Habla y Sobrevive
Historia de supervivientes N° 31 (enviada el 3 de julio de 2001)
Es muy difícil obligarme a mí misma a escribir sobre lo que me ocurrió. Sólo después de leer las historias de esta magnífica página web y comprobar lo valientes que han sido otras mujeres, estoy intentando hacer lo mismo. Hace tres semanas me violaron, y el monstruo que lo hizo me dijo que si alguna vez se lo contaba a alguien o acudía a la policía, daría conmigo de nuevo y me mataría.
En aquel momento le creí, y todavía sigo haciéndolo. Sé que muchos violadores son impotentes o padecen algún trastorno mental, pero ese hombre parecía seguro de sí mismo, no era ningún perdedor. No habría tenido ningún tipo de problema para encontrar novia. No tenía ninguna necesidad de hacerme lo que me hizo, pero quiso hacerlo.
Cuando me abordó, yo estaba en el centro de Bristol. Acababa de salir de una reunión y aquella noche tenía otra, así que decidí buscar algún sitio para comer. No soy de Bristol, de modo que no conozco muy bien los restaurantes de la ciudad. Descubrí un café llamado One Stop Thali Shop que me pareció acogedor. Me quedé fuera, mirando a través del ventanal; estaba a punto de entrar cuando se me acercó ese hombre.
Me llamó por mi nombre mientras se dirigía hacia mí y pensé que debía de conocerle. Se me acercó y se quedó junto a mí, y sólo entonces vi el cuchillo. Me quedé petrificada. Me obligó a caminar hasta su coche a punta de cuchillo, diciéndome que me destriparía si gritaba o avisaba a alguien. Una vez dentro del coche, me puso un antifaz que me impedía ver nada.
No voy a ser capaz de describir todo lo que ocurrió; sigue siendo demasiado crudo y doloroso. Me llevó en coche hasta algún lugar -no sé adónde-y sólo me quitó el antifaz cuando estuvimos en el interior de un edificio. Era un pequeño teatro con un escenario. Entonces me dijo: «¿Quieres entrar en calor antes de que empiece el espectáculo?», aunque no me contó de qué espectáculo se trataba.
Sabía que pronto lo descubriría, y así fue. Entonces llegó el público, en grupo: cuatro hombres y tres mujeres. La presencia de aquellas mujeres fue lo peor de todo. ¿Cómo era posible que unas mujeres disfrutaran viendo todo lo que le hacían a otra mujer? Si aquélla era la idea que tenían de salir a divertirse una noche, siento más compasión por ellas que por mí misma.
Los siete eran de mediana edad, casi unos viejos. Dos de los hombres llevaban barba y bigote. No me gustan los hombres con vello facial. Uno de ellos llevaba una tupida barba digna de Santa Claus, pero de color castaño, y el otro una de esas absurdas barbas que es como una ceja depilada alrededor de la boca.
Las sillas no estaban en filas, como en los teatros normales. El grupo se sentó en torno a una mesa, y mientras me violaban en el escenario, cenaron. Antes de empezar conmigo, aquel hombre les sirvió la cena: unos platitos con jamón de Parma con rúcula y queso parmesano. Lo sé porque les explicó lo que era.
Esto es muy duro. En un momento dado pensé que se había acabado mi suplicio, porque me sacaron del escenario y creí que aquel hombre había terminado conmigo. Me había prometido que si cooperaba no me mataría, y yo había cooperado. Aunque era un monstruo, creí lo que me había dicho. No quería matarme; lo único que quería era que yo le ayudara a montar su «espectáculo».
Pero no había terminado. No soy capaz de escribir sobre lo que ocurrió a continuación, pero fue peor que lo que había ocurrido en el escenario. Cuando el violador hubo terminado, intentó convencer al hombre de la barba tupida -su nombre era Des-de que también me violara. Des se colocó encima de mí, pero, gracias a Dios, no pudo conseguir una erección.
Después de divertirse conmigo todo lo que quisieron, me volvieron a poner el antifaz, me llevaron de vuelta a Bristol y me dejaron en la calle, frente al One Stop Thali Shop. Las llaves de mi coche y mi bolso estaban junto a mí, en el suelo. No había nadie. Encontré mi coche y, aunque no me encontraba muy bien, conduje hasta mi casa. Cuando llegué ya era media mañana. Mis vecinos estaban en el jardín y vieron cómo me dirigía desde el coche hasta la puerta de entrada. Esa tarde, uno de mis vecinos, la mujer, llamó a mi puerta y me preguntó si podía hacer algo por mí. Me preguntó si había ido a la policía. Le dije que se metiera en sus asuntos y le cerré la puerta en las narices. Sabía que si acudía a la policía me matarían. La bestia que me había atacado sabía mi nombre, mi dirección y un montón de cosas acerca de mí.
Desde entonces, apenas he salido a la calle. No soy capaz de enfrentarme a mis vecinos; he puesto la casa en venta. Me paso todo el tiempo elaborando fantasías para vengarme, lo cual resulta patético, ya que eso es lo que siempre serán: fantasías. Aun cuando lograra armarme de valor para acudir a la policía, es probable que ahora ya fuera demasiado tarde. Lo he hecho todo mal; me di un baño en cuanto llegué a casa.
No habría sido tan malo si él no hubiera sabido mi nombre. Por decirlo de alguna forma, me siento como si me hubieran elegido, y no sé por qué. ¿Es por algo que hice? Sé que la agresión no fue culpa mía, y no me culpo, pero me gustaría saber qué fue lo que le hizo escogerme. Ahora me siento muy sola, totalmente al margen del resto del mundo. Lo único que deseo es volver a formar parte de él.
Gracias por dedicar un tiempo a leer esto.
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SVIAS (Supervivientes de violación, incesto y abuso sexual)
MI HISTORIA
Historia N° 12 (enviada el 16 de febrero de 2001)
No puedo creer que seamos tantas, fui violada el año pasado en el restaurante hindú donde trabajaba, ésta es la primera vez que se lo cuento a alguien, me quedé hasta tarde por la noche porque esos dos hombres no se habían terminado el curry y las cervezas, le dije a mi jefe que ya cerraría yo, ése fue el mayor error de mi vida. Los dos estaban borrachos, eran unos cerdos borrachos, no querían pagar la cuenta, uno de ellos me lanzó sobre la mesa y dijo que íbamos a calentar, yo soy la atracción principal. Me llamó la estrella del espectáculo, quería ser el último. Lo hicieron por turnos, el primero no pudo empalmarse, el que dijo que era la atracción principal le dijo al otro que utilizara una botella, y el otro lo hizo, entonces el que había dicho que era la atracción principal me dio la vuelta y me quedé boca abajo y me forzó en esa postura, me dolió mucho, el que no pudo empalmarse tenía una cámara y sacó fotos de lo que hacía el otro, me obligaron a decirles mi nombre y dónde vivía yo y mi familia. Me dijeron que mandarían las fotos a mi familia si acudía a la policía, aún no he ido a la policía, pero algún día lo haré porque no puedo vivir con esto si esos cerdos no pagan por lo que hicieron, y no voy a dejarles que arruinen el resto de mi vida, quiero decirles a todas las que han pasado por lo que yo pasé que sigan luchando.
Tanya, Cardiff
Dirección de correo electrónico oculta
A Simón no le gustaba la forma en que lo miraba Juliet Haworth. Era como si estuviera esperando que hiciera algo, y, cuanto más tardaba en hacerlo, más divertido le parecía a ella. Era Colin Sellers quien hacía las preguntas, pero ella lo ignoraba. Dirigía todas sus respuestas y sus incisos -que eran muchos-a Simón, aunque él no conseguía adivinar por qué. ¿Era porque lo había conocido primero?
– No es normal que alguien que se encuentra en su situación no quiera un abogado -dijo Sellers tranquilamente.
– ¿Este interrogatorio va a ser idéntico al último? -preguntó Juliet-. ¡Qué aburrimiento!
Mientras hablaba, tenía las manos detrás de la cabeza, y se revolvía el pelo con ellas.
– ¿Se aburrió de su marido? ¿Fue por eso por lo que le golpeó repetidas veces con una piedra?
– Robert no habla lo bastante como para aburrir a alguien. Es callado, pero no tiene nada de aburrido. Es muy profundo. Sé que suena cursi.
El tono de voz de Juliet era el de alguien locuaz y conspirador. Sonaba como el miembro de un grupo que halagara a otro que también formara parte de él. Simón pensó en esos programas de 100 Greatest de Channel 4 en los que aparecían famosos que siempre se deshacían mutuamente en elogios.
– Puede que el comportamiento de Robert sea previsible, pero sus ideas no lo son. Estoy segura de que Naomi ya les ha contado todo esto. Y también estoy segura de que ella está siendo de mucho más ayuda que yo. Mire. -Juliet se dio la vuelta para enseñarle a Simón que llevaba el pelo recogido en una trenza perfectamente entretejida-. Una trenza perfecta; me la hice sin espejos y sin nada. Impresionante, ¿verdad?
– ¿Se ha comportado su marido de forma violenta con usted en alguna ocasión?
Juliet le frunció el ceño a Sellers, como si le hubiera irritado su intromisión.
– ¿Podría conseguirme un coletero? -dijo, señalándose la nuca-. Si no volverá a soltarse.
– ¿Solía ser violento?
Juliet se echó a reír.
– ¿Acaso le parezco una víctima? Hace un minuto pensaba que le había machacado la cabeza a Robert con una piedra. Aclárese.
– Dígame, Juliet, ¿había abusado su marido de usted física o psicológicamente?
– ¿Sabe una cosa? Creo que haré que su trabajo sea más excitante si no le cuento nada. -Señaló con la cabeza el expediente que Simón tenía en las manos-. ¿Tiene una hoja de papel? -preguntó, en voz más baja.
Hacía todo lo posible por dejar claras sus preferencias. Si lo que ella quería era que Simón jugara un papel más importante, él estaba dispuesto a hacer lo menos posible para que lo consiguiera. A Juliet parecía importarle un bledo lo que pudiera ocurrirle; por el momento, el único punto de apoyo que tenía Simón era el hecho de que ella parecía querer algo de él.
Sellers sacó un sobre arrugado de su bolsillo y lo deslizó por encima de la mesa hasta Juliet acompañándolo de un bolígrafo.
Ella se inclinó hacia delante, escribió durante unos segundos y luego, sonriendo, empujó el sobre hasta Simón. Él no hizo nada. Sellers cogió el sobre y lo examinó brevemente antes de tender selo a Simón. Maldita sea. Ahora no tenía elección. Juliet ensanchó su sonrisa. A Simón no le gustaba la manera en que trataba ¿e comunicarse con él en privado, excluyendo a Sellers. Consideró la posibilidad de abandonar la sala, y dejarle todo aquello a Sellers. ¿Cómo reaccionaría ella ante eso?
Juliet había escrito cuatro líneas en el sobre, un poema o una parte de él:
La incertidumbre humana es lo único
que hace que la razón sea fuerte.
Hasta que tropezamos, nunca sabemos
que cada palabra que decimos es una falsedad.
– ¿Qué es esto? -preguntó Simón, irritado por no saber de qué se trataba. No podía habérselo inventado, al menos en tan poco tiempo.
– Mi pensamiento del día.
– Hábleme de las relaciones sexuales con su marido -dijo Sellers.
– Creo que no voy a hacerlo. -Juliet soltó una risita-. Hábleme de las suyas con su mujer. Veo que lleva un anillo de casado. Los hombres no suelen llevarlo, ¿verdad? -le preguntó a Simón-. A veces es difícil recordar que las cosas eran diferentes de como son ahora, ¿no cree? El pasado se esfuma y es como si el estado actual de las cosas siempre hubiera sido el mismo; hay que hacer un verdadero esfuerzo para recordar cómo solía ser antes.
– ¿Diría que sus relaciones sexuales eran normales? -insistió Sellers-. ¿Siguen durmiendo juntos?
– De momento Robert está durmiendo en el hospital. Según el subinspector Waterhouse, puede que nunca se despierte.
Su tono de voz daba a entender que tal vez Simón hubiera mentido acerca de eso simplemente por ser malicioso.
– Antes de que fuera atacado, ¿diría que usted y su marido tenían unas relaciones sexuales normales?
Sellers parecía mucho más tranquilo que Simón.
– No pienso decir nada sobre eso; no, creo que no -repuso Juliet.
– Si estuviera en presencia de un abogado, o si dejara que j proporcionáramos uno, le aconsejaría que si no quiere responde a una pregunta dijera «sin comentarios».
– Si hubiera querido decir «sin comentarios», lo habría hecho. Mi comentario es que prefiero no responder a esa pregunta. Como Bartleby.
– ¿Quién?
– Es un personaje de ficción -murmuró Simón-. Bartleby, el escriba. Cuando le pedían que hiciera algo, decía: «Preferiría no hacerlo.»
– Salvo que fuera interrogado por la policía -dijo Juliet-. Él sólo trabajaba en una oficina. O mejor dicho, no trabajaba. Un poco como yo. Supongo que sabrá que no tengo trabajo ni una carrera. Y no tengo hijos. Sólo tengo a Robert. Y ahora puede que ni siquiera le tenga a él.
Juliet mostró el labio inferior, parodiando una expresión de tristeza.
– ¿La ha violado alguna vez su marido?
Juliet pareció sorprendida, puede que incluso un poco enojada. Luego se echó a reír.
– ¿Cómo?
– Ya ha escuchado la pregunta.
– ¿Ha oído hablar de la navaja de Occam? ¿La explicación más sencilla y todo eso? ¡Tendrían que escucharse! ¿Que si Robert me ha violado alguna vez? ¿Que si se ha comportado de forma violenta en alguna ocasión? ¿Que si ha abusado psicológicamente de mí? El pobre está en el hospital, con una herida que podría ser mortal, y ustedes… -De pronto se interrumpió.
– ¿Qué?
Sus ojos, astutos y cómplices, habían perdido su agudeza. Parecía distraída cuando dijo:
– Hasta hace muy poco tiempo era legal que un hombre violara a su mujer. Imagínense eso ahora; parece algo imposible. Me acuerdo de que una vez, siendo una niña, salí a pasear por la ciudad con mi madre y mi padre y vimos un cartel que decía: «La violación en el matrimonio… Consigamos que sea un delito.» Tuve que preguntarles a mis padres qué significaba eso.
Hablaba de forma automática y no sobre lo que realmente estaba pensando.
– Juliet, si no intentó matar a Robert, ¿por qué no nos dice quién lo hizo? -preguntó Sellers.
Su expresión se aclaró de inmediato. Había recuperado la concentración, pero Simón captó un cambio de humor. La falta de seriedad se había esfumado.
– ¿Le ha contado Naomi que Robert la violó?
Simón abrió la boca para contestar, pero no fue lo bastante rápido. Juliet abrió unos ojos como platos.
– Lo ha hecho, ¿verdad? ¡Esa mujer es increíble!
– ¿Quiere decir que está mintiendo? -dijo Sellers.
– Sí, está mintiendo. -Por primera vez desde que había empezado el interrogatorio, Juliet parecía hablar totalmente en serio-. ¿Qué dijo exactamente que le había hecho?
– Responderé a sus preguntas cuando usted responda a las mías -dijo Sellers-. Me parece lo justo.
– Aquí no hay equidad que valga -dijo Juliet, desdeñosa-. Déjeme adivinar. Les contó que había unos hombres mirando mientras cenaban. ¿La violó Robert en un escenario? ¿La ataron a una cama? ¿Por casualidad los postes de la cama no tendrían unas bellotas esculpidas?
Simón reaccionó y se puso en pie.
– ¿Cómo coño sabe todo eso?
– Quiero hablar con Naomi -dijo Juliet.
Estaba sonriendo de nuevo.
– Usted nos mintió sobre el paradero de su marido. Se pasó seis días en su casa mientras él estaba arriba, con una herida casi mortal tumbado sobre su propia mugre, y no llamó a una ambulancia. Sus huellas digitales están en esa piedra, en la sangre de Robert. Tenemos suficientes pruebas para condenarla. Nos da igual lo que nos cuente o lo que no.
El rostro de Juliet estaba impasible. No habría habido ninguna diferencia si Simón le hubiera leído la lista de la compra.
– Quiero hablar con Naomi -repitió Juliet-. En privado. A solas en plan íntimo.
– Lo veo difícil.
– Debería saber que eso es imposible, de modo que, ¿por qué se molesta en preguntar? -dijo Sellers.
– ¿Quiere saber lo que le pasó a Robert?
– Sé que intentó matarlo, y eso es cuanto necesito saber -dijo Simón-. Vamos a acusarla de intento de asesinato, Juliet. ¿Está segura de que no quiere un abogado?
– ¿Por qué iba a intentar matar a mi marido?
– Aunque no haya un motivo, conseguiremos una condena; eso es lo único que nos importa.
– Puede que eso sea verdad para su amigo -dijo Juliet, señalando a Sellers con la cabeza-, pero no creo que lo sea para usted. Usted quiere saber. Y su superior también. ¿Cómo se llama? La inspectora Zailer. Es una mujer, y a las mujeres les gusta saber toda la verdad. Y, bueno, yo soy la única que la conoce. -Su voz sonó inequívocamente orgullosa-. Dígale a su superior de mi parte que si no me deja hablar con esa zorra de Naomi Jenkins seré la única que sabrá la verdad. De usted depende.
– No podemos permitirlo -le dijo Simón a Sellers mientras volvían a la sala del Departamento de Investigación Criminal-Charlie dirá que no puede ser, y es lógico. ¿Jenkins y Juliet Haworth a solas en una sala de interrogatorio? Tendríamos que enfrentarnos a otro intento de asesinato. Cuando menos, Haworth se burlaría de Jenkins con los detalles de su violación. Imagínate los titulares: «La policía permite que una asesina humille a una víctima de violación.»
Sellers no estaba prestando atención.
– ¿Por qué Juliet Haworth cree que no me importa saber la verdad? ¡Zorra engreída! ¿Por qué debería importarte más a ti que a mí?
– Yo no me preocuparía por eso.
– ¿Cree que soy un lerdo o algo por el estilo? ¿Que no tengo imaginación? Vaya ironía. Debería oír la historia que le he contado a Stace para justificar la semana que voy a pasar con Suki. ¿Sabes que incluso redacté un programa de actividades de la concentración de nuestro equipo en un impreso con membrete de la policía?
– No quiero saberlo -dijo Simón-. No voy a mentirle a Stacey si me la encuentro cuando estés fuera y me pregunta por qué no estoy contigo…, sea donde sea que se suponga que hayas ido.
Sellers se echó a reír.
– Ahora dices eso, tío, pero sé que llegado el caso mentirías por mí. ¡Dejémonos de chorradas!
Simón estaba ansioso por dejar el tema. Ya lo habían discutido antes, demasiado a menudo. Sellers siempre se ponía de buen humor cuando lo criticaban, lo cual irritaba a Simón casi tanto como ver que él trataba sus escrúpulos como si fueran una especie de pose. Sellers no tenía imaginación, al menos en ese aspecto: era incapaz de concebir que alguien desaprobara sinceramente su infidelidad. ¿Por qué querría alguien frustrar sus ganas de divertirse cuando no suponía ningún sacrificio y nadie salía herido? Simón pensó que era demasiado optimista. La diversión era algo momentáneo, pero Sellers no era capaz de ver que podía convertirse en otra cosa, como en perder a su mujer y a sus hijos si Stacey Sellers llegaba a enterarse. Simón pensó que hasta que alguien no había sufrido de verdad no era capaz de saber hasta dónde podía llegar el dolor.
– Se me ha ocurrido algo como regalo de boda para Gibbs -dijo Sellers-. Sé que todavía falta un poco, pero preferiría quitarme el tema de encima lo antes posible. Tengo cosas más importantes en las que pensar. -Sellers hizo un gesto lascivo-. Preparar las vacaciones…, lubricantes…, polvos…
– Separaciones matrimoniales -murmuró Simón, pensando en el poema que Juliet Haworth había escrito en el sobre. No era la típica esposa de un camionero, de la misma forma que Naomi Jenkins tampoco era la amante habitual de un camionero. Ambas debían de tener más cosas en común entre ellas que con él, pensó Simón. Era difícil saber si estaba en lo cierto, teniendo en cuenta que Haworth aún hablaba menos que esas dos mujeres-. ¿De qué se trata?
– Un reloj de sol.
Simón se echó a reír en su cara.
– ¿Para Gibbs? ¿Y no preferiría una lata de Special Brew? ¿0 un vídeo porno?
– ¿Sabes que Muñeco de Nieve tiene un libro sobre relojes de sol?
– Sí. ¿Y sabes quién le compró ese libro y aún no ha recuperado lo que le costó?
– Le he echado un vistazo. Puedes ponerle algo llamado nodo.
– ¿Te refieres a un gnomon?
– No, eso lo tienen todos los relojes de sol. Normalmente, un nodo suele ser una bola, aunque no necesariamente. Se coloca sobre el gnomon, y todos los años su sombra señala una fecha en particular…, la boda de Gibbs y Debbie, por ejemplo. La línea que señala esa fecha se cruza con las líneas de abajo, las que marcan las horas y las medias horas. Y en esa fecha, todos los años, la sombra del nodo sigue el recorrido de toda la línea. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– Los detalles son irrelevantes -dijo Simón-. No creo que sea una buena idea. Gibbs nunca querría un reloj de sol; se quedaría muy decepcionado.
– Puede que Debbie sí quiera uno. -Sellers parecía dolido-. Los relojes de sol son bonitos. A mí me gustaría tener uno. Y Proust también lo dijo.
– Debbie quiere casarse con Gibbs, por lo que debemos suponer que tiene tan mal gusto como él.
– ¡De acuerdo, aguafiestas! Sólo quería zanjar el tema, eso es todo. Cuando vuelva de mi semana con Suki sólo faltarán un par de días para la boda. Tendréis un montón de problemas para resolver el asunto si lo dejáis para el último momento. ¡Dios, hablar sobre ello me ha desanimado! Ya sé que Gibbs no es precisamente…
– Precisamente.
– Olvídalo -dijo Sellers cansinamente.
– ¿Cómo crees que ha ido la cosa? -le preguntó Simón-. ¿Robert Haworth violó a Naomi Jenkins y se lo contó a su mujer? ¿O a Jenkins la violó otro, se lo contó a su amante y luego éste reveló su secreto y se lo dijo a su mujer?
– Y quién cono lo sabe -dijo Sellers-. En ambos casos estás dando por sentado que Haworth le contó lo de la violación a su mujer. Quizás fue Naomi Jenkins quien se lo dijo. No puedo dejar de pensar que ambas están compinchadas para despistarnos. Son dos arpías resabidas y sabemos que están mintiendo. ¿Y si no fueran las enemigas y rivales que pretenden ser?
– ¿Y si no tenemos nada? -dijo Simón, desalentado-Con Haworth aún inconsciente y esas dos mujeres tomándonos el pelo no vamos a ninguna parte, ¿no es así?
– Yo no diría eso -dijo Charlie, acercándose hacia ellos por el pasillo.
Simón y Sellers se volvieron. Charlie tenía mala cara. No parecía estar contenta, como solía estar cuando hacían progresos.
– Simón, necesito una muestra de ADN de Haworth lo antes posible. Y no una de las que los forenses consiguieron en su casa, antes de que me digas que ya la tenemos. Quiero que le saquen otra muestra. No voy a correr ningún riesgo.
Charlie siguió andando mientras hablaba; Simón oyó a Sellers ladeando detrás de él mientras trataban de seguir su paso.
– Sellers, consígueme información sobre Haworth, su esposa Y Naomi Jenkins. ¿Dónde está Gibbs?
– No estoy seguro -dijo Sellers.
– Eso no me vale. Quiero que me traigáis a Yvon Cotchin para interrogarla; es la amiga de Jenkins. Y poned a trabajar a los forenses con el camión de Robert Haworth.
– ¿De qué va todo esto? -preguntó Sellers, rojo como un tomate, una vez que se hubo esfumado el repiqueteo de los tacones de aguja de Charlie.
Simón no quería hacer suposiciones ni deseaba especular sobre lo que podía ser tanto un progreso como malas noticias.
– No puedes seguir encubriendo a Gibbs -dijo, cambiando de tema-. ¿Qué le ocurre? ¿Se trata de la boda?
– Estará bien -repuso Sellers, resuelto.
Simón pensó en el reloj de sol que había en la tarjeta de Naomi Jenkins, en su leyenda. No pudo recordarla en latín, pero la tradujo como «Sólo cuento las horas de sol». Eso le venía a Sellers como anillo al dedo.
Jueves, 6 de abril.
La inspectora Zailer abre la puerta de mi celda. Intento levantarme, y sólo me doy cuenta de lo agotada que estoy cuando se me doblan las rodillas y empiezo a escuchar un tintineo dentro de mi cabeza. Antes de conseguir transformar la maraña de mis pensamientos en una pregunta coherente, la inspectora Zailer dice:
– Robert está mejor. La hemorragia se ha detenido y le ha bajado la inflamación.
Esto es todo cuanto necesito saber para recuperar las fuerzas.
– ¿Quiere decir que se va a poner bien? ¿Que va a despertar?
– No lo sé. El médico con el que acabo de hablar ha dicho que con las heridas de la cabeza nunca se sabe. Lo siento.
Debería haberlo sabido: las experiencias traumáticas nunca terminan. Es como una carrera sin fin: la línea de meta se convierte en polvo y se esparce a medida que me aproximo a ella, y, cuando desaparece, diviso otra a lo lejos. Y luego corro hacia esa nueva línea de meta, jadeando hasta morir, y vuelve a ocurrir lo mismo. Acaba una espera y acto seguido empieza otra. Eso me desgasta más que la falta de sueño. Tengo la sensación de que hay un animal atrapado en mi interior, luchando por salir, moviéndose de un lado a otro. Si consiguiera calmarme no me importaría permanecer despierta durante toda la noche.
– Lléveme al hospital para ver a Robert -digo, mientras la inspectora Zailer me saca al pasillo.
– Voy a llevarla a una sala de interrogatorio -responde ella con firmeza-. Tenemos cosas de que hablar, Naomi…, hay muchas cosas que explicar y aclarar.
Mi cuerpo se dobla. No he conseguido recuperar suficientes energías.
– No se preocupe -dice la inspectora Zailer-. No tiene nada que temer si nos cuenta la verdad.
Nunca podría temer a la policía. Ellos siguen unas reglas que conozco y, salvo raras excepciones, estoy de acuerdo con ellas.
– Sé que no le haría ni le ha hecho nada a Robert.
Me invade una sensación de alivio que penetra hasta mis agotados huesos. Gracias a Dios. Quiero preguntar si ha sido Juliet quien te ha hecho daño, pero debe de haber un cortocircuito en la zona del cerebro que controla el habla y no soy capaz de abrir la boca.
La sala de interrogatorios tiene las paredes de un color coral pálido y un fuerte olor a anís.
– ¿Le apetece beber algo antes de empezar? -pregunta la inspectora Zailer.
– Cualquier cosa que tenga alcohol.
– Té, café o agua -dice, con voz más tranquila.
– Entonces sólo agua.
No hablaba en broma. Sé que a la policía le está permitido dejar fumar a la gente. Lo he visto en televisión, y en la mesa que tengo delante hay un cenicero. Si el tabaco y la nicotina están permitidos, ¿por qué no el alcohol? En el mundo hay un montón de contradicciones sin sentido y la mayoría de ellas son fruto de la estupidez.
– ¿Con o sin gas? -murmura la inspectora Zailer cuando se dispone a salir de la sala. No sabría decir si está enfadada o bromeando.
Una vez sola, dejo la mente en blanco. Debería estar anticipándome y preparándome, pero lo único que hago es quedarme sentada, totalmente quieta, mientras el fino velo de mi conciencia se extiende para cubrir el abismo que hay entre este momento y el siguiente. Estás vivo.
La inspectora Zailer vuelve con el agua. Se pone a juguetear c0n el aparato que hay encima de la mesa y que parece más sofisticado que una grabadora, aunque evidentemente ésa es su función. Una vez que lo pone en marcha, dice su nombre y el mío y luego la fecha y la hora. Me pide que declare que no deseo la presencia de un abogado. Tras haberlo hecho, ella se recuesta en su silla y dice:
– Voy a ahorrarnos un montón de tiempo a ambas saltándome todo el rollo de preguntas y respuestas. Voy a describir la situación tal y como yo la veo, y usted puede decirme si es correcta, ¿de acuerdo?
Asiento con la cabeza.
– Robert Haworth no la violó. Usted mintió con respecto a eso, aunque tenía buenos motivos para hacerlo. Usted lo ama y creía que le había ocurrido algo que le impidió reunirse con usted en el Traveltel el pasado jueves, algo grave. Nos contó su preocupación al subinspector Waterhouse y a mí, pero se dio cuenta de que no estábamos tan convencidos como usted de que a Robert le hubiera ocurrido algo. Pensó que encontrarle no era una prioridad para nosotros, de modo que intentó otra táctica…, trató de hacernos creer que Robert era un hombre violento y peligroso y que había que encontrarle de inmediato antes de que le hiciera daño a alguien. Desde un principio pensaba contarnos la verdad en cuanto le encontráramos. Sólo iba a ser una mentira provisional… Usted sabía que acabaría redimiéndose con la verdad. -La inspectora Zailer hace una pausa para recuperar el aliento-. ¿Qué tal lo he hecho hasta ahora?
– Todo es verdad; todo lo que ha dicho es la verdad.
Estoy un poco sorprendida de que haya conseguido resolverlo. ¿Habrá hablado con Yvon?
– Naomi, usted mintió para salvarle la vida a Robert. Un día más y con toda seguridad habría muerto. La compresión cerebral provocada por las heridas le habría matado.
– Sabía que era lo que debía hacer.
– Naomi, será mejor que nunca vuelva a mentirme. El hecho de que estuviera en lo cierto con respecto a Robert no significa que pueda introducir nuevas normas cuando a usted le apetezca ¿Queda claro?
– Ahora que han encontrado a Robert y que está a salvo no tengo ninguna razón para mentir. ¿Juliet…? ¿Juliet intentó matarle? ¿Qué le hizo?
– Llegaremos a eso a su debido tiempo -dice la inspectora Zailer. Saca un paquete de Marlboro light de su bolso y enciende un cigarrillo. Tiene las uñas largas, pintadas de color burdeos; en las puntas, la piel está mordida-. Entonces, si Robert Haworth no la violó, ¿quién lo hizo?
Sus palabras me perforan como si fueran balas.
– Yo… Nadie me violó. Me inventé toda esa historia.
– Una historia muy elaborada. El teatro, la mesa…
– Todo era mentira.
– ¿En serio? -La inspectora Zailer deja el cigarrillo en la punta del cenicero y cruza los brazos, mirándome a través de una espiral de humo-. En cualquier caso, fue una mentira tremendamente imaginativa. ¿Por qué adornarla con tantos detalles extraños…? La cena, las bellotas en los postes de la cama, el antifaz… ¿Por qué no decir tan sólo que Robert Haworth la había violado una noche en el Traveltel? Discutieron, él se enfadó…, etcétera. Habría sido mucho más sencillo.
– Cuantos más detalles tenga una mentira, más fácil le resulta de creer a la gente -le digo-. Una historia inventada precisa de tantos detalles como una verdad si quiere pasar por tal. -Respiro profundamente-. Una discusión en el Traveltel no habría bastado…, es algo demasiado íntimo para Robert y para mí. Necesitaba que creyeran que Robert era una amenaza para cualquier mujer, que era una especie de… monstruo pervertido al que te gustaban los rituales. Por eso me inventé la peor historia de violación que fui capaz de imaginar.
La inspectora Zailer asiente lentamente con la cabeza y luego dice:
– Creo que contó esa historia en particular porque es cierta.
No digo nada.
La inspectora Zailer saca unas hojas de papel de su bolso, las despliega y las coloca frente a mí. Con sólo echar un rápido vistazo sé exactamente qué son. Su significado me asfixia, aunque trato de no mirar lo que está escrito. Tengo un nudo en la garganta.
– Muy lista -digo.
– ¿Cree que estas historias no son reales? Robert no la violó, Naomi, pero ambas sabemos que alguien lo hizo. Y, sea quien sea, se lo ha hecho a otras mujeres. A estas mujeres. ¿Por qué pensó que usted había sido la única?
Armándome de valor, miro las hojas de papel que tengo frente a mí. Podrían ser reales. Una de ellas está muy mal escrita; en todas, los detalles son ligeramente distintos. No creo que la inspectora Zailer haya hecho esto. ¿Por qué iba a hacerlo? Es lo mismo que comentó acerca de mi historia: demasiado elaborada.
– Algunas mujeres acuden a la policía después de haber sido violadas -dice, tranquilamente-. Y se toman muestras. Ahora que hemos encontrado al señor Haworth, podemos tomar una muestra de su ADN. Si él es el responsable de estas violaciones, podremos demostrarlo -dice, observándome atentamente.
– ¿Robert? -Este giro me deja confundida-. Él nunca le haría daño a nadie. Si tiene que hacerlo, tome una muestra de su ADN, pero verá que no coincide con ninguna… otra muestra.
La inspectora Zailer me sonríe compasivamente. Esta vez no estoy dispuesta a transigir.
– Creo que, si quisiera, podría ser una testigo muy importante, Naomi. Si decide empezar a contarnos la verdad nos ayudará a detener al cabrón de mierda que la violó a usted y a estas otras mujeres. ¿No es eso lo que desea?
– Nunca me violaron. Mi declaración es falsa.
¿Acaso cree esta estúpida arpía que estoy diciendo esto para desbaratar su sed de justicia? Si no puedo admitirlo es por mí. Soy yo quien deberá sobrellevar eso durante el resto de mi vida y la única forma de conseguirlo es siendo alguien a quien no le ocurrió.
He visto un montón de películas en las que la gente acaba contando una verdad que quieren ocultar desesperadamente en medio de un interrogatorio ligeramente crispado por parte del policía, un psiquiatra o un abogado. Siempre he pensado que el agente debía de tener muy pocas luces o mucha menos resisten» que yo. Aunque tal vez no se trate de resistencia; tal vez sea el conocimiento de mí misma lo que me permite resistirme a las súplicas de la inspectora Zailer. Sé cómo funciona mi mente y, por lo tanto, cómo protegerla.
Además, no soy la única que miente en esta sala.
– Eso son historias sobre violaciones que ha sacado de una página web -digo-. No tiene ninguna prueba; no puede conseguirlas.
La inspectora Zailer sonríe y saca más papeles de su bolso.
– Eche un vistazo a esto -dice.
Siento una opresión en el pecho y empiezo a sudar. No quiero coger las hojas que sostiene, pero me las tiende. Están justo bajo mi barbilla. Tengo que cogerlas.
Mientras las examino, siento un mareo. Son declaraciones a la policía, como la que le firmé el martes al subinspector Waterhouse. Declaraciones sobre violaciones, parecidas a la mía en forma y contenido, casi con los mismos sórdidos detalles. Hay dos. Ambas fueron tomadas por el subinspector Sam Kombothekra, del Departamento de Investigación Criminal de West Yorkshire. Una es de 2003 y la otra de 2004. Si no fuera tan cobarde, si hubiera denunciado lo que me ocurrió, puede que hubiera evitado las agresiones contra Prudence Kelvey y Sandra Freeguard. No puedo evitar mirar los nombres y convertirlo algo personal.
Dos mujeres con nombres y apellidos, otra que decidió permanecer en el anonimato y una camarera de Cardiff que sólo dio su nombre…, cuatro víctimas más. Como mínimo.
No soy la única.
Para la inspectora Zailer sólo es trabajo rutinario.
– ¿Cómo sabe Juliet Haworth lo que le ocurrió a usted? Lo sabe todo…, todos los detalles que usted afirma haberse inventado. ¿Se lo contó Robert? ¿Se lo contó a él?
No puedo responder. Estoy llorando como un patético bebé, no puedo evitarlo. El suelo se viene abajo y yo estoy flotando en la oscuridad.
– A mí no me ocurrió nada -consigo decir-. Nada.
– Juliet quiere hablar con usted. No nos contará si fue ella quien atacó a Robert o si quería matarle. No nos contará nada. Usted es la única persona con la que hablará. ¿Qué opina?
Reconozco las palabras, como si fueran objetos, pero para mí carecen de sentido.
– ¿Lo hará? Puede preguntarle cómo sabe que la violaron.
– ¡Me está mintiendo! Si lo sabe es porque usted se lo ha contado. -Tengo los muslos empapados en sudor. Estoy mareada, como si fuera a vomitar-. Quiero ver a Robert. Tengo que ir al hospital.
La inspectora Zailer deja una fotografía tuya encima de la mesa, frente a mí. Siento una sacudida en el corazón, tan violenta que me parece un latigazo. Quiero acariciar la foto. Tu piel es de color gris. No puedo ver tu cara porque no miras a la cámara. La mayor parte de la foto está llena de sangre, roja en los bordes, y negra y coagulada en el centro.
Me alegra que me la haya mostrado. Sea lo que sea lo que te haya ocurrido, no quiero dejar de verlo. Quiero estar tan cerca de ti como me sea posible.
– Robert -susurro. Las lágrimas resbalan por mis mejillas. Tengo que ir al hospital-. ¿Esto lo hizo Juliet?
– Dígamelo usted.
Miro fijamente a la inspectora Zailer, preguntándome si estamos manteniendo dos conversaciones distintas, si vivirnos dos realidades distintas. No sé quién hizo esto. No tengo ni idea. Si lo supiera, mataría a quien lo hizo. No puedo imaginarme a nadie atacándote, salvo a tu mujer.
– Quizá fue usted quien hirió a Robert. ¿Le dijo que todo había terminado? ¿Acaso se atrevió a dejar de amarla?
Esta idea absurda me despierta.
– ¿Todos los policías que hay por aquí son tan duros de mollera como usted? -le espeto-. ¿Acaso no hay que hacer ningún examen para ingresar en la policía? Estoy segura de que leí algo acerca de eso. ¿Hay alguna posibilidad de hablar con algún policía que lo haya aprobado?
– Está hablando con alguien que tiene un doctorado.
– ¿En qué? ¿En estupidez?
– Necesitaremos una muestra de su ADN para compararla con las pruebas que encontraron los forenses en el lugar donde el señor Haworth fue atacado. Si fue usted, lo probaremos.
– Estupendo. En ese caso, pronto descubrirá que yo no lo hice. Me alegra saber que podemos confiar en algo más que en su intuición, porque parece ser tan precisa como un…
– ¿Un reloj de sol en la oscuridad? -sugiere la inspectora Zailer. Se está burlando de mí-. ¿Hablará con Juliet Haworth? Yo estaría presente. No tiene nada que temer.
– Si me lleva a ver a Robert, hablaré con Juliet. Si no lo hace, olvídelo.
Tomo un sorbo de agua.
– Es usted increíble… -masculla, entre dientes.
Pero no dice que no.
– Prue Kelvey y Sandy Freeguard.
El subinspector Sam Kombothekra, del Departamento de Investigación Criminal de West Yorkshire, trajo consigo fotografías de las dos mujeres, y ahora estaban colgadas con un alfiler en el tablero de Charlie, junto a otras de Robert Haworth, Juliet Haworth y Naomi Jenkins. Charlie le pidió a Kombothekra que le contara al resto de su equipo lo que ya le había dicho por teléfono.
– Prue Kelvey fue violada el 16 de noviembre de 2003 y Sandy Freeguard unes meses después, el 20 de agosto de 2004. Le tomamos muestras completas a Kelvey, pero no conseguimos nada de Freeguard, o sea, que no hay ADN. Esperó una semana hasta presentar la denuncia, pero su agresión fue idéntica a la de Kelvey, de modo que estábamos bastante seguros de que se trataba del mismo hombre.
Kombothekra hizo una pausa para aclararse la garganta. Era alto y flaco, tenía el pelo negro y brillante, la piel aceitunada y una prominente nuez que Charlie no podía dejar de mirar. Cuando hablaba, se movía arriba y abajo.
– Ambas mujeres fueron a obligadas a subir a un coche a punta de cuchillo por un hombre que sabía sus nombres y que se comporto como si las conociera hasta que estuvo lo bastante cerca para sacar el arma. Prue Kelvey sólo dijo que era un coche negro, pero Sandy Freeguard fue más concreta: un coche con cinco puertas cuya matrícula empezaba por «Y». Freeguard describió una chaqueta de pana que se parece a la que mencionó Naomi Jenkins. En los tres casos se trataba de un hombre alto, blanco, con el pelo corto de color castaño. Kelvey y Freeguard fueron obligadas a sentarse en el asiento del acompañante y no en el de atrás y ésa es la primera diferencia entre nuestros dos casos y la declaración de Naomi Jenkins.
– Los dos primeros de otros muchos -terció Charlie.
– Correcto -dijo Kombothekra-. Una vez en el coche, a ambas mujeres se les vendaron los ojos con un antifaz, otro punto de coincidencia, pero, a diferencia de Naomi Jenkins, en ese momento les ordenaron que se quitaran la ropa de cintura para abajo. Temían por sus vidas y ambas hicieron lo que les decían.
Proust sacudió la cabeza.
– De modo que tenemos tres casos…, tres de los que tengamos noticia…, de mujeres obligadas a subir a un coche a plena luz del día para recorrer, por lo que sabemos, una larga distancia con un antifaz en los ojos. ¿Nadie vio el coche y le pareció sospechoso? Creo que alguien que pasara por la calle habría visto a una pasajera con antifaz.
– Quien viera eso pensaría que quería echar una siesta -dijo Simón.
Sellers asintió con la cabeza para demostrar que estaba de acuerdo.
– Ninguna de ellas acudió a nosotros de inmediato -dijo Kombothekra-. Tras los llamamientos que emitimos por televisión, tres testigos se pusieron en contacto con nosotros, aunque ninguno de ellos fue capaz de decirnos mucho más que lo que ya sabíamos: un coche negro con cinco puertas, una pasajera con algo que le tapaba los ojos y nada sobre el conductor.
– Así pues, el asiento delantero en vez del trasero y orden de que se quitaran la ropa de cintura para abajo durante el trayecto y no al llegar -resumió Proust.
– Kelvey y Freeguard fueron agredidas sexualmente sin parar durante todo el trayecto. Ambas dijeron que el violador conducía con una mano y empleaba la otra para acariciar sus partes íntimas Ambas declararon que no fue brusco ni violento. Sandy Freeguard dijo que le pareció que hacía eso para demostrar que tenía poder para hacerlo; se trataba más de ejercer ese poder que de infligir dolor. Las obligó a sentarse con las piernas abiertas. En los dos casos, les dijo algo parecido a lo que Naomi Jenkins afirma que dijo su agresor: «¿No quieres entrar en calor antes de que empiece el espectáculo?». -Kombothekra consultó sus notas-. La versión de Kelvey fue: «Siempre me gusta calentar antes de que empiece el espectáculo, ¿a ti no?». Evidentemente, en ese momento ella no sabía a qué espectáculo se refería. A Freeguard le dijo: «Esto es sólo un pequeño calentamiento antes del espectáculo.»
– Así pues, sin duda alguna se trata del mismo hombre -dijo Proust.
– Parece muy probable -repuso Charlie-. Aunque en cada caso estamos seguros de que el público es distinto, ¿no?
Kombothekra asintió con la cabeza.
– Así es. Y en el caso de la historia de supervivientes número treinta y uno de la página web «Habla y Sobrevive» también. Su autora describe a cuatro hombres, dos de ellos con barba, y tres mujeres. Y dice que eran de mediana edad. Kelvey y Freeguard afirmaron que su público estaba formado por hombres jóvenes.
– ¿Y qué hay de la historia de la superviviente de la otra página web, Tanya, de Cardiff? -preguntó Simón-. Si es que ése es su verdadero nombre… Ésa parece la más distinta a las demás. Las únicas similitudes son las referencias a la estrella del espectáculo y al calentamiento, y podrían ser una coincidencia; quizás fueran dos agresores completamente distintos.
Charlie sacudió la cabeza.
– El público lo formaba un solo hombre. Mientras uno de los hombres violaba a Tanya, el otro miraba. Se emplearon las palabras «espectáculo» y «calentamiento»…, y, de momento, eso basta como punto de coincidencia hasta que se demuestre que no hay relación alguna. Y se sacaron fotos. ¿Sam?
– Sandy Freeguard dijo que le sacaron fotos desnuda y tumbada sobre el colchón. Como en el caso de Naomi Jenkins, se mencionó la palabra «recuerdo». Prue Kelvey dice que cree que le sacaron fotos; oyó unos clics que supuso que eran de una cámara pero la diferencia fundamental es que en su caso no le quitaron el antifaz en ningún momento. El violador se lo dejó puesto durante la agresión. Parecía estar enfadado con ella y no paró de decirle que era tan fea que tenía que seguir con el rostro tapado o no sería capaz de mantener relaciones sexuales con ella.
– No está mal -dijo Gibbs. Era la primera vez que hablaba desde que había empezado la reunión-. No es nada especial, pero tampoco es un adefesio.
Todos volvieron los ojos hacia las fotos del tablero, salvo Charlie. No le hacía falta: ya las había examinado con atención y le había sorprendido la falta de parecido físico entre las víctimas. Normalmente, en cualquier agresión en serie de índole sexual, el violador siempre prefería un mismo tipo de mujer.
Prue Kelvey era guapa, tenía el rostro delgado, la frente estrecha y un pelo oscuro que le llegaba hasta los hombros. Naomi Jenkins llevaba un peinado parecido, aunque tenía el pelo más ondulado y de color más bien castaño rojizo; su rostro no era tan flaco y era más alta. Kombothekra había dicho que Prue Kelvey sólo medía 1,57 de altura, mientras que Naomi Jenkins medía 1,73. Sandy Freeguard tenía un tipo físico totalmente distinto: era rubia, de rostro cuadrado y con unos diez kilos de más, mientras que Kelvey era muy flaca y Jenkins estaba delgada.
– Aunque a ti no te interese, a nosotros sí nos importa lo que les ocurrió a esas mujeres -le dijo Charlie a Gibbs, sintiéndose avergonzada por su comentario.
Sam Kombothekra había fruncido el ceño al oír la palabra «adefesio». Charlie no le culpaba por ello.
– ¿Acaso he dicho eso? -soltó Gibbs, desafiando a Charlie-Sólo estoy diciendo que Kelvey no es especialmente fea. Así que debió haber otra razón para dejarle puesto el antifaz durante violación.
– Pues piensa antes de hablar -le espetó Charlie-. Hay muchas maneras de decir las cosas.
– Oh, estoy pensando, por supuesto -repuso Gibbs, en tono amenazante-. He estado pensando mucho. Más que tú.
Charlie no tenía ni idea de lo que quería decir.
– ¿Tenemos que escucharte a ti y a Gibbs discutiendo, inspectora? -dijo Proust con impaciencia-. Prosiga, subinspector Kombothekra. Le pido disculpas en nombre de mis agentes. Normalmente no suelen pelearse como si fueran unos críos.
Charlie tomó nota mentalmente para no recordarle a Muñeco de Nieve el próximo cumpleaños de su mujer. Sam Kombothekra le sonrió; Charlie pensó que lo hacía para pedirle disculpas en nombre de Proust. Al instante, la opinión sobre él subió varios enteros. Cuando llegó le juzgó como lo que, a sus cincuenta años, ella y sus amigas habrían llamado un perdedor. Sin embargo, tuvo que corregir su apresurado juicio: Sam Kombothekra era simplemente un hombre cortés y bien educado. Más tarde, si conseguía estar un momento á solas con él, se disculparía por la impertinencia de Proust y el grosero comentario de Gibbs.
– Prue Kelvey estimó que estuvo en el coche alrededor de una hora -continuó Kombothekra.
– ¿Dónde vive? -preguntó Simón.
– En Otley.
Proust parecía irritado.
– ¿Ese lugar existe? -preguntó.
Un poco presuntuoso, pensó Charlie, viniendo de un hombre que vivía donde vivía. ¿Qué se creía, que Silsford era Manhattan?
– Así es -repuso Kombothekra.
Otra de las costumbres que molestaron a Charlie cuando conoció a Proust era que siempre contestaba a una pregunta diciendo «Eso es» o «Yo soy», en vez de decir simplemente «Sí».
– Está cerca de Leeds y Bradford, señor -dijo Sellers, que había nacido en Doncaster, o «Donnie», como él solía llamarlo.
El ligero asentimiento de cabeza de Proust dio a entender que la respuesta era vagamente aceptable.
– Sandy Freeguard dijo que estuvo en el coche una hora, dos lo sumo -prosiguió Kombothekra-. Vive en Huddersfield.
– Que está cerca de Wakefield -añadió Charlie sin poder evitarlo.
Charlie puso cara de póquer; Proust nunca podría acusarla de no intentar ayudar.
– Entonces, parece que ese teatro donde esas mujeres fueron atacadas está más cerca de donde viven Kelvey y Freeguard que de Rawndesley, que es donde vive Naomi Jenkins -dijo Proust.
– No creemos que Kelvey y Freeguard fueran atacadas en el mismo lugar que Jenkins y la superviviente número treinta y uno -le dijo Simón-. En las declaraciones de Kelvey y Freeguard no se menciona ningún escenario ni ningún teatro. -Kombothekra asintió con la cabeza-. Ambas describen una sala larga y estrecha con un colchón en un extremo y el público de pie en el otro. Nada de sillas ni una mesa. Los espectadores de las violaciones de Kelvey y Freeguard tomaron copas, pero no cenaron. Freeguard dijo que era champán, ¿verdad?
– Entonces la diferencia es significativa -dijo Proust.
– Hay más similitudes que diferencias -intervino Charlie-El comentario sobre lo de calentar antes del espectáculo… es algo que coincide en los tres casos. Kelvey dijo que la sala en la que estaba era muy fría y, en su declaración, Naomi Jenkins afirmó que el violador mantuvo deliberadamente apagada la calefacción hasta que llegó el público y que se burló de ella a costa de eso. Freeguard fue atacada en agosto, de modo que no es extraño que no mencionara lo del frío.
– Tanto Sandy Freeguard como Prue Kelvey afirmaron que la sala en la que estuvieron tenía una acústica muy rara. -Señalo Kombothekra al volver a consultar sus notas-. Kelvey dijo que pensó que podía ser un garaje y Freeguard también dijo que no parecía la habitación de una casa. Pensó que podía ser una especie de módulo industrial. Dijo que las paredes no parecían de verdad La que pudo ver desde el colchón no era sólida; dijo que estaba cubierta por algún material, algo grueso. Ah, y en la sala que describió Freeguard no había ventanas.
– En su declaración Jenkins mencionó una ventana -dijo Charlie.
– ¿Pensó que podía darse por sentado que Kelvey y Freeguard fueran atacadas en el mismo lugar? -le preguntó Proust a Kombothekra.
– Sí. Todo el equipo lo pensó.
– Jenkins fue atacada en un sitio distinto -dijo Simón con certeza.
– Si es que fue atacada -dijo Proust-. Aún tengo mis dudas. Esa mujer es una mentirosa compulsiva. Pudo haber leído las historias de esas otras dos supervivientes en la página web, ambas enviadas antes que la suya, y decidir inventarse una fantasía similar. Luego conoció a Haworth y le incorporó a su fantasía, primero como salvador y luego como violador, cuando él, comprensiblemente, se hartó de ella y la dejó.
– Muy agudo, señor -dijo Charlie sin poder evitarlo.
Simón le sonrió y ella tuvo ganas de echarse a llorar. De vez en cuando compartían una broma que nadie más entendía; entonces, la trágica sensación de que no estaban juntos y probablemente nunca lo estarían abrumaba a Charlie. Pensó en Graham Angilley, a quien había dejado insatisfecho y confuso en Escocia, tras prometerle que lo llamaría. Aún no lo había hecho. Graham era demasiado superficial para hacerla llorar. Pero quizás eso era bueno, quizás lo que le hacía falta era una relación menos intensa.
Kombothekra negó con la cabeza.
– En la declaración de Jenkins hay algunos detalles que coinciden con las de Kelvey y Freeguard, cosas que no podría saber leyendo las historias de Internet. Por ejemplo, Jenkins dice que la obligaron a describir sus fantasías sexuales con todo detallé y a enumerar sus posturas sexuales favoritas. A Kelvey y Freeguard les ordenaron que hicieran lo mismo. Y las obligaron a decir obscenidades y a decir lo mucho que disfrutaban del sexo mientras las estaban forzando.
Colin Proust lanzó un gruñido, indignado.
– Soy consciente de que ninguno de los violadores con los que nos hemos encontrado eran precisamente unos caballeros, pero éste se lleva la palma. -Todos asintieron con la cabeza-. No hace esto porque esté desesperado, ¿verdad? No es un cabrón triste y atormentado. Lo que hace es algo que planifica desde una posición de poder, como si fuera su pasatiempo favorito o algo así.
– En efecto. Aunque esa posición de poder sea imaginaria -dijo Sam Kombothekra.
Simón estaba de acuerdo con él.
– No tiene ni idea de lo enfermo que está. Apostaría algo a que él no se considera un enfermo, sino simplemente un tipo cruel.
– Para él no se trata de una cuestión de sexo -dijo Charlie-. De lo que se trata es de humillar a las mujeres.
– Sí es una cuestión de sexo -la contradijo Gibbs-. Humillarlas es lo que lo pone cachondo. Si no, ¿por qué hacerlo?
– Por el espectáculo -dijo Simón-. Quiere prolongarlo, ¿no es así? Primer acto, segundo acto, tercer acto…, obligando a las mujeres a hablar de sexo mientras las viola, un espectáculo que es tanto verbal como visual. Así consigue un espectáculo más completo. Y el público, ¿pagará o serán amigos a los que invita?
– No lo sabemos -dijo Kombothekra-. Hay muchas cosas que no sabemos. No haber detenido a ese tipo es uno de nuestros mayores y más desalentadores fracasos. Podrán imaginarse cómo se sienten Prue Kelvey y Sandy Freeguard. Si ahora lo detuviéramos…
– Tengo una teoría -dijo Sellers, mostrando de pronto un rostro radiante-. ¿Y si fue Robert Haworth quien violó a Prue Kelvey y Sandy Freeguard y luego les contó a Juliet y Naomi lo que había hecho? Eso explicaría que ambas conocieran el modus operandi.
– Por el motivo que admitió -sugirió Charlie-. Ella creía que no lo buscaríamos con mucho empeño. Una vez lo encontramos, decidió retirar la denuncia y pensó que todo quedaría olvidado. No contó con que nosotros descubriríamos lo de Kelvey y Freeguard.
Simón negó enérgicamente con la cabeza.
– Ni hablar. Naomi Jenkins está enamorada de Haworth…, sobre eso no me cabe ninguna duda. Puede que Juliet Haworth sea capaz de estar con un hombre que viola a otras mujeres, ya sea por diversión o por interés, pero Naomi Jenkins nunca lo haría.
Proust lanzó un suspiro.
– Tú no sabes nada sobre mujeres, Waterhouse. No seas absurdo. Mintió desde el principio. ¿O no es así?
– Sí, señor. Pero creo que, en esencia, es una persona decente, que sólo mintió porque estaba desesperada… Mientras que Juliet Haworth…
– ¡Me llevas la contraria a propósito, Waterhouse! No sabes nada sobre esas dos mujeres.
– Veremos qué pasa con el ADN de Robert Haworth, si coincide con alguna otra muestra -intervino Charlie diplomáticamente-. El laboratorio está trabajando en ello en estos momentos, de modo que mañana tendremos los resultados. Ah, y Sam ha conseguido una copia de la foto de Haworth para enseñársela a las dos mujeres de West Yorkshire.
– Otra coincidencia entre el relato de Jenkins y los de Kelvey y Freeguard es que se invitó a unirse a la violación a un miembro del público -dijo Kombothekra-. En el caso de Jenkins, un hombre llamado Paul. Kelvey dijo que su violador invitó a todos los hombres que estaban presentes, aunque tenía muchas ganas de que aceptara alguien llamado Alan. Al parecer no dejaba de decir: «Vamos, Alan, ¿seguro que no te animas?». Los demás hombres también insistían, incitándole a hacerlo. Sandy Freeguard contó a misma historia, sólo que el hombre se llamaba Jimmy.
– ¿Y? ¿Acabaron participando Alan o Jimmy? -preguntó Proust.
– No, ninguno de los dos lo hizo -contestó Kombothekra-Freeguard nos contó que el tal Jimmy dijo: «Creo que prefiero no implicarme.»
– Cuando te enteras de que hay hombres así empiezas a lamentar que no exista la pena de muerte -murmuró Proust.
Charlie hizo una mueca disimuladamente. Lo último que le hacía falta era otra diatriba de Muñeco de Nieve sobre los buenos tiempos de la horca. Aprovechaba cualquier pretexto para lamentar la abolición de la pena de muerte: el robo de algunos CD en una tienda de HMV en la ciudad, un reparto de propaganda durante la noche… La disposición del inspector jefe para aplicar la pena de muerte de forma indiscriminada a la población civil deprimía a Charlie, aunque dio la casualidad de que estuvo de acuerdo con él respecto al hombre que había violado a Naomi Jenkins, Kelvey y Freeguard, fuera quien fuera.
– ¿Y las diferencias? -se preguntó Charlie en voz alta-. Tiene que tratarse del mismo hombre…
– Puede que perfeccione su método con cada nueva violación -sugirió Sellers-. Le gusta mantener la rutina, pero quizás los pequeños cambios hacen que le resulte más excitante.
– Y por eso ordenó a Freeguard y Kelvey que se desnudaran en el coche -dijo Gibbs-. Para que conducir fuera más entretenido.
– ¿Y por qué el cambio de sitio, en lo que respecta a Freeguard y Kelvey? ¿Y por qué eliminar la elaborada cena? -espetó Muñeco de Nieve con impaciencia.
Charlie había estado esperando que el humor de Proust empeorara. Cuando había demasiadas dudas, solía irritarse. Charlie se dio cuenta de que, de pronto, Sam Kombothekra se había quedado callado. Hasta entonces no conocía a Proust y nunca había experimentado una de sus invisibles instalaciones frigoríficas, sin duda alguna, se debía estar preguntando por qué no era capaz de moverse o hablar.
– Quizás había empezado la temporada y necesitaban el escenario para Jack y las habichuelas mágicas. -Charlie habló de forma deliberadamente relajada, tratando de derretir el ambiente. Sabía por experiencia que era la única del equipo capaz de conseguirlo. Simón, Sellers y Gibbs parecían aceptar como algo inevitable el hecho de quedarse petrificados por el desdén de Muñeco de Nieve durante horas, a veces incluso días-. En su declaración, Jenkins afirma que su agresor también sirvió la cena aprovechando un descanso entre las diversas agresiones. Y la superviviente número treinta y uno también dice lo mismo.
– ¿Estás insinuando que lo que hizo fue racionalizar su operación? -preguntó Simón.
– Tal vez -repuso Charlie-Piensa en lo que contó Naomi Jenkins. Eso debió de dejarle agotado, ¿no te parece? Un secuestro, seguido de un largo trayecto en coche, varias violaciones, servir una cena elegante a más de diez invitados y luego otro largo viaje de regreso.
– Es posible que nuestro hombre se trasladara a West Yorkshire entre la violación de Jenkins y la de Kelvey -dijo Kombothekra-Eso explicaría el cambio de sitio.
– O quizás siempre haya vivido en West Yorkshire, teniendo en cuenta que Jenkins dijo que su trayecto fue mucho más largo -apuntó Sellers.
– Puede que fuera una pista falsa y algo que convirtiera la «actuación» de ese tío en algo demasiado agotador para seguir haciéndolo -dijo Charlie-. Quizás vivía en Spilling y así fue como conoció a Jenkins, o supo de su existencia y estuvo dando vueltas en círculo para que ella pensara que la había llevado al otro extremo del país.
– Esa es una especulación absurda -murmuró Proust, irritado.
– Puede que tenga un trabajo que le deje tiempo para secuestrar a sus víctimas -sugirió Gibbs.
– Hay algo sobre lo que todavía no hemos hablado -dijo Charlie.
– Eso me parece poco probable -rezongó Proust.
Charlie le ignoró.
– Todas las mujeres afirmaron que su secuestrador conocía sus nombres y muchos detalles sobre ellas. Pero, ¿cómo lo sabía? Debemos averiguar si tienen algo en común más allá de lo que es obvio: son mujeres de clase media que han tenido éxito en su trabajo. Naomi Jenkins diseña relojes de sol; Sandy Freeguard es escritora…, escribe libros para niños, y Prue Kelvey es una abogada especializada en inmigración.
– Era -la corrigió Sam Kombothekra-. No ha vuelto a trabajar desde la agresión.
– No podemos estar seguros en el caso de la superviviente número treinta y uno -continuó Charlie-, pero escribe como alguien que hubiera recibido una buena educación.
– Jenkins, Kelvey y Freeguard dicen que su violador les preguntó cómo se sentían siendo mujeres que habían tenido éxito en su profesión, por lo que tendremos que asumir que eso es algo que vincula los casos -dijo Kombothekra.
– Pero luego está la historia de la superviviente de la página web de SVIAS, Tanya, de Cardiff -le recordó Simón-. Es camarera y su forma de escribir es muy pobre. No estoy seguro de que su violación forme parte de la misma serie.
– Cronológicamente, fue la primera -dijo Sellers-. ¿Podría ser que se tratara de un ensayo y que luego el violador pensara que aquello era algo increíble, pero que prefería hacerlo con una mujer elegante y con público?
– Posiblemente -repuso Charlie-. Tal vez…
Se interrumpió, pensativa. Proust lanzó un pesado suspiro.
– ¿Acaso estamos a punto emprender un viaje a un mundo fantástico?
– Los dos hombres que describió Tanya estaban en el restaurante donde trabajaba, tomándose un curry. Era el único miembro del personal que estaba allí; los hombres estaban borrachos y era tarde. Quizás ésa fue la primera agresión, algo espontaneo que surgió de improviso. Uno de los hombres se olvidó de todo, o lo consideró algo ocasional, pero el otro le cogió gusto…
– Ya basta, inspectora. Parece que estés intentando venderle un guión a Steven Spielberg. Y ahora, si esto es todo… -añadió, frotándose las manos.
– El caso de Tanya, de Cardiff, por la razón que sea, es raro -dijo Charlie-. Vamos a seguir la pista de las mujeres que han triunfado en su profesión. Gibbs, echa un vistazo a las asociaciones de mujeres trabajadoras o algo parecido.
– Ayer escuché algo en Radio 4 -dijo Simón-. Algo sobre una organización que agrupaba a la gente que trabajaba por su cuenta. Tanto Jenkins como Freeguard son autónomas. Puede que el violador también lo sea.
– Kelvin no lo es. No lo era -dijo Gibbs.
– ¿Sabemos algo de Yvon Cotchin? -le preguntó Charlie.
– Me pondré con ello -dijo Gibbs, con expresión asqueada-. Pero no vamos a sacarle nada. Nos dirá exactamente lo que Jenkins le ha dicho que nos diga.
Charlie le miró fijamente.
– Ya deberías haber hablado con ella. Te lo dije, y te lo repito otra vez. Sellers, busca algo relacionado con la venta en Internet de entradas para asistir a violaciones en directo, espectáculos de sexo en vivo, esas cosas. Y habla con SVISA y con los de «Habla y Sobrevive» para ver si tienen alguna forma de contactar con Tanya, de Cardiff, y con la superviviente número treinta y uno. Puede que su dirección esté oculta, pero eso no significa que no tengan su nombre y sus señas.
Sellers se levantó, dispuesto a ponerse a trabajar.
– Simón, tú céntrate en el tema del teatro. ¿Se me ha escapado algo?
– Creo que sí. -Sam Kombothekra parecía avergonzado-. El antifaz. A las tres mujeres las llevaron de vuelta al lugar donde el agresor las había abordado. Y las tres seguían llevando el antifaz cuando se fue. ¿Es posible que ese tipo trabaje para una compañía aérea? Supuestamente, un piloto o un auxiliar de vuelo tendrían fácil acceso a todos los antifaces que quisieran.
– Bien pensado -dijo Charlie diplomáticamente-. Aunque bueno, es fácil comprar un antifaz en cualquier sucursal de Boots.
– Ah. -Kombothekra se ruborizó-. Nunca he ido a Boots -masculló, y Charlie deseó haber mantenido la boca cerrada. Vio que Proust miraba hacia su despacho por el rabillo del ojo-. Señor, necesito hablar un momento con usted -dijo Charlie, conteniendo la respiración. El inspector jefe odiaba que las cosas se sucedieran sin solución de continuidad.
– ¿Hablar? Espero que sea breve. Me voy a preparar una taza de té, si me lo permiten -gruñó Muñeco de Nieve-. De acuerdo, inspectora, de acuerdo. Estaré en mi despacho. Venga de inmediato.
– ¡Caray! ¿Siempre es así? -preguntó Sam Kombothekra después de que Proust hubo cerrado de golpe la puerta de cristal. La sala se estremeció.
– Sí -dijo Charlie, con una sonrisa.
Kombothekra nunca habría adivinado que Charlie hablaba en broma.
– Rotundamente no. Si esa absurda idea fuera tuya, puede que tratara de quitártela de la cabeza, pero esta absurda idea es de otra persona y normalmente sueles ser buena echando por tierra esa clase de cosas.
Proust dejó de sorber su té. Siempre sorbía ruidosamente, incluso cuando bebía té con leche y mucho azúcar. Charlie pensó que era un desastre tomando té.
– Estoy de acuerdo con usted, señor -dijo Charlie-. Sólo quería comprobar que no estaba siendo demasiado estricta. Juliet Haworth me dijo sin ambages que si la dejábamos hablar con Naomi Jenkins a solas nos contaría la verdad. No quería descartar esa posibilidad sin consultarlo antes con usted.
Proust movió la mano, desdeñoso.
– Ella no nos diría nada, aun cuando aceptáramos su petición. Lo único que quiere es torturar a Jenkins. Alguna de las dos acabaría muerta o en el hospital, haciendo compañía a Robert Haworth. Ya tenemos bastante lío por ahora.
– Sí, así es -dijo Charlie-. ¿Y qué me dice de una conversación entre Juliet Haworth y Jenkins estando yo presente? Podría intervenir si viera que las cosas se pusieran feas. Si Juliet Haworth estuviera de acuerdo con eso…
– ¿Y por qué iba a estar de acuerdo? Ella ya lo especificó: a solas con Jenkins. ¿Y por qué iba a aceptar Jenkins?
– Ya ha aceptado. Con una condición.
Proust se levantó, sacudiendo nerviosamente la cabeza.
– ¡Todo el mundo pone condiciones! Juliet Haworth ha puesto una y Naomi Jenkins otra. Si Robert Haworth sobrevive, seguro que también pondrá condiciones. Inspectora, ¿qué es lo que estás haciendo mal para que todos piensen que pueden imponer sus reglas?
«¿Por qué siempre soy yo quien hace las cosas mal?» Charlie tenía ganas de gritar. Según Proust, según Olivia… Estar mal con su hermana hacía que Charlie se sintiera frágil. Tenía que arreglar las cosas cuanto antes. ¿Por qué había sido tan estúpida? Había oído el nombre de Graham y eso bastó: la coincidencia le hizo perder todo sentido de la proporción. Su novio imaginario se había convertido en realidad. Y había caído en la trampa. Se lo explicaría todo a Olivia. La llamaría por la noche…, no podía aplazarlo más.
Tyrannosaurus Sex. Charlie ahuyentó de su mente el insulto de Olivia y, cansinamente, empezó a defenderse ante Proust.
– Señor, he abordado este caso exactamente igual que…
– ¿Sabes lo que me dijo Amanda el otro día?
Charlie suspiró. Amanda era la hija de Muñeco de Nieve. Estudiaba Sociología en la Universidad de Essex. No faltaba mucho Para su cumpleaños; Charlie tomó nota mentalmente para señalarlo más tarde con un círculo en el calendario que Proust tenía sobre su escritorio.
– Pues resulta que doce estudiantes de su curso, ¡doce!, compartían una misma circunstancia cuando llegó el día del examen. Todos afirmaron ser disléxicos o… ¿cómo se llama esa otra cosa?
– Naomi Jenkins hablará con Juliet Haworth si, a cambio, la llevamos a ver a Robert Haworth al hospital. -Al ver la furiosa expresión del inspector jefe, Charlie añadió-: Y no me ha pedido verle a solas. Estaré allí en todo momento, vigilándola.
– ¡No seas absurda, inspectora! -bramó Proust-. Es sospechosa de intento de asesinato. ¿Cómo sonaría eso si la prensa llegara a enterarse? ¡El fin de semana todos estaríamos trabajando como reponedores en un supermercado!
– Estaría de acuerdo con usted si Haworth estuviera consciente, señor, pero mientras no lo esté, mientras no sepamos seguro que va a vivir…
– ¡No, inspectora! ¡No!
– Señor, ¡tendría que ser más flexible!
Proust juntó las cejas. Se hizo un largo silencio.
– ¿De veras? -dijo él, finalmente.
– Creo que sí. Lo que está ocurriendo es alarmante, y el factor crucial, la clave de todo, está en las relaciones personales. En la relación entre Haworth y Jenkins, entre Haworth y su mujer, y entre Juliet y Jenkins. Si quieren hablar, sea en las circunstancias que sea, deberíamos aprovechar esa oportunidad. Si nosotros estamos presentes, habrá más pros que contras, señor. Podríamos conseguir una información de vital importancia viendo cómo se comporta Jenkins junto a la cama de Haworth…
– ¿Te refieres a cuando la veas sacar una enorme piedra de su bolsillo?
– …y de cómo reaccionan Juliet Haworth y Jenkins.
– Ya te he dado mi respuesta, inspectora.
– Si sirve de algo, Simón está de acuerdo conmigo. Cree que de heríamos decirles que sí a ambas con la debida supervisión.
– Sí sirve de algo -repuso Proust-. Eso refuerza mi oposición a todo cuanto me propones. ¡Waterhouse!
«Ese réprobo inútil no», daba a entender su tono. Simón había cerrado más casos que cualquier otro agente bajo la supervisión de Proust, incluida Charlie.
– Hablando de otra cosa…
– ¿Señor?
– ¿Qué le pasa a Gibbs?
– No lo sé.
Ni le importaba.
– Bueno, pues descúbrelo, sea lo que sea, y arréglalo. Estoy harto de verle merodeando frente a mi despacho como un fantasma. ¿Te ha contado Sellers su idea?
– ¿La idea de Gibbs?
– Obviamente no. La idea de Sellers de comprarle a Gibbs un reloj de sol como regalo de boda.
Charlie no pudo evitar sonreír.
– No, nadie me lo ha comentado.
– Sellers ha pensado en un reloj de sol con una fecha, la de la boda de Gibbs, pero no me convence. Es demasiado confuso. No puede haber una línea que indique una sola fecha, inspectora. Lo he leído. Cualquier línea indicaría dos días, porque cada fecha tiene su doble, ya sabes. Hay otro día, a lo largo del año, en que la inclinación del sol será la misma que la de la fecha de la boda de Gibbs. Así pues, el gismo, lo que llaman nodo, también proyectaría su sombra en la línea de la fecha ese otro día. -Proust negó con la cabeza-. No me gusta. Es demasiado confuso, demasiado aleatorio.
Charlie no entendía exactamente de qué estaba hablando.
– Pero la idea de Sellers hizo que se me ocurriera otra a mí. ¿Qué tal un reloj de sol para nuestra humilde morada, en la pared de la parte de atrás, donde solía estar el viejo reloj? Nunca se sustituyó ese reloj…, sólo hay un enorme espacio vacío. ¿Cuánto te parece que puede costar un reloj de sol?
– No lo sé, señor. -Charlie se imaginó a Proust sometiendo propuesta al superintendente Barrow y casi estuvo a punto soltar una carcajada-. Si quiere puedo preguntárselo a Naomi Jenkins.
El inspector jefe chasqueó la lengua.
– Evidentemente, no podríamos encargárselo a ella. Y antes tengo que conseguir la aprobación de las altas instancias. Pero no puede ser muy caro, ¿verdad? ¿Cuánto crees? ¿Unas quinientas libras por uno que sea bien grande?
– De verdad que no tengo ni idea, señor.
Proust cogió un enorme libro de tapas negras que estaba encima de la mesa y empezó a hojearlo.
– Waterhouse fue muy amable al traerme esto. Hay un capítulo sobre relojes de sol de pared…, ¿dónde está? También hay relojes que se pueden fijar en una pared sin necesidad de instalación.
– Señor, ¿quiere que lo averigüe? Los precios, el tiempo que tardaría, todo eso. Usted está ocupado.
Charlie sabía que eso era lo que quería oír.
– Excelente, inspectora. Eso es muy considerado de tu parte.
Proust sonrió y Charlie descubrió, para su vergüenza, que se sentía invadida por una inesperada racha de elogios. ¿Era algo propio de la naturaleza humana ansiar la aprobación de las criaturas más despreciables que uno conocía? Se volvió para salir.
– ¿Inspectora?
– ¿Mm?
– Tú me entiendes, ¿verdad? No podemos dejar que Juliet Haworth y Naomi Jenkins mantengan una conversación privada sin presencia policial. Y, del mismo modo, no podemos permitir que Jenkins esté a solas con Haworth en la habitación de un hospital. Es demasiado arriesgado.
– Si usted lo dice, señor -dijo Charlie, indecisa.
– Dígales a Naomi Jenkins y a Juliet Haworth que aquí somos nosotros quienes ponemos las condiciones. ¡Somos nosotros quienes dirigimos el espectáculo, no ellas! Si esos dos… encuentros llegaran a producirse, deberá ser con la presencia de agentes en ambos casos. Y no sólo de agentes… Quiero que tú estés allí, inspectora. Me da igual el trabajo que tengas y tu nivel de estrés -dijo, remarcando las palabras-. Eso no es algo que pueda delegarse.
Charlie fingió una expresión apesadumbrada, pero por dentro saltaba de júbilo.
– Si insiste, señor… -dijo.
Viernes, 7 de abril.
– ¿Qué sabes sobre mi marido? -me pregunta Juliet.
– Que me quiere -le respondo.
Ella se echa a reír.
– Eso es algo sobre ti, no sobre él. ¿Qué sabes sobre Robert? Sobre su familia, por ejemplo.
El subinspector Waterhouse coge su bolígrafo. Él y la inspectora Zailer intercambian una mirada que no soy capaz de interpretar.
– No se ve con nadie de su familia.
– Es cierto.
Juliet hace una marca en el aire con el dedo índice. Con la otra mano se frota una ceja, como si quisiera alisársela una y otra vez. Un aparato está grabando nuestra conversación Al mismo tiempo, mi memoria está grabando todos los gestos y expresiones de Juliet. Ésta es tu esposa, la mujer, me imagino, que habrá hablado a menudo contigo sobre cosas cotidianas -la revisión del coche, sobre descongelar el frigorífico-mientras se cepilla los dientes y tiene la boca llena de dentífrico. Así de cerca ha estado de ti.
Cuanto más la observo, cuanto más tiempo llevo sentada con ella en esta pequeña habitación pintada de gris, más vulgar me parece. Es como cuando no puedes mirar un cuadro de alguna horripilante deformidad porque eres demasiado impresionable-Cuando por fin te obligas a mirarlo y a familiarizarte con todos sus detalles, de pronto se convierte en algo prosaico de lo que no hay que temer nada en absoluto.
Eso me ayuda a recordar que Juliet ya no comparte contigo nada que yo no comparta. La gente dice que el matrimonio no es más que una hoja de papel, y en general eso es falso, aunque no en este caso. En este momento, tú y Juliet estáis tan lejos el uno del otro como pueden estarlo un hombre y su mujer, separados no sólo físicamente por vuestras respectivas encarcelaciones, sino también por el hecho de que ella hizo todo lo posible por matarte. Si llegas a despertarte -no: cuando te despiertes-no habrá forma de que la perdones.
– Sé que Robert tiene tres hermanas y que una de ellas se llama Lottie. Lottie Nicholls.
Tuve que arrancarte esa información y luego me sentí tan culpable que no te pregunté más nombres.
Juliet vuelve a soltar otra estridente carcajada, para que Waterhouse y Zailer puedan volver a oírla más tarde. Pero ellos no recordarán sus fríos y vacíos ojos como yo lo haré.
– ¿Por qué Robert nunca habla de sus hermanas? -me pregunta Juliet.
Recuerdo tus palabras exactas, y sólo tengo que parafrasearlas ligeramente.
– Creen que él no es lo bastante bueno para ellas y, si es eso lo que piensan, demuestran que son ellas las que no son lo bastante buenas para él.
– Yo fui la causa de la gran disputa familiar -dice Juliet orgullosamente-Aposté que Robert no te lo contaría. Sus familiares más íntimos y queridos se quedaron horrorizados cuando se enteraron de que salía conmigo, lo cual estaba fuera de lugar, teniendo en cuenta que yo nunca les había hecho nada. Me vienen a la mente las palabras «olla» y «tetera».
No tengo ni la menor idea de a qué se refiere.
– ¿Te ha contado mi marido que alguna o puede que todas sus hermanas estén…, a ver, cómo podría decirlo…, muertas?
Se inclina hacia delante; sus ojos azules resplandecen.
– ¿Qué quieres decir?
La expresión de Zailer y de Waterhouse muestra la misma sorpresa y repulsión que la mía, pero no dicen nada. ¿Tus hermanas muertas? Alguna o puede que todas. Eso no es posible. Juliet podría estar mintiendo. Debe de estar mintiendo. A menos que se trate de alguna tragedia…
Ya había pensado antes que la tragedia parece ser tu elemento. Eres un hombre apasionado y afligido, como un condenado que algún día deberá enfrentarse a la horca y trata de vivir sus últimos y preciosos momentos junto a la mujer que ama. Cuando nos conocimos y quedó claro que lo que sentíamos era algo mutuo, que ninguno de los dos era ni más ni menos apasionado que el otro, yo te lo dije sin querer, como una idiota.
– Esto es maravilloso. No puedo creer que no haya gato encerrado.
Tú me miraste como si estuviera loca.
– Oh, claro que hay gato encerrado.
– Me pregunto quién le machacó la cabeza a Robert -dice Juliet tranquilamente, como si estuviera comentando el último giro argumental de un culebrón-. Porque tú no lo hiciste, ¿verdad? Tú estás loquita por Robert. Tú nunca le harías ningún daño.
– Eso es verdad. -No dejaré que se burle de mí con algo de lo que me siento orgullosa-. Tú lo hiciste. Todos saben que tú lo hiciste. Robert lo sabe. Cuando despierte, le contará a la policía que fuiste tú. ¿Intentaste matarle? ¿O fue una pelea que se te escapó de las manos?
Juliet le sonríe a la inspectora Zailer.
– ¿La han adiestrado? Se parece mucho a uno de ustedes. -Juliet se vuelve hacia mí-. Quizá lo seas. No sé cómo te ganas la vida. ¿Eres poli?
– No.
– Estupendo, porque mi capacidad para la ironía tiene un límite-Juliet se inclina hacia delante-. ¿Por qué amas a mi marido?
– ¿Qué quieres decir?
– Es una pregunta sencilla. Supongo que Robert es razonablemente atractivo, aunque ahora le sobren algunos kilos. Cuando lo conocí estaba más delgado. Pero, ¿basta sólo con el atractivo? A estas alturas ya te debes haber dado cuenta de que es un pobre infeliz y un miserable.
– El martes hice una declaración sobre una violación -le digo a Juliet, tratando de no mirar a la inspectora Zailer ni a Waterhouse-. Fingí que Robert me había violado para que la policía le encontrara.
– Tú estás loca de verdad, ¿no? -dice Juliet.
– ¿Cómo conocías los detalles de lo que dije en mi declaración?
Juliet sonríe.
– ¿Por qué fingiste que te había violado y no dijiste, por ejemplo, que te había robado el bolso?
– Porque la violación es el delito más fácil de fingir -digo, finalmente. Me irrita saber que puede que haya igual número de mujeres que pretendan haber sido violadas como que pretendan no haberlo sido-. No tenía magulladuras, así que difícilmente podía fingir que me habían golpeado.
– Tú no fingiste nada -dice Juliet-. Tú fuiste violada. Sólo que no por Robert. Sé exactamente lo que te ocurrió, escena a escena, plano a plano.
Juliet hace un sonoro ruido de un clic, imitando la acción de sacar una fotografía
– Eso es imposible -digo, en cuanto soy capaz de hablar-. A menos que la policía te haya enseñado mi declaración.
De pronto, parece impaciente.
– Nadie me ha enseñado ninguna declaración. Mira, puede que no responda a todas tus preguntas, pero no pienso mentirte. Si te doy una respuesta, será sincera.
– ¿Quiere dejarlo, Naomi? -me pregunta la inspectora Zailer-. Puede dejarlo cuando quiera.
– Estoy bien -digo.
Esta mujer de hielo, me recuerdo a mí misma, es esa misma Juliet que es demasiado tímida para contestar al teléfono, demasiado torpe para manejar un ordenador, demasiado débil para trabajar, la que te obligó a dejar de trabajar de noche porque no era capaz de quedarse sola en casa. Recordar todas las cosas que me has contado sobre ella me ayuda a pronunciar mi siguiente frase.
– Has cambiado. Antes solías ser una mujer tímida y neurótica, que tenía miedo de su propia sombra y dependía totalmente de Robert.
– Es cierto.
Juliet sonríe. Para ella se trata de un juego con el que está disfrutando de lo lindo.
– Ahora pareces otra -digo.
– Me he…, ¿cómo se dice?…, investido de poder.
Juliet suelta una risita y mira a la inspectora Zailer, como si esperara haberla impresionado.
– ¿Cómo? ¿Machacándole la cabeza a Robert con un ladrillo? -digo.
– Lo que le causó las heridas a Robert fue una piedra que usábamos como tope para la puerta. ¿Acaso estos agentes tan amables no te han explicado los hechos? Mis huellas dactilares están por toda la piedra, aunque podría haberla cogido después de la agresión, ¿no? La consternación de la esposa al descubrir a su marido moribundo.
– Alguien que ha sido frágil y delicada toda su vida no se transforma de repente en la mentirosa fría, calculadora y segura de sí misma que eres ahora -digo-, aun cuando pierda la razón y ataque a su marido por tener una aventura.
Juliet parece aburrida y decepcionada.
– Sé que Robert tenía una aventura contigo desde antes de Navidad -dice-. Como tú dices, dependía totalmente de él. De modo que mantuve la boca cerrada al respecto. ¿Te parece patético?
– Entonces, ¿por qué atacaste a Robert la semana pasada? ¿Te dijo que iba a dejarte por mí? ¿Fue eso lo que te dio ganas de matarle?
Juliet se examina las uñas en silencio.
– Tienes razón -dice-. No es probable que alguien que ha sido frágil y delicada durante toda su vida cambie por completo su personalidad, incluso después de que ocurra algo importante.
– ¿Qué estás diciendo? ¿Que no has sido siempre una mujer frágil y delicada?
– Ah. -Juliet cierra los ojos-. No diría que te estás quemando, pero sí que has dejado de pisar el Polo Norte.
– Fingiste ser débil -supongo en voz alta-. Eres una de esas mujeres a las que odio, de esas que pueden cuidar sin problema de sí mismas pero que se muestran totalmente indefensas en cuanto aparece un hombre. Le hiciste creer a Robert que eras una mujer desvalida e indefensa porque sabías que de lo contrario te dejaría.
– Oh, querida, me temo que has vuelto a pisar la nieve con Ernest Shackleton y Robert Falcón Scott. Puede que estés fuera algún tiempo. -Juliet observa al subinspector Waterhouse-. ¿Lo he dicho correctamente?
– ¿Qué pasa? ¿No te apetecía trabajar? -Yo me mantengo en mis trece, pensando que finalmente puedo llegar a alguna parte-. ¿Era más fácil quedarse en casa y explotar a Robert?
– Antes de que dejara de hacerlo me gustaba trabajar -dice Juliet, volviendo ligeramente el rostro.
– ¿En qué trabajabas?
– Me dedicaba a la alfarería; hacía casitas de cerámica.
Zailer y Waterhouse apuntan lo que ha dicho.
– Las vi -digo-. Están por todo el salón. Son un auténtico horror.
Noto un enorme zumbido en mis oídos mientras intento no pensar en el salón de Juliet. Tu salón.
– No pensarías eso si hiciera una miniatura de tu casa -dice Juliet-. Eso es lo que hacía la gente: me encargaban que hiciera miniaturas de sus casas. Me gustaba hacerlo…, reproducir todos los detalles. Puedo hacerte una si quieres. Estoy segura de que en la cárcel me dejarán trabajar. Lo harán, ¿verdad, inspectora Zailer? En realidad tengo ganas de volver a trabajar. Miren lo que les digo: si me traen fotografías de sus casas, desde todos los ángulos, de la fachada, de la parte de atrás y de los laterales, les haré una miniatura.
– ¿Por qué dejaste tu trabajo si te gustaba tanto? -pregunto.
– Bienvenido a casa, señor Shackleton. -Juliet sonríe-. Has perdido algunos dedos por congelación, pero al menos no estás muerta. Acerca una silla a la hoguera, ¿vale?
– ¿De qué coño estás hablando?
Juliet suelta una risotada al ver mi enfado.
– Esto es muy divertido. Es como ser invisible. Puedes provocar el caos y nadie puede hacer nada para evitarlo.
– Excepto dejar que te pudras en la cárcel -digo.
– Estaré bien en la cárcel, muchas gracias. -Juliet se vuelva hacia la inspectora Zailer-. ¿Podré trabajar en la biblioteca de la prisión? ¿Podré ser la que empuja el carrito con los libros por delante de las celdas? En las películas, ese puesto siempre lleva implícito cierto prestigio.
– ¿Por qué haces esto? -le pregunto-. Si realmente te da igual que te encierren durante el resto de tu vida, ¿por qué no le cuentas a la policía lo que quieren saber, si intentaste matar a Robert y por qué?
Juliet levanta sus excesivamente depiladas cejas.
– Bueno, hay una pregunta a la que puedo responder fácilmente: por ti. Ésa es la razón por la que no lo cuento todo como una buena chica. No tienes ni idea de lo mucho que tu existencia, el lugar que ocupas en la vida de Robert, lo cambia todo.
– Me siento fatal -dijo Yvon Cotchin-. De haber sabido que Naomi estaba en la cárcel me habría plantado allí de inmediato. ¿Por qué no me llamó?
Yvon estaba sentada con las rodillas apoyadas en la barbilla en un sofá de color azul desteñido, en medio del desordenado salón de la casa de su ex marido, en Great Shelford, Cambridge. Por todo el suelo había tazas medio vacías, calcetines raídos, mandos a distancia, periódicos viejos y un montón de propaganda sin abrir.
La casa apestaba a marihuana; sobre el alféizar de la ventana había trocitos de papel de aluminio quemados y botellas de plástico vacías con agujeros en los extremos. Cotchin, que olía a champú y a un intenso y penetrante perfume, parecía estar fuera de lugar con su ajustado jersey rojo y sus elegantes pantalones negros; con una mano agarraba un paquete de Consulate sin abrir y un encendedor amarillo de plástico con la otra. Más que fuera de lugar, parecía abandonada.
– Naomi no estaba en la cárcel -dijo Gibbs-. Vino para contestar a unas preguntas.
– Y ahora está en libertad bajo fianza y ha vuelto a su casa -dijo Charlie, que había acompañado a Gibbs para asegurarse de que sometía a un concienzudo interrogatorio a la ex inquilina de Naomi Jenkins. Gibbs había dejado muy claro que no creía que sacaran nada útil a Yvon Cotchin, y Charlie no quería que aquello fuera una profecía que acabara cumpliéndose.
– ¿Bajo fianza? Eso suena horrible. Naomi no ha hecho nada malo, ¿verdad?
– ¿Acaso ha hecho algo?
Cotchin desvió la mirada, jugueteando con el celofán de su paquete de cigarrillos.
– ¿Yvon? -insistió Charlie.
«Abre el paquete y enciende un pitillo, por el amor de Dios» Charlie odiaba a la gente que perdía el tiempo sin hacer nada.
– Le dije a Naomi que iba a contárselo todo a ustedes. Yo nunca le dije que estuviera de acuerdo con ello, de modo que no estoy traicionándola si se lo cuento.
– ¿Estar de acuerdo con qué? -pregunté Gibbs.
– Es mejor que sepan la verdad antes de que Robert… Él se pondrá bien, ¿verdad? Bueno, si hasta ahora ha seguido con vida…
– Usted nos dijo que no conocía a Robert Haworth -le recordó Charlie.
– Es verdad.
– ¿Y con qué no estaba de acuerdo con Naomi? -insistió Gibbs.
– Naomi mintió. Fingió que Robert la había violado. No podía creer que hiciera algo así, pero… ella creía que era la única manera de que ustedes se ocuparan de encontrarle.
– ¿Está segura de que no la violó? -preguntó Charlie.
– Totalmente. Naomi besa el suelo que pisa ese hombre.
– No sería la primera vez que una mujer se enamora de su violador.
– Naomi no haría eso.
– ¿Cómo puede estar tan segura?
Cotchin consideró la pregunta.
– Por su forma de ver el mundo. Para Naomi, todo es blanco o negro, todo es cuestión de justicia. Tendría que conocerla para entenderla. Si alguien le quita un sitio para aparcar ya empieza a hablar de venganza. -Yvon suspiró-. Mire, nunca he sido muy fan de Robert Haworth; no le conozco, pero por lo que Naomi me ha contado…, sé que él no la violó. Ahora que ya han encontrado a Robert, ¿ha reconocido que mintió? Dijo que lo haría.
– Es un poco más complicado que eso. -Charlie abrió el expediente que tenía en las manos. En el sofá, junto a Yvon Cotchin, dejó unas fotocopias de las historias de las tres supervivientes: la de la página web de SVISA (Tanya, la camarera de Cardiff) y las número treinta y uno y setenta y dos, de «Habla y Sobrevive». Charlie señaló la número setenta y dos, la de «N. J.»-Como puede ver, ésta tiene las iniciales de Naomi al final y está fechada el 18 de mayo de 2003. Cuando Naomi vino a vernos y nos mintió acerca de Robert Haworth, le dijo a uno de mis agentes que echara un vistazo a la página web «Habla y Sobrevive» y que leyera su carta.
– Pero…, no lo entiendo. -Cotchin se había puesto pálida-. En 2003, Naomi ni siquiera conocía a Robert.
– Lea las otras dos -dijo Gibbs.
No tenía la suficiente confianza ni una buena razón para negarse. Se rodeó una rodilla con un brazo y empezó a leer, entornando los ojos, como si quisiera bloquear alguna de aquellas palabras o minimizar su impacto.
– ¿Qué es esto? ¿Qué tiene que ver con Naomi?
– La declaración que Naomi Jenkins firmó el martes, el ataque ficticio que sufrió a manos de Robert Haworth, coincide en muchos detalles con estos dos relatos -dijo Gibbs.
– ¿Cómo es posible? -Cotchin parecía muy nerviosa-. Soy demasiado estúpida para comprender todo esto por mí misma; tendrán que explicarme qué está pasando.
– En West Yorkshire hay otros dos casos que siguen las mismas pautas -le dijo Charlie-. Usted no es la única qué quiere saber qué está pasando, Yvon. Tenemos que averiguar si Robert Haworth violó a Naomi Jenkins y a esas otras mujeres, o si fue otro quien lo hizo. Esperamos que usted pueda ayudarnos.
Cotchin estrujó el paquete de cigarrillos por la mitad, aplastando su contenido.
– Es imposible que Naomi fuera violada. Me lo habría contado. Es mi mejor amiga.
– ¿Vivía con ella en esa época? ¿En la primavera de 2003?
– No, pero aun así lo sabría. Naomi y yo somos amigas íntimas desde el instituto. Nos lo contamos todo. Y… parecía estar bien en la primavera de 2003, se comportaba con total normalidad. Era la mujer fuerte que suele ser.
– ¿Es capaz de recordar algo después de tanto tiempo? -preguntó Charlie-. Yo no recuerdo cómo estaban mis amigos hace tres años.
Cotchin parecía desconfiada.
– Ben y yo estábamos atravesando un mal momento -dijo, finalmente-. El primero de tantos. Fue algo serio. Pasaba la noche en casa de Naomi dos veces por semana, a veces más. Estuvo fantástica. Cocinaba para mí, les mandaba correos electrónicos a mis clientes y trataba de que me tomara las cosas de otra manera… Yo estaba demasiado disgustada para trabajar. Me obligaba a darme una ducha y a cepillarme los dientes cuando todo lo que yo quería hacer era abandonarme. ¿Alguno de ustedes ha pasado por una ruptura matrimonial?
Charlie no fue capaz de interpretar el ruido que emitió Gibbs.
– No -contestó Charlie.
– Entonces no pueden imaginarse lo doloroso y destructivo que es.
– Me parece un poco extraño que viniera aquí después de discutir con Naomi -dijo Charlie-. La mayoría de las mujeres no salen corriendo hacia la casa de sus ex maridos cuando tienen problemas.
Cotchin parecía avergonzada.
– Mis padres están demasiado ocupados con su trabajo; no les gusta que la gente se quede en su casa. Y mis hermanos y todos mis amigos, salvo Naomi, tienen pareja o hijos. Estaba disgustada, ¿vale?
– Hay hoteles y bed & breakfasts. ¿Está pensando en reconciliarse con Ben? -la pinchó Charlie-. ¿Es ésa la razón de que este aquí?
– Eso no es asunto suyo. No vamos a volver, si es eso a lo que se refiere. Estoy durmiendo en otra habitación.
– ¿Por qué rompieron?
Aunque probablemente era irrelevante, Charlie pensó que podía seguir preguntando. A menos que… Una hipótesis empezó a cobrar forma en su cabeza. Una hipótesis poco probable, pero valía la pena intentarlo.
– ¡No tengo por qué contárselo! -protestó Cotchin-. ¿Por qué quiere saberlo?
– Conteste a la pregunta.
La voz de Gibbs amenazaba con desagradables consecuencias.
– Ben bebía mucho, ¿de acuerdo? Y no quería trabajar.
– Esta casa es muy grande. -Charlie miró a su alrededor-. Y la tele y el reproductor de DVD son muy caros. ¿Cómo puede permitirse Ben todo esto si no trabaja?
– Es una herencia. -La voz de Cotchin sonó llena de amargura-. Ben nunca ha trabajado un solo día en toda su vida y nunca lo hará.
– Antes dijo que atravesaban el primero de muchos malos momentos…
– En enero de 2003 se acostó con otra mujer mientras yo estaba de visita en casa de mi hermano. Cuando volví, esa mujer se había ido, pero encontré a Ben profundamente dormido (o más bien inconsciente) en la cama; había un condón usado y un pendiente de esa mujer. Había bebido tanto que perdió el conocimiento y no se despertó a tiempo para deshacerse de las pruebas antes de que yo volviera.
Charlie pensó que ella no le había perdonado. Si lo hubiera hecho, habría dicho: «Me fue infiel, pero sólo fue cosa de una noche. No significó nada.»
Gibbs repasó sus notas.
– Así pues, usted y Naomi Jenkins estaban en su casa la noche e miércoles 29 de marzo y el jueves 30 hasta que ella se fue para ^unirse con Haworth en el Traveltel.
– Así es.
Yvon Cotchin parecía aliviada. Prefería hablar del intento de asesinato de Robert Haworth que de su vida amorosa.
– ¿Es posible que Naomi saliera de su casa el miércoles por la noche o el jueves sin que usted se percatara?
– Supongo que podría haberlo hecho en plena noche, mientras yo estaba durmiendo. Pero no lo hizo. Ella también estaba durmiendo. El jueves no. Mi despacho y mi habitación están en el sótano de su casa. Estaban -se corrigió Cotchin-. Usted lo vio -dijo, dirigiéndose a Gibbs-. Mi mesa está frente a la ventana, desde donde se ve perfectamente el camino de entrada. Si Naomi hubiera salido de casa el jueves, la habría visto.
– ¿No se levantó en ningún momento de la mesa? ¿Para prepararse un sándwich o para ir al baño?
– Bueno…, sí, claro, pero…
– ¿Puede ver la calle desde la ventana del sótano? -preguntó Charlie.
– Sí -repuso Cotchin, con un atisbo de impaciencia en la voz-Pregúnteselo a él; estuvo en la casa -dijo, señalando a Gibbs con la cabeza-. Si miras hacia arriba se puede ver el camino de entrada y la calle. Si Naomi hubiese salido me habría dado cuenta. Y no salió.
– Pero ella no puede decir lo mismo de usted, ¿verdad? -dijo Gibbs-. Si estaba en el cobertizo donde trabaja, significa que estaba al otro lado de la casa. Ella no la habría visto si usted hubiese salido, ¿verdad?
Cotchin se volvió hacia Charlie con una súplica en sus ojos.
– ¿Por qué querría yo atacar a Robert? No lo conozco.
– No tiene buen concepto de él -dijo Charlie-. Aunque sólo de forma temporal, su matrimonio fue destruido por la infidelidad. -Cotchin se sonrojó al escuchar aquel mordaz comentario-. Robert Haworth estuvo engañando a su mujer con su mejor amiga durante un año. Seguro que no lo aprobaba.
– Naomi me ofreció un sitio donde vivir cuando Ben y yo rompimos definitivamente -dijo Cotchin, enfadada-. No podía abandonarla sólo porque ella hacía algo con lo que yo no estaba acuerdo -dijo, lanzando un suspiro-. En cualquier caso, a medida que iba pasando el tiempo, no se lo recriminaba tanto.
– ¿Por qué?
– Naomi adoraba a Robert. Era muy feliz. No sé cómo describirlo. Era como si brillara por dentro. Y decía que él sentía lo mismo. Me dije que tal vez era algo auténtico, que estaban destinados a estar juntos. Yo creo en esas cosas, ¿sabe? -dijo, a la defensiva-. Me di cuenta de que no tenía nada que ver con la situación que yo había vivido con Ben. La infidelidad de Ben no se debía a que no me amara o a que amara a alguien más que a mí. Yo soy la mujer con la que él siempre ha querido estar, sólo que era demasiado estúpido e indulgente consigo mismo para tratarme como me merecía. Sin embargo, ahora ha cambiado. Ha dejado el alcohol casi por completo.
«Y toma drogas», pensó Charlie, echando un vistazo a toda la parafernalia que había en el alféizar de la ventana.
– Si Robert amaba a Naomi, ¿por qué no dejó a su mujer para estar con ella?
– Buena pregunta. Creo que le estaba tomando el pelo, aunque ella lo negara. Decía que no podía dejar a Juliet, como si fuera una mujer desvalida, pero siempre pensé que eso era una estupidez. Si era tan infeliz con ella como le dijo a Naomi, la habría dejado. Los hombres no están con alguien por obligación, no si encuentran algo mejor. Sólo las mujeres son lo bastante estúpidas para hacer eso. Y cuando el lunes Naomi fue a casa de Robert para buscarle, conoció a Juliet y se dio cuenta de que ella no era como Robert pretendía.
La puerta del salón se abrió y apareció un hombre que Charlie supuso que sería Ben Cotchin, vestido tan sólo con unos calzoncillos largos de color rojo y azul marino. Era alto y delgado; estaba sin afeitar y llevaba el pelo largo, de color negro, recogido en una cola de caballo. Exactamente igual que el pelo de Yvon, pensó Charlie: el mismo color y el mismo estilo.
– ¿Alguien quiere una taza de té? -preguntó.
– No, gracias -dijo Charlie, respondiendo por ella, Gibbs e Yvon.
Si había que preparar un té, Ben tendría que volver y servirlo. Eso sería una pérdida de tiempo. Aquella mañana, Charlie se había levantado abrumada pensando en todo lo que tenía que hacer antes de que pudiera meterse de nuevo en la cama.
– Robert y Naomi sólo tenían un tema de conversación -dijo Yvon una vez que su marido hubo abandonado el salón-. Lo mucho que se amaban y lo injusto y triste que era el hecho de que no pudieran estar juntos. Crearon un mundo paralelo que sólo existía durante tres horas a la semana dentro de una habitación. ¿Por qué Robert nunca se la llevó a pasar un fin de semana? Decía que no podía dejar tanto tiempo sola a Juliet…
– ¿Y cuál cree usted que era el motivo? -preguntó Charlie.
– Robert es un obseso del control. Quería tener a Juliet y a Naomi, y quería meter a Naomi en una urna con un horario muy concreto: los jueves, de cuatro a siete. Pero ella no es capaz de darse cuenta. Y es muy frustrante. Es como si supiera cosas de él que parece ignorar, si es que eso tiene sentido. A ver, por lo que ella me ha contado, sólo sé que él es un obseso del control. Sin embargo, yo soy capaz de ver las cosas tal y como son, mientras que ella no.
– ¿Qué clase de cosas?
La forma en que Yvon puso los ojos en blanco daba a entender que tenía mucho donde elegir.
– Cuando se ven, él siempre lleva una botella de vino. En una ocasión tiró la botella cuando se estaba metiendo en la cama. Estaba prácticamente llena y casi todo el vino se derramó sobre la alfombra. Naomi me dijo que ella quiso salir a comprar otra botella, pero él no se lo permitió. Cuando se lo dijo, se mostró muy ofendido.
– Bueno, si sólo disponían de tres horas… -empezó Charlie, pero Yvon negó con la cabeza.
– No, no se trataba de eso. Él se lo explicó a Naomi. Se ofendió porque ella dio por sentado que cuando tiras una botella de vino simplemente hay que comprar otra. Para él, fue su torpeza lo que había hecho que se derramara el vino, de modo que, como castigo, pensó que tenía que aguantarse. No lo llamó un castigo, pero se refería a eso. Naomi dijo que él se sentía mal por haber volcado la botella y que no quería perdonárselo. Lo llamó «vandalismo accidental». Siempre le salía con toda clase de tonterías; era incapaz de soportarlo, como si no pudiera ocurrir algo inesperado. Creo que está un poco chiflado. Es un neurótico. -Yvon se volvió hacia Gibbs-. ¿Cuándo voy a recuperar mi ordenador?
– Ya lo devolvimos -dijo él-. Está en casa de Naomi Jenkins.
– Pero… ahora vivo aquí. Lo necesito para trabajar.
– No soy un empleado de una empresa de mudanzas. Tendrá que irlo a buscar usted.
Charlie decidió que había llegado el momento de plantear su teoría.
– Yvon, ¿es posible que sea usted la que fuera violada hace tres años? ¿Fue ése el motivo de que estuviera nerviosa y de que su matrimonio se viniera abajo? ¿Fue Naomi quien escribió a esa página web en su nombre y firmó con sus iniciales para preservar su anonimato?
La idea tardó unos momentos en hacer mella. Yvon parecía estar tratando de compilar información en su cabeza, como si fuera un aparato difícil de manejar. Una vez que lo hubo conseguido, pareció horrorizada.
– No -dijo-. Por supuesto que no. ¡Lo que ha dicho es horrible! ¿Cómo puede desearme algo así?
Charlie no era muy paciente con el chantaje emocional.
– Muy bien -dijo, poniéndose en pie-. Esto es todo por ahora, Pero es probable que queramos hablar de nuevo con usted. No piensa irse a ninguna parte, ¿verdad?
– Puede que sí -repuso Yvon, como si fuera un niño al que hubieran pillado desprevenido.
– ¿Adónde?
– A Escocia. Ben me dijo que necesitaba tomarme un respiro, y tiene razón.
– ¿Él irá con usted?
– Sí, como amigo. No sé por qué está tan interesada en Ben y en mí.
– Soy muy curiosa -dijo Charlie.
– Nosotros no tenemos nada que ver con esto.
– Necesitamos una dirección.
Yvon rebuscó en su bolso, que estaba junto al sofá, entre el montón de tazas y periódicos. Unos instantes después le dio a Charlie una tarjeta que ella reconoció.
– ¿Chalets Silver Brae? -La voz de Charlie sonó firme-. ¿Van a ir allí? ¿Y por qué ese sitio?
– Me hacen un buen descuento, por si quiere saberlo. Diseñé su página web.
– ¿Y cómo fue eso?
Yvon parecía perpleja por el interés de Charlie.
– Graham, el dueño, es amigo de mi padre. Papá fue profesor suyo en la universidad.
– ¿Qué universidad?
– En Oxford. Graham fue quien sacó las mejores notas en Lenguas Clásicas de ese curso. Mi padre sufrió una decepción al ver que no acabó siendo catedrático. ¿Por qué quiere saber todo esto?
Era una pregunta que Charlie debía evitar. Graham, un catedrático de Lenguas Clásicas. Se había burlado de ella por mencionar un libro que había leído: Rebeca, de Daphne Du Maurier. «Qué culta, jefa». Seguramente debía sentirse avergonzado de su inteligencia. Qué modesto. Basta ya, se dijo Charlie. «No sientes ningún cariño por él. Sólo te gustó para pasar un rato. Eso es todo.»
– ¿Estuvo alguna vez Naomi en los chalets de Silver Brae. -preguntó Charlie-. Tenía una tarjeta.
Yvon negó con la cabeza.
– Intenté convencerla para que fuera, pero…, después de conocer a Robert no quería ir a ningún sitio. Creo que pensaba que si no podía ir con él prefería no hacerlo.
Charlie pensaba a toda velocidad. De modo que ésa era la razón por la que Naomi tenía esa tarjeta. Graham conocía a Yvon y ahora a Charlie no le quedaba otra opción que llamarle. Al margen de lo que dijera Yvon, puede que Naomi y Robert sí hubieran estado en los chalets Silver Brae.
– ¿Por qué te importan esa Miss Cigarrillos Mentolados y el hippie de su marido? -le soltó Gibbs a Charlie cuando ya estaban en el coche-. ¡Es un soplapollas arrogante! Estábamos ahí, contemplando la colección de pipas que había en el alféizar de la ventana, ¡y a él le importaba un carajo!
– Me interesan las relaciones de los demás -le dijo Charlie.
– Salvo la mía. La del viejo y aburrido Chris Gibbs y su aburrida novia.
Charlie se masajeó las sienes con las palmas de las manos.
– Gibbs, si no quieres casarte, no lo hagas, por el amor de Dios. Dile a Debbie que has cambiado de opinión.
Gibbs se quedó mirando fijamente la calle.
– Apuesto que a todos os gustaría que hiciera eso, ¿verdad? -dijo él.
– No lo sé -dijo Prue Kelvey. Estaba sentada sobre sus manos, mirando una fotografía ampliada de Robert Haworth. Sam Kombothekra pensó que estaba disimulando muy bien su decepción-. Cuando me la mostró, me quedé sorprendida… Ésta no es la cara que he visto en mi imaginación desde que ocurrió… Pero la memoria y…, los sentimientos distorsionan las cosas, ¿verdad? Y este hombre se parece al que veo en mi imaginación. Podría ser él. Sólo que…, no puedo decir que lo reconozca. -Hizo una larga Pausa. Luego preguntó-: ¿Quién es?
– No puedo decírselo. Lo siento.
Kelvey lo aceptó sin discutir. Sam decidió no decirle que el perfil de su ADN que habían conseguido de las muestras de su violación estaba siendo comparado con el de un hombre de Culver Valley a quien se acusaba de un delito similar. Tenía la sensación de que, en realidad, Prue Kelvey no quería que él le contara nada; aún se estaba recuperando de la conmoción que había sufrido al encontrarse a Sam frente a su puerta. Se dijo que seguramente pasarían varios días antes de que ella se pusiera en contacto con él para pedir más información.
Ella siempre había confiado poco en sí misma; dudaba de todo cuanto decía, salvo de lo que era inequívoco. Sam esperaba tener más suerte con Sandy Freeguard. Cuando se levantó para irse, Prue Kelvey se hundió, aliviada, y Sam se sintió mal al pensar que, aparte del rostro de su violador, el suyo debía de ser el que ella relacionaba más estrechamente con aquella horrible experiencia.
El trayecto entre el domicilio de Kelvey y el de Freeguard duró alrededor de una hora. Aquélla no era la primera vez que Sam lo recorría. No le importaba tomar la M62, a menos que estuviera colapsada. La parte que sí odiaba era el trecho que había entre Shipley y Bradford, lleno de mugrientos y medio derruidos pisos de protección oficial y el luminoso aunque igualmente deprimente centro comercial, con sus inmensos aparcamientos y cadenas de restaurantes. Edificios enormes, grises, excesivos. ¿Acaso podía existir una arquitectura menos imaginativa?
Afortunadamente, las carreteras estaban desiertas, y Sam estaba frente a la casa de Sandy Freeguard cuarenta y cinco minutos después de haber salido de Otley. Freeguard era, en muchos sentidos, el polo opuesto de Prue Kelvey. Desde el principio lo había hecho sentirse cómodo y él dejó de preocuparse en seguida por qué podía decirle. Cuando se presentaba sin avisar, siempre le sonreía, no paraba de bromear y apenas le dejaba meter baza. Si por un momento él perdía la concentración, era difícil recuperarla. Sandy sacaba a colación docenas de temas por minuto. A Sam caía bien y sospechaba que su verborrea era una estrategia deliberada para que él se sintiera menos tenso. ¿Se imaginaría lo difícil que le resultaba enfrentarse a mujeres que, como ella, habían vivido un infierno a manos de un hombre? Aquello le hacía sentirse culpable y ser aprensivo. Ningún hombre de los que conocía era así; la idea de conocer a alguno que hiciera lo que les habían hecho a Prue Kelvey y Sandy Freeguard le ponía enfermo.
– …pero, evidentemente, podía ser que Peter y Sue fueran quienes estuvieran en un error, y ésa fue la razón por la que Kavitha pensó que yo me enfadaría.
Sam no tenía ni idea de qué estaba hablando. Peter, Sue y Kavitha eran sus colegas. Sandy Freeguard se tuteaba con todo su equipo. Ella les había dado esperanzas, aun cuando todo hacía pensar que no iban a detener al hombre que la había atacado. Ella no se rindió. En vez de eso, fundó un grupo local de apoyo a las víctimas, hizo un curso de consejera y trabajó como voluntaria para varias asociaciones. La última vez que Sam la había visto le comentó la posibilidad de escribir un libro.
– ¿Por qué no? -le había dicho, sonriendo con pesar-. Después de todo, soy escritora, y éste es un tema que no me afecta sólo a mí. Al principio pensé que quizás sería como sacarle provecho a la experiencia que viví, pero…, ¡a la mierda!, porque la única persona de la que me aprovecharía sería de mí misma, de modo que, si a mí no me importa, ¿por qué debería importarle a alguien?
Sam interrumpió su parloteo.
– Tengo una fotografía que quiero enseñarle, Sandy -dijo-. Pensamos que podría ser él.
Ella dejó de hablar y se quedó con la boca abierta.
– Bien -dijo-. ¿Quiere decir que puede que lo tengan?
Sam asintió con la cabeza.
– Adelante, enséñeme esa foto, entonces -dijo ella.
Sandy empezó a observar su traje y a mirar sus manos Dará Ver si sostenía algo. Si no sacaba de inmediato la fotografía, sería capaz de cachearle.
Sam sacó la fotografía del bolsillo de su pantalón y se la tendió. Ella le echó un rápido vistazo y luego observó a Sam con curiosidad.
– ¿Se trata de una broma? -preguntó.
– Por supuesto que no. ¿No es él?
– No. No lo es, sin duda.
– Lo siento…
Sam se sintió invadido por la culpabilidad y se quedó bloqueado. Debería haberle dicho que no albergara esperanzas. No debería haber sacado la foto tan deprisa, por mucho que Sandy lo deseara. Quizás ella no era tan fuerte como parecía, quizás eso la haría…
– Sam, conozco a este hombre.
– ¿Qué? -Sam se levantó, estupefacto-. Pero usted dijo que…
– Dije que éste no es el hombre que me violó. -Sandy Freeguard se echó a reír al ver su expresión de asombro-. Este es Robert Haworth. ¿Qué diablos le hizo pensar que se trataba de ese hombre?
Viernes, 7 de abril.
Te estoy agarrando de la mano. Es difícil explicar la intensidad de esta sensación a alguien que no la haya experimentado. Mi cuerpo arde y crepita mientras tú calcinas la oscuridad que había dentro de mí con un violento calor. Algo se ha encendido al notar tu contacto y me siento como me sentí el primer día en el área de servicio: ardiente y segura. Me había arrastrado hasta acercarme al precipicio. Me estaba marchitando y ahora, justo a tiempo, me he vuelto a conectar a mi fuente de vida. Y tú, ¿sientes lo mismo? No me molestaré en preguntárselo a las enfermeras. Me hablarían de probabilidades y estadísticas. Me dirían: «Los análisis señalan que…».
Sé que sabes que estoy aquí. No tienes que moverte ni decir nada; puedo sentir la energía del reconocimiento que fluye desde tu mano hasta la mía.
La inspectora Zailer está de pie en un rincón de la habitación, vigilándonos. Mientras nos dirigíamos hacia aquí me advirtió que ver el aspecto que tienes podría angustiarme, pero se dio cuenta de lo equivocada que estaba cuando llegamos y fui corriendo hasta tu cama, tan ansiosa por tocarte como siempre. Te estoy viendo a ti, Robert, y no a las vendas y los tubos. Sólo a 1 y a la pantalla que da fe de que tu corazón sigue latiendo, que estás vivo. No necesito que ningún médico me diga que tu corazón late firme y seguro.
Han ajustado la cama, levantando la parte de arriba para que Puedas apoyar la espalda. Pareces estar cómodo, como si te hubieras quedado dormido en una tumbona con un libro sobre el regazo. Pacíficamente.
– Ésta es la primera vez -le digo a la inspectora Zailer-. Es la primera y la única vez que ha logrado escapar en toda su vida. Es por eso por lo que aún no está listo para despertar.
Parece escéptica.
– Recuerde que no tenemos todo el día -dice. Te aprieto la mano.
– ¿Robert? -empiezo, indecisa-. Todo va a salir bien. Te quiero.
Estoy decidida a hablarte exactamente igual que lo haría si estuviéramos solos; no quiero que notes ninguna diferencia en mi actitud y te sientas desorientado y asustado. Sigo siendo yo, y tú sigues siendo tú; la extraña situación que vivimos no nos ha cambiado en nada, ¿verdad, Robert? Debemos pensar que la inspectora Zailer es parte del mobiliario, como la pequeña televisión que hay colgada en la pared, frente a tu cama, la silla verde con brazos de madera en la que estoy sentada o la mesita de plástico de esquinas redondeadas en la que hay una jarra con agua y un vaso.
A los de este hospital les gustan las esquinas redondeadas. No hay ángulos rectos entre el suelo y las paredes, sino que ambos están unidos por un sello curvado de caucho gris que recorre toda la habitación. Al verlo pienso en los peligros que debe haber ahí fuera, lejos de ti.
Detrás de la cama, en la pared, hay un enorme botón rojo para emergencias. El hecho de que tenga que irme pronto es una emergencia.
– Esto es un poco ridículo -digo, acariciándote el brazo-. Han dejado agua y un vaso en la mesa, pero, ¿cómo se supone que te la vas a beber? En este hospital hay alguien con un extraño sentido del humor.
Mi tono de voz es ligero y frívolo. Siempre he sido yo la que estaba de buen humor por los dos. No pienso sentarme a tu lado y retorcer las manos mientras sollozo. Ya has sufrido bastante y no quiero empeorar las cosas.
– En realidad, quizás sea una especie de soborno -digo-. Igual que la tele de la pared. ¿Acaso vienen los médicos y te dicen que si te despiertas pronto podrás ver Cash in the Attic y tomarte un vaso de agua? Como incentivo no es gran cosa, ¿verdad? En vez de eso deberían llenar esa jarra con champán.
Si pudieras sonreír, lo harías. En una ocasión me dijiste que te encanta el champán, aunque sólo lo tomas en el restaurante. Me sentí dolida y pensé que fuiste poco diplomático al decir eso, teniendo en cuenta que nunca hemos ido juntos a un restaurante, y en aquel momento pensé que nunca lo haríamos. Te imaginé a ti y a Juliet en el Bay Tree -el sitio donde fuiste a recoger mi magret de canard aux poires-, felices al poder hablar sin parar con el chef cuando salió de la cocina, porque sabíais que tendríais mucho tiempo para hablar más tarde…, el resto de la vida. Aún puedo ver esa imagen en mi cabeza, y me duele el corazón.
– No pensé que tendrías una habitación para ti solo -digo-. Es bonita. Todo está muy limpio. ¿Vienen a limpiar todos los días?
Hago una pausa antes de seguir hablando. Quiero que sepas lo mucho que deseo que me contestes.
– Y tienes unas vistas magníficas. Un pequeño patio cuadrado, con un pavimento irregular. Tiene bancos en tres lados y un jardín clásico de estilo Tudor en el centro. -Miro a la inspectora Zailer-. ¿Se llama jardín clásico de estilo Tudor?
Ella se encoge de hombros.
– No soy la persona adecuada para que le pregunten sobre jardines. No me gustan. Nunca he tenido ninguno ni quiero tenerlo. Sí, se llama jardín clásico de estilo Tudor. En uno de los lados del patio hay una hilera de arbustos; si vuelves la cabeza hacia la derecha y abres los ojos podrás verlos.
El móvil de la inspectora Zailer empieza a sonar. El ruido me sobresalta y te suelto la mano. Espero que se disculpe y apague el teléfono, pero contesta a la llamada. Dice «Sí» varias veces y luego «¿De veras?». Me pregunto si la llamada tendrá algo que ver contigo o con Juliet.
– ¿Sabes lo que te ha ocurrido? -susurro, acercándome un poco más-. Yo no lo sé con exactitud, pero la policía cree que Juliet te atacó. Creo que eso fue lo que ocurrió. Estuviste a punto de morir pero gracias a mí te encontraron a tiempo. Te sometieron a una operación…
Llaman a la puerta. Me vuelvo y veo a la enfermera que nos hizo pasar, una mujer joven y rolliza de pelo rubio recogido en una corta cola de caballo. Temo que me diga que tengo que irme pero está mirando a la inspectora Zailer.
– Ya se lo dije antes: nada de teléfonos móviles; provocan interferencias en los aparatos. Apáguelo.
– Disculpe.
La inspectora Zailer mete el móvil en el bolso. Una vez que se ha ido la enfermera, me dice:
– Esta historia de los aparatos es una gilipollez. Los médicos hablan constantemente por el móvil. ¡Qué mujer más estúpida!
– Sólo está haciendo su trabajo -digo-. Como en la mayoría de los casos, hay que aplicar aleatoriamente reglas que carecen de sentido. Teniendo en cuenta su profesión, debería entenderlo.
– Dos minutos más y nos vamos -me advierte-. Tengo cosas que hacer.
Le vuelvo la espalda para estar de nuevo contigo.
– No creo que te importe estar aquí, ¿verdad? Hay mucha gente que odia los hospitales, pero no creo que sea tu caso. Nunca hemos hablado de ello, pero apuesto a que si lo hubiéramos hecho habrías dicho que te gustan, por la misma razón que te gustan las áreas de servicio.
– ¿Le gustan las áreas de servicio? -me interrumpe la voz de la inspectora Zailer-. Lo siento, pero… era algo que nunca había oído. Todo el mundo odia las áreas de servicio.
Yo nunca las he odiado, y desde que nos conocimos me encantan. No sólo la de Rawndesley East…, todas las áreas de servicio de las autopistas. Tienes razón: son un mundo totalmente aparte, sitios que podrían estar en cualquier lugar y en ninguno, libres de lo que en una ocasión llamaste la tiranía de la geografía «Todas son como un mundo que existe al margen del espacio y el tiempo real -dijiste-. Me gustan porque tengo una imaginación hiperactiva.»
– ¿Todos los camioneros piensan lo mismo acerca de ellas? -te pregunté, en broma-. ¿Se trata de algo vocacional?
Me respondiste como si lo hubiese preguntado muy en serio:
– No lo sé. Podría ser.
Ahora, cada vez que me cruzo con un cartel que dice «Área de servicio» o «Área de descanso» y veo el dibujito de una cama en blanco sobre fondo azul, pienso en nosotros y en la habitación once.
– Estuve allí anoche -te digo-. En nuestra habitación. Pensé que… no podría soportar perderme una noche.
– ¿Estuvo anoche en el Traveltel? -me interrumpe de nuevo la inspectora Zailer.
Asiento con la cabeza.
– Pero esta mañana la recogí en su casa.
– Salí del Traveltel a las cinco y media, y a las seis estaba en casa -le digo-. Me está costando dormir. Puedo hacer eso, ¿no?
– Si es lo que realmente le apetece…
Su móvil vuelve a sonar. Esta vez no te suelto la mano.
– Sí -dice-. ¿Qué? -Me mira de forma extraña-. Sí. Luego te llamo.
– ¿Qué ocurre? -pregunto, sin que me importe pasarme de la raya.
– Espere aquí -me dice-. Vuelvo enseguida.
Una vez que se ha ido, me dirijo hasta la mesa y me sirvo un vaso de agua.
– No puede dejarnos solos -digo-. Me lo dijo mientras veníamos hacia aquí. Pero lo ha hecho, lo cual es estupendo. Significa que confía en mí más que al principio. Quizás al vernos juntos ge a dado cuenta de que… -Respiro profundamente-. Juliet intentó matarte, Robert. Puedes divorciarte de ella y luego podemos casarnos. ¿Seguiremos yendo al Traveltel después de casarnos? No me sorprendería que tú…
Dejo de hablar. Se me sube el corazón a la garganta. Pestañeo para comprobar que no me lo estoy imaginando. Tus párpados y tus labios se están moviendo. Y tienes los ojos abiertos. Tiro el agua, corro hacia ti y te cojo de la mano.
– ¿Robert?
– Naomi.
Es más una exhalación que una palabra pronunciada en voz alta.
– ¡Oh, Dios! Robert. Yo…
Me da miedo hablar. Tus labios se mueven, como si intentaras decir algo más. Tu rostro se crispa.
– ¿Te duele? -pregunto-. ¿Llamo a una enfermera?
– Vete. Déjame en paz -susurras.
Me quedo mirando fijamente las secas líneas blancas de tus labios y sacudo la cabeza. Es imposible. No puede ser. No sabes lo que estás diciendo.
– Soy yo, Robert. No soy Juliet.
– Sé quién eres. Déjame en paz.
Noto que algo se hunde dentro de mí. Esto no puede estar pasando. Tú me quieres. Sé que me quieres.
– Tú me quieres -digo, en voz alta-. Y yo te quiero.
Es algo que ya he sentido antes, una sensación de desgarro, de que me arrebatan todo lo bueno que tengo en el mundo. Sé por experiencia que sólo es cuestión de segundos que me eche a llorar y sienta que voy a la deriva: el último vínculo con la seguridad y la felicidad ha sido destruido y no hay nada a lo que agarrarse.
– Vete -dices.
– ¿Por qué?
Estoy demasiado conmocionada y petrificada para llorar. Si estuvieras en tu sano juicio no habrías dicho lo que acabas de decir, pero sigo necesitando una explicación. ¿Qué más puedo hacer? Tengo ganas de golpearte el pecho con los puños y conseguir que vuelvas a ser el de siempre. Ésta es mi peor pesadilla. Antes de que la policía te encontrara, cuando mi imaginación estaba llena de horribles y trágicos desenlaces, nunca pensé en algo así.
– Ya sabes por qué -dices, mirándome a los ojos.
Pero no lo sé. Estoy a punto de decírtelo, de suplicarte, cuando de pronto arqueas la espalda y lanzas un gemido. Pones los ojos en blanco y tu cuerpo empieza a convulsionarse, como si se estuviera produciendo un terremoto dentro de ti. Empiezas a soltar espuma blanca por la boca unos segundos antes de que me acuerde del timbre de emergencia. Lo pulso. Escucho un leve y repetido pitido procedente del pasillo.
– ¿Naomi?
Oigo la voz de la inspectora Zailer detrás de mí. Se queda mirando mi dedo, pegado al timbre, y el vaso y el agua derramada en el suelo.
– ¡Dios mío!
Me agarra por el brazo y me saca al pasillo.
– ¿Qué coño ha pasado? -grita.
Me siento helada y sin vida, como una esponja metida en agua fría. Frenética, busco mentalmente una salida de emergencia, una forma de deshacer los últimos minutos de mi vida.
No me importa lo que hayas dicho. Moriría feliz si eso significa que vas a vivir.
Lo último que veo antes de que me saquen de Cuidados Intensivos es a tres enfermeras que entran precipitadamente en tu habitación.
– No le he dicho la verdad -le confieso a la inspectora Zailer-. Mentí. Lo siento.
Esta mañana me importaba un bledo lo que ella pensara. Pero ahora no tiene ni idea de cuánto la necesito, de cómo ha cambiado el equilibrio de poder. Mientras estaba segura de que me querías, yo era omnipotente.
Estamos cerca de Rawndesley. No quiero irme a casa sola puedo permitir que la inspectora Zailer me deje aquí. Tengo que seguir hablando con ella. Mientras conduce, ahuyento imágenes muy vividas -como si fueran fotogramas-de lo que me ocurrió cuando me secuestraron: la cama con bellotas en los postes la mesa de madera. Aquel hombre. Tu amor por mí era una capa de seguridad que mantenía a raya todo eso y ahora se ha despegado. Mi alma está hecha añicos y al descubierto.
– ¿Que mintió? -dice la inspectora Zailer.
Tengo la sensación de que podría ahogarme en su indiferencia.
– La historia de mi violación era cierta, por completo. Salvo que no fue Robert. No sé quién fue. Siento haberle mentido.
Yvon tenía razón. Todo es culpa mía; soy responsable de todo lo malo que ha ocurrido. Dije una mentira que mezcló lo mejor que me ha pasado en la vida con lo peor. Un sacrilegio. Vandalismo accidental, así lo llamaste tú. Y ahora me están castigando.
– Podría y debería acusarla de obstrucción a la justicia -dice la inspectora Zailer-. ¿Qué me dice del ataque de pánico que sufrió frente a la ventana de la casa de Robert, el lunes pasado, de aquello tan horrible que afirmaba haber visto pero que no podía recordar? ¿También fue una mentira?
Otra vivida imagen, como si abrieran un postigo, y veo otra vez tu salón. Estoy allí, mirando a través de la ventana. Respiro entrecortadamente y me agarro al asiento y al salpicadero.
– Pare -consigo decir-. ¡Por favor!
Me peleo con la manija que me permitirá abrir la puerta, como si mi vida dependiera de ello, como alguien cuyo coche estuviera bajo el agua. Puedo ver ese salón, la vitrina. Lo enfoco mentalmente, lanzándome hacia él. Tengo que salir,
La inspectora Zailer se detiene junto al bordillo. Abro la puerta del coche y me desabrocho el cinturón de seguridad.
– Ponga la cabeza entre las rodillas -dice.
Me siento mejor sin el cinturón. La presión que noto en el pecho cede poco a poco y aspiro todo el aire que puedo. El sudor me resbala de la frente hasta las manos.
– ¿Dónde lo encontraron? -pregunto, jadeando-. A Robert. ¿En el salón? ¡Dígamelo!
– Estaba en el dormitorio, tumbado en la cama -dice la inspectora Zailer-. No encontramos nada en el salón.
Lo que vi -algo inconcebible-estaba en la vitrina. Ahora lo sé, pero me da miedo contárselo a la inspectora Zailer. Es algo muy concreto que podría animarla a que fuéramos allí, y no puedo. Preferiría tomarme un veneno que volver a mirar de nuevo a través de esa ventana.
– ¿Cuál es su nombre? -pregunto, una vez he conseguido recuperar el aliento.
Frunce el ceño, como si le hubiera irritado que se lo preguntara.
– Charlotte -dice-. ¿Por qué?
– ¿Puedo llamarla Charlotte?
– No. Odio ese nombre, hace que parezca una tía de la época victoriana. Soy Charlie, y no, no puede llamarme así.
– Vuelva a llamar al hospital. Por favor.
– Robert sigue con vida. En caso contrario, me habrían llamado.
Me siento demasiado débil para discutir.
– Sea lo que sea lo que haya dicho y hecho mal, tiene que entenderlo… Estoy luchando por mi vida -digo-. Así es como me siento.
– Naomi, ¿recuerda que salí de la habitación de Robert para hacer una llamada? -me dice amablemente la inspectora Zailer.
Asiento con la cabeza.
– Hoy, el subinspector Kombothekra, del Departamento de Investigación Criminal de West Yorkshire, les ha enseñado una fotografía de Robert a Prue Kelvey y Sandy Freeguard. A eso se debía la llamada.
De entrada no soy capaz de ubicar los nombres. Luego lo recuerdo. Cierro los ojos, aliviada. Ni siquiera me acordaba de que estaba esperando esa información.
– Estupendo -digo-. Así pues, ya no sospecha que Robert sea un violador en serie.
Eso tan estúpido y horrible que he hecho ha quedado aclarado y podemos olvidarnos de que ha pasado.
– Prue Kelvey dijo que no estaba segura.
– ¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
– Su identificación no fue positiva, pero dijo que se parecía, que podría haber sido él.
– Eso es ridículo. No puede acordarse. Probablemente pensó que era Robert porque fue un policía quien le enseñó la foto, ¡no quería arruinarlo todo diciendo que no era él!
– Estoy segura de que así es -dice la inspectora Zailer-. No es su repuesta lo que me interesa. En su caso, tenemos un perfil de ADN para compararlo con el de Robert, así que, si él no lo hizo, eso lo probará de inmediato…
– ¿Qué quiere decir con si no lo hizo? Usted sabe que me inventé esa historia, ¿verdad? Lo de que fue Robert.
Asiente con la cabeza.
– Eso creo. Pero cuando alguien miente con tanta facilidad como usted lo hace es difícil saber qué hay que creer. Después de todo este tiempo, ¿cree que reconocería usted la cara de su agresor?
– Sí.
– Está más segura de sí misma que Prue Kelvey. La respuesta que dio al ver la fotografía no fue demasiado útil. Me interesa más la respuesta de Sandy Freeguard. Dijo, sin duda alguna, que Robert Haworth no era el hombre que la había violado…
– ¡Gracias a Dios que una de ellas tiene memoria!
– …pero también dijo que lo conocía. «Éste es Robert Haworth», dijo.
Me da vueltas la cabeza. Una vez más, todo lo que me resulta familiar empieza a girar y a amoldarse a un nuevo y alea torio patrón. Nada está donde yo creo que está ni es lo que creo que es.
– Explíquese -digo.
– Tres meses después de que fue violada conoció a Robert y empezaron a salir juntos.
– ¿Dónde se conocieron? Eso es una estupidez. Ninguna mujer que hubiera pasado por lo que yo pasé habría encontrado un novio tan pronto.
– Pues Sandy Freeguard lo hizo. Se conocieron en el centro de Huddersfield. Ella chocó contra su coche.
– ¿Se refiere a su camión?
Estoy decidida a contrarrestar cualquier hecho de inmediato. Debe de haber algún error. No conozco a ese subinspector Kombothekra, de modo que, ¿por qué tendría que fiarme de lo que dice?
– No, Robert conducía su coche, un Volvo. El accidente fue culpa de Freeguard, según dice ella, y estaba muy afectada. Al parecer, Robert fue muy comprensivo y acabaron tomándose un café. Así fue como empezó su relación.
– Pero… ¡no! ¡Son demasiadas coincidencias!
– Ni que lo diga -dice la inspectora Zailer sarcásticamente-Yo tampoco lo entiendo. Usted y Sandy Freeguard fueron atacadas de la misma forma, probablemente por el mismo hombre, y ambas empezaron una relación con Robert Haworth. ¿Cómo es posible?
Su confusión me asusta más que la mía.
– ¿Cuándo? -pregunto-. ¿Cuándo empezó a salir con Robert esa tal Sandy?
– En noviembre de 2004. Ella fue violada en agosto de ese mismo año.
He oído la palabra «violación» en muchas ocasiones a lo largo de la semana pasada. Ya no me asusta oírla. Ha perdido su poder.
– Yo conocí a Robert en marzo de 2005. ¿Cuándo rompieron?
Tengo un horrible presentimiento acerca de lo que va a decir la inspectora Zailer.
– ¡Oh, Dios! No rompieron, ¿verdad?
– Sí, rompieron. Justo antes de la Navidad de 2004. ¿Pensaba que Robert se veía con usted y con ella al mismo tiempo?
– No. Sólo que…
– ¿Le importaría? Se veía con usted y con su mujer al mismo tiempo, ¿verdad? No creo que pensara que él le estaba siendo fiel.
– Es completamente distinto. Yo sabía de la existencia de Juliet. Claro que me habría importado saber que Robert me había estado mintiendo durante todo el tiempo que estuvimos juntos, ocultándome una novia secreta. -Respiro profundamente varias veces-. ¿Y por qué rompieron Robert y esa tal Sandy Freeguard? ¿Ella lo dijo?
– El subinspector Kombothekra le pidió que le contara detalles sobre la relación, incluida la ruptura. Al parecer, Robert era un novio modélico, muy atento y cariñoso, hasta que un día, cuando ella menos se lo esperaba, él le soltó que todo había terminado. Ella dijo que simplemente lo dejó. Se puso en plan sumiso y esposo fiel, le dijo que sentía que no estaba siendo justo con su mujer y eso fue todo. De modo que…
La inspectora Zailer se encoge de hombros.
– ¿De modo que qué? -digo, irritada-. ¿Pretende decirme que él no es de fiar, que es de esa clase de personas que pueden ser cálidas y un minuto después ser todo frialdad? Ni hablar. Me ha querido durante un año. No es posible que se vuelva contra mí.
– Sandy Freeguard tampoco fue capaz de entenderlo -dice la inspectora Zailer pacientemente-. Naomi, hay un montón de hombres, sobre todo los casados, que declaran amor eterno de buenas a primeras hasta que no quieren saber nada de ti.
– Robert no es como la mayoría de los hombres, y sus motivos son otros. No lo entendería a menos que lo conociera.
La inspectora Zailer pone el motor en marcha.
– Cierre la puerta -dice-. Tengo que volver. No vamos a resolver esto quedándonos aquí sentadas. -Enciende un cigarrillo mientras conduce. Ojalá fumara yo también-. Sandy Freeguard y Robert nunca mantuvieron relaciones sexuales. Y deduzco que eso no es así en su caso y el de Robert.
– No. Manteníamos relaciones sexuales todos los jueves, durante tres horas. De todas formas, no me sorprende que ella no quisiera tenerlas si sólo habían pasado tres meses.
– Ella sí quería. Fue Robert quien insistió en esperar; decía que posiblemente no estuviera preparada. Ella le contó lo que le había ocurrido.
Se me humedecen los ojos.
– Eso es muy propio de él -digo-. Es muy considerado.
– A Sandy Freeguard le pareció irritante. Quería que la trataran con normalidad, y él no paraba de decirle que se lo tomara con calma, que no quisiera correr demasiado. Dijo que él la desanimó cuando ella quiso fundar un grupo de apoyo y formarse como consejera y con respecto a todo lo positivo que deseaba hacer. Le dijo que no estaba preparada y que no sería capaz de soportarlo si asumía demasiadas responsabilidades.
– Probablemente tenía razón.
A pesar de que me hayas roto el corazón, te defiendo. Un día aclararemos el malentendido y retirarás lo que has dicho hoy. ¿Por qué estabas en Huddersfield, conduciendo tu coche en vez del camión? ¿Por qué no trabajaste ese día?
La inspectora Zailer está negando con la cabeza.
– Por lo que dice Sam Kombothekra, Freeguard es como una máquina. Se enfrenta a lo sucedido dando la cara y contando su experiencia, tratando de convertirla en algo positivo, para ella y para los demás. La define como una mujer muy inspiradora.
– Vale, pues mejor para ella -digo, sin entusiasmo.
No puedo evitarlo. ¿Cómo espera que reaccione al oír que he sido derrotada en el concurso de mujeres violadas?
– No quería decir eso. -Deja escapar un suspiro-. Sandy Freeguard le dijo a Kombothekra que no creyó el motivo que Robert e daba para terminar con la relación. Vamos a ver, si realmente le importaba tanto salvar su matrimonio no habría empezado una relación con usted tan sólo unos meses después, ¿verdad? Me inclino por lo que dice Freeguard: no pudo enfrentarse al hecho de saber lo de la violación, de modo que al final la dejó. Eso también explicaría por qué no quería mantener relaciones sexuales.
– ¡Eso que dice es terrible! Robert nunca se comportaría así.
– ¿Está segura? Quizás le daba miedo que se comportara así y por eso no le contó lo que le había ocurrido.
– No se lo he contado a nadie.
– Y aun así Juliet sabe lo que le ocurrió. Si no fue Robert, ¿quién se lo dijo?
– Le está dando la vuelta a todo para que encaje…
– Eso intento -admite-. Pero da igual, por mucho que lo intente no puedo dejar de pensar en ello. Usted dijo que Robert no la violó y, en lo que a mí respecta, la creo. Pero no creo en las coincidencias.
– Yo tampoco -digo, tranquilamente.
Hace una mueca.
– Entonces, le guste o no, me guste o no, tenemos que afrontar los hechos. De alguna manera, Robert Haworth está relacionado con esas violaciones.
– ¿Vuelve a estar inconsciente?
Sin razón alguna, Sellers se sintió ofendido, como si Robert Haworth lo hubiera hecho para fastidiarlos.
– Ha sufrido un ataque epiléptico y otra hemorragia debida a la conmoción cerebral. Y desde entonces ha tenido breves pero repetidos ataques epilépticos. No tiene buena pinta.
Gibbs se sacudió los hombros de la chaqueta y tomó un sorbo de su pinta. Él y Sellers estaban en The Brown Cow; no era el pub que estaba más cerca del trabajo, pero era el único de Spilling donde servían diversas clases de cerveza Timothy Taylor. Las paredes y el techo estaban cubiertos de paneles de madera oscura, y junto a la puerta de entrada había un salón para no fumadores, en cuya pared había un retrato enmarcado de la vaca parda que daba nombre al local. Ningún policía ni ningún inspector se arriesgaría a sentarse allí, ni siquiera los que no fumaban, por si alguien los veía. La inspectora, que sí fumaba, pensaba que no era justo que los no fumadores tuvieran en su sala el retrato de la vaca, el único cuadro que había en todo el pub. «Lo único que tenemos son las pizarras con el menú», solía quejarse a menudo. Un cartel, situado a la derecha de la barra, advertía a los clientes que, a partir del lunes, 17 de abril, se podría fumar en todo el pub.
– Status epilepticus -dijo Gibbs, con voz fuerte y áspera-. Maldita suerte la nuestra. ¿Qué me has pedido?
Tomó otro largo sorbo de su pinta y eructó.
– Pastel de carne con patatas fritas. Para Waterhouse no he pedido nada.
– Se tomará una pinta, pero no comerá nada. Tiene un estúpido complejo y no come delante de otra gente. No me digas que no te habías dado cuenta.
Cuando todo marchaba bien, Sellers y Gibbs solían comentar a veces las rarezas de Waterhouse, pero Sellers no quiso hacerlo al ver que Gibbs estaba de mal humor.
– Apuesto a que has pedido pollo con algo que le han metido por el culo, fruta o alguna mierda por el estilo.
– ¿Dónde está la inspectora?
Sellers ignoró su despectivo tono de voz. De hecho, había pedido un perfectamente respetable filete de abadejo con patatas fritas.
– En el hospital, repasando la jerga médica.
Todo cuanto decía Gibbs sonaba como una excelente forma de terminar una conversación. Sellers lo intentó de nuevo.
– Veo que han reclutado a más gente para hacer el trabajo sucio. ¿Cómo se las habrá arreglado Proust para conseguirlo?
– Es una pérdida de tiempo. La mitad están con lo de los teatros y la otra mitad rastreando páginas porno sobre violaciones en Internet, pero, por ahora, nada de nada. Esa zorra de Juliet Haworth sigue sin hablar y no podemos hacer nada al respecto.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues quiero decir que le ha machacado la cabeza a su marido con una piedra. Ese putón ha dejado muy claro que lo que digamos le trae sin cuidado. Ha llegado el momento de agarrar la porra.
– ¿Ahora quieres empezar a atizar a mujeres? Eso quedará muy bien en tu historial.
– Si eso va a evitar que mujeres inocentes sean secuestradas en plena calle y violadas…
– ¿Y qué tiene que ver Juliet Haworth con eso?
Gibbs se encogió de hombros.
– Ella sabe algo. Sabía lo que le había ocurrido a Naomi Jenkins, ¿verdad? Adivina lo que pienso. Haworth es nuestro violador, diga lo que diga Jenkins. Y la zorra de su mujer le echó una mano.
«¿Y por qué me miras como si fuera culpa mía?», se preguntó Sellers, como si con la edad se estuviera volviendo paranoico.
– He hablado con los responsables de SVISA sobre Tanya, la de Cardiff -dijo Gibbs-. Tenían sus señas.
– Se suicidó. Una sobredosis.
– Mierda. ¿Cuándo?
– El año pasado. ¿Quieres más buenas noticias? «Habla y Sobrevive» fue un fracaso. No tienen nada. Los ordenadores son nuevos y tienen poco material archivado en papel. He conseguido algo, pero dudo que podamos hablar en breve con la superviviente número treinta y uno.
– Mierda.
– Sí, una verdadera mierda. Aun así, no te desanimes. -Gibbs fingió una asquerosa sonrisa-. Tú te irás pronto con Suki, ¿verdad? Sol, juerga y sexo. No querrás volver.
– Dímelo a mí -murmuró Sellers, ignorando el insidioso comentario.
Ya le preocupaba lo que tendría que hacer cuando terminaran sus vacaciones, cuando ya no podría pensar en ellas. A su entender, lo que hacía que el riesgo del adulterio y la infidelidad merecieran la pena era la perspectiva del sexo más que el sexo en sí mismo.
– Si Stacey descubre dónde estás, no tendrás la oportunidad de volver aunque quieras. Quizás podría invitar a Suki a mi boda. Stacey se llevaría una bonita sorpresa, ¿verdad?
Sellers tardó mucho en perder los estribos, pero Gibbs llevaba muchas horas dando la lata.
– ¿Cuál es tu jodido problema? ¿Estás celoso? ¿Es eso? Tu luna de miel está a la vuelta de la esquina. ¿Adónde os vais? ¿A las Seychelles?
– A Túnez. Mi luna de miel. Claro…, una antigua tradición. Si te casaras, te irías de luna de miel.
– ¿Cómo?
Sellers no pilló las implicaciones, en el caso de que las hubiera
– Las tradiciones son importantes, ¿no? No querría perdérmelas -dijo Gibbs.
Las últimas palabras que dijo sonaron abruptas, exageradas. La espuma de la pinta cubrió su labio superior. Al escuchar la canción que había empezado a sonar en la máquina, Sellers fue consciente de que Chris Gibbs le caía cada vez peor.
– ¿Has cambiado de opinión? -preguntó Sellers.
– ¿Cambiado de opinión sobre qué? -intervino una voz detrás de ellos.
– ¡Waterhouse! ¿Qué vas a…? Ah, ya tienes una.
Sellers estaba encantado de verle. Cualquier cosa a fin de evitar una conversación con Gibbs acerca de los sentimientos. ¿Acaso Gibbs era capaz de sentir algo?
– Lo siento, llego tarde -dijo Simón-. Ha habido algunas novedades. Acabo de hablar por teléfono con los forenses.
– ¿Y?
– El quitamanchas en la alfombra de la escalera de casa de los Haworth. Debajo había sangre… de Robert Haworth. -Sellers abrió la boca, pero Simón le contestó antes de que pudiera preguntar-. Las escaleras se ven desde la puerta principal, pero la habitación de matrimonio no. En cualquier caso, había demasiada sangre en el dormitorio. No habría tenido ningún sentido disimularla.
– ¿Cuáles son las otras novedades? -preguntó Sellers.
– El camión de Robert Haworth. Había restos de semen por todo el suelo. Y no era suyo.
– Apuesto a que hay montones de camioneros que se hacen una paja en la parte trasera de su camión cuando se detienen en un área de servicio -dijo Gibbs.
– ¿No era suyo? -preguntó Sellers-. ¿Seguro?
Simón asintió con la cabeza.
– Y eso no es todo. Las llaves del camión estaban en la casa y tenían las huellas dactilares de Juliet Haworth, además de las de su marido. Eso, en sí mismo, puede que no sea importante. Todas las llaves que hay en casa de los Haworth están en un cuenco de cerámica que hay en la mesa de la cocina, de modo que Juliet pudo haber tocado las del camión al dejar las de la casa, pero…
– La habitación larga y estrecha que mencionaron Kelvey y Freeguard… -dijo Sellers, pensando en voz alta-. El camión de Haworth.
– Eso también fue lo que pensé de entrada -dijo Simón-. Pero, ¿dónde está el colchón? En el camión no estaba, y los forenses no hallaron nada en el que encontraron tumbado a Robert Haworth, sólo el ADN de Haworth y Juliet.
– En su declaración, Naomi Jenkins mencionó que su colchón tenía una funda de plástico -le recordó Sellers.
– Pero Kelvey y Freeguard no -repuso Simón-. Llamé a Sam Kombothekra y le pedí que lo comprobara. En ninguno de los dos casos había funda de plástico; sólo un colchón. Un colchón que seguramente conseguirían en algún vertedero. -Simón soltó aire muy despacio-. De todas formas tienes razón. Kelvey y Freeguard fueron violadas en el camión de Haworth. Uno de los lados no es metálico…, sino de una especie de lona. Básicamente es una cubierta, con cuerdas para poder atarla al suelo. Freeguard dijo algo sobre una pared de tela. Tiene que ser la del camión.
– Creo que Juliet Haworth es la impulsora de las violaciones. -Gibbs le soltó su teoría a Simón-. Tiene un cómplice, un hombre, el que se corrió en la parte trasera del camión de Haworth, pero ella es el cerebro que está detrás de todo. Ha estado utilizando el camión de su marido como escenario y vendiendo entradas para presenciar violaciones en vivo. Ha hecho el agosto. Y luego dice que no trabaja.
– Naomi Jenkins la desprecia por ser una mantenida -dijo Simón pensativamente-. Siempre lanza pullas sobre eso.
– Mantenida, ¡y una mierda! -bramó Gibbs-. Seguramente gana más dinero con su pequeño negocio que Haworth conduciendo su camión.
– No estoy seguro -dijo Sellers-. Sólo tenemos noticia de cuatro casos: Jenkins, Kelvey, Freeguard y la superviviente número treinta y uno. Y sólo dos de ellos ocurrieron en esa habitación larga y estrecha. Los otros tuvieron lugar en el teatro, donde sea que esté.
– ¿Y por qué cambiar el teatro por el camión? -preguntó Simón.
– Puede que hubiera otros casos que no se denunciaran -dijo Gibbs-. Jenkins, Kelvey y Freeguard dijeron que el violador amenazó con matarlas. Y, seamos realistas, por si ése no fuera motivo suficiente para guardar silencio, muchas mujeres no querrían hacerlo público y ser consideradas como una mercancía defectuosa, que es como las verían un montón de hombres. O lo que sea.
– De acuerdo -dijo Sellers cansinamente-. Pero, en el caso de que tuvieras razón con respecto a Juliet y su cómplice, ¿lo sabía Robert? ¿Estaba metido en ello?
– Mi instinto me dice que no. Quizás lo descubrió y quizás por eso Juliet le atacó con una piedra -dijo Simón-. Sin embargo, hay algo más: cuando Charlie habló con Yvon Cotchin, dijo que Naomi Jenkins le había contado que Robert ya no trabajaba de noche. Al parecer, a Juliet no le gustaba que no estuviera en casa… En cualquier caso, ésa fue la razón que él le dio a Jenkins…
– Pero piensas que quizás lo que a ella no le gustaba es que el camión no estuviera en casa, porque lo necesitaba para su negocio. -Sellers completó la hipótesis de Simón en su lugar-. Si estás en lo cierto, eso explicaría algunas cosas. Robert Haworth empezó a salir con Sandy Freeguard y Naomi Jenkins después de que ambas fueron violadas…, tres meses después en el caso de Freeguard y dos años en el de Jenkins. Puede que, de algún modo, Juliet le emparejara con ellas.
– Sí, claro -dijo Gibbs en tono sarcástico-. Y, ¿cómo se las arregló exactamente para conseguirlo?
– ¿Cómo y por qué? -Simón se mordió la parte interior del labio, pensativo-. Y, aun cuando lo intentara, ¿estaría Haworth de acuerdo con ello? Ya me lo he preguntado y he decidido que es imposible. O al menos poco probable.
– Puedo deciros por qué -dijo Gibbs-. Ella es una pervertida. Disfruta sexualmente sabiendo que su marido se está follando a esas mujeres que antes ya se ha follado el violador, sea quien sea.
– Pero entonces Haworth tendría que ingeniárselas para conocerlas y empezar una relación con ellas… Es demasiado esfuerzo. ¿Y qué saca él? ¿O también es un pervertido? ¿Y cómo sabía que esas mujeres querrían liarse con él?
– Ésa es la gracia que tiene para ambos -insistió Gibbs-. Ella organiza las violaciones y luego él se folla a las víctimas. Eso da un poco de chispa a su vida sexual. Ésa es la razón por la que Robert Haworth no lleva a cabo personalmente las violaciones. Esas mujeres difícilmente saldrían con él si le identificaran como el hombre que las había violado, ¿no?
Sellers no lo veía claro.
– Kombothekra dijo que Sandy Freeguard nunca había tenido relaciones sexuales con Haworth. Ella quería, pero él no. Y Haworth se ha estado viendo durante un año con Naomi Jenkins. ¿Por qué tanto tiempo si lo único que él y su esposa querían era ponerse cachondos?
– ¿Es posible que una pareja sufra a la vez el síndrome de Munchausen por poderes? -se preguntó Simón en voz alta. No lo creía, pero era una teoría. A veces los malos engatusaban a los buenos-. Si es así, puede que la idea sea que Juliet organiza las violaciones y luego aparece Robert para cuidar de esas mujeres, y las ayuda a recuperarse y a recobrar la confianza. Kombothekra dijo que Sandy Freeguard se quejaba de que Haworth quisiera protegerla. El no quería que ella hiciera las cosas antes de tiempo. Quizás no quiso acostarse con ella por eso.
Simón frunció el ceño, consciente de que lo que iba a añadir no encajaba.
– Sin embargo, Naomi Jenkins ni siquiera le contó que había sido violada y, por lo que ella nos dijo, parece que la trató de forma muy distinta, como si no fuera una víctima. Se acostaron al cabo de dos horas de haberse conocido.
– Eso es una gilipollez -dijo Gibbs, bostezando-. Nunca he oído que una pareja sufra el síndrome de Munchausen por poderes, es algo que afecta a una sola persona. Y además, alguien que lo padeciera no hablaría de ello, ¿verdad? ¿Cómo podían saber que ambos lo padecían?
– Probablemente tengas razón -repuso Simón-. Aunque podría consultarlo con un experto.
– ¡Un experto! -se burló Gibbs.
– Es la cosa más rara que haya visto jamás -dijo Sellers, frunciendo el ceño, concentrado-. Robert Haworth tiene que ser la conexión… Juliet conocía el modus operandi de las violaciones y dos de las víctimas resultaron ser novias de Haworth…, pero eso es todo, ¿no? Ambas se convirtieron en novias suyas. ¿Tiene sentido pensar que él es la conexión teniendo en cuenta que conoció a Freeguard y a Jenkins después de que fueron secuestradas y violadas?
Simón recorrió el borde de su pinta con el dedo.
– «La incertidumbre humana es lo único que hace que la razón sea fuerte. Hasta que tropezamos, nunca sabemos que cada palabra que decimos es un error.»
– ¿Qué coño has dicho? -espetó Gibbs.
– Juliet Haworth lo escribió para nosotros -dijo Sellers.
– Es de C. H. Sisson -dijo Simón-. Murió hace poco. El poema se titula «Incertidumbre».
– Estupendo. Venga, montemos un club de lectura -dijo Gibbs.
– ¿Crees que tiene algún significado? -preguntó Sellers-. ¿Es posible que Juliet Haworth quiera decirnos algo?
– Alto y claro. -Gibbs parecía indignado-. Se está quedando con nosotros. Dame diez minutos a solas con ella…
– Ella quiere dar a entender que nos estamos equivocando en todo -dijo Simón, tratando de no parecer tan deprimido como en realidad se sentía-. Y que no nos daremos cuenta de en qué medida hasta que sea demasiado tarde.
¿O puede que ella misma se hubiera dado cuenta, demasiado tarde, de que se había equivocado con Robert y por eso intentó matarle? No, sin duda eso era ir demasiado lejos. Simón cambió de tema.
– ¿Y qué hay de lo que hemos averiguado sobre ella? ¿Habéis encontrado algo sobre Juliet Haworth que nos pueda llevar hasta su cómplice, en el caso de que tenga uno?
– He conseguido una lista de sus viejos amigos y un par de contactos profesionales -dijo Sellers-. Sus padres nos han echado una mano.
Y se quedaron afligidos al enterarse de que su única hija había sido acusada de intento de asesinato. Contárselo no había sido algo precisamente agradable.
– ¿Por profesionales te refieres a la venta de sus casitas de cerámica?
– Sí. Le iba bastante bien. Remmicks las vendió durante un tiempo.
– De modo que sabía cómo hacer negocios. -Gibbs parecía satisfecho de sí mismo-. Cuéntale lo más importante.
– Estaba a punto de hacerlo. -Sellers se volvió hacia Simón-. Hace muchos años que no ve a los amigos de esa lista. Básicamente sólo se ha relacionado con su marido desde que en 2001 sufrió una crisis nerviosa a causa de un exceso de trabajo.
– No parece una mujer nerviosa -dijo Simón, acordándose de la actitud llena de confianza de Juliet Haworth; diría que casi le parecía majestuosa-. Todo lo contrario. ¿Estás seguro de eso?
Sellers lo fulminó con la mirada.
– He hablado con la mujer que en aquella época era su médico -dijo-. Juliet Haworth no se levantó de la cama en seis meses. Al parecer, había trabajado como una posesa durante años sin tomarse un descanso o unas vacaciones. Acabó quemada…, eso es todo.
– ¿Entonces ya estaba casada con Robert?
– No. Antes de la crisis vivía sola y luego volvió a casa de sus padres. Se casó con Robert en 2002. Esta mañana he hablado con sus padres largo y tendido. Norman y Joan Heslehurst. Ambos coinciden en que es imposible que Juliet atacara a Robert. Pero luego también han insistido en que ella querría hablar con ellos y que querían ir a visitarla, y nosotros sabemos que no es así.
– Están diciendo la verdad -dijo Gibbs-. Quieren sentirse útiles. Son sus padres, ¿no?
– Juliet y Robert Haworth se conocieron en un videoclub -continuó Sellers para poner al corriente a Simón-. En Sissinghurst, Kent. Un Blockbuster de Stammers Road, cerca de donde viven los Heslehurst. Fue una de las primeras salidas de Juliet después de la crisis. Se había olvidado el bolso y se puso muy nerviosa cuando, en el mostrador, se dio cuenta de ello. Robert Haworth estaba en la tienda haciendo cola, detrás de ella. Pagó su película y se aseguró de que volviera a casa. Sus padres lo consideraron como una especie de santo. Joan Heslehurst está tan preocupada por Robert como por Juliet. Dice que tienen que estarle agradecidos por haber conseguido que Juliet se recuperara. Al parecer, él se portó muy bien con ella.
A Simón no le gustó cómo sonaba todo aquello, aunque no sabía muy bien por qué. Parecía demasiado bonito. Tenía que pensar en ello.
– ¿Qué hacía Haworth en un videoclub de Kent? ¿Dónde vivía entonces?
– Compró la casa de Spilling justo antes de casarse con Juliet -dijo Gibbs-. Quién sabe dónde viviría antes. Hasta ahora la información que tenemos de él es un maldito agujero negro.
– ¿Fue algo concreto de su trabajo lo que le provocó la crisis a Juliet Haworth? -preguntó Simón-. ¿Algún cambio en su situación o sus circunstancias?
Gibbs se inclinó hacia delante para soltarle un gruñido a la camarera porque tardaban demasiado en servirles la comida.
– Las cosas le iban cada vez mejor -dijo Sellers-. Su madre dijo que al principio estaba bien, mientras aún estaba levantando el negocio, pero que se desmoronó cuando empezó a funcionar.
– No tiene sentido -dijo Gibbs.
– Sí lo tiene -repuso Simón-. Cuando las cosas empiezan a ir bien es cuando empieza realmente la presión. Hay que mantener el ritmo, ¿no?
– La madre de Juliet dijo que estaba agotada, que trabajaba día y noche y que dejó de salir. Estaba muy motivada. Siempre ha sido así.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Simón.
– Antes de la crisis, siempre fue muy ambiciosa. Fue delegada de curso, tanto en la escuela como en el instituto. Y también atleta… Participó en competiciones del condado y ganó un montón de trofeos. Estaba en el coro y le dieron una beca para estudiar música en el King's College de Cambridge, aunque la rechazó y estudió arte en la universidad…
– Aún sigue siendo muy ambiciosa -dijo Gibbs, con el rostro resplandeciente al ver que su pastel de carne salía de la cocina del pub-Sólo que ahora está metida en un negocio de secuestros y agresiones sexuales.
– ¿Qué pensáis de su personalidad? -preguntó Simón. Se le hizo la boca agua al percibir el olor del pescado con patatas fritas de Sellers. Cuando volvieran se compraría un sándwich-. ¿Manipuladora? ¿Tortuosa? ¿Desafiante?
– No. Extrovertida, alegre y sociable. Aunque un poco obsesiva, según dijo su padre; cuando estaba estresada por el trabajo podía ser intratable y poco razonable. Me dijo que antes de la crisis tenía mucho carácter. La madre se cabreó, como puedes imaginarte; pensó que la información que su marido me había dado perjudicaba a Juliet. Hasta que el padre abrió el pico no les expliqué la delicada situación en la que se encontraba su hija. Lo más curioso es que ambos hablaban como si existieran dos Juliets como si se tratara de dos personas distintas.
– ¿Antes y después de la crisis? -preguntó Simón-. Supongo que es posible.
– Su madre habló de la crisis…, de lo que pasó, ya sabes. -Sellers se frotó los ojos y disimuló un bostezo-. Una vez empezó a hablar, no pude pararla.
– ¿Y qué dijo exactamente?
Simón ignoró el gruñido de desdén de Gibbs.
– Un día Juliet tenía que ir a cenar a casa de sus padres y no se presentó. La llamaron una y otra vez, y nada. De modo que fueron a su casa. Juliet no les abrió la puerta, pero según ellos estaba en casa: vieron su coche y escucharon música a todo volumen. Al final, su padre forzó una ventana. La encontraron en su taller; parecía que no hubiera comido, dormido ni se hubiera duchado desde hacía muchos días. Y tampoco habló con ellos, sólo los miraba sin verlos, como si no estuvieran ahí, y siguió trabajando. Todo lo que dijo fue: «Tengo que terminar esto.» Y lo dijo una y otra vez.
– ¿Terminar qué? -preguntó Simón.
– Lo que fuera que estuviera haciendo. Su madre dijo que solía recibir muchos encargos y que a menudo los clientes tenían prisa…, regalos, aniversarios. Cuando lo hubo terminado, de madrugada, después de que sus padres se sentaron a mirarla durante toda la noche, le dijeron que iban a llevársela y ella no opuso resistencia. Según su madre, fue como si no le importara lo que hiciera.
Gibbs le dio un codazo a Sellers.
– Waterhouse empieza a sentir compasión por ella, ¿no es así?
– Continúa -le dijo Simón a Sellers-. Si es que hay algo más.
– En realidad no mucho. Sus padres le preguntaron para quien era el encargo en el que había estado trabajando hasta las tres de la madrugada; pensaron que si era algo urgente podrían entregarlo ellos. Pero Juliet no tenía ni idea. Todo ese frenético trabajo, diciendo que tenía que terminarlo, y ni siquiera era capaz de recordar para quién era.
– Estaba majara -resumió Gibbs.
– Sin embargo, después de esa noche no quiso saber nada de su trabajo, ni siquiera podía estar en una habitación en la que hubiera algo que fuera obra suya. Había hecho unas cuantas cosas para sus padres, y tuvieron que bajarlas al sótano para que ella no las viera. Y todas las que tenía en su casa también fueron a parar al sótano de sus padres. Y eso es todo… No ha vuelto a trabajar desde entonces.
– Sí lo ha hecho, sólo que ha cambiado de profesión -dijo Gibbs-. Es una obsesa del trabajo, capaz de acabar volviéndose loca… Puede que sea lo que también le ha ocurrido ahora. El negocio de los secuestros y las violaciones era todo un éxito y no pudo aguantar la presión, de modo que perdió la razón y fue a por su marido con una piedra.
– Su madre dijo que ella sabía que algo iba mal -dijo Sellers, mirando su pinta-. Me refiero a ahora. Antes de que descubriera lo que le ocurrió a Robert.
– ¿Cómo? -preguntó Simón.
– Cuando sus padres menos se lo esperaban, Juliet los llamó y dijo que quería recuperar todas sus cosas, sus miniaturas de cerámica.
– ¿Cuándo fue eso?
Simón hizo todo lo posible para disimular su enojo. Sellers debería haberle contado eso al principio, y luego todo lo demás.
– El sábado pasado.
– Dos días después de que Haworth no acudió a su cita con Jenkins en el Traveltel -dijo Simón, pensativo.
– Exacto. Juliet no dio explicaciones, sólo dijo que quería recuperar sus cosas. Fue a casa de sus padres y se lo llevó todo el sábado. Según su madre, estaba de buen humor…, mucho mejor de lo que había estado en mucho tiempo. Por eso sus padres se sorprendieron tanto al enterarse de que…
– Así pues, las casitas que Naomi Jenkins vio en el salón de Haworth el lunes…, llevaban allí menos de veinticuatro horas.
– ¿Y qué? -dijo Gibbs.
– No lo sé. Pero es interesante. La coincidencia.
– Quizás pensaba volver a trabajar -sugirió Sellers-. Si ella y Haworth estaban metidos en lo de las violaciones, y ahora él está en el hospital y puede que nunca se recupere…
– Sí. -Gibbs asintió con la cabeza-. Ella pretende que todo esto nunca ha ocurrido y piensa dedicarse de nuevo a la cerámica. Un verdadero encanto.
– ¿Qué hay del pasado de Haworth? -dijo Simón-. ¿Y de Naomi Jenkins?
Sellers miró a Gibbs.
– Aún no tenemos nada sobre Haworth -dijo Gibbs-. Y tampoco sobre su hermana, Lottie Nicholls. Esta mañana he estado ocupado con las páginas web, pero estoy en ello.
– Naomi Jenkins dice la verdad -dijo Sellers-. Nació y se crió en Folkestone, Kent. Se educó en un internado y fue una buena estudiante. Pertenece a una familia de clase media: su madre es profesora de Historia y su padre es odontólogo. Estudió Tipografía y Diseño Gráfico en la Universidad de Reading. Tiene muchos amigos y ha tenido un montón de novios. Es alegre y extrovertida…
– Igual que Juliet Haworth -dijo Simón.
Sus tripas protestaron.
– ¿Por qué no pides algo para comer? -sugirió Gibbs-. ¿Se trata de algún síndrome de culpa católico? ¿Castigar el cuerpo para purificar el espíritu?
En otra época, Simón habría querido pegarle un puñetazo. Pero el carácter, en respuesta a un hecho traumático o significativo, puede cambiar. Y entonces la vida se divide en dos zonas temporales distintas: el antes y el después. En un momento dado, todo el mundo, incluido Gibbs, tuvo dudas acerca del temperamento de Simón. Pero ya no. Y eso tenía que ser bueno.
Simón había decidido no llamar a Alice Fancourt. Era demasiado arriesgado. Había sido un loco por permitir que lo que sentía por ella volviera a desestabilizarle. Evitar las complicaciones y los problemas…, ésa era su regla de vida. Su decisión no tenía nada que ver con Charlie. ¿Qué le importaba que ella estuviera enfadada con él? Como si eso no hubiera ocurrido antes.
Vio una fugaz expresión de pánico en la mirada de Sellers al tiempo que sentía un aire frío golpeando su nuca. Supo quién acababa de entrar en el pub antes de escuchar su voz.
– Pastel de carne con patatas fritas; pescado con patatas fritas. Recuerdo lo que se siente al no tener que preocuparse por el colesterol.
– ¿Qué está haciendo aquí, señor? -Sellers fingió que se alegraba de verle-. Usted odia los pubs.
Simón se volvió. Proust estaba mirando fijamente la comida.
– Señor, ¿recibió…?
– Recibí tu nota, sí. ¿Dónde está la inspectora Zailer?
– Está volviendo del hospital. Se lo decía en la nota -le dijo Simón.
– No la leí entera -repuso Proust, como si eso fuera algo obvio. Apoyó las manos en la mesa, que se tambaleó-. Es una lástima que el ADN del camión no coincida con el de Haworth. Y también es una lástima que Naomi Jenkins y Sandy Freeguard insistan en que Haworth no las violó.
– ¿Señor? -dijo Sellers, en nombre de los demás.
– Las cosas siguen complicándose. Me gusta la vida cuando es sencilla, y esto no lo es. -El inspector jefe cogió una patata frita del plato de Sellers y se la llevó a la boca-. Está aceitosa. -Ése fue su veredicto, secándose la boca con la palma de la mano-. He estado contestando a vuestros teléfonos como si fuera una secretaria mientras estabais en este pub tomándoos una cerveza. Llamó Yorkshire.
«Cómo, ¿todo el condado?», estuvo a punto de decir Simón. A Muñeco de Nieve le daba miedo todo lo que constituyera «el norte». Le gustaba ser impreciso y general.
– No sé lo que recordaréis de vuestros últimos momentos de sobriedad -dijo Proust-, pero en sus laboratorios han estado comparando el perfil de ADN de Prue Kelvey con el de Robert Haworth ¿Os suena de algo?
– Sí, señor -repuso Simón. A veces, pensó, los pesimistas resultaban agradablemente sorprendentes-. ¿Y?
Proust cogió otra patata frita del plato de Sellers.
– Coinciden -dijo, con voz áspera-. Me temo que no hay margen para la ambigüedad o las interpretaciones. Robert Haworth violó a Prue Kelvey.
– ¿Volverás a llamar a Steph si ella no te devuelve la llamada? -preguntó Charlie.
Eran las diez de la noche y ya estaba en la cama. Necesitaba acostarse temprano. Con Graham y una botella de vino tinto que él había traído desde Escocia.
– ¿Sabes?, en Inglaterra también tenemos vino -le dijo ella, en broma-. Incluso en un sitio tan pueblerino como Spilling.
Había sido un día largo, duro y confuso en el trabajo, y a Charlie le había encantado llegar a casa y encontrarse a Graham frente a su puerta. Estaba mucho más que encantada. A la mayoría de los hombres -a Simón, por ejemplo-nunca se les habría ocurrido hacer algo así.
– ¿Cómo encontraste mi dirección? -le interrogó Charlie.
– Alquilaste uno de mis chalets, ¿recuerdas? -Graham sonrió con nerviosismo, como si le preocupara que su gesto, su viaje, pudiera ser interpretado como algo excesivo-. Ese día me la apuntaste. Lo siento. Sé que parece algo propio de un acosador presentarse sin avisar, pero, en primer lugar, siempre he admirado la diligencia de los acosadores, y en segundo lugar… -Graham inclinó la cabeza hacia delante, ocultando sus ojos tras una cortina de pelo. Charlie sospechó que lo hizo deliberadamente-. Yo…,en fin…, bueno, quería volver a verte y pensé que…
Charlie no le dejó seguir hablando cuando, unas horas antes, posó sus labios sobre los suyos y lo arrastró hacia dentro. Eso había sido hacía horas.
Se sentía cómoda teniendo a Graham en su cama. Le gustaba cómo olía; le recordaba al olor de la leña recién cortada y al de la hierba y el aire. Había sacado matrícula en Lenguas Clásicas en Oxford, pero olía a campo. Charlie podía imaginarse yendo con él a un parque de atracciones, a una función de Edipo o a una hoguera. Un hombre polifacético. Qué -quién-podía ser mejor, se preguntó retóricamente, sin dejar espacio en su mente para una respuesta.
– Espero que no vuelva a darme de lado, señora -dijo Graham, mientras estaban tumbados sobre sus ropas en el suelo del salón de Charlie-. Me he sentido como una versión masculina de madame Butterfly desde que te fuiste en plena noche. Quiero que sepas que tenía miedo de presentarme aquí sin haber sido invitado. Pensaba que estarías ocupada con tu trabajo y que acabaría como una de esas viudas de Hollywood con ojos de cordero degollado, esas cuyos maridos lo dieron todo por salvar al planeta de acabar destruido por un asteroide, un meteorito o algún virus mortal.
– Sí, he visto la película. -Charlie sonrió-. En cinco versiones distintas.
– La mujer, como habrás comprobado, siempre está interpretada por Sissy Spacek. ¿Por qué nunca entiende lo que pasa? -preguntó Graham, enrollando un mechón de pelo de Charlie con el dedo y mirándolo fijamente como si fuera la cosa más fascinante del mundo-. Siempre intenta que el héroe pase del meteorito que amenaza a la humanidad para asistir a un picnic familiar o a un partido. Y, a medida que avanza la acción, se vuelve cada vez más miope; no entiende en absoluto la idea del placer aplazado…, mientras que yo sí. -Graham inclinó la cabeza para besarle un Pecho a Charlie-. ¿Y de qué es ese partido, por cierto?
– Ni idea -contestó Charlie, cerrando los ojos-. ¿De béisbol?
Graham hablaba de una forma en que Simón no solía hacer] Simón decía cosas que fueran importantes o no decía nada.
Teniendo en cuenta lo que Graham había dicho sobre sentirse mal porque ella se había ido para ocuparse de su trabajo, Charlie se habría sentido mal preguntándole lo que debía preguntarle. No le había dicho que había pensado llamarle únicamente por ese motivo en vez de para concertar una cita. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué no deseaba volver a verlo? Graham era sexy, divertido e inteligente. Era bueno en la cama, aunque demasiado ansioso por complacerla.
Cuando al final se armó del valor suficiente para preguntarle, Graham dio a entender que no le importaba. Llamó a Steph de inmediato. Y ahora estaban esperando que ella le devolviera la llamada.
– No le has dicho que era yo quien quería la información, ¿verdad? -le preguntó Charlie -. De ser así, nunca te llamaría.
– Sabes que no se lo he dicho. Estabas aquí cuando la he llamado.
– Ya, pero…, ¿no sabe ella que has venido a verme? Graham se echó a reír.
– Por supuesto que no. Nunca le digo adónde voy a la burra de carga.
– Me dijo que le contabas con qué mujeres te acostabas, y todos los detalles. También me dijo que muchas de ellas eran tus clientas.
– La segunda parte no es verdad. Se refería a ti, eso es todo. Quería hacerte rabiar. La mayoría de mis clientes son pescadores de mediana edad que se llaman Derek. Imagíname susurrando el nombre de Derek en la oscuridad… ¿A qué no cuela?
Charlie se echó a reír.
– ¿Y la primera parte?
¿Acaso Graham creía que a ella le gustaría saber que lo contaba todo?
Él dejó escapar un suspiro.
– Fue una vez… y sólo porque la historia era increíble… Le conté a Steph con quién me había acostado. Sue, la estatua.
– ¿Sue, la estatua?
– Hablo en serio. Esa mujer no movía ni un músculo; sólo se tumbaba en la cama y se quedaba completamente rígida. Mi increíble actuación no surtió ningún efecto. Tuve que parar y comprobar su pulso, para ver si seguía con vida.
– Apuesto a que no lo hiciste.
– No. Habría sido demasiado embarazoso, ¿verdad? Lo más divertido fue que, en cuanto nos separamos, ella volvió a moverse normalmente. Se levantó como si no hubiera pasado nada, me sonrió y me preguntó si me apetecía una taza de té. ¡Te juro que después de aquella noche me preocupé por mi técnica!
Charlie sonrió.
– ¡Deja de intentar que te halague! Entonces…, ¿por qué se metió conmigo Steph? ¿Fue sólo porque estaba usando el ordenador o…?
Graham le dirigió una irónica mirada.
– ¿Quieres saber lo que hay entre Steph y yo, jefa?
– No me importaría -repuso Charlie.
– Y a mí no me importaría saber qué hay entre Simón Waterhouse y tú.
– ¿Cómo…?
– Tu hermana le mencionó, ¿recuerdas? Olivia. Basta ya de apodos, lo prometo.
– Ah, vale.
Charlie había hecho todo lo posible por olvidar aquel desagradable momento: el literal arrebato de superioridad moral de Olivia en el dormitorio del altillo.
– ¿Ya habéis arreglado las cosas? -preguntó Graham, apoyándose en un codo-. Sabes que ella volvió, ¿no?
– ¿Que ella qué?
Para el gusto de Charlie, lo dijo demasiado a la ligera. Estaba furiosa. Si se refería a lo que ella creía…
– Al chalet. Al día siguiente, después de que te marchaste. Pareció disgustada al no encontrarte. Le dije que te había surgido algo importante en tu trabajo… ¿Por qué me miras así?
– ¡Deberías habérmelo contado en seguida!
– Eso no es justo, jefa. Sólo tenías que haberme dejado hablar. Hemos estado ocupados, ¿recuerdas? No sería lo mismo si me hubiera quedado de brazos cruzados. Y, de haber sido así, habría sido con la mejor intención…
– Graham, hablo en serio.
Él le lanzó una mirada de complicidad.
– No os habéis dado un beso y hecho las paces, ¿verdad? Pensaste que tu hermana seguía enfadada y te olvidaste de ella. Y ahora te sientes culpable y tratas de colgarme a mí el mochuelo. ¡A un testigo inocente!
Graham sacó hacia fuera el labio inferior, torciéndolo en una mueca de tristeza. Charlie no estaba dispuesta a admitir que él tenía toda la razón.
– Deberías haberme llamado inmediatamente. Tenías mi teléfono. Se lo di a Steph cuando me registré.
Graham soltó un gruñido y se cubrió los ojos con las manos.
– Mira, a la mayoría de la gente no le gusta que el propietario de la casa donde pasan sus vacaciones se interese por sus disputas familiares. Sé que tú y yo casi…
– Exacto.
– …pero no lo hicimos, ¿verdad? De modo que me hice el interesante. Por poco tiempo, es verdad…, lo admito, agente…, pero, cuando menos, tuve una oportunidad. En cualquier caso, pensé que ella te llamaría. Ya no parecía enfadada. Incluso me pidió disculpas.
Charlie entornó los ojos.
– ¿Estás seguro? ¿Estás seguro de que se trataba de mi hermana y no de alguien que era igual que ella?
– Era la Gordita, como que estoy aquí. -Graham se hizo a un lado para que ella no pudiera golpearle-. En realidad tuvimos una agradable conversación. Parecía haber cambiado de opinión con respecto a mí.
– No des eso por sentado sólo porque no arremetiera contra ti.
– No lo hice. No hubo que decir nada ni hacer conjeturas. Ella misma me lo dijo. Me dijo que yo sería mucho mejor para ti que Simón Waterhouse, lo cual me recuerda que no has contestado a mi pregunta.
Charlie estaba furiosa con su hermana por haberse metido en medio. Se preguntaba si el nuevo punto de vista de Olivia era una forma más sutil de tratar de asegurarse de que ella y Graham no empezaban una relación. ¿Confiaba en que Charlie activara su vena rebelde?
– Entre Simón y yo no hay nada -dijo Charlie-. Absolutamente nada.
Graham parecía preocupado.
– Salvo que estás enamorada de él.
Charlie pensó que podría haberlo negado fácilmente.
– Sí -repuso ella.
Graham se recuperó mucho más deprisa de lo que lo habrían hecho la mayoría de los hombres.
– Con el tiempo acabaré gustándote, ya lo verás -dijo él, nuevamente de buen humor.
Charlie pensó que tal vez tuviera razón. Sin duda alguna, si se lo propusiera podría gustarle. No tenía por qué convertirse en otra Naomi Jenkins y venirse abajo sólo porque un cabrón le había dicho que le dejara en paz. Un tipo mucho más cabrón que Simón Waterhouse. Charlie se las arreglaba mejor que Naomi en todos los frentes. Robert Haworth. Un violador. El hombre que había violado a Prue Kelvey. Charlie aún seguía esforzándose para asimilar las implicaciones.
Desoyendo el consejo de Simón, aquella tarde había puesto al día a Naomi por teléfono. No podría decir exactamente que aquella mujer empezara a caerle bien, y era obvio que no confiaba en ella, pero pensaba que entendía cómo funcionaba su cabeza. Lo sabía demasiado bien. Una mujer inteligente, sólo que desquiciada por la fuerza de sus sentimientos.
Naomi se había tomado la noticia de la coincidencia del ADN mejor de lo que Charlie había esperado. Se quedó en silencio unos instantes, pero cuando habló parecía estar tranquila. Le dijo a Charlie que la única forma de poder enfrentarse a todo aquello era descubriendo la verdad, toda la verdad. Naomi Jenkins ya no mentiría más… Charlie estaba convencida de ello.
Al día siguiente, Naomi tenía que hablar de nuevo con Juliet Haworth. Si Juliet estaba metida en cualquier negocio sucio con el hombre que violó a Naomi y a Sandy Freeguard, es posible que ella fuera la única persona capaz de provocarla para que contara algo. Por algún motivo que Charlie no alcanzaba a entender, Naomi era importante para Juliet. No le importaba nadie más, y mucho menos su marido… Juliet lo había dejado muy claro. «Conseguiré que ella me lo cuente», le había dicho Naomi por teléfono con voz trémula. Charlie admiraba su determinación, pero le advirtió que no subestimara a Juliet.
– Bueno, te alegrará saber que yo no estoy enamorado de la burra de carga -dijo Graham, bostezando-. Aunque digamos que he echado algún polvo con ella de vez en cuando. Pero no tiene ni punto de comparación contigo, inspectora, por muy cursi que suene. Es a ti a quien quiero, con tu tiránico encanto y tus expectativas exageradamente altas.
– ¡No lo son!
Graham resopló y se echó a reír, colocando los brazos detrás de la cabeza.
– Inspectora, ni siquiera soy capaz de intuir lo que quieres de mí, por no hablar de dártelo.
– Bueno, vale. No te rindas con tanta facilidad.
Charlie fingió un mohín. Graham se había acostado con Steph. «Habían echado un polvo». No tenía derecho a quejarse, teniendo en cuenta lo que ella acababa de decirle.
– ¡Aja! Puedo demostrar que Steph no significa nada para mí. Espera a oír esto.
A Graham le brillaban los ojos.
– ¡Eres un cotilla despiadado, Graham Angilley!
– ¿Te acuerdas de la canción? ¿La de Grandmaster Flash? -Empezó a cantar-. «Rayas blancas penetrando en mi mente…».
– Oh, claro.
– Steph, la burra de carga, tiene una raya blanca que divide su trasero en dos. La próxima vez que vengas le diré que te la enseñe.
– No, gracias.
– Es tan ridículo como parece. Ahora ya sabes que nunca podría ir en serio con una mujer así.
– ¿Una raya blanca?
– Sí. Se pasa horas en las camas solares y de ahí que tenga el culo de color naranja brillante. -Graham sonrió-. Pero si…, ¿cómo podría decirlo?…, le separas las nalgas…
– ¡Vale, lo he pillado!
– …verás claramente una línea blanca. A veces se le ve cuando se pasea por ahí.
– ¿Suele pasearse desnuda a menudo?
– En realidad, sí -repuso Graham-. Está coladita por mí.
– Y eso es algo que tú no has alentado, evidentemente.
– ¡Por supuesto que no! -dijo Graham, fingiendo haberse ofendido.
Su móvil empezó a sonar y él lo cogió.
– Sí.
Moviendo los labios sin hablar, le dijo a Charlie: «Raya blanca», de modo que ella no tuvo que preguntarse con quién estaba hablando.
– Sí. De acuerdo, de acuerdo. Estupendo. Buen trabajo, colega. Te has ganado unas rayas, como suelen decir.
Graham le dio un codazo a Charlie. Ella no pudo evitarlo y se echó a reír.
– ¿Y bien?
– Naomi Jenkins nunca estuvo en los chalets.
– Vaya.
– Pero ha buscado todas las Naomis, como el meticuloso terrier que es, y ha encontrado una Naomi Haworth: H, a, w, o, r, t, h, que reservó un chalet el pasado mes de septiembre. Naomi y Robert Haworth, pero Steph dice que fue la mujer quien hizo la reserva. ¿Te sirve de algo?
– Sí.
Charlie se sentó y retiró la mano de Graham. Necesitaba concentrarse.
– Antes de que lances las campanas al vuelo…
– ¿Qué?
– Canceló la reserva. Los Haworth nunca se presentaron. Steph se acuerda de la cancelación y dice que ella parecía preocupada. De hecho, casi estaba llorando. Steph se preguntó si el marido la habría dejado plantada o si habría muerto o algo así, y de ahí la cancelación.
– Muy bien. -Charlie asintió con la cabeza-. Es…, estupendo, es una gran ayuda.
– ¿Vas a contarme ahora de qué va todo esto? -la pinchó Graham.
– ¡Para! No, no puedo.
– Apuesto a que a ese tal Simón Waterhouse sí vas a contarle todos los detalles.
– Él ya sabe tanto como yo. -Charlie sonrió al ver la ofendida mirada de Graham-. Es uno de mis agentes.
– O sea, que lo ves todos los días. -Graham lanzó un suspiro y se echó hacia atrás-. Maldita sea mi suerte.
Viernes, 7 de abril.
Yvon está sentada en el sofá, frente a mí. Deja un plato de postre con un sándwich entre las dos. No lo mira; no quiere atraer mi atención hacia él, por si eso me incita a rechazarlo,
Me quedo mirando la pantalla gris de la televisión. La posibilidad de plantearme comer algo, aunque sea este pedazo de pan, supondría demasiado esfuerzo. Como disponerse a correr un maratón cuando todavía te estás recuperando de una anestesia total.
– No has comido nada en todo el día -dice Yvon.
– No has estado conmigo todo el día.
– ¿Has comido?
– No -admito.
No sé cuánto tiempo ha pasado. Afuera está oscuro, es todo lo que sé. ¿Acaso importa? Si Yvon no hubiese venido, no habría salido de mi habitación. En este momento, en mi cabeza sólo hay sitio para ti, nada más. Para pensar en lo que dijiste y en lo que significa. Para oír la frialdad y la lejanía de tu voz una y otra vez. Dentro de un año, de diez años, aún seré capaz de escucharla dentro de mi cabeza.
– ¿Enciendo la televisión? -pregunta Yvon.
– No.
– Puede que haya algo entretenido, algo…
– No.
No quiero distraerme. Si este enorme dolor es todo lo que me queda de ti, entonces quiero concentrarme en él.
Me preparo para decir algo más sustancial. Me lleva unos segundos y una energía que no creía poseer.
– Mira, me encanta que hayas venido y que volvamos a ser amigas, pero… sería mejor que te fueras.
– Voy a quedarme aquí.
– No me pasará nada -le digo-. Si esperas que esté mejor, olvídalo. Eso no va a ocurrir. No me sentiré mejor ni voy a olvidarme de esto y hablar de otra cosa. No conseguirás que me olvide de ello. Lo que voy a hacer es quedarme aquí sentada, mirando la pared.
Alguien debería pintar una enorme cruz negra en la puerta, como hacían durante la peste.
– Quizás deberíamos hablar de Robert. Puede que si hablas de ello…
– No me sentiré mejor. Mira, sé que sólo quieres ayudar, pero no puedes hacerlo.
Lo que quiero es dejarme abatir por el dolor. Luchar contra él, hacer un esfuerzo por parecer civilizada y cuerda, es demasiado duro. No lo digo, por si suena melodramático. Se supone que sólo hay que hablar de dolor cuando alguien ha muerto.
– Por mí no tienes por qué reprimirte -dice Yvon-. Si quieres, puedes tirarte en el suelo y aullar. Me da igual. Pero no me voy a ir. -Se acurruca en la otra punta del sofá-. ¿Has pensado en lo de mañana?
Niego con la cabeza.
– ¿Cuándo vendrá a recogerte la inspectora Zailer?
– A primera hora.
Yvon maldice entre dientes.
– No eres capaz de hablar ni de comer y apenas tienes fuerzas para andar. ¿Cómo demonios vas a aguantar otra conversación con Juliet Haworth?
Ignoro la respuesta a esa pregunta.
– La aguantaré porque debo hacerlo.
– Deberías llamar a la inspectora Zailer y decirle que has cambiado de opinión. Si quieres lo haré yo por ti.
– No.
– Naomi…
– Tengo que hablar con Juliet para descubrir lo que sabe.
– ¿Y qué hay de lo que tú sabes? -La voz de Yvon suena llena de frustración-. Nunca he sido una fan incondicional de Robert, pero… él te quiere. Y no es un violador.
– Eso cuéntaselo a los expertos en ADN -digo, amargamente.
– Deben haberse equivocado. Los supuestos expertos cometen errores constantemente.
– Déjalo, por favor. -Sus falsos consuelos hacen que me sienta incluso más desgraciada-. La única forma en que puedo manejar esto es enfrentándome a la peor de las posibilidades. No voy a dejarme convencer por alguna improbable teoría para sufrir una nueva decepción.
– De acuerdo. -Yvon me sigue la corriente-. ¿Y cuál es la peor de las posibilidades?
– Que Robert esté implicado en las violaciones -digo, con una voz apagada, sin vida-. Él es el responsable de algunas de ellas, igual que el otro hombre. Juliet está implicada, y puede que incluso al mando. Son un equipo de tres. Robert sabía desde el principio que yo era una de las víctimas de ese otro hombre. Y lo mismo ocurrió con Sandy Freeguard. Y ése fue el motivo de que apareciera para conocernos.
– ¿Por qué? Es de locos.
– No lo sé. Tal vez para asegurarse de que no acudiríamos a la policía. Eso es lo que hacen los espías, ¿no? Se infiltran en territorio enemigo y luego informan.
– Pero tú dijiste que Sandy Freeguard había acudido a la policía antes de empezar a salir con Robert.
Asiento con la cabeza.
– El novio de una víctima de violación sabría cómo avanza la investigación, ¿no? La policía mantendría informada a la víctima y esta se lo contaría a su novio. Puede que Juliet, o ese otro hombre, o Robert, o los tres, quisieran estar al corriente de lo que sabía la policía sobre el caso de Sandy Freeguard. ¿Acaso no hemos dicho siempre que Robert es un obseso del control? No puedo evitar echarme a llorar al decir esto. ¿Sabes qué es lo peor de todo? Que todas las cosas amables, dulces y cariñosas que has dicho y hecho se han convertido en algo mucho más concreto y tangible en mi cabeza desde que me rechazaste en el hospital. Estaría bien que fuera capaz de poner en primer plano los malos momentos y avanzar hacia la luz. Entonces podría encontrar un patrón que hasta ahora he pasado por alto y demostrarle a mi corazón lo mucho que me he equivocado contigo. Pero lo único en que puedo pensar es en tus apasionadas palabras. «No tienes ni idea de lo que significas para mí.» En vez de adiós, siempre decías esto al final de cada llamada telefónica.
Mi memoria se ha vuelto contra mí, está intentando abrumarme con el contraste entre tu conducta de esta mañana y la del pasado.
– ¿Por qué Juliet le machacó la cabeza a Robert con una piedra? -pregunta Yvon, cogiendo la mitad del sándwich y dándole un bocado-. ¿Por qué quiere provocarte e insultarte?
No puedo contestar a ninguna de estas preguntas.
– Porque Robert está enamorado de ti. Es la única explicación posible. Al final se atrevió a decirle que la iba a dejar por ti. Está celosa… y por eso te odia.
– Robert no está enamorado de mí. -El peso de estas palabras me aplasta-. Me dijo que me fuera y que lo dejara en paz.
– No pensaba con claridad. Naomi, ella intentó matarlo. Si tu cerebro hubiera sufrido una hemorragia y estuviera inflamado, si hubieras estado inconsciente varios días, tampoco sabrías lo que estás diciendo. -Yvon sacude las migas del sofá y las tira al suelo. Ésa es su idea de lo que significa limpiar-. Robert te ama -insiste-. Y se va a poner bien, ¿de acuerdo?
– Estupendo. Y voy a vivir feliz para siempre con un violador.
Me quedo mirando las migas del suelo. Por algún motivo, me recuerdan el cuento de Hansel y Gretel. La comida es esencial en cualquier misión de rescate. El magret de canard aux poires del Bay Tree. Y también había comida en la mesa del pequeño teatro donde me atacaron, un primer y un segundo plato.
– Deja ese sándwich -le digo a Yvon-. ¿Tienes hambre?
Parece que la haya pillado y se sienta avergonzada de pensar en comer en un momento como éste. Yo estoy pensando lo mismo, aunque no creo que pudiera comer ni un bocado.
– ¿Qué hora es? ¿Crees que la cocina del Bay Tree seguirá abierta a esta hora?
– ¿El Bay Tree? ¿Te refieres al restaurante más caro de todo el condado? -La cara de Yvon cambia de expresión: tía Angustias ha dado paso a la estricta gobernanta-. ¿Ése es el sitio adónde Robert fue a buscar ese plato el día que lo conociste, verdad?
– No es lo que piensas. No quiero volver allí porque sienta nostalgia de los buenos tiempos -digo amargamente, mortificada al pensar en aquello en lo que solía creer: el pasado, el futuro. El presente. Lo que me has hecho es peor que lo que me hizo mi violador. Él me convirtió en víctima por una noche; gracias a ti, se han burlado de mí, he sido degradada y humillada durante más de un año sin ni siquiera saberlo.
Desde el principio, Yvon se dio cuenta de que había algo que no funcionaba en nuestra relación. ¿Por qué no lo vi yo? ¿Por qué aún no soy capaz de verlo? Estoy decidida a pensar lo impensable sobre ti, a creer lo increíble, porque tengo que acabar con esa parte de mí que te quiere a pesar de todo lo que me has dicho. A estas alturas debería ser una parte muy pequeña y renqueante, pero no es así. Es enorme. Endémica. Se ha extendido por todo mi cuerpo como un cáncer y ha conquistado mucho territorio. No sé lo que quedará de mí si logro aniquilarla. Sólo cicatrices, vacío y un enorme agujero. Pero tengo que intentarlo. Debo ser tan despiadada como un asesino a sueldo.
Yvon no entiende por qué de pronto quiero salir, y aún no estoy preparada para explicárselo. Hay que dosificar el horror.
– Si no es nostalgia, entonces, ¿por qué el Bay Tree? -pregunta-, hayamos a otro sitio y así no nos arruinamos.
– Voy a ir al Bay Tree -le digo, levantándome-. ¿Vienes o no?
El Bay Tree se encuentra en uno de los edificios más antiguos de Spilling. Fue construido en 1504. Tiene unos techos muy bajos, unas paredes gruesas e irregulares y dos chimeneas, una en la zona del bar y la otra en el restaurante propiamente dicho. Parece una cueva muy bien reformada, aunque está a nivel de calle. Sólo hay ocho mesas y normalmente hay que reservar con al menos un mes de antelación. Yvon y yo tenemos suerte; es tarde y nos dan una mesa que alguien reservó hace semanas para las siete y media. Cuando llegamos, hace un buen rato que los comensales se han ido…, saciados y considerablemente más pobres.
El restaurante tiene una puerta exterior, que siempre está cerrada, y otra interior, para asegurarse de que el aire de Higher Street no enfría el cálido ambiente. Hay que pulsar un timbre y el camarero que te deja entrar siempre se asegura de cerrar la primera puerta antes de abrir la segunda. La mayor parte del personal es francés.
Sólo he estado aquí en una ocasión, con mis padres. Celebrábamos el sesenta cumpleaños de mi padre. Cuando entró, se dio un golpe en la cabeza. Si eres alto, los techos del Bay Tree son un peligro. Pero a ti no tengo que decírtelo, ¿verdad, Robert? Conoces este sitio mejor que yo.
Esa noche, con mis padres, nos atendió un camarero que no era francés, aunque mi madre insistió en hablarle despacio; en un inglés muy elemental y con un acento casi continental, le dijo: «¿Podría traernos la cuenta, por favor?». Me abstuve de decirle que probablemente había nacido y se había criado en Rawndesley. Era una fiesta, y las críticas estaban prohibidas.
No has conocido a mis padres. Ellos ni siquiera saben que existes. Pensé que me estaba protegiendo de sus críticas y su desaprobación, pero resulta que son ellos quienes están a salvo. Es una idea extraña: las vidas de la mayoría de la gente -papá y mama, mis clientes, los vendedores que me cruzo por la calle-no han sido destruidas por ti. No te conocen y nunca te conocerán.
Y ocurre exactamente a la inversa. El camarero que esta noche n0s atiende a Yvon y a mí -quizás con excesiva atención: se inclina demasiado sobre la mesa, rígido y muy formal, con un brazo en la espalda, y se apremia para llenarnos las copas de vino cada vez que tomamos un sorbo-probablemente vio devastada su vida, en algún momento, por alguien cuyo nombre no me diría nada.
Sólo vivimos en el mismo mundo que el resto de la gente de una forma ínfima e insignificante.
– ¿Qué tal está tu plato? -pregunta Yvon.
He pedido un primero, foie gras, pero se da cuenta de que apenas lo he probado.
– ¿Es una de esas preguntas con trampa? -digo-. Del tipo: ¿has dejado de pegar a tu mujer? ¿Es calvo el actual rey de Francia?
– Si no piensas comer nada, ¿qué diablos estamos haciendo aquí? ¿Te das cuenta de lo que va a costar esta cena? En cuanto entramos tuve la sensación de que mi cuenta bancaria se había convertido en un reloj de arena: todo el dinero que tanto me ha costado ganar es arena y se me escapa de las manos.
– Pago yo -le digo, haciéndole una seña al camarero. Tres pasos y está junto a la mesa-. ¿Podría traernos una botella de champán, por favor? El mejor que tenga. -El camarero se escabulle-. Lo que sea con tal de deshacernos de él -le digo a Yvon.
Se queda mirándome, boquiabierta.
– ¿El mejor? ¿Te has vuelto loca? Costará un millón de libras.
– Me da igual lo que cueste.
– ¡No te entiendo! Hace media hora…
– ¿Qué?
– Nada. Olvídalo.
– ¿Preferirías que estuviera sentada en el sofá, mirando al vacío?
– Preferiría que me contaras qué está ocurriendo.
Sonrío.
– ¿Sabes una cosa?
Yvon suelta los cubiertos y se arma de valor para una inope tuna revelación.
– Ni siquiera me gusta el champán. Me irrita la nariz y me provoca gases.
– ¡Por Dios, Naomi!
Una vez que aceptas que nadie va a entenderte nunca y superas esa penosa sensación de aislamiento, resulta bastante reconfortante. Tú eres el único experto en nuestro pequeño universo, donde puedes hacer lo que te apetezca. Apuesto a que así es como te sientes, Robert. ¿No es cierto? Cuando me elegiste a mí, elegiste a la mujer equivocada. Porque yo soy capaz de comprender cómo funciona tu cabeza. ¿Es por eso por lo que ahora quieres que te deje en paz?
El camarero vuelve con una botella cubierta de polvo, que me presenta para que la examine.
– Tiene buena pinta -le digo.
El camarero asiente con la cabeza y vuelve a desaparecer.
– ¿Por qué se la lleva? -pregunta Yvon. -Seguramente habrá ido a por uno de esos cubos tan elegantes y unas copas de champán.
– Naomi, esto me está volviendo loca.
– Mira, si eso te hace feliz, mañana iremos a Chickadee para que puedas pedir una ración de grasientas alitas de pollo, ¿vale? Al parecer no te va la buena vida.
Me río tontamente, como si estuviera pronunciado frases que hubiera escrito otra persona. Juliet, por ejemplo. Sí: estoy imitando su crispada verborrea.
– Dime, ¿qué pasa contigo y con Ben? -le pregunto a Yvon, acordándome de que su vida no ha terminado, aunque la mía si lo haya hecho.
– ¡Nada!
– ¿De verdad? Vaya.
Ben Cotchin no es tan malo. O, si lo es, no es malo en un sentido normal, lo cual, teniendo en cuenta cómo me siento en este momento, me parece bastante bueno…, tal vez lo mejor que alejen pueda esperar.
– Para ya -dice Yvon-. Estaba disgustada y no tenía otro sitio adónde ir, eso es todo… Ben ha dejado de beber.
El camarero vuelve con nuestro champán metido dentro un cubo plateado lleno de agua y hielo, apoyado en un soporte con ruedas, y dos copas.
– Disculpe -le digo. Será mejor que haga lo que he venido a hacer-. ¿Hace mucho que trabaja aquí?
– No -contesta el camarero-. Sólo tres meses.
Es demasiado educado para preguntarme por qué, aunque su mirada sea inquisitiva.
– ¿Quién lleva más tiempo trabajando aquí? ¿Qué me dice del chef?
– Creo que hace mucho que trabaja aquí. -Su inglés es meticulosamente correcto-. Podría preguntárselo, si lo desea.
– Sí, por favor -le digo.
– ¿Puedo…? -dice, señalando el champán con la cabeza.
– Luego. Ahora quiero hablar con el chef.
De pronto, no puedo esperar.
– ¡Naomi, esto es demencial! -exclama Yvon entre dientes en cuanto volvemos a quedarnos solas-. Vas a preguntarle al chef si recuerda que Robert vino a encargar esa comida para ti, ¿verdad?
No digo nada.
– ¿Y si dice que sí? ¿Qué? ¿Qué le vas a decir entonces? ¿Vas a preguntarle qué fue exactamente lo que dijo Robert? ¿Si parecía un hombre que acababa de enamorarse? ¡Es enfermizo que te obsesiones así!
– Yvon -digo, muy tranquila-. Piensa un poco. Echa un vistazo a tu alrededor, mira este sitio.
– ¿Qué le pasa?
– Cómete este carísimo plato; se te va a enfriar -le recuerdo-. ¿Te parece la clase de restaurante al que dejarían entrar a alguien para pedir algo para llevar? ¿Acaso ves un menú de comida rápida por alguna parte? ¿Te parece un sitio donde permitirían que un perfecto desconocido se fuera no sólo con un plato de comida sino también con una bandeja, cubiertos y una carísima servilleta de tela, confiando en que lo devolvería todo cuando hubiese terminado?
Yvon reflexiona sobre ello mientras mastica un bocado de cordero.
– No. Pero…, ¿por qué mentiría Robert?
– No creo que mintiera. Pero sí creo que me ocultó algunos detalles importantes.
El camarero vuelve otra vez.
– Les presento a nuestro chef, Martin Gilligan -dice. Detrás de él hay un hombre bajito y delgado, pelirrojo y despeinado.
– ¿Qué tal la cena? -pregunta Gilligan, con un acento que parece del norte. En la universidad tenía un amigo de Hull; la voz del chef me recuerda a la suya.
– Está exquisita, gracias.
Yvon sonríe afectuosamente. No comenta nada sobre los exagerados precios de los platos.
– Etienne me ha dicho que querían saber cuánto tiempo llevo trabajando aquí.
– Eso es.
– Formo parte del mobiliario. -Lo dice como pidiendo perdón, como si pudiéramos acusarle de ser poco arriesgado por seguir aquí-. Trabajo aquí desde que abrieron, en 1997.
– ¿Conoce a Robert Haworth? -le pregunto.
Asiente con la cabeza; parece gratamente sorprendido.
– ¿Es amigo suyo?
No le diré que sí, aunque hacerlo ayudaría a que fluyera la conversación.
– ¿De qué lo conoce?
Yvon nos observa como si se tratara de un partido de tenis, moviendo la cabeza de un lado a otro.
– Trabajaba aquí -dice Gilligan.
– ¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo estuvo?
– Oh…, vamos a ver, debió ser en 2002 o 2003, más o menos. Fue hace algunos años. Acababa de casarse cuando empezó, eso sí lo recuerdo. Me dijo que acababa de volver de su luna de miel, y se fue…, a ver, alrededor de un año después. Se hizo camionero. Dijo que le gustaban más las carreteras que las cocinas. Aún seguimos en contacto y de vez en cuando nos tomamos algo en el Star. Pero hace tiempo que no lo veo.
– Entonces, ¿Robert trabajaba en la cocina? ¿No era camarero?
– No, era chef. Mi mano derecha.
Asiento con la cabeza. Así fue cómo pudiste conseguir mi pequeña sorpresa. En el Bay Tree te conocían -habías trabajado aquí-, por lo que obviamente confiaban en ti. Naturalmente, dejaron que te llevaras una bandeja, cubiertos y una servilleta, y Martin Gilligan estuvo encantado de preparar un magret de canard aux poires para ti cuando le dijiste que era una emergencia para ayudar a una mujer en apuros.
No me hace falta seguir preguntando. Le doy las gracias a Gilligan, que vuelve a la cocina. Al igual que Etienne, nuestro camarero, es demasiado discreto para preguntarme por qué sentía la necesidad de interrogarle.
Pero Yvon no. En cuanto volvemos a estar solas, me ordena que me explique. La tentación de ser irónica y esquiva es muy fuerte. Los juegos son más seguros que la realidad. Pero no puedo hacerle esto a Yvon; es mi mejor amiga, y yo no soy Juliet.
– En una ocasión, Robert me dijo que ser camionero era mejor que ser comunista -le digo-. Yo no lo entendí. Pensé que había dicho comunista, lo cual no tenía demasiado sentido, pero no fue así. Se refería a ayudante de chef [2] en inglés: «commis». Porque eso es lo que había sido.
Yvon se encoge de hombros.
– ¿Y?
– El hombre que me violó sirvió una cena de tres platos a los hombres que estaban mirando. De vez en cuando se metía en un cuarto que había en la parte de atrás del teatro y volvía con más comida. Ese cuarto debía de ser una cocina.
Yvon niega con la cabeza. Se da cuenta de adónde quiero ir a parar, pero no puede creerlo.
– Nunca pensé en quién preparaba la comida.
– ¡Oh, por Dios, Naomi!
– Mi violador estaba muy ocupado. Tenía que atender a esos hombres, retirar los platos y servir los siguientes. Era el maître. -Me río con amargura-. Y, según dijo Charlie Zailer, sabemos que no actuaba solo. Al menos dos de las violaciones tuvieron lugar en el camión de Robert, y fue él quien violó a Prue Kelvey.
Estoy consiguiendo que la agonía sea peor, tomándome deliberadamente todo el tiempo que pueda hasta llegar a mi conclusión. Es como cuando te pones una goma elástica alrededor de la muñeca y tiras de ella todo lo que puedes hasta que se tensa y se vuelve muy fina, para luego dejar que golpee violentamente tu piel. Sabes que, cuanto más tires de ella, más te va a doler al final. Cuanto más cerca, más duele, ¿no fue eso lo que dijiste?
Yvon ya ha renunciado a defenderte.
– Mientras ese hombre te violaba, Robert estaba en la cocina -dice, rindiéndose y dándome a entender que la he convencido-Fue él quien preparó la cena.
Me despierto de golpe, con un grito ahogado en la garganta. Estoy empapada en sudor y el corazón me late a toda velocidad. Una pesadilla. ¿Peor que estar despierta? ¿Peor que la vida real? Sí. Peor que eso. Después de esperar el tiempo necesario para comprobar que no he sufrido un derrame cerebral o un ataque al corazón, miro la radio despertador que hay junto a la cama. Sólo puedo ver la parte superior de los dígitos, unas brillantes líneas curvas rojas que asoman por detrás del montón de libros que hay en la mesilla de noche.
Tiro los libros al suelo. Son las tres y trece de la madrugada. Tres, uno, tres. Ese número me deja aterrada; los latidos golpean mi pecho con más fuerza. Yvon no me oiría si la llamara, ni aun cuando gritara. Su habitación está en el sótano y la mía en el piso de arriba. Quiero bajar corriendo hasta allí, pero no hay tiempo. Me echo hacia atrás; el miedo me sujeta a la cama. Algo está a punto de ocurrir. Y debo dejar que ocurra, no tengo elección. Ahuyentarlo sólo funciona durante un tiempo. ¡Oh, Dios, deja que ocurra deprisa! Si tengo que recordarlo, déjame que lo haga ahora.
Yo era Juliet. Al abandonar mi sueño, me he llevado esa certeza conmigo. He soñado durante mucho tiempo con ser tu mujer, pero siempre estando despierta. Y en el sueño yo, Naomi Jenkins, era tu mujer. Nunca quise ser Juliet Haworth. Tú hablabas de ella como si fuera débil, cobarde, deplorable.
En mi sueño, el peor que he tenido jamás, yo era Juliet. Estaba atada a la cama, a los postes con bellotas, en el escenario. Había vuelto la cabeza hacia la derecha y apoyaba la mejilla en el colchón. Mi piel rozaba la funda de plástico. Estaba incómoda, pero no podía volverme para mirar al frente, porque entonces habría visto a ese hombre y la expresión de su rostro. Oír lo que me decía ya era bastante horrible. Los hombres del público estaban comiendo salmón ahumado. Podía olerlo…, un desagradable olor a pescado.
Así pues, me quedé inmóvil, mirando el telón. Era de color rojo oscuro. Estaba pensado para que tapara tres lados del escenario, todos salvo la parte de atrás. Sí, eso es lo que parecía. No lo había recordado hasta ahora. Y había algo más que me pareció extraño. ¿Qué? No puedo recordarlo.
Detrás del telón estaba la pared interior del teatro. Bajé los ojos Para mirar una pequeña ventana. Sí: la ventana no estaba al nivel de los ojos, sino un poco más abajo. Tampoco estaba al nivel de los ojos de los hombres que había sentados a la mesa.
Me seco el sudor de la frente con la punta del edredón. Estoy segura de que tengo razón, el sueño era muy preciso. Esa ventana era muy extraña. Y no tenía cortinas. La mayoría de los teatros no tienen ventanas, al menos en la platea. Para verla, tuve que bajar los ojos, mientras que esos hombres deberían haberlos levantado. Estaba entre los dos pisos, en el medio. A medida que fue oscureciendo, ya no pude ver nada. Pero antes, cuando en el sueño era Juliet, mientras estaba tumbada en la cama y ese hombre me cortaba el vestido con unas tijeras, pude ver lo que había afuera. Me quedé mirando fijamente, tratando de no pensar en lo que estaba ocurriendo, en lo que iba a ocurrir…
Me quito el edredón para sentir el frío aire de la noche. Sé lo que vi a través de la pequeña ventana del teatro. Y también sé lo que vi a través de la ventana de tu salón, Robert. Y por qué he tenido el sueño que acabo de tener; ahora sé qué significa todo. Y eso cambia las cosas por completo. Nada es como yo había pensado. Pensé que lo sabía. No puedo creer haber estado tan equivocada.
¡Oh, Dios mío, Robert! Tengo que verte y contártelo todo…, cómo lo he descubierto y lo he resuelto. Tengo que convencer a la inspectora Zailer de que me lleve de nuevo al hospital.
TRANSCRIPCIÓN DE UNA ENTREVISTA
COMISARÍA DE POLICÍA DE SPILLING, 8 DE ABRIL DE 2006.
8.30 DE LA MAÑANA
Presentes: inspectora Charlotte Zailer (C. Z.), sub inspector Simon Waterhouse (S. W.), Srta. Naomi Jenkins (N. J.), Sra. Juliet Haworth (J.H.).
J.H.: Buenos días, Naomi. ¿Cómo se dice? Deberíamos dejar de vernos así. ¿Os habéis dicho eso tú y Robert alguna vez?
N.J.: No.
J. H.: Confío en que me ayudes a hablar con un poco de sensatez ante estos cretinos. Esta mañana se han levantado creyendo que soy una magnate del porno. [Risas.] Es ridículo.
N. J.: ¿Es cierto que conociste a Robert en un videoclub?
J.H.: ¿Por qué una mujer dirigiría un negocio que se aprovecha de la violación de otras mujeres? [Risas.] Aunque supongo que la gente diría que alguien que intenta machacarle la cabeza a su marido con una piedra enorme es capaz de cualquier cosa. ¿Crees que lo hice, Naomi? ¿Crees que vendía entradas a hombres que querían ver cómo te violaban? ¿Entradas de papel que se parten en dos en la puerta, como cuando vas al cine? ¿Cuánto crees que valdrías?
S.W.: Basta ya.
N.J.: Sé que no hiciste eso. Cuéntame cómo conociste exactamente a Robert.
J. H.: Parece que ya lo sabes.
N. J.: ¿En un videoclub?
J. H.: Oui. Sí. Afirmativo.
N. J.: Cuéntamelo.
J.H.: Ya lo he hecho. ¿Tienes Alzheimer?
N. f.: ¿Fue él quien se te acercó o fuiste tú?
J. H.: Le golpeé en la cabeza con un vídeo, lo arrastré hasta casa y lo obligué a casarse conmigo. Lo más divertido es que no paraba de gritar: «¡No, no, yo quiero a Naomi!» ¿Es eso lo que quieres oír? [Risas.] Cómo conocí a Robert. Imagíname haciendo cola en la caja, con el vídeo entre mis sudorosas garras, temblando por culpa de los nervios. Era la primera vez que salía de casa en mucho tiempo. Apuesto a que puedes imaginarme hecha un manojo de nervios, ¿verdad? Y mírame ahora… Soy una inspiración para todos nosotros.
N. J.: Sé que sufriste una crisis nerviosa y por qué.
[Una pausa larga]
J.H.: ¿En serio? Cuéntamelo.
N. J.: Continúa. Estabas haciendo cola.
J. H.: Llegué al mostrador y me di cuenta de que me había olvidado el bolso. Me sentí perdida. La primera vez que salía -mis padres estaban orgullosos de mí-y lo echaba todo a perder olvidándome el dinero. Estuve a punto de mearme encima. Sabía que tenía que volver a casa con las manos vacías y admitir que había fracasado; sabía que después de aquello no me atrevería a volver a salir. [Pausa] Empecé a murmurarle a la mujer que había detrás del mostrador…, aunque no recuerdo qué le dije. En realidad, creo que lo único que hice fue disculparme una y otra vez. Soy una asesina y una empresaria de espectáculos porno en potencia. Pero volvamos a la historia: lo siguiente que recuerdo es que alguien me dio un golpecito en el hombro. Robert, mi héroe.
N.J.: Él pagó el vídeo.
J.H.: Pagó la película, me recogió del suelo, me llevó a casa, me tranquilizó y tranquilizó a mis padres. ¡Por Dios, se morían porque me fuera! ¿Por qué crees que me casé con Robert tan pronto?
N. J.: Me imagino que sería un noviazgo tempestuoso.
J. H.: Sí, pero, ¿qué fue lo que provocó la tempestad? Yo te lo diré: mis padres no querían cuidar de mí, pero Robert sí. Eso no le asustaba como a ellos. Una loca en la familia.
N. J.: ¿No lo querías?
J.H.: ¡Por supuesto que lo quería! Yo era un desastre total. Me había dado por vencida, y había demostrado más allá de toda duda que no valía para nada, y entonces apareció Robert y me dijo que estaba completamente equivocada: que valía mucho, que sólo estaba atravesando una mala racha y que durante un tiempo necesitaba que cuidaran de mí. Me dijo que había gente que no estaba hecha para trabajar y que yo ya había conseguido mucho más de lo que la mayoría consigue en toda su vida. Prometió que cuidaría de mí.
N. J.: Al decir que habías conseguido muchas cosas…, ¿se refería a esas horrorosas casitas? Las he visto. En el salón de tu casa. En el aparador con puertas de cristal.
J.H.: ¿Y?
N. J.: Nada. Sólo digo que las he visto. Es curioso. Lo que te provocó la crisis nerviosa fue tu trabajo, y en cambio tienes esas miniaturas por todo el salón. ¿No te traen recuerdos que preferirías olvidar?
[Una pausa larga]
C.Z.: ¿Señora Haworth?
J. H.: No me interrumpa, inspectora. [Pausa] Mi vida ha tenido sus altibajos, pero, ¿quiero borrarlos de mi memoria? No. Puedes llamarme vanidosa si quieres, pero para mí es importante agarrarme a alguna prueba de que he existido. ¿Te parece bien eso? ¿Que no me he inventado toda mi maldita vida?
N. J.: Lo entiendo.
J. H.: Oh, me alegro mucho. Aunque no estoy segura de querer que me entienda alguien que se baja las bragas con el primer desconocido que se cruza en un área de servicio. Muchas víctimas de una violación acaban convirtiéndose en mujeres promiscuas. Y es porque no se quieren. Se entregan a cualquiera.
N. J.: Robert no es cualquiera.
J. H.: [Risas] Eso es muy cierto. ¡Madre mía, sí!
N. J. ¿Lo llegaste a conocer bien antes de enamorarte de él?
J. H.: No. Pero ahora sé muchas cosas sobre él. Soy una auténtica experta. Apuesto a que ni siquiera sabes dónde se crió, ¿verdad? ¿Qué sabes sobre su infancia?
N. J.: Ya te lo dije. Sé que no se ve con su familia y que tiene tres hermanas…
J. H.: Se crió en un pueblecito llamado Oxenhope. ¿Lo conoces? Está en Yorkshire, junto a la carretera, en la región donde nacieron las hermanas Bronté. ¿Cuál es mejor…: Jane Eyre o Cumbres borrascosas?
N. J.: Robert violó a una mujer que vivía en Yorkshire. Prue Kelvey.
J. H.: Eso me han dicho.
N. J.: ¿Lo hizo?
J. H.: Deberías pedirle a Robert que te hable de las hermanas Bronté. En el caso de que vuelva a hablar contigo. O con alguien, en realidad. Él cree que quien tenía verdadero talento era Branwell. Robert siempre se pone de parte de los desamparados. Cuando era un adolescente tenía un póster de un cuadro de Branwell Bronté en la pared de su habitación… Un borracho vago y alegre de cascos. Extraño, ¿verdad?, teniendo en cuenta lo duro que trabaja él.
N. J.: ¿Qué estás insinuando?
J. H.: No me contó todo esto hasta después de casarnos. Se lo guardaba para él, decía, como solía hacer antiguamente la gente con el sexo. Doy por sentado que te habrás dado cuenta de la adicción de mi marido al placer por entregas. ¿Qué más? Su madre era la zorra del pueblo y su padre estaba metido en el Frente Nacional. Al final, abandonó a su familia por otra mujer. Robert tenía seis años. Eso lo dejó hecho polvo. Su madre nunca dejó de querer a su padre, aunque él se librara de ella y le pegara durante casi todo su matrimonio. A ella, Robert le importaba una mierda, aunque él la adoraba. Simplemente pasaba de él o lo criticaba. Y como cuando su padre se fue se quedaron en la miseria, ella tuvo que dejar de tirarse todo lo que llevara pantalones para ponerse a trabajar. ¿Adivina qué acabó haciendo?
N. J.: ¿Ridículos adornos de porcelana?
J. H.: [Risas] No, pero era una mujer de negocios. Fundó su propia empresa, como tú y yo. Salvo que la suya era de sexo telefónico. Ganó mucho dinero con eso, bastante como para mandar a sus hijos a una escuela muy elegante. Giggleswick. ¿Te suena?
N. J.: No.
J. H.: El padre de Robert nunca lo quiso. Lo consideraba el tonto y el problemático, el segundo; le habían engañado para tenerlo y él nunca lo había querido. Así que cuando su padre cogió y se fue, la madre culpó a Robert de que se largara. Robert se convirtió oficialmente en la oveja negra de la familia. A pesar de una costosa educación, suspendía los exámenes y acabó trabajando como cocinero en el Steak & Kebab House de Oxenhope. Quizás por eso se siente identificado con Branwell Bronté.
N. J.: Podrías estar inventándotelo. Robert nunca me contó nada de todo esto. ¿Por qué debería creerte?
J. H.: ¿Acaso te queda otra elección? Es lo que yo te cuente o nada. Pobre Naomi. Se me parte el corazón.
N. J.: ¿Por qué me odias tanto?
J. H.: Porque ibas a quitarme a mi marido, y era todo lo que tenía.
N. J.: Si Robert muere no tendrás nada.
J. H.: [Risas.] Te equivocas. Verás que he usado el pretérito: era todo lo que tenía. Ahora estoy bien. Tengo algo mucho más importante que Robert.
N.J.: ¿Qué?
J. H.: Adivínalo. Es algo que tú no tienes, no puedo decirte más.
N. J.: ¿Sabes quién me violó?
J. H.: Sí. [Risas] Pero no pienso decirte su nombre.
– Las hermanas Brontè eran de Haworth -dijo Simón-. Robert se apellida Haworth.
– Lo sé.
Charlie había pensado lo mismo.
– ¿Sabes cómo se llamaba el marido de Charlotte Brontè?
Ella negó con la cabeza. Era una de esas cosas que la mayoría de la gente no sabía, pero él sí.
– Arthur Bell Nicholls. ¿Recuerdas a la hermana de Robert Haworth, esa de la que él le habló a Naomi Jenkins?
– ¡Dios! ¡Las tres hermanas! Juliet insinuó que estaban muertas.
– Por lo que parece, Haworth llevó muy lejos lo de identificarse con Branwell Brontè -dijo Simón, muy serio-. ¿Qué me dices de su apellido? ¿Piensas que es una coincidencia?
Charlie le dijo lo mismo que le había dicho ayer a Naomi Jenkins:
– No creo en las coincidencias. Gibbs está investigando lo de la escuela Giggleswick y lo de Oxenhope, o sea, que muy pronto deberíamos concretar algunas cosas. No me extraña que no consiguiéramos averiguar nada de esa maldita Lottie Nicholls.
– No me gustan esas conversaciones. -Simón apuró el té tibio que le quedaba en el vaso de porexpán-. Las dos mujeres locas de Robert Haworth. Me dan escalofríos.
Simón y Charlie estaban en la cantina de la comisaría, una sala de paredes desnudas y sin ventanas con una máquina de refrescos en una esquina. A nadie le gustaba ese sitio ni el té tibio y aguado que servían. Normalmente habrían tenido esa conversación en The Brown Cow tomándose algo decente, pero Proust le había comentado a Charlie que de ahora en adelante quería que sus agentes hicieran su trabajo en el trabajo y no, tirados en un sórdido club de striptease.
– Señor, la única prenda de ropa íntima que podrá encontrar en su regazo en The Brown Cow es una de las servilletas rojas de Muriel antes de que le sirvan el almuerzo -objetó Charlie.
– Al trabajo se viene a trabajar -gruñó Proust-. No a satisfacer nuestras papilas gustativas. Un rápido bocado en la cantina…, ése ha sido mi almuerzo durante veinte años y no me habéis visto quejarme.
Era divertido, porque eso fue exactamente lo que vio Charlie. Como de costumbre, Muñeco de Nieve se puso de un humor de perros al momento. Charlie le había pasado los precios del fabricante de relojes de sol más barato que había podido encontrar, un ex picapedrero de Wiltshire, pero incluso ése le había dicho que el precio final, para la clase de reloj que quería Proust, sería de al menos dos mil libras. El superintendente Barrow había vetado la idea. Los fondos eran limitados y había otras prioridades. Como arreglar la máquina de refrescos.
– ¿Sabes lo que me dijo ese cretino? -despotricó Proust-. Pues que en el vivero que hay cerca de donde vive venden relojes de sol por mucho menos de dos mil libras. Me ha dado su permiso para que compre uno. ¡Le da igual que ésos sean de pie y aquí no tengamos un maldito jardín! ¡Le da igual que ni siquiera puedan marcar la hora! Ah, me olvidaba de mencionar lo más importante, inspectora: sí, en efecto, ¡Barrow no encuentra ninguna diferencia entre un reloj decorativo y uno de verdad que marque la hora solar! Ese hombre es un incordio.
– Proust -le oyó decir Charlie a Simón.
Ella levantó los ojos.
– ¿Qué?
– Creo que lo que estamos haciendo no es ético. Lanzar a Naomi Jenkins dentro de una jaula con Juliet Haworth y utilizarla como cebo. Voy a hablar de ello con Muñeco de Nieve.
– Él lo autorizó.
– Él no sabe lo que han hablado. Esas dos mujeres nos están mintiendo. Así no vamos a ninguna parte.
– ¡Ni te atrevas, Simón! -Con él las amenazas no funcionaban. Era un lunático propenso a creer que era el único guardián de la moral y la decencia. Otra cosa de la que había que culpar a su educación religiosa. Charlie suavizó el tono-. Mira, la mejor opción que tenemos para averiguar qué coño está pasando es dejar que esas dos sigan peleándose y esperar sacar algo en claro. De hecho, ya ha ocurrido: sabemos más cosas sobre Robert Haworth de las que sabíamos ayer. -Al ver la expresión de escepticismo de Simón, Charlie añadió-: Vale, puede que Juliet esté mintiendo. Todo lo que dice podría ser una mentira, pero yo no lo creo. Creo que hay algo que ella quiere que sepamos y que quiere que Naomi Jenkins sepa. Tenemos que darle tiempo para que eso ocurra, Simón. Y, a menos que tengas un plan mejor, te agradecería que no fueras a lloriquearle a Proust y trataras de convencerlo para que desbarate el mío.
– Crees que Naomi Jenkins es más fuerte de lo que parece -dijo Simón sin alterar su tono de voz. Charlie se dio cuenta de que ya había dejado de morder el anzuelo-. Podría venirse abajo en cualquier momento, y cuando eso suceda, te sentirás como una mierda. No sé qué es lo que hay entre esa mujer y tú…
– No seas ridículo…
– Vale, es inteligente, no es esa clase de gentuza con la que solemos enfrentarnos, pero tú la tratas como si fuera una de nosotros, y no lo es. Esperas demasiado de ella y le cuentas demasiadas cosas…
– ¡Oh, vamos!
– Se lo cuentas todo para ponerla en contra de Juliet, porque estas convencida de que Juliet fue quien intentó matar a Haworth, pero, ¿y si no fue ella? No ha confesado. Naomi Jenkins nos ha mentido desde el principio, y yo digo que sigue mintiendo.
– Está ocultando algo -reconoció Charlie.
Tenía que ocuparse personalmente de Naomi. Estaba segura de que si hablaban a solas podría sacarle la verdad.
– Ella sabe algo sobre lo que Juliet no quiere decirnos -dij0 Simón-. Juliet es consciente de ello y no le hace ninguna gracia Quiere ser la que tiene toda la información y soltarla poco a poco. En mi opinión, va a dejar de hablar; no dirá nada más. Es la única forma en que puede ejercer su poder.
Charlie decidió cambiar de tema.
– ¿Cómo está Alice? -dijo, como quien no quiere la cosa. Era la pregunta que había decidido no hacer nunca. «Maldita sea.» Ahora ya era demasiado tarde.
– ¿Alice Fancourt?
Simón parecía sorprendido, como si llevara un tiempo sin pensar en ella.
– ¿Acaso conocemos a otra?
– No sé cómo está. ¿Por qué iba a saberlo?
– Dijiste que ibas a verte con ella.
– Ah, vale. Bien, pues no lo hice.
– ¿Lo cancelaste?
Simón parecía perplejo.
– No. No llegué a quedar para verla.
– Pero…
– Lo único que dije fue que quizás me pusiera en contacto con ella para ver si le apetecía quedar. Pero al final decidí no hacerlo.
Charlie no sabía si echarse a reír o lanzarle té frío a la cara. La ira y el alivio libraban una batalla, pero la sensación de alivio era más leve y no tuvo ninguna opción.
– Maldito cabrón -dijo Charlie.
– ¿Qué?
Simón adoptó su expresión más inocente: el desconcierto de hombre que de repente se ve asaltado por un problema que no ha sido capaz de prever. Lo que lo hacía todo incluso más irritante es que era sincero. En asuntos profesionales, Simón podía ser arrogante y autoritario, pero en cualquier cuestión de índole personal era un corderillo. Peligrosamente humilde, había pensado Charlie a menudo. Su modestia le hacía pensar que nada de lo que decía o hacía era capaz de impactar a nadie.
– Me dijiste que ibas a quedar con ella -dijo Charlie-. Pensé que estaba decidido. Debías saber qué era eso lo que pensaría.
Simón negó con la cabeza.
– Lo siento. Si te di esa impresión, no era lo que pretendía.
Charlie no quería seguir hablando del tema. Le había demostrado que le importaba. Otra vez.
Cuatro años atrás, en la fiesta del cuarenta cumpleaños de Sellers, Simón había rechazado a Charlie de una forma difícil de olvidar. Pero no antes de que le diera esperanzas. Encontraron una habitación tranquila y oscura y cerraron la puerta. Charlie se sentó a horcajadas sobre Simón y se besaron. Que acabarían acostándose parecía algo previsible. La ropa de Charlie estaba apilada en el suelo, aunque Simón aún no se había quitado nada. Ella debería haber sospechado algo en aquel momento, pero no lo hizo.
Sin dar ninguna explicación ni disculparse, Simón cambió de opinión y salió de la habitación sin decir ni una palabra. Con las prisas, no se molestó en cerrar la puerta. Charlie se vistió a toda velocidad, pero no antes de que al menos nueve o diez personas la hubieran visto.
Charlie aún seguía esperando que le ocurriera algo que neutralizara en su memoria ese momento y que dejara de importarle. Graham, tal vez. Era mucho mejor para su ego que Simón y también más accesible. Puede que ése fuera el problema. ¿Por qué esa invisible barrera que rodeaba a Simón le resultaba tan atractiva?
– Ve a ver cómo le va a Gibbs -dijo Charlie.
Le resultaba extraño pensar que si no hubiese cogido el toro por los cuernos con respecto a lo de Alice no se habría inventado un novio llamado Graham. Y, si no hubiera hecho eso, puede que no se hubiese empeñado en que ocurriera algo con Graham Angilley cuando lo conoció. O puede que sí. ¿Acaso no era el Tyrannosaurus Sex, una devoradora de hombres?
Simón parecía preocupado, como si en aquel momento no fuera sensato levantarse e irse, aunque estaba claro qué era lo que deseaba hacer. Charlie no le devolvió su tímida sonrisa. «¿Por qué no me has preguntado ni una vez por Graham, cabrón? No lo has hecho ni una sola vez desde que le mencioné.»
Una vez que Simón se marchó, Charlie sacó el móvil de su bolso y marcó el número de los chalets Silver Brae, deseando haber anotado el móvil de Graham. No tenía ganas de mantener una conversación forzada con la burra de carga.
– Chalets de Lujo Silver Brae, ¿dígame? Steph al habla, ¿en qué puedo ayudarle?
Charlie sonrió. La única vez que había llamado, desde España, fue Graham quien contestó al teléfono y no le había soltado todo ese rollo. Era típico de él obligar a la burra de carga a interpretar el papel de recepcionista, algo que él no haría ni en sueños.
– ¿Podría hablar con Graham Angilley, por favor? -Charlie lo dijo con un marcado acento escocés.
Un purista habría dicho que no parecía escocesa, pero tampoco parecía ella, que era lo que importaba. El cambio de voz era meramente estratégico. A Charlie no le daba miedo enfrentarse a Steph -en realidad, tenía ganas de decirle a esa estúpida fulana lo que pensaba de ella en cuanto la viera; después de la diatriba que le había soltado en el despacho, se quedó demasiado atónita para responder-, pero ahora no era el momento para una escaramuza verbal. Charlie no dudaba que la burra de carga haría todo lo posible por impedir que hablara con Graham, de modo que el subterfugio era su mejor opción.
– Lo siento, pero Graham no está aquí en este momento.
Steph intentó que su voz sonara más refinada que la que le había oído a principios de semana. Foca engreída.
– ¿No tendrá su número de móvil, por casualidad? -¿Puedo preguntar de qué se trata?
La voz de Steph sonó un poco nerviosa. Charlie se preguntó si su acento escocés no sería demasiado exagerado. ¿Acaso la burra de carga se imaginaba quién era?
– Oh, sólo es una reserva. No es nada importante -dijo Charlie, echándose atrás-. Llamaré más tarde.
– No es necesario -repuso Steph, sonando de nuevo confiada. La hostilidad había desaparecido de su voz-. Puedo ayudarla con eso, aunque antes haya hablado con Graham. Soy Steph, la gerente.
«Tú eres la maldita burra de carga, embustera», pensó Charlie.
– Ah, vale -dijo. No quería complicarse la vida haciendo una falsa reserva que luego habría que cancelar, pero no se le ocurría ninguna salida. Steph estaba ansiosa por demostrar su eficiencia-. A ver… -empezó Charlie, indecisa, esperando pasar por una escocesa muy ocupada que estaba consultando su agenda.
– En realidad… -dijo Steph, en plan conspirador, y llenando el silencio de la conversación-, y no le diga a Graham que le he dicho esto, es mejor que hable conmigo. Mi marido no es muy minucioso con las tareas administrativas. Siempre suele tener la cabeza en otro sitio. He perdido la cuenta de las veces que se ha presentado gente y yo no tenía ni idea de que iban a venir.
Charlie tragó una bocanada de aire mientras la conmoción se adueñaba de ella. Se quedó sin aliento, como si alguien la hubiera pinchado en el estómago.
– Oh, no pasa nada -continuó Steph, segura de sí misma-. Yo siempre lo soluciono y todos contentos. Nosotros sólo tenemos clientes satisfechos -dijo, con una risa tonta.
– Su marido -dijo Charlie, en voz baja. Sin acento escocés.
Steph no pareció darse cuenta del cambio de pronunciación ni de humor.
– Lo sé -dijo-. Debo de estar loca por vivir y trabajar con él. Aun así, como les digo siempre a mis amigas, al menos no sufriré el shock que padecen muchas mujeres cuando sus maridos se retiran y están siempre en casa. Estoy acostumbrada a cruzarme a todas horas con él.
Mientras Steph hablaba, Charlie sentía que se desinflaba.
Cuando Charlie volvió a la sala del Departamento de Investigación Criminal y se encontró con Gibbs esperándola prácticamente junto a la puerta, con el rostro crispado por la impaciencia, lo primero que pensó es que no podía hacerlo, que no podía hablar con él. No en ese momento. Las conversaciones con Chris Gibbs exigían mucha energía y cierto coraje. Necesitaba una hora para estar sola. Media hora, como mínimo. Pero había que aguantarse. Aquel no era el tipo de trabajo que permitiera esas cosas.
Ir directamente hacia allí había sido un error. Al volver de la cantina, Charlie pasó por delante de los servicios de señoras y pensó en entrar para esconderse hasta que estuviera nuevamente lista para enfrentarse al mundo. Pero ¿quién cono sabía cuándo ocurriría eso? Y si se encerraba en el excusado se echaría a llorar y luego tendría que esperar un cuarto de hora para recuperar su aspecto normal. Y entrar en la sala del Departamento de Investigación con ganas de llorar no era una opción. «Estupendo», pensó. Por el amor Dios, ¡hacía menos de una semana que había conocido a Graham Angilley! En total, lo había visto tres veces. No debería costarle olvidarse de él.
– ¿Dónde te has metido? -preguntó Gibbs-. Tengo información sobre Robert Haworth.
– Fantástico -repuso Charlie, con voz débil.
No quería preguntarle qué había averiguado hasta estar segura de que podía quedarse y escucharle. Era evidente que tarde o temprano tendría que ir al baño.
– Diría que la espera ha merecido la pena. -En los ojos de Gibbs había una expresión de triunfo-. La escuela Giggleswick y Oxenhope…, ambas cosas son ciertas. ¿Inspectora?
– Lo siento. Continúa.
– Me dijiste que era urgente. ¿Quieres oírlo o no?
Gibbs volvió la cabeza hacia ella mientras hablaba, como un pavo enfadado. Su lenguaje corporal intimidaba. En aquel momento, a Charlie no podría importarle menos el lugar donde se había criado Robert Haworth.
– Dame cinco minutos, Chris -dijo Charlie. Aquello asustó a Gibbs. Hasta entonces, ella nunca se había dirigido a él por su nombre de pila.
Charlie abandonó la sala y se quedó en el pasillo, apoyada contra la pared. Los servicios de señoras eran una gran tentación, pero se resistió a ella. Echarse a llorar no era ninguna solución -se negaba con todas sus fuerzas a hacerlo-, pero necesitaba tiempo para digerir la noticia. No podía estar rodeada por ningún miembro de su equipo mientras siguiera sintiendo ese peso en su interior, mientras aquella avalancha de ideas siguiera inundándola. «Cinco minutos es todo cuanto necesito», pensó.
Si Steph no sabía que era Charlie quien estaba al teléfono, entonces, ¿por qué había mentido? No lo haría.
Steph sabía que Graham había pasado parte de la noche del miércoles en el chalet de Charlie, que había estado en la cama con ella. En el despacho, después de la discusión sobre el ordenador, Graham le ordenó a Steph que, por la mañana, les sirviera el desayuno en la cama. Lo había especificado claramente: en la cama de Charlie, dijo. «Ahí es donde estaremos.» Había alardeado de su infidelidad delante de su mujer.
Y Charlie no era la única, o al menos la única de la que Steph tenía noticia. También estaba Sue, la estatua. Y un montón de mujeres que se habían alojado en los chalets, si es que había que dar crédito a Steph.
¿Le había mentido Graham? Técnicamente no. Reconoció que se había acostado con Steph en más de una ocasión.
Sí, el cabrón había mentido.
No sólo llamaba «burra de carga» a Steph, sino que además la trataba como tal. La trataba muy mal. No era extraño que Steph se hubiese enfrentado a Charlie. Y aun así seguía con Graham y había bromeado sobre él por teléfono. «Mi marido no es muy minucioso con las tareas administrativas.» ¿Por qué seguía con él?
Graham le había contado a Charlie lo de la raya blanca de Steph, esa parte de la piel que no alcanzaba la cama solar.
¿Qué le habría contado a Steph sobre su anatomía?
A pesar de las protestas de Charlie, había insistido en llamar «Gordita» a Olivia.
Todos los hechos, todas las desagradables verdades surgieron en medio de la bruma de rabia y confusión que bullía en la cabeza de Charlie. Sabía lo que era eso; ya había vivido algo parecido cuando Simón la apartó de su regazo en la fiesta de Sellers y desapareció en medio de la noche: primero experimentó un terremoto y luego un montón de réplicas, menos intensas, que eran como unos eslabones subsidiarios asociados a la pena y el horror. A la luz de lo que sabía ahora, había un montón de pequeños incidentes que había que reconsiderar. A veces se planteaban todos de golpe y era como ser acribillado por unas balas pequeñas pero mortales.
Sólo podía tenerse una visión de conjunto de lo ocurrido después de haber sido acribillado y de que los temblores hubieran cesado. Al final, las sucesivas sacudidas, las más grandes y las más pequeñas, llegaban a su fin y se recuperaba algo de estabilidad; entonces, como si fuera un jersey viejo, uno se adaptaba a su miseria.
Charlie no quería a Graham. Por el amor de Dios, tuvo que esforzarse en borrar de su mente a Simón incluso mientras lo estaban haciendo. De modo que difícilmente se trataba del romance del siglo. Si Graham la hubiese telefoneado y le hubiera dicho que le llamara algún día, habría estado bien. No era como perderle de golpe; pero así sentía que había hecho el ridículo. Se sentía totalmente humillada, y más al pensar ahora que Steph debía haber adivinado quién era la misteriosa escocesa que había llamado. Seguramente Graham y ella debían estar riéndose de ella a mandíbula batiente.
Aquello se parecía demasiado a lo que Simón le había hecho, y Charlie no podía soportarlo. Se preguntaba si aquella clase de humillaciones sólo eran cosa suya o era algo que también le ocurría al resto de la gente.
Quería que Graham pagara de algún modo por lo que había hecho, pero si ella decía o hacía algo, él sabría que le importaba. Responder a su humillación sería como admitirla, y Charlie sería una estúpida si les diera esa satisfacción a él o a Steph.
Apoyada aún contra la pared del pasillo, marcó el número de Olivia. «Por favor, contesta, por favor», pensó, tratando de transmitirle esas palabras a su hermana por telepatía.
Liv no estaba. Había cambiado el mensaje del contestador. Aún decía: «Soy Olivia Zailer. Ahora no puedo atenderte, así que deja tu mensaje después de la señal», pero había añadido algo: «Estoy especialmente ansiosa por recibir mensajes de alguien que quiera deshacerse en disculpas conmigo. Devolveré cualquier llamada de esa índole.» Su tono de voz era duro, pero no le quitaba méritos al tranquilizador mensaje. Charlie se secó de inmediato las dos lágrimas que empezaron a rodar por sus mejillas.
– Aquí tienes el mensaje que estabas esperando -le dijo al contestador de su hermana-. Me deshago en disculpas y mucho más. Soy una auténtica gilipollas y me merezco pasar por la quilla, aunque creo que ahora ya no hacen eso con la gente… -Se interrumpió bruscamente, consciente de que parecía Graham. Era una de esas bromas que él habría hecho: larga y forzada-. Llámame esta noche, por favor. Una vez más, mi cabeza y mi vida están hechas una mierda… Lo siento, sé que me estoy poniendo un poco pesada, y puede que si esta noche no vienes en mi rescate me tire a las vías del tren. Si estás libre esta noche y no te molesta ir a Spilling, por favor, ven a verme. Por favor. Dejaré la llave en el sitio de siempre.
– ¡Por el amor de Dios, inspectora!
Gibbs apareció en el pasillo. Charlie se dio la vuelta para mirarle.
– Si te vuelvo a pillar escuchando a escondidas una de mis llamadas, te corto los huevos, ¿te has enterado?
– Yo no…
– ¡Y no me insultes ni me des órdenes! ¿Queda claro?
Gibbs asintió con la cabeza, rojo como un pimiento.
– Vale. -Charlie respiró profundamente-. Estupendo. Entonces, ¿qué has averiguado sobre Haworth?
– Esto te va a encantar. -Por primera vez en muchas semanas, parecía que a Gibbs no le importara dar buenas noticias. Si Charlie hubiera invertido dinero para que él mejorara su actitud seguro que no habría notado ninguna mejora. Tal vez debería echarle broncas más a menudo-. Lo que Juliet Haworth os contó a ti y a Waterhouse era verdad: el zorrón de su madre tenía una línea erótica, el padre estaba metido en política de extrema derecha, tiene un hermano mayor, sus padres se divorciaron, la escuela Giggleswick…
– ¿Y qué me dices de su apellido? -le interrumpió Charlie.
Gibbs asintió con la cabeza.
– Ésa era la razón por la que no encontrábamos nada sobre él: no se llamaba Robert Haworth; se cambió de nombre.
– ¿Cuándo?
– Esto también es interesante. Fue tres semanas después de que conoció a Juliet Haworth en el videoclub. Pero he hablado con los padres de ella, los Heslehurst, y siempre lo han conocido como Robert Haworth. Así dijo llamarse.
– Entonces ya pensaba cambiárselo desde hacía un tiempo -dedujo Charlie en voz alta-. Y eso fue mucho antes de que violara a Prue Kelvey. ¿No pretendería borrar sus antecedentes penales?
– No. Nada de nada. Está totalmente limpio.
– Entonces, ¿a qué se debe el cambio de nombre? -pregunto Charlie, pensativamente-. ¿Lo hizo porque idolatraba a Branwell Bronté?
– Se crió en Haworth Road, en el número cincuenta y dos. Su nuevo apellido es el nombre de la calle donde vivía. En cualquier caso… con o sin antecedentes penales, seguro que tiene algo que ocultar.
– ¿Por qué no se despierta de una puñetera vez para que podaos interrogarle? -espetó Charlie.
– Puede que lo haga, inspectora.
– No lo hará. Aún sufre ataques epilépticos. Cada vez que hablo con la enfermera me cuenta algo nuevo, y no es bueno: hernia de las amígdalas del cerebelo, necrosis hemorrágica de las amígdalas… ¿Te lo digo en cristiano? Se está muriendo. -Charlie suspiró-. Así pues, ¿Robert es su nombre de pila? Porque me dijiste «su nuevo apellido».
– Sí -repuso Gibbs-Nació el 9 de agosto de 1965. Robert Arthur Angilley. Un nombre extraño, ¿verdad? ¿Inspectora? ¿Qué…?
Gibbs se quedó mirando a Charlie cuando echó a correr por el pasillo y cruzó la puerta de doble hoja que conducía al vestíbulo. ¿Debía ir tras ella? Al cabo de unos segundos decidió que debía hacerlo. No le gustó el aspecto que tenía antes de salir corriendo: estaba pálida. Aterrorizada, casi. ¿Qué coño habría dicho? Tal vez no tuviera nada que ver con él. Había escuchado el final de su llamada y había dicho algo de que estaba hecha una mierda.
Se sentía un poco mal por haber descargado su frustración en la inspectora y sobre todo en Waterhouse y Sellers. Era él quien realmente se merecía eso. La inspectora era una mujer, y la cabeza de una mujer funcionaba de otro modo. Debería haberla dejado salir del atolladero.
Gibbs corrió hacia el vestíbulo y salió afuera, pero ya era demasiado tarde. Charlie se había metido en su coche y estaba abandonando el aparcamiento.