CAPÍTULO 2

Lo peor de ser profesora de un colegio era aguantar los tres primeros días de reuniones con los otros profesores antes de conocer a los estudiantes. El lunes a las siete y media de la tarde, Sydney, agotada, salió del instituto Elkhorn y se subió al coche. Después de las reuniones del día, la Asociación de Padres y Profesores había dado una cena en la cafetería del instituto. Al día siguiente tendría que volver a casa temprano con el fin de pintar las paredes del dormitorio antes de volver al colegio el viernes.

A sólo dos manzanas del colegio, Sydney entró en la zona de estacionamiento del edificio de ocho apartamentos y aparcó su jeep. Necesitaba una ducha y meterse en la cama.

Antes de llegar a la puerta de su piso en la planta baja, sintió que no estaba sola, aunque supuso que se trataba de alguno de los otros inquilinos que acababa de llegar, igual que ella. Entonces, oyó la voz de un hombre llamándola.

La forma en que pronunció su nombre conjuró recuerdos que le erizaron la piel.

No…

No podía ser…

Sydney se volvió despacio. El cansancio estaba haciendo estragos en ella, eran alucinaciones. Además, había dos cosas que le hicieron decidir que estaba equivocada, que ese hombre era un desconocido. En primer lugar, iba vestido con un traje de color tostado y corbata. En segundo lugar, ese hombre de pelo negro azabache no llevaba barba.

Contempló con detenimiento el fuerte mentón, la ancha mandíbula ensombrecida por una incipiente barba. La boca viril insinuaba una agresividad que le hizo tragar saliva.

– Sydney… -susurró él, notando su estado de confusión.

La profunda cadencia de aquella voz se le clavó en el corazón. No, no era una equivocación. Sydney se apoyó en la puerta de su casa, no se tenía en pie.

Él avanzó hacia ella.

– ¡No, no me toques! -rogó Sydney.

Pero él, ignorando la protesta, le agarró los brazos para sujetarla y Sydney sintió como si la quemara con su calor.

– Te soltaré cuando puedas caminar sin ayuda.

Sydney echó la cabeza hacia atrás.

– Vamos, entremos en tu casa -él le quitó las llaves de la mano y abrió la puerta.

Convencida de que estaba alucinando, Sydney empezó a sentirse mareada. Las piernas se negaron a obedecerla. Se le nubló la vista…

Con fuerza masculina, él la levantó en sus brazos y la llevó hasta el cuarto de estar. Después de dejarla tumbada en el sofá, desapareció.

Volvió al cabo de un minuto con un vaso de agua en la mano.

– Bebe todo lo que puedas -le dijo él sujetándole la cabeza y llevándole el vaso de agua a los labios.

Aunque todo le daba vueltas, Sydney vació el vaso. Él lo dejó encima de la mesa de centro. Sydney vio esos ojos como los recordaba, verdes como esmeraldas ardientes que, junto con el resto de sus rasgos viriles, le convertían en un hombre imposiblemente atractivo. Lanzó un gruñido de rechazo.

Cuando se convenció de que era él en carne y hueso, empezó a recuperar las fuerzas. Al cabo de un par de minutos, logró ponerse en pie, desesperada por disimular el hecho de que se le había quedado mirando con un deseo que él tenía que haber notado.

Jarod estaba a cierta distancia de ella con las manos en las caderas, recordándole una vez más que era irresistible.

En Cannon, la barba le daba un aspecto más distante. Ahora, sin ella…

Sydney se frotó los brazos como si tuviera frío, aunque las múltiples y distintas emociones la estaban consumiendo. Pero, sobre todo, le encolerizaba que él hubiera ido allí a ahondar la herida que nunca había cicatrizado.

– Debo admitir que eres la última persona en el mundo a quien esperaba ver, y menos aquí -dijo ella.

Los ojos de Jarod brillaron.

– Es evidente que no has leído mi nota.

A Sydney le costó respirar.

– ¿Qué nota?

– La que te dejé en la puerta de la cabaña en Old Faithful.

Sydney se llevó una mano a la garganta.

– ¿Cuándo la dejaste?

– El sábado.

El sábado le habían dicho a ella que Jarod estaba enfermo. No obstante, ahora que lo veía, se daba cuenta de que nunca lo había visto tan sano.

– Yo… ya había dejado la cabaña y el sábado estaba en casa de mis padres.

Jarod asintió.

– Al no tener noticias tuyas anoche ni hoy, llamé al jefe de guardabosques, el señor Archer. Fue él quien me dijo que ibas a trabajar aquí de profesora.

Sydney no salía de su sorpresa.

– Yo… ¿cómo sabías que era guardabosque?

– Es muy largo de contar -la voz de él sonó rasposa-. He venido tan pronto como he podido.

Sydney lo miró con perplejidad.

– ¿Qué quieres decir?

Jarod ladeó la cabeza.

– El día que te marchaste de Cannon, me dijiste: «Yo no puedo quedarme y tú no puedes venir, ¿verdad?». En ese momento no pude darte una respuesta.

La cólera la consumió al recordar su sufrimiento.

– ¿Y ahora sí puedes? -preguntó ella en tono burlón, pero agonizando al recordar el beso de despedida-. Si has decidido separarte de Dios durante unas cortas vacaciones y pasarlas conmigo, olvídalo. Búscate a otra antes de volver a tu rebaño, padre Kendall.

Los rasgos de él endurecieron, sus facciones parecían esculpidas en granito.

– Me llamo Jarod. Me gustaría que me llamaras por mi nombre de pila.

Sydney sacudió la cabeza.

– ¿Quieres decir que te llamas Jarod mientras estás aquí, en Cannon?

Jarod se quedó mirándola unos momentos.

– Es evidente que necesitas más tiempo para hacerte a la idea de que realmente estoy aquí.

– ¿Tiempo? -repitió ella en tono seco-. Admito que hubo un tiempo en que, aun consciente de lo absurdo de la idea, esperaba que me dijeras que me amabas tanto como para dejar tu vocación por mí. Así era de estúpida y así estaba de enamorada. Pero la persona que era hace quince meses ya no existe. Y estás muy equivocado si crees que voy a rendirme a tus pies porque tengas unos días libres y te hayas quitado la sotana.

Al segundo de haber pronunciado aquellas palabras, Sydney se dio cuenta de su sinsentido. Hacía tan sólo unos minutos, casi se había desmayado al verlo.

– ¡No quiero saber nada de ti ni de tu vida! -gritó al instante siguiente.

¡Qué hipócrita!

– ¡Por favor, vete!

– Yo también te he echado de menos, Sydney. Intenta descansar. Te veré mañana -fue todo lo que Jarod dijo antes de marcharse.

Como si hubiera sobrevivido a un naufragio, Sydney se quedó de pie muy quieta sin comprender qué había ocurrido.

Después de haber hecho todo lo posible por olvidarlo, era una crueldad reaparecer otra vez en su vida. Jarod sabía por qué ella se había marchado de Cannon. Uno de los dos tenía que marcharse y, por supuesto, no podía ser el párroco que dedicaba su vida a la Iglesia y a los feligreses.

La mañana que se marchó de Cannon, se pasó por el despacho de él para despedirse. Otra grave equivocación. Una equivocación de la que siempre se arrepentiría.

Jarod no sabía que se iba. Cuando se lo dijo, se levantó de su butaca y se acercó a ella, quedándose de pie junto a la puerta cerrada. Ella se alegró de la angustia que vio en los ojos de Jarod; por primera vez, se quitaba la máscara, permitiéndole ver sus emociones. Vio gran pesar en las profundidades de los ojos de Jarod.

Ella quería que sufriera. Era egoísta por su parte, pero no podía evitarlo.

– ¿En serio te vas? -había susurrado Jarod con voz espesa y grave.

– Ahora mismo, en cuanto salga de este despacho. Tengo el equipaje en el coche.

– Sydney…

La forma en que pronunció su nombre le llegó al alma.

– No puedo quedarme -dijo ella con voz temblorosa-. Tú no puedes venir conmigo, ¿verdad?

Se sostuvieron la mirada durante una eternidad. De improviso, Jarod la estrechó en sus brazos y la besó en la boca. Le dio a probar el sabor de las cosas que nunca compartirían.

Por fin, Sydney arrancó sus labios de los de Jarod y se escapó de sus brazos, de su despacho, de la pequeña ciudad que jamás volvería a ver. Desde entonces, no había dejado de escapar.

A excepción del sábado pasado, cuando lo único que había querido era volverlo a ver sin que él lo supiera.

¿Cómo se había enterado de dónde vivía? Buscarla en Yellowstone había sido una inconsciencia por parte de Jarod. Cuando volviera a Cannon, ¿confesaría lo que había hecho?

«¡Maldito seas, padre Kendall!»

Temblando a causa de todo lo que sentía y no podía controlar, empezó a desnudarse para darse una ducha. Cuando el teléfono móvil sonó, se sobresaltó.

Sydney sacó el teléfono del bolso y pulsó una tecla.

– ¿Diga? -respondió Sydney con voz tensa.

– Hola, Sydney -dijo Cindy Lewis en tono incierto.

No era el padre Kendall.

– Hola, Cindy.

– Tienes la voz un poco rara. ¿Te pasa algo?

Sydney respiró profundamente.

– No, no me pasa nada. Estaba a punto de acostarme.

– ¿Qué tal la boda?

– Estupenda. Jamal Carter me pidió que te saludara de su parte.

– ¿En serio? -inquirió Cindy con entusiasmo.

– Sí. Su madre y su hermana fueron con él desde Indianápolis a la boda. Son tan simpáticas como Jamal. Me he enterado de que Alex y Gilly lo han invitado a quedarse en su casa y a trabajar en el parque el verano que viene.

– ¿De verdad?

– De verdad. Tengo fotos de Jamal con esmoquin. Haré una copia para ti. Está más guapo aún con esmoquin que con uniforme.

– Jamad está muy bien.

– Sí, cierto -Sydney se pasó la mano por la frente-. Cindy, lo siento, pero estoy cansada. Te llamaré la semana que viene y charlaremos largo y tendido, ¿de acuerdo?

– Sí, por supuesto. Pero antes de que cuelgues, quería decirte que un hombre vino al parque el sábado y preguntó por ti.

– ¿Quién? -Sydney se hizo la tonta.

– Salió del centro sin darme su nombre, pero me dijo que te conocía de cuando trabajabas de profesora en Cannon.

– ¿En serio?

– Sí. Y además donó mil dólares para el nuevo centro.

A Sydney casi se le cayó el teléfono. ¿De dónde sacaba un cura tanto dinero? ¿Y por qué había hecho esa donación?

– Qué generoso. ¿Estaba allí con su familia?

– No lo sé. Entró solo al centro. Era más guapo que un actor de cine.

Sydney había pensado lo mismo la primera vez que había visto a Jarod. Tenía el aspecto de un hombre del Mediterráneo, con ojos verdes como los de un gato.

Aparte de que era sacerdote y que su nombre de pila era Jarod, Sydney no conocía ningún otro dato personal del padre Kendall. No sabía nada de su familia, de dónde era ni si sus padres aún vivían.

– ¿Preguntó por mí específicamente?

– No estoy segura. Me dijo que conocía a una mujer que trabajaba de guardabosque en el parque. Yo le pregunté cómo se llamaba y él me dijo que Sydney Taylor. Le dije que había trabajado contigo todo el verano y que habías ido a California a una boda. El me preguntó por tu cabaña para dejarte una nota.

Así que eso era lo que había ocurrido…

– ¿Viste la nota?

– Me temo que no -contestó Sydney.

Al momento, le contó a Cindy lo de su traslado a Gardiner y su nuevo trabajo de profesora.

La joven Cindy pareció muy desilusionada por la noticia, pero Sydney le prometió mantenerse en contacto. Después, la conversación volvió al padre Kendall.

– ¿Podría ser ese hombre un antiguo novio tuyo?

– No -respondió inmediatamente Sydney-. Lo más probable es que sea el padre de algún antiguo alumno mío, pero no consigo adivinar quién. En fin, no importa. Te llamaré pronto, ¿de acuerdo?

– Sí, claro. Adiós.

Cuando Sydney colgó, aún temblaba. El padre Kendall se había tomado muchas molestias intentando encontrarla. ¿Por qué?

Sintiéndose acorralada y desesperada, Sydney se preparó para acostarse y luego se dejó caer encima de la cama, sollozando.


A la mañana siguiente, tras una noche inquieta, Sydney se levantó, se dio una ducha y se vistió con unos vaqueros y una blusa. Después de pintarse los labios, agarró el bolso y abrió la puerta del piso para salir. Al instante, casi se chocó con el sólido cuerpo de un hombre, que la sujetó agarrándola de los brazos.

Sydney alzó el rostro y se encontró frente al padre Kendall, que la miraba fijamente.

Casi sin respiración, Sydney se soltó de él. Aquella mañana iba vestido con un polo de color granate y unos vaqueros gastados.

No había en el mundo un hombre tan guapo y con un cuerpo tan perfecto como él.

En ese momento, Sydney decidió que, en vez de seguir tratando de evitarlo, lo mejor sería averiguar lo que ese hombre quería. De lo contrario, su propia confusión interior acabaría destrozándola.

– ¿Qué quieres? -preguntó ella con resignación.

Jarod permaneció quieto.

– Me alegro de que te hayas dado cuenta de que tenemos que hablar, Sydney.

– Tengo que ir al colegio ahora, pero terminaré las clases a las cuatro.

– Entonces volveré aquí a recogerte a las cuatro y cuarto.

La tenía acorralada.

– De acuerdo.

Quizá estuviera equivocada, pero habría jurado ver en los ojos de él un brillo de satisfacción antes de acompañarla al coche y despedirse de ella. Al igual que un titiritero, era él quien manejaba la situación.

El resto del día pasó casi sin sentir. Pronto, se encontró de vuelta en su casa y con él, que le propuso charlar en otro lugar.

Sydney, evitando su mirada, asintió y empezó a caminar hacia un coche azul aparcado delante del edificio de apartamentos. Mientras caminaban, sintió la mirada de él en su perfil.

Quizá aquel encuentro fuera en realidad lo que ambos necesitaban para cerrar un asunto pendiente. Una vez que él se marchara de Gardiner, ambos volverían a sus vidas por separado y no volverían a volver la vista atrás. Aquello iba a ser el fin de su relación.

Con una mirada soslayada, Sydney notó que él llevaba el pelo algo más largo que antes. Cuando volviera a su parroquia, con el pelo más largo y sin la barba, los feligreses iban a llevarse una sorpresa.

Sydney tragó saliva. No podía existir un hombre más atractivo que él. Aquel extraordinario físico la hizo agarrarse a la portezuela del coche durante un momento mientras luchaba por controlar sus emociones.

– Estás preciosa, Sydney.

Las primeras palabras que escaparon de la boca del padre Kendall la dejaron estupefacta. Acababa de destruir el mito de que ella pudiera olvidarlo algún día. De hecho, el comentario fue como un asalto verbal a sus sentidos.

Evitando sus ojos, Sydney se subió al coche. Temerosa de que la tocara y se diera cuenta de sus verdaderos sentimientos, Sydney hizo lo posible por mantenerse apartada de él; pero accidentalmente le rozó el pecho y una oleada de deseo se apoderó de ella.

Aún no podía creer que ese hombre estuviera en Montana y que fuera a ir a algún sitio con él en coche.

Un par de residentes del edificio la saludaron con la mano y le sonrieron. Podían ver que un alto y moreno desconocido la acompañaba.

Ella asintió en dirección a sus vecinos antes de que el padre Kendall se subiera también al coche y se sentara al volante.

Sydney sintió los ojos de él.

– Vivir en un edificio de apartamentos es como vivir en una pecera, igual que me pasaba a mí cuando vivía en Cannon.

¿Cuando vivía? ¿En pasado?

Sorprendida, Sydney volvió el rostro para mirarlo. Él puso en marcha el coche y se dirigió hacia el centro de la ciudad.

– ¿Te han trasladado a otra parroquia?

Lo oyó respirar hondamente.

– Preferiría contestarte cuando lleguemos a nuestro destino. Ahí, en el asiento trasero, hay unas hamburguesas y patatas fritas. Pensé que podíamos comer de camino.

¿De camino adónde?

Sydney había pensado que iba a invitarla a cenar. Ahora, el misterioso comportamiento del padre Kendall empezaba a alarmarla.

Comer algo quizá la ayudara a calmar los nervios. Por eso, se desabrochó el cinturón de seguridad y agarró una bolsa del asiento posterior. En la bolsa, además de las hamburguesas y las patatas fritas, había dos refrescos y unas raciones de tarta de queso. Puso los refrescos entre su asiento y el de él y le dio una de las hamburguesas.

Después de darle las gracias, el padre Kendall comenzó a comer con buen apetito. Por lo general, ella salía con hambre del colegio; pero ese día, los nervios se le habían agarrado al estómago y sólo pudo dar unos mordiscos a la hamburguesa.

– Está buena -murmuró ella con el fin de interrumpir el silencio.

– Apenas has comido.

Ignorando la observación, Sydney lo recogió todo y volvió a dejar la bolsa en el asiento posterior.

Las sombras proyectadas por los pinos se iban acrecentando. Pronto iba a anochecer.

La tensión aumentó. Sydney apenas podía respirar.

Aunque él no era de aquella región, parecía conocerla bien.

Llegaron a la pequeña ciudad de Ennis. Al cabo de unos minutos, aparecieron delante de una diminuta iglesia con fachada blanca medio oculta tras unos inmensos pinos. El padre Kendall aparcó en la zona reservada para los coches, apartada de la calzada, y apagó el motor.

Incapaz de comprender los motivos por los que la había llevado allí e incapaz de soportar el silencio un segundo más, Sydney dijo alzando la voz:

– Padre Kendall, yo… Yo…

– No me llames por ese nombre -la interrumpió él-. Ya no soy sacerdote. He dejado el sacerdocio.

Sydney se quedó inmóvil.

– ¿Qué has dicho?

– Hace dos meses presenté mi caso a las autoridades eclesiásticas. Ya no soy el padre Kendall y no volveré a serlo nunca.

Sydney no lograba comprender. No podía pensar ni hablar.

– Entiendo tu sorpresa, Sydney. Pero es verdad.

Un súbito incremento de adrenalina la hizo salir del coche. Necesitaba aire fresco con el fin de asimilar lo que él acababa de decirle. Se quedó al lado del coche, rodeándose la cintura con los brazos. Cuando él se aproximó, Sydney alzó sus atormentados ojos para mirarlo.

– ¿Por qué lo has dejado?

El se quedó mirándola durante lo que pareció una eternidad.

– Ya sabes la respuesta a esa pregunta. Me enamoré de ti.

Un profundo sentimiento de culpa la embargó. Su cuerpo entero tembló.

– No, por favor, no me digas eso.

Sus facciones ensombrecieron, haciéndole parecer mayor.

– Sabes perfectamente lo que ocurrió. Y a ti te pasó lo mismo, te enamoraste de mí. Ambos sufrimos en silencio durante nueve meses. Esta noche he roto ese silencio.

Unas lágrimas resbalaron por las mejillas de Sydney.

– Es culpa mía…

Jarod tensó la mandíbula.

– ¿Qué estás diciendo?

– No debí volver a tu despacho después de la primera vez que fui allí con Brenda. Me valí de la excusa de que ella quería que la acompañara para verte. Pero sabía que no debía hacerlo. Durante todo el año escolar seguí engañándome a mí misma, repitiéndome que no había hecho nada malo. Pero sí lo hacía, lo hacía cada vez que te veía.

– Nos ocurrió lo mismo a los dos, Sydney. Yo también hacía lo posible por verte.

La confesión de Jarod la hizo lanzar un leve gemido.

– Si hubiera sido una persona más fuerte, me habría ido de Cannon sin despedirme de ti. Pero en vez de hacer eso, fue a verte una última vez. No debería haberlo hecho.

El beso desesperado que se habían dado tenía un precio, ahora empezaba a comprenderlo.

– Anoche… pensé que habías venido a…

– Sé lo que pensabas -la interrumpió Jarod-. Es comprensible que supusieras eso.

Sydney se cubrió el rostro con las manos.

– Soy una persona horrible. Te tenté sabiendo que habías hecho votos de castidad. No puedo soportar ser el motivo por el que hayas dejado el sacerdocio.

Sydney lanzó un sollozo y continuó:

– Eres un sacerdote maravilloso. Cuando pienso en el bien que has hecho, en cómo ayudaste a Brenda… Me avergüenzo de mí misma. Pensar que mi comportamiento te ha llevado a esto…

Sydney volvió la cabeza bruscamente.

– ¡Jarod, no puedes hacerlo! Tienes que volver a la Iglesia. Diles que estabas equivocado. Estoy segura de que muchos otros sacerdotes han pasado por temporadas de tentación, es humano. Tus superiores lo comprenderán y se alegrarán de que hayas recobrado la razón…

– No lo comprendes, Sydney -la cortó él-. He recobrado la razón. Siempre amaré la Iglesia, pero soy un hombre enamorado que quiere ser tu esposo. Como te dije anoche, he venido tan pronto como he podido. No ha cambiado nada, a excepción de que lo que sentimos el uno por el otro es aún más profundo. Después de verte anoche, no me cabe la menor duda.

Antes de que Sydney pudiera dar un paso atrás, él le puso las manos en los hombros.

– Te he traído aquí para pedirte que te cases conmigo.

Загрузка...