7

Aiden Burn entró en el laboratorio cinco minutos después de que Mac y Stella salieran de él. Disponía, por lo tanto, de todo el laboratorio para ella. La nevera en la esquina zumbaba y a través de las puertas de cristal podía ver únicamente un pasillo vacío.

Dejó su maletín, sacó cuidadosamente los contenidos que necesitaba, los colocó junto al microscopio y después fue a buscar una taza de café.

Adelson, de armas de fuego, podía conseguirle café decente, pero eso suponía tener que soportar amablemente al menos cinco minutos de chistes malos. Escogió la máquina del pasillo. Con mucha leche y un paquete de Stevia en la espalda, el café resultaba tolerable.

Se lo llevó a la mesa del laboratorio y lo dejó a una distancia prudencial de las pruebas en las que estaba trabajando. No quería que se derramase. Se desplazaría cuando quisiese dar un sorbo.

En primer lugar, quería estudiar la cinta de la máquina de escribir de Lutnikov, y lo hizo colocándola sobre una caja de luz que había en la mesa del laboratorio.

Le dio un sorbo al café. Todavía estaba caliente, pero no quemaba.

Muy despacio, rebobinó la cinta. Le costó algo menos de cinco minutos llegar hasta el principio. Dejó la cinta plana sobre la luz y fue pasándola hacia delante muy poco a poco, leyendo las palabras que aparecían con toda claridad insertadas en la cinta negra.


«… la tercera puerta, la última, la única que quedaba. Él, o ella, tenía que estar tras la puerta. Peggy tenía dos opciones: echar a correr o, con la vara de hierro de la chimenea en la mano, abrir esa última puerta. Casi había oscurecido del todo, pero aún quedaba algo de luz, que entraba por la ventana hasta el pasillo de la pequeña casa. No tenía ni idea de cuánta luz habría dentro de aquella habitación. Tenía una idea bastante definida respecto a lo que podría encontrar allí: un asesino, la persona que había diseccionado brutalmente a tres jóvenes mujeres y a un trasvertido. El asesino podía tener su herramienta en la mano, un cuchillo muy afilado o un escalpelo. Podía estar oculto tras la puerta preparado para atacar. Peggy sabía que podía usar la vara de hierro. Tenía que limitarse a recordar las fotografías de las víctimas que había visto, en especial la de su prima Jennifer. Alzó la vara de hierro con la mano derecha y estiró la mano hacia el pomo de la puerta. Todavía estaba a tiempo de salir corriendo, pero si lo hacía el asesino conocido como El Tallista podría escapar, escapar para matar de nuevo. No tenía sentido quedarse quieta. Él sabía que ella estaba en la casa, sin duda tenía que haber oído sus pasos sobre el suelo de madera. Peggy giró el pomo y abrió la puerta de golpe.

»Surgió una mano de la penumbra y le agarró la muñeca cuando se disponía a golpear.

»-Está muerto, Peggy -dijo Ted soltándole la muñeca.

»Tenía la cara ensangrentada debido a un corte encima del ojo derecho.

»Ella dejó caer la vara de metal al suelo y se echó en sus brazos.

»Fin.»


Aiden alzó la vista, le dio otro sorbo a su café, que ahora estaba tibio, y alargó la mano hacia el teléfono para llamar a Mac. Todavía quedaba mucha cinta por leer. Mac respondió tras dos tonos.

– Sí -dijo.

Ella le explicó lo que había encontrado y él respondió:

– Transcríbelo en el ordenador y déjalo sobre mi mesa. Luego lo leeré.

– Voy a ir a la biblioteca -dijo ella, y colgó.


Stella y Mac fueron al apartamento de Steven Guista justo antes de que dieran las tres. Habían comprado unos bocadillos en una tienda de la esquina y se los comieron en el coche de camino a Brooklyn. El de Mac era de ensalada de pollo. El de Stella de ensalada de huevo.

– ¿No comimos exactamente lo mismo ayer? -preguntó ella.

Él iba al volante.

– Sí -dijo-. ¿Por qué?

– En la variedad está el gusto -dijo Stella dando un bocado.

– Ya tenemos suficiente variedad.

A la esposa de Mac, tal como él recordaba, le gustaba la ensalada de pollo, por eso probablemente la había pedido él. El gusto, el olor, le recordaban a ella. Era como una pequeña burbuja de saber para mantener vivo su recuerdo, aunque no le resultase muy placentero. No comía en condiciones desde hacía semanas. Esa noche tenía medio planeado tomarse un par de perritos calientes kosher y una Coca-Cola light extra grande. La fecha se acercaba, faltaban unos pocos días. A medida que se aproximaba, Mac Taylor se adentraba más y más en su interior. El cielo estaba oscuro y sentía que nevaría más. Tendría que echarle un vistazo al canal del tiempo cuando llegase a casa. Se planteó la posibilidad de telefonear a Arthur Greenberg, pero desechó la idea.

Mac llamó con los nudillos a la puerta del apartamento 4G de un edificio de tres plantas de ladrillo rojo construido antes de la guerra. El rellano era oscuro, pero estaba razonablemente limpio.

Nadie respondió.

– Steven Guista -dijo Mac-. Policía. Abra.

Nada.

Mac volvió a llamar. Se abrió una puerta al fondo del pasillo. Una mujer delgada de unos cincuenta años se asomó. Su cabello era oscuro y crespo, vestía un uniforme de camarera y le colgaba un abrigo del brazo. Junto a ella había una niña, muy parecida a la que debía de ser su madre, y muy seria. No podía tener más de once años.

– No está en casa -dijo la mujer.

Mac le enseñó la placa y dijo:

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Ayer, a alguna hora de la mañana -dijo la mujer encogiéndose de hombros.

– No ha pasado la noche en casa -dijo la niña.

La mujer miró a su hija, dándole a entender que no quería darle a la policía más información de la necesaria. La niña no pareció captar el mensaje.

– Siempre viene a ver cómo estoy a las diez -dijo la niña-. No pasó a verme ni anoche ni esta mañana.

– Trabajo en el turno de tarde y a veces en el de noche -añadió la mujer-. Steve es lo bastante bueno para preocuparse por Lilly.

– A veces vemos juntos la tele -dijo Lilly-. A veces.

– ¿Le mencionó que hoy tenía que ir a una fiesta o que había quedado con familiares o amigos? -preguntó Stella.

Tanto la mujer como la niña parecieron sorprendidas por la pregunta.

– Es su cumpleaños -dijo Mac.

– No nos lo había dicho -aclaró la mujer-. Le habría traído un pastel. Podría haberle comprado un regalo. Steve ha sido muy bueno con nosotros, especialmente con Lilly.

– Su aspecto da miedo -dijo la niña-, pero es muy amable.

– Estoy segura -replicó Stella recordando la ficha policial de Stevie Guista.

– Tengo que irme -dijo la mujer inclinándose para darle un beso a su hija en la frente-. Cierra la puerta con llave.

– Siempre lo hago.

La madre sonrió y se volvió hacia los dos agentes del CSI.

– ¿Quieren que le digamos a Steve que andan buscándole?

Mac sacó una tarjeta del bolsillo y se la entregó a la mujer, quien se la pasó a su hija.

– ¿Ha hecho algo? -preguntó la niña.

– Sólo queremos hablar con él -dijo Stella.

– ¿De qué?

Asesinato, pensó Mac, pero lo que dijo fue:

– Puede haber sido testigo de un delito.

– ¿Qué clase de…? -empezó a decir la niña, pero su madre la interrumpió.

– Lill, métete dentro. Tengo que irme.

La niña le dijo adiós a Mac y a Stella, entró en el apartamento y cerró con llave.

Cuando la puerta ya estaba cerrada, la mujer dijo:

– Estoy al corriente de su pasado. Pero ahora Steve es un buen hombre.

Mac asintió y le entregó una segunda tarjeta.

– Por favor, entréguele esto cuando le vea y dígale que nos llame.

La mujer tomó la tarjeta, le echó un vistazo y se la metió en el bolsillo del abrigo.


La mujer del cabello rubio platino y del sombrero de piel tomó el metro número 6 en la estación de la Calle 86 con el hombre siguiéndola de cerca: se quedó en el siguiente vagón. El mal tiempo había incrementado el número de pasajeros de la tarde, lo cual era favorable para el hombre, pues podía observar a la mujer agarrada a una de las barras metálicas a través de las ventanillas entre vagones, sin él ser visto. A pesar de sus labios, extremadamente finos, aquella mujer era guapa. El hombre pensó que había algo en el modo en que se movía que la hacía parecer mayor de lo que aparentaba, y que tal vez su aspecto era fruto de la cirugía plástica.

Él era un observador entrenado, experimentado, y estaba dispuesto a salvar su culo y su trabajo. No iba a perderla. La había seguido hasta el Woo Ching’s, le había visto entregarle algo a aquel hombre. No tenía ni idea de qué le había dado. Pero un hilo llevaba a otro, y ahora estaba siguiendo el hilo de la mujer. Esperaba que ella le condujese a otra vía. Si tenía suerte, ése sería el fin del trayecto. De no ser así, tendría que tirar de otro hilo. Tenía que repetirse una y otra vez que debía ser paciente, a pesar de que la paciencia no había sido nunca una de sus virtudes.

Cuando salió del vagón en Castle Hill, en el Bronx, la siguió a la suficiente distancia para que ella no pudiese notar su presencia. Ahora tenía una idea de a dónde se dirigí. Casi sonrió con satisfacción. Casi, pero era demasiado pronto para sentirse satisfecho.

La mujer entró en un ancho edificio de ladrillo de una sola planta cuyas paredes, a lo largo de medio siglo, se habían ennegrecido, dejando entrever tan sólo un leve rastro del antiguo color amarillo con el que fueron pintadas.

Cuando la mujer desapareció al otro lado de la puerta, el hombre la siguió. Sabía hacia dónde se dirigía, a quién iba a ver. Tendría que presenciarlo, atar ese cabo.

Atravesó las puertas de madera y se encontró en un oscuro pasillo con puertas a ambos lados. El agradable aroma, sin duda a pan recién horneado, repugnaba el aire y le recordó su infancia, los momentos, durante las vacaciones, en los que había predominado ese olor.

La mujer no estaba a la vista. Caminó hacia delante, elaborando su historia, sintiendo el reconfortante peso de su arma en la pistolera bajo el brazo.

Entonces ocurrió. No tuvo tiempo de sacar la pistola. No tuvo tiempo de nada, excepto de alargar el brazo para intentar detener al hombre que salió de una de las oscuras habitaciones y le rodeó el cuello con su grueso antebrazo. Cuando introdujo la mano en su chaqueta, el tipo que le estaba asfixiando se la agarró por la muñeca y, con un brusco movimiento, le rompió el cuello.

El cuerpo del detective Cliff Collier cayó pesadamente al suelo. El asesino miró a su alrededor y después alzó sin aparentes problemas los noventa kilos de peso del cadáver. Lo llevó hasta una oficina a oscuras, cerró la puerta y se acercó a la ventana.

La abrió y sacó la cabeza. Realmente no le hacía falta mirar. Sabía que el callejón estaba desierto, allí sólo estaba la furgoneta con las puertas abiertas.

Lanzó el cuerpo sobre un pequeño montículo de nieve, salió por la ventana, la cerró tras de sí y saltó al callejón. Mientras metía el cuerpo por la puerta trasera de la furgoneta, le echó un vistazo a la pistola que el hombre llevaba bajo el brazo, lo que le llevó a buscar su billetera.

Era un policía. No le habían dicho que tenía que matar a un policía. No es que eso supusiese una auténtica diferencia, pero durante un segundo pensó que tendrían que habérselo dicho.

Cerró la puerta trasera de la furgoneta y se sentó al volante.

Big Stevie nunca antes había matado a un policía. No le importaba demasiado, pero hubiera preferido saberlo. Condujo muy despacio por el callejón, intentando decidir dónde iba a deshacerse del cuerpo.


Mac había dejado que Stella y Don localizasen a Big Stevie y regresasen después lo antes posible, siempre que el tráfico y el tiempo se lo permitiesen, al selecto edificio de apartamentos donde Charles Lutnikov había sido asesinado.

Aiden le había telefoneado tras enviar la cinta de la máquina de escribir al laboratorio para que alguien del equipo de mecanografía del Departamento de Policía de Nueva York transcribiese el texto. Sabía que una llamada a Mac aceleraría el trabajo, pero que aun así pasaría un día como mínimo hasta poder disponer de un disquete con los contenidos de la cinta mecanográfica. Mac llamó a la oficina y le aseguró al agente encargado que se trataba de un asunto urgente.

Aiden le esperaba en el vestíbulo. El se limpió la nieve de las botas antes de entrar y de que Aaron McGee asintiese a modo de agradecimiento.

– La gente está haciendo muchas preguntas -dijo McGee-. No tengo respuestas. ¿Qué debo decirles?

– Lo menos posible -dijo Mac.

– Eso es lo que me dijo la señora -coincidió McGee señalando con el mentón hacia Aiden, que estaba junto a la caja de pruebas-. En cualquier caso, no sé gran cosa.

Aiden abrió el paso hacia el ascensor. Todavía había cinta de escenario de crimen de un lado a otro de la puerta abierta. Se colaron dentro y Mac miró a Aiden, quien dijo:

– He espolvoreado cada centímetro. Hay huellas de casi todos los vecinos de esta parte del edificio.

Mac apretó el botón del ático. Mientras subía, se acuclilló y examinó la fina tira de metal en el frente del ascensor. Había un pequeño espacio, de unos dos centímetros, entre el ascensor y la puerta en cada uno de los pisos. Alzó la vista.

– Es posible -dijo Aiden consciente de lo que estaba pensando.

– Iré contigo -dijo Mac.

Ambos habían visto cosas más raras que una bala deslizándose a través de una estrecha abertura para perderse o quedarse encajada.

Podía ser un trabajo sucio.

Aiden contuvo un suspiro y deseó poder disponer de una taza de café. El ascensor se detuvo con una suave parada en el ático y las puertas se abrieron silenciosamente.

Mac salió y usó el llamador.

Tanto Aiden como Mac sintieron una presencia tras la puerta, observándolos a través de la mirilla.

– ¿Le han atrapado? -preguntó Louisa Cormier-. ¿Al hombre que mató al pobre señor Lutnikov?

– Pudo haber sido una mujer -replicó Aiden.

– Por supuesto -dijo Louisa Cormier con una sonrisa-. Tendría que haberlo dicho. Pasen, por favor.

Se hizo a un lado.

La mujer no parecía tan elegantemente ataviada como en la ocasión anterior. Su peinado era casi perfecto, pero unos cuantos mechones estaban fuera de lugar y en sus ojos podía apreciarse el cansancio. Llevaba unos vaqueros de marca y un suéter de cachemira blanco con las mangas enrolladas, dejando a la vista un reloj con pedrería.

– Por favor -dijo mostrando unos dientes blanquísimos y señalando con la mano hacia una pequeña mesa de madera junto a la ventana. Tenía tres sillas alrededor, y desde allí podía disfrutarse de una vista panorámica de la ciudad.

– ¿Café? ¿Té? -preguntó.

– Café -dijo Aiden-. Gracias.

– ¿Leche? ¿Azúcar?

– No -dijo Aiden.

– Agua -dijo Mac.

– Le he dado a Ann un par de días libres -dijo cuando los dos agentes se sentaron-. Realmente está muy alterada por el asesinato. Traeré el café. Acabo de prepararlo. Sinceramente, creo que le da miedo venir aquí hasta que no atrapen al asesino. Ann es un tesoro. Me dolería perderla.

Louisa Cormier salió de la habitación.

– ¿Hay algo sobre el asesinato de Alberta Spanio? -preguntó Aiden.

– Siempre hay algo -respondió él mirando por la ventana.

Monet había pintado Londres brillante y resplandeciente entre la niebla, húmeda por la lluvia, pensó. ¿Habría pintado alguna vez Nueva York? ¿Habría visto Monet lo que él estaba viendo a través de esa ventana?

Antes de que Louisa Cormier regresase, Aiden le dijo a Mac que había vuelto a escudriñar el apartamento de Lutnikov.

– No hay señal de que hubiese escrito nada de ficción -dijo-. Ni manuscritos, ni páginas en cajones, sólo lo de la cinta.

Mac asintió, su mente estaba sólo en parte atenta a lo que le decía su compañera, otra parte de sí vagaba sobre los tejados de los edificios de la ciudad.

Louisa Cormier regresó con el café y un vaso de agua con cubitos de hielo. No trajo nada para ella misma. Cuando se sentó, se pasó la mano por el cabello.

– Una noche larga -dijo-. Tengo que cumplir la fecha de entrega con una novela de Pat Fantome. Si leen alguno de mis libros, verán que no tengo nada que ver con Pat excepto mi escritura. Dejo a Pat en el despacho en cuanto me levanto del escritorio y me convierto en Louisa Cormier para ir a todas partes, a menos que esté firmando libros o dando una conferencia. Le estoy agradecida a Pat, pero resulta difícil vivir con ella. Por otra parte… -Dejó la frase a medias e hizo un gesto con la mano.

Aiden le dio un sorbo al café. Estaba caliente, sabía bien, con un toque exótico. Mac bebió agua con los ojos fijos en los cubitos.

– Oh, no -dijo Louisa Cormier con una risotada-. No soy una ilusión. Realmente, Pat Fantome no existe. Es un modo de pensar que adopto cuando escribo. Hay unas cuantas similitudes entre Pat y yo, pero hay muchas más diferencias. Pero no han venido aquí para oírme hablar de Pat, o de mí misma. Tienen que hacerme preguntas sobre el señor Lutnikov.

Mac dejó finalmente el vaso en la mesa.

– ¿Tiene una pistola? -preguntó.

Louisa Cormier pareció sorprendida y se llevó la mano derecha al cuello para tocar la cadena de oro.

– Ah… sí. Una Walter. Está en el escritorio de mi despacho. ¿Quiere verla?

– Por favor -dijo Mac.

– ¿Sospechan que yo maté al señor Lutnikov? -preguntó anonadada.

– Estamos controlando a todos los que usan el ascensor -aclaró Aiden.

– ¿Qué más podría pedir una escritora de misterio que un caso llamase a su puerta? -dijo la mujer-. Lo usaré.

Louisa Cormier, ahora claramente interesada, corrió hacia la puerta cerrada de su despacho.

Sonó el teléfono móvil de Mac. Respondió.

– Sí. -Escuchó antes de decir-: Estaré ahí en cuanto pueda. Media hora.

Colgó al tiempo que Louisa Cormier salía del despacho con la pistola agarrada por el cañón. La fascinación resultaba evidente en la mirada de Louisa Cormier. Tras examinar el arma, Aiden dijo:

– Es una Walther P22 con un cañón de quince milímetros. No ha sido disparada recientemente.

– No creo que nunca haya sido utilizada -dijo Louisa-. La tengo en el cajón para satisfacer a mi agente, quien me da la impresión de que me quiere mucho, pero quiere todavía más su quince por ciento.

– Un par de preguntas -dijo Mac mientras Aiden le devolvía la pistola a Louisa Cormier después de examinar detenidamente el cargador, que estaba lleno. Louisa la dejó sobre la mesa y se sentó inclinada hacia delante, con las manos sobre el regazo.

– ¿Estuvo alguna vez en el apartamento de Charles Lutnikov? -preguntó Mac.

– No -dijo Louisa-. Déjeme pensar. No, creo que no.

– ¿Estuvo él alguna vez en este apartamento? -preguntó Mac.

– Alguna vez. De hecho, siempre que sale uno de mis libros, viene, o debería decir venía, más bien con aire avergonzado, a pedirme un autógrafo.

– La agente Burn encontró sus libros en el apartamento del señor Lutnikov -dijo Mac-. No los había leído.

– Eso no me sorprende. Era un coleccionista. Primeras ediciones firmadas y sin leer. Compraba otro ejemplar para leerlo.

– No encontramos otros ejemplares de sus libros en su apartamento -añadió Aiden.

– Se los regalaba a otros inquilinos después de leerlos. Después de todo, tenía las primeras ediciones inmaculadas. Dios mío. Eso es auténtica fascinación.

– ¿El señor Lutnikov le enseñó alguna vez lo que escribía? -preguntó Mac.

– ¿Escribía? Creía que redactaba catálogos. ¿Por qué iba a enseñarme él algo así?

– ¿Nada de ficción? -preguntó Aiden-. ¿Cuentos? ¿Poesías?

– No. Y a decir verdad, si lo hubiese intentado le habría dicho amablemente que estaba demasiado ocupada para leer su trabajo, y que apenas leía ficción, ni siquiera lo que escribían mis mejores amigos. Si hubiese insistido, como hacen algunos, le habría dicho que mi agente y editor me habían dicho que nunca leyese ningún manuscrito no publicado porque podrían acusarme posteriormente de plagio. Les sorprendería cuántos frívolos abogados quieren acusarme de algo, por eso contribuyo de manera significativa en el lobby a favor de la compensación por el agravio.

– ¿Ahora está trabajando en un libro? -preguntó Mac.

– Debería haberlo acabado hace una semana aproximadamente.

– ¿Trabaja con ordenador? -preguntó Mac.

– Conozco algunos escritores, como Dutch Leonard o Loren Estleman, que siguen escribiendo a máquina, pero yo no los entiendo -dijo Louisa.

– ¿Qué clase de papel utiliza? -preguntó Aiden.

– ¿En mi impresora?

– Sí -dijo Aiden.

– No lo sé. Alguno bueno. Ann lo compra en una tienda de la Calle 44.

– ¿Podría darnos una hoja de papel? -preguntó Mac.

– ¿Una hoja de papel de mi ordenador?… Sí, claro. ¿Eso es todo?

– Sí -dijo Mac-. Por ahora hemos acabado.

Se puso en pie y también las dos mujeres. Louisa Cormier, con la pistola en la mano derecha, fue de nuevo a su despacho y volvió con varias hojas de papel que le entregó a Mac. Ya no traía consigo la pistola.

– Tienen que saber que a mi editor no le entrego una copia en papel de mis libros. No lo hago desde hace muchos años. Envío el manuscrito acabado por correo electrónico a la editorial y allí lo imprimen y le envían una copia al editor.

– ¿Así pues, tiene guardada en su ordenador una copia de todos sus manuscritos? -preguntó Mac.

Louisa Cormier le miró interrogativamente.

– Sí, en el disco duro. También guardo una copia de seguridad en disquete en la caja fuerte.

– Gracias -dijo Mac-. Una última pregunta, o dos. ¿Tiene otra arma?

Louisa Cormier le miró un tanto divertida.

– No.

– ¿Ha disparado un arma alguna vez?

– Sí, como parte de mis investigaciones. Mi personaje, Pat Fantome, es una ex agente de policía con muy buena puntería. Creí que me ayudaría saber qué se siente al disparar un arma. Voy a Drietch’s Range en la Calle 58.

– Buen sitio -dijo Mac-. Una pregunta más. ¿Tiene alguna idea de por qué había restos de sangre de Lutnikov en la moqueta frente a la puerta del ascensor en su planta?

– No. Realmente soy sospechosa, ¿no es cierto? -La posibilidad parecía agradarle.

– Sí -dijo Mac-. Como lo son todos los vecinos.

– Gracias por el café -dijo Aiden recogiendo su maleta.

– Vuelvan cuando quieran -dijo Louisa acompañándoles hasta la puerta-. Me encantaría saber cómo va su investigación. Voy a llamar a mi agente y a contarle todo esto.

Cuando llegaron hasta el ascensor, Aiden dijo:

– ¿Bajamos al sótano?

– Tendrás que ir tú sola -dijo Mac-. Stella me ha dicho que han encontrado muerto a Cliff Collier.

– ¿Collier? ¿El policía encargado de Alberta Spanio?

– Estrangulado.

– ¿Dónde?

– En un callejón en Chinatown.

Aiden asintió y contuvo un suspiro. Tendría que ir sola en busca de la bala. No era la primera vez que había tenido que meterse en huecos de ascensor. Siempre resultaba interesante. Nunca era agradable.

Mac observó las hojas de papel que llevaba en la mano.

Aiden y él pensaron lo mismo.

– ¿Una orden de registro? -le preguntó a Mac.

Negó con la cabeza.

Louisa Cormier había mentido. Aiden y Mac lo sabían, pero no sabían respecto a qué había mentido; seguramente, en lo relacionado con los restos de sangre. Raro era el sospechoso que no mentía sobre alguna cuestión, incluso siendo completamente inocente.

– No hay caso -dijo él.

– Podemos preguntárselo amablemente.

– Y ella puede decirnos «no» amablemente y llamar a su abogado.

– ¿Qué hacemos entonces?

– Tenemos que encontrar más pruebas -dijo Mac.

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