CAPÍTULO 10

– ¿Doctor R. Haroldson?

– Hola, Sydney, entra.

Sydney cerró la puerta del despacho del director del instituto y se sentó.

– ¿Qué tal el trabajo?

– Tanto los alumnos como los demás profesores son excelentes…

– Pero…

– Mi vida ha cambiado completamente. Mi prometido ha cancelado la boda hace algo más de una semana. Yo creía que podría sobrellevarlo, pero no puedo.

– Para eso están los días libres por cuestiones personales.

– Sí, por eso he venido -dijo ella en tono apenas audible.

– Como es fin de semana, creo que tendremos tiempo para encontrar un sustituto. Tómate libre la semana que viene, pero llámame para decirme cómo estás.

– Muchas gracias. He dejado instrucciones con los detalles de las clases en mi mesa del despacho. El sustituto no tendrá problemas en seguirlas.

– Si hubiera algún problema, ¿cómo podríamos ponernos en contacto contigo?

– Voy a estar en casa de mis padres, en Dakota del Norte -al menos, ése era su plan.

Jarod no había llamado. Tampoco había contestado a sus llamadas pidiéndole perdón. Debía de estar en Europa.

– Le dejaré el teléfono de mis padres y el de mi móvil -Sydney anotó ambos teléfonos y se los dio al director-. Gracias por ser tan comprensivo.

Él la acompañó hasta la puerta.

– Esperemos que el viaje a casa de tus padres te ayude.

Pero nada podía ayudarla.

Salió del instituto y fue a su casa directamente. Hizo las maletas y luego se marchó al aeropuerto. Ya había avisado a sus padres de que iba.

Eran las once de la noche cuando llegó a la casa de sus padres en un coche alquilado. Sin molestarse en sacar la maleta, subió los escalones del porche rápidamente.

La puerta de la casa se abrió.

– Hola, ¿soy bienvenida? -preguntó ella cuando vio a sus padres-. No me refiero a esta noche sólo. Necesito tomarme unos días de descanso y no se me ha ocurrido otro lugar donde ir. Aquí fui feliz y…

Los ojos de sus padres se humedecieron.

– ¿Podrás perdonarnos, hija? -preguntó su madre a modo de recibimiento-. No hemos dejado de hablar de ti y de Jarod desde que lo conocimos.

– Jarod y yo ya no estamos juntos -dijo ella con voz seca-. Teníais razón y yo estaba equivocada, así que no hablemos de perdón.

Su padre la abrazó.

– Te educamos de la misma manera que nuestros padres nos educaron a nosotros. Hemos cometido errores en nuestro afán de protegerte. Pero nuestra hija sufre, y eso es por culpa nuestra.

– No, no lo es, papá -Sydney se secó las lágrimas de los ojos-. Jarod me dijo cosas respecto a mí misma que necesitaba reconocer.

– Todos deberíamos hacerlo -declaró su padre-. Vamos, cielo, entra. Estamos encantados de que hayas venido a casa.

La actitud de sus padres fue el bálsamo que necesitaba.

– Te hemos guardado comida, lo único que tengo que hacer es calentarla. Pero si no tienes hambre…

– No, no tengo hambre. Gracias, mamá.

– ¿Te apetece charlar un rato o prefieres irte a la cama?

– Ése es el problema, papá -Sydney estalló en sollozos-. Ahora que he perdido a Jarod, no quiero nada. No quiero comer ni dormir. Jarod es mi vida y lo he perdido por mi falta de fe en él. He dudado de él en todo y ahora estoy pagando las consecuencias.

– ¿No estás siendo demasiado dura contigo misma? -intervino su madre-. Jarod no es un hombre común. El hecho de que haya sido sacerdote le preocuparía a cualquier mujer. No puedes culparte de esa manera.

– ¿Es que no lo entendéis? -gritó Sydney-. Le he fallado al encontrar el primer obstáculo. Lo primero que he hecho ha sido dudar de él.

Su padre dio unas palmadas en el sofá del cuarto de estar para que se sentara.

– Vamos, dinos qué ha pasado.

Sydney no necesitaba hacerse de rogar.

– Me odia.

– Lo dudo, cielo. Que te odie un hombre que ha dejado el sacerdocio por ti es imposible. Sin embargo, si le has herido en su amor propio, supongo que necesitará tiempo para calmarse.

Sydney parpadeó.

– ¿Su amor propio?

– Naturalmente. Le ha dolido que no lo creyeras.

– Tu padre tiene razón, Sydney. Jarod está acostumbrado a que la gente le confíe sus secretos y más profundos temores. Pero tú no eres una persona más, tú eres la mujer a la que ama. Eso te hace especial.

– Lo que los dos necesitáis es tiempo. Al fin y al cabo, Jarod, nada más salir de la parroquia, te ha pedido que te cases con él. No ha sido un noviazgo muy largo.

– Estuvimos nueve meses…

Su padre sacudió la cabeza.

– Os visteis durante nueve meses, pero eso no fue un noviazgo.

– Sí, es verdad.

– Hija, pareces muy cansada. Vete a la cama, yo subiré el equipaje.

– Gracias.

Sydney abrazó a sus padres antes de ir a su antigua habitación.

Cuando su padre entró con la maleta de Sydney en la mano, ella estaba encima de la cama sollozando.

– Llora todo lo que quieras, cielo. Suéltalo todo, luego te sentirás mejor. Dios nos dio lágrimas con alguna razón.

¿Cuántas veces había oído esa frase cuando era pequeña?

Pero ya no era pequeña…

Era una mujer adulta comportándose como una niña. Había llegado el momento de madurar.

– Papá… -Sydney se levantó de la cama-. Me alegro mucho de estar aquí, en casa, pero voy a volver a Gardiner mañana por la mañana. No he hecho más que desvariar, y no es justo que mis alumnos se queden sin mí durante una semana porque yo sea incapaz de solucionar mis problemas personales.

Su padre asintió.

– Ya verás como todo se arregla.


A causa de un retraso en el vuelo, Sydney no regresó a Gardiner hasta la tarde del día siguiente. De camino a su casa, compró comida. Por fin, aparcó el coche en el estacionamiento del edificio.

Un frío viento le revolvió el cabello. Iba a haber tormenta. Tembló y se apretó contra el pecho la bolsa de la comida mientras se apresuraba a su puerta con la maleta en la otra mano.

Pero tan pronto como cerró tras sí, alguien llamó. Suponiendo que se trataba de un vecino, dejó las cosas en el vestíbulo y se volvió para abrir.

Un alto y extraordinario ejemplar de hombre con unos vaqueros apareció en el umbral de la puerta. Sus negros cabellos rozaban el cuello de la camisa vaquera.

No.

No podía ser.

– Jarod…

La ilusión que oyó en la voz de Sydney sería algo que recordaría durante el resto de su vida.

– No puedo creer que estés aquí… creía que estabas en Europa… creía que nunca volvería a verte -Sydney medio sollozó de felicidad.

– No podía dejarte -confesó Jarod-. He estado en un motel en Ennis, pero ya no podía permanecer lejos de ti.

– Jarod, cariño…

En ese momento, Jarod, temblando, enterró el rostro en el cabello de ella.

– Tienes que perdonarme, Sydney. ¿Podemos empezar de nuevo? Te necesito. Sin ti, me sentiría perdido.

Ella alzó la mirada hacia él y casi quedó cegada por el inmenso amor que vio brillando en los ojos de Jarod.

– Soy yo quien debería decir eso. Perdóname por no haber comprendido hasta ahora lo que habías intentado decirme todo el tiempo.

Sydney suspiró y continuó:

– Te prometo que no volveré a sentirme culpable por amarte. He aceptado nuestro amor porque sé que tienes razón al decir que la vida es un viaje. Jamás se sabe a quién se va uno a encontrar durante el camino -Sydney inspiró profundamente-. Si me has elegido como compañera, tengo que creer que estamos hechos el uno para el otro.

Los ojos de Jarod brillaron como dos esmeraldas ardiendo.

– Hoy he vuelto a Gardiner y el director del instituto me ha dicho que estabas en casa de tus padres, y he llamado allí.

– ¿Has hablado con mis padres?

– Sí, y me alegro de haberlo hecho. Me han dado su bendición, están contentos de que nos casemos. Como regalo de bodas, nos han ofrecido North Forty y la casa que hay allí. Un día, si quieres, construiremos nuestra propia casa.

– ¿Que papá te ha dado North Forty? -Sydney no podía creerlo.

– Sí. Lo único que me ha pedido a cambio es que nos casemos en su casa. Y esperan que sea pronto. ¿Qué te parece?

– Sabes perfectamente lo que me parece.

Sydney se abrazó a él con fuerza.

– He pensado que podríamos plantar ajo a gran escala; por supuesto, sería después de que acabaras el año escolar. Es algo que siempre he querido hacer.

– ¡Claro que lo haremos! -Sydney tomó el rostro de Jarod en sus manos-. Todo lo que tú haces sale bien. Te has ganado a mis padres y yo no creía que eso fuera posible. Me tienes obnubilada, Jarod.

– No quiero tenerte obnubilada, quiero que me ames.

Sydney sabía perfectamente cómo amarlo. De hecho, tenía pensado demostrarle lo mucho que lo amaba.

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