Una playa de guijarros blancos planeaba sobre Stella cuando abrió los ojos. Incluso podía escuchar el rítmico batir de algo que no podía ser otra cosa que olas.
Stella no tenía vacaciones desde hacía… tres años. Nunca había querido hacerlas, nunca había querido irse. Siempre había un nuevo caso o uno sin acabar.
Las imágenes del despertar desaparecieron en cuestión de segundos y se percató de que la playa de guijarros blancos era el techo y el sonido de las olas era el monitor cuyos finos tentáculos tenía adheridos por todo el cuerpo.
Stella tenía la boca seca.
Volvió la cabeza y vio a Mac a su izquierda.
– ¿Cómo…? -empezó a decir, pero el resto resultó ser un balbuceo dolorosamente incoherente.
Tosió con dolor y señaló hacia la jarra de agua y el vaso que estaban sobre la mesita junto a la cama. Mac asintió, le sirvió agua, le quitó el envoltorio a una pajita y la metió en el vaso.
– Despacio -dijo Mac agarrando el vaso para que pudiese beber.
El primer sorbo le quemó. Sintió una ligera arcada, pero pasó y pudo seguir bebiendo.
– ¿Es muy grave? -preguntó.
– Te pondrás bien -dijo Mac-. Te desmayaste. Danny y Hawkes te trajeron aquí. El amigo de Hawkes ha empezado con glucosa y antibióticos. Ha encontrado a un experto en leptospirosis en Honolulu, le llamó y… aquí estás tú.
– ¿Cuánto tiempo voy a estar aquí?
– Unos cuantos días. Y después tendrás que estar otros pocos más en casa -dijo Mac-. Si hubieses tenido un poco de cuidado cuando empezaste a sentirte mal, ahora no estarías aquí.
– Soy adicta al trabajo -dijo con lo que esperaba que fuese una sonrisa.
Mac también sonrió. Stella le echó un vistazo a la habitación del hospital. No había gran cosa que ver. Una ventana a su izquierda y una en la esquina dejaban ver un edificio rojo al otro lado de la calle. De la pared colgaba la reproducción de un cuadro que ella reconoció: tres mujeres vestidas de campesinas en un campo, con haces de heno a su espalda. Las mujeres estaban inclinadas recogiendo algo -alubias, arroz- y lo iban dejando en unas cestas que había en el suelo.
Mac siguió su mirada.
– La mujer de la derecha -dijo Stella- siente dolor. Mira la C deformada que forma su espalda tras años de doblarse. Cuando se pone en pie, le duele y se inclina. Dentro de poco tiempo ya no será capaz de inclinarse así.
– ¿Quieres que la investiguemos? -preguntó Mac.
– No, a menos que alguien la mate o ella mate a alguien -dijo Stella sin apartar la mirada del cuadro-. ¿De qué época crees que es ese cuadro?
– Jean-François Millet -dijo Mac-. El cuadro se titula Las espigadoras, es del año 1857.
Stella se volvió para mirarle pero no dijo nada.
– Mi mujer tenía algunos cuadros en su trabajo -dijo Mac-. Uno de los momentos más destacados de nuestro viaje a Europa fue Ángelus de Millet en el Museo de Orsay.
Stella asintió. Era más información sobre su esposa muerta de la que le había dado nunca.
La sonrisa de Mac se ensanchó.
– Ella apreció la belleza del cuadro -dijo-. Y tú ves a una mujer con problemas médicos.
– Lo lamento -dijo Stella.
– No -dijo Mac-. Las dos tenéis razón.
– Mac -dijo ella- sé quién mató a Alberta Spanio, y no fue El Jockey.
Cuando Don Flack respondió al teléfono móvil, Mac le dijo lo que Stella acababa de comunicarle.
– Voy para allí ahora mismo -dijo Flack.
– ¿Necesitas refuerzos? -preguntó Mac.
– No lo creo.
– ¿Algo nuevo sobre Guista?
– Le encontraré -dijo Flack tocándose la zona blanda de sus costillas rotas.
Flack cerró el teléfono móvil y siguió conduciendo, pero en lugar de dirigirse a la panadería Marco’s, encaró hacia Flushing, Queens.
La temperatura había subido hasta 9 ºC bajo cero y había dejado de nevar. El tráfico avanzaba despacio, y tras casi cuatro días de tormenta de nieve la sensibilidad de la gente estaba a flor de piel. Conducir a ritmo de caracol podía acabar con la paciencia de cualquiera.
Don le echó un vistazo a su reloj. Sonó el teléfono. De nuevo, era Mac.
– ¿Dónde estás? -preguntó Mac.
Don se lo dijo.
– Recoge a Danny en el laboratorio. Tiene las fotografías del escenario del crimen y Stella le ha puesto al corriente -dijo Mac.
– De acuerdo -dijo Flack-. ¿Cómo se encuentra?
– Bien, los médicos dicen que volverá al trabajo en unos cuantos días.
– Dale recuerdos de mi parte -dijo Don antes de colgar.
Danny esperaba tras las puertas de cristal cubierto con un abrigo que le llegaba hasta las rodillas y una gorra con orejeras. Llevaba un maletín en una mano y con la otra le hizo un gesto a Don para hacerle saber que ya salía.
En cuanto abrió la puerta, sus gafas se empañaron y tuvo que detenerse a limpiarlas con un pañuelo.
– Frío -dijo al meterse en el coche.
– Frío -convino Flack.
Camino de Flushing, Danny Messer le contó a Flack todo lo que Stella le había dicho por teléfono. Flack buscó fisuras, alternativas a la conclusión de Stella, pero no pudo encontrar nada. Puso en marcha la radio y escuchó las noticias hasta que llegaron frente a la casa de Taxx.
Taxx abrió la puerta. Llevaba unos vaqueros, camisa blanca con el cuello abierto y un jersey de lana marrón. Tenía una taza de café en la mano. En la misma se leía con grandes letras rojas brillantes la palabra «Papá».
– ¿Hay alguien más en casa? -preguntó Don.
Había un televisor encendido en alguna parte de la casa. En un programa, una mujer reía. A Don aquella risa le pareció poco sincera.
– Estoy solo y aburrido -dijo Taxx dando un paso atrás para permitir la entrada a los dos hombres-. Sigo suspendido hasta que acabe la investigación.
Taxx les condujo al salón y les preguntó por encima del hombro si querían tomar un café o una Coca-Cola light. Ambos declinaron su oferta.
Taxx se sentó en un mullido sillón y Don y Danny lo hicieron en el sofá.
– ¿Qué os ha traído aquí? -preguntó Taxx dándole un sorbo a su café.
– Unas cuantas preguntas -dijo Flack.
– Dispara.
– Cuando echasteis abajo la puerta del dormitorio de Alberta Spanio, ¿fuiste de inmediato a su cama?
– Así es -dijo Taxx.
– ¿Y enviaste a Collier al lavabo? -prosiguió Flack.
– Yo no diría que lo envié. Hicimos lo que teníamos que hacer. ¿Qué…?
– Collier declaró que le dijiste que comprobase el lavabo -dijo Flack.
– Es probable.
– ¿Entraste tú en el lavabo cuando él salió?
Taxx pensó durante unos segundos y después respondió:
– No. Fuimos al salón y comunicamos el asesinato. Ninguno de los dos volvió a entrar en el lavabo. Era el escenario de un crimen.
– Collier dijo que se metió en la bañera y sacó la cabeza por la ventana -dijo Flack.
– No estaba allí dentro con él -dijo Taxx perplejo.
– Danny, enséñale las fotografías -dijo Flack.
Danny abrió el maletín y sacó el puñado de fotografías del escenario del crimen que habían tomado Stella y él. Seleccionó cuatro de ellas y se las pasó a Taxx. Las cuatro eran de la bañera y de la ventana abierta. Taxx observó las fotografías y después se las devolvió a Danny.
– ¿Qué se supone que tengo que ver en esas fotografías? -preguntó Taxx dejando su taza de café.
– No hay nieve, no hay señal de nieve o hielo en la bañera -dijo Flack-. Hacía demasiado frío en la habitación para que la nieve se hubiese deshecho.
– ¿Y? -preguntó Taxx.
– Si alguien hubiese entrado por la ventana para matar a Alberta Spanio, tendría que haber tirado dentro la nieve que se había acumulado en la ventana.
Taxx asintió.
– Tal vez se sacudió la nieve de los brazos y las piernas en lugar de tirarla dentro -dijo Taxx.
– ¿Por qué? -preguntó Danny-. Que lo hiciese no ayudaría en nada a encubrir el crimen. La ventana estaba abierta. No tiene sentido hacer otra cosa que colarse por la ventana, tirar la nieve dentro, subirse a la bañera, matar a Spanio y salir por el mismo sitio.
– Alguien desde dentro del lavabo tiró la nieve fuera -dijo Flack.
– ¿Por qué? ¿Quién? ¿Collier? ¿Alberta? -preguntó Taxx.
– Alberta Spanio estaba fuera de combate debido a una sobredosis de pastillas para dormir -dijo Danny- y aunque no lo hubiese estado, ¿para qué abrir una ventana y dejar que entre el aire y la nieve y la temperatura baje hasta 17 ºC bajo cero?
– ¿Collier? -preguntó Taxx.
– Creemos que quien mató a Alberta Spanio limpió esa nieve, porque quería hacernos creer que alguien había entrado por la ventana -dijo Flack-. Porque si el asesinato no lo había cometido alguien que hubiese entrado por la ventana, eso dejaba sólo dos posibles sospechosos.
Taxx no dijo nada. Tenía la lengua apretada contra el lado interno de la boca.
– ¿Collier? -repitió.
– ¿Cuándo y cómo? -preguntó Danny-. La puerta del dormitorio estuvo cerrada toda la noche.
– Y la ventana del lavabo estaba cerrada -les recordó Taxx-. Tanto Collier como yo lo comprobamos. Salimos juntos del dormitorio.
– Pero por la mañana, tirasteis la puerta abajo y uno de vosotros fue a la cama de Spanio mientras el otro iba al lavabo -dijo Danny-. Ese fue el único momento en que pudo ser asesinada. Tú fuiste a la cama, sacaste el cuchillo de tu bolsillo y se lo clavaste en el cuello. Cuestión de cinco segundos. Un CSI lo comprobó.
– La mujer -dijo Taxx mirando por la ventana.
– Stella se lo imaginó -confirmó Don.
– Dario Marco contrató a Guista y a Jake Laudano para que alquilasen una habitación en el hotel Brevard -dijo Flack-. Se suponía que los verían, un hombre grande y fuerte y un tipo muy bajito. También se suponía que pensaríamos que ellos eran los asesinos de Spanio, para que el auténtico asesino, tú, no resultase sospechoso.
– Guista estaba allí para abrir la ventana del lavabo mediante una cadena que enganchó en el aro que tú habías atornillado en la ventana del lavabo.
– Se sostiene por un pelo -dijo Taxx.
– Quizás -aceptó Flack-, pero estamos detrás de Jake Laudano y cuando los tengamos a él y a Guista, el fiscal del distrito negociará con ellos y hablarán.
– ¿Estoy detenido? -preguntó Taxx.
– Lo vas a estar -dijo Flack.
– Creo que debería llamar a un abogado -dijo Taxx.
– Parece lo más adecuado -dijo Flack.
El detective se puso en pie y sintió una punzada de dolor en las costillas. Dio los cuatro pasos hasta Taxx y le esposó las manos a la espalda.
Don se ajustó las gafas y apartó las fotografías mientras Flack le recitaba sus derechos. Don habló muy despacio, y por alguna extraña razón le pareció una plegaria bien memorizada.
Aiden examinó las tenazas de cortar hierro y el candado roto. Había tomado una estupenda fotografía en primer plano de los dos bordes, los de las tenazas y las marcas que quedaron en el candado.
Estaba sentada en el laboratorio comparándolas.
Las diminutas crestas de la cuchilla resultaban casi invisibles para un observador cualquiera, pero de cerca eran tan buenas como una huella dactilar. No tuvo ninguna duda. Tampoco la tendrían los miembros del jurado. El candado que Aiden había encontrado en el club de tiro había sido cortado con las tenazas que Mac hallara en el sótano del edificio de Louisa Cormier.
Levantó el teléfono, llamó a Mac y le dijo lo que había descubierto.
– Es suficiente -dijo Mac.
– ¿Suficiente para…? -dijo dejando la pregunta a medias.
– Arrestarla -dijo Mac-. Nos encontraremos en el apartamento de Cormier con alguien de homicidios.
Aiden colgó. Todas las pruebas contra Louisa Cormier eran circunstanciales. No había testigos y no habían encontrado el arma. Pero la mayoría de los casos que se ganaban en los juzgados se debían a pruebas circunstanciales convincentes. Los abogados defensores inteligentes podían intentar rebatirlas, crear escenarios alternativos, explicar errores, confundir al personal, pero Aiden, que se había puesto en pie y caminaba ya en busca de su abrigo, no creía que ninguna clase de ofuscación pudiese anular las pruebas.
Las tenazas de cortar hierro que habían usado para abrir el candado de la caja en la que se guardaba la pistola calibre 22, un arma con la que Louisa Cormier solía practicar; el manuscrito con los agujeros de bala que Louisa había recogido de las manos moribundas de Charles Lutnikov y que ella había copiado llevada por el frenesí; la prueba de que Lutnikov era el autor de las novelas de Louisa Cormier.
Aiden se puso el abrigo y se dirigió al ascensor, pensando. «Todavía no tenemos el arma homicida, ni un motivo, y Louisa Cormier tiene a Noah Pease.»
Tal vez debieran esperar, seguir reuniendo pruebas, encontrar el arma y el motivo. Pero Mac le había dicho que con lo que tenían era suficiente, y Aiden confiaba en su capacidad de juicio.
– Esto es acoso -dijo furiosa Louisa Cormier cuando abrió la puerta.
Aiden se dio cuenta de que Louisa mantenía las manos unidas para evitar que se viese que temblaba. Los ojos de Louisa recayeron en el hombre de traje azul que acompañaba a los dos CSI.
– No les voy a invitar a entrar -dijo ella-. Voy a llamar a mi abogado. Voy a pedir un requerimiento judicial contra usted y todos…
– No queremos entrar -dijo Mac.
Louisa Cormier parecía anonadada.
– ¿No? Pues bien, tal como me ha indicado mi abogado, no voy a responder a ninguna de sus preguntas.
– No tiene por qué -dijo Mac-. Pero tendrá que acompañarnos. Queda detenida.
– Yo… -empezó a decir Louisa.
– Y si le parece bien, nos gustaría llevarnos su Walther. Este detective la acompañará para recogerla. Tenemos los papeles que nos permiten hacerlo.
Mac introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pliego con tres hojas de papel.
– No pueden -dijo Louisa Cormier-. Ya les mostré esa pistola. Saben que no ha sido utilizada.
– Creemos que sí lo ha sido -dijo Aiden.
Louisa Cormier sintió un vahído. Aiden dio un paso al frente para agarrarle del brazo y sintió una oleada del perfume de la escritora, de esencia de gardenia, exactamente igual que el que usaba la madre de Aiden.
Stevie ascendió poco a poco por las oscuras escaleras, arrastrando su maltrecha pierna. Cuando llegó a la planta baja, el olor de la panadería le llegó a través de la puerta de la izquierda.
Le gustaba la panadería, el olor de pan recién hecho, conducir la furgoneta, hablar con los clientes de su ruta. Sabía que en cuestión de minutos todo eso desaparecería, que él, de un modo u otro, desaparecería. No era justo, pero su error había sido olvidar que la vida era injusta y confiar y serle fiel a Dario Marco.
Antes de subir los dos últimos escalones y salir al pasillo, se ocultó tras las sombras y miró hacia ambos lados. No había nadie.
La oficina de Dario Marco estaba a solo tres puertas a su derecha. Tenía que ser muy sigiloso.
Si Helen Grandfield estaba allí cuando él abriese la puerta, probablemente tuviese que matarla. Tendría que hacerlo rápido, sin darle tiempo a que reaccionase. Ella había formado parte del engaño. Hija de Dario Marco, sobrina de Anthony Marco, había formado parte de lo que él sabía que había sido un plan para hacer de Stevie, del estúpido de Stevie, del leal Stevie, el chivo expiatorio.
Se detuvo ante la puerta de la oficina y escuchó. No oyó nada. Abrió la puerta dispuesto a lanzarse por sorpresa sobre Helen Grandfield. Pero no había nadie en la antecámara de la oficina.
Stevie se preguntó si Dario había salido, y si pasaría todo el día fuera. No era propio de él perder un día de trabajo, pero los últimos días habían sido un tanto extraños.
Se acercó a la oficina, escuchó de nuevo, y al no oír nada abrió la puerta lentamente. Apenas había luz, las persianas estaban bajadas, pero pudo ver a Dario Marco tras su escritorio.
Dario alzó la vista. Stevie no estaba preparado para ver lo que vio, un calmado Dario Marco que dijo:
– Stevie, te estábamos esperando.
De un rincón surgieron Jacob El Jockey y Helen Grandfield. El Jockey tenía una pistola en la mano y estaba apuntando a Stevie.
La mesa frente al escritorio de Joelle Fineberg estaba abarrotada. Su escasa antigüedad suponía que tuviese la oficina más pequeña.
Había optado por un escritorio muy pequeño, una pequeña estantería y espacio suficiente para una mesa redonda en la que seis personas podían sentarse con razonable comodidad. Utilizaba la mesa para trabajar, y la despejaba para encuentros como aquél simplemente metiendo los papeles y los libros en contenedores de plástico y deslizando esos contenedores bajo su escritorio para que no estuviesen a la vista.
– Ni siquiera disponen de lo suficiente para convocar un gran jurado -dijo Noah Pease con la mano en el hombro de Louisa Cormier, quien estaba sentada junto a él con la vista al frente.
– Yo creo que sí -dijo Fineberg, sentada frente a ellos entre Mac y Aiden.
Una ordenada pila de papeles y fotografías reposaban sobre la mesa como una gigantesca baraja de cartas esperando a que alguien las repartiese para jugar una partida de póquer, que era más o menos a lo que estaban jugando.
Fineberg miró a Mac y dijo:
– Detective, ¿le importaría repasar las pruebas una vez más?
Mac bajó la vista hasta el bloc de notas que tenía frente a sí y repasó una por una las pruebas. Después miró a Aiden, quien asintió para mostrar su conformidad.
La cara de Pease permaneció impertérrita. Y también la de Louisa Cormier.
– ¿Le sorprendería si le dijese que los detectives Taylor y Burn han encontrado las huellas dactilares de su cliente en siete objetos diferentes del apartamento de Charles Lutnikov? -dijo Fineberg.
– Sí -dijo Pease-. Me sorprendería.
Fineberg buscó entre la pila de papeles y extrajo siete fotografías. Se las pasó a Pease.
– Coinciden a la perfección -dijo la ayudante del fiscal del distrito-. Una taza, la encimera, el escritorio y cuatro de las estanterías.
Louisa Cormier alargó la mano para tomar las fotografías.
– Circunstancial -dijo Pease con un suspiro.
– Su cliente nos mintió sobre ese particular -dijo Fineberg.
– Estuve allí una vez -dijo Louisa-. Ahora lo recuerdo. Me pidió que fuese a buscar… algo.
– ¿Sabe por qué estamos aquí? -preguntó Pease.
– Para negociar -dijo Fineberg.
– No -dijo Pease sacudiendo la cabeza.
– Entonces convocaremos al gran jurado y lo plantearemos como homicidio en segundo grado -dijo Fineberg.
Se volvió hacia Mac y dijo:
– Los detectives Taylor y Burn testificarán. A él le han convencido las pruebas que ha encontrado la unidad CSI y yo también. Y también convencerán al jurado.
– La señorita Cormier es una figura literaria muy respetada y no tiene motivo -dijo Pease-. Su caso se apoya en el argumento de que ella no ha escrito sus propios libros. Pero no es así.
– ¿Detective Taylor? -dijo Fineberg.
– Convénzame. Y convenza a mi experto -dijo Mac.
– ¿Cómo? -preguntó Pease.
– Que escriba algo -dijo Fineberg.
– Ridículo -dijo Pease.
– Dispone de cinco días antes de ir frente al gran jurado -dijo Fineberg-. Cinco páginas. No parece imposible, especialmente dado que está inculpada en un caso de asesinato.
– No puedo escribir bajo esta presión -dijo Louisa Cormier devolviéndole las fotografías de las huellas dactilares a su abogado, quien las dejó sobre la mesa y las deslizó hasta Fineberg.
– Usted da por hecho que un jurado mostrará simpatía por una escritora famosa y admirada -dijo Fineberg-. De Martha Stewart se olvidaron al instante. Podría hacerme frente en el caso de O. J. Simpson, pero…
Pease miraba en ese momento a Fineberg con una irritación que fácilmente podría haberse convertido en abierta hostilidad de haberse tratado de una abogada con más experiencia.
– Vamos a llevarlo ante el gran jurado -dijo Fineberg- y nuestro caso seguirá adelante, al menos lo suficiente para conseguir una declaración jurada.
Una declaración jurada, como bien sabían los dos abogados, es una decisión por escrito del gran jurado, firmada por el presidente del mismo, en el que se afirma que existen pruebas suficientes por parte de la acusación para creer que el inculpado probablemente haya cometido un delito y deba ser acusado.
– Eso dañaría la reputación de mi clienta -dijo Pease-. Como cualquier clase de negociación.
– Tenemos el arma -dijo Fineberg mirando a Mac.
– Estamos examinando el arma que guardaba la señorita Cormier en su cajón -dijo él.
– Y probablemente determinarán que el arma no… -empezó a decir Pease.
– La bala que encontramos en el hueco del ascensor coincide -dijo Mac-. La señorita Cormier disparó a Charles Lutnikov, se puso el abrigo, agarró la pistola y las tenazas, que con toda probabilidad guardaba en su vitrina de trofeos, las metió en su bolsa, bloqueó el ascensor en su planta y bajó las escaleras a toda prisa a tiempo para dar su acostumbrado paseo matinal. Eran las ocho de la mañana de un tormentoso fin de semana. Seguramente nadie necesitaría aquel ascensor durante horas. Además, tenía pensado estar fuera sólo media hora.
– Y según esa extravagante historia, ¿dónde se supone que fue mi clienta? -preguntó Pease.
– Al club de tiro Drietch, a cuatro manzanas de distancia -dijo Mac-. A pesar del hielo y la nieve pudo llegar en unos quince minutos. Yo lo he hecho en ese tiempo. Ella sabía que el club de tiro no estaría abierto hasta tres horas después en sábado. Abrió la puerta exterior con una simple tarjeta de crédito. Su detective ha hecho lo mismo en tres de sus libros. La señorita Cormier debía de haber comprobado que podía hacerse.
– Premeditación -dijo Joelle Fineberg.
– Su clienta fue a la sala donde se guardan las armas -prosiguió Mac-. Cortó el candado de la caja que contiene la pistola que había usado en el club de tiro, sacó la pistola, la metió en su bolso y la reemplazó por el arma del crimen. Después tiró el candado en la zona de tiro. Sabía que alguien acabaría dándose cuenta, tras volver a cambiar las armas, que encontrarían la Walther del club de tiro, que cualquier detective competente sabría que no había sido disparada recientemente y sabía que el examen de la bala y la pistola no coincidiría, pero lo que ella no sabía era que llegaríamos hasta aquí. Si Drietch o cualquier otro comprobaba la caja antes de que ella volviese a cambiar las pistolas, creería estar viendo la que guardaban normalmente allí. La señorita Cormier era lo bastante de fiar para no registrar su bolso, pero eso poco importaba.
– Insustancial… -dijo Pease.
– Le sugiero que lea una de las tres primeras novelas de su clienta si quiere saber hasta qué punto es insustancial esta historia.
Pease negó con la cabeza de forma cansina, como si escuchar a Mac fuese un castigo no merecido con el que tenía que cargar.
Mac ignoró al abogado y prosiguió.
– La señorita Cormier regresó a su casa a toda prisa, dejó las tenazas en el sótano, subió las escaleras, desbloqueó el ascensor para que pudiese bajar a la planta baja, y dejó el arma que se había llevado del club de tiro en el cajón.
– ¿Y después? -preguntó Pease sin dejar de sacudir la cabeza como si estuviese escuchando por la fuerza un cuento de hadas.
– Esperó a que llegásemos y nos enseñó el arma enseguida, prácticamente insistió en hacerlo. Era el arma que había sacado del club de tiro, no la que siempre guardaba en su cajón. Cuando nos fuimos, volvió al club de tiro, dijo que quería practicar y cambió las pistolas de nuevo, dejando la que solía estar en la caja. La agente Burn fue al club de tiro, examinó la pistola y determinó que no era el arma del crimen.
– Su cliente ocultó el arma homicida bien a la vista -dijo Fineberg-. En el cajón de su escritorio. Supuso que los agentes del CSI no volverían a examinarla tras determinar que no había sido disparada.
– La bala coincide con su pistola -dijo Mac mirando a Louisa Cormier-. Hizo que todo fuese demasiado complicado.
– Casi funcionó -susurró Louisa Cormier.
– Louisa -le advirtió Pease inclinándose sobre su clienta antes de sentarse-. Defensa propia -dijo-. Charles Lutnikov fue al apartamento de mi clienta tras amenazarla por teléfono. Ella tenía un arma para protegerse. Intentó luchar con él. El arma se disparó. Le entró el pánico.
– Y entonces se le ocurrió la elaborada trama -dijo Fineberg.
– Sí -dijo Pease-. Es escritora y tiene una imaginación muy activa.
– Que no le permite escribir sus propios libros -dijo Mac.
– Ya veremos qué opina un jurado sobre eso -dijo Pease.
– ¿Por qué amenazó Lutnikov a la señorita Cormier?
Ni el abogado ni su clienta respondieron.
– Homicidio involuntario -dijo Pease-. Sentencia suspendida.
– No -dijo Fineberg-. Las pruebas que han reunido estos agentes demuestran intencionalidad, premeditación y encubrimiento.
Pease se inclinó a un lado para susurrarle algo a Louisa al oído. Una mueca de horror tiñó su rostro.
– Homicidio en segundo grado -dijo Fineberg.
– Nada tiene que hacerse público. Consiga del juez el secreto de sumario. Dígale lo que quiera a la prensa.
Fineberg miró a Mac y luego volvió a mirar a Pease. Negó con la cabeza.
– ¿Off the record? -dijo Pease tomando la mano de su clienta.
– Off the record -dijo Fineberg.
– ¿Louisa? -dijo Pease con la mano colocada ahora en el brazo dispuesto a guiarla.
– No puedo -dijo Louisa Cormier mirando a Pease.
Pease ladeó la cabeza y dijo:
– No pueden usarlo a menos que les demos permiso.
Louisa Cormier suspiró.
– Disparé a Charles Lutnikov. Me estaba chantajeando -dijo mirando la mesa con las manos cruzadas y los nudillos blancos.
– Le había estado pagando para que escribiese sus libros -dijo Fineberg.
– No era una cuestión de dinero -dijo Louisa-. Se trataba de crédito literario. Quería que en el futuro mis libros llevasen el nombre de los dos. Le ofrecí más dinero. No estaba interesado.
– ¿Por eso le disparó? -preguntó Fineberg.
– Me dijo que se quedaría con el manuscrito del nuevo libro y que no me lo entregaría hasta que quedase constancia ante notario de que el libro iría firmado por los dos. No podía hacer eso. La gente, los editores, los críticos empezarían a pensar cosas sobre mis libros anteriores, y no podía contar con que Charles no dijese nada de los libros anteriores.
– ¿Y…? -dijo Fineberg tras una larga pausa de Louisa Cormier.
– Cuando subió, detuve el ascensor. Llevaba el manuscrito en las manos, apretado contra su pecho como un bebé. Quería que fuese nuestro bebé. Intenté razonar con él, le dije que si seguíamos por la misma línea le ayudaría a publicar sus propios libros. No estaba interesado. Alargó la mano hacia los botones del ascensor y entonces ocurrió.
– Le disparó -dijo Fineberg.
– No deseaba hacerlo -dijo-. Lo único que quería era amenazarle, advertirle, asustarle para que me entregase el manuscrito. La puerta del ascensor se cerró y me pilló la mano. Agarró la pistola. Estaba furioso. La pistola se disparó. La puerta volvió a abrirse. Pude comprobar que estaba muerto. Apreté el botón de parada y cogí el manuscrito.
– Desafortunado accidente. No. Defensa propia -dijo Pease con una amplia sonrisa.
– Entonces, ¿por qué escondió la pistola? -dijo Fineberg-. ¿Por qué montó todo esto?
– Mi carrera, mi… Me asusté -dijo Louisa Cormier.
– No tenía pensado dispararle, pero de inmediato trazó un plan, un plan realmente complicado, en cuanto le disparó. Estaba de camino al club de tiro con la pistola y las tenazas de cortar hierro en cuestión de minutos, casi de segundos, después de disparar a Lutnikov -dijo Fineberg con escepticismo.
– Háganos una oferta, señorita Fineberg -dijo Pease-. Una buena oferta.