamente dormido? Puede que tengas una pesadilla. ¿Qué significa eso para ti, para alguien cuyo estilo de vida es más horrible que la peor de las pesadillas?

– Tú violaste a Prue Kelvey, aunque en realidad no querías. Graham quería que lo hicieras, y por eso lo hiciste, pero no disfrutaste con ello, ¿verdad? No como Graham; él sí disfrutaba violando mujeres. Me dijo que tampoco te interesaba la camarera, la de su despedida de soltero, aunque también la violaste, incitado por tu hermano. Era una especie de experimento, ¿no? Hacer lo mismo que Graham, pero sólo de vez en cuando, para demostrarte a ti mismo que te movías en otro nivel, que jugabas en una liga superior.

Me aterra la posibilidad de que abras los ojos. Tengo que contártelo todo, y no estoy segura de poder hacerlo si me miras. Si me contestas.

– Sé que obligaste a Prue Kelvey a llevar un antifaz mientras la forzabas. Graham cree que lo hiciste porque tenías miedo de que te viera la cara, miedo de que un día se tropezara contigo y te reconociera. Sé que se equivocaba cuando me dijo eso, aunque yo también estaba en un error. Hasta hoy, antes de entrar en esta habitación, pensaba que habías obligado a Prue Kelvey a llevar un antifaz para que no viera tu rostro, para poder hacer con ella lo mismo que hiciste con Juliet, con Sandy y conmigo: propiciar un encuentro y convertirte en el novio que nos iba a salvar, para luego destrozar nuestras vidas y hacerlas pedazos.

Niego con la cabeza, preguntándome cómo pude creer algo así.

– Pero evidentemente no se trataba de eso. La sucesión de los acontecimientos era otra. Conozco la precisión con que funciona tu mente, Robert. Primero tenías que convertirte en el salvador, el salvador de verdad, para luego convertirte en el destructor. Por eso las víctimas de Graham eran perfectas. Con una mujer que tú hubieras violado nunca habría funcionado, ¿verdad? -Hago una pausa y luego prosigo-: Obligaste a Prue Kelvey a llevar un antifaz mientras la violabas porque no podías soportar la ausencia de reconocimiento en sus ojos. Su miedo no tenía nada que ver contigo como persona…, sólo eras un agresor anónimo. No podías soportar esa idea, ¿verdad? Te sentías insignificante, como si fueras un hombre cualquiera. Ella ni siquiera sabía cómo te llamabas, aunque Graham y tú sí sabíais quién era ella; la habíais escogido entre un montón de mujeres. Y eso la hacía más especial que tú, lo cual te volvía loco. Para ti debía de ser algo más personal. Querías ser alguien importante para las mujeres; querías que para ellas fuera importante el hecho de que fueras tú y no un violador anónimo a quien podía sustituir tu propio hermano.

Me levanto y me alejo de ti todo lo que me permite esta minúscula habitación. Cuando sigo hablando, tengo la voz ronca, como si me hubieran raspado la garganta con papel de lija.

– En realidad, Graham y tú no sois intercambiables. Tú querías hacer más daño a las mujeres que él. A él le bastaba con violarlas, pero a ti no. No me sorprende que necesitaras demostrar que eras alguien único. En el mundo no existe nadie como tú, Robert. En una ocasión me dijiste que la gente cercana puede hacerte mucho daño, ¿recuerdas? El dolor que podías causarle a Prue Kelvey y a esa camarera de la despedida de soltero de Graham tenía un límite, porque esas mujeres no te conocían. Todos sabemos que en el mundo hay gente brutal y violenta, gente a la que podemos comparar con un huracán o un terremoto. Si no conocemos a esos monstruos personalmente, podemos verlos casi como un desastre natural: cuando destruyen nuestras vidas, no lo consideramos algo personal, sino una casualidad. No tienen nada que ver con nosotros, no nos aman ni nos resultan cercanos. Nos decimos que ignoran que somos buenas personas, seres sensibles y vulnerables. Si lo supieran, no serían capaces de hacernos tanto daño. Puede que el dolor que nos infligen sea horrible, pero no se trata de algo personal. Podría haberle pasado a cualquiera. Fuiste tú quien me dijo todo esto, y tenías razón.

Mi aliento empaña el cristal de la ventana. Dibujo un corazón con el dedo índice, pero lo borro de inmediato.

– Lo sé por experiencia, Robert. Todo es mucho más fácil si consigues distanciarte de tu agresor. Tu hermano sabía cómo me llamaba cuando me obligó a subirme a su coche a punta de cuchillo, pero no me conocía. Yo sabía que no se trataba de algo personal. Y eso me sirvió de consuelo.

Siento como si mi boca fuera de cuero. El aire de esta habitación está caliente y seco. No puedo abrir la ventana. Está cerrada con pestillo y no consigo moverlo.

– Graham pretendía que lo de escoger a sus víctimas entre mujeres que tuvieran página web era idea suya, a fin de poder aterrorizarlas con todo lo que sabía sobre ellas. La dimensión personal… Había más miedo y dolor en su mirada mientras se preguntaban por qué las había elegido a ellas. Graham me lo contó; estaba muy satisfecho de ello y se atribuía todo el mérito. Pero en realidad fue idea tuya, ¿verdad, Robert? Después de la despedida de soltero de Graham te sentías frustrado; puede que incluso estuvieras furioso. Te sentías como si esa camarera hubiera salido impune, ¿no es así? Te parecía haber perdido una oportunidad, por mucho que Graham hubiera disfrutado, porque esa camarera podría consolarse pensando que simplemente había sido víctima de la mala suerte, que estaba en un sitio inoportuno en un momento inadecuado.

Me seco las lágrimas.

– Y por eso le propusiste a Graham que cambiara su plan: en vez de desconocidas, le sugeriste que escogiera a una mujer en particular, dándoles a entender que sabíais quiénes eran y a qué se dedicaban. Que supieran que habían sido elegidas. A Graham le gustó la idea, aunque él es más fácil de contentar que tú. Tú no estabas satisfecho del todo. Lo que tú querías era que supieran quién eras; los demás no importaban. Pero lo que no podías hacer era proponerle a Graham que ambos os presentarais a las mujeres que pensabais violar, empezar a salir con ellas y luego violarlas, ¿verdad? Graham no quería que lo pillaran.

Pero lo han pillado, y en parte ha sido gracias a mí. Trato de recordar que no soy tan sólo tu víctima y la de tu hermano, sino que también soy, o también podría ser yo quien saliera ganando. Todo dependerá de lo que haga ahora.

Sigo hablándoles a tus ojos cerrados.

– A ti no te importaba que pudieran pillarte, ¿verdad? Estabas tan seguro de ser capaz de destruir a tus víctimas que no suponían ninguna amenaza. Pensabas que tu táctica era infalible. ¿Quieres que te hable de tu táctica? -Me echo a reír; es una risa dura y oxidada que emerge del fondo de mi garganta-. Primero te acercabas a nosotras, lo bastante como para poder hacernos daño. Nos obligabas a amarte y a no poder estar sin ti, hasta el punto de que todo nuestro mundo se reducía a Robert, Robert y Robert. ¡Dios, qué bueno eras en eso! Romántico y encantador. El marido o el amante perfecto… Daba igual el papel que interpretaras, porque ponías en él todas tus energías y todo tu entusiasmo. Si no hubiéramos creído que eras la encarnación de nuestra alma gemela, descubrir la verdad no nos hubiera hecho tanto daño, ¿verdad?

Cojo tu almohada por un extremo, la saco de debajo de tu cabeza, y la sostengo con las dos manos.

– Esa es la parte a la que más deseabas llegar: el dolor y el shock que causabas cuando revelabas tu verdadera forma de ser. Tú mismo me lo dijiste.

Guardo silencio mientras recuerdo tus palabras exactas: «Hace mucho tiempo que estoy pensando dejarla. Planeándolo, deseando hacerlo. Se ha convertido en algo… casi irreal en mi imaginación. La apoteosis.»

– Yvon se equivocaba al pensar que nunca ibas a dejar a Juliet por mí. Al final lo habrías hecho. Eso siempre formó parte de tu plan. Sin embargo, querías prolongar la emoción, alargarla todo lo posible antes de pasar a tu siguiente víctima. Primero fuimos víctimas de Graham, y luego tuyas. Apuesto a que considerabas a Graham como una especie de punto de apoyo… Sabías que eras tú quien iba a destruirnos de verdad: a Juliet, a Sandy Freeguard. Sin embargo, te diste cuenta de que Sandy Freeguard sería muy difícil de destruir, y por eso pasaste al siguiente nombre de la lista: el mío.

Aprieto la almohada con las manos, clavando las uñas en ella. Sin embargo, la tela recupera su forma; por mucho que aprieto, no soy capaz de dejar ninguna marca. No puedo transmitir mi angustia a este objeto inanimado.

– Presumías de tener unos nervios de acero, pero en el fondo eres un cobarde y un hipócrita. Por mucho que desprecies a tu hermano, no has sido capaz de cortar todos los vínculos con él, ¿verdad? Aún sigues prestándole tu camión para sus violaciones. Incluso violaste a Prue Kelvey para contentarle, para que no se enfadara. Porque Graham tenía algo que tú necesitabas desesperadamente: la lista con los nombres de sus víctimas. Así podías convertirlas también en las tuyas.

«Durante todo el tiempo que estuviste casado con Juliet sabías que un día ibas a soltarle la verdad. Y fue hace dos miércoles…, ése fue el día que elegiste para hacerlo. Se suponía que al día siguiente íbamos a encontrarnos en el Traveltel. Era el 30 de marzo, el aniversario del día en que tu hermano me violó. El día perfecto, bajo tu punto de vista. Sabías que si me decías que habías dejado a Juliet para empezar una nueva vida conmigo yo pensaría en esa fecha como un día feliz, limpio de malos recuerdos. Aún me habría convencido más de que estábamos destinados a estar juntos, de que tú eras mi salvador. Porque no hay nada mejor que las coincidencias, ¿verdad?

«No acudiste a la cita, pero si lo hubieras hecho, si tu plan hubiese funcionado, te habrías presentado con una maleta. Me habrías dicho que habías dejado a Juliet y me habrías preguntado si podías venirte conmigo. ¿Te imaginas lo que te hubiese contestado?»

Me río con amargura. Las lágrimas caen sobre mi mano y sobre la almohada. Estoy llorando de verdad, pero no estoy preocupada. Estoy enfadada, tan enfadada que la presión que siento en mi cabeza me humedece los ojos.

– ¿Qué le dijiste a Juliet? ¿Cómo se lo contaste? Si no me equivoco, y estoy segura de no equivocarme, seguramente esperaste hasta que los dos estabais en la cama. ¿Te pusiste encima de ella, ignorando sus protestas de que estaba cansada? Debió de sentirse confundida. Siempre eras muy amable con ella… ¿Qué estaba ocurriendo? De repente ya no eras amable. Ella ya no te veía como el Robert al que conocía y amaba, el hombre con el que se había casado. La violaste, como siempre habías sabido que lo harías, como siempre habías planeado hacer. Salvo que en esa ocasión fue mucho mejor que con Prue Kelvey, porque el grado de intimidad te permitía hacerle daño. Viste que eras tú quien causaba todo el dolor que había en los ojos de Juliet.

«Y, sin embargo, la violación en sí misma no te bastaba…, no cuando podías hacerle mucho más daño. Querías que relacionara esa horrible experiencia con otra, la de aquella noche en el chalet de Graham. -Muevo la almohada ante tu rostro inerte-. ¿Te das cuenta de todo lo que sé? ¿No estás impresionado? Para ti era muy importante que Juliet fuera consciente del horror de todo lo que le habías hecho, de hasta qué punto la habías engañado y traicionado. ¿Y cómo lo conseguiste? Apuesto a que dijiste lo mismo que Graham, ¿verdad? «¿Quieres entrar en calor antes de que empiece el espectáculo?». O algo así. Ésa debió de ser la apoteosis para ti, ver la conmoción en su mirada, el desconcierto en su rostro. ¿Y luego qué, aparte de la violación? ¿Le dijiste que ibas a dejarla por mí, por otra víctima de tu hermano? ¿Se lo contaste todo, incluso que pensabas dedicar los próximos años de tu vida a destrozar la mía exactamente como habías hecho con la suya? ¿Primero casándote conmigo y haciéndome completamente feliz, para luego destrozarlo todo una vez que hubiera otra víctima de Graham en lista de espera?»

Me tiembla todo el cuerpo; estoy empapada en sudor. Acerco mi rostro al tuyo.

– No lo creo -digo, respondiendo a mi pregunta-. Seguro que creías que pensaría que ella era la única a la que le habías hecho eso. Y tú no querías que se consolara pensando que no era la única víctima. No, sólo le dijiste que ibas a dejarla por otra mujer. Eso era todo lo que le dijiste sobre mí, aunque sí le contaste todo lo demás: que el hombre que la había violado era tu hermano y los detalles del negocio familiar. El mínimo detalle haría que tú te sintieras mucho mejor y ella mucho peor.

«Sin embargo, cometiste un error, ¿verdad? Un gran error, a juzgar por lo ocurrido. Si no, mírate ahora. Pensaste que Juliet se desmoronaría al descubrir la verdad. Pensaste que podrías salir de aquella horrible casa, dejando atrás una esposa hundida, demasiado frágil para acudir a la policía o para hacer algo con todo lo que le habías contado. Ella no denunció la primera violación, ¿verdad? No lo hizo porque se sentía demasiado avergonzada. Y pensaste que le ocurriría lo mismo con la segunda. De todas formas, ¿quién le habría creído? De repente resultaba que había sido violada no una sino dos veces, la segunda por su propio marido. Si se lo contaba a alguien, tú habrías fingido quedarte perplejo y te habrías mostrado preocupado por su salud mental».

Paseo por la habitación, sin dejar de apretar la almohada.

– Sé lo que significa hacer planes y luego comprobar que no funcionan, Robert. De verdad que lo entiendo. Yo también hago planes. Y tú habías sido muy escrupuloso, lo habías calculado todo, hasta el mínimo detalle. Debió de ser duro ver que lo que le dijiste a Juliet la cambió de una forma en que no podías prever. No se volvió frágil, sino que se hizo más fuerte. No se hundió en la miseria, sino que cogió la piedra que utilizabais como tope para la puerta y te machacó la cabeza con ella. Después ni siquiera llamó a una ambulancia, sino que te dejó allí tumbado, sangrando. Muriéndote. No la culpo por ello.

Me quema la garganta. No podré seguir hablando mucho más, aunque no puedo parar. Esto es lo que quería hacer: contarte todo, librarme de ello.

– Tú estás demasiado ensimismado con tus pensamientos, demasiado metido en tu pequeño mundo. Bueno, ahora supongo que no te queda otra elección. Pero yo me refería al pasado. Cometiste un error porque eres un narcisista. Juliet ya se había desmoronado en una ocasión; había sufrido una crisis nerviosa. Y durante todo el tiempo que estuvo casada contigo fue una mujer tímida e insegura. Su única salida era hacerse fuerte, Robert… ¿Cómo no fuiste capaz de verlo? ¿Cómo no se te ocurrió pensar que los seres humanos son muy fuertes, sobre todo los que, como Juliet y yo, proceden de familias que los han querido y les han dado seguridad? Cuando le descubriste a Juliet la clase de criatura perversa que eras, no le costó nada reflexionar sobre todo lo ocurrido. Y todo volvió a su sitio. El hecho de descubrir que su héroe era en realidad su enemigo la obligó a contraatacar como seguramente nadie habría sido capaz de hacerlo.

Tus párpados se mueven.

– ¿Es ésa la forma de preguntarme cómo sé todo esto? Pues lo sé porque a mí me ocurrió lo mismo. Cuando descubrí la verdad, cuando conseguí resolver el rompecabezas, me di cuenta de lo estúpida que había sido al creer que alguien podía salvarme. Por primera vez desde que tu hermano me violó sentí la necesidad de contraatacar. El resto de la gente te engaña y te miente, sobre todo los que se supone que deberían quererte… Y eso es lo que piensa ahora Juliet. Ésa es su visión del mundo. Tú la has convertido en un monstruo, en alguien a quien ya no le importa nada, ni siquiera ella misma.

Me echo a reír.

– ¿Sabes? Ella podría haberme contado todo lo que sabía sobre ti, pero no lo hizo. En lugar de eso, empleó todo lo que sabía para burlarse de mí. Aunque sabe lo grotesco y lo pervertido que eres, aún sigue odiándome por haberle robado a su marido…, ese que era cariñoso y sensible. Puede que a ti te parezca extraño, pero a mí no. En mi cabeza existen dos Roberts, igual que en la suya. Puede que eso sea lo peor que nos has hecho: lamentar la pérdida de un hombre que nunca ha existido. Y, aun sabiéndolo, seguimos amándole.

Miro la almohada que tengo en las manos. Cuando la he cogido, tenía la intención de asfixiarte. De conseguir lo que Juliet no consiguió. Me alegro de que no te matara, porque ahora puedo hacerlo yo. Te lo mereces. Cualquiera estaría de acuerdo en que mereces morir, salvo los ingenuos y los mal informados, esos que creen que matar a alguien siempre es un error.

Pero si ahora acabo con tu vida, dejarías de sufrir. Sólo serían unos segundos. Mientras que si no lo hago, si salgo de esta habitación y dejo que sigas con vida, tendrás que quedarte aquí tumbado, pensando en todo lo que he dicho, en que yo he ganado y tú has perdido, a pesar de todos tus esfuerzos. Y eso será una tortura para ti. En el caso de que hayas oído todo lo que he dicho.

El problema, antes y ahora, es que no hay forma de que yo sepa qué estás pensando, Robert. Tú sabes todo el daño que me has hecho. Puede que abandone el juego en este punto; así, si dejo que sigas respirando en esta habitación, tal vez pienses en todo lo ocurrido. O puede que seas el ganador, inmune al castigo, dado tu estado, y yo haya sido destruida completamente, puede que incluso más de lo que creo, puesto que no he sido capaz de afrontar la realidad.

Quiero decirte una última cosa antes de decidir si acabo con tu vida o te dejo vivir, unas pocas palabras que he ensayado mentalmente mientras venía hacia aquí. Las he escogido con sumo cuidado, como si se tratara de una leyenda para mis relojes de sol. Te las voy a susurrar al oído, como si fueran un augurio o un conjuro: «Eres la peor persona que he conocido en mi vida, Robert. Y la peor que conoceré jamás.» Al decir esto en voz alta estoy aún más convencida de algo: lo peor ya ha pasado.

Y ahora debo decidir.

CAPÍTULO 32

13/4/06

– No creo que quiera echarte una bronca -dice Olivia-. Creo que está realmente preocupado por ti. Deberías llamarle. Tendrás que hablar con él en algún momento.

La luz del sol se filtraba a través de las cortinas. Charlie deseó haber comprado unas que fueran más gruesas; se preguntaba cuánto costaría colocar otras de color negro. Negó con la cabeza. Su plan -mucho mejor que el de Olivia-era mantenerse alejada del teléfono. Simón le había dejado un montón de mensajes que no había querido escuchar. Además, Olivia se equivocaba: no tenía por qué hablar necesariamente con Proust ni con Simón. Podía presentar su dimisión y así nunca tendría que enfrentarse a ellos.

Olivia se sentó en el sofá, a su lado.

– No puedo quedarme aquí eternamente, Char. Tengo que hacer cosas y vivir mi vida. Y tú también. No es bueno andar por aquí en pijama, fumando todo el día. ¿Por qué no te tomas un baño caliente y te vistes? Cepíllate los dientes.

Sonó el timbre. Charlie se acurrucó en el sofá, ajustándose la bata.

– Será Simón -dijo-. No lo dejes entrar. Dile que estoy durmiendo.

Olivia se quedó mirándola, muy seria, y fue a abrir. No lograba entender por qué Charlie no se alegraba de que Simón fuera detrás de ella, por qué de pronto él se había convertido en la última persona a la que su hermana quería ver. Charlie no estaba dispuesta a dar explicaciones. Sabía que en cuanto él abriera la boca para hablar perdería los estribos. Sabía que a ella le parecería mal cualquier cosa que Simón dijera. Y si los intentos de él por consolarla hubiesen sido sutiles e indirectos, Charlie se habría sentido incómoda y aún más avergonzada. Y si en lugar de eso era explícito, ella se vería obligada a hablar con él -el hombre que la había rechazado desde que se conocieron-sobre Graham Angilley, el violador en serie, el hombre del que se había encaprichado por despecho… No, la humillación tenía un límite.

Charlie oyó la puerta de la entrada al cerrarse. Olivia regresó al salón.

– No es Simón. ¡Ah! -exclamó, apuntando acusadoramente a Charlie con el dedo-. Estás decepcionada, no lo niegues. Es Naomi Jenkins.

– No. Dile que se vaya.

– Te ha traído algo.

– No lo quiero.

– Le he dicho que necesitabas cinco minutos para vestirte. Así que, ¿por qué no te pones algo de ropa y te adecentas un poco? Si no lo haces la dejaré pasar para que vea tu bata manchada de té y tu absurdo pijama.

– Si lo haces…

– ¿Qué? ¿Qué me vas a hacer? -Olivia ensanchó las fosas nasales-. A Simón le habría dicho que se fuera, pero a ella no -dijo, moviendo la cabeza en dirección al vestíbulo-. Deja de compadecerte de ti misma y piensa en lo que ha pasado esa mujer. Piensa en todo lo que ocurrió hace tan sólo unos días, en esta misma casa, por no hablar de todo lo demás. La ataron, otra vez. Y casi vuelven a violarla.

– No hace falta que me lo recuerdes -repuso Charlie de inmediato.

No quería pensar en lo que Simón y Proust se encontraron en su cocina: el ojo izquierdo de Graham, casi partido en dos, mirándolos desde un charco de sangre.

– Creo que sí -dijo Olivia, llevándole la contraria-. Porque al parecer piensas que eres la única a quien le ha ocurrido algo malo.

– ¡Yo no pienso eso! -dijo Charlie, furiosa.

– ¿Crees que me resulta fácil saber que nunca podré tener hijos?

Charlie apartó la mirada, chasqueando la lengua.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– A cualquier hombre que conozco, a cualquiera con el que empiezo una relación medianamente seria, tengo que darle esa mala noticia… ¡Imagínate lo que significa dejar caer esa bomba en una primera cita! No tienes ni idea de la cantidad de hombres que no he vuelto a ver después de habérselo contado. Y eso duele, pero me guardo el dolor para mí porque soy una estoica, porque creo en la flema británica…

– ¿Tú una estoica? -Charlie se echó a reír.

– Sí, exacto -insistió Olivia-. Cuando se trata de cosas serias, lo soy. El hecho de que me queje cuando la tienda de la esquina se queda sin carne de venado o pasta de chili no significa nada. -Olivia lanzó un suspiro-. Tienes suerte, Char. Simón sabe lo tuyo con Graham…

– ¡Cállate!

– …y sabe que no fue culpa tuya. Nadie te culpa.

– De acuerdo, hablaré con Naomi.

Cualquier cosa con tal de evitar que Olivia hablara de Simón y Graham. Charlie se levantó, apagó el cigarrillo en el cenicero que había en la mesa, lleno de colillas. Se acomodaban allí sin ayuda de nadie -un montón de pequeños gusanos de color naranja-cuando otro se sumaba al montoncito. «Qué desagradable», pensó Charlie, aunque ver tantas colillas la complacía de una forma perversa.

Una vez arriba, se lavó, se cepilló el pelo y los dientes y se puso lo primero que encontró al abrir el armario: unos vaqueros deshilachados y una camiseta de rugby de color lila y turquesa con el cuello blanco. Cuando bajó, la puerta principal estaba abierta; Naomi Jenkins y Olivia estaban fuera. Naomi parecía más relajada que nunca, aunque también más vieja. En su rostro se veían unas arrugas que no tenía unas semanas atrás.

Charlie se esforzó por sonreír y Naomi hizo todo lo posible por devolverle la sonrisa. Eso era lo que Charlie había querido evitar: un saludo incómodo y forzado, con el que se reconocía una experiencia y un dolor comunes que nunca podrían olvidar.

– Mira -dijo Olivia. Parecía señalar la fachada de la casa, debajo de la ventana del salón.

Charlie se calzó un par de zapatillas de deporte que había dejado hacía unos días al pie de la escalera y salió. Apoyado contra la fachada había un reloj de sol, un rectángulo plano de piedra gris, de unos ochenta centímetros por setenta. El gnomon era un sólido triángulo de hierro en el que, justo en medio de la base y la punta, había un nodo en forma de cojinete. La leyenda estaba escrita en latín, grabada en letras doradas: Docet umbra. En la parte superior del reloj, en el centro, se veía la mitad de un sol. Sus rayos, inclinados, eran las líneas que representaban las horas y las medias horas. Otra línea -una curva horizontal, que parecía una sonrisa torcida-cortaba esas líneas, atravesando todo el reloj de un extremo a otro.

– Le dije que haría un reloj para su jefe -dijo Naomi-. Y aquí está. Puede quedárselo, es un regalo.

Charlie negó con la cabeza.

– No voy a volver al trabajo durante un tiempo. -«Si es que vuelvo alguna vez» pensó-. Llévelo a la comisaría y pregunte por el inspector jefe Proust…

– No. Lo he traído aquí porque quería dárselo a usted. Para mí es importante -dijo Naomi, tratando de encontrar la mirada de Charlie.

– Gracias -intervino Olivia, con intención-. Es muy amable de su parte.

Charlie estaba convencida de que Olivia estaba siendo educada sólo para que, en comparación, ella pareciera más desagradable.

– Gracias -murmuró Charlie.

Tras un pesado silencio, Naomi dijo:

– Simón Waterhouse me contó que usted no sabía nada sobre Graham mientras estuvo saliendo con él.

– No quiero hablar de eso.

– No debería castigarse por algo que no es culpa suya. Yo lo he hecho durante años y no me ha llevado a ninguna parte.

– Adiós, Naomi. -Charlie se volvió para volver a entrar. Si lo deseaba, Olivia podía meter en casa el maldito reloj. A ella le daba igual. A estas alturas, lo más probable era que Proust se hubiera olvidado de él.

– Espere. ¿Cómo está Robert?

– Sigue igual -contestó Olivia, al ver que Charlie no decía nada-. Intentan hacerle salir del coma, pero hasta ahora no lo han conseguido. Aún tiene ataques epilépticos, aunque son menos frecuentes.

– Si recupera la conciencia tendrá que enfrentarse a un montón de cargos -dijo Charlie-. Por lo que encontramos en los chalets Silver Brae está claro que estaba metido hasta el cuello en el negocio de las despedidas de soltero. Él solía ser el que casi siempre acompañaba a las víctimas y se llevaba la mitad de los beneficios. -Olivia le habría contado todo aquello a Naomi si Charlie no le hubiera dado antes su versión. Había sido ella quien había hablado con Simón; Charlie se había enterado de oídas, pero no quería que Naomi supiera hasta qué punto le había afectado todo el asunto-. A Robert le gustan los sitios anónimos y vulgares, ¿verdad? Las áreas de servicio, el Traveltel, un hospital. Una prisión consigue que un área de servicio te parezca el Ritz.

– Tendrá lo que se merece -dijo Naomi, volviéndose hacia Olivia cuando Charlie se negó a mirarla-. Y Graham y su mujer también.

– A ambos les han denegado la libertad bajo fianza… -dijo Olivia.

– ¡Vale, déjalo ya, por el amor de Dios! -la interrumpió Charlie.

– Simón Waterhouse también me contó que Juliet no habla desde hace varios días -dijo Naomi.

Esta vez Charlie levantó la mirada y asintió con la cabeza. No le gustaba la idea de que Juliet Haworth estuviera sentada en una celda, en silencio. Charlie se habría sentido mejor si hubiera seguido con sus exigencias, provocando a cualquiera que hablara con ella. Juliet también iría a la cárcel por mucho tiempo, quizás tanto como Graham Angilley. Y no le parecía justo.

– ¿Qué es lo que aún no me ha contado? -le preguntó Charlie a Naomi-. Juliet intentó matar a Robert porque descubrió que era cómplice del hombre que la había violado; eso lo sé. Pero lo que sigo sin saber es por qué Robert iniciaba voluntariamente una relación con las mujeres a las que Graham había agredido.

Charlie tenía la sensación de que aún estaba metida en aquella historia, y no le gustaba. Naomi Jenkins había estado jugando con ella desde el principio y no estaba dispuesta a seguir permitiéndoselo.

Naomi frunció el ceño.

– Se lo diré cuando todo haya terminado -dijo-. Porque aún no ha terminado.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Olivia.

Charlie hubiera deseado que su hermana mantuviera la boca cerrada o que, mejor aún, volviera a su casa. Quizás así se acordara de que era una periodista especializada en arte y no una agente de policía.

– En el reloj de sol hay una línea que indica una fecha -dijo Naomi, señalándola con el dedo.

Charlie volvió a mirar la piedra rectangular apoyada contra la fachada.

– El 9 de agosto, el día del cumpleaños de Robert, la sombra del nodo recorrerá esa línea, siguiendo la curva de principio a fin. Eso es el nodo -dijo Naomi, frotando con el pulgar la pequeña esfera metálica.

Charlie empezó a sospechar algo.

– ¿Por qué querría señalar la fecha del cumpleaños de Robert en un reloj de sol y que yo se lo llevara a mi jefe?

– Porque fue entonces cuando empezó todo -repuso Naomi-. El día que nació Robert, el 9 de agosto. Acuérdese de echar un vistazo si es un día soleado.

Naomi se dio la vuelta para irse. Charlie y Olivia la observaron mientras se metía en el coche y se alejaba.

CAPÍTULO 33

Jueves, 4 de mayo.


Todo va a ir mejor. Yo voy a estar mejor. Un día estaré aquí y seré capaz de respirar con normalidad. Un día tendré valor suficiente para venir aquí sin Yvon. Pronunciaré las palabras «habitación once» en otro contexto -quizás en otro hotel, un hotel de lujo en una maravillosa isla-y no pensaré en esta habitación cuadrada con sus ventanas de doble cristal llenas de rayas y el zócalo roto. Ni en las dos camas individuales adosadas, con sus horribles colchonetas de color naranja, o en este edificio que parece una residencia universitaria cutre o un centro de congresos de tres al cuarto.

Yvon está sentada en el sofá, tirando de las borlas de los cojines, mientras yo miro fijamente el aparcamiento que comparten el Traveltel y el área de servicio de Rawndesley East.

– No la tomes conmigo -digo.

– No lo hago.

– Sé que piensas que estar aquí no me hace ningún bien, pero te equivocas. Necesito que este sitio deje de significar algo para mí. Si no volviera, seguiría atormentándome.

– Con el paso del tiempo dejará de hacerlo -dice Yvon, insistiendo en su opinión habitual-. Este peregrinaje que hacemos todos los jueves por la noche sólo sirve para mantener vivos los recuerdos.

– Tengo que hacerlo, Yvon. Hasta que me harte, hasta que venir aquí sea una lata. Es como lo que suele decir la gente sobre alguien que tiene miedo después de caerse de un caballo: hay que volver a montar enseguida.

Yvon se agarra la cabeza con las manos.

– Es todo lo contrario; no sé cómo decírtelo para que lo entiendas.

– ¿Te apetece un té? -Cojo la tetera con la etiqueta medio arrancada y me meto en el baño para llenarla de agua. A una distancia prudencial de Yvon, digo-: Quizás debería quedarme a pasar la noche; no es necesario que te quedes.

– Ni hablar -dice, plantándose en la puerta del baño-. No pienso dejar que hagas eso. Y no creo que me estés diciendo la verdad.

– ¿A qué te refieres?

– Tú sabes quién es Robert y lo que hizo, pero aun así sigues enamorada de él, ¿verdad? Esa es la razón por la que quieres estar aquí. ¿Dónde estabas esta tarde, cuando te llamé? Habías salido, pero no contestaste al móvil.

Desvío los ojos y miro a través de la ventana. Veo un camión azul que acaba de aparcar; en uno de los lados hay unas letras de color negro.

– Ya te lo he dicho: estaba trabajando en el taller. No oí el teléfono.

– No te creo. Creo que estabas en el hospital, sentada junto a la cama de Robert. Y seguro que no era la primera vez. Últimamente ha habido varias ocasiones en que no he podido localizarte…

– La Unidad de Cuidados Intensivos está vigilada -le digo-. No puedes entrar por las buenas. Yvon, yo odio a Robert. Lo odio como sólo se puede odiar a alguien que amaste.

– En una ocasión odié a Ben de esa manera, y míranos ahora -dice, con una voz en la que se adivina su desprecio por ambas.

– Fuiste tú quien decidió darle otra oportunidad.

– Y serás tú quien decidirá estar con Robert si sale del coma. A pesar de todo lo ocurrido. Lo perdonarás, os casaréis y lo visitarás en la cárcel todas las semanas…

– Yvon, no puedo creer que hables en serio.

– No lo hagas, Naomi.

Un timbre suena en el interior de mi chaqueta, que he tirado sobre la cama cuando hemos llegado. Saco mi móvil del bolsillo, pensando en el amor y en esa gente que, por estar tan cerca de ti, es capaz de hacerte daño. Gracias a la conversación que mantuve con tu hermano en la cocina de Charlie Zailer te comprendo mejor que nunca. Ya había deducido por mí misma que lo que querías era hacer daño a las mujeres y que necesitabas que te adoraran para que luego el dolor que les infligías fuera más insoportable. Pero no se trataba tan sólo de esto, ¿verdad? Tu psicosis es como un… ¿cómo se dice? Ah, sí: como un palíndromo. Una frase que puede leerse tanto del derecho como del revés. En tu mente, el amor y el dolor están unidos de manera inextricable. Fue Graham quien me hizo ver eso. Creías que las mujeres sólo podrían amarte si antes habías abusado de ellas y las habías humillado. «El legado de nuestra querida madre», dijo Graham. Puede que antes de que se volviera contra ti quisieras mucho a tu madre, pero no tanto como después de que eso ocurriera, ¿verdad? Cuando tu padre se fue y ella empezó a maltratarte, fue tu dolor lo que te obligó a reconocer toda la fuerza del amor que sentías por ella.

– ¿Naomi?

Por un momento he creído que la voz de ese hombre era la tuya. Eso ha sido porque estoy aquí.

– Soy Simón Waterhouse. Pensé que querría saberlo: Robert Haworth murió esta tarde.

– Bien -digo, sin atisbo de duda, y no sólo por Yvon. Lo digo en serio-. ¿Qué ha pasado?

– Aún no están seguros. Le van a practicar la autopsia, pero…, en fin, para decirlo en pocas palabras, simplemente dejó de respirar. La inflamación del cerebro impide mandar las debidas órdenes al sistema respiratorio. Lo siento.

– Yo no. Lo único que siento es que en el hospital crean que ha muerto en paz, por causas naturales. No se lo merecía.

Sería fácil decirme a mí misma que eras una persona herida y enferma, una víctima más, como las tuyas. Pero me niego a hacerlo. En vez de eso, pensaré en ti como la encarnación del mal. Debo marcar unos límites, Robert.

Estás muerto. Estoy hablando -dirigiendo mis pensamientos-con alguien que no existe, con nadie. Tus recuerdos y tus excusas se han esfumado. No me siento eufórica; la sensación es más bien de levedad, la que se tiene al tachar algo de una lista. Ahora sólo me queda una cosa por tachar, y una vez que lo haya hecho, todo esto habrá terminado. Quizás entonces sea capaz de no volver aquí. Puede que la habitación once sólo se haya convertido en mi centro de operaciones hasta que todo acabe.

Eso suponiendo que a Charlie Zailer también le importe que todo acabe y se ocupe del reloj de sol que le entregué.

Como si me estuviera leyendo el pensamiento, Simón Waterhouse pregunta:

– ¿Por casualidad…? Discúlpeme por preguntarle esto, pero, ¿por casualidad no habrá hablado recientemente con la inspectora Zailer? No hay ninguna razón para que lo haya hecho, pero… -Su voz se va apagando poco a poco.

Estoy tentada de preguntarle si ha visto el reloj de sol. Quizás la hermana de Charlie se lo llevó a ese inspector que quería uno. Un día me gustaría pasar por delante de la comisaría de policía de Spilling y verlo colgado en la fachada. Me pregunto si debería comentar algo sobre el reloj a Simón Waterhouse. Pero decido no hacerlo.

– Lo he intentado -le digo-, pero no creo que Charlie quiera hablar con nadie en este momento. Salvo con Olivia.

– No pasa nada -dice.

Su quebradizo tono de voz me dice que no es eso lo que piensa.

CAPÍTULO 34

19/5/06

Charlie estaba sentada a una mesa en Mario's, un pequeño y animado café italiano de Spilling. Se situó junto a una ventana, para poder vigilar la calle. Así vería a Proust cuando llegara, lo cual le daría tiempo para mejorar su aspecto. Pero, ¿para fingir qué? En realidad no lo sabía.

No era la primera vez que salía de casa desde que regresó de Escocia. Un par de veces a la semana, Olivia la obligaba a dar la vuelta a la manzana y a ir hasta la tienda de la esquina, asegurándole que le hacía bien. Sin embargo, sí era la primera vez que salía sola para encontrarse con alguien en un lugar público. Aunque sólo se tratara de Muñeco de Nieve.

El reloj de sol de Naomi Jenkins estaba apoyado contra la pared del café, atrayendo miradas de desconcierto y otras de admiración de camareras y clientes. Charlie se arrepentía de no haberlo embalado, pero ahora ya era demasiado tarde. Bueno, al menos todo el mundo miraba el reloj y no a ella. Temía el día en que alguien la señalara con el dedo por la calle y gritara: «¡Eh, mira, ésa es la policía que se lo montaba con el violador!.» Charlie había decidido dejarse crecer el pelo para que no la reconocieran; cuando lo tuviera más largo, podría teñirse de rubio.

Proust estaba delante de ella; se había olvidado de controlar su llegada. En general, pensaba Charlie, era como si el mundo real no existiera. Apenas oía el CD de famosas arias de ópera que machacaba los oídos de todos los clientes de Mario's ni la atronadora voz de su dueño, que desafinaba desde la barra en su intento por acompañar la melodía. El universo de Charlie se había reducido a unas pocas y angustiosas ideas a las que daba vueltas sin cesar: «¿Por qué tuve que conocer a Graham Angilley? ¿Por qué fui tan estúpida como para colgarme de él? ¿Por qué mi nombre ha salido en todos los periódicos y los telediarios mientras que él está protegido por el anonimato? ¿Por qué la vida es tan jodidamente injusta?»

– Buenos días, Charlie -dijo el inspector jefe, con cierta torpeza. Llevaba en las manos el enorme libro sobre relojes de sol que Simón le había comprado. Hasta entonces, nunca había llamado a Charlie por su nombre-. ¿Qué es eso?

– Un reloj de sol, señor.

– No es necesario que me llames «señor» -dijo Proust-. Estamos en un café -añadió, como si se tratara de una explicación.

– Es un regalo para usted. Ni siquiera el superintendente Barrow puede poner objeciones.

Proust parecía contrariado.

– ¿Un regalo? ¿Lo ha hecho Naomi Jenkins?

– Sí.

– No me gusta la leyenda. Docet umbra: la sombra enseña. Demasiado prosaico.

– ¿Es eso lo que significa?

Por supuesto. Charlie debía haberse imaginado que las palabras significarían algo.

– ¿Cuándo vas a volver? -preguntó Proust.

– No sé si voy a volver.

– Debes olvidar todo este asunto. Cuanto antes lo dejes atrás, antes lo olvidará la gente.

– ¿En serio? Si uno de mis colegas se hubiera acostado con un famoso violador en serie no creo que yo me olvidara de ello.

– De acuerdo, puede que la gente no lo olvide -dijo Proust, impaciente, como si sólo se tratara de un detalle sin importancia-. Pero tú eres una excelente policía y no has hecho nada malo.

¿Giles Proust dispuesto a ver el lado bueno de las cosas? Eso sí era una novedad.

– Entonces, ¿a qué se debe la investigación oficial? -preguntó Charlie.

– Eso no fue decisión mía. Mira, habrá terminado antes de que te des cuenta. Entre tú y yo, sólo es una formalidad, y…, tienes todo mi apoyo.

– Gracias, señor.

– Y…, también el de todos los demás…, quería que lo supieras…

Evidentemente, Muñeco de Nieve no sabía cómo abordar el asunto de Simón. No paraba de juguetear con los puños de su camisa; luego, cogió la carta y la examinó detenidamente.

– ¿Qué le ha pedido Simón Waterhouse que me dijera? -preguntó Charlie.

– ¿Por qué no quieres verlo? Está fuera de sí.

– No puedo.

– Podrías hablar con él por teléfono.

– No.

Cada vez que se mencionaba a Simón, Charlie tenía la sensación de que iba a perder los estribos.

– ¿Y un e-mail? -Proust lanzó un suspiro-. Vuelve al trabajo, inspectora. Puede que los primeros días sean duros, pero luego…

– Duros no. Una pesadilla. Y luego seguirá siendo una pesadilla. Todos los días serán una pesadilla, hasta que me retire. Y aun entonces… -Charlie se interrumpió, consciente de que había empezado a temblarle la voz.

– Sabes que sin ti no voy a conseguirlo.

– Pues tendrá que hacerlo.

– ¡Pues no puedo!

Charlie le había puesto furioso.

Una joven camarera rubia con un tatuaje de una mariposa en el hombro se acercó a su mesa.

– ¿Les traigo algo? -preguntó-. ¿Té, café, un sándwich?

– ¿Tienen té verde? -preguntó Proust.

Cuando la camarera le dijo que no, el inspector sacó una bolsita del bolsillo de su chaqueta.

Charlie no pudo evitar sonreír cuando la camarera se alejó, sujetando a una distancia prudencial de su cuerpo la bolsita, como si fuera una pequeña bomba a punto de estallar.

– ¿Se ha traído su propia bolsita de té?

– Insististe en que nos viéramos aquí y me temí lo peor. Sin duda alguna, me la servirá con leche y azúcar. -Proust volvió a dedicar toda su atención a Charlie-. ¿Por qué me has pedido que trajera esto? -dijo, dando un golpecito al libro que había encima de la mesa.

– Quería que comprobara una fecha: el 9 de agosto. Cuando hablamos del regalo de boda de Gibbs, me comentó algo sobre las líneas de los relojes de sol que indicaban una fecha; me dijo que no representaban uno, sino dos días del año. Es así, ¿verdad?

Proust fijó de inmediato sus ojos en el enorme bloque de piedra y metal que estaba apoyado contra la pared. Se quedó mirándolo fijamente durante unos segundos y luego se volvió hacia Charlie.

– Sí, todas las fechas del año tienen su equivalente en otra estación. En esos dos días, la inclinación del sol es exactamente la misma.

– Y si una de las fechas es el 9 de agosto, ¿cuál es la otra? ¿Cuál es su equivalente?

Proust cogió el libro, consultó el índice y buscó una página. Tras estudiarla durante un buen rato, dijo:

– El 4 de mayo.

Charlie sintió que el corazón se le desbocaba. Había dado en el clavo. La idea que había tenido no era tan absurda como parecía.

– Ese es el día que murió Robert Haworth -dijo Proust, como si nada-. ¿Qué tiene de especial el 9 de agosto?

– Es el día que nació Robert Haworth -le informó Charlie.

¿Qué era lo que había dicho Naomi? «Porque fue entonces cuando empezó todo.»

«Aún no ha terminado.» También había dicho eso. Robert Haworth estaba muerto. El día de su nacimiento tenía su equivalente en el día de su muerte; ambos días estaban unidos para siempre, en la línea de la fecha del reloj de sol que Charlie tenía enfrente.

Docet umbra: la sombra enseña.

– Naomi hizo este reloj antes de que Robert muriera -dijo Charlie.

– Por causas naturales, de un fallo respiratorio -le recordó Proust-. Ese fue el veredicto de la investigación.

La camarera le sirvió su té verde. Sin leche ni azúcar.

– Creo que quedará muy bonito en la fachada de la comisaría -dijo Muñeco de Nieve, oliendo con mucho cuidado el té antes de tomar un sorbo-. Y, teniendo en cuenta todo el trabajo que me espera, seguro que el próximo 4 de mayo estaré demasiado ocupado para comprobar la sombra del nodo en la línea que señala esa fecha. Y, aun cuando no estuviera muy ocupado, puede que ese día estuviera nublado. Y, si no hay sol, tampoco hay sombras.

«¿Significa eso -pensó Charlie-, que si hay muchas sombras debe haber una fuente de luz en alguna parte?».

– En este mundo hay muy poca gente que se tome la justicia por su mano -sentenció Proust-. Prefiero pensar en la muerte de Robert Haworth como en un acto de justicia debido a la naturaleza. Su cuerpo se cansó de luchar, inspectora. La madre naturaleza corrigió uno de sus errores, eso es todo.

Charlie se mordió el labio.

– Con un poco de ayuda -murmuró.

– Cierto. Y sin duda alguna Juliet Haworth contribuyó al resultado final.

– Y por esa razón la meteremos en la cárcel. Le parece justo, ¿señor?

– Atacó a Robert Haworth en un arrebato. Será tratada con compasión. -Proust lanzó un suspiro-. Vuelve con tu equipo, Charlie. No harás que cambie de opinión con respecto al trabajo en un ruidoso café atestado de gente. No puedo pensar con lucidez mientras de fondo suena La Traviata a todo volumen.

– Lo pensaré.

El inspector jefe asintió con la cabeza.

– Por ahora me conformo con eso -dijo, inclinándose y acariciando con los dedos la lisa superficie del reloj-. ¿Sabes? Había escogido una leyenda para el reloj de sol que quería. Antes de que el superintendente desestimara la idea. Depresso resurgo.

– Suena un poco deprimente -dijo Charlie.

– Pero no lo es. No sabes qué significa.

¿Cómo no iba a preguntárselo, si estaba allí sentado como un colegial que había hecho sus deberes, ansioso por decírselo?

– ¿Y bien?

Proust apuro el té que le quedaba.

– Tras hundirme, vuelvo a la vida, inspectora -dijo, mirando fijamente a Charlie, mientras levantaba con la cucharilla la bolsa de té empapada, manteniéndola en el aire con una expresión triunfal-. Tras hundirme, vuelvo a la vida.

Загрузка...