En la mesa frente a Stella y Flack reposaban el bote de pastillas, la ventana del lavabo y el vaso con restos de alcohol que habían traído del dormitorio de Alberta Spanio en el hotel donde había sido asesinada.
Stella había buscado huellas dactilares. En el vaso y en el bote encontró tres bastante claras, todas pertenecientes a la fallecida. No había huellas en la ventana del lavabo, pero Stella no la había llevado al laboratorio esperando realmente encontrar huellas razonables. Lo que quería eran respuestas razonables.
– Ésta es la cara exterior de la ventana. ¿Ves el agujero? -le dijo a Flack.
Señaló hacia un punto de la ventana. Era difícil pasarlo por alto. El corte, de unos tres centímetros, tenía forma de cometa y era del color de la madera en crudo.
– He comprobado el interior del agujero -dijo ella-. Es el surco de un tornillo. Atornillaron algo en esta ventana y la rasgaron, dejando una marca como de cola en la madera. -Con ayuda de unas pinzas extractaras, Stella había sacado unos restos diminutos.
En ese momento, Danny Messer, ataviado con una bata blanca de laboratorio, entró con dos placas para microscopio y se las entregó a Stella diciendo:
– Lo que saqué del agujero de tornillo en la ventana.
Stella insertó la primera placa en el microscopio y lo examinó mientras Danny decía:
– Óxido de hierro. Fuera lo que fuese lo que atornillaron, era de hierro, y casi nuevo.
Stella se hizo a un lado para que Flack echase un vistazo por el microscopio. Así lo hizo y vio unos pequeños fragmentos oscuros sin forma definida. Cuando se apartó del microscopio, Stella insertó la otra placa, la que habían tomado de la habitación que estaba encima de la de Alberta Spanio. Más pedazos, pero parecían diferentes a los de la otra placa.
– Acero -dijo Danny-. Extraído de las partículas que el detective Flack sacó de la ventana del otro lavabo. No coincide con el hierro de lo que atornillaron en la ventana del lavabo de Alberta Spanio.
– ¿Y qué podemos extraer de eso…? -preguntó Flack.
– Nada más que quienquiera que colgase ese objeto de acero de la ventana -indicó Danny- debía de tener algo bastante pesado en el otro extremo para hacer una hendidura como ésa en el alféizar.
– ¿Un niño?
– ¿Descolgaron a un niño hasta la ventana, entró en la habitación y acuchilló a Alberta Spanio en el cuello? -preguntó Stella.
– He conocido a niños de la calle que lo harían por unos pocos cientos de dólares -dijo Flack-. O tal vez fue una mujer, menuda, quizá drogadicta, capaz de arriesgar su vicia por algo de dinero para drogas.
– ¿A ver qué os parece esto? -dijo Danny-. Alguien descolgó una cadena desde el lavabo que hay encima del de Alberta Spanio con un garfio en el extremo. El garfio se enganchó en otro garfio o aro que habían atornillado en la ventana del lavabo de Spanio. Abrió la ventana y siguió tirando hasta que el aro salió, dejando el agujero.
– ¿Y entonces alguien descendió por la cadena? -preguntó Flack.
– Es posible -dijo Danny-. O lo bajaron.
– Peligroso -replicó Flack-. Bajar por una cadena de acero.
– Durante una tormenta de nieve -añadió Danny.
– Y después volver a subir o que lo subiesen a través de la ventana -dijo Flack-. Difícil para un niño o para una drogadicta.
Stella se sentía débil, cansada. Quería apoyar la cabeza en la mesa y dormir durante una hora. En lugar de eso, dijo:
– Vayamos a echar un vistazo pormenorizado a la habitación que hay encima de la ventana del lavabo de Spanio.
Tendido sobre la mesa de acero inoxidable frente al doctor Sheldon Hawkes estaba el cuerpo de Charles Lutnikov. El hombre presentaba una larga incisión desde la garganta hasta el extremo del vientre. La carne estaba levantada a lo largo de la incisión, dejando a la vista las costillas.
Las vísceras estaban al descubierto, la cavidad pectoral rajada y abierta como un libro. La luz brillante que colgaba justo encima del cadáver no creaba sombras, podía verse con total claridad cada giro del intestino, cada curvatura de los huesos y cada arteria.
A Mac la sala le pareció ligeramente más fría de lo habitual, lo cual le hizo sentir agradecido. El aroma de lo que hubiese comido aquel hombre esa mañana o la noche anterior campaba por el aire. Mac miró a Hawkes, quien tenía las manos sobre la mesa frente a él.
– Comió pizza para desayunar -dijo Hawkes-. Albóndigas, berenjena y cebolla.
– Interesante -dijo Mac.
– Empecemos por lo fácil -dijo Hawkes-. ¿Qué sabes de nuestro hombre?
– Sus huellas dactilares figuran en la base de datos del ejército. Lutnikov sirvió cuatro años en la Policía Militar del ejército de Estados Unidos. Participó en la primera Guerra del Golfo. Corazón Púrpura.
Hawkes señaló hacia la cicatriz que tenía el cadáver en la pierna, justo por encima del tobillo.
– Es posible que se la produjera una mina terrestre -dijo-. Todavía quedan algunos fragmentos de metralla. La cirugía sin duda habría resultado ineficaz y le habría causado más problemas. Una buena decisión, probablemente.
– ¿Qué me dices del disparo que le mató?
Hawkes estiró el brazo y cerró la parte izquierda de la cavidad pectoral como si se tratase de la cubierta de un libro.
– La herida que le mató la causó una pistola. A juzgar por el tamaño de la herida, se trata de un calibre pequeño, probablemente un 22. La bala le llegó directamente al corazón, casi sin trazar ángulo alguno. Probablemente estaba de pie frente a quien le disparó, alguien que o bien sabía dónde apuntaba o tuvo suerte.
Mac asintió y se inclinó hacia delante para examinar la herida.
– Aiden encontró una mancha de sangre en el suelo del ascensor -dijo Mac-. Sangre de la herida que cayó a un metro cuarenta.
– El muerto mide algo más de un metro setenta y cinco.
– Así pues, dado que la bala entró recta y que Lutnikov estaba de pie…
– ¿Sí?
– Si quien le disparó estaba frente a él con la pistola en la mano… -prosiguió Mac.
– Quien le disparó debe medir un metro cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco -Hawkes acabó la frase-. ¿Quieres saber cómo fue la trayectoria de la bala?
Mac asintió.
– La bala llegó al corazón, giró, impactó contra una costilla, dio la vuelta y salió a escasos centímetros de la herida de entrada.
Con una pequeña varita de metal, Hawkes reprodujo la trayectoria como un mago, insertándola en la herida de entrada.
– Como ya he dicho, y según confirma el examen de la mancha de sangre, fue directa.
Hawkes sacó otra varita que insertó por la herida de salida formando un ángulo agudo hacia arriba, siguiendo con mucho cuidado el camino de la bala a través de la cavidad pectoral.
Después sacó las varitas y dijo:
– ¿No habéis encontrado la bala?
– Todavía no -confirmó Mac-. ¿Has encontrado algo más?
Hawkes buscó bajo la mesa y sacó una pequeña bolsa de plástico. Se la entregó a Mac, quien la alzó y después le miró.
– Proviene de la primera herida -dijo Hawkes-. Pequeños pedazos de papel sanguinolento.
– Aiden recogió algunos más de estos fragmentos en el escenario del crimen -dijo Mac-. La bala debió de atravesar papel antes de matar a Lutnikov.
– Mucho papel. Dando por hecho que parte del papel se quema ante el impacto y que todavía quedaban los restos que encontró Aiden y lo que yo he sido capaz de sacar.
– ¿Un libro? -preguntó Mac.
– Ése es tu problema -dijo Hawkes volviendo a abrir el pecho de Lutnikov-. Pero algunos de esos fragmentos tenían tinta. Oh, sí, la sangre de Lutnikov y la muestra que recogiste frente al ascensor en la planta del apartamento de Louisa Cormier: coinciden perfectamente.
Cinco minutos después, sonó el teléfono móvil de Mac Taylor mientras echaba un vistazo sobre el hombro de Aiden en el laboratorio: estaba estudiando los fragmentos de papel con sangre en el microscopio.
– Taylor -dijo Mac al responder a la llamada.
– Señor Taylor, soy Wanda Frederichson de nuevo. Lamento molestarle, pero he hablado con el señor Melvin en la oficina y me ha dicho que el lunes es imposible. No podremos disponer de un equipo quitanieves, y los caminos de entrada estarán…
– ¿Y qué pasa si alguien muere? -preguntó Mac.
Aiden alzó la vista del microscopio. Mac se apartó y se fue a la otra punta de la estancia.
– ¿Perdón?
– ¿Qué hará usted si alguien muere entre hoy y el lunes?
– ¿Realmente cree…?
– Sí.
– Mantendríamos los cuerpos refrigerados.
– ¿Y los judíos?
– ¿Judíos?
– Ellos entierran a sus muertos en un plazo de veinticuatro horas, ¿no es así? -dijo.
– Tendré que consultarlo con nuestro director judío, el señor Greenberg.
– Me gustaría hablar con ese señor Greenberg.
– Por favor, señor Taylor -dijo Wanda Frederichson con mucha paciencia-. Sé que…
– Detective Taylor -replicó-. ¿Puede darme el número del señor Greenberg?
– Puedo pasarle con él -dijo ella con un suspiro.
– Gracias -respondió Mac mirando a Aiden, quien se esforzaba para no atender a aquella conversación.
Escuchó un doble tono y después otro y, finalmente, la voz de un hombre.
– Arthur Greenberg, ¿en qué puedo ayudarle?
Mac le explicó la situación y Greenberg le escuchó en silencio.
– Déjeme comprobarlo -dijo Greenberg-. Déme unos segundos para echarle un vistazo a mi archivo del ordenador. Normalmente, no tendría que estar aquí en Shabbat, pero tenemos un… Veamos. Nunca hemos tenido… Sí, señor Taylor, estoy leyendo las circunstancias en nuestro archivo. Lo haremos.
Mac le dictó a Greenberg el número de su teléfono móvil, le dio las gracias y colgó. Se acercó a Aiden.
Ella alzó la vista y le miró, mostrando su curiosidad. Él la ignoró.
– ¿Qué tenemos? -preguntó Mac.
– ¿Estás bien?
– Estoy bien. ¿Qué tenemos?
– Lo que no tenemos es el arma o la bala -dijo ella-. Lo que tenemos son pedazos de papel blanco DIN A4 de 80 gramos, sin ácido. Coinciden con el papel del apartamento de Lutnikov.
– Y parte del papel que tú y Hawkes encontrasteis en la herida de entrada tenía tinta. ¿Qué hay de los fragmentos de papel que encontraste fuera del apartamento de Louisa Cormier?
Aiden asintió y dijo:
– Coincide. Eso no demuestra que ella le disparase, pero sugiere que cabe la posibilidad de que el disparo que mató a Lutnikov se realizase frente a la puerta del ascensor en la planta de Louisa Cormier. Pero esos seis fragmentos pudieron llegar a la moqueta del rellano de Louisa Cormier de distinta manera. Tal vez incluso los llevamos nosotros en la suela de los zapatos.
– No -dijo Mac.
– No -accedió Aiden.
– Pero, un buen abogado…
– Y Louisa Cormier puede permitirse el mejor.
Mac asintió y dijo:
– Un buen abogado podría dar un montón de explicaciones. A ver si puedes hacer coincidir alguna de esas manchas de tinta con la máquina de escribir de Lutnikov.
Permaneció callado durante unos segundos antes de volver a hablar.
– ¿Cuánto crees que mide Louisa Cormier?
Aiden alzó la mirada, reflexionó un momento y dijo:
– Un metro cincuenta y cinco, más o menos. ¿Por qué?
Antes de poder responder, ella añadió:
– La mancha de sangre.
– La mancha de sangre -confirmó él, y empezó a contarle la conversación que había mantenido con Sheldon Hawkes y las conclusiones respecto a la herida.
– Lutnikov llevaba consigo papeles mecanografiados cuando le dispararon -dijo Mac-. La bala atravesó el papel. Lo llevaba abrazado contra su pecho.
– Para protegerse -dijo Aiden.
– ¿Contra una bala?
– Era lo único que tenía.
– Tal vez estaba intentando proteger lo que había escrito -replicó Mac-. Tal vez lo mataron por eso.
– Entonces, ¿dónde está lo que escribió? ¿Y dónde está la bala?
– Y el arma -añadió Mac-. ¿Sabes qué es lo siguiente que vamos a hacer?
Aiden se puso en pie.
– Me pondré el abrigo, iré hacia el norte y regresaré con la cinta de la máquina de escribir.
– Y… -empezó a decir Mac.
– Más muestras del papel que Lutnikov tenía en su apartamento. Muestras en las que hubiese escrito.
– Llévate un aspirador. Recorre todas las plantas, junto al ascensor, en busca de restos.
– Ya lo hicimos -respondió ella.
– Pero ahora sabemos qué buscamos.
Aiden asintió.
– El arma del crimen, la bala que mató a Lutnikov, lo que llevaba consigo cuando le dispararon y…
– Un motivo -concluyó Mac.
– Será mejor que me marche.