6

La mujer de la limpieza confirmó que el hombre que había alquilado la habitación por una noche no había usado la cama, y que ella no la había tocado esa mañana. Stella Bonasera observó la cama, mientras Danny Messer estaba arrodillado en el suelo, y pensó que el hombre ni siquiera se había sentado allí.

Los dos examinaron el escaso mobiliario de la habitación -cama, silla y pequeño escritorio, mueblecito con tres cajones y un pequeño televisor en color encima-, el pomo de la puerta, e incluso la barra y los costados del pequeño armario. No encontraron lo que buscaban.

Stella se dirigió hacia la ventana.

Don Flack había interrogado al resto del personal del hotel, incluido el tipo que había estado de turno el día anterior, cuando Wendell Lang se registró en la habitación. Había pagado en efectivo, por adelantado, y había dado doscientos dólares de más para cubrir las llamadas telefónicas y lo que utilizara de la nevera. Sin embargo, no había llamado por teléfono ni había tomado nada de la nevera, y tampoco se había preocupado de recuperar sus doscientos dólares. Simplemente se dio de baja electrónicamente. El tipo que le había visto no fue capaz de dar una buena descripción del sujeto.

– Estaba nevando -le dijo a Flack el empleado-. Llevaba un sombrero y una bufanda alrededor del cuello cubriéndole la boca. Era grande. Eso sí lo tengo claro. Debía de pesar por lo menos ochenta kilos, tal vez un poco más. El otro hombre era pequeño, muy pequeño.

– ¿Otro hombre? -preguntó Flack.

– Sí -dijo el empleado-. Creo que iban juntos. El otro hombre se quedó detrás, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Llevaba el cuello subido y también sombrero, uno de esos estilo Fedora, bien calado.

– Pero el tal Wendell Lang que alquiló la habitación lo hizo sólo para él, o sea, para una persona.

– Sí -dijo el empleado-, pero eso no importa. La ocupación doble o sencilla cuesta lo mismo. La habitación es individual, sólo hay una cama. Formaban una pareja muy extraña, uno grande, el otro pequeño.

Uno que no pesaba mucho y otro que podía sostener el peso del pequeño al otro extremo de una cadena de acero, pensó Don. De inmediato, subió de nuevo a la habitación y le relató a Stella lo que le había dicho el empleado del hotel. Ella asintió y siguió trabajando.

Stella examinó el alféizar de la ventana de donde Don Flack había extraído la muestra de acero. Espolvoreó el interior de la ventana y el pomo en busca de huellas y luego la abrió. Sacó la cabeza y empolvó el exterior de la ventana a pesar del aire helado. Introdujo las cintas con las huellas en el interior y cerró la ventana.

– Tendré que sacar la moqueta -dijo Danny desde donde estaba arrodillado. Stella se volvió hacia él: Danny tenía las dos manos enguantadas de blanco colocadas en posición de orar.

– Hazlo -dijo ella.

Danny asintió. Se levantó y se dirigió a la pared cercana a la puerta con su caja de herramientas, sacó un martillo y se puso manos a la obra. Ni él ni Stella esperaban encontrar algo bajo la moqueta, pero buscaban algo muy específico o alguna prueba de que lo que buscaban no existía.

– Voy a regresar al laboratorio para examinar las huellas y ver si puedo descubrir qué causó esa marca en el alféizar. ¿Quieres venir conmigo? -le preguntó a Flack, pero éste declinó su ofrecimiento diciendo que quería agotar todas las pistas del hotel.

Danny asintió. En la mano izquierda tenía un detector de corriente eléctrica y una pequeña aspiradora. En la aspiradora había una bolsa para pruebas diseñada para un único uso. La habitación no era muy grande. Stella sabía que, con suerte, levantar la moqueta no iba a llevarle más de una hora. En un día normal, probablemente después dispondría de tiempo suficiente para ir a su casa y darse una ducha, pero debido a la nieve y a la lentitud del tráfico se retrasarían por lo menos una hora.

Cuando separó del suelo la primera franja de la moqueta aparecieron toda una serie de bichos muertos, incluida una cucaracha negra aplastada. Stella dijo:

– Llámame cuando sepas algo.

– De acuerdo -gruñó él.


Aiden y Mac se encontraron con una Ann Chen muy nerviosa en el Whitney del Village. No fue difícil descubrir quién era: la mujer asiática entró en la cafetería semi desierta poco después de ellos.

Cuando atravesó la puerta dejando entrar una ráfaga de aire helado con ella, miró a su alrededor y vio a los dos investigadores del CSI sentados en la mesa del rincón, con tazas de café frente a ellos. Mac le tendió la mano y Ann Chen le saludó inclinando la cabeza. Se quitó el abrigo y el gorro de lana y dejó a la luz un grueso jersey blanco de cuello alto de lana varias tallas más grande de lo que le correspondía. Dejó el abrigo y el gorro en la silla vacía al lado de Aiden.

– ¿Café? -preguntó Mac.

– Un expreso, doble -respondió.

Mac le cantó el pedido al joven camarero que había tras la barra a pocos metros de distancia.

Ann Chen era delgada, debía de tener unos treinta años, y era guapa sin llegar a ser hermosa. Sin duda estaba muy nerviosa, se movía sin parar en la silla en un infructuoso esfuerzo por sentirse cómoda.

– Por lo general, suelo despertarme tarde los fines de semana -dijo-. A menos que Louisa me necesite.

– ¿La necesita con frecuencia los fines de semana?

– A decir verdad, no. ¿Realmente ha muerto el señor Lutnikov?

– ¿Lo conocía? -preguntó Aiden.

Ann se encogió de hombros cuando el joven camarero le trajo el expreso doble. Mac le entregó tres dólares.

– Le había visto alguna vez por el edificio -dijo Ann sosteniendo la taza caliente entre sus finos dedos.

– ¿Alguna vez fue al apartamento de la señorita Cormier? -preguntó Mac.

Ann bajó la vista y dijo:

– Tengo que decirles que esto me incomoda. Louisa ha sido tan buena conmigo que… No me siento cómoda hablando de esto.

– ¿La telefoneó a usted esta mañana? -preguntó Mac.

Ann asintió.

– Me dijo que era posible que la policía se pusiese en contacto conmigo. Entonces llamaron ustedes.

– ¿Le pidió que no nos contase algo? -inquirió Mac.

– No -dijo Ann con vehemencia.

– ¿Qué trabajo hace para Louisa? -preguntó Aiden.

– Me encargo de la correspondencia, de las entrevistas para la radio y la televisión, las entrevistas en prensa escrita, firmas, giras -dijo Ann-. Pago las facturas, respondo a los mensajes en su página web, todo eso.

– ¿Trabaja usted en sus manuscritos? -preguntó Mac.

– Sí, cuando están acabados. A veces llego a su apartamento y dice algo así como: «He acabado el nuevo». Entonces me pasa un disquete, lo llevo al ordenador que hay en la cocina y lo edito. Por lo general, están bien y no tengo mucho que hacer. Todavía sigue resultando emocionante ser la primera en leer el nuevo libro de misterio de Louisa Cormier.

– ¿Y después? -preguntó Aiden.

– Después le digo a Louisa que ya he terminado y que me encanta el libro, porque siempre es así.

– ¿Y ella cómo responde? -preguntó Mac.

– Habitualmente, sonríe y dice: «Gracias, querida» o algo así y se lleva el disquete. Soy licenciada en lengua inglesa por la universidad de Bennington -dijo Ann Chen después de darle otro sorbo al café-. He acabado dos novelas mías. He pasado los últimos tres años intentando decidir si debía pedirle a Louisa que las leyese. Tal vez no le gustarían. Podría pensar que acepté trabajar con ella para que me ayudase con mi carrera literaria. He intentado varias veces darle a entender que quiero ser escritora. Pero ella parece no darse cuenta.

– ¿Cuánto mide usted? -preguntó Aiden.

Ann pareció sorprendida.

– ¿Mi altura? Un metro cincuenta y cinco.

– ¿La señorita Cormier tiene alguna pistola? -preguntó Mac.

– Sí, vi una en un cajón de su escritorio -dijo Ann-. Lo único que realmente me preocupaba de trabajar para Louisa es el número de chiflados que andan por ahí. No se creerían la cantidad de admiradores que le escriben, que le envían correos electrónicos, regalos con tarjetas que dicen que la aman y que quieren que ponga una ristra de ajos en la ventana para evitar a los invasores alienígenas… Cosas de ésas. El de los alienígenas y el ajo es cierto. No le presté atención.

– ¿Alguna otra cosa sobre Louisa? -preguntó Aiden.

– ¿Como qué?

– Cualquier cosa -dijo Mac.

– Sale todas las mañanas a dar un paseo, llueva, nieve o haga sol -dijo Ann pensativa-. Cuando trabaja en un libro, a veces pasa semanas trabajando con la puerta cerrada a cal y canto.

– ¿Lleva usted sus cuentas bancarias? -preguntó Mac.

– Sus cuentas, sí.

– ¿Alguna vez ha sacado grandes sumas en metálico? -preguntó Aiden.

– Sí. Cuando acaba un libro, suele sacar unos cincuenta mil dólares de su cuenta personal, en metálico.

– ¿Y qué hace con ellos? -preguntó Mac.

– Los dona a sus entidades benéficas preferidas -dijo Ann Chen con una sonrisa-. Los coloca en sobres y los introduce por debajo de las puertas. La NAACP, el Ejército de Salvación y la Cruz Roja.

– ¿La ha visto hacerlo? -preguntó Aiden.

– No, nunca. Lo hace sola, de forma anónima.

– ¿Lleva usted también el control de sus impuestos? -preguntó Mac.

– Sí y no. Mi hermano tiene un MBA por la Universidad de Nueva York. Lo hacemos entre los dos.

– ¿Y declara sus donaciones benéficas? -preguntó Aiden.

– No. Le he dicho que lo haga. Mi hermano dice que es ridículo no hacerlo, pero Louisa insiste en que no quiere sacarle provecho a sus donaciones. Es una buena mujer, pero veo que ustedes creen que puede haber matado al señor Lutnikov.

– ¿Lo ha hecho? -preguntó Mac.

– No. Ella no sería más capaz que yo de hacer algo así.

– De acuerdo -prosiguió Aiden-. ¿Ha matado usted a Charles Lutnikov?

– ¿Qué? No, ¿por qué? Eso es todo lo que tengo que decir. No me gusta serle desleal a Louisa.

Ann Chen se puso en pie.

– Gracias por el café -dijo mientras se ponía el abrigo.

Cuando se marchó, Aiden dijo:

– Comprobaré en las oficinas de la NAACP y en el Ejército de Salvación cercanas al edificio de Louisa Cormier si alguien ha pasado sobres con dinero por debajo de la puerta cada vez que Louisa acababa un nuevo libro.

– ¿Otro café?

– Que sea descafeinado, sin azúcar.

Mac pidió el café para ella y otro para él y sacó una bolsa de plástico del maletín que tenía debajo de la mesa. Se puso los guantes mientras el camarero le observaba perplejo desde detrás del mostrador. Mac depositó la taza de Ann en la bolsa, la selló y la guardó en su maletín.

– Son policías, ¿verdad? -preguntó el muchacho al traerles los cafés.

– Sí -dijo Mac.

– Genial.

– ¿Cuánto por la taza? -preguntó Mac.

– Nada -dijo el chico-. Nadie se dará cuenta de que falta. Y si es así, diré que la rompió la clienta.

El chico miró a Aiden de nuevo y dijo:

– ¿Es usted policía?

– Soy policía.

– Nunca lo habría dicho -dijo y volvió tras el mostrador justo en el momento que entraba en la cafetería una pareja joven riendo.


Una hora después, Danny estaba sentado en el asiento del copiloto del coche de Flack mientras éste conducía. Danny se ajustó las gafas y telefoneó a Stella.

– El director del hotel quiere saber quién va a pagar la moqueta -dijo.

– Dile que envíe la factura al ayuntamiento.

– Es lo que he hecho.

El coche se detuvo ante un semáforo en rojo y patinó hacia la derecha hasta detenerse a pocos centímetros de una camioneta blanca de reparto. El conductor miró a Danny, primero conteniendo la respiración en espera del topetazo, después con una oleada de rabia.

Incluso a través de la ventanilla cubierta de escarcha, Danny pudo escuchar al hombre gritándoles en un idioma que, sin duda, debía de ser escandinavo. Don Flack, con mucha calma, sacó la placa del bolsillo de su chaqueta y alargó el brazo hasta presionarla contra la ventanilla.

El escandinavo, que andaba necesitado de un buen afeitado, miró la placa e hizo un gesto con la mano para dar a entender que poco le importaba que fuesen policías, el mismísimo alcalde, el Papa o Robert DeNiro.

– Hay una videocámara en esa esquina -dijo Flack guardándose la placa-. Creo que alguien tendría que calmar al vikingo antes de que pierda los estribos y alguien salga mal parado.

Danny asintió.

– ¿Danny? -dijo Stella con exagerada paciencia.

– No había nada en el suelo -respondió Danny-. Los agujeros más grandes fueron los que dejé con las uñas.

Era lo que Stella esperaba. Danny apretó el botón del altavoz para que Flack pudiese oírla. Flack acababa de cerrar su teléfono móvil tras advertir a los de los monitores de la línea de vídeo sobre el vikingo de cara rosada que había apretado a fondo el acelerador en cuanto el semáforo se puso en verde. Pasó casi rozando el coche de Flack y zigzagueó delante de él.

– Hemos identificado la huella dactilar -dijo Stella-. Steven Guisa, alias Big Stevie, tiene varios arrestos que incluyen desde la intimidación, al atraco y el asesinato. Dos condenas por las que pasó un tiempo en la cárcel. Una por perjurio. Otra por extorsión. Oficialmente, trabaja como conductor de camiones para la panadería Marco, propiedad de…

– … Dario Marco -concluyó Danny.

– Hermano de Anthony Marco, contra el que iba a testificar mañana Alberta Spanio.

– ¿Mac está al corriente? -preguntó Flack iniciando la marcha, dejando que el vikingo de la camioneta se tambalease hacia el siguiente semáforo.

– Voy a llamarle ahora mismo -dijo ella.

– ¿Qué quieres que haga? -le preguntó Danny.

– Vuelve aquí y conviértete en un experto en cadenas.

– ¿Y también en látigos?

Ella colgó.


Big Stevie estaba sentado en el bar Toolie Prine’s, en la Novena avenida, tomándose una cerveza Sam Adams fría. Oficialmente, y según las letras blancas pasadas de moda pintadas en el ventanal, el bar se llamaba Terry Malloy’s, en recuerdo del papel de Marlon Brando en la película favorita de Big Stevie. Oficialmente, el bar era propiedad de la hermana de Toolie, Patricia Rhondov, porque Toolie era un ex convicto. Oficialmente, Toolie era el camarero. Oficialmente, todavía tenía que ir a visitar una vez por semana a su agente de la condicional. Todos los que sabían algo de eso y la mayoría de los que no lo sabían seguían llamando a aquel bar Toolie Prine’s.

Big Stevie tenía el trasero bien aposentado en uno de los taburetes. Stevie era fuerte. Lo llevaba en los genes. Nunca había trabajado. Su viejo había sido fuerte, un trabajador de los muelles. Stevie podría haber sido estibador como su padre. Entonces habría sido Stevie el estibador, en lugar de ser simplemente Big Stevie.

El Toolie’s estaba vacío a excepción de Stevie, a quien le gustaba sentarse solo en la ambarina oscuridad y mirar por la ventana los coches y a la gente que avanzaba dificultosamente a través de la nieve.

Stevie estaba a gusto consigo mismo. Había realizado el trabajo que le habían encargado. Había sido fácil -excepto cuando estuvo a punto de caer por la ventana- y tenía diez billetes con la efigie de Benjamín Franklin en su billetera sin haber tenido que romperle la cara ni las rodillas a nadie. Lo único malo fue pasarse cuatro horas escuchando las quejas del jockey.

Jack el Jockey no era un mal tipo, pero era un quejica. Se quejó del cuadro sobre el televisor y del tamaño del mismo. Se quejó del calor que hacía en la habitación. Se quejó de los gyros que se había comido, y que según Stevie estaban particularmente buenos. Stevie se había comido dos.

El trabajo había ido bien, por eso el señor Marco le había dado el día libre y también el siguiente; el lunes era el cumpleaños de Stevie. Tendría que hacer algo para celebrarlo, aparte de sentarse en el Toolie’s y tomarse unas cuantas Sam Abrams, pero ahora no podía pensar en nada más aparte de llamar a Sandrine y que ésta le mandase a una de sus chicas, posiblemente a la pequeña Maxine, a su apartamento de dos habitaciones. Le gustaban las chicas menudas. Tal vez podría pasar un rato con una de ellas más tarde, si no estaba demasiado borracho.

Sonó el teléfono y Toolie respondió diciendo:

– Sí.

Entonces Toolie le pasó el teléfono a Big Stevie, quien también dijo:

– Sí.

Stevie escuchó con atención.

– Entiendo -dijo y le devolvió el aparato a Toolie.

Big Stevie tenía otro trabajo que hacer. Se preguntó si no se estaría haciendo demasiado viejo para esa clase de cosas.

Al día siguiente, Big Stevie Guista cumpliría setenta y un años.


Aiden Burn llamó a las oficinas de la NAACP y del Ejército de Salvación. En la NAACP no contestaron, pero había un número para las emergencias.

Telefoneó al número de emergencias y le atendió una mujer llamada Rhonda James, quien dijo trabajar en la oficina y no recordar ninguna donación anónima dejada por debajo de la puerta en los cuatro años anteriores.

En el Ejército de Salvación respondieron. Un tal capitán Allen Nichols le dijo que recordaba una donación en particular, hacía muchos años, un sobre con un billete de cien dólares dentro del buzón. Fue justo antes de Navidad, y todas las donaciones se guardaron en un bote, las de unos pocos centavos y las de varios miles de dólares. Todas eran anónimas.

Le pasó la información a Mac antes de regresar al apartamento de Charles Lutnikov, donde empezó a tomar fotografías de todas las paredes cubiertas por estanterías. Se colocó lo bastante cerca para poder leer los títulos de los libros cuando amplió las fotografías.

Se detuvo frente a una de las estanterías del dormitorio, donde dos de los estantes estaban repletos de inmaculados ejemplares de libros de Louisa Cormier. Aiden bajó la cámara y sacó uno de los libros de Cormier del estante: Ah, asesinato.

Lo abrió y pasó a la página del título. No estaba firmado por Louisa Cormier. Comprobó todos los libros de la autora, y los devolvió a su lugar cuando acabó. La sensación de que ninguno de aquellos libros había sido leído se hizo evidente cuando pasó las páginas de Ah, asesinato. Dos de las páginas seguían unidas por el borde, nunca habían sido separadas, lo cual indicaba que ni Lutnikov ni nadie lo había leído. No los había leído y no se los había firmado la mujer que veía prácticamente todos los días.

Sacó su libreta y apuntó lo que debía contarle a Mac. Realmente no recordaba aquella advertencia, pero no le hacía mal a nadie y formaba parte del protocolo.

Un examen azaroso de más o menos una docena de los cientos de libros que había en el apartamento le demostró que sí habían sido leídos: las cubiertas tenían alguna marca, los lomos tenían arrugas, manchas de café y de tostadas o donuts.

Entonces regresó a la máquina de escribir, alzó la tapa metálica de color gris y se inclinó para examinar la cinta negra. Aproximadamente un tercio de la cinta estaba en la bobina de la derecha y los otros dos tercios en la de la izquierda. Le interesaba la cinta de la bobina derecha. Levantó con cuidado las lengüetas metálicas, agarró las dos bobinas y las sacó.

Introdujo la cinta mecanográfica en una bolsa, guardó ésta en el maletín y lo cerró. Echó un último vistazo a la habitación y abrió la puerta para salir. Volvió la vista atrás antes de pasar por debajo de la cinta que señalizaba el escenario del crimen y cerrar la puerta tras de sí.


Mac estaba sentado en el laboratorio, frente a una pila de diapositivas y fotografías de huellas dactilares tomadas en el ascensor.

Sentía un gran respeto por las huellas dactilares, más que por el ADN o incluso las confesiones. Había realizado un estudio sobre ellas, tenía un archivador en casa con la historia de las huellas dactilares, con notas que antaño había planeado convertir en un libro. Abandonó esa idea el día en que murió su esposa.

Las huellas dactilares sencillamente no mentían. Los mentirosos muy hábiles podían hacer trucos con ellas, pero la realidad era muy simple: no había dos huellas dactilares iguales. El descubrimiento se atribuía a un doctor persa del siglo xiv. Nunca nadie había encontrado dos huellas dactilares iguales. Incluso los gemelos más idénticos tenían huellas distintas. Mac había oído en una ocasión un sermón de un capellán de la policía que venía a decir que Dios había incluido en su creación esa microscópica verdad para evidenciar la grandeza de su invención. Mac no dedicó mucho tiempo a pensar en eso. Pero le interesó la verdad de esa afirmación.

Las huellas dactilares se usaron por primera vez como elemento identificativo en Estados Unidos en 1882. Gilbert Thompson, del Servicio de Investigación Geológica de Estados Unidos en Nuevo México, dejó sus huellas dactilares en un documento para evitar la falsificación.

En el libro de Mark Twain Vida en el Mississippi, de 1883, se identifica a un asesino por sus huellas dactilares.

La primera identificación criminal registrada data de 1892, por parte de Juan Vucetich, un agente de policía argentino. Identificó a una mujer llamada Rojas que había matado a sus dos hijos y se había cortado el cuello para implicar a un tercero. Vucetich encontró una huella dactilar sanguinolenta de Rojas en una puerta. La huella dactilar quedó allí después de que se cortase la garganta.

En 1897, con la aprobación del British Council General de la India, la primera Oficina de Huellas Dactilares se estableció en Calcuta, utilizando una clasificación desarrollada por dos expertos hindúes que todavía se emplea hoy en día.

Ocho años después, en 1905, el ejército de Estados Unidos empezó a usar las huellas dactilares para identificación personal. La Armada y el cuerpo de Marines no tardaron en seguir sus pasos.

En la actualidad, el FBI dispone de un índice informatizado, el AFIS (Sistema Automatizado de Identificación de Huellas Dactilares), que cuenta con más de cuarenta y seis millones de huellas dactilares de delincuentes conocidos. Cada Estado dispone, a su vez, de su propio archivo. Nueva York no es una excepción.

Tras tres horas, Mac llegó a la conclusión de que las huellas dactilares de Ann Chen, Charles Lutnikov y Louisa Cormier, además de muchas otras, estaban por todo el ascensor en el que Lutnikov había sido asesinado.

Mac se preguntó cuándo habrían limpiado el ascensor por última vez. Dudaba de que lo hubiesen hecho recientemente. Observó las huellas dactilares de Lutnikov y de las dos mujeres. El ascensor podía ser un callejón sin salida, pero aún había que encontrar el arma del crimen y, seguramente, había lugares que todavía no habían tenido en cuenta.

Mac se puso en pie, le dolía la espalda, e imaginó a la mujer llamada Rojas asesinando a sus hijos y cortándose después el cuello. La imagen no resultaba muy vivida, pero sí lo era la de Juan Vucetich encontrando las huellas dactilares.

Era un momento de la historia forense que a Mac Taylor le habría gustado presenciar.


– No hay problema -dijo el hombre dándole un sorbo despacio a su café en el mostrador de Woo Ching’s, en la Segunda avenida.

Frente a él tenía un rollito de primavera al que había dado dos bocados. No tenía hambre. A su derecha estaba sentada una mujer, ni joven ni vieja, que antaño había sido bonita y ahora era bien parecida y tenía el cabello corto de un rubio platino. Era delgada, iba bien vestida y llevaba puesto un abrigo de piel y un gorro peludo. Le había dado un par de sorbos al té verde que había pedido.

Eran las once de la mañana del domingo y hacía demasiado frío para salir a la calle a tomar nada, excepto para aquellos que querían darse un respiro del mal tiempo con una taza de café o té o un cuenco de sopa wonton.

Sólo había tres clientes más: un trío de mujeres en un reservado junto a la ventana.

El hombre no sabía ni remotamente quién iría a hablar con él, sólo que tenía que ir a Woo Ching lo antes posible y comer algo. Nada de teléfonos. Cuando ella entró, la reconoció enseguida.

– Detalles -dijo ella calentándose las manos con la taza e ignorando el cuenco con fideos que tenía enfrente.

Él sonrió y sacudió la cabeza. Su sonrisa no demostraba alegría alguna.

– ¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó ella.

No se miraron directamente a los ojos y no querían recordar la conversación. Ella había llegado cinco minutos después de que hubiese pedido, se sentó frente a él y pidió su té.

– La nieve -dijo el hombre.

– ¿Qué tiene de gracioso la nieve? -preguntó ella echándole un vistazo a su reloj.

Le explicó que la nieve creaba un problema que ellos no habían previsto.

– ¿Pero todo está bien? -preguntó ella con énfasis.

– Estará bien -respondió alargando el brazo para hacerse con un poco de arroz frito con pollo, pero cambió de opinión y se decidió por el rollito de primavera-. El resto del dinero.

– Aquí. -Sacó un grueso sobre de su bolso y lo deslizó hacia él. Él lo atrajo hacia el límite de la barra, lo introdujo en el bolsillo de su chaqueta y tomó un sorbo de té.

Ella no tuvo que decirle qué debía hacer si las cosas se torcían ni recordarle la llamada que tenía que hacer. Era un profesional y todo lo que él era estaba en juego: su vida y la seguridad de su familia.

Ella se puso en pie. Sacó unos cuantos billetes del bolsillo de su chaqueta, seleccionó uno de cinco dólares que dejó junto a la taza y caminó hacia la puerta. El hombre no la miró. Esperó hasta oír cómo se cerraba la puerta antes de echar un vistazo a su alrededor a toda prisa, fingiendo que miraba a las mujeres del reservado y los coches que circulaban al otro lado del ventanal. Satisfecho de que nadie le observase, sintió un arrebato de hambre repentino. Acabó su rollito de primavera dando grandes bocados, saboreándolo, a pesar de que el rollito parecía ligeramente pasado.

Al otro lado de la calle, el hombre del coche de las ventanillas tintadas tuvo que tomar una decisión: seguir a la mujer o permanecer vigilando al individuo del restaurante chino. Se decidió por la mujer. Sabía cómo encontrar más tarde al otro.

Bajó su visera y salió del coche. Tras cerrar con llave echó a andar tras la mujer, que caminaba muy lentamente, con el cuello de la chaqueta subido y las manos en los bolsillos.

Supuso que se dirigía a la estación de metro de la Calle 86. Y estaba en lo cierto.

También acertó al suponer que el hombre con el que se había encontrado en Woo Ching’s, y al que le había entregado algo, estaba relacionado con el asesinato de esa mañana. Quería descubrir qué le hacía sentir a uno más culpable.

Se abotonó la chaqueta, se colocó las orejeras y siguió a la mujer.


Stella estaba frente a la mesa, observando las cadenas de metal nuevas de diez metros de largo colocadas junto a la sección de madera del alféizar de la ventana extraída de la habitación del hotel en el que Alberta Spanio había sido asesinada.

Mac, con los brazos cruzados, también tenía la mirada clavada en las cadenas. Danny estaba a su lado.

– ¿No podría haber sido un cable? -preguntó Mac señalando hacia la hendidura de la madera y tomando una lupa.

– Mírala bien de cerca -dijo Stella.

Ahora fue ella la que se cruzó de brazos.

– ¿Lo ves? -preguntó.

Mac examinó la hendidura con atención y asintió.

– Un cable habría dejado una hendidura más lisa, limpia -dijo Stella-. Esta hendidura tiene un centímetro y medio. Todas estas cadenas son de un centímetro y medio.

Mac se enderezó y la miró.

– Si el asesino se descolgó con una cadena con eslabones de centímetro y medio desde el lavabo de arriba, él o ella debía de ser realmente ligero -dijo Stella.

– O muy valiente -dijo Danny.

– O estúpido o desesperado -replicó Stella-. Y él o ella tendría que haberse balanceado desde la ventana del lavabo de arriba sin alterar la nieve. Eso, dado el tamaño de la ventana abierta, significaría que era algo así como una supermodelo.

– O un niño -dijo Mac.

Stella se encogió de hombros preguntándose hasta qué punto era menudo el hombre que iba con Stevie Guista cuando se registró en la habitación del Brevard.

– Eso sigue planteando una importante cuestión -dijo ella-. ¿Quién estaba dentro de la habitación aguantando la cadena?

– No estaba atornillada al suelo ni enganchada a ningún mueble -dijo Mac tomando una de las cadenas.

– No. Danny examinó el suelo. Nada de agujeros. Ni marcas de cadena ni arañazos significativos en los muebles -dijo.

– Así pues, quienquiera que estuviese en la habitación fue el mismo que sostuvo la cadena.

– O se la ató alrededor del cuerpo -añadió Stella.

– Fuera como fuese, tenía que tratarse de alguien muy fuerte para bajar a una persona y mantenerse firme mientras ésta se balanceaba hacia la ventana del lavabo.

– He comprobado las cadenas más fuertes que pudiesen encajar con la marca del alféizar de la ventana -dijo ella-. Incluso una persona de tan sólo cuarenta kilos de peso colgando del extremo de la cadena probablemente la habría roto, y las posibilidades aumentan si tuvo que balancearse.

– Parece una actuación circense -dijo Mac.

– ¿Tú crees?

– No -dijo él-. Consultad la base de datos. Buscad por peso y estatura.

– ¿Podemos hacerlo? -preguntó Danny.

– Podemos -aclaró Mac.

– ¿Habrá alguien, sea hombre o niño, lo bastante tonto para descolgarse con una cadena desde un séptimo piso durante una tormenta de nieve? -preguntó Danny-. Tendría que ser increíblemente estúpido o increíblemente valiente.

– Y confiar ciegamente en quien aguantase la cadena -añadió Mac.

– Y qué pasa con el agujero en la madera de la ventana del lavabo de abajo -dijo Stella-. No es de una cadena. Es de un tornillo grande.

– Entonces, ¿qué tenemos?

– Una huella dactilar perteneciente a Steven Guista -dijo ella-. También conocido como Big Stevie.

– ¿Tenemos una dirección?

– Tiene que estar por ahí de celebración -dijo Stella pasándole a Mac la hoja de fax con la fotografía de Big Stevie y su informe-. Hoy es su cumpleaños.

– Me pregunto qué estaría celebrando anoche -dijo Mac-. Llevémosle un regalito.


Algo iba mal. Así de sencillo. El detective Don Flack podía sentirlo. No había pruebas. Era una sensación en las tripas. Había examinado la puerta del dormitorio en el que Alberta Spanio había sido asesinada. Le había pedido a la chica de la limpieza que entrase dentro y gritase cuando él hubiese cerrado la puerta. Era una chica mexicana, con papeles, se llamaba Rosa Martínez. Al principio no quiso entrar en la habitación donde había sido asesinada una mujer hacía unas horas.

– ¿Cerrará la puerta con llave? -preguntó ella.

A pesar de hacer esa pregunta, ella conocía de sobra la respuesta. La puerta sólo podía cerrarse por dentro.

Rosa entró en la habitación, cerró la puerta y gritó. Después abrió la puerta.

– Ponte encima de la cama o ve junto a la cama y vuelve a gritar -le dijo Flack.

Sin duda no quería subirse a la cama en la que había muerto la mujer, pero lo hizo, y Flack cerró la puerta. Gritó de nuevo y se apresuró a abrir la puerta y salir del dormitorio.

– ¿Ok? -preguntó.

– Una cosa más. Entra en el lavabo. Abre y cierra la ventana y grita.

– ¿Y ahí acabará todo?

– Sí.

Rosa regresó al dormitorio, cerró la puerta, entró en el lavabo y abrió la ventana. Entonces gritó una vez, cerró la ventana y atravesó deprisa el dormitorio.

– De acuerdo -dijo él-. Gracias.

Rosa se marchó sin perder tiempo.

La primera vez que gritó, el detective la oyó ligeramente. El segundo grito desde la cama fue incluso más leve, y no la oyó desde el lavabo ni con la ventana abierta ni con la ventana cerrada.

Sacó el teléfono móvil y llamó a Stella.

Los dos tenían noticias que darse.

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